Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Una «loca» en Radio Nacional de España

Hay jornadas en las que esta profesión resulta difícil de sobrellevar. Las noches solitarias en algún hotel de mala muerte, tras haber sido testigo del horror de la guerra o de la miseria. Pero también hay días maravillosos, exultantes de estímulos, de valiosísimas lecciones, que me hacen sentir que el periodismo es el mejor trabajo del mundo.

Y hoy ha sido uno de esos días inolvidables, inspiradores. Un día que comenzó al alba, en casa de la «Loca» Elena, a la que le hablé de vosotros, de las palabras que le habíais hecho llegar. Y que me agradeció emocionada: “¡Qué buena que es la gente en España!”.

Invisibles en la pobreza

La pobreza es un muro que aisla a personas como Elena, que si bien al principio generaban cierta conmiseración en el resto de la sociedad – al tener que subsistir de la basura que otros tiran, al tener que meter cada día las manos en los desperdicios -, con el tiempo se han vuelto invisibles.

Si ahora salen a la superficie lo hacen con el estigma de ser una presencia incómoda, perturbadora para esa clase media que poco a poco se ha ido recuperando de la crisis del 2001 y que cada día más se queja de los cartoneros. Los asocia con la delincuencia, los acusa de causar desorden en el tráfico, de ensuciar las ciudades.

Sé que se trata de una observación sumamente subjetiva, pero en mis visitas esporádicas a Buenos Aires he visto un cambio en la forma en que la gente observa a los cartoneros. Tanto es así, que el Tren Blanco parece tener los días contados.

Parece como si, ante el aumento vertiginoso de la venta de coches, del consumo, de los viajes, esa parte del país que se ha recuperado de la debacle financiera e institucional que generó el cacerolazo, comenzase en este momento a renegar de la otra, que aún sigue atrapada en la miseria.

Una loca en RNE

El día comenzó en casa de Elena, con un fotógrafo del periódico Clarín, el más grande de Argentina, que se sintió fascinado por su historia. Y luego continuó con otro viaje en carro, pero que no nos llevó a recoger basura, sino a una unidad móvil de Radio Provincia, desde la que Elena participó en el programa “Solidaridad” de Radio 5 de RNE.

Si soy sincero, me intrigaba saber cómo se iba a comportar Elena – a todos nos condiciona hablar en radio – frente al micrófono, con los cascos puestos, al responder a las preguntas de Eduardo Sanz y Cristina Sánchez desde Madrid. Y os debo decir que estuvo brillante, que se mostró tal cual es, con una ausencia absoluta de queja por su situación, con su habitual humor afilado y su pasión por la vida.

Tanto es así que nos arrancó más de una sonrisa a los que hicimos el programa desde ambos lados del Atlántico, y que llevó a Mario, uno de los técnicos locales, a preguntarme al final de la emisión: “¿De dónde sacaste a esta mujer, es maravillosa?”.

No sé de dónde saqué a Elena. Una serie de coincidencias me llevaron a ella. Pero os digo que me siento afortunado. En primer lugar, porque me regaló un fantástico día de profesión, de ese periodismo en el que tanto creo, qie sirve para tender puentes, que es lugar de encuentro y comunión de universos lejanos, escindidos. En segundo, porque me llevo de Buenos Aires la sensación de haber conocido a un ser muy especial.

Un mono para ligar

Dos anécdotas para terminar. Elena vino a la transmisión de radio no sólo con su carro, que pedimos a un técnico de la radio que cuidara por miedo a que alguien se lo llevara, sino también con uno de sus nietos, Brian, que durante las vacaciones la acompaña a recorrer la ciudad en busca de papel, cartón y botellas. Era un día especial, se sentía orgullosa de ser el centro de tantas atenciones, y quería que el pequeño, su favorito, lo compartiera con ella.

No sé qué pensaba Brian, que tiene ocho años, al ver a su abuela con los auriculares y hablando con varias personas de acento tan extraño, pero lo cierto es que no paraba de llorar al otro lado del cristal de la radio. Por lo que su abuela, además de responder a las preguntas y contar su vida, le sonreía, le hacía muecas para que se tranquilizara.

La segunda anécdota viene de un mechero con forma de orangután, al que se le encienden los ojos cuando lo activas, que Elena había encontrado entre la basura y que me regaló la semana pasada para que “tuviera éxito con las chicas”. Y, sin cortarse un pelo, Elena me preguntó en antena si me había dado resultado el pasado sábado.

Claro que después del programa la magia se deshizo y todos volvimos a la realidad. Elena se subió con su carro junto a Brian para partir en busca de basura, y nosotros regresamos a nuestras prisas y obligaciones.

Nos quedó la sensación de haber formado parte de un encuentro enriquecedor. Permaneció en todos la percepción de que los muros son franqueables, y de que otra realidad más justa yace a la vuelta de la esquina. Sólo es cuestión de dar los unos con los otros, de comenzar a dialogar.

Cartonero por un día junto a la extraordinaria «Loca» Elena

“¡Loca Elena!”, le grita un hombre mayor, levantando la mano en el aire, al verla pasar con su carro cargado de basura por las calles de la ciudad de La Plata. “¿Qué tal Loca Elena?”, le pregunta una mujer de rostro moreno que acomoda verduras en un puesto ambulante. Y a todos, Elena, la «Loca» Elena, les responde con una sonrisa entusiasta, sincera y ausente de dentadura.

He venido a la ciudad de La Plata a jugar a ser cartonero por un día. A seguir a esta mujer de 63 años, la Loca Elena, que lleva dos décadas viviendo de la basura. Desde que se ceba unos mates al alba entre las gallinas y los perros, hasta que se pone a clasificar los desperdicios que ha conseguido en el patio trasero de la chabola en que vive.

La he ayudado a descargar las bolsas llenas de desperdicios. He almorzado con ella las facturas (bollos) rancias y caducas que le regalan en una panadería.

A las cuatro de la tarde me he subido a su carro para partir rumbo a la ciudad en busca de papel, cartón, botellas y latas. Y os aseguro que la loca Elena es una mujer extraordinaria, que me ha deslumbrado por su sentido del humor, su generosidad y su pasión por la vida.

La violencia de la miseria

Y no digo esto de forma sesgada, tratando de mitificarla. Desde que hace 14 años vi en Calcuta cómo un hombre de la calle le partía una piedra en la cabeza a otro, tras una discusión a gritos por un trozo de acera en el que dormir, aprendí que no hay romanticismo en la pobreza, que los olvidados, los postergados, no son santos ni mártires como muchos intentan mostrar.

Sí es cierto que no deja de admirarme encontrar a personas que tienen la templanza y la fuerza para sonreír, para seguir adelante en medio de la mierda, y que tantas veces me han abierto las puertas de su casa, y me han ofrecido todo lo que tenían.

Pero las diferencias sociales son intrínsecamente violentas. Nada más agresivo que un coche de lujo que se para en un semáforo junto a un niño harapiento que no ha comido. Por eso la pobreza genera decadencia. Por eso en los barrios de chabolas abundan también las armas, los asesinatos, las drogas, las violaciones.

El mundo desde un carro de basura

Doña Elena Tassís, la Loca Elena como todos la llaman, me ha fascinado porque dice que “da gracias a la vida por lo que tiene”. “Yo tengo suerte, porque me dieron un carro, por eso cuando veo un pibe en bicicleta que está cartoneando sigo unas cuadras y le dejo las bolsas de basura a él. Yo puedo ir más lejos”, me explica.

Cuando le pregunto por qué no pide ayuda a sus hijos en lugar de salir a buscar desperdicios cada tarde a su edad y con el calor, me responde: “Tienen sus nenes, ¿cómo les voy a pedir que me den de comer? Soy yo la que tiene que darles una mano. Apenas regreso por la noche los pibes vienen corriendo. Siempre encuentro un juguete o una ropita. ¿Yo para qué las quiero?”.

También me sorprende su sentido del humor. A una vecina del barrio de chabolas le grita, señalándome, cuando pasamos con el carro: “¡Viste vos que no me querías prestar a tu marido, el novio que me conseguí!”. Y ambas se ríen a carcajadas.

Acompañarla me ha permitido asimismo sentir la forma en que muchos la miran cuando va con su carro cargado de basura por la calle. Un hombre nos siguió durante varias manzanas con su moto, hasta que me cansé y terminé por mandarlo al carajo.

Quería comprarme la cámara de vídeo con la que estaba filmando a Elena. “Dale boludo, pará, pará, que te pago en dólares”, me gritaba, tal vez deduciendo que era robada. “Lo que pasa es que con esa barba y ese pelo pareces un cartonero”, me dijo Elena, quitándole hierro al asunto.

El infranqueable muro de la miseria

Ahora he vuelto a casa. Tengo un corte en la mano de haber levantado una caja con papeles. Las uñas negras de suciedad. Y me pica todo el cuerpo. Creo que los bollos, atiborrados de dulce de leche, me han caído mal.

Acaba de comenzar a llover. Lo que me recuerda a los días del monzón en Calcuta, cuando salía con mi cámara a acompañar a la gente que vivía en la calle. Y luego, por la noche, me preguntaba con desazón cómo estarían haciendo para dormir bajo la incesante tromba de agua.

Creo que, a los que nacimos en el lado afortunado del mundo, no resulta imposible imaginar cómo es vivir en la miseria. Nos podemos acercar, podemos escuchar, pero las distancias son tan abismales, que la experiencia no pasa de un superficial vislumbre del horror de la marginación.

En una próxima entrada os contaré más sobre Elena. Pienso en el techo plagado de agujeros de su caseta. Me pregunto cómo estará sobrellevando el agua que se cuela entre las chapas y cae sobre su colchón renegrido, mientras me acuesto en mi plácida y limpia cama. Mientras todo el mundo a mi alrededor, en este acomodado barrio porteño, celebra y agradece que la lluvia se haya llevado el agobiante calor de enero.

Los que viven de la basura en Brasil: João Nacimento, un cartonero ciego

A las personas que en Brasil viven de recoger basura se las conoce como catadores. La mayoría de quienes ejercen este trabajo en la ciudad nordestina de Fortaleza, residen en la favela da Palma, a donde me dirijo a los pocos días de haber terminado el Foro Social Mundial.

De las historias que encuentro entre los catadores, la que más me sorprende es la João Nacimento, cuya precaria vivienda está atiborrada de montañas de botellas de plástico, latas y cartones que se suceden entre los sillones apolillados y la televisión.

Los catadores que cada día salen con sus bolsas de arpillera y sus carros a recorrer las calles de Fortaleza, suelen quejarse de que parecen invisibles. Los conductores les pitan impacientes, los insultan, los rozan al pasar con sus coches. El gobierno poco hace por ayudarlos a realizar su labor.

En el caso de João Nacimento, la indiferencia es recíproca, ya que él no puede ver a los hombres y mujeres que caminan por las zonas más prósperas de la ciudad. Al frente de su carro de metal oxidado y madera, avanza entre los coches con la cabeza levantada y la mirada perdida, como si transitase por otro plano de la realidad, mientras su mujer, Albina, le va dando indicaciones: gira a la derecha, camina más rápido, no te apresures.

Cuando Albina le dice a João que se detenga, los dos hijos menores de la pareja saltan a la acera y abren las bolsas de basura que se apilan en las puertas de los edificios para buscar en su interior los envases de plástico, las latas, los restos de papel y cartón, que colocan en la parte trasera del carro.

João lleva tres décadas subsistiendo de recoger lo que tiran los demás. Los médicos dicen que perdió la capacidad de ver por la mala alimentación, por no haberse protegido de la luz solar y por el contacto prolongado con el polvo de los basurales.

Un cambio en la vida de João

En los últimos tres años, las condiciones de vida de João han mejorado notablemente. Antes dormía junto a su mujer y sus ocho hijos en una chabola de madera construida en la margen derecha del canal que lleva las aguas fecales de Fortaleza. Cuando tenía algún problema, no sabía a quién recurrir.

Hoy forma parte de una cooperativa en la que junto a otros catadores ha comprado una nave en la que clasifica y almacena la basura para luego poder venderla a mejor precio, lo que le ha permitido incrementar sus ingresos y ahorrar lo suficiente para comprarse, a los cincuenta y seis años de edad, su primera casa.

Esta transformación, que no es suficiente para liberarlo de tener que recoger basura, pero que sí le ha dado otra perspectiva desde la que enfrentarse a la adversidad, es consecuencia de la labor de Cristina Franca.

Una mujer que se dedica a tratar de sacar a los catadores de la marginación, que los organiza para que sumen fuerzas y para que su voz llegue a ser escuchada por la sociedad. Y cuya historia contaré en la próxima entrada.

El beso de los cartoneros

El brillante papel de los regalos en el suelo, junto al árbol de Navidad. La mesa plagada de restos de comidas, de cubiertos sucios, de vasos, como si hubiese sido el escenario de una batalla campal. El mantel manchado de tarta, de vino, de Coca Cola. Los ceniceros apretados de colillas. Y, suspendida en el aire, la resaca de tanto afecto congregado, de tantos abrazos, de tanta comida, de tanto alcohol. Una resaca ligeramente nostálgica.

Sólo los niños, con sus ojos brillantes de ilusión, que esta mañana estrenan los juguetes que les trajo Papá Noel, parecen inmunes a la sutil melancolía que como un río subterráneo corre lóbrega e irrefrenable bajo la superficie de las fiestas.

Quizás la melancolía se deba a que estas fechas nos hacen tomar conciencia del paso del tiempo. Otra Navidad. Qué viejos estamos. Tal vez porque nos recuerdan que pasamos la mayor parte del año distraídos, corriendo de un lado a otro, sin prestar demasiada atención a la gente que queremos, a las cosas que realmente importan, y es en estos momentos cuando nos percatamos de ello.

Los restos de la fiesta se amontonan frente a las casas de Buenos Aires, en grandes bolsas de plástico. Y los cartoneros, que no sé si se podrán dar el lujo de demorarse en nostalgias, ya han venido con sus carros de madera desde los barrios de chabolas del extrarradio para ver qué pueden sacar de provechoso de lo que los demás tiramos.

Son las dos de la mañana. Sigo aquí frente al escritorio, luchando en el libro de Gaza. Hoy con un lastre extra: la resaca y la punzante tristeza que me provocaron las fiestas. Me pongo de pie, avanzo hacia la ventana para tomar un poco de aire fresco, y allí los veo, en la puerta de casa, donde habitualmente suele estar el violinista desafinado (o incomprendido artista conceptual, aún no he salido de la duda).

Dos jóvenes cartoneros, con el carro lleno, que han hecho un alto en esta asfixiante madrugada porteña y que se besan. Un gesto que celebro, que me conmueve, que hace que tenga ganas de abrir del todo la ventana y aplaudir.

No se por qué me hacen sentir de este modo. Supongo que se trata de una manifestación de lo más noble y sublime del espíritu humano: la capacidad de amar, de mantener la dignidad hasta en las situaciones más extremas.

Llevo muchos años siendo testigo de expresiones similares. Por eso me quedé a vivir en Calcuta durante tres años cuando era joven, quería aprender de esas familias que malvivían en las aceras, con unas telas raídas y un par de cazos renegridos como únicas pertenencias, pero que, a pesar de todo, luchaban por llevar una vida lo más normal posible, no se rendían.

Diez años después, creo que no aprendí demasiado. Sigo naufragando en un vaso de agua mientras ellos navegan con parsimonia en la peor de las tormentas. Eso sí, verlos, ser testigo de la irrefrenable pasión de la vida, me recuerda que yo tampoco debo dejar de luchar, que no debo bajar los brazos y claudicar ante las miserias del mundo. En medio del caos de obligaciones y prisas en las que estoy inmerso, tengo que encontrar el sosiego y la serenidad de espíritu para no olvidar a los que sufren. Es la obligación de todos los que tuvimos la suerte de nacer en el lado próspero de esta historia.

Se trata de un largo beso, sentido, profundo, que me da tiempo de buscar la cámara y retratarlos, que me regala unos segundos de reflexión. Después se van. Parten hacia la puerta del siguiente edificio. Unidos.

Ser cartonero en Navidad

En la puerta de casa me encuentro a la misma mujer que cada tarde hurga en la basura en busca de papel y cartón. El contraste es brutal: la gente de este “barrio bien” de Buenos Aires, altiva, impoluta, que regresa cargada de bolsas de hacer las compras navideñas, o que parte hacia las infinitas cenas y fiestas que parecen sacudir cada esquina de la ciudad en esta época del año, mientras ella, desdentada, vestida con una camiseta manchada de sudor y un mugriento pantalón deportivo, se sumerge entre los desperdicios.

Se llama Alejandra. Tiene 32 años y nueve hijos. Vive en una caseta de chapa en la localidad de Tigre, que el pasado sábado se vino a bajo como consecuencia del temporal que asoló a esta parte del mundo. Al frente del carro que utiliza para trabajar, toma todos los días a primera hora de la tarde el tren de los cartoneros para venir aquí. Regresa a su hogar a las doce de la noche. En semanas prósperas como estas, en las que crece el consumo y, como consecuencia, el volumen de desperdicios que provocamos, llega a ganar unos 200 pesos (50 euros).

Converso con ella. Una vida dura, llena de renuncias y sinsabores. Tuvo su primer hijo a los catorce años. “¿Cómo vas a pasar las fiestas?”, le pregunto. “Trabajando, tenemos que levantar la caseta y, además, ahora tenemos a la Jessica, una boca más que alimentar”, me responde. “¿Jessica?”, quiero saber. “Era la hija de una vecina que se murió hace poco. Iban a mandar a la piba un orfanato, pero yo dije que no, pobrecita, y me la quedé. Ahora tengo diez hijos”.

En estas épocas en que, además de la concordia, las buenas intenciones y los reencuentros, imperan el consumo desaforado e insaciable, Alejandra resulta un contrapeso que me ayuda a no dejarme obnubilar por las luces y por el ruido, y a recordar que la mitad de la población mundial vive con menos de dos euros al día. O sea, peor aún que Alejandra, si es que algo así resulta posible.

La acompaño hacia la avenida en la que se encuentra con sus hijos, que vienen a trabajar con ella. Observo en la parte trasera de su carro las pilas de periódicos y cajas que ha sacado de las bolsas de basura. Entre ellas, las de mi casa. Me digo que ahí deben estar los borradores del libro que estoy escribiendo sobre Gaza y que ayer tiré. Ojalá pudiera decir que reparó en ellos, pero lo cierto es que deben haber pasado por sus manos de la misma forma mecánica, indiferente, con la que cada día pasan cientos de restos de papel y cartón.

A lo lejos, en la esquina siguiente, vislumbro a un grupo de niños rodeados de bolsas de plástico. «¿Son tus chicos?», le pregunto. «Sí», me dice y, acto seguido, sonríe.