Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Salir del gueto en Afganistán

Las motivaciones de los soldados de EEUU para estar en Afganistán son de lo más variadas: desde la voluntad de salir de zonas marginales y pueblos postergados de la América profunda, pasando por el deseo de hacer carrera militar, de vivir aventuras y viajar al extranjero, hasta la necesidad de conseguir el dinero para una beca de estudios, para ayudar a sus familias o para comenzar un negocio.

El cabo López, de 22 años, se sumó a las Fuerzas Armadas porque parecían ofrecerle la posibilidad de un nuevo comienzo en la vida.

Originario de Puerto Rico, viene de una familia desestructurada, en la que su madre es el principal motor que los mantiene unidos. Trabaja cuatro días a la semana como enfermera, el resto del tiempo lo dedica a la venta de productos de belleza. “Es una mujer luchadora, te vende lo que sea”, afirma López con orgullo.

López creció en un barrio marginal de Massachusetts, donde estuvo involucrado en el mundo de las bandas armadas urbanas y de la droga. De allí el tatuaje que luce en el brazo interno, junto a una herida que se hizo en el Ejército y que por el calor y la falta de higiene no le termina de cicatrizar: «Soldado del gueto».

“Me casé, tuve una hija. Quería que mi vida cambiara, que mi hija no se criase en el mismo ambiente que yo, y vi una oportunidad para salir de todo eso en el Ejército”, afirma y muestra otro tatuaje, que en esta ocasión cubre sus antebrazos y en el que se lee: “Un amor”.

De todos los soldados estacionados en la base de Tagab, los llamados “ingenieros” parecen ser lo que menos satisfechos se encuentran. Tal vez como consecuencia de las duras condiciones en las que viven: abarrotados en una tienda, inmersos en el implacable bochorno afgano, comenzando a trabajar a las cuatro de la mañana, apenas sale el sol, hasta bien entrada la tarde.

Quizás porque nunca entran en acción contra los talibán, son mirados por encima del hombro, con cierto desprecio, por sus compañeros de armas, que los acusan también de no traerse sus propios alimentos y de avalanzarse sobre la poca comida que hay en el chow hall.

Cobran unos 1.200 dólares por quince días de trabajo. Y van de cuartel en cuartel haciendo modificaciones. En el caso de Tagab han llegado para erigir cuatro torres de vigilancia, ya que esta estación rodeada de talibán pasará de tener un centenar largo de efectivos a más de setecientos, en su mayoría franceses, que se harán cargo del lugar tras la salida de los estadounidenses de la 101 Brigada Aerotransportada.

“Cuento los días para volver a mi casa y estar con mi familia. Todavía me faltan nueve meses de los quince que tengo que estar aquí. ¿Del futuro? Bueno, no sé. Es bueno para mi currículum que aparezca que estuve en el Ejército. Esto me va a ayudar a conseguir trabajo como electricista. O quizás vuelva aquí pero con una compañía privada como KBR, que les paga tres veces más a sus empleados”, explica.

Play Station y Harry Potter en la guerra de Afganistán

Después de las misiones, en la barraca 25 se da una curiosa cacofonía: el rugido de los morteros, que estremece el techo y las paredes, que sacude la noche, se mezcla con el sonido los disparos que sale de la televisión. La guerra exterior, tangible, real, se encuentra con la que simula la Play Station a través del juego Call of Duty.

No importa que hayan pasado buena parte del día pegando tiros de verdad, cuando vuelven a la barraca, los jóvenes que integran el tercer pelotón de la compañía cogen los comandos y se ponen a jugar.

Cuatro de ellos tienen 18 años. El resto: 19, 20 y 21. Un promedio de edad sumamente bajo, que se hace evidente en el desorden que impera en la barraca, donde se confunden los IPOD y los ejemplares de Harry Potter con los cargadores de balas, los cuchillos y las granadas. Todo esto imbuido en un insoslayable olor a hormonas, a zapatillas sudadas, a adolescencia.

Adolescencia que se descubre en las típicas gracias que tienen lugar a todas horas, inclusive durante las misiones en los blindados a través de los intercomunicadores: “Joder, ¡qué olor!”, exclama Cox tapándose la nariz. “¿Has sido tú Hernández?”. Y todos ríen, hasta el teniente Ward, que avanza junto al conductor, en la parte del vehículo llamada TC en la jerga castrense.

El más pequeño del pelotón es Stevens. Tiene 18 años cortos. Apenas terminó el entrenamiento fue enviado a Afganistán. Dice que entró al Ejército con el fin de conseguir después una beca para poder ir a la universidad– becas que, tras cuatro años en las fuerzas armadas, cubren hasta 32 mil dólares de gastos de estudios -, pero que la experiencia le ha gustado y quizás haga carrera como militar.

La función de Stevens es conducir un humvee. De todas las armas que usan, y que cubren el suelo de la habitación, elige como favorita al M4. Explica que el suyo trae incorporado un lanzagranadas M203 de 40mm y un sistema de mira laser AN/PAQ-4.

Cuando termina de posar para la foto, sus compañeros lo llaman. Hernández ha perdido, así que le toca ahora jugar a él. En el menú de inicio de Call of Duty selecciona sus armas. También tiene sus preferidas para la guerra virtual.

Empotrado en Afganistán: luchar por las mentes y los corazones

Operación destinada a ganarse “los corazones y las mentes de los afganos”. Al tercer pelotón de la base le toca esta semana la labor de patrullar la zona. Sus integrantes, en su mayoría jóvenes que no superan los 24 años, se preparan. Cargan las armas en los humvees, coordinan las frecuencias de las radios. El sargento da las instrucciones. Comenta que hay amenaza de atentado suicida.

Seis vehículos blindados se detienen frente a un pueblo próximo a la base. Desde allí los soldados caminan. Es un pueblo colorido, con su gran bazar, su mercado de camellos, y al mismo tiempo miserable, ausente de luz, de agua corriente, como buena parte de Afganistán, anclado en la Edad Media.

La patrulla se dirige a la escuela local, que recibe ayuda económica de EEUU. Uno de los jóvenes militares se entrevista con el director. Habla del número de alumnos, de los turnos.

Aprovecho, salgo y converso con los estudiantes. “Con los talibán hay que negociar. Son nuestros hermanos musulmanes, no podemos pelear con ellos”, afirma uno de ellos.

Uno de los soldados que está escuchando, se acerca e interviene: “¿Te van a hacer escuelas, carreteras, los talibán?”, le pregunta. El joven estudiante, de 20 años, insiste en que hay que negociar con los integristas, la misma línea que defiende el presidente Karzai.

Continúa la operación, que no sin cierto nerviosismo se dirige al mercado de camellos, abarrotado de animales y vendedores a primera hora de la mañana, con el magnífico marco de las montañas como telón de fondo.

Converso con uno de los soldados. Tiene 22 años, entró al Ejército cuando tenía 18 porque ese siempre había sido su sueño. “Debía terminar en unos meses pero me han ordenado que me quede un año más”, explica.

Sirvió en Ramadi, Irak, cuando aún no era mayor de edad. “Podía ir a la guerra, pero en mi país no me podía tomar una cerveza«. Cuando finalmente lo den de baja espera poder acudir a la universidad para estudiar informática. En unas semanas lo ascienden a sargento. «Es un poco más de dinero, no mucho, 300 dólares».

Se suponía que la misión, de dos horas, terminaba en el bazar, donde los soldados harían compras como una forma de integrarse con la comunidad local. Tarjetas de teléfono, souvenirs, frutas. Sin embargo, recibimos un pedido de QRF (Quick Reaction Force) y volvemos a los blindados y nos marchamos a toda prisa. Son las ocho de la mañana.

Empotrado con las tropas de EEUU en Afganistán

Me encontraba esta mañana en la Cruz Roja terminando un reportaje sobre víctimas de minas antipersona, cuando recibí una llamada de un oficial de prensa de las Fuerzas Armadas de EEUU en Afganistán. “Tengo buenas noticias, su solicitud ha sido aprobada, tiene que estar en la base de Bagram a las tres de la tarde”, escuché que me decía al otro lado de la línea.

Rápidamente volví al hotel, hice la maleta, pagué la cuenta y partí hacia la base de Bagram. La aprobación que recibí es para estar empotrado con una unidad entre cinco y diez días.

En la ruta que conduce de Kabul a Bagram: sol, viento, polvo, puestos de control de la ISAF, de la policía afgana. En algunas secciones: topadoras, camiones, que están construyendo una vía paralela, sólo para las fuerzas extranjeras, ya que se trata de un camino en el que se han producido numerosos atentados.

A lo lejos, las imponentes montañas que hablan de un Afganistán tan indómito como los nómadas kuchi, de la etnia pastún, que caminan por la estepa junto a sus animales, y que son las principales víctimas de las minas antipersona (la mayoría de lo que estaban esta mañana en la Cruz Roja eran kuchi).

A las dos horas de haber partido, finalmente Bagram, protegida por numerosas puertas, barreras, bloques de cemento y puestos de control. Aviones F16 que aterrizan, convoyes de humvees y vehículos blindados que pasan a toda velocidad. Y Amral, el conductor, y yo, que esperamos fuera a que nos venga a buscar el oficial de prensa. A nuestras espaldas, decenas de camiones que hacen cola para entrar con mercaderías.

Bagram, que tienen 13 mil soldados, parece una ciudad, con sus autobuses, sus tiendas y sus restaurantes: Burger King, Pizza Hut. Una ciudad militarizada en medio del desierto.

Otra perspectiva

Viaje a la guerra nació hace ya dos años con el objetivo de dar voz a las víctimas de los conflictos armados, porque creo que su realidad es la que mejor representa lo que significa el sinsentido de la violencia. Pero también porque en la prensa lo que suele primar son las declaraciones oficiales de los políticos, así como la visión de los militares, y lo que se encuentra en menor proporción es la visión de las mujeres, de los ancianos, de los niños, cuyas vidas se lleva por delante el poder.

En esta ocasión decidí que sería interesante también girar la lente y conocer a los soldados que están aquí (y que durante los dos últimos meses han sufrido más bajas que en Irak). Desde que he llegado a la base no he hecho más que hablar con ellos, especialmente en el espacio destinado para fumar, donde todo el mundo se ha mostrado amable y conversador.

Y espero que a partir de mañana, cuando salga al alba hacia la unidad con al que estaré “empotrado”, esta relación se haga más cercana, para conocer cómo ven la realidad, por qué están aquí, de dónde vienen, qué están haciendo, qué opinan del negativo progreso de esta guerra asimética.

Ahora vuelvo a la barraca donde estoy alojado, que se llama “Hotel California”. No sé si podré escribir este blog a lo largo de los próximos días. Haré todo lo posible, aunque me comentan que quizás ni siquiera tenga corriente eléctrica el lugar al que voy.

Creo que esta es una buena oportunidad para daros las gracias a todos, a los que estáis desde el principio y a los que os habéis sumado a lo largo del tiempo, por la compañía, la amistad y la complicidad. Por tantos mensajes, por tantas muestras de afecto. Es vuestra presencia la que sentido a esta iniciativa, a la que espero agregar, apenas sea posible, esta otra perspectiva, la de los soldados.

Quemarse para huir de la opresión en Afganistán (2)

Según un informe recientemente publicado por la organización Womankind, Afganistán es el “país del mundo más peligroso para las mujeres”. El 80% padece violencia doméstica. Aunque la legislación lo prohíbe, el 60% de los matrimonios son obligados y casi el 57% de las niñas se casa antes de cumplir los 16 años.

Una de las tantas leyes que se aprobaron tras la caída de los talibán, como el voto para las mujeres y la cuota en el espacio político del 25%, que ha tenido escasos resultados debido a la falta de voluntad de los gobernantes, la corrupción, el apego a las tradiciones machistas y la presión de los grupos radicales.

En sus comienzos, se esperaba que el Ministerio de Asuntos de la Mujer velase por estas cuestiones. Algunas de sus primeras integrantes fueron valientes luchadoras que en la época del mulá Omar se habían jugado la vida dando clases a escondidas, trabajando como médicos.

Sin embargo, las amenazas de muerte – que en el caso de Safia Hama Jan, directora provincial del Ministerio en Kandahar, se hicieron realidad en 2006 – y la falta de recursos, apenas el 0,1% del presupuesto nacional, han dificultado su accionar.

En los círculos políticos de Kabul se comenta que el presidente Hamid Karzai estaría planeando cerrar definitivamente el Ministerio, como un guiño a los talibán, con los que espera alcanzar un acuerdo de paz.

Información no desmentida por la Vice Ministra de Asuntos de la Mujer en una entrevista concedida a este periódico. “Es importante que el Ministerio siga adelante. Las niñas que se queman son una muestra de que en ningún del mundo la mujer está tan mal como en Afganistán”.

A pesar de todo

Gloria Company también sufre presiones de toda clase, si bien no logran desalentarla. Con pasión y entrega coordina al grupo de profesionales afganos que ayudan a las niñas y mujeres desde que llegan al hospital de quemados de Herat, y luego las siguen en una segunda etapa, desde la sede local del Ministerio de Asuntos de la Mujer, dándoles clases, talleres y asistencia psicológica.

“Queremos que sepan que nos encontramos a su lado para lo que necesiten, que no están solas, que las vamos a ayudar”, afirma Gloria Company, que también se preocupa por prevenir posibles casos de auto inmolación, como el de Zegnab, que está casada con un hombre que de 77 años.

Hombre con el que ha tenido un hijo y del que ahora se quiere separar. El problema es que a cambio de casarse con ella, él dio una casa a su familia. Si ahora se divorica, sus padres y hermanos se quedarán en la calle.

Una situación desesperada, como la de todas las jóvenes que saben que sus familias han recibido enormes cantidades de dinero, que a veces alcanzan los diez mil euros, por sus matrimonios. Una prisión en vida de la que Gloria teme que Zegnab desee huir a través de flagelarse, de prenderse fuego.

Fotos: Hernán Zin

Quemarse para huir de la opresión en Afganistán (1)

“Mi padre volvió borracho una noche. Me dijo que me había perdido jugando a las cartas y que me debía casar con un hombre mayor”, explica Shahnaz, que se levanta tímidamente el pantalón del salwar kameez para mostrar las cicatrices que desfiguran su pierna. “Yo tenía nueve años”.

Al igual que cientos de niñas y jóvenes en Afganistán, Shahnaz no pudo soportar el brutal destino que le había tocado y se prendió fuego. Niñas que son vendidas por sus padres a hombre que les sacan cuarenta, cincuenta años de edad. Jóvenes que viven encerradas en la cocina, bajo el burka, hostigadas por sus familias políticas, maltratadas, golpeadas.

“No tenía vida. No hacía más que trabajar cuidando a mis hermanos, limpiando la casa, cocinando. Para peor, mi padre se enfadaba cuando yo prendía la televisión”, afirma Razie, en el salón de una humilde vivienda de adobe en la que se mezclan el olor a comida y orines. Las cicatrices le cubren el pecho y parte de la cara. Lastiman de solo verlas. Sin embargo, ella mira a la cámara con entereza y dignidad.

Una catalana en Herat

Aunque Gloria Company conoce bien la historia de estas adolescentes, no puede evitar emocionarse al escucharlas. Se disculpa, recupera la compostura y sostiene: “Estaban tan desesperadas que no calcularon las consecuencias de lo que iban a hacer, de la locura que iban a cometer”.

Madre de tres hijos, esta catalana formada como enfermera, y curtida en numerosas profesiones y vocaciones, lleva desde 2002 comprometida en la lucha por los derechos de la mujer afgana.

Al frente de la ONG Asociació de Cooperació per Afganistán (ACAF), brinda apoyo a jóvenes auto inmoladas en el instante mismo en que llegan al hospital de la ciudad de Herat, próxima a Irán, donde más de 600 mujeres se quemaron sólo en 2006.

“No tienen edificios altos desde los que saltar, ni barbitúricos, ni saben cómo coger un arma. Además, siempre están acompañadas. La gasolina que usan para cocinar es lo que tienen más a mano”, señala Gloria.

La quema de mujeres es una práctica que también tiene lugar en India y Bangladesh, donde la presa le ha dado el nombre de sari burning. Allí los maridos les echan combustible y las desfiguran cuando las familias fallan a la hora de pagar la dote. Emplean el fuego por una cuestión cultural, ya que tradicionalmente, la viuda en la india se tiraba en la pira funeraria cuando moría su marido en lo que se conocía como sati.

Algunos expertos señalan que la autoinmolación en Afganistán llegó por el ejemplo de las mujeres de otro país donde vive en un estado de constante opresión: Irán. Y fue justamente Herat, por vecindad geográfica, la puerta de acceso.

Continúa…

Los niños esclavos de Afganistán

Hay momentos de esta profesión en los que a menos a mí me resulta imposible no emocionarme, no cabrearme, no sentir que vivimos en un mundo de mierda. Momentos en los que ni siquiera la lente de la cámara sirve de filtro, de amortiguador, ante el dolor ajeno.

A lo largo de esta primera semana en Afganistán he tenido que tragar saliva en varias ocasiones, lo que es en buena medida un reflejo del estado de penuria social en el que se encuentra el país del Hindu Kush tras treinta años de guerra.

El pasado domingo frente a las jóvenes quemadas en Herat, cuyo testimonio publicaré mañana en la edición impresa del periódico. Ayer, en una fábrica de ladrillos en la que descubrimos a decenas de niños harapientos, cubiertos de polvo, que trabajan como esclavos.

Y hoy mismo, a primera hora, en un centro de rehabilitación de la Cruz Roja para víctimas de minas antipersona, al entrar a la sala en la que los pequeños, con sus miembros amputados y sus prótesis, se ejercitan para tratar de salir adelante.

Los pequeños hacedores de ladrillos

Ayer abandonamos Kabul y viajamos una hora en dirección norte hasta que dimos con la fábrica de ladrillos que habíamos salido a buscar. Una vez allí entrevistamos a los niños, que trabajan de ocho de la mañana a siete de la tarde.

En el instante en que llegamos, el sol resultaba implacable, enceguecedor, y los pequeños, cuyas edades van desde los cinco hasta los 15 años, se desempeñaban de forma infatigable a pesar del calor y el polvo.

Por cuestiones de seguridad decidimos que no debíamos permanecer en la zona más de 20 minutos, que es el procedimiento habitual en estos casos. No demorarse ni mostrarse demasiado. Esperamos volver la semana que viene para terminar el reportaje.

El oscuro futuro de Afganistán

Sexto día en Afganistán. Abandono la provincia de Herat, donde ayer un coche bomba ha matado a cinco civiles, y regreso a Kabul con una doble sensación de pesadumbre.

En primer lugar porque en cada entrevista que he realizado, en cada conversación que he mantenido, no he encontrado más que desazón ante el futuro de este país que ya algunos dan por perdido al extremismo.

La estrategia de una presencia militar reducida de la OTAN no ha dado resultado: el avance de los talibán parece irrefrenable. Un avance que pone en juego los escasos logros políticos y sociales que se han conseguido en estos últimos años.

De hecho, el gobierno de Karzai estaría dispuesto a volver sobre sus pasos, cerrando, por ejemplo, el Ministerio de la Mujer, como un guiño a los talibán, como un intento de contentarlos para avanzar en las negociaciones.

La segunda causa de esta pesadumbre responde justamente a la situación de la mujer. Los testimonios de jóvenes como Razie, que se prendió fuego deliberadamente a los 17 años de edad, deberían generar una profunda reflexión.

¿Qué clase de situación es la que empuja a cientos de niñas y mujeres a querer desfigurarse, martirizarse? ¿De qué siniestra y brutal realidad intentan huir?

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Los testimonios de Razie y otras jóvenes formarán parte de un reportaje que el viernes aparecerá en la versión impresa de 20 Minutos. Espero mañana publicar aquí la entrevista que mantuve con la Vice Ministra de la Mujer.

Huir de los muertos vivientes de Kabul

Pocos lugares más lóbregos y dantescos he conocido en mi vida que el antiguo Museo Soviético de Kabul. Destruido durante la guerra civil, en la penumbra de sus antiguas salas de exposiciones cientos de jóvenes y adultos se acuclillan junto a las paredes manchadas de humo para inyectarse o para fumar opio, al tiempo en que otros yacen en el suelo, ovillados, recostados sobre la mierda que todo lo anega.

“No viven más que para drogarse”, me explica Salem, el traductor. “Roban, mendigan, venden todo lo que tienen. Y no comen. Muchos se mueren aquí mismo”.

Doble problema

En Afganistán hay 920 mil adictos al opio. Un problema de Estado si consideramos que la población del país alcanza los 26 millones de personas.

Y una cuestión también de vital importancia a nivel nacional debido a que la producción de la adormidera es una de las principales financiadoras de la violencia que asola al país (junto al dinero que llega desde diversos lugares del mundo, y en especial Pakistán, con el fin de armar y dar poder económico a la yihad. Recordemos que los talián llegaron al poder en 1996 sobre todo comprando la voluntad de los líderes locales, algo que parece que están volviendo a hacer).

La provincia donde más opio se produce es Helmand, bastión del movimiento de los talib, y el lugar donde las tropas extranjeras están teniendo un mayor número de bajas.

Según Naciones Unidas, el 100% de los cultivadores de la región declararon haber pagado impuestos a los grupos armados, cifra que alcanza el 72% en la parte oriental del país.

Aunque las fuerzas internacionales han tomado medidas para luchar contra la producción de droga, que van desde la persecución penal hasta el incentivo de cultivos alternativos, lo cierto es que el volumen del negocio no hace más que aumentar.

Creció en un 25% en el año 2006. Se superó en 2007. Y promete romper las marcas establecidas en 2008, haciendo que la superficie de territorio dedicada al opio sea mayor a la que en América Latina se emplea para el cultivo de la coca.

Los estadounidenses, tan dados a las medidas extremas, están presionando para que se les permita destruir los cultivos a través de la fumigación. Política que fracasó en Colombia. Y que es de esperar que en Afganitán tampoco tenga éxito, pues si los agricultores se decantan por la adormidera es porque les permite obtener diez veces más ganancias que con cualquier otro cultivo.

Los muertos vivientes

Recorro el antiguo Museo Soviético con la cámara. Filmo a los adictos que fuman, que se inyectan. Figuras lánguidas, algunas harapientas, sucias, en la penumbra, en los jardines, que se mueven vacilantes, escindidas de la realidad, que me dirigen palabras inconexas sobre su vida, sobre su día a día, que Samel traduce tratando de darles coherencia.

Cuando ya no estamos por ir, un grupo de adictos sale de entre las ruinas del edificio principal. Esqueléticos, parecen los protagonistas de una película de muertos vivientes. Poco a poco nos van rodeando.

Preocupado por los equipos, Salem me dice que vuelva al coche, que él se hace cargo de la situación. Apenas doy unos pasos, un hazara de más de dos metros de altura, pelirrojo y delgado como un palo, me detiene. “Paisa, paisa”, exige. Quiere dinero.

Me muevo para un lado, para otro, lo eludo, y a medida que me alejo veo por el rabillo del ojo que enfurecido se toma de la rama de un árbol, que intenta arrancarla.

Una vez en el coche, meto la cámara y los micrófonos en el maletero y descubro que la entrada del recinto se ha convertido en una suerte de campo de batalla.

Los adictos, que parecen haber resucitado y que muestran un estado atlético envidiable, corren infatigables. Un grupo se pelea, a golpe limpio, no sé bien por qué. Y el otro persigue a Salem.

Salem les gana la carrera, se mete en el coche y partimos a toda velocidad. El hazara alto y pelirrojo nos sigue por la carretera con una gran piedra en la mano.

Diario de un adicto al opio en Kabul

Salem se pone de pie en las ruinas del antiguo museo soviético de Kabul. Avanza lentamente en la penumbra. Camina entre los restos de basura, excrementos y orines. Sortea los cuerpos de los hombres que yacen en el suelo. Elude uno a uno a los jóvenes y adultos que se inyectan a la luz de los mecheros, que aspiran el vapor acre que emana del papel de plata. Sale al exterior del edificio con un solo objetivo en mente: conseguir los 300 afganis (4 euros) que se gasta al día en opio.

Afganistán, la cuarta nación más pobre del planeta, y una de las más violentas e inestables, debe enfrentar una larga lista de problemas: desde el poder y la impunidad de los señores de la guerra, que ahoga cualquier posibilidad de verdadera democracia, pasando por la corrupción, la delincuencia y la lucha armada talibán, hasta la producción masiva de opio.

Con respecto al opio, del que Afganistán es responsable del 93% de la producción mundial, no son pocos los que consideran que el país está en vías de convertirse en un narco estado en toda regla, de características similares a Colombia.

Pero el problema del opio no sólo responde al cultivo y exportación, que brinda ingentes cantidades de dinero a los grupos armados y que extiende la corrupción a todos los niveles de la sociedad, además ha generado multitudes de adictos.

Un estudio de 2005 asegura que en el país hay 920 mil consumidores regulares, sobre una población total de 26 millones de personas.

Ausencia de horizontes

En las zonas rurales el consumo de la adormidera tiene una íntima relación con la falta de recursos. Es empleada como bálsamo contra la falta de medicinas o alimentos.

Y la adicción pasa de las madres a los hijos, ya que hay niños que a los que se les suministra opio para mitigar la necesidad que se les generó cuando aún estaban en el útero. Una forma de mantenerlos tranquilos, sosegados, mientras sus padres trabajan.

En Kabul, la ingesta de opiáceos responde a la falta de oportunidades de progreso. El regreso forzado de cientos de miles de refugiados que se encontraban en Irán y Pakistán disparó el número de habitantes de la ciudad, que se estima que ya ha alcanzo los cinco millones.

Refugiados que se encuentran desubicados, fuera de sitio, en esta urbe armada, polvorienta y caótica en la que el desempleo alcanza al 40% de la población.

Continúa…