La estrategia seguida por el Pentágono a lo largo de la pasada de década de privatizar parte de la gestión de sus operaciones militares – para recortar costes fijos en las Fuerzas Armadas, reducir las bajas entre los soldados y, de paso, otorgar contratos multimillonarios a amigos republicanos y neoconservadores – ha probado ser una continua fuente de escándalos. Un vertedero de corruptelas, sinsentidos e improvisaciones que ha mermado notablemente el llamado «poder blando» de los EEUU.
En este blog hemos seguido de cerca a las principales empresas que se han beneficiado de este fenómeno tan reciente, y a la vez tan antiguo, que es la privatización de la guerra: Blackwater/Xe, Erinys, Aegis, Triple Canopy, Dyncorp, Unity, KBR/Halliburton, Armour Group, Global Risk Strategies, Control Risk, Fluor…
También a sus acaudalados dueños: Eric Prince, Tim Spicer, Simon Mann, Sean Cleary, Robert McKeon. Y la génesis de esta historia y de algunos de estos personajes, sin remontarnos a los tiempos de Mike Hoare y Bob Denard, con Executive Outcomes en África en los años noventa.
Como es lógico, nos hemos detenido en los escándalos más sonados de estas compañías: los asesinatos de civiles en Irak por parte de contratistas de Blackwater y de la australiana Unity, los crímenes cometidos por personal de Erynis, la muerte de soldados por defectuosas instalaciones eléctricas de KBR, el vídeo de disparos de miembros de Aegis a transeúntes en la «carretera Irlandesa» con música de Elvis Presley de fondo.
Paroxismo del absurdo
Pero hay una que supera a todas las demás en surrealismo. Tanto es así, que si fuese una película de Hollywood, sería una de esas de las que sales irritado por la desmesura narrativa a la que te han sometido los guionistas.
Las peripecias de Efraim Diveroli, un joven de una familia judía ortodoxa de Miami que abandonó los estudios y empezó a vender y comprar armamento con 18 años. Le fue tan bien que a los 21 años recibió un contrato de 300 millones de dólares por parte del Pentágono para que proveyera de armas a las fuerzas de seguridad de Afganistán.
Pero su meteórica carrera se torció el 16 de mayo de 2007, cuando adquirió 110 mil granadas del traficante equivocado, y las falencias y engaños de su empresa, AEY Inc, resultaron imposibles de ocultar, proyectando una sombra de vergüenza sobre la administración de Washington.
Hace poco más de mes fue condenado a cuatro años de prisión, sin que la prensa se hiciera demasiado eco de esta noticia. La vida y obra de Efraim Diveroli, película de argumento inverosímil – y hasta apasionante si no fuera porque estamos hablando de las estupideces y mezquindades de un poder que en ciertos lugares del mundo termina con la existencia de personas inocentes- , en próximas entradas de este blog.