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Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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El dolor de una madre en Argentina

Con un pie en el avión de regreso a Madrid escribo estas líneas para cerrar los tres meses de investigación que hemos llevado a cabo sobre la violencia en Argentina.

Investigación que nos ha conducido en varias ocasiones a barrios marginales como Fuerte Apache, Isla Maciel y Ciudad Oculta, donde pudimos conocer de cerca la realidad de los jóvenes armados que viven de la delincuencia. También estuvimos en penales de máxima seguridad, acompañamos a las fuerzas de seguridad en sus labores cotidianas, y nos acercamos al sórdido universo de los estupefacientes, en especial “el paco”, al que muchos vinculan al aumento de la inseguridad.

Las entrevistas con expertos como Jorge Tasín y Carlos Damín nos sirvieron para poner en contexto estas realidades. Asimismo descubrimos fenómenos nuevos en Argentina, que dicen mucho de la brutal transformación social que sufrió este país a lo largo de las últimas tres décadas: el mercado de La Salada y el taller clandestino de falsificaciones de Óscar.

Empezamos este periplo hablando con los familiares del futbolista Fernando Cáceres en el hospital, y creo que es correcto terminarlo de la misma manera, con el testimonio de otra víctima, que hasta ahora sólo habíamos publicado en la versión impresa de este periódico.

Porque de todas las conclusiones que podamos sacar de estos tres meses ésta es sin dudas la que muestra de forma más descarnada e insoslayable las consecuencias del declive sufrido por la Argentina: cómo los manejos de los políticos, sus miserias y ansias de poder se llevan por delante la vida de la gente de a pie.

Una madre y su hija

Nos acercamos al domicilio de la bioquímica Julia Rapazzini, ubicado en la localidad de Tigre. Allí, el pasado mes de octubre, varios jóvenes entraron a robar durante la noche. La retuvieron a ella y a sus dos hijos mientras se llevaban los objetos de valor. Antes de partir, y sin mediar palabra, le pegaron un tiro a Santiago Urbani, de 18 años.

“Uno puede estar preparado para la muerte de sus padres, pero nunca para la de los hijos. A mí no me mataron a otra persona, me mataron a mí”, afirma Julia, que tiene el rostro demacrado y fuma un cigarrillo tras otro. No es la primera vez que padece las consecuencias de la violencia. Hace dos años, tras sufrir un robo, su marido murió de un infarto. En la sala de la casa también está Flor, su hija.

Ambas mujeres se encuentran ahora solas en el mundo. Y lo que es peor aún, ante la inminencia del comienzo del juicio contra los presuntos autores del crimen, tendrán que mudarse de casa, para no sufrir presiones, para estar protegidas.

“Quizás yo atendí a alguno de los chicos que mataron a Santiago”, continúa Julia, que fue directora del hospital de Tigre. “¿Qué les pasa que matan de esta manera, sin sentido? ¿Qué le pasa a este país? Así no podemos seguir, queremos irnos de Argentina”.

Foto: HZ

La latinoamericanización de Argentina

Es un concepto que empleaban algunos de los profesores que tuve en la universidad, a principios de los años 90, para referirse a las consecuencias futuras del programa de ajuste estructural que el gobierno del presidente Carlos Menem comenzaba a aplicar a través de privatizaciones, reducción de aranceles a las importaciones, y el mantenimiento por ley de la paridad entre el dólar y el peso.

Hablaban de “latinoamericanización” porque ya vislumbraban que el resultado de la aplicación acelerada y poco honesta de ese programa de corte netamente neoliberal arruinaría a la industria, haría desaparecer el Estado de bienestar y haría naufragar a la clase media. Y si algo había diferenciado a Argentina durante décadas de sus vecinos en la región había sido justamente su clase media emprendedora, abierta al mundo, instruida.

Empleaban este neologismo no como una forma de despreciar a las culturas autóctonas, sino para referirse el mayor defecto de la región: la injusta distribución de la riqueza, que hace que aún hoy la brecha entre ricos y pobres sea más grande aquí que en África.

La voracidad de las élites locales del subcontinente, que cegadas muchas veces por el racismo o por una falsa creencia de pertenencia a Europa y EEUU, nunca entendieron la importancia de compartir los recursos con los sectores más postergados, tanto fuera a través del pago de salarios justos, del reconocimiento de derechos laborales básicos, de la universalización de la educación. En definitiva, del respeto elemental a la dignidad del otro.

Argentina había sabido ser distinta. Mi partida del país en 1994, a los dos días de haber terminado la carrera, hizo que fuera un testigo distante, aunque nunca indiferente, de la transformación impulsada por el menemismo, que muchos sostienen que fue una continuación del programa aplicado por el ministro Martínez de Hoz en tiempos de la dictadura militar de Videla. Desde niño había soñado con viajar y escribir. Y así lo hice durante cinco años en Asia y en la última década también en África, aunque ya desde Madrid.

El 10 de diciembre comenzamos una serie de reportajes sobre la violencia en Argentina. Describimos y analizamos fenómenos como el aumento de la pobreza, el crecimiento de las barriadas marginales y el surgimiento de economías informales como La Salada. Fenómenos que parecen tener relación directa con aquel proceso de “latinoamericanización”.

He leído en estos meses algunos libros que me han ayudado a comprender mejor lo sucedido en Argentina (fragmentos de los cuales publicaré en la próxima entrada), pero que no me han dado las claves para responder quizás a la más crucial de las preguntas: ¿Por qué esa clase media que mencionábamos al principio recién salió con sus cacerolas a la calle en 2001?

Sin embargo, el interrogante que más me persigue es con respecto al futuro, en especial al observar el progreso de países vecinos como Brasil y Chile. ¿Cómo puede hacer la Argentina para revertir el proceso que hizo que en las últimas tres décadas los ricos se hicieran treinta veces más ricos y los pobres treinta veces más pobres?

Foto: Isla Maciel, Buenos Aires (HZ)

Robo de coches, menores y violencia en Argentina (2)

Seguimos adelante en la investigación sobre el aumento de la violencia urbana en Argentina, centrándonos ahora en el que parece ser uno de sus fenómenos más destacados: el robo de coches. La estadía en la barriada conocida como Fuerte Apache nos permitió seguir de cerca los controles rutinarios que establece la Gendarmería para tratar de encontrar vehículos que fueron sustraídos.

“Tienen pibes que dan vueltas en moto y que informan de dónde estamos, así los ladrones tratan de colarse”, nos explica un suboficial durante el operativo. “Una vez que el vehículo está dentro de Fuerte Apache lo dejan sin tocar durante media hora, por si tiene GPS. Si nadie viene a buscarlo, entonces bajan de los edificios y en una hora le sacan todo. Lo dejan como un esqueleto”.

Prueba de esta afirmación es la interminable hilera de coches famélicos, irreconocibles, en los huesos, que se sucede en el cuartel de la Gendarmería en Fuerte Apache. También lo son varias calles sin salida que visitamos dentro de la barriada, a las que les han quitado el alumbrado público para poder actuar con mayor impunidad. Allí fue donde los gendarmes encontraron el automóvil de Héctor, el conductor de remís del que hablamos en la entrada anterior del blog.

Los jóvenes a los que entrevistamos en Isla Maciel y Fuerte Apache afirman que el robo de coches es un negocio lucrativo. “Por las cuatro ruedas te dan mil pesos”, explica Matías, que a los 19 años acaba de salir de prisión. Se trata de unos 200 euros. El resto de las partes, como las puertas, los frenos o los amortiguadores, cotizan menos en los “desarmaderos”, que es como aquí se conoce a los desguaces.

Ante la pregunta por el uso de la violencia, las respuestas de los jóvenes son similares. “¿Qué vas a hacer? ¿Poner dos cables debajo del volante? Eso sólo pasa en las películas”, decía Rubén con sorna. “Acá hacemos lo más fácil, que es usar el fierro para robar los autos”. La facilidad también está dada porque los vehículos más modernos, que paradójicamente son los menos robados, cuentas con sistemas complejos de arranque.

Números en aumento

Más allá de los intentos del gobierno de la provincia de Buenos Aires por hablar de “campañas orquestadas” al referirse a la reciente ola de asesinatos cometidos durante robos de coches, lo cierto es que las cifras publicadas recientemente por las aseguradoras argentinas señalan un aumento de la sustracción de vehículos del 22% en relación al año 2008.

Cifras que alcanzan a las del peor período del que se tenga noticia: 2002, el año que sucedió a la crisis financiera conocida como “corralito” (fueron casi 100 mil los vehículos robados, más del doble de los que se matricularon como “0 kilómetro” en el mismo período).

Por modelos, el Volkswagen Gol es el más robado, seguido por el Fiat Duna, el Fiat Uno, el Fiat 147 y el Peugeot 504. Como mencionábamos antes, se trata de vehículos usados, de bajo perfil, cuyos repuestos tienen una importante salida en los desarmaderos. Ante el aumento de robos en 2002, se lanzó una campaña agresiva contra estos negocios, que son una de las claves para terminar con el problema, ya que ellos compran las partes sin preocuparse por el origen, porque estén “manchadas de sangre”, como se suele decir aquí.

Según algunos expertos, aquella acción hizo que los delincuentes optaran por una modalidad que rápidamente se expandió, el “secuestro exprés”, que generó una enorme alarma social por casos como el de Axel Blumberg (en prisión entrevistamos a varios jóvenes que cumplían condenas por secuestros cometidos en aquellos años).

Impunidad y desguaces

Ahora el secuestro exprés ha remitido en Argentina, en parte debido a la acción policial y a que necesita de una infraestructura bastante elaborada – lugar para retener al secuestrado, comunicaciones, recepción del dinero -, a diferencia del robo con violencia.

¿Qué ha hecho que los desarmaderos hayan vuelto a tener tanta impunidad? Algunos especialistas señalan que se mudaron a zonas menos visibles, que ya no se encuentran a la vera de las carreteras como antaño. Con respecto a las tiendas de ventas de repuestos, que deben ofrecer documentos de garantía del origen lícito de las piezas que venden, se señala como culpable a la connivencia tanto de los inspectores como de la policía, sin dejar de lado a los clientes que eligen comprar estas mercancías al ser más baratas.

En una serie de allanamientos realizados hace tres meses en la calle Warnes, epicentro de la venta de repuestos en la ciudad de Buenos Aires, se encontraron nada menos que 970 mil piezas sin comprobantes, que corresponderían a unos 8.000 vehículos pertenecientes, no por mera casualidad, a los modelos más robados. Uno de los negocios más famosos de la capital, llamado “Los hermanos”, tenía 20 mil piezas de origen ilegal.

El pasado 15 de enero era detenido Elvio Fernández, apodado «El rey del corte», cuando conducía un camión lleno de repuestos. En el año 2002 llegó a tener 100 depósitos con piezas de automóvil, y su facturación diaria superaba los 300 mil pesos (56.650 euros al cambio actual).

Fotos: HZ

Robo de coches, menores y violencia en Argentina (1)

Argentina se ha despertado con un nuevo crimen que, según fuentes policiales, fue cometido por menores de edad. Tres adolescentes que tras robar un Ford Escort habrían intentado apoderarse de un Chevrolet Meriva, a cuyo conductor mataron por oponerles resistencia. Las fuerzas de seguridad detuvieron a uno de los presuntos asaltantes en la barriada marginal conocida como Villa Pineral.

Se apoda El Peine y tiene 13 años. Hace apenas unas semanas se escapó de un centro penitenciario en el que estaba recluido por otro atraco violento que realizó en octubre. En aquel incidente, el comerciante Edgardo Zelicovici recibió un balazo en el pómulo izquierdo.

El nombre de la nueva víctima de El Peine y sus compañeros es Carlos Bonano, un humilde transportista de 40 años. La zona, el partido bonaerense de Tres de Febrero, es la misma en la que el futbolista Fernando Cáceres resultó baleado por otro grupo de jóvenes en noviembre cuando también intentaban robarle el vehículo en el que viajaba con su novia (recientemente entrevistamos allí a sus familiares).

La ola de robos con asesinatos por parte de menores que tanta conmoción social está causando en la Argentina comenzó a principios de 2009, con la muerte del camionero Daniel Capristo. Al oír la alarma del coche, salió de su vivienda ubicada en Lanús para encontrarse con un adolescente de 14 años que le pegó seis disparos con una pistola 9 mm. Otros casos similares fueron los de la arquitecta Renata Toscano, Sandra Almirón, Ana María Castro y el bancario Gonzalo Etcharrán.

El caso de Héctor

El robo de vehículos para ser descuartizados y vendidos por piezas parece ser uno de los ejes fundamentales de la violencia que está padeciendo una parte importante de la Argentina. A partir del próximo post analizaremos algunos de los datos fundamentales de este fenómeno y conoceremos los testimonios de primera mano de algunos de sus protagonistas.

Por ahora, rescatar el reciente encuentro que tuvimos recientemente con Héctor (en la fotografía), que trabaja de lo que aquí se conoce como “remís” (del francés remise, que significa «enviado», es el que transporta a pasajeros en un coche privado a cambio de una tarifa fija). Lo encontramos en la barriada de Fuerte Apache, también ubicada en el partido de Tres de Febrero, junto a los restos de su coche.

“Me contrató una pareja con un bebé en Tigre, que es donde está la remisería. Me dijeron que venían para Caseros. Como iban con el bebé, no sospeché, pero cuando estábamos por la zona el tipo sacó un fierro y me lo puso en el cuello. Me obligó a bajarme en una esquina y siguió para Fuerte Apache”.

Así cuenta lo sucedido mientras observa con resignación el vehículo. La rápida intervención de la Gendarmería permitió a los ladrones sólo sacarle los neumáticos. De no haber tenido lugar, en menos de una hora el vetusto Renault con el que Héctor trabaja se habría convertido en apenas un esqueleto.

“Nada, a volver a Tigre y a comenzar a laburar para pagar las gomas”, afirma con resignación mientras da los datos del asaltante al gendarme que le toma la denuncia. Aunque ambos saben, como veremos en la próxima entrada del blog, que pocos efectos tendrá.

Foto: HZ

Fumar pasta base debajo de un puente en Buenos Aires

Seguimos adelante con la investigación sobre la violencia en Argentina que emprendimos hace ya dos meses y que nos ha llevado a entrevistar a víctimas, policías, jóvenes armados, médicos, sociólogos, en escenarios tan diversos como barriadas marginales, cárceles, hospitales, mercados, talleres clandestinos.

Llega el momento de abordar una cuestión que muchos han señalado como clave: las drogas. No han sido pocos los que han dicho que el aumento exponencial de la violencia responde al consumo de estupefacientes, en especial de la pasta base de coca, a la que aquí se conoce como «paco», y sobre la que ya realizamos varias entrevistas y reportajes hace dos años en este blog.

Me cito con dos jóvenes consumidores de paco con un largo historial de delitos a sus espaldas. Vienen del barrio de chabolas conocido como 1-11-14, por el nombre de las tres “villas miseria” que al juntarse le dieron forma.

Esta barriada, la más grande y populosa de la ciudad de Buenos Aires – residen en ella 6.020 familias, el 21,66 por ciento del total de personas que viven en asentamientos en la capital – se encuentra en la avenida Perito Moreno, frente a la ciudad deportiva del club de fútbol San Lorenzo de Almagro, en el Bajo Flores. Una y otra vez escucho decir que es también la “villa más peligrosa», como consecuencia de los grupos de narcos peruanos que actúan en su interior. Casi la mitad de sus habitantes son extranjeros.

Espera y encuentro

Espero a los jóvenes debajo de un puente. Sé que se llaman Nicolás y Héctor. Sé que Nicolás, el más joven de los dos, acaba de salir de prisión por asalto con arma de guerra. Tiene 19 años. Antonio ha pasado por cuanto penal hay en la provincia de Buenos Aires.

El periodismo de a pie, en la calle, es ante todo esperar. Esperar a que te den una entrevista, una acreditación, un visado; a que te permitan entrar a determinado sitio, a que pase algo digno de mención. Paciencia infinita. Pero hay esperas y esperas. En esta zona de la ciudad, de pie debajo del puente y con la mochila y la cámara al hombro, paso igual de desapercibido que si me hubiese venido vestido de vaquero o de astronauta.

Miro sin mirar demasiado en todas direcciones para ver si aparecen de una vez. Vislumbro a dos muchachos que caminan por la acera de enfrente. Uno lleva una camiseta del futbolista Lionel Messi de la selección argentina y otro del jugador de balocensto Emanuel «Manu» Ginóbili. No asocio el atuendo deportivo con el consumo de paco, así que no les presto atención.

Sigo buscando, sigo aguardando. Pasa un carro tirado por caballos perteneciente a unos cartoneros. Pasa un patrullero rayado en las puertas y con un gran choque en la parte trasera. Ginóbili y Messi se plantan frente a mí. «¿Sos el periodista?», me pregunta uno de ellos. Asiento. «Somos Nico y Héctor». Me dan la mano. Brazos escuálidos, cubiertos de cortes. Mejillas hundidas. Ojos pletóricos de humo.

Los sigo a través un solar atiborrado de basura. Avanzan torpemente, dando tumbos. Los nombres de Messi y Ginóbili, estampados con grandes letras blancas, se arquean sobre sus encorvadas osamentas.

Foto: HZ

Una temporada en el bonaerense Fuerte Apache: los niños

La cantidad de niños que se encuentra en determinados lugares parece directamente proporcional a los niveles de violencia y pobreza que en ellos se sufre.

Pienso en Gaza, donde después de cada bombardeo aparecían hordas de pequeños para ser testigos de la destrucción y la muerte provocada por los misiles israelíes.

Recuerdo Kibera, el barrio de chabolas más grande de África, donde resulta imposible caminar sin que aparezcan de entre las montañas de basura y las cloacas a cielo abierto los que niños que te siguen, que te saludan emocionados, repitiendo la misma frase: how-are-you?, how-are-you?

Seguramente se trata de una cuestión de crecimiento demográfico, tan acentuado en los países del sur – si bien, como señalaba hace unos meses The Economist, la tasa de fertilidad ha comenzado a descender en África -, lo que hace masiva y constante la presencia de niños en estos lugares.

Pero también hay una suerte de lógica que he notado a lo largo de los años, que espero que no suene demasiado cursi o arbitraria: mientras más se manifiestan la miseria y la muerte, mayor resulta la pasión de la vida por no claudicar.

Supongo que es la fuerza irrefrenable de nuestro instinto de supervivencia. El mismo que ha permitido a nuestra especie perpetuarse a lo largo del tiempo, más allá de guerras, hambrunas y terremotos.

Este contraste entre los niños y la violencia y la pobreza, me encuentra hoy nuevamente en el Fuerte Apache, unas de las localidades más conflictivas del gran Buenos Aires, que tuvo que ser intervenida por la gendarmería nacional ante la imposibilidad de la policía de mantenerla bajo control. La cuna también del famoso futbolista Carlos Tévez.

En una de las últimas plantas de las torres, que forman conjuntos llamados “nudos”, entrevistamos a varios jóvenes que se dedican a robar, que nos muestran sus armas.

Salimos a toda prisa y nos encontramos en el pasillo – cubierto por pintadas, apuntalado por columnas de metal – a un pequeño llamado Lucas, que mira fascinado nuestras cámaras (foto 1). Segundos después aparece su hermana, Estela, que nos a enseña su cachorro (foto 2).

Corremos hacia abajo por las escaleras. Los jóvenes armados nos meten prisas, nos piden que no paremos, «dale, dale, sigan loco». Nos cruzamos con más niños que juegan en las puertas de sus apartamentos, que nos miran sonrientes, sorprendidos, al pasar (foto 3). A lo lejos se escuchan disparos. En los patios que unen los edificios se acumulan los montículos de basura y los esqueletos de los coches robados.

Dejamos atrás un nudo de torres y cruzamos un parque en el que juegan más niños (foto 4). Los jóvenes armados nos siguen haciendo de guías. No lo sabemos aún pero doscientos metros más adelante nos encontraremos de frente con una redada de la gendarmería. Decenas de niños saldrán de sus casas para ver cómo los gendarmes cachean a los muchachos.

Fotos: HZ

Con un arma en las manos

No me gustan las armas. Al tener una en mis manos, más que seguridad o poder, lo que experimento es la profunda desazón de saber que alberga la posibilidad latente de terminar, tanto por accidente como de forma premeditada, con la existencia de otro ser humano.

Aunque luego, cuando leo noticias como las violaciones masivas de mujeres en la República Democrática del Congo (destino al que pienso dirigirme en algunos meses), me enfrento a una disyuntiva moral: me pregunto por qué no las usan los miembros de la MONUC, la misión más extensa de Naciones Unidas en el mundo; por qué no salen de sus cuarteles en los Kivus y se enfrentan de una vez por todas a Laurent Nkunda y a sus hombres.

Alguien tiene que detener a las milicias tutsis que violan a las niñas y mujeres frente a sus familiares, que las cortan en pedazos, que les meten trozos de botellas en la vagina, que se las llevan a sus campamentos y las convierten en esclavas sexuales, como describe la desgarradora crónica publicada por la Revista Pueblos.

Y cuya lectura os recomiendo encarecidamente para no seguir indiferentes al peor conflicto que ha tenido lugar desde la Segunda Guerra Mundial y que ha causado la muerte de cinco millones de personas en una década.

Armas, armas, armas

A lo largo de los meses que llevo recorriendo el mundo para dar vida a Viaje a la guerra, he sostenido numerosas armas. Siempre con la intención de hablar con sus propietarios acerca de la procedencia de las mismas. ¿Cuántos les han costado? ¿Dónde las han conseguido?

Desde aquel lanzagrandas RPG israelí que unos vendedores de armas me mostraron en Líbano, a las pocas semanas del final de la guerra con Hezbolá de 2006. Un conflicto, entre la milicia chií y el Estado hebreo que acaba de alcanzar su momento más tenso después del asesinato de Imad Mugniyah en Damasco y las amenazas abiertas de Hasan Nasralá (que también pueden ser leídas en clave interna, según señala Mohamad Bazzi en el Council for Foreing Relations).

Pasando por los oxidados AK47 que emplean los nómadas afar de Etiopía, y que compran por unos 140 dólares en el mercado negro, para enfrentarse a los oromo, aunque también como símbolo de «hombría» y estatus social con el que han reemplazado a sus antiguas lanzas.

Hasta el regreso a Líbano, a un año de la guerra, con ese viejo fusil M16 que los soldados libaneses, desplegados por primera vez en años al sur del río Litani, sostienen en lo alto del castillo de Beaufort, recuperado tras la salida de las tropas hebreas del país en el año 2000.

Y la última ocasión, la semana pasada, junto a los jóvenes que componen la secta kissi conocida como «chinkororo«, que al comienzo de los enfrentamientos con los kalenjin vinieron a Chepilat desde la frontera con Tanzanía, pagados por los propios vecinos del pueblo.

Esos guerreros adolescentes que me explicaron cómo luchan con sus archos y flechas, según os contaré con más detalles mañana. Unas armas que, en comparación con las modernas, podrían parecer poco amenazantes, pero que al ver el número de muertos que se sucedieron en esta localidad (en especial aquellas que dicen que tenían veneno de serpiente), y la dimensión de las heridas de los supervivientes, se comprende que no es así.

Y al tener un arco y una flecha en mis manos, otra vez esa perturbadora sensación de poder sobre la existencia ajena.

Echar a los «inmigrantes» en Kenia

Los jardines Moi, que normalmente eran un razón de orgullo para los habitantes de la ciudad de Karicho, con su césped siempre cortado y sus flores, se ha convertido en un lodazal, se ha poblado de improvisadas tiendas de campañas hechas con plásticos de la Cruz Roja y ramas de esos árboles que antes servían de solaz para quienes venía aquí a pasear.

Un césped verde, generoso, como los cultivos de té que cubren las laderas de los cerros que rodean a Karicho y que conforman un paisaje de sinuosos caminos y casas de madera que recuerda a Ruanda.

La fisonomía que caracteriza a esta parte del hogar ancestral de los kalenjin, que después de las elecciones decidieron que no querían compartir ni con los kikuyus, los kissi, los luhya o los lúo, a los que salieron a echar a machetazos, a quemar sus casas, obligándolos a buscar refugio en los jardines de Moi.

Justamente otra de las razones que explican la violencia post electoral en Kenia es el concepto de “tierra ancestral”. Durante el dominio británico, la creación de grande emprendimientos comerciales agrícolas obligó a las autoridades coloniales a privar de parte de sus tierras a numerosos grupos autóctonos como los kalenjin.

Cuando en 1963 se alcanzó la independencia, estos grupos pensaron que sus tierras ancestrales les serían devueltas. Pero lo cierto es que el gobierno de Jomo Kenyatta la entregó a otras tribus, la vendió al sector privado.

Desde entonces llevan protestando para recuperar lo que consideran que es suyo. Y esta no es la primera vez en que la violencia estalla en Kenia. En 1997, docenas de personas murieron en enfrentamientos que también provocaron desplazamientos masivos de población.

Y cada año que pasa, la pugna por la tierra se vuelve más evidente, debido también al crecimiento poblacional. Según un artículo del Saturday Nation, la tasa de hijos por mujer era de 4,7 entre 1995 y 1998. Cifra que en 2003 aumentó a 4,8.

El 80% de los 33 millones de personas que viven en este país, depende del 20% del territorio cultivable. Una población joven – el 50% de los kenianos tiene menos de 15 años – que se encuentra sin trabajo, sin acceso a una tierra en la que dedicarse a la agricultura, y que en diversas zonas tras el fraude electoral salió a expulsar a los “inmigrantes” del territorio que creen que les pertenece por derecho ancestral.

En Eldoret, donde tuvo lugar el asesinato de 80 personas en una iglesia, el número de habitantes ha pasado de 50 mil a 200 mil a lo largo de la última década. El arribo masivo de personas provenientes de otras provincias y etnias fue despertando el resentimiento de los pobladores autóctonos.

La creación de un moderno aeropuerto, de la universidad Moi, de un hospital de referencia, así como la fertilidad de un suelo con gran potencial para la industria lechera, para el cultivo de maíz y mango, atrajo a los “inmigrantes”.

Lo trágico de esta historia es que no se enfrentaron a los grandes terratenientes, sino a otros agricultores tan pobres como ellos.

Un estudio publicado por el Sunday Nation señala que la principal demanda de los kenianos es la creación de una nueva constitución, que quite poder al presidente y lo pase al parlamento y a las provincias. Otra de las exigencias de muchos ciudadanos es que se solucione «el problema de la tierra”.

“El concepto de tierra ancestral es esencial para muchos africanos”, me dice David Otieno Ajiya, un médico lúo en Kisumu. “Es donde tienes enterrados a tus antepasados, es tu lugar en el mundo. Como la familia, que aquí actúa de red de seguridad social. Son conceptos que tienen un valor muy distinto al que se le puede dar en Europa. Aunque lo que está de fondo es la miseria, la frustración de la gente que no tiene un espacio para trabajar, para salir adelante”.

Sin hogar en Kenia

Más de 300 mil personas han tenido que abandonar sus hogares en Kenia desde el comienzo de la crisis post electoral que ya ha terminado con la vida de mil kenianos.

En los accesos a Nairobi se ven familias con carros de los que sobresalen camas de madera, mantas, botes de plástico, bártulos para cocinar. Algunas permanecen a un lado de la carretera, exhaustas, sentadas sobre los pocos muebles que han podido salvar del naufragio. Otras avanzan lentamente, con gran esfuerzo. Se dirigen hacia Jamuhuru Park, el lugar en el que Gobierno está albergando a los desplazados en la capital.

Jamuhuru Park es una suerte de IFEMA, con pabellones para eventos agrícolas y un gran estadio. Las miles y miles de familias que han venido aquí en busca de refugio pasan las noches en las cuadras donde regularmente se exponen caballos y vacos. El lugar, tapizado de plásticos de UNICEF, desprende un insoslayable olor animal.

El resto del día los desplazados esperan a que les den la noticia de que ya se pueden marchar, de que el gobierno o la Cruz Roja han puesto a su disposición los medios de transporte que tanto ansían. Para ello se agrupan según el lugar de procedencia y anotan sus nombres en una lista.

Un colega keniano me dice que Jamuhuru Park se encuentra en calma en comparación con otros campos de desplazados que ha visitado. Allí ha recogido denuncias de abusos sexuales, de enfrentamientos. Lo paradójico de la situación es que desplazados kikuyus y lúos terminan en los mismos sitios.

No me sorprende descubrir que para matar el tiempo los niños juegan en todas partes, corren, gritan. Tanto es así que se han montando improvisados toboganes con tablas de madera sobre un montículo de tierra. La misma clase de escapatoria lúdica, de abstracción en el universo de la infancia, he descubierto en los campos de Uganda, de Sudán o Gaza.

Tampoco me llama la atención ver que las mujeres lavan la ropa, rebelándose así mismo contra la decadente realidad que las rodea. Tratan de dar cierta normalidad a una situación tan traumática.

Anne Atieno es oriunda de Kisumu, donde la mayoría de la población es lúo. Pero hace años se mudó a Tikha, una región predominantemente kikuyu. Con esfuerzo trabajó para progresar. Tenía un puesto de venta de pescado.

Cuando comenzaron los enfrentamientos, los kikuyus quemaron su casa, destruyeron su negocio, y la obligaron a marcharse junto a sus cuatro hijos. Ahora, Anne vuelve a su tierra ancestral con las manos vacías. Tiene 34 años y se verá obligada a empezar de cero.

Marta Auvino es un poco mayor, cumplió 40 años hace poco tiempo. Su historia se parece a la de Anne. Entre golpes e insultos cogió lo poco que pudo y dejó atrás su casa, que rápidamente fue incendiada por la multitud.

“Tenía tanto miedo que no me importaban la cosas. Lo único que quería era escapar con mis hijos. Pensaba que íbamos a morir”, afirma. Y, a continuación, cuando le pregunto qué siente hacia los kikuyus, me responde: “No tengo odio, sólo tristeza, una gran tristeza”.

Comienza a anochecer en Jamuhuru Park. La gente hace cola en el estadio para recibir una ración de alubias. Se empuja, se impacienta. Los jóvenes voluntarios mantienen a la multitud a raya empleando palos de madera.

Con resignación, la gente vuelve a las cuadras recubiertas de plásticos o se sienta en el césped del estadio a comer con las manos.

Las elecciones democráticas que pensaban que los iba a acercar a la prosperidad de la que goza otra parte del país, a través del gobierno de Raila Odinga, los han sumergido aún más en miseria. Los han dejado sin nada.

Marcados para morir en Nairobi

Primera mañana en Nairobi. Me dirijo a Kibera, el barrio de chabolas más grande del mundo, y uno de los epicentros de las luchas tribales en Kenia.

Desde las negociaciones del pasado viernes entre Kofi Annan, el presidente Kibaki y el líder de la oposición Odinga, la violencia parece haberse moderado en la capital. Sin embargo, los enfrentamientos continúan en el resto del país. Durante el sábado y el domingo, setenta personas fueron asesinadas.

Mi buen amigo Patrick Kimawachi – al que podéis conocer mejor en este vídeo -me conduce por las zonas de Kibera que a lo largo del pasado mes se convirtieron en un campo de batalla. Casas quemadas, terrenos baldíos. “Hasta hace dos días usaban machetes, tiraban con arcos y flechas que compraban a los masai”, me comenta.

La tensión se hace tangible en el ambiente, en las familias que aprovechan esta precaria paz para recoger sus pertenencias y partir, en las miradas que se cruzan, en algunos comentarios que nos hacen al caminar.

La última noticia, que nos dan en la puerta de un garito de mala muerte llamado “Ghettos Bar”, es que esta mañana varias casas han amanecido marcadas. Dicen que son en represalia por una serie de hurtos que tuvieron lugar ayer. Y que los habitantes de estas moradas, o se marchan inmediatamente, o está noche “serán colgados”.

Seguimos las indicaciones hasta el grupo de casas marcadas, que se encuentran en lo alto de Soweto, uno de los tantos barrios que conforman este asentamiento de techos oxidados y paredes de chapa y madera, que es Kibera.

Al conocer la noticia, Verónica Aoko, de 61 años de edad, ha venido corriendo, pues tres de las viviendas señaladas son de su propiedad. “Ahorré toda la vida para construirlas, y ahora las alquilo a tres familias. Si esta noche las queman, me quedaré sin nada”.

No sabe quiénes han sido los que la han sentenciado, ni por qué razón. Tampoco entiende por dónde se colaron para dibujar con tiza esa suerte de “v” ominosa. “La verja estaba cerrada, la han tenido que saltar”, explica.

Mary, su inquilina, recoge ya sus cosas, como tantos otros kenianos lo han hecho en estas semanas. Su marido, que había vuelto a la aldea de la que son originarios, ahora no puede regresar. “Pasaré la noche en una iglesia, y después veré qué puedo hacer”, afirma.

No sé si las amenazas se llevarán a cabo o no. Patrick me dice que es la primera vez que sabe de un incidente de esta clase, pero está convencido de que si no parten, esta noche colgarán a los habitantes de las casas. Lo que sí resulta evidente es que la estrategia del miedo, del horror, continúa latente, aunque de forma más silenciosa, subterránea. Mañana volveré a Kibera para ver qué ha sucedido.

Nos despedimos de Mary y Verónica en la puerta de su casa. “Ojalá todo esto termine pronto, no podemos vivir de esta manera”, señala esta última.

Las casas de sus vecinos también están marcadas. Muchas con una “v”, pero algunas con la letra “o”. Los habitantes de estas últimas parecen tranquilos.

“Son kikuyus”, me explica Patrick, “mientras que Mary y Verónica pertenecen a los lúo”.