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Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Un muro para las favelas de Río de Janeiro

En este blog hemos dedicado varias entradas a reflexionar sobre los numerosos muros que durante los últimos años han ido surgiendo en el planeta y también hemos conocido de primera mano la vida detrás de la barrera racial y de ocupación en Cisjordania y en algunas de las favelas más violentas de Río de Janeiro. Es en estas últimas es donde ahora se ha anunciado que se levantarán nuevas paredes de ladrillo y cemento para la división y la exclusión.

Tras la desaparición del Muro de Berlín, muchos de los obstáculos comerciales y políticos que dividían al mundo fueron cayendo rápidamente. La llamada “aldea global” comenzaba a percibirse más unida e integrada que nunca, también gracias a la revolución en los medios de comunicación de masas. Paradójicamente, al tiempo en que la globalización extendía sus efectos, sobre todo financieros y comerciales, un rosario de muros fue surgiendo a modo de respuesta.

El escritor uruguayo Eduardo Galeano describe así esta realidad:

El Muro de Berlín era la noticia de cada día. De la mañana a la noche leíamos, veíamos, escuchábamos: el Muro de la Vergüenza, el Muro de la Infamia, la Cortina de Hierro… Por fin, ese muro, que merecía caer, cayó. Pero otros muros han brotado, siguen brotando, en el mundo, y aunque son mucho más grandes que el de Berlín, de ellos se habla poco o nada.

En la historia no faltan antecedentes de barreras artificiales. La Gran Muralla China, construida sobre todo a partir del siglo XIV para mantener apartadas a las tribus del norte hasta la conquista de los manchúes en el siglo XVII. El muro de Adriano, de 4,50 metros de alto y 117 kms. de longitud, evitó que las tribus escocesas sembraran el caos en la Britania romana desde el año 122 hasta el 367. El infame muro que rodeaba a los 400 mil judíos hacinados en el gueto de Varsovia. El muro de Leda Street, que apartaba a grecochipriotas de turcochipriotas en el corazón de Nicosia.

Pero lo que llama la atención y debería mover a una honda reflexión son las barreras que han surgido en las fronteras de este mundo que se dice «globalizado»: entre EEUU y México, Marruecos y Argelia, Zimbabue, Sudáfrica y Botsuana, Arabia Saudí y Yemen, Arabia Saudí e Irak, Turquía y Siria, India y Paquistán, Brasil y Paraguay, España y Marruecos. Y dentro de territorios no limítrofes en Cisjordania, Brasil, Irak…

Muros, vallas y barreras de toda índole que nos dividen, que hablan tanto de las hirientes diferencias sociales de este mundo en el que mil millones de personas viven con menos de un euro al día y 2.800 millones lo hacen con menos de 2 euros, como de la falta de solidaridad, de tolerancia, de empatía, de ver con los ojos abiertos los desafíos de nuestro tiempo, y del racismo y la intolerancia. El muro como negación del otro y sus circunstancias, como postergación de problemas políticos.

Como escribe Charles Bowden en National Geographic:

“En cualquier lugar del mundo las fronteras generan violencia, la violencia fomenta la aparición de vallas y, ocasionalmente, las vallas se convierten en muros. Es entonces cuando la gente reacciona, porque un muro transforma una distinción social en un puñetazo en plena cara… porque dicen cosas negativas sobre nuestros vecinos, y sobre nosotros mismos. Se construyen por dos motivos: el miedo y el afán de control” .

En la próxima entrada del blog conoceremos más en profundidad los detalles del muro destinado a las favelas, y reflexionaremos sobre sus posibles repercusiones…

El español está «maluco» (despedida de Río de Janeiro)

Tras un par de buenas vitaminas mistas en lo de Joao, retornaba al hotel, donde me solía sentar en la recepción para descargar las fotos de la cámara y luego escribir el blog o editar los vídeos. Casi siempre trato de buscar lugares concurridos a la hora de plasmar las impresiones de lo vivido – cafés, restaurantes, recepciones – para mitigar así la sensación de soledad.

Como comenté antes, la mayoría de los empleados del hotel eran moradores de la favela Rocinha: Eduardo, Israel, Domingo. Mientras trabajaba allí, sentado en un sofá, se acercaban para ver las fotos y los vídeos a medida que iba dando forma al blog. Me interesaba saber su opinión sobre lo que estaba haciendo. Contrastar mi impresiones con ellos para comprobar si no estaba demasiado desorientado.

Curiosamente, cuando veían las imágenes de los tiroteos en el complexo do Alemao o de las armas en Acarí, se sorprendían. Israel siempre llamaba emocionado a sus compañeros: «Venid a ver lo que ha hecho el español maluco«. Maluco, que quiere decir «loco», era el cariñoso sobrenombre con el que me habían bautizado.

También solían estar pendientes cuando partía cada mañana, me preguntaban a dónde iba. Y, cuando regresaba, siempre querían saber qué tal me había ido. De algún modo esto me hacía sentir protegido. Si me pasaba algo, si no volvía, alguien al menos lo habría notado.

No entendía bien por qué les costaba comprender que yo quisiera ir a las favelas, ya que para ellos es la realidad habitual, el día a día en el que han nacido, se han criado y al que regresan cuando terminan el horario en el hotel. Supongo que les llamaba la atención que alguien deseara sumergirse de forma voluntaria en ese mundo.

Aunque la perspectiva de las favelas que he brindado a lo largo de estas semanas ha sido la del narcotráfico y las armas, lo cierto es que la realidad de estos barrios marginales es gente como Eduardo, Israel, Domingo o Joao, que bajan cada día a trabajar a la ciudad, que luchan con ahínco y honestidad por sacar adelante a los suyos. Ellos son la favela, humildes asalariados que intentan estar lo más cerca posible de las fuentes de empleo, y que sufren más que nadie la violencia tanto de los traficantes como de la policía.

El único empleado que no parecía alarmarse porque cada día fuera a estos barrios marginales era Franklin, el recepcionista que durante las tardes estaba al frente del mostrador de este modesto hotel de tres estrellas. No se preocupaba como el resto y observaba los vídeos y las fotografías con interés pero sin atisbo alguno de sorpresa.

Deduzco que esto se debe en primer lugar a que el hijo de Franklin, que reside en Barcelona, es periodista, así que comprende cómo es esta profesión (bueno, también algún colega me llamó español maluco en las favelas, pero esa es otra historia). En segundo lugar, al hecho de que este hombre corpulento, imponente tras el mostrador del hotel, fue soldado durante su juventud, por lo que un tiroteo no lo conmueve demasiado.

Cuando era adolescente, Franklin, que es judío, abandonó Brasil y se fue a Israel con el sueño de comenzar una nueva vida. Estuvo allí diez años. Luchó en la Guerra de los Seis Días y en la de Yom Kippur. Con él mantuve larguísimas conversaciones sobre Israel y Palestina. Le conté que estuve en Gaza el año pasado y que escribí un libro que saldrá a finales de mayo.

Todo un privilegio escuchar hablar a Franklin, un testigo privilegiado de la historia reciente de Oriente Próximo, uno de sus protagonistas. Me contó con lujo de detalle cómo habían sido las operaciones militares, y cómo las había vivido.

Su visión de Israel es muy crítica. Cree que la ocupación de los Territorios Palestinos, en la que él participó, fue un grave error. Y no tiene buenos recuerdos de aquellos años. «Di lo mejor de mi vida, mi juventud, por una causa errónea», me dijo. Volvió una vacaciones a Río de Janeiro, se enamoró y decidió que se quedaba en Brasil.

Franklin, que es un apasionado de la cultura judía, me narró cómo los primeros inmigrantes llegaron a Brasil. Me dijo que en Río de Janeiro hay 30 mil y que en Sao Paulo hay 160 mil. Y me habló de sus tradiciones. Otra de las piezas que, junto a la aportación árabe de la que escribía ayer, y sumada a los elementos europeos, africanos y aborígenes, conforman el colorido y diverso mosaico de la cultura brasilera.

Este país vasto y apasionante que desde el Amazonas del caucho y los indígenas, pasando por la Bahía negra y sincrética de Jorge Amado, avanza espléndido, con infinidad de caras y matices hasta el sur gaucho de los inmigrantes italianos y alemanes rubios de ojos celestes.

Editar vídeos en un ordenador portátil suele ser una tarea infructuosa. La cantidad de información que maneja hace que se cuelgue y que una y otra vez lo tenga que volver a encender. También locutar sin micrófono, usando una grabadora digital, y subtitular sin un programa específico hacen que el proceso sea lento, además del tiempo que la información tarda en subir a Internet. Por eso, los días que tocaba vídeo sabía que me esperaba una larga noche de trabajo.

Pero cuando se trataba de texto y fotos terminaba relativamente temprano. Feliz, entraba al estacionamiento del hotel, cogía mi bicicleta y salía a pedalear por Ipanema, Leblón, Copabacana, Leme y Botabogo, de punta a punta, escuchando música, disfrutando del atardecer en el Atlántico y de los últimos reflejos del sol sobre los morros.

En las playas, que están iluminadas por potentes reflectores, la gente jugaba al baloncesto, al fútbol. Tras otro día de trabajo, una escapatoria a la tensión y el ajetreo bajo la mirada de ese Cristo Redentor de abrazo eterno y generoso, como el que esta ciudad regala a cada uno de sus visitantes.

Ha sido uno de los aspectos más gratificantes de la estadía en Río de Janeiro: estos paseos vespertinos en los que yo también podía olvidarme un poco de todo. A la hora de tomar la decisión de partir me costaba renunciar a estos momentos que sólo puedo describir como extraordinarios y que no tuve en lugares como Gaza, Líbano o Sudán.

Cícero, un conductor entrañable y despistado (despedida de Río de Janeiro)

Este blog nació con la vocación de dar voz a las víctimas de la violencia en algunos de los lugares más convulsos y caóticos del planeta. Pero también como una suerte bitácora personal, de diario de viaje. Quizás sea por deformación profesional, pero me ha costado centrar la mirada en mi universo más próximo, y la mayor parte de las entradas han seguido la forma clásica del reportaje o la crónica. Eso sí, con un narrador situado en un primer plano.

Ya que la cuenta atrás se ha puesto en marcha y estoy a punto de partir de Río de Janeiro, he decidido que voy a describir a todas aquellas personas y lugares que construyeron mi realidad cotidiana a lo largo de los cuarenta días que llevo en esta ciudad. Una suerte de homenaje a esta urbe tan maravillosa y a su habitantes que me acogieron con enorme calidez y generosidad.

Vivir en la ruta es una experiencia apasionante. No hay dos días iguales. Y cada rincón, cada encuentro, alberga la promesa latente de un descubrimiento, de una lección que aprender.

Lo que sí resulta complicado de sobrellevar en esta existencia nómada y errática es la soledad. Por eso apenas llego a un nuevo destino busco rutinas, caras y lugares que me hagan sentir que de algún modo estoy acompañado, que formo parte del mundo en la que me acabo de sumergir. Y lo cierto es que, cuando llega la hora de la partida, como sucede en este mismo momento, experimento cierta tristeza.

Empiezo por Cícero, el hombre que me llevó en su coche a hacer cada uno de los reportajes. De los conductores con los que he trabajado en los últimos tiempos, sin dudas, uno de los más curiosos y entrañables. Todo un personaje. Esta foto, que forma parte de mi álbum personal de Río de Janeiro, la tomé en la favela Acarí, mientras filmaba a los niños jugando al basket da rua. A pesar de que estábamos rodeados de traficantes armados, Cícero permanecía tranquilo, impasible. Una leve sonrisa dibujada en el rostro.

Cícero acaba de cumplir 60 años de edad, al igual que mi padre. Vive en el barrio da Pena, junto al complexo do Alemao. Está casado y tienes dos hijos. El varón es recepcionista en el hotel Sheraton. Su hija es secretaria.

Lo conocí por casualidad. Cuando encendí la televisión y vi que la Policía Federal había entrado el complexo do Alemao con varios carros blindados, bajé a la calle y detuve al primer taxi que pasaba. Coincidencias de la vida, Cícero conocía la zona a la perfección, por lo que me sentí seguro en sus manos.

Aquel día me esperó a pocas manzanas de donde tenían lugar los tiroteos. Recuerdo que en un momento bajé para coger un paquete de pilas que había dejado en el coche y lo encontré allí, de rodillas frente a su viejo Volkswagen amarillo, arreglándole los faros delanteros. Tan concentrado estaba en su labor que permanecía indiferente a la balacera.

Supongo que era su forma de matar el tiempo, de hacer frente a las horas de espera, ya que cada vez que lo iba a buscar lo encontraba comprometido en alguna tarea relacionada con su coche. Una vez puliendo los paragolpes; otra con el capó levantado, cambiando los fusibles.

No es que el Volkswagen funcionara de maravillas. Al contrario, las ventanillas traseras se trababan todo el tiempo, la radio se apagaba sola justo cuando iban a pasar una noticia importante. Cícero, que llevaba más de quince años trabajando con aquel mismo taxi, parecía estar tratando de evitar un naufragio. Eso sí, lo hacía con parsimonia y dedicación, con su característica media sonrisa dibujada en el rostro, como quien se dedica a lavar el coche una tarde de domingo.

Ya comenté en alguna ocasión que también me sorprendía lo informado que estaba. No sé si se debe a que solía conversar con la gente del barrio mientras me esperaba, o por la crónicas que escuchaban en la tan poco fiable radio, pero cada vez que volvía a su lado parecía tener datos más precisos que yo (que había estado dentro de la favela con los policías y con el resto de los periodistas). A pesar de su aspecto despistado, de su aire perdulario, Cícero sabía en todo momento qué estaba ocurriendo.

– Cuatro heridos, patrón – me dijo una vez.

– Pensé que eran tren heridos. Y no me diga patrón Cícero, que podría ser mi padre.

– Sí, sí patrón, cuatro heridos: un motociclista, una maestra, un comerciante y un niño.

Después volvía al hotel y, en Internet, confirmaba que lo que me había dicho era correcto.

Otro rasgo característico de Cícero era su pésima orientación. Cuando íbamos al complexo do Alemao no había problema, pues se trataba de su zona. Pero si nos dirigíamos a cualquier otra favela estaba escrito que en algún lugar del trayecto nos íbamos a perder.

Sucedió la primera vez que fuimos a Acarí. Le pasé el móvil para que hablara con nuestro contacto, que le dio las indicaciones: “Avenida Brasil, pasarela número 24”. No era difícil de encontrar. Sin embargo, llegamos una hora tarde, pues estuvo dando vueltas despistado por otras favelas vecinas.

Me llamaba la atención que a lo largo del trayecto me había estado hablando de lo peligroso que era lugar. Y ahora, que vagábamos sin rumbo, no parecía tener miedo. Bajaba la ventanilla, preguntaba a la gente: “¿Dónde está la pasarela número 24?”. En el asiento trasero yo intentaba hacerme invisible. El bolso con la cámara de fotos escondido entre las piernas. Cuando finalmente dimos con la entrada de la favela Acarí, y los traficantes salieron a darnos una cálida bienvenida con sus fusiles 762 apuntando hacia nosotros, Cícero se mantuvo tranquilo. También nos perdimos cuando fuimos a Maré y Ciudad de Dios.

A Cícero le gustaba hablar. De cada favela a la que íbamos me contaba mil historias. Ninguna de ellas demasiado tranquilizadora. Para conjurar el temor, yo tomaba apuntes de todo lo que me decía. Aunque a veces, con su cerrado acento nordestino, la radio a todo volumen y el tránsito, me costaba entenderle.

– Patrón, en esta favela manda el traficante Fernandinho, que cuando necesita dinero manda a sus hombres a que corten la carretera y secuestren coches.

– Ah, eso me deja muy tranquilo. Y no me diga patrón Cícero.

– No se preocupe patrón, hace unas semanas que no bajan a robar.

Supongo que será consecuencia del paso de los años, pero la verdad es que últimamente me suelo quedar dormido en cualquier parte, especialmente tras un largo día de trabajo. Tanto en Gaza como en Líbano y aquí mismo en Brasil, he seguido la costumbre de tumbarme en el asiento trasero y entregarme a una fugaz siesta antes de llegar al hotel y ponerme a escribir el blog. El coche de Munir, una descascarada limusina Mercedes Benz, ha sido hasta el momento la mejor de las camas que he tenido. Toda una suite de las ruinosas carreteras palestinas.

Cícero que, a pesar de su aire perdulario es muy observador, me decía cuando terminábamos de trabajar:

– Usted no se preocupe patrón, tírese atrás y descanse, que yo lo llevo al hotel sano y salvo.

– Cícero, ya le dije que no me diga patrón.

– No se preocupe patrón, usted descanse, que tenemos un largo viaje.

Cuando llegábamos a la puerta del hotel me despertaba con suaves golpes en el hombro. “Patrón, ¿mañana a qué hora comenzamos?”, me preguntaba sonriente.

Continúa…

Fernando y la cultura del miedo en las favelas

Apuro los últimos días en Río de Janeiro. Fernando da Silva, un maestro de escuela, me invita a comer con su familia. Así que llamo a mi buen amigo Cícero y me dirijo a la favela Sapucaí, en la Ilha do Governador.

Las marcas de bala en las paredes son señal inequívoca de que estoy entrando a una zona en la que, ante la ausencia del Estado brasilero, el poder se encuentra en manos de los traficantes, tantas veces inmersos en luchas intestintas, con facciones rivales y con la policía.

Fernando, que tiene 27 años, me recibe con calidez. En el camino hacia su casa me pide con evidente preocupación que no saque la máquina de fotos. «Es muy peligroso», me dice. Por supuesto que le hago caso, ya no sólo por mí sino por él y su familia. Esto es algo que siempre debemos tener en cuenta los periodistas: nosotros nos vamos pero mucha de la gente que nos ayuda a realizar el trabajo se queda allí, expuesta a sufrir las represalias de lo que hayamos podido hacer de forma imprudente.

Recién al llegar al estrecho pasillo que conduce a su casa, Fernando se siente seguro y accede a que lo retrate. Los vecinos nos saludan. Sus viviendas son diminutas: breves cocinas, salones y habitaciones, con las ventantas y las puertas abiertas para hacer frente al calor.

Antes alquilaban junto a sus padres y su hermano un apartamento en un barrio periférico, pero decidieron que querían tener su propia casa, y con los ahorros de toda una vida compraron una vivienda en la favela. No les alcanzaba para más. Una casa humilde, de estancias reducidas, casi sin luz natural, pero impecable, ordenada, decorada con cariño y esmero. Fernando se sienta en la cama junto a su novia, que ha venido a vivir con él hace unos meses.

Me conduce hasta la terraza, lugar de un gran valor para la familia, ya que les permite evadirse de las sensación de encierro y claustrofobia que impera en el resto de la casa. Su perro nos sigue ladrando.

Conversamos allí, rodeados de un mar de irregulares construcciones de ladrillos que cubren los morros, que se extienden hasta los confines de la isla. Fernando señala las favelas vecinas y me explica: «Esa es del Comando Vermelho, muy peligrosa. Aquella otra, del Tercero Comando». «¿Aquí qué facción es la que manda?», le pregunto. «Aquí tenemos a los del Tercero Comando, que, dentro de todo, no son los peores», me responde. «¿Quiénes son los peores?», quiero saber. «El Comando Vermelho, que es una facción terrible, brutal. Mata, tortura. No les importa nada».

Vivir en una favela dominada por un grupo armado implica no poder salir por las noches, escuchar disparos a casi todas horas, asustarse si algún familiar se demora al volver del trabajo, estar constantemente rodeado de armas, de la posibilidad latente de un enfrentamiento.

El mejor amigo de Fernando comenzó a salir con una chica de una favela vecina. Una tarde fue y los miembros del Comando Vermelho lo torturaron y descuartizaron. Los trozos de su cuerpo aparecieron varias jornadas más tarde en una playa de la isla. Esto explica en parte el miedo de Fernando, pero también la rabia con la que habla de los integrantes de este facción. «Son capaces de matar a sus propias familias por dinero», me dice. En un momento de la conversación no se puede contener y llora.

Intento sacar fotos de los techos de las casas colindantes, pero Fernando me dice que no lo haga. Sabe que un acto mal interpretado puede costarle caro. La cultura del miedo que condiciona hasta el paroxismo su vida cotidiana.

El hermano de Fernando, Osvaldo, que tiene 22 años, es otro ejemplo del temor con el que viven. Es militar, pero nadie en el barrio lo sabe. Nunca sale con el uniforme ni con el arma. Sería exponerse a que los traficantes lo maten.

Finalmente llega a casa la madre de Fernando. Su nombre es María Magdalena Clara da Silva. Trabaja como empleada doméstica en la parte rica de la Ilha do Governador. Hablando del miedo, me dice que apenas algún integrante de la familia se demora ella ya se preocupa. «No son sólo los traficantes, es también la policía, que entra siempre dando tiros», afirma. «Vivimos con una constante sensación de asfixia».

Le pregunto cómo son las viviendas en la zona adinerada. «La casa del hombre para el que trabajo es una mansión. Tiene seis baños y dos terrazas».

– ¿Quién es el dueño?

– Un portugués que pasa aquí unos meses al año.

– ¿El resto del tiempo la casa está vacía?

– Sí.

– ¿Y qué sientes al ver que vosotros vivís aquí, apretados en esta vivienda, y que no hay nadie en esa otra casa tan grande?

Que es gente egoísta, a la que le falta amor. Si yo tuviese tanto dinero ayudaría a los demás. Lo poco que yo tengo lo comparto.

Comemos y, antes de que anochezca, Cícero me lleva de regreso al hotel en Copacabana. He pasado una magnífica tarde con Fernando y su familia. Gente acogedora, generosa, abierta. Sin embargo, no puedo negar que tras salir de su casa y recorrer las lóbregas y laberínticas callejuelas de la favela, dejando atrás su pesada carga de oprobio y reclusión, experimenté una sensación de libertad, como si volviese a respirar.

Estoy leyendo por las noches, aquí en Brasil, Ilícito, el estudio en que Moisés Naím, director de la revista Foreign Affairs, habla justamente de estos espacios, como las favelas, que están a merced de grupos delictivos, y que no dejan de multiplicarse. Zonas libres como Ciudad del Este en Paraguay, estados fallidos como Somalia o Afganistán.

En ellos se mueven sin problemas, dada la carencia de poder gubernamental, muchos de los grupos delictivos que se dedican al tráfico de drogas, de armas, a la trata de mujeres y niños, de objetos falsificados.

Todo ese mundo paralelo que se potenció con la globalización y que tiene atrapados en sus garras a millones de personas de bien, como Fernando y su familia. Pero que, además, amenaza las bases mismas del orden en que vivimos como bien señala Moisés Naím, por su íntima relación con el terrorismo, por los enormes flujos de dinero que mueven a paraísos fiscales, que intentan blanquear en negocios legales, por el creciente poder político que tienen estas organizaciones.

Sin dudas, junto al cambio climático, el mayor desafío que debemos enfrentar en el siglo XXI: hacer que el orden y la justicia imperen en estos lugares. Por el bien común, ya que en un planeta globalizado, tarde o tempranos los problemas de unos terminan siendo los problemas de todos. La lucha contra la pobreza y la exclusión debe ser el primer paso.

Morir para contar: encuentro con el hijo de Tim Lopes

Tras haber estado en dos ocasiones en la favela en que perdió la vida el periodista Tim Lopes, y tras haber recogido numerosos testimonios sobre los trágicos acontecimientos que lo llevaron a la muerte, finalmente me dirijo a ver a su hijo, Bruno Quintella.

Nos encontramos en el restaurante Garota da Gávea, donde solía comer con su padre cada domingo. Bruno es un joven de estatura mediana, fornido, con los brazos tatuados. El rostro es calcado al de Tim, ancho, cordial, aunque con unos grandes ojos verdes, heredados seguramente de su madre.

Por momentos me habla de forma atropellada, abusando de la jerga local, lo que me obliga a pedirle que me repita las respuestas. Eso sí, se expresa con generosidad, sin eludir ni una sola de las preguntas aunque se trata indudablemente de un tema doloroso.

«Tenía 18 años cuando mi padre desapareció. Acababa de regresar de EEUU, donde había estado estudiando durante un año, y me estaba preparando para dar el examen de entrada a la universidad de periodismo», me explica. «Trabajaba en una tienda de ropa para ganar dinero. Cuando salía, los domingos, me encontraba aquí para comer con él».

Recuerda que el viernes que precedió a la muerte de Tim conversaron sobre el reportaje que estaba filmando, también en una mesa de Garota da Gávea. Le dijo que tenía que volver a la favela porque necesitaba captar una imagen más para poder terminar.

“Era conciente del riesgo que corría, pero quería denunciar los abusos a menores en los bailes funkies y la ausencia del estado en las favelas. Los propios moradores, preocupados por sus hijos, lo habían llamado”. Según la TV Globo, Tim ya había estado allí en cuatro oportunidades. Dos de ellas con la cámara oculta.

Al día siguiente, sábado 2 de junio de 2002, se volvieron a encontrar. Su padre le llevó el cheque para que pagara la cuota de la academia en la que preparaba el examen a la universidad. Fue la última vez que se vieron.

Horas después Tim Lopes se subió a un coche de la TV Globo que lo llevó a la favela Vila Cruzeiro para asistir al baile organizado por los narcotraficantes. Vestía unas bermudas, una vieja camisa amarilla y sandalias. Llevaba el equipo de filmación escondido en una riñonera. Entró pasadas las ocho de la tarde. Se suponía que debía salir dos horas más tarde. El conductor lo aguardaba en la entrada a la favela.

“El domingo jugaba Brasil contra Turquía en el Mundial de Corea y Japón. El partido era a las seis de la mañana. Lo vi con unos amigos y volví a casa a las nueve de la mañana. Todo el mundo celebraba que habíamos ganado”, afirma Bruno. “Me levanté a las siete de la tarde. Salí de la habitación y descubrí que en casa había mucha gente. Durante un instante me alegré de que estos amigos estuvieran allí, pero luego comprendí que algo malo debía haber sucedido. Cuando llegué al salón justo estaban pasando en el telediario la imagen de mi padre, decían que había desaparecido”.

Lo primero que pensaron fue que lo habían secuestrado, o que por alguna razón Tim se había quedado escondido en la favela. Marcelo Moreira, jefe de reportaje de la TV Globo en Río de Janeiro, declaró que cuando el conductor del coche llamó a la redacción para avisar de la ausencia de Tim le dijeron que esperara hasta las doce de la noche. Y fue recién a las cuatro de la mañana, cuando Moreira se dirigió a la emisora para ver el partido, que dio la voz de alarma sobre lo que había sucedido.

La opinión pública brasilera se conmocionó ante la desaparición de Tim. Bruno no quiso dar entrevistas pero sí escribió una carta dirigida a su padre “como si aún estuviera vivo”.

“El presentador del telediario la leyó al aire. Cuando estaba terminando la cámara se abrió y detrás de él estaban todos sus compañeros vestidos de negro, con una foto enorme de mi padre al fondo”, me dice. “Me emocioné más por eso, por ver cómo lo quería la gente, que porque leyeran la carta”.

Tras una semana de intensa búsqueda en la favela, durante la cual las autoridades nacionales y locales se acusaron de ineficiencia, la policía anunció que Tim Lopes había sido asesinado.

Las declaraciones de dos traficantes detenidos, Fernando Sátiro da Silva, alias “Frei”, y Reinaldo Amaral de Jesus, alias “Cabê”, resultaron decisivas. Según ellos, Tim fue identificado como el autor del reportaje “Feirao do Po”, en el que denunciaba con cámara oculta cómo se vendía abiertamente droga en la favela, y por el que varios criminales entraron en prisión.

La coautora del reportaje, que les valió el premio Esso, Cristina Guimaraes, vive ahora escondida. Según ella “el asesinato de Tim Lopes fue una muerte anunciada”. Cristina, que tiene 38 años, pidió la baja en TV Globo alegando que la empresa no le ofreció protección cuando fue amenazada de muerte.

Ângelo Ferreira da Silva, arrestado el día 13 de junio, confesó que estaba en el coche que habría transportado a Tim de Vila Cruzeiro a la favela Grota, donde estaba Elías Maluco. Según dijo, el periodista se encontraba atado y herido de bala cuando fue subido al coche. Relató las escenas de tortura por la cual pasó el periodista, pero dijo que no estaba presente cuando murió.

Por su parte, Elizeu Felício de Souza, alias “Zeu”, detenido el 14 de junio, y considerado uno de los guardias de Elías Malucos, confesó que compró gasolina en una estación de servicio cerca a la entrada de la favela Nova Brasília, que integra el Complexo do Alemão. Zeu declaró haber entendido que un enemigo del Comando Vermelho iba a ser quemado.

“El cuerpo de mi padre tardó diez días en aparecer”, señala Bruno. “Cuando lo encontraron, el 12 de junio, tuve que ir al laboratorio para que me tomaran una muestra de ADN”.

La muerte de Tim Lopes creó una gran controversia en torno a la seguridad de los periodistas en Brasil. Se puso en juicio la decisión de TV Globo de enviarlo sin protección alguna a la favela. (Sus reporteros, con quienes he coincidido en varias ocasiones, ahora tienen prohibido entrar a las favelas).

“El error fue de los dos. Mi padre porque se podría haber negado pero aceptó. La TV Globo por haberlo enviado allí”, sentencia Bruno.

El verdadero nombre de Tim Lopes era Arcanjo Antonino Lopes do Nascimento. Samuel Wainar, propietario de la revista Domingo Ilustrada, donde Tim obtuvo su primer empleo, le cambió el nombre diciendo que lo encontraba parecido al músico Tim Maia.

Nacido en la ciudad de Pelotas, en el Estado de Río Grande do Sul, a los ocho años había venido con su madre a Río de Janeiro, donde vivió de niño en Mangueira, una de las favelas más populosas de esta ciudad. Tenía ocho hermanos.

Con gran esfuerzo consiguió estudiar, salir de la favela y acceder al mundo que tanto lo apasionaba: el periodismo. Trabajó en la revista Placar, en los periódicos Jornal do Brasil y O Dia. En 1996 entró a la TV Globo, donde empezó como reportero del famoso programa “Fantástico”. Su primera pieza la hizo vestido de Papa Noel en navidad.

Mi padre tenía el pasaporte para entrar a la favela. Era mulato, tenía la voz, la forma de hablar. Y se había criado en el morro. También conocía la calle, se movía bien en ambientes marginales”, afirma Bruno. “Cuando había un incidente en la favela, él siempre subía por otro lado, andaba solo, así conseguía su propia información. Después salía por donde estaban todos los periodistas, que siempre le preguntaba: ¿de dónde has salido?”.

El trabajo de Tim deslumbra tanto por la creatividad como por su hondo compromiso social. “Siempre se ponía del lado de los pobres. Una vez fue a hacer una investigación sobre personas sin hogar y durmió dos noches en la calle”, dice su hijo.

Desde hacía algún tiempo Tim deseaba salir del telediario y dedicarse a hacer reportajes de factura más prolongada. Había hablado con los productores de Globo Reporter (el programa de investigación periodística más prestigioso de Brasil, una suerte de Informe Semanal) y le habían aprovado un proyecto que consistía en viajar con camioneros durante un mes por las rutas brasileras para contar su vida. El siguiente paso que tenía en mente era ir a África.

“Mi padre era muy respetado en la profesión. Siempre su reportaje abría o cerraba el telediario, que son las piezas más importantes. La primera, que es la que atrapa a los televidentes, y la última que siempre es más de color, más social”, señala Bruno para matizar a continuación: “Su insatisfacción venía por el lado del dinero. Sentía que no estaba siendo reconocido. A los 51 años no había ganado lo suficiente aún para comprarse su propia casa, tenía que alquilar”.

Más allá del descontento con la profesión por el escaso rédito económico que había conseguido, lo cierto es que Tim era un apasionado del periodismo y había insistido para que Bruno siguiera sus pasos. De adolescente, un díaéeste le dijo que quería estudiar derecho. “¿Te has visto la cara?”, le preguntó riendo. “Tú no pareces abogado, tú eres periodista”.

Eso sí, le aconsejó que se preparara a conciencia y que estudiara idiomas para poder llegar más lejos. Tras terminar la carrera, Bruno recibió el ofrecimiento de Marcelo Moreira, antiguo jefe de su padre, para entrar a trabajar en TV Globo. Está en el área de policiales y se dedica a la producción desde los estudios.

“Ahora que yo soy periodista, lamentablemente no está aquí para aconsejarme. Muchas veces me pregunto qué haría mi padre en tal o cual situación”, me dice.

Bruno tiene la ventaja de que conoce la trastienda de la profesión desde niño, ya su padre solía llevarlo a los periódicos en que trabajaba. También aquí mismo, en la Garota da Gavea, fue testigo de innumerables conversaciones de su padre con compañeros de profesión, pues es el lugar en que se suelen reunir los trabajadores de TV Globo. Hacía años que Tim se había separado de la madre de Bruno y se había vuelto a casar.

Mientras nos sirven la cena, le pregunto si la forma tan brutal en que murió su padre lo dejó marcado. “Tuve la suerte de no ver el cuerpo. Hace poco se murió el padre de un amigo y fui al velorio. La última imagen que tiene de su padre es allí, sin vida. Yo, no. Sí es cierto que lo que le pasó fue más duro. Pero mi padre murió haciendo lo que le gustaba, los padres de mis amigos de un infarto. Y la repercusión de la historia y el apoyo de la gente me ayudaron salir adelante”.

Otra reflexión que hace Bruno es que, al menos, la muerte de su padre sirvió para que Brasil pensara por unos días sobre la violencia, justamente lo que Tim buscaba con su trabajo. “Mi padre no fue el único que murió descuartizado y quemado. Mucha otra gente inocente muere y nadie se entera”, dice.

Para terminar la entrevista le pregunto por Elías Maluco. Qué sintió en el 2005 al verlo en la televisión durante el juicio. “Si te digo la verdad, no lo odio”, me responde. “Seguramente no sabía lo buena persona que era mi padre. Además, Elías Maluco no tuvo madre ni padre. No lo puedo juzgar. Yo tuve siempre amor, nunca me drogué, no viví en una favela. Mi única venganza es ser feliz”.

Antes de guardar el cuaderno y la grabadora, le pido que me deje sacarle una foto para el blog. Me dice que por razones de seguridad prefiere que su imagen no sea conocida. Pero sí me promete que la próxima vez que nos veamos me traerá un retrato de cuando era adolescente, junto a su padre. La semana siguiente volvemos a cenar en la Garota da Gavea. Cumple su palabra:

Morir para contar: Tim Lopes, asesinado en las favelas

Era el mejor periodista de investigación de Brasil. No sólo por el ingenio y la valentía que empleaba a la hora de denunciar situaciones injustas, sino por la empatía que mostraba hacia el sufrimiento ajeno, por la calidad humana y la sensibilidad de la mirada con que describía la realidad.

A lo largo del mes que llevo en Río de Janeiro, me han hablado de él en numerosas ocasiones, tanto gente de la calle como colegas que lo conocieron, que lo vieron trabajar.

Siempre me sucede lo mismo. En Gaza fue James Miller. En el Cuerno de África, hace ya un par de años, Dan Eldon. Cada vez que me dirijo a una zona en conflicto no faltan las personas que, para prevenirme sobre los peligros que puede llegar a encontrar, recuerdan a periodistas que han perdido la vida en ese mismo lugar. Y así surgió esta sección en el blog, Morir para Contar, que es un homenaje a esos reporteros que han quedado en el imaginario colectivo y con cuyos recuerdos me encuentro en los viajes.

La primera persona que me habló de Tim fue Sheila Dunaevits, responsable de comunicación de las escuelas de informática de Rodrigo Baggio. Se conocieron cuando estudiaban periodismo en la universidad. En aquellos tiempos eran novios.

«Entró a la TV Globo de mayor. De joven colaboraba en el periódico Movimiento. Era de izquierdas, contestatario, antisistema. Tenía una honda preocupación por la gente más humilde porque él mismo se había criado en una favela y sabía lo que es ser pobre», me dijo Sheila.

«Y siempre fue un fuera de serie en la profesión, con una enorme capacidad para captar la riqueza de los detalles. Hacía un periodismo comprometido, algo que ya casi nadie hace. Ahora tenemos un periodismo de gabinete y teléfono. Él era como un detective, se metía hasta el fondo».

Domingo Peixoto, brillante fotógrafo del periódico O Globo, me contó también acerca de Tim. «Un tipo único, genial. Una navidades se disfrazó de Papá Noel y salió a la calle para hacer un reportaje sobre cómo pasaban las fiestas los niños sin hogar».

Esos eran los dos ejes en que se articulaba la labor de Tim Lopes: la narrativa social, centrada en los colectivos más desfavorecidos, y la capacidad que tenía para camuflarse, para cambiar de aspecto, y sumergirse así en los mundos más sórdidos y desconocidos para sacar a la luz sus denuncias.

En una ocasión se hizo pasar por un adicto y se internó en una clínica de desintoxicación para mostrar la negligencia de los médicos que la dirigían. En otra se transformó en obrero para exponer las precarias condiciones laborales de quienes estaban construyendo el metro. Para mostrar casos de soborno, se disfrazó una vez de policía. Y para seguir a las mafias que operaban en la Estación Central de Brasil, pretendió ser un vendedor de agua.

En el año 2001 recorrió distintas favelas para desvelar la impunidad con que los traficantes ofrecían las drogas en la calle y a plena luz del día. El reportaje, titulado «Feirão do Pó» (mercado del polvo), le valió el premio Esso de periodismo.

Fue aquel trabajo el que, un año más tarde le costaría la vida. El 2 de junio de 2002, Tim entró a la favela Vila Cruzeiro, que forma parte del complexo do Alemao, para grabar un baile funky, donde sabía que las drogas corrían libremente y en donde los traficantes organizaban orgías en las que muchas veces participaban jóvenes menores de edad. Habían sido algunos vecinos, preocupados por el destino de sus hijos, los que le habían hablado de estas fiestas.

La banda del narco Elías Maluco lo atrapó y, tras torturarlo, lo quemó vivo. Un hecho terrible, brutal, que conmocionó a Brasil provocando manifestaciones en las calles, instalando en la opinión pública nuevamente el debate sobre cómo terminar con la violencia.

En próximas entradas del blog escribiré sobre Elías Maluco, y las terribles circunstancias en las que perdió la vida Tim, que tenía 51 años. También analizaré la polémica que se creó en torno al medio para el que trabaja, la TV Globo: ¿por qué lo dejaron ir sólo sabiendo que estaba amenazado? ¿No podrían haber tomado medidas de seguridad?

Pero lo más importante será la conversación que tuve con su hijo, Bruno, de 23 años, que hoy sigue los pasos de su padre como periodista en TV Globo. Con el tuve la oportunidad de cenar en dos oportunidades. Justamente en el lugar al que solía ir cn su padre, y con el que estuvo conversando sobre los peligros que estaba enfrentando por realizar aquel reportaje con cámara oculta en la favela.

Os dejo ahora un vídeo de la televisión pública en homenaje al gran Tim Lopes. En él lo podéis ver en acción en sus reportajes. El legado de un periodista extraordinario.

Ver para creer: Bush en las favelas

Lo primero que el presidente Bush ha visto esta mañana al levantarse y caminar hasta la ventana ha sido una favela. Porque el hotel en el que está alojado en la ciudad de Sao Paulo, el Hilton Morumbi, se erige magnífico, refulgente, en medio de un lóbrego mar de barrios de chabolas. Todo un símbolo de las diferencias sociales que asolan a este país desde su orígenes, y que tan íntima relación tienen con la violencia.

Las favelas crecen, avanzan, mutan, con la misma voracidad que tienen sus moradores de progresar, de encontrarse lo más cerca posible de los centros de poder. Tanto es así que parte de la favela de Espraiada, una de las que rodea el hotel Hilton, había reptado hasta la puerta misma del edificio en cuya última planta se ha parapetado Bush.

La policía evacuó esta semana todas las casetas que estaban allí, a pocos metros del hotel Hilton, por motivos de seguridad. Curioso destino el de María da Cruz, una vendedora ambulante que vivía en una de esas miserables chabolas desde hace 16 años: la visita del presidente de EEUU la ha dejado en la calle junto a sus dos hijos. Su testimonio ha ocupado los telediarios brasileros durante los últimos días, sin ninguna denuncia en concreto, pero sí con cierta incomodidad.

El programa de Bush aquí en Brasil incluye hoy la visita a Meninos de Morumbi, un proyecto para niños de origen humilde situado en la favela Paraisópolis. Nada original. Cada líder extranjero que pasa por Sao Paulo termina en la sede de esta ONG viendo cómo los pequeños desfavorecidos cantan y bailan para entretener al visitante. Es la «organización oficial» para dar un perfil social a toda visita política. Por su edificio han pasado Colin Powell, Bill Clinton…

Dicen aquí que Bush está realizando esta visita mejor tarde que nunca, porque siente que Hugo Chávez le está ganando la partida ideológica en el continente. Dicen que la obsesión del presidente de EEUU con Oriente Próximo lo distrajo de América Latina y sus problemas, lo que permitió el avance de su par venezolano, que ha aprovechado su retórica social y su poder derivado del petróleo (que justamente le compra EEUU), para afianzar cierta posición de liderazgo en la región.

Bush viene a la reconquista de América Latina. Lula parece dispuesto a desmarcarse de Chávez siempre y cuando EEUU termine con las trabas comerciales para la exportación de etanol brasilero.

Desde hace décadas, Brasil mueve sus vehículos, ocho de cada diez, con etanol, un combustible derivado de la caña de azúcar y que tiene un menor impacto en el medio ambiente. Por esta razón, a pesar de los atascos, el aire de sus ciudades aún resulta respirable (eso sí, tiene un sutil aroma afrutado).

Ahora que el mundo habla del cambio climático, Lula sabe que tiene una excelente oportunidad para exportar esta tecnología, ya que, inexplicablemente, pocos países la han replicado. (Esto podría generar dos reflexiones: la escasa capacidad comercial para proyectar sus logros de las naciones periféricas, o el enorme poder del lobby petrolífero. O ambas).

Chávez, del que tanto se mofa la derecha española y al que constantemente subestima, se ha movido rápidamente para firmar un acuerdo comercial con Argentina también relacionado con los combustibles, aunque fósiles. Y encabezará un acto en Buenos Aires contra Bush en compañía de las Madres de Plaza de Mayo.

Bush en las favelas. Chávez luchado contra él por la hegemonía económica e ideológica en el subcontinente. Ver para creer…

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Agregado a las 11:52 hora de Brasil: Bush y Lula acaban de dar un discurso frente a la planta de Petrobras donde se produce el etanol. Dicen que han firmado un «acuerdo histórico» de cooperación. Según Lula, esto permitirá no sólo luchar contra el cambio climático, sino que permitirá una distribución de la renta hacia países en desarrollo en América Central, América del Sur y África, que producen la caña de azúcar para el etanol. Se alabó a sí mismo al explicar que todo comenzó en el 2005, cuando convenció a Bush durante un almuerzo de la importancia del etanol como combustible del futuro.

Bush, por su parte, afirmó que desea desarrollar, en cooperación con Brasil, etanol procedente del maíz, de la soja, y puso el énfasis en que sería un motor para el progreso de América Central. Aseguró que EEUU reducirá su consumo de combustibles fósiles en un 20% en la próxima década. E invitó a China e India a seguir un camino similar y orientar sus vehículos hacia los biocombustibles.

Una vez más, escuchar estas palabras de una administración que negaba el calentamiento global, que se embarcó en una guerra infame para controlar las fuentes de petróleo… ver para creer.

Eso sí, Bush ha dicho que, por ahora, EEUU no terminará no con los aranceles ni con los subsidios que impiden que el etanol de Brasil ingrese a sus mercados de forma competitiva. Una vez más, la dualidad de las naciones ricas, que protegen sin pruritos ciertos sectores económicos, cuya liberalización podría beneficiar enormemente de los países pobres, mientras que dicen fomentar el libre mercado.

Otro día de guerra inútil en las favelas (vídeo)

Tres semanas más tarde, he regresado al complexo do Alemao para volver a ser testigo de los enfrentamientos entre la policía y los traficantes. En esta ocasión me animé a ir más adentro aún para conocer la situación de los habitantes de esta favela del norte de Río de Janeiro.

Malditas balas perdidas en Brasil

El pasado miércoles Brasil se conmovió al conocer la noticia de que una joven de 13 años, Priscila Aprígio Da Silva, había sido alcanzada por una bala perdida durante el asalto a una oficina del banco Itaú, en el sur de San Pablo. Ella se encontraba en la parada del autobús cuando el proyectil impactó contra su cuerpo. En ningún momento perdió la conciencia, por lo que pudo llamar a su madre para decirle que necesitaba ayuda. «Mamá, me han dado un disparo, estoy llena de sangre», llegó a decirle.

Al arribar al hospital los médicos descubrieron que la joven quedaría parapléjica a causa del disparo. Lo que conmovió a la gente fue la entereza de la adolescente, ya que dijo que no se sentía triste, y que estaba preparada «para afrontar lo que tuviera que afrontar».

En aquel mismo intercambio de disparos entre la policía y los asaltantes, un hombre que viajaba en un autobús fue alcanzado por una bala. Como consecuencia, perdió una pierna. Entre el miércoles y jueves de la semana pasada, siete personas sufrieron heridas de bala solamente en San Pablo.

Este lunes, en el acceso a la favela Morro dos Macacos, aquí en Río de Janeiro, una joven de 13 años moría al ser alcanzada por una bala con remitente equivocado. Como todos los días, Alana Ezequiel había salido de la favela para llevar a su hermana pequeña, de dos años, a la guardería. Cuando regresaba se encontró en el fuego cruzado entre la policía, que iba en un caveirão (carro blindado), y los traficantes. Del lado de estos últimos, dos delincuentes, de 16 y 17 años, que tenían en su poder una granada, dos revólveres 38 y una pistola 380, murieron.

Hoy he vuelto al Complexo do Alemao, donde hace dos semanas fui testigo de los enfrentamientos entre traficantes y policía. Como resultado de la acción que tuvo lugar a lo largo de este día, nueve personas resultaron heridas, de las que cuatro lo fueron por balas perdidas: una maestra de escuela, un barrendero, un motociclista que pasaba por la avenida… Esta noche montaré un vídeo para contaros mañana todo lo ocurrido.

Como ya imaginarán, antecedentes no faltan de balas perdidas que han terminado con la vida de niños, en este país en el que los jóvenes son los que se llevan la peor parte de la violencia, pues encabezan las cifras de muertos y heridos.

Uno de los casos más recientes tuvo lugar el pasado mes de noviembre, cuando un niño de nueve años, Adriele Medeiros Nobre, murió en el acceso de la favela do Jacarezinho, cuando jugaba junto a su padre. Un disparó lo alcanzó en la espalda.

Ese mismo mes, otro menor perdió la vida, en este caso una niña de seis años, Jessé Veríssimo Arribadlo, cuando andaba en bicicleta en Vigario Peral. El 1 de octubre, Rennan da Costa Ribeiro, de 3 años, murió en brazos de su abuelo durante un tiroteo entre policías y traficantes en la favela Nova Holanda, perteneciente al complexo Maré, el primer barrio marginal que visité al llegar a Río de Janeiro.

En Nova Holanda, cinco menores perecieron a lo largo de un mes. También en Maré, pero en julio de 2005, Carlos Enrique Ribeiro da Silva, de 11 años, cayó fulminado de un tiro en la cabeza mientras jugaba al fútbol. La policía acaba de entrar a la favela.

Quizás uno de los casos más recordados sea el de Gabriel Barros dos Santos, de 6 años, al que una bala fuera de control alcanzó en la cabeza cuando volvía de la escuela en el Morro do Zinco no Estácio, en agosto del año 2002, también en un intercambio de disparos. Los habitantes de la favela incendiaron dos autobuses movidos por la rabia. Un año después, la investigación confirmó que el proyectil había partido del arma de un miembro de la policía militar.

Las estadísticas señalan que un carioca es alcanzado por una bala perdida cada dos días. El 20% tienen menos de 13 años. Ahora que está saliendo los datos sobre exportaciones españolas de armas, creo que es importante recordar que hay ciertas empresas patrias a las que se les han perdido algunos cientos miles de balas en países pobres.

Sería nuestra humilde contribución a un mundo menos violento hacer todo lo posible para que esto no sea así, para que no haya gerentes y directores comerciales que por mejorar la cuenta de resultados, y ganar un par de millones más de euros al año, exporten armas y municiones a países donde corren el riesgo de caer en las manos equivocadas, desoyendo así las recomendaciones, por el momento no vinculantes, de la Unión Europea.

Asalto a la favela del narcotraficante Tota (vídeo)

Segundo día de enfrentamientos en el complexo do Alemao, una de las favelas más grandes del norte de Río de Janeiro. Hasta ahora han muerto siete personas, de las que cinco eran traficantes. Un joven de 17 años está en el hospital, recibió un tiro en la cabeza. Estas son las imágenes que grabé ayer.

En la primera parte del vídeo nos vimos sorprendidos por el fuego cruzado de dos facciones cuando estábamos conversando en la calle. Rápidamente nos tiramos al sueño. Después los periodistas se burbalan, cariñosamente, del técnico de la cadena Globo que estaba «cuerpo a tierra» en lugar de asistir al cámara. Un colega le preguntó si se había tirado a «proteger al suelo de las balas». El tráfico se interrumpió en la avenida y la gente bajaba corriendo asustada de los autobuses.

No olvidaré la cara de horror de algunos de los niños que huían en brazos de sus padres de la favela. Apenas empezó el ataque, todas las tiendas cerraron. Para impedir el avance de los vehículos blindados, los traficantes colocaron raíles de tren.

Ahora, vuelvo a la favela, me dicen que los narcos están lanzando bombas. Se espera una noche complicada.