Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

Archivo de la categoría ‘* LÍBANO’

El cobarde silencio de las bombas de racimo

No me gustan las armas. Pero a base de fatigar algunos conflictos armados me he acostumbrado a su presencia y hasta a reconocerlas. Desde el traqueteo tan peculiar del AK 47 hasta el perturbador zumbido de los aviones no tripulados. Y no es casualidad que el sonido sea la mayor característica que perdure en mí de ellas, porque la guerra es ante todo una experiencia auditiva.

Una sostenida cacofonía de motores, explosiones y disparos que tantas veces no se llegan a ver, pero que alimentan el miedo, el sobresalto, la angustia; que exacerban el sentimiento de indefensión ante un destino que se escapa de uno mismo para situarse en manos distantes, sordas. En las manos de esos políticos que, como escribió Robert Fisk, deciden que otros deberán morir en pos de sus ambiciones de poder.

Si tuviera que elegir un armamento detestable y perverso sería sin dudas las bombas de racimo. ¿La razón? El silencio que las acompaña. Un silencio que ni siquiera ofrece oportunidad alguna de alerta, de reacción, de escapatoria.

Cuando terminan los conflictos allí yacen, escondidas, calladas, entre las casas, en los campos, esperando a la población civil que regresa, que golpeada por la violencia intenta ponerse de pie, recuperar su vida.

Del Líbano a Camboya

Recuerdo el sur del Líbano, tras la guerra entre Israel y Hezbolá de 2006. Los niños que las cogían del campo pensando que se trataba de juguetes o de frascos de perfumes, por sus pequeñas dimensiones y por esa suerte de lazo que algunos modelos llevan en la parte superior. Niños que en aquellos tiempos eran regularmente ingresados en los hospitales, mutilados, muertos.

Y la pregunta que nos hacíamos los periodistas que estábamos allí: ¿Por qué Israel, ya en retirada y con la Resolución 1701 bajo el brazo, decidió lanzar 1,2 millones de bombas de racimo durante los últimos tres días de combate? ¿Por qué decidió dejar semejante rastro de ignominia cuando ya había plantado más de 400 mil minas antipersona durante los 22 años de ocupación del país de los cedros?

La experiencia de Líbano me retrotrajo a una más remota: Camboya, a principios de los años 90. A las hordas de mutilados que recorrían los mercados de Siem Reap y Phnom Penh para mendigar, con sus piernas ortopédicas y sus raídos uniformes.

Muchas veces junto a pequeños a los que también les faltaba algún miembro. Porque es importante subrayar que las heridas y mermas provocadas por esta clase de munición se acarrean a perpetuidad.

Contra el silencio

El mundo supo levantar la voz en 1997 con la firma del Tratado de Ottawa, que a pesar de ciertos incumplimientos en la agenda, ha constituido un importante avance en la denuncia y erradicación de ese otro armamento silencioso e indiscriminado: las minas antipersona.

Hace tres años comenzó el denominado “proceso de Oslo”, una campaña internacional inspirada en la de las minas antipersona que busca conseguir la prohibición de las bombas de racimo.

Representantes de más de 100 países se encuentran reunidos en este momento en Dublín para tratar de alcanzar un acuerdo, antes del próximo día 30 de mayo, que podría significar un punto de inflexión en esta historia, aunque algunos de los principales países que las producen y almacenan, como EEUU, Rusia, Israel, China, India y Pakistán, hayan decidido quedarse fuera.

Desde que fueran usadas por primera vez por la Unión Soviética en 1942 contra tanques alemanes, las bombas de racimo han dejado más de 13 mil heridos o muertos en todo el mundo. En su mayoría en Laos, Vietnam, Afganistán, Irak y el Líbano.

Esperemos que el cobarde silencio de este armamento no se haga extensivo a los políticos. No sirva para amparar a los que se dedican al perverso negocio de fabricarlas y venderlas. No acalle la voz y el derecho de las víctimas, pretéritas y futuras.

Un día más con vida: Líbano y las malditas bombas de racimo

A veces pensamos que las guerras terminan cuando se declara el alto el fuego. Pero lo cierto es que continúan, no sólo en los heridos, en los mutilados, en la familias que lo han perdido todo, sino también en la munición que queda sobre el terreno. Un día más con vida en la posguerra de unos de los conflictos más brutales de los últimos años.

Si quieres averiguar más, sumar tu voz, lo puedes hacer en la campaña Armas bajo control, que intenta conseguir una nueva ley de armamentos para España. Y, específicamente sobre las bombas de racimo, puedes apoyar la siguiente iniciativa: Di no a las bombas de racimo.

El compromiso moral de un médico en la guerra

El doctor Ibrahim Faraj habla de la guerra con pesadumbre, sin enfatizar su compromiso humanitario, su coraje. A medida que el relato progresa, mi admiración hacia él aumenta. Resulta un contraste abismal con esa otra parte del conflicto armado, cobarde, ausente de frenos morales, que se dedicó a bombardear objetivos civiles, a lanzar misiles desde las asépticas salas de control de los aviones no tripulados.

Un contrapunto que he descubierto también en otras guerras. La valentía de los conductores de ambulancias, de los miembros de la Defensa Civil, de los médicos de la Cruz y la Media Luna Roja, en contraposición al supuesto arrojo de los hombres de armas. Sin más defensa que un chaleco antibala, que el logo de una agencia humanitaria pintado a un costado del vehículo, se arriesgan en medio de las balas y los misiles para salvar a las víctimas. Y, por la lógica con que se están desarrollando los enfrentamientos bélicos en el siglo XXI, cada día sufren más ataques y bajas. En la guerra del Líbano, dos ambulancias fueron bombardeadas. En Gaza, como he narrado en este blog desde el terreno, las bajas entre el personal médico son algo cotidiano.

De los recuerdos que recupera el doctor Ibrahim de los 33 días que pasó en el hospital Hiram operando a las víctimas de la guerra, el que más me impacta es la del pequeño Nabil.

«La aviación israelí declaró una tregua de tres horas. Como no tenían coche, Nabil, su madre y su hermano cogieron sus maletas y partieron a pie hacia Bint Jbeil para ver si alguien los podía ayudar a huir», me explica el doctor Ibrahim. «Un helicóptero les disparó un misil mientras avanzaban por la carretera».

«Después de que los hirieran caminaron durante once kilómetros hasta llegar a un lugar donde les hicieron las primeras curas antes de traerlos aquí. Operé a los tres, a la madre, al hermano y a Nabil. Nabil era el que estaba en peor estado. La metralla le había perforado la mejilla», continúa.

«Este es él después de la operación», me dice con satisfacción. «Tiene seis años. Todos los meses me llama desde EEUU. Allí le dijeron que, como habíamos hecho un buen trabajo, no lo tenían que volver a operar. Se fueron del país sin nada, con lo puesto».

Desde el sur del Líbano, históricamente pobre y relegado, han salido miles de inmigrantes rumbo a África, Europa, Asia y América en busca de una oportunidad de progreso. Hay aldeas en las que el 70% de la población vive en el extranjero a lo largo del año y regresa para pasar las vacaciones (justo cuando comenzó la guerra del año 2006). El paisaje de la región, con sus grandes caserones y sus Mercedes Benz último modelo, habla de los emigrantes libaneses que prosperan en el extranjero y que mandan su dinero a casa. Se estima que el mundo hay ocho millones de libaneses, mientras que apenas cuatro millones residen de forma permanente en el país.

Eso explica que las evacuaciones de ciudadanos europeos y norteamericanos articuladas desde el puerto de Tiro fueran tan multitudinarias. Miles de personas con pasaportes de EEUU, Reino Unido, Canadá, Francia o Italia, tuvieron al menos la suerte de poder huir. Para los estadounidenses, como fue el caso de Nabil y su familia, se dio la paradoja de que los misiles con qye los atacó la aviación israelí fueran sufragados con el dinero de sus propios impuestos.

Rescatar a la propia familia

«El primer de guerra me llamaron del hospital. Bajé, operé a un herido, y volví a mi casa, que está a seis kilómetros, en Bazuyeh, el lugar donde nació Hasan Nasralá», me dice el doctor Ibrahim. «Volví a casa, comí, y me volvieron a telefonear. Entonces le pedí a mi mujer que me hiciera una pequeña maleta con ropa por si me tenía que quedar a dormir».

«Después no pude regresar, aunque mi mujer estaba allí con mis hijos. Y para mí, te lo digo, todo niño es importante, es como mi hijo. Por eso llevé con mi propio coche a Nabil hasta el barco. Por eso ahora me llama todos los meses desde EEUU. Pero escuchar a mi propio hijo que me llamaba por teléfono y me decía: “Papa ven a buscarme que no quiero morir”, fue una cosa deprimente, muy deprimente. Porque el no comprende por qué tú no lo puedes ir a buscar».

«Al final los fui a recoger con mi propio coche», afirma. «Me metí por las plantaciones de bananas, de naranjas. Era más fácil venir de Bazuyeh a Tiro, porque los israelíes decían, están huyendo. Pero yo tenía que ir en la dirección contraria. Y, además, no había carretera, la habían destruido».

«No era una guerra limpia, porque no existen las guerras limpias. Pero aquí no luchaban dos ejércitos. Aquí los israelíes bombardeaban las casas, las fábricas, las centrales eléctricas, las autopistas, los hospitales, las ambulancias, los coches. Era una guerra entre una gente indefensa y una potencia militar. Aquí cerca bombardearon una fábrica que hacía suero para los hospitales. ¿Por qué? A sesenta kilómetros al norte de Beirut bombardearon una fábrica de leche. ¿Por qué? Fue una guerra muy sucia».

«Mi mujer y mis hijos tienen pasaporte italiano. De la embajada me llamaban y me preguntaban: “¿Dónde están?”, “¿Cómo están?”, pero no venían a buscarlos. Tampoco lo hicieron los americanos ni los ingleses. Fui yo quién tuvo que llevarlos al puerto. Lo mismo que sucedió con Nabil, el niño estadounidense. Me llamaban y me decían: ¿Cómo está el niño? Y yo les pedía que lo vinieran a buscar, pero ellos me explicaban que tenían miedo, que era muy peligroso».

«Como te explicaba, era el último barco que partía con extranjeros desde Tiro. Se decía que los israelíes iban a ocupar el sur de Líbano. Y yo llevé a mi familia ese día, el 22 de julio. El embajador me decía: “Ven tú también”. Pero yo no fui. Subí a mi mujer al bote de goma, que los llevó hasta el barco. Iban más de cinco mil personas. Italianos, españoles, franceses, canadienses, estadounidenses. Mi obligación era quedarme aquí, con los heridos, por eso soy médico«.

La guerra a través del móvil (2)

Sigo escuchando el relato del doctor Ibrahim Faraj. Observo las fotografías que me muestra a través del teléfono móvil. «De los 33 días que duró la guerra apenas dormí 33 horas«, me comenta. «Y no sólo por el estrés, por los heridos que no dejaba de llegar, sino también por el zumbido de los aviones no tripulados que volaban a todas horas por encima del hospital. Terminaba de operar, bajaba al refugio para tratar de descansar y los escuchaba. Era enloquecedor”.

“Tenemos un negocio aquí en la puerta del hospital, lo has visto al entrar. Ni siquiera nos atrevíamos a ir allí, aunque está a cincuenta metros, porque les teníamos mucho miedo a los aviones no tripulados», sigue. «Antes, para nosotros eran aeronaves espías, de reconocimiento, que sólo volaba para grabar imágenes. En este guerra llevaban tres pequeños misiles pero con un poder destructivo brutal.

A este joven le disparó un misil un avión no tripulado. Iba en su moto. Le tuvimos que amputar la pierna. Fueron terribles las acciones de los aviones no tripulados en este guerra».

Israel es puntero a nivel a mundial en el desarrollo de los aviones no tripulados, quizás porque tienen la posibilidad de emplearlos a diario en Gaza o en el Líbano (donde siguen violando el espacio aéreo libanés casi a diario, lo dice la prensa y yo los he escuchado, a pesar del alto el fuego).

Conocidos también como “drones” o “MK”, no son pocos los países que en los últimos tiempos le han hecho importantes compras de estos aviones, a los que se considera los nuevos protagonistas de los conflictos armados. Entre ellos, lamentablemente, España.

Armas prohibidas

«Sobre todo a través de los aviones no tripulados, los israelíes lanzaron bombas que no conocíamos», me explica. «En la RAI 3 me hicieron una entrevista y les dije que nunca había visto nada así. Yo trabajé como médico en tres guerras. Nunca había operado heridas de esta clase«.

Le cuento acerca de la denuncia que hice el año pasado en este blog y en la revista Interviú sobre la utilización por parte de Israel en Gaza de un nuevo armamento desarrollado por los EEUU basado en el tungsteno y conocido DIME (Dense Inert Metal System). Saco un ejemplar de mi libro Llueve sobre Gaza y le muestro las fotos del cuadernillo, ya que en esta obra pude ahondar más en la investigación sobre el empleo de estas armas de efecto devastador y supuestamente cancerígeno.

“Sí, aquí también se emplearon”, me dice y me muestra imágenes terribles (que prefiero no publicar en el blog). “Cuando vinieron los periodistas de la RAI 3 fui el primero en hablar de este tema. Y te digo por qué. Llegó aquí una joven de 18 años que gritaba del dolor. En apariencia no tenía nada, apenas unas marcas en la piel pero no dejaba de quejarse. Yo decidí operarla. El director del hospital decía que no era necesario, pero yo insistí. Le dije que me hacía responsable. Cuando abrí a la joven descubrí que tenía el intestino destruido en 20 partes”.

Son las mismas denuncias que hace un año me hizo el doctor Juma Al Saq en el hospital Al Shifa de Gaza: la ausencia de restos de metralla en las radiografías, la destrucción de órganos internos. Todos esos elementos que tanto desorientaban a los médicos palestinos. Ellos me decían exactamente lo mismo Ibrahim Faraj: que nunca había visto heridas de esa clase.

La guerra como motor creativo

Los conflictos armados, como muchos argumentan, para la defensa del propio territorio, para alcanzar objetivos políticos, pero, por qué negarlo, como campo para la gestación y perfeccionamiento de nuevas tecnologías, tanto se trate de aviones no tripulados como de sistemas DIME. Y no me refiero sólo a Israel sino a buena parte de los países desarrollados que gestionan un porcentaje significativo de sus presupuestos en investigación a través de las Fuerzas Armadas.

Un fenómeno que no es nuevo, que ha formado parte de la identidad del hombre desde los albores de los tiempos. Imposible soslayar el hecho de que muchos de los adelantos técnicos de los que hoy gozamos en nuestra vida cotidiana fueron creados y perfeccionados debido a los conflictos armados. Entre ellos, paradójicamente, algunos de los que permitieron al teléfono móvil del doctor Ibrahim captar las imágenes del horror de la guerra. Supongo que el odio, el antagonismo y la violencia son mucho más estimulantes a la hora de dar vida a nuevas invenciones que la concordia y la paz.

Continúa…

La guerra a través del móvil (1)

El doctor Ibrahim Faraj emplea las fotografías que guarda en su teléfono móvil para contarme cómo vivió la guerra del año pasado entre Israel y Hezbolá. Durante los 33 días que duró el conflicto armado, realizó 126 operaciones. “Sólo un paciente se murió”, me dice con orgullo.

La mayoría de las imágenes que se suceden en la pantalla resultan desgarradoras: la luz mortecina del quirófano, miembros amputados, vísceras. El doctor se detiene en algunas de las historias. “Este es un niño de la ciudad de Naqura. Llegó quemado junto a su hermano».

«Cuando terminó la guerra vino junto a su madre para darme las gracias. Al principio yo no lo reconocía», continúa después de haber pasado a la siguiente fotografía .»Su aspecto había cambiado muchísimo. Por suerte, está muy bien».

«No hay guerras limpias, pero esta guerra ha sido una cosa bruta. Yo no he visto nada igual. Terminé con una depresión», me dice. «Era una guerra dura, atroz y, para mí, sin significado. Cuando estaba en el segundo año de medicina fui testido de la invasión de Beirut de 1982. También vi y trabajé en la guerra de 1993. Después en la del 96. Pero de esta guerra salí deprimido. Tantos civiles heridos, sobre todo niños, quemados, destrozados. Y no entiendo el motivo«.

«Al inicio de la guerra la situación no era tan mala, no era tan peligroso moverse. Pero luego fue imposible. Apenas los israelíes veían un vehículo en la carretera le disparaban. No venían más periodistas. Ni siquiera las ambulancias tenían el valor para salir. Los heridos llegaban en coches particulares. Viejos, descascarados», sigue Ibrahim.

«No recuerdo cuándo sucedió exactamente pero un día llegó un Fiat muy antiguo. Tanto que no se sabía de qué color era. Venía de Kasimiye. Traía cinco heridos. Iban tres en el asiento de atrás, uno en el delantero junto al conductor y otro en el maletero. Pero escucha un poco…”, me dice y hace una pausa. “Sólo uno estaba vivo, el que iba en el maletero. Los otro cuatro habían fallecido en el camino. Se habían subido con vida pero habían llegado muertos”.

Continúa…

Un médico en la guerra del Líbano

La entrada del hospital de Hiram. Situado en las afueras de la ciudad de Tiro, fue uno de los centros de atención médica a los que llegaban los heridos durante la guerra del pasado año entre Israel y Hezbolá. Pero no sólo eso, en sus sotanos se congregaron más de quinientas personas que vinieron en busca de refugio.

En contraposición al silencio y el orden que hoy imperan aquí, en este plácido día estival, me imagino la escenas de caos y desesperación que se vivieron hace un año. Las ambulancias que se sucedían en la puerta, que frenaban violentamente para que bajaran los heridos. Las familias que venían aterradas, a pie o en coches, cargadas con las pocas pertenencias que habían podido rescatar. Los periodistas que se acercaban para buscar historias.

Después, a medida que progresaba el conflicto, el miedo ante la escasez de agua, de medicinas, los cortes de luz y los ataques israelíes cada vez más cercanos. Ya ni los reporteros ni las ambulancias se animaban a llegar al hospital pues la aviación hebrea había amenazado con disparar a todo lo que se moviera.

Y un médico. El doctor Ibrahim Faraj, cirujano formado en Génova, Italia, durante 13 años, que pasó la guerra en el hospital. Jefe del departamento de cirugía, realizó 126 intervenciones en apenas 33 días. «No bebo, no fumo, pero en aquel tiempo fumaba todo el tiempo y por las noches aceptaba un vaso de vodka de los compañeros. Dormía una hora al día», me explica.

Uno de los testimonios más extraordinarios que he recogido en este año y medio de viaje a la guerra. Por su decisión de quedarse cuando todos huían, por su compromiso moral. «Mis hijos me llamaban por teléfono, me decían, papá, cuándo nos vas a venir a buscar, pero yo les decía que aquí había gente que me necesitaba más. Era muy duro para mí no estar con mi familia en momentos tan difíciles», afirma en un italiano de cadencia típicamente genovesa y acento árabe.

Unos recuerdos, los del doctor Faraj, que vamos reconstruyendo gracias a las fotografías que guarda en el móvil. Recuerdos que comienzan con la historia de Nabil, un niño estadounidense, hijo de libaneses, que había venido por primera vez a Líbano de vacaciones.

Mientras huía de la ciudad de Bint Jbeil, junto a su hermano y su madre, lo alcanzó un misil. No sólo el doctor Faraj le salvó la vida, sino que lo cogió en su coche y lo llevó hasta el puerto, donde el pequeño se sumó a los millares de extranjeros que huyeron de la guerra rumbo a Chipre. «A veces Nabil me llama por teléfono desde EEUU. Quiere que lo vaya a visitar. Nos hemos hecho muy buenos amigos», me dice.

Continúa…

El horror, el horror… final del recorrido por la prisión de Jiam

“El horror, el horror”, musitaba el protagonista de El corazón de la tinieblas al recordar lo que había vivido al adentrarse en las fauces del río Congo. Una frase escrita por Joseph Conrad, extraordinario novelista polaco, que no sólo ha reverberado en la mente de innumerables lectores a lo largo de los años, sino que parece haber sido una suerte de vislumbre de lo que sería el siglo XX con sus guerras, su destrucción y su furia. Un siglo en cuya historia de la infamia la cárcel de Jiam tiene un lugar destacado.

El año pasado, durante la guerra con Hezbolá, Israel bombardeó la prisión de Jiam para que no quedaran huellas o recordatorios de los crímenes contra la humanidad allí cometidos desde que abrió la cárcel en 1985 hasta que la cerró en el 2000, cuando se retiró del sur del Líbano respondiendo, tras 22 años de ocupación, a lo exigido por la Resolución 425 del Consejo de Seguridad de la ONU en 1978.

Camino entre las ruinas de la antigua cárcel. Sólo escucho el silbido del viento que se cuela ente los escombros. Al fondo del solar, en el único edificio que ha quedado en pie, recorro lo que queda de las celdas, cuyas camas continúan intactas, como las dejaron sus antiguos moradores, latentes aún de incertidumbre, de dolor. Dicen los testimonios de los supervivientes que no podían dormir por las noches debido a los gritos de los torturados.

Llevo en la mano un informe de Aministía Internacional que relata lo que sucedía en la prisión: “Durante años, la tortura y los malos tratos habían sido habituales en Jiam, donde los detenidos se hallaban recluidos al margen de todo marco legal. En el momento de su liberación quedaban allí 144 detenidos, algunos de los cuales llevan hasta 14 años recluidos sin cargos ni juicio».

Continúa el informe: «Entre ellos había cinco mujeres, dos de las cuales, Cosette Ibrahim y Najwa Samhat, fueron hospitalizadas en marzo debido a enfermedades causadas por torturas y malos tratos. Se creía que durante los 15 años anteriores habían muerto en Jiam 16 detenidos como consecuencia de torturas«. En las pocas paredes que han sobrevivido a los misiles aún se ven los carteles con los nombres de quienes no aguantaron los castigos físicos y murieron aquí. Hasta el año pasado, el antiguo centro penitenciario funcionaba como museo al que decenas de libaneses se acercaban cada día.

El horror de Jiam. Y Jalal, amigo, chofer y traductor, se mete en una de las salas de tortura. Allí los prisioneros eran encerrados en cajas metálicas que eran apaleadas para crear un ruido ensordecedor. Los miembros del Ejército del Sur del Líbano (ESL), milicia financiada y dirigida por Israel para hacer el trabajo sucio durante la ocupación, también empleaban técnicas como las descargas eléctricas y colgar a los prisioneros de los postes a la intemperie, bajo la nieve.

El bombardeo de la cárcel por parte de Israel, como en 1996 durante la masacre de Qaná, terminó con la vida de cuatro cascos azules de la ONU. Detrás de la cárcel, hoy hay un monumento en su honor. El gran reportero Robert Fisk narra lo sucedido aquel día de 2006 . «El humo se ve también a mi izquierda, sobre la ciudad de Jiam, donde un puesto de observación aplastado queda como el único recordatorio de los cuatro soldados de la ONU -la mayoría de ellos decapitados el martes por un misil fabricado en Estados Unidos- muertos por la fuerza aérea israelí. Soldados indios del ejército de la ONU en el sur del Líbano, visiblemente conmovidos por el horror de traer a sus camaradas canadienses, fijianos, chinos y austriacos de vuelta en por lo menos 20 pedazos, desde el puesto de la ONU, al lado de la prisión de Jiam, dejaron sus restos en el hospital de Marjayún ayer a la mañana».

Con su pluma afilada e implacable, continúa Fisk, que lleva 30 años como corresponsal en la zona: «En años anteriores pasé horas con sus camaradas en este puesto de la ONU que está claramente marcado con pintura blanca y azul, con la bandera celeste de la ONU frente a la frontera israelí. Su deber era reportar todo lo que vieran: el cruel fuego de misiles de Hezbolá desde Jiam y la brutal respuesta israelí contra los civiles del Líbano. ¿Era por esto que debían morir, después de haber sido blanco de los israelíes durante ocho horas, mientras sus oficiales le rogaban a la Fuerza de Defensa israelí que cesara el fuego? Un helicóptero israelí hecho en Estados Unidos se ocupó de eso».

De más está decir que Ehud Olmert salió a decir que se trató de un error. Y que la condena de esta Unión Europea ausente de voz y pusilánime, nunca llegó. El único que se quejó fue Kofi Annan, que exigió una investigación del «aparentemente deliberado» ataque. Aunque después, debido a la presión, tuvo que retractarse.

El horror de las torturas, de la infamia, de Jiam. Pero también el horror de la guerra, de las mentiras y los intereses económicos que la provocan. El horror de la hipocresía de los líderes, de su falsa moral, de su cobardía. Como escribía Conrad: «El mal escondido en la profundas tinieblas del corazón humano».

La cárcel de Jiam y el germen de Hezbolá

Llego finalmente a Jiam, la infame cárcel, escenario de torturas, asesinatos y violaciones a los derechos humanos, acerca de la que tanto he leído. La puerta sigue en pie, como en las fotografías de antaño. La única diferencia es que ahora ya no flamea la bandera israelí sino las del Líbano y Hezbolá.

Al superar la verja de entrada descubro que, donde habían estado los edificios que daban vida a la prisión, ahora no se suceden más que montañas de escombros. El panorama resulta desolador. El susurro del viento. La ausencia de personas. Y, a los lejos, los Altos sirios del Golán, ocupados por Israel en 1967, las disputadas granjas de Cheeba y las primeras poblaciones israelíes. Nunca deja de sorprenderme lo escuetas que son las distancias en esta parte del mundo, y lo abismales que son los odios que las magnifican.

El año pasado, durante la guerra con Hezbolá, Israel destruyó la antigua cárcel para borrar toda huella de las atrocidades que había cometido contra los libaneses que había retenido en su interior. En el bombardeo, los misiles de los F16 hebreos se llevaron la vida de cuatro observadores de la ONU. Hoy, al entrar, lo primero que encuentro es una enorme foto que muestra la prisión antes, durante y después del impacto de los misiles fabricados en EEUU.

Otras fotos, clavadas en medio de los escombros, dan testimonio del horror que se vivió en las celdas de esta prisión que comenzó a funcionar en 1985, y a la que no pudieron entrar los miembros de la Cruz Roja hasta 1995. Torturas, palizas, celdas en las que los prisioneros malvivían hacinados, a cielo abierto.

Israel invadió por segunda vez Líbano en 1982 para enfrentarse a la OLP. Su avance llegó hasta la ciudad de Beirut, donde se posicionó durante tres años con consecuencias tan nefastas para la población local como la matanza de Sabra y Chatila, que las milicias cristianas perpetraron – y de las que ayer se cumplieron 25 años – con la connivencia de Ariel Sharon (que fue juzgado en Israel en 1985 y que tuvo que dejar su cargo como ministro de Defensa).

En aquellos días, los chiíes del sur del país no vieron con malos ojos la presencia de las tropas hebreas, ya que ellos mismos habían padecido la violencia de la OLP. Sin embargo, en lugar de retirarse una vez que los líderes palestinos abandonaron el país de los cedros en dirección a Túnez, los israelíes se quedaron en la parte meridional, primero hasta el río Asawi y luego hasta el río Litani, en un ocupación que duró hasta el año 2000 y que fue el germen de Hezbolá.

Las violaciones a los derechos humanos, las detenciones arbitrarias, los toques de queda, la destrucción de casas, terminaron por levantar a la población chií en contra del Tsahal y de la milicia cristiana que había articulado: el Ejército del Sur de Líbano (ESL). Irán, decidido a exportar su revolución islámica, comenzó a brindar ayuda a los chiíes que, primero con atentados con coche bomba dirigidos a los soldados, y luego con toda clase de armamentos, se empezaron a enfrentar a las tropas ocupantes.

¿Por qué los israelíes se quedaron tanto tiempo en el sur de Líbano? Existen diversas teorías. La primera es que Ariel Sharón albergaba la idea de crear un Gran Israel. Ya en 1919, durante la Conferencia de paz de Versalles, los sionistas habían señalado su deseo de que el Estado judío llegara al río Litani, para poder tener así mayores fuentes de agua. Pero Francia, que en aquellos momentos dominaba Líbano, se opuso. Otra teoría señala que David Ben Gurión había siempre deseado tener como vecino en el norte un estado cristiano, razón por la cual Israel había armado a los maronitas desde el comienzo de la guerra civil en 1975.

Fuera cual fuera la razón de la ocupación, lo cierto es que la estrategia de Sharón demostró ser un grave error, pues de sus excesos en la zona surgió la semilla del odio con que se gestó Hezbolá. Su enemigo más acérrimo, el único que ha logrado hacerle frente en el plano militar.

En 1992, el brazo armado del Partido de Dios comenzó a contar con misiles Katyushas, así como con armas cada vez más modernas, gracias a las que infligía daños cada día mayores a la tropas de ocupación. Los combatientes chiíes había encontrado un punto débil, situado entre la torreta y la base, en los hasta el momento indestructibles tanques Merkava II. La televisión Al Manar, nacida ese mismo año, se encargaba de hacer llegar a Israel las imágenes de las bajas sufridas por los soldados hebreos.

La izquierda israelí, más fuerte en aquellos tiempos, comenzó a preguntarse qué hacían en Líbano, si los palestinos ya se había ido. Varios movimientos populares empezaron a presionar al gobierno para que terminar con la ocupación. Pero fueron cuatro valientes madres israelíes del kibbutz Gadot, situado en el norte de Galilea, las que empezaron la revolución que terminaría con 22 años de presencia hebrea en Líbano. Se reunían cada día en el cruce de Machanayim. Encendían velas por los soldados muertos. Otras mujeres se sumaron a ellas. La prensa rápidamente les prestó atención. Y su movimiento se conoció como el de las «Cuatro Madres». Ellas decían que no entendían por qué estaban luchando sus hijos. Por qué razón debían morir.

La presión de esas madres consiguió que el 25 de mayo del año 2000 las tropas israelíes se retiraran. Fecha que se conmemora en Líbano como el Día de la Resistencia y de la Liberación. Una acción que consiguió que otras mujeres, situadas en el lado opuesto de la Línea Azul, pudieran correr hacia la prisión de Jiam para encontrarse con sus maridos e hijos, como muestran las fotografías que se suceden en este lugar en el que el viento, único sonido que nos rodea, parece susurrar lamentos, parece albergar voces cargadas de dolor.

Continúa…

Crónicas que querría no tener que escribir: torturas en la prisión de Jiam

Hay artículos que me gustaría no tener que escribir. Hay realidades a las que no querría tener que acercarme. Me sucede bastante a menudo. Y hoy, mientras recorro el sur del Líbano en dirección a la prisión de Jiam, me embarga una honda desazón.

Regresan a mí los recuerdos de otro lugar también cargado de horror, sufrimiento e ignominia. Un lugar que conozco muy bien: el centro de detención de Tuol Sleng, donde los jemeres rojos torturaron y asesinaron a más de 16 mil personas a lo largo de los cuatro años, entre 1975 y 1979, en que tomaron el poder en Camboya.

Camboya fue uno de los países donde comencé, a principios de los años noventa, mi labor como periodista. En aquellos tiempos viajaba una y otra vez a Phnom Penh para escribir sobre las minas antipersona, las acciones de los jemeres rojos, el desembarco de la misión de paz de la ONU y la salida de las tropas vietnamitas. A pocas manzanas de la pensión de Narim, lugar pintoresco en el que me solía alojar, estaba aquella antigua escuela, silenciosa, abandonada, en la que la guerrilla de Pol Pot había cometido algunas de sus acciones más atroces.

Historia de un genocidio

Durante la contienda bélica de Vietnam, en un hecho que salió a la luz años más tarde, la aviación de EEUU lanzó sobre Camboya, país que se había mantenido neutral, más bombas que durante toda la segunda guerra mundial. Fue un plan secreto, urdido por el infame «doctor» Herny Kissinger, que causó millares de lo que ya en aquellos años se llamaba eufemísticamente «daños colaterales».

Los ataques sobre territorio camboyano dieron un espaldarazo a la guerrilla mahoista de los jemeres rojos que, una vez terminada la guerra, y con el rey Norodom Sihanouk en el exilio – ese soberano amante del jazz, director de cine, divinidad reencarnada y demagogo insuperable -, tomó el poder en 1975.

Su ejército de adolescentes entró victorioso a Phnom Penh y, en un acto inesperado, comenzó a echar a la gente rumbo a la zonas rurales hasta dejar la ciudad desierta ya que el plan de Pol Pot era convertir a Kampuchea en una sociedad agraria sin dinero, hospitales, profesionales de clase alguna o familias. El éxodo masivo, y las brutales condiciones en las que se trabajaba en el campo, provocó la muerte a más de un millón de personas.

La prisión de Tuol Sleng, también conocida como S21, es uno de los pocos recordatorios que quedan en pie de la brutal estrategia colectivista de Pol Pot, un hombre que se había educado en París y que había pergeñado una versión del marxismo casi más radical y genocida que la de Stalin. Paradójicamente, debido al veto de China, el Consejo de Seguridad de la ONU nunca se pronunció en su contra.

Cuando los vietnamitas tomaron Phnom Penh crearon un museo en el S21 empleando las fotos que los mismos jemeres rojos tomaban de sus víctimas. Ahora el museo tiene un aspecto más sobrellevable, pero cuando entré por primera vez aún conservaba montañas de calaveras y manchas de sangre en el suelo. En el momento en que Camboya fue liberada de los jemeres rojos, todavía había personas en las camas de torturas. Sólo cuatro de las 16 mil que por allí pasaron lograron sobrevivir.

La impunidad del «doctor»

Henry Kissinger no pagó por sus crímenes en Camboya. Como tampoco lo hizo por alentar el genocidio indonesio en Timor Oriental, que costó la vida a 200 mil personas, ni por su influencia en las matanzas en Bangladesh, ni por haber dado luz verde al golpe de estado en Chile que terminó con Allende, ni por su respaldo a la Operación Condor y la junta de Videla.

Aunque se han desclasificado documentos que lo incriminan en todos estos casos (y en varios más como el apoyo a Saddam Hussein contra los kurdos en 1975 o a los crímenes del Sha iraní), sigue asistiendo a fiestas en Nueva York y continúa vendiendo los millonarios servicios de la asesoría Kissinger Associated a quien los pueda y desee pagar. Aunque hoy tenemos una corte internacional de justicia en la Haya, y más allá de los precedentes sentados por el juez Garzón, parece que esas actividades jurídicas sólo están orientadas a dictadores de medio pelo caidos en desgracia. Los líderes de las naciones poderosas nunca pagan por sus crímenes.

De todas las descripciones que se han hecho de Kissinger, la que siempre me ha parecido más afilada es la de Joseph Heller, autor de Trampa 22, el mejor libro escrito sobre la locura de la guerra. «Kissinger no va a ser recordado en la historia como Bismarck, Metternich o Castlereagh, sino como un odioso schlump (chapucero) que hacía la guerra alegremente». El primer reportero en acusar de crímenes contra la humanidad al antiguo Secretario de Estado norteamericano, fue el gran periodista Seymour Hersh. Úno de los últimos, el ahora neoconservador Christopher Hitchens, con su libro Juicio a Kissinger, a cuyas acusaciones el «doctor» no respondió con argumentos ni demandas judiciales. Sólo se limitó a decir públicamente que era un «antisemita».

Rumbo a Jiam

¿Por qué me obstino en ir hoy a la prisión de Jiam? Porque en buena medida explica la historia reciente del sur de Líbano. Allí, durante la ocupación, el Ejército de Israel, a través de los miembros Ejército Armado del Sur (SLA), torturó a cientos de libaneses como bien señalan no sólo los testimonios de los supervivientes sino los informes de organizaciones independientes como Amnistía Internacional.

Fue otro de los gérmenes del odio y la indignación en los que se gestó el brazo armado de Hezbolá que terminó por expulsar a las tropas ocupantes de Israel en el año 2000. Y fue, asimismo, uno de los objetivos que la aviación hebrea bombardeó en 2006 – matando a cuatro cascos azules de la ONU – para que no quedara huella de las violaciones a los derechos humanos que se sufrieron en sus mazmorras, para privar a los libaneses de este recordatorio del horror.

Cruzo el último puesto de control. Paso junto a un destacamiento español del a FINUL. Y asciendo por la carretera que me conduce a Jiam. Los recuerdos de Camboya se obstinan en acompañarme. Sé que la magnitud de los sucedido en ambos lugares no resulta comparable. Pero tengo la lóbrega certeza de que una vez más me voy a enfrentar a lo más abyecto de la condición humana.

Continúa…

Según Human Rights Watch, Hezbolá no utilizó escudos humanos

Hay razonamientos tan burdos, tan simplemente desmontables, que siento que son una suerte de insulto, una burla a nuestra inteligencia. Ante el secuestro de dos soldados por parte de Hezbolá para tratar de cambiarlos por los prisioneros libaneses que llevan años en cárceles hebreas, el gobierno de Ehud Olmert no responde a través de la negociación, como el ejecutivo de Jerusalén hizo en el pasado, ni tampoco espera unos días para organizar una campaña militar de baja intensidad con el fin de desgastar al Partido de Dios, como el periodista pro israelí Renaud Girard, en su libro La guerra fallida de Israel contra Hezbola, afirma que habría sido más efectivo.

No, ve la luz verde de Washington y lo que hace es lanzar una ofensiva bélica indiscriminada, masiva, con la intención, según Dan Halutz, de hacer que en Líbano “el reloj retroceda veinte años”. En pocas hora se destruye el aeropuerto, las principales carreteras. Mueren cincuenta civiles libaneses a lo largo del primer día. Y después el festín de barbarie y sangre sigue con bombas sobre puentes, fábricas, ambulancias, hospitales, morgues, edificios que albergan a familias, plantas generadoras de energía.

Y, a medida que suceden los días, cuando Ehud Olmert descubre que Hezbolá no cesa en su respuesta con misiles katyusha, lo que hace es radicalizar más aún su acción bélica en una escalada que alcanza su punto culminante durante las últimas tres jornadas de enfrentamientos, en el momento en que la rabia y la desesperación lo empujan a emplear las bombas de racimo. Esas enormes carcasas que se abren antes de llegar al suelo desparramando miles de pequeños explosivos que no diferencian entre civiles y combatientes, que arrasan todo lo que encuentran a su paso, y que aún hoy las Naciones Unidas están luchando por desactivar, pues las que no explotan se convierten en minas antipersona al quedar desplegadas por el suelo.

Como es lógico, una acción tan indiscriminada, fuera de toda proporción entre la ofensa y la respuesta, se va a llevar por delante la vida de cientos de inocentes. No puedes enviar cuatro mil misiones de bombardeo en tres semanas sin saber que habrá personas que nada tienen que ver con el asunto – niños, mujeres, ancianos, cristianos, drusos, sunníes -, que van a morir como consecuencia de tu decisión.

Sin embargo, cuando tus bombas matan a decenas civiles como en el caso Qaná, en sus dos versiones, 1996 y 2006, tú vas y dices que la culpa es de Hezbolá porque lanza sus misiles desde las aldeas. Tienes los cojones de arrasar un país, de cargarte a más de mil civiles, pero careces de la valentía para aceptar sus consecuencias.

Y lo peor de todo es que hay gente que se cree este planteamiento que resulta un insulto a la lógica más elemental. Una propaganda que es difundida de forma sistemática por periodistas y activistas afines, que no van al terreno, no hablan con las víctimas, que no recurren a informes independientes, que sólo repiten la misma idea una y otra vez para acallar la conciencia de aquel que en el salón de su casa, frente al televisor, pueda pensar que es un error lo que se está haciendo contra los libaneses, para darle la excusa a que diga, «no, la culpa es de Hezbolá, que utiliza escudos humanos», y piense en otra cosa, y no salga a manifestarse y no luche por poner fin a tanta barbarie.

Ayer, Human Rights Watch presentó un informe en el que niega que Hezbolá haya utilizado a los civiles como escudos. Según Kenneth Roth, director de la organización, solo en algunos “casos aislados” el Partido de Dios operó desde aldeas.

Va en la misma línea de la información que he recavado en las últimas semanas en Líbano al hablar con periodistas, miembros de Naciones Unidas y vecinos de las aldeas. Literalmente, los combatientes resultaban invisibles y los katyushas salían desde las plantaciones, desde los montes, porque así había estructurado su estrategia de combate. Un testimonio irrefutable, en este sentido, es el del periodista estadounidense Mitchell Prothero, que estuvo en primera línea de guerra como pocos corresponsales. Y cuyo artículo podéis leer aquí.

Pero lo fundamental no me parece el informe de Human Rights Watch, ya que el único responsable de haber lanzado una campaña militar tan desproporcionada e inútil, que violó la Cuarta Convención de Ginebra desde el primer día, y en la que sucedieron las matanzas de inocentes, es el señor Ehud Olmert. Tenía otras opciones. Por la razón que sea, eligió la más extrema y cruenta. Al menos, tanto él como los que lo secundaron, deberían tener el valor de asumir sus consecuencias sin excusas ni atenuantes.