Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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¿El final del barrio de chabolas más grande de África?

A lo largo de los años hemos seguido en este blog la vida en Kibera, el barrio de chabolas más grande de África. Hemos conocido la peripecia vital de Patrick Kimawachi y de la fallecida Sharon Kayalo, ambos protagonistas del documental Villas Miseria.

También estuvimos allí cuando se desató la violencia postelectoral en 2008 y las callejuelas de este asentamiento marginal situado en las inmediaciones de Nairobi se convirtieron en un campo de batalla.

¿Por qué tanta atención a Kibera? En primer lugar por una cuestión práctica: Nairobi es nuestra base en África, a la que volvemos una y otra vez para dirigirnos a Ruanda, Congo, Uganda o Sudán. En segundo lugar, estamos convencidos de que buena parte de los desafíos sociales del siglo XX pasarán por estos asentamientos, ya que más de mil millones de personas viven en ellos. Por último nos han empujado a volver a Kibera las amistades que allí hemos forjado.

Viviendas dignas

La llegada al gobierno de Raila Odinga prometía cambios para Kibera, pues el candidato lúo del OMC se presentaba a las elecciones por el distrito de Langata, en el que se encuentra el barrio de chabolas. Hasta el momento se habían proyectado y publicitado innumerables proyectos de desarrollo que nunca llegaban a hacerse realidad para esta barriada ausente de servicios regulares de electricidad, agua corriente o saneamientos.

El pasado 16 de septiembre – cuando nos disponíamos a partir hacia Sudán – la historia de Kibera dio un giro sin precedentes: 1.300 de sus residentes fueron llevados a apartamentos construidos por el gobierno. Las imágenes de los habitantes del barrio cogiendo sus pertenencias y dejando atrás las casetas de adobe y chapa – que excavadoras destruyeron a las pocas horas para evitar que otras personas las habitaran -, abrieron los telediarios en Kenia.

Los afortunados, que dejaron atrás la subsistencia entre las montañas de basura y los flying toilettes, moraban en la zona llamada East Soweto. En los edificios a los que se han mudado pagan cinco euros al mes por el alquiler de una habitación, cuatro por la electricidad y dos por el agua (en lo referido a la vivienda, precio similar al que pagaban por las chabolas).

El camino equivocado

Si tomamos en cuenta que Kibera tiene 800 mil habitantes y que más de la mitad de la población de Nairobi malvive en un centenar de slums, las noticias que hace un mes saltaban a la prensa resultan no demasiado alentadoras.

Para Claudio Torres, arquitecto chileno formado en Italia y una referencia en asentamientos marginales, las razones para no mostrarse demasiado optimista son otras.

“No se está yendo a la raíz del problema que es la falta de oportunidades en el campo. Cada vez que mejoras la vida de alguien en la pobreza abres la puerta para que lleguen otros a ocupar su lugar. Por cada persona que sacas de Kibera hay colas de personas esperando para ocupar su sitio”, sostiene Claudio, que dirige un proyecto de desarrollo en el slum de Mathare – bastión hasta 2007 de la secta mungiki – para la ONG Coopi.

“Para poner fin a esto o tienes mucho dinero o acabas con la corrupción”, prosigue. “Tienes que terminar con el gran negocio que son estos tugurios para los que alquilan las casas, para los que venden el agua, para los que venden el alcohol ilegal. La policía se lleva una buena tajada del negocio del changaá. En América Latina los pobres ocupan los terrenos para hacer sus tugurios, aquí los alquilan”.

“Lo otro que debes hacer es descentralizar, terminar con el atractivo de las grandes megalópolis. Tienes que hacer buenas carreteras, buenas comunicaciones. Tienes que fomentar el desarrollo de las ciudades pequeñas”, nos explica Claudio, al que vamos a ver mientras aguardamos en Nairobi a que nos den los permisos para viajar al campo de refugiados de Dadaab.

Kibera y la muerte de Sharon Kayalo

Conocí a Sharon Kayalo en junio de 2005. Conté su historia de enfermedad sostenida, perpetua, porque mostraba los efectos de las terribles condiciones de Kiberacloacas a cielo abierto, montañas de basura por doquier, ausencia de agua corriente, de luz, de asistencia sanitaria, de saneamientos – en una niña de cuatro años.

Pústulas en la piel, problemas de visión, respiratorios, infecciones en los oídos, que dificultaban su existencia cotidiana, que la privaban de poder asistir a la escuela.

Sharon Kayalo había llegado a Kibera, el barrio de chabolas más grandes de África, junto a sus padres al poco tiempo de nacer. La escasez de terreno para cultivar – algo que padecen de forma sistemática las nuevas generaciones de kenianos, pues las tierras se van parcelando de padres a hijos – los había empujado a abandonar la granja familiar en Kisumu y partir hacia Nairobi en busca de una oportunidad de progreso.

Una historia que se repite no sólo en este país, sino en buena parte del mundo en desarrollo, desde hace décadas. Se estima que en este momento, una sexta parte de la humanidad, más de mil millones de personas, subsiste en estos espacios marginales, que crecen asidos a las grandes ciudades.

La primera en morir fue la madre de Sharon, como consecuencia del VIH, que portan el 30% de los habitantes de Kibera. Su padre se casó con Philis, que estaba a cargo de Sharon cuando la conocí en 2005, y que se lamentaba de no contar con dinero para poder llevar a la niña al hospital.

El año pasado, durante los enfrentamientos postelectorales entre los seguidores de Mwai Kibaki y Raila Odinga, el padre de Sharon murió y ella huyó de regreso a la granja familiar en Kisumu, ya que Kibera se había convertido en campo de batalla entre los kikuyus y los lúos. En este blog seguimos a Philis en el viaje que realizó junto a Patrick Kimawachi a través de Kenia, aún sitiada por la violencia, para reencontrarse con la niña.

Esta mañana, mientras espero el vuelo que me llevará al Congo, he vuelto a Kibera para visitar a mi buen amigo Patrick Kimawachi y averiguar cómo estaba Sharon. Philis me dio la noticia de que murió hace tres meses debido a las enfermedades, aunque lleva tiempo ya recibiendo atención médica.

Sharon es una de las protagonistas de Villas Miseria, el documental que estreno el 5 de octubre. A su memoria estará dedicado. Comparto esto con vosotros sólo porque otros cuatro protagonistas del mismo fallecieron desde que empezara el rodaje en 2005 (entre ellos Dipti Porchás, cuyo testimonio también ofrecimos en este blog).

Comprobaciones con nombre propio y apellido de que esa otra guerra, la que tres mil millones de personas emprenden cada día contra la pobreza, también frustra sueños y anhelos, también mata, aunque lo haga de forma más silenciosa.

(Fotografías: HZ)

Vivir junto a los trenes de Calcuta

En los barrios de chabolas que en Calcuta han surgido junto a las vías de los trenes, el ritmo de vida lo marca el constante trajín de locomotoras y vagones que arranca al alba y que no termina hasta pasada la medianoche.

Apenas un nuevo tren se perfila en la distancia, los habitantes del asentamiento del puente de Tollygunge se avisan mutuamente. Los niños dejan de jugar y se apartan a un costado; las mujeres recogen la ropa que están lavando o sacan del fuego los cazos renegridos y las sartenes para meterlos en sus casas.

Segundos después se escucha un estruendo ensordecedor, el suelo tiembla, y los vagones se suceden con ese sonido acompasado, inconfundible, de su traqueteo sobre los durmientes. No en pocas ocasiones, alguno de los pasajeros les regala a los habitantes del barrio un escupitajo de rojo de nuez de betel o algo de basura que arroja por la ventanilla.

Marcado a perpetuidad

Una vez que el convoy ferroviario ha pasado, las mujeres, hombres y niños vuelven a sus actividades cotidianas que van desde hacer la colada, bañarse, cocinar, jugar a las cartas, remontar cometas o simplemente conversar.

Las vías del tren, a las que desembocan sus paupérrimas casetas, conforman una suerte de patio común en el que manera intermitente, constantemente interrumpida, intentan llevar una existencia lo más normal posible.

La vida de Krishna quizás esté más condicionada que ninguna otra por el lugar en el que se encuentra su barrio. Vecino de Nepal, el niño discapacitado cuya historia conocimos la semana pasada, perdió la mano cuando jugaba a pocos metros de su vivienda.

“Como siempre sucede, al oír que venía un tren, nos apartamos”, explica Mongol, padre de Nepal y tío de Krishna. “De repente vi que el pequeño no se movía. Era muy pequeño, tenía tres años y la mano se le había quedado atrapada en las vías. Corrí hacia él, traté de liberarlo pero no pude hacer nada”.

A pesar de todo, en cada ocasión en la que visito el barrio de chabolas de Tollygunge encuentro a Krishna jugando junto a sus amigos en el único espacio que tienen a su alcance, en los raíles del trazado interurbano que recorre el sur de Calcuta.

Ser discapacitado en un barrio de chabolas indio

Los barrios de chabolas surgen por doquier en Calcuta. Se asoman por debajo de los puentes, se ciñen a las márgenes de los canales que transportan los desperdicios cloacales, se escinden de las vías de los trenes. Quienes llegan huyendo de la pobreza de las zonas rurales, terminan en ellos, sufriendo sus terribles condiciones de vida.

Nepal Sarnakar pasa las horas justamente en el asentamiento que corre pegado al puente de Tollygunge.

La chabola en la que vive junto a sus padres y sus dos hermanos se encuentra a pocos metros de las vías de un tren interurbano. Cada pocos minutos se siente un estruendo ensordecedor, y todo tiembla, debido al paso de los vagones.

Nepal acaba de cumplir 13 años. Hasta hace relativamente poco no tenía problemas de salud. “Un día, volviendo de la escuela, se desmayó”, explica Mongol, su padre. “Desde entonces ha ido a peor. Míralo ahora, no se puede tener en pie”.

Como consecuencia de la enfermedad de su hijo, al que debe alimentar, bañar y cuidar durante el día, Mangal no puede trabajar. Se dedicaba a pedalear al frente de un cycle-rickshaw. El único sustento de la familia lo consigue su esposa, Sima, que se desempeña como empleada doméstica en la casa de una familia pudiente. Gana 4000 rupias al mes. Unos 59 euros.

Lo más terrible de la historia de Nepal no es sólo la discapacidad que sufre, que lo mantiene anclado en la chabola, inmerso en el insoslayable bochorno bengalí, sino que sus padres no saben qué lo ha dejado en semejante estado.

“Vendimos todo lo que teníamos de valor para llevarlo al hospital, pero los médicos no nos han dado una respuesta y no tenemos más dinero. Ni siquiera puedo comprarle un ventilador para que no pase tanto calor”, explica Mangal. «Los vecinos han hecho una colecta, pero no es suficiente, somos gente pobre».

Ante la falta de recursos de su padre, las posibilidades de que Nepal pueda someterse a los estudios necesarios para diganosticar la enfermedad que lo ha dejado postrado, son escasas. Y mucho menos aún, que posteriormente reciba el tratamiento correspondiente.

Millones de habitantes de chabolas en Calcuta, pero también en todo el mundo, carecen de acceso a la asistencia sanitaria. Esto no hace más que agravar la situación de vulnerabilidad ante el ambiente insalubre y hostil en el que viven, con falta de agua corriente, de basuras, al margen de cualquier protección estatal.

Paradójicamente, ellos sí brindan un servicio a la comunidad, ya que se desempeñan en labores de escasa cualificación como conductores, obreros, asistentes de hogar.

Ni santidad ni estigma en la miseria

En la entrada al barrio de chabolas, entre decenas de bártulos, sobresale un bidón de plástico blanco. En su interior se vislumbra la lóbrega silueta de una gallina que, a pesar de la asfixia, no deja de moverse. Picotea nerviosa las paredes de la estrecha prisión en la que está atrapada.

A primera vista podría parecer un acto de inmensa crueldad encerrar a un animal de esa forma, sin dejarle espacio para que respire, si no fuera porque las vidas de sus dueños resultan igual de sofocantes.

Pocos lugares más denigrantes he conocido en esta ciudad que no se caracteriza justamente por el civismo y el respeto a la dignidad humana. Debajo del puente que flanquea el crematorio de Kalighat, y que cruza uno de los tantos cursos de agua hedionda que corren en paralelo al río Hoogly, decenas de familias han construido sus casas con chapas, cartones y telas raídas.

Demás está decir que el sitio se encuentra sitiado a perpetuidad por la penumbra, que cuando las aguas crecen se anega de materias fecales, que el constante paso de coches, autobuses y camiones genera un ruido ensordecer.

Los niños presentan un aspecto sombrío, poco sano, ajenos a la luz y rodeados de ratas y basura. Las madres, a pesar de los esfuerzos que realizan por llevar una existencia lo más normal posible, tienen los saris harapientos, sucios.

En busca de Dipti

Pregunto por Dipti Porchás, a quien conocí hace un año y cuya historia rodé para este periódico. Sé que murió hace cuatro meses. Una mujer, con el rostro quemado, me mira indiferente. «Dame dinero», musita en bengalí.

Otra, que encuentro en el sombrío interior de una chabola, empieza a contar una historia deshilvanada, que no tiene sentido. A nuestras espaldas, rompe una pelea. Dos vecinas se insultan a gritos.

Finalmente, Baby Mondol, una joven de 20 años y madre de tres hijos, cuyo marido trabaja conduciendo un rickshaw, me habla de Dipti Porchás mientras cocina.

No escucho un relato cándido, de esos que algunos autores suelen escribir acerca del supuesto virtuosismo de los pobres. Al contrario, es una narración de brutal indiferencia.

Pensar que la miseria entraña cierto halo de santidad resulta tan equivocado como considerar que la India – donde la gente muere en las puertas de los hospitales sin recibir ayuda, donde los cadáveres quedan durante días tirados en la acera sin que nadie los levante, donde el racismo es el pan de cada día -, pudiese llegar a ser la meca de la espiritualidad.

Claro que hay gente que, a pesar de la pobreza, sorprende por su generosidad, por su entereza. Pero se trata de algo anecdótico. No creo que debamos observar a la miseria ni como estigma ni como bendición. Quienes están atrapados en ella hacen lo que pueden por subsistir. Admirable y reprobable. Bueno y malo. Sólo debemos verla como el vergonzoso resultado de nuestro fracaso colectivo.

Entre las míseras chabolas de Calcuta

La falta de oportunidades en el campo ha empujado a millones de personas a migrar hacia Calcuta con la esperanza de progresar. Desplazados de las zonas aledañas, aunque también de estados más distantes como el paupérrimo Bihar. Si bien la India sigue siendo un país rural, es tal el tamaño de su población, que ese éxodo irrefrenable ha sido suficiente para la fisonomía de las urbes receptoras.

Si se cuentan con escasos recursos, encontrar alojamiento en esta ciudad superpoblada, hostil y miserable, no resulta sencillo. La opción más simple, dormir en la acera, del modo en que lo hacen más de 200 mil personas. Sobre un lungui, una manta, unos cartones; bajo unos plásticos; o en la puerta del lugar en el que se trabaja como obrero de la construcción, camarero o porteador.

Otra posibilidad, un escalón por encima de la anterior, es hallar una habitación para alquilar en alguno de los barrios de chabolas que los recién llegados han ido construyendo debajo de puentes; junto a canales de agua, vías de tren, basureros; en callejones, escondidos, entre los edificios nobles de la ciudad.

El 57% de los habitantes de chabolas del mundo están en Asia. Suman 581 millones de personas. Calcuta es, sin dudas, una de sus capitales más destacadas con 2.011 asentamientos marginales registrados y 3.500 que son considerados ilegales. El promedio por habitación es de 13,4 personas, en estos espacios que aquí son conocidos como «bustees».

El peor de todos resultaba sin dudas el infame Canal Slum, construido junto a los desagües del norte de la ciudad. Un lugar hediondo, insalubre como pocos, ya que cada vez que llovía los desechos de las cloacas se metían en las casas.

Para mi sorpresa descubro han erradicado aquel lugar en el que tantas veces me sumergí con mi cámara. De algún modo respiro aliviado. Su mera existencia resultaba una afrenta.

Sin embargo, la satisfacción se ve atenuada cuando encuentro, en las inmediaciones, a muchas de las familias que allí vivían, tiradas ahora en la calle. Según me cuentan, cientos de policías llegaron una mañana secundados por bulldozers. Y allí terminó la historia, sin indemnización ni nuevo destino.

La exitosa pugna de una mujer en las chabolas de Argentina

Margarita Barrientos nació en una miserable aldea de los aborígenes toba en el norte de Argentina. Tras la muerte de su madre, y para no ser encerrada en un centro de acogida, huyó en tren a Buenos Aires. No sabía bien a dónde iba, pero sí que quería progresar. Fue un viaje accidentado, alucinante para una adolescente que hasta el momento se había criado en una choza escindida del resto del mundo.

Terminó en un barrio de chabolas de la capital porteña, donde se casó y tuvo diez hijos. Isidro, su marido, quedó lisiado debido a un accidente laboral. Y Margarita, que no sabe leer ni escribir, comenzó a dedicarse a lo que aquí se conoce como “cirujeo”, la recolección de residuos.

El punto de inflexión en la vida de Margarita llegó en 1996, cuando al volver de trabajar con su carro cargado de basura descubrió que los niños de una chabola vecina llevaban días sin comer.

«Yo traía los restos de pan que recogía de una panadería, así que les dije que vinieran a casa y los senté a la mesa con nosotros», explica Margarita. «En la vida siempre hay que dar, por más poco que se tenga, hay que tener compasión por el prójimo. Y esos chicos, Pablo, Rosita, la Chicha, que ahora son adultos y están casados, estaban solos con su abuelo».

Un conocido activista social argentino, Juan Carr, descubrió la labor que en silencio estaba realizando Margarita, que cada día daba de comer a más y más niños de Villa Soldati, y empezó a apoyarla. En doce años, el trabajo de esta infatigable luchadora creció exponencialmente.

En el comedor Los Piletones, situado frente a su casa, hoy da de comer a más de mil niños cada día. El premio que recibió en 1999, como mujer del año en Argentina, le permitió salir a la luz pública, por lo que recibió ayudas con las que ha puesto en marcha guarderías, clínicas, farmacias, proyectos de microcréditos, para la gente de su barrio.

Aquel gesto de solidaridad que tuvo en 1996, aquel acto de amor y generosidad, se ha multiplicado transformando positivamente su propia vida y la de quienes la rodean.

Curiosamente, al frente de la Red Solidaria, la organización creada por Juan Carr que apoyó a Margarita Barrientos, se halla Belén Quelet, una gran amiga, que trabajó con la Madre Teresa en India y Filipinas, que ha dedicado su vida a luchar contra la pobreza, y cuya historia os contaré mañana.

Pero ahora me hago eco de las palabras de ayer de MM y me pregunto: ¿por qué es la mujer la clave en la lucha contra la pobreza?

Rumbo a la guerra de las favelas

A lo largo de los últimos años he trabajado en numerosos barrios de chabolas del mundo. Sin dudas, el más impresionante es Kibera, en la periferia de Nairobi, con el que comencé este blog en el mes de junio.

Un avispero de míseras casetas, fábricas de alcohol ilegal, prostitución, violencia, drogas. Al carecer de sistema de recolección de basura, los desperdicios se acumulan por doquier.

También estuve en Kliptown, el lugar donde Mandela comenzó su lucha contra el Apartheid en los años cincuenta. Otro sitio lóbrego, decadente, miserable, desde el que muchos jóvenes bajan a robar a los barrios ricos del norte de Johannesburgo.

Otro barrio de chabolas que tuve la oportunidad de conocer bien fue el Canal Slum, en el norte de Calcuta, donde miles de personas que llegan desde el campo en busca de una oportunidad se hacinan junto a las aguas fecales de las cloacas de la ciudad.

Ahora me dirijo hacias las favelas de Río de Janeiro, donde están sufriendo una verdadera guerra como consecuencia de la pobreza, la falta de futuro, la abundancia de armas y el negocio de las drogas. Son fechas señaladas: en dos semanas comienza el carnaval. Os contaré desde allí el día a día de sus habitantes.

Pobreza, estallido demográfico, armas y violencia

1. Vivimos en un mundo profundamente desigual. Los 500 hombres más poderosos del planeta cuentan con los mismos ingresos que los 416 millones más pobres. Bill Gates, que encabeza la lista de acaudalados, posee un patrimonio que supera al producto interior bruto de numerosos países africanos.

Durante los últimos 17 años, desde la caída del muro de Berlín, los beneficios económicos de las multinacionales y de la banca han crecido de manera exponencial, pero su redistribución ha sido escasa. La globalización, que prometía un mundo más próspero y libre como consecuencia del predominio del capitalismo, ha resultado terriblemente injusta en este sentido. Los planes de ajuste estructural, las barreras al comercio y la corrupción tanto en el ámbito público como privado han limitado los efectos beneficiosos que muchos pronosticaban.

2. Por otra parte, mientras que en los países del Norte el crecimiento demográfico es cada vez menor, y la población envejece, en el Sur el número de habitantes aumenta a pasos agigantados. El 44% del África subsahariana tiene menos de 18 años.

3. A una población joven, carente de recursos y horizontes, se suma un tercer elemento desestabilizador: la superabundancia de armas livianas. Al no haber una legislación internacional que regule su comercio, cada día resultan más baratas y fáciles de conseguir. Un fusil AK47, cuyo precio equivalía en África hace quince años a varias cabezas de ganado, hoy se compra por el coste de un par de gallinas.

4. El último elemento que completa este panorama tan desolador y preocupante pasa por un hecho histórico sin precedentes: hoy, la mitad de la población vive en ciudades. De manera lenta pero imparable, desde los albores de la Revolución Industrial, la humanidad ha ido abandonando la vida rural debido a la caída de los precios de los productos agrícolas. Buena parte de quienes migran a las urbes del Tercer Mundo terminan en gigantezcos barrios de chabolas donde sus ilusiones de prosperidad se desvanecen rápidamente, mueren ahogadas en las fauces de un ambiente opresivo y decadente.

La agenda política del siglo XXI en materia de seguridad está centrada en el terrorismo y la producción de armamento nuclear. Sin embargo, no resulta descabellado afirmar que buena parte de los desafíos de las próximas décadas en lo referido a la paz pasarán por brindar esperanzas a esta porción de la humanidad joven, marginada, olvidada, furiosa, que mira desde los televisores en sus casetas de chapa y cartón de los barrios de chabolas la vida de lujo y confort en los países del norte.

Fotos: Hernán Zin

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