Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Un cementerio para los robots de la guerra

Cuenta el Wahington Post que entre los soldados estadounidenses y los robots que emplean en Afganistán e Irak ha surgido una estrecha relación. Algunos les ponen nombres, les dan rangos militares, los condecoran. Una forma de apreciar que sean muchas veces estos artilugios los que se la avanzan al frente del pelotón en un campo minado o al entrar a una casa.

Eso sí, viendo la facilidad con que se los cargan a la hora de desactivar explosivos, el próximo paso quizás sea dedicarles un cementerio, o un memorial con sus nombres, no digo en los jardines de Washington pero al menos en el ciberespacio. Como en este caso, en el que soldado comenta acongojado: «oh, mierda… pobre robot».

Bajas aparte, el uso de estos dispositivos – que pueden ser autónomos, semiautónomos o manejados a control remoto-, no es reciente en los conflictos armados.

Como antecedente podríamos recordar al Goliath, aquel vehículo de demolición no tripulado, que lleva hasta cien kilos de explosivo y que la Wehrmacht empleaba por control remoto para destruir tanques, puentes y edificios durante la segunda guerra mundial.

Los pequeños de la familia

Aunque ayer veíamos al BigDog, una suerte de mula destinada a la carga, lo cierto es que la mayoría de los dispositivos que se usan hoy en la guerra son de pequeñas dimensiones, con una fisonomía que se asemeja a la de los tanques. Su principal función consiste en desactivar explosivos.

En esta categoría destaca el TALON, que pesa 28 kilogramos, aunque hay versiones más livianas, y que cuenta con un brazo mecánico y dispositivos para la transmisión de sonido e imagen. Se empleó ya en Bosnia, en las ruinas de las Torres Gemelas. Otros artilugios similares son el MATILDA, de la empresa Mesa Robotics, con base en Alabama, o el MARCbot, de la empresa Exponent Inc.

Pero la estrella sin dudas es la familia PackBot, que cuenta con más de dos mil unidades en Irak y Afganistán, y otras tantas en camino. Su creadora es la empresa iRobot, que fuera del ámbito militar también desarrolla robots caseros, de escaso éxito hasta el momento, como la Roomba 532, que es una suerte de aspiradora inteligente.

“La entrega de dos mil PackBot y su demanda sostenida confirman la necesidad de vehículos no tripulados terrestres para que asistan a nuestras tropas en el terreno» afirma Joe Dyer, presidente de iRobot Government and Industrial Robots. “El PackBot permite al personal neutralizar bombas, coches bombas y otra clase de explosivos, ayudando a salvar la vida de los soldados».

El PackBot surge de un plan de investigación lanzado en 1998 por la Agencia de Investigación de Proyectos Avanzados de Defensa(DARPA), que buscaba la creación de una nueva generación de estos ingenios para acompañar a los soldados. En 2007 iRobot firmó con el Departamento de Defensa un contrato por 286 millones de dólares.

Se empezó a usar en Afganistán para inspeccionar cuevas, bunkers y edificios, y para cruzar campos minados en el año 2002. En 2003 desembarcaron en Irak, con el fin de revisar vehículos y desactivar explosivos. iRobot también a vendido numerosos modelos a Gran Bretaña y Alemania.

Más liviano, más rápido

El PackBot es más liviano que el TALON, por lo que un soldado lo puede llevar a sus espaldas. De hecho, está diseñado para entrar en la mochila standart de un efectivo del Ejército de EEUU, conocida como MOLLE, y que se comenzó a emplear en 2001. Se tarda apenas unos minutos en ponerlo en funcionamiento.

Cuesta entre 40 y 200 mil dólares, dependiendo del modelo, como lo deja bien en claro este soldado, que comenta de forma casi premonitoria: «Quiero ver si nos los cargamos ahora, la carretera se llenaría de trocitos. Cuarenta mil dólares tirados a la basura».

Resulta un 30% más rápido que sus competidores, alcanzando los 14 k/h. Cuenta con dos palas que permiten a superar diversos obstáculos. Se puede sumergir en agua. Cuenta con GPS, compás electrónico y sensores de temperatura. Se maneja a través de un PC portátil.

El modelo Packbot 510 es el más popular de la línea. Tiene controles por joysticks, por lo que su uso resulta sumamente sencillo. En 2006, iRobot lanzó el programa Sentinel que permite a un solo operador dirigir a un escuadrón de robots semiautónomos.

La puesta en el terreno de modelos como el TALON, pero armados con ametralladoras M249, da para un largo debate que quizás podamos abordar en otra ocasión.

EEUU, Rusia, Irán y los problemas para abastecer a las tropas extranjeras en Afganistán

Cuando estuvimos el año pasado en el Valle de Tagab, fuimos testigos de lo difícil que resulta para los EEUU mantener aprovisionadas a sus tropas. No sólo por la desafiante geografía de Afganistán, sino también por el clima, extremo en invierno y verano, y por la ausencia de infraestructuras.

Un esfuerzo que deberá ser aún mayor, ya que esta semana Barack Obama ordenó el envío de 17 mil nuevos soldados para luchar contra los talibanes. En total, el contingente de EEUU asciende a más de 55 mil efectivos a los que se debe dar alojamiento, alimentación y armamento.

La decisión tomada el pasado viernes por Kurmanbek Bakiyev, presidente de Kirguizistán, de cerrar la base estadounidense de Manas significa un duro revés para esta línea de aprovisionamiento, ya que es el principal medio que emplean la tropas europeas y estadounidenses para llegar a Afganistán.

La presión de Rusia, que acaba de dar dos mil millones de dólares en ayuda a la maltrecha economía kirguiza, parece estar detrás de la medida adoptada por el ejecutivo de Biskek. No por nada el presidente Bakiyev hizo el anuncio del cierre de la base de EEUU desde el mismo Moscú.

El gran juego

En este sentido, parece como si volviésemos a los tiempos del Gran Juego, aquella disputa diplomática y militar entre Rusia y Gran Bretaña para dominar Asia Central. “Me confieso que los países son piezas en un tablero de ajedrez en el que se está jugando una partida para la dominación del mundo”, afirmó Lord Curzon, virrey de la India, en 1898.

En esta reedición del Gran Juego, la victoria parecería estar del lado ruso. La base de Manas, que contaba con mil efectivos estadounidenses, y por la que Washington pagaba un alquiler de 63 millones de dólares anuales, era el último enclave de EEUU en la región, tras el cierre en 2005 de la base de Karshi-Khanabad en Uzbekistán.

Inseguridad en la ruta pakistaní

El 70% de las provisiones que reciben los soldados de EEUU llegan a través de Pakistán, así como el 40% del combustible que usa la OTAN. Arriban al puerto de Karachi, viajan a través de 1.600 kilómetros hasta el paso de Khyber y luego Kabul.

Una ruta cada día más insegura, como lo demuestra el hecho de que los talibanes volaran uno de los puentes del trayecto el pasado 3 de febrero, según informara Geo TV (cadena paquistaní que acaba de perder a Musa Khankhel, uno de sus reporteros en el valle de Swat). Desde septiembre, esta vía de comunicación fue interrumpida en seis ocasiones.

A todo esto hay que sumar la importante amenaza que deviene del robo de equipamiento militar de los camiones privados que transportan las mercaderías, según denuncia Shahan Mufti en Global Post. En un mercado de la ciudad de Peshawar consiguió comprar un ordenador del ejército de EEUU con información sobre soldados y operaciones (algo similar a lo que sucedió en 2006 en las inmediaciones de la base de Bagram).

¿Opciones?

Dejando a un lado la propuesta de Xe (la empresa antes conocida como Blackwater), de brindar un servicio de aviones ligeros que lancen las provisiones a las tropas, las opciones para garantizar una vía de acceso fiable a Afganistán no parecen ser muchas, según reflexiona Patrick J. Buchanan en Antiwar.

1. Se podría volver a Uzbekistán y negociar con el presidente Islam Karimov, sátrapa acusado de violar sistemáticamente los derechos humanos.

2. Al igual que sucedió ya en el pasado, cuando británicos y rusos acordaron terminar con el Gran Juego en 1907, Washington podría dirigirse directamente a Moscú. Dejar de barajar la idea del acceso de Georgia y Ucrania a la OTAN, y renunciar al escudo antimisiles en Polonia, a cambio del acceso a Asia Central.

3. Aunque hoy parezca una meta complicada de alcanzar, lo cierto es que la ruta más directa sería a través de los puertos de Irán. Son tres décadas de enfrentamiento con Washington que parecen ya no tener sentido. Después de todo, Teherán fue el primer enemigo de los talibanes cuando estos negociaban con Bill Clinton los permisos para el oleoducto de UNOCAL (del mismo modo en que mantuvo ocho años de guerra contra Sadam Hussein al tiempo en que éste sostenía estrechos vínculos con la administración Reagan).

Eso sí, un hipotético acercamiento a Irán contaría con la vehemente oposición de Israel, crónica piedra en el zapato de cualquier atisbo de paz y estabilidad en Oriente Próximo.

Hasta ahora, Obama no ha hecho nada demasiado distinto a lo que hizo George Bush. La necesidad de mantener pertrechadas a sus tropas en Afganistán tal vez le brinde la oportunidad de mejorar algunas de las relaciones en la región.

En taxi a la guerra (una oportunidad ante la crisis)

Los primeros instantes en un país que no se conoce suelen ser de los más estimulantes. Ávido por comprender, por conocer, el visitante absorbe cada detalle del nuevo destino. Hasta el gesto más insignificante subyuga su interés. Después, la mirada se cansa y la capacidad para asimilar información va mermando. Sólo en momentos puntuales vuelve a recuperar esa lucidez, esa hipersensibilidad cognitiva.

Recuerdo con precisión el desembarco en cada uno de los destinos que fatigamos en Viaje a la guerra. El recorrido desde el paso de Erez hasta la ciudad de Gaza, con el estruendo de las bombas israelíes de fondo, el polvo, el calor, la miseria y las montañas de basura.

La autopista del aeropuerto de Beirut, después de la guerra, con los puentes incompletos, tumbados, y los grandes afiches de Hezbolá proclamando su victoria divina. Otro tanto de Sudán, Uganda, Etiopía o las favelas de Río de Janeiro (con el intrépido Cícero al volante).

De este año: el trayecto desde el aeropuerto Jomo Keniatta hasta el hotel 680 de Nairobi cuando el país seguía hundido en la violencia tribal. O el arribo a Kabul, ciudad de muros, soldados en cada esquina, mercenarios en todoterrenos con los cristales tintados y la amenaza latente de atentados suicidas.

O la entrada al Congo, con sus carreteras plagadas de baches y sus policías corruptos en las rotondas, vestidos de amarillo como canarios y pidiendo sobornos a cuantos conductores caían en sus manos.

La narración del conductor

En cada uno de estos desplazamientos iniciáticos siempre ha habido un compañero insoslayable: el taxista de turno, al que le caen las primeras preguntas: ¿cómo está la seguridad? ¿Cómo va el país? Y que éste, que en rara ocasión deja de chapucear algunas palabras de inglés o francés, intenta explicar al viajero. Nunca falla: al llegar al hotel saca su tarjeta y ofrece servicios de día completo, para lo que haga falta.

A la vuelta sucede lo mismo. Ese taxista que me recoge en Barajas y que me lleva de regreso a casa – ese taxista de mil rostros, más o menos locuaz, pero que casi siempre escucha la Cope – es el que da la temperatura de la situación.

Recuerdo que a partir de mayo sus descripciones empenzaron a hacerse más lóbregas. Fueron los primeros en hablar del descenso de pasajeros, de la merma en la capacidad de gasto, de incorporar a su vocabulario esa palabra que hoy parece ser la única que nos ha quedado en el diccionario de nuestro diálogo colectivo: crisis.

Esas miradas de desazón que encontraba en los ojos que veía a través de tantos espejos retrovisores en el extranjero comenzaron a hacerse también habituales en esta parte del mundo. Tanto es así que en los últimos regresos preferí no preguntar, no enfrentarme ya de entrada con esa nube de malestar compartido que pende sobre nuestras cabezas, que empalidece nuestro ánimo, con sus cifras de despidos, de caída en el consumo, de falta de confianza.

Tierra de oportunidades

La crisis está siendo especialmente dura para los que se han encontrado sin esperarlo en el paro, con sus sueños y proyectos varados, truncados.

Pero la crisis es también una tierra de oportunidades, no sólo para los que tienen liquidez y aprovecharán, como suelen hacer en estos momentos de contracción económica, para comprar acciones y propiedades a precio de ganga, para cancelar sus deudas, en definitiva: para invertir a sabiendas de que vendrán tiempos mejores y de que se harán aún más ricos.

La crisis es una oportunidad para todos. También para los trabajadores de pie, que somos los que nos llevaremos la peor parte de esta historia. Resulta innegable que hemos vivido en España años de excesos, de creer que estábamos ungidos por una suerte de derecho divino a una prosperidad desmedida. Nuevos coches, nuevas casa, compras compulsivas, deudas poco meditadas en sus dimensiones y consecuencias.

Para bien o mal, hoy estamos más en sintonía con los problemas del mundo. Esa nube de malestar, de pesimismo, que nos sobrevuela, es el día a día de miles de millones de personas en África, en América Latina, en Asia. La losa de la duda, del miedo, de la desazón, con la que viven desde que nacen.

Los caminos se bifurcan. Podemos mirar hacia otra parte, centrarnos en nuestros propios problemas. O podemos levantar la vista, sentirnos partes de un destino común con el resto del mundo, y comenzar a construir las cosas de otra manera: de forma más sensata, justa con las necesidades ajenas, respetuosa con el medio ambiente. Creo que sería un buen deseo en estos días de encuentro familiar, alto en el camino y reflexión…

Los niños que juegan en la guerra

Nunca me ha deja de asombrar la capacidad que tienen los niños para jugar a pesar de encontrarse en situaciones terriblemente adversas. En campos de refugiados, en ciudades y pueblos devastados por la guerra, en miserables barrios de chabolas, los ves que corren detrás de unos alambres que simulan un coche, que dan puntapiés a un balón hecho con trapos o que acarician una muñeca harapienta.

Recuerdo como si fuera hoy al grupo de niños palestinos, pícaros hasta la médula, que tras la retirada de las fuerzas israelíes de Gaza se pusieron a jugar entre los escombros de las bombas y los edificios derruidos.

Una capacidad para jugar que no quiere decir que sean inmunes a la brutal realidad que los rodea. Al contrario, son sus principales víctimas. Ya hemos visto en este blog los terribles padecimientos que la ocupación israelí provoca a los niños palestinos. O el altísimo porcentaje de estrés post traumático que sufren los menores iraquíes.

A nivel mundial, veintiséis mil menores de cinco años fallecen cada día por enfermedades que se evitarían con medidas sencillas y asequibles. Dos millones han perdido la vida a lo largo de la última década como consecuencia de conflictos armados. Y al menos seis millones han quedado incapacitados a perpetuidad.

Mañana se presenta en el Círculo de Bellas Artes de Madrid la sexta edición de una campaña destinada a sensibilizar sobre los problemas de la infancia en la que participan diversas entidades.

Así como en otras ocasiones estuvo dedicada a dar voz a los niños que malviven en las calles de las ciudades, los que trabajan o los que padecen las consecuencias de la guerra, en esta oportunidad intenta reflejar la realidad de estos pequeños a través de sus juegos.

Como Ahmed, que se entretiene haciendo volar una bolsa de plástico, ya que no tiene dinero para una cometa, en lo alto de Kabul, ciudad en la que más de cuatro mil niños se ven obligados a trabajar según UNICEF.

O como Selemani, que en medio de ese conflicto del Congo que acaba de precipitarse otra vez en el abismo de la violencia, en la región perdida de Chanbuda, bastión de los hutus del FDRL, corre con su coche entre los integrantes paquistaníes de la MONUC.

No hago lecturas de este comportamiento. ¿Una muestra de lo mejor de la condición humana? ¿Del empeño en no claudicar, en no rendirse, a pesar de la barbarie? Sólo sé que es algo que siempre me asombra.

Actrices porno y póquer contra los talibanes en Afganistán

Apache, libro recientemente publicado por el piloto Ed Macy, permite realizar una inmersión en el día a día de las misiones británicas en el sur de Afganistán. Tiene como virtud que descubre el trabajo de los militares sin caer en la habitual retórica de gestas heroicas y otras hipérboles.

Es más, no duda en mostrar también las dudas y limitaciones de quienes luchan en la provincia de Helmand. Admite que si no fuera justamente por el apoyo aéreo, el avance de los talibán contra las tropas occidentales resultaría difícil de detener.

Aborda cuestiones tan de actualidad como los bombardeos a civiles. Lo hace desde el punto de vista de un piloto que controla una aeronave cuyo poder letal no fue diseñado para la paupérrima fisonomía afgana de casas de barro y plantaciones de opio, sino para los escenarios de la guerra fría.

También resulta asombrosa la cantidad de detalles técnicos y estratégicos que da, por lo que podría ser un éxito de ventas no sólo en Gran Bretaña sino entre los talibán. Detalles que presentan el curioso – por llamarlo de alguna manera – choque de realidades que aún hoy está teniendo en el país del Hindu Kush.

Actrices porno

Cuando se hicieron cargo de pilotar los Apache británicos en el sur de Afganistán, Ed Macy y sus compañeros decidieron que elegirían sus propio indicativos para las aeronaves, como lo suelen hacer los estadounidenses. Hasta el momento habían empleado los nombres que les asignaba la OTAN gracias a un programa de ordenador.

Bautizaron a sus helicópteros como “ugly”, que quiere decir “feo”. Ugly Five Zero, Ugly Five One, Ugly Five Two. “Definía perfectamente a la máquina”, explica Ed Macy. “El aspecto que tenía y lo que hacía”.

Para amenizar las reuniones diarias con los técnicos encargados del mantenimiento, en las que hablaban sobre horas de vuelo restantes y el estado de los equipamientos, decidieron dejar a un lado los nombres específicos de cada Apache, como XZ193 o XZ179, para darles denominaciones más coloridas, como hacía los pilotos de la RAF durante la Segunda Guerra Mundial.

A los ocho Apache con los que contaban en Camp Bastion, y desde los que ofrecían apoyo a las demás bases británicas en Helmand, los empezaron a llamar igual que a estrellas del porno: Heather Brooke, Tabitha Cash, Lolo Ferrari, Jenna Jameson, Tera Patrick, Taylor Rain y Sylvia Saint.

Los Simpson

Para comunicarse por radio usaban claves basadas en los Simpson. “Bart, Homer, Springifield, pizza”, era la llamada para que los pilotos se reunieran de inmediato en la sala de operaciones. Por lo que sabían, los talibán empleaban el término “mosquito” para referirse a los Apache en sus propias radios.

Despegar cada uno de estos aparatos con nombre de actrices porno, y llamadas a la acción inspiradas en los Simpson, resulta sumamente costosos. La factura por cada hora de vuelo es de 27 mil euros. Y requiere 32 horas de mantenimiento en tierra, lo que hace que el número de técnicos supere ampliamente al de pilotos.

Playstation y Disneyworld

El arranque mismo de la aeronave es lento y complejo. La cabina cuenta con 227 botones e interruptores, con diferente sensibilidad para poder operarlos también durante la noche. La mayoría de ellos tiene doble o triple función, lo que les da 443 diferentes posibilidades de acción. Y las combinaciones posibles de los controles superan los varios millares.

“Llevar a un Apache a la batalla es como jugar a la Xbox, a la Playstation y al ajedrez Grand Master al mismo tiempo, mientras se viaja en la montaña rusa más grande de Disneyworld. Estudios en EEUU hallaron que sólo un pequeño porcentaje de los cerebros humanos pueden hacer todo lo necesario de manera simultánea para operar la aeronave”.

También en la cabina el Apache cuenta con dos pantallas MPD (Multiple Purpose Display). En ellas el piloto puede colocar lo que quiera, desde las imágenes de las cámaras de televisión hasta diagramas o cualquier otro elemento que pidiera en el ordenador de a bordo: información de los motores, de las armas, de los radares.

“Como había tantos sistemas y configuraciones que preparar, el despegue requiere que se aprieten más de mil botones. Se tarda media hora si no hay prisas, y quince minutos a toda velocidad”, señala Ed Macy.

Poker con los talibán

A toda la infraestructura y costes que se necesitan para poner en el aire cada aeronave, hay que sumarle el enorme gasto en armamento. Como comentábamos esta semana, el precio del misil Hellfire II asciende a 48 mil euros.

Cada misil y cada cohete puede resistir una cierta cantidad de vibraciones, después de la cual debe ser enviado de nuevo a Gran Bretaña. Ed Macy recuerda las reprimendas del oficial de armamento, cuando este le reprochaba haber disparado un misil nuevo en lugar de los más antiguos.

Estos costes limitan las misiones que emprenden los ocho Apache estacionados en Camp Bastion, que suelen tener como objetivo brindar apoyo a las cuatro bases británicas en Helmand, muchas veces asediadas por los talibán como “un castillo medieval”.

En este sentido, afirma que no respondían a todas las llamadas de auxilio. “Sois el as en la baraja, nos dijo el brigadier. Es un juego de póquer con estos bastardos. Y un buen jugador de póquer guarda sus ases cuando le es posible”.

El poder destructivo del helicóptero Apache

Ayer hablábamos del diseño y coste del Apache, como una forma de conocer la dimensión de los recursos humanos, materiales y financieros que se dedican a los conflictos armados. Sin embargo, una de las facetas más impresionantes de este helicóptero de combate es su poderío armamentístico, que cuenta con tres elementos principales:

1) Un cañón M230, de 30 mm, situado debajo de la aeronave y que se emplea principalmente para objetivos individuales. La punta de esta munición está diseñada para que no tenga demasiados problemas en penetrar vehículos blindados y edificios.

Su cuerpo se fragmenta al impacto como hacen las granadas, lanzando cientos de trozos afilados de metal incandescente. Pero su poder no termina allí, una vez que penetra el objetivo se prende fuego. Cada Apache es capaz de cargar 1.160 unidades de esta munición, que puede disparar en ráfagas de 10, 20, 50, 100 o todas al mismo tiempo.

2) Además, tiene dos estructuras alares en los laterales que le permiten transportar hasta 76 cohetes CRV7 (en la versión británica) que son empleados para atacar objetivos dispersos, como infantería. Habitualmente se usan dos clases de cohetes: los Flechettes, que contienen ochenta dardos de tungsteno; y los HEISAP, para edificios, vehículos y barcos.

3) Finalmente, el Apache suele llevar misiles Hellfire II, aire-tierra, guiados por laser y destinados a edificios y vehículos blindados en movimiento. Cada helicóptero puede transportar 16 de estos misiles.

Estreno y desarrollo

El cañón 230M se empleó por primera vez durante la invasión de Panamá de 1989. Pero la gran salida a la escena del Apache tuvo lugar durante la Primera Guerra del Golfo, conflicto que de hecho tuvo su punto de partida cuando un escuadrón de este helicóptero destruyó un radar próximo a la frontera con Arabia Saudí.

Apoyados por aviones A10, fue impresionante el daño que causaron a los vehículos iraquíes que huían de Kwait. Unos 270 tanques y más de 500 vehículos de transporte terminaron retorcidos y en llamas en la que se bautizó como La carretera de la muerte.

En 1998 salió el modelo AH64D del Apache. Según afirma el piloto británico Ed Macy: “400 veces más letal que su predecesor”. La incorporación más significativa fue el radar Longbow, que le permite detectar 1.024 objetivos potenciales de forma simultánea en un área de ocho kilómetros, clasificar los principales 256 y desplegar los 16 más amenazantes. Todo en tres segundos.

Esto hace que un escuadrón de ocho Apache pueda terminar con 128 tanques enemigos en menos de medio minuto, empleando los misiles Hellfire II, en lo que se conoce como dispara-y-olvídate (su nombre viene de HELicopter FIRE-and-forget).

Lo que cuesta un misil

Lo que resulta aún más espectacular de la descripción que Ed Macy hace en su libro Apache, es el coste económico de cada misión de estos helicópteros en Afganistán, que en su versión británica, AH Mk1, resultan aún más poderosos.

Como primer dato, señalar que cada misil Hellfire II cuesta 48 mil euros. Y que tanto en Afganistán como en Irak se han empleado hasta ahora más de siete mil unidades.

En enero de este año, el gobierno de EEUU realizó el último pago de 246 millones de euros, en la mayor compra de la historia, a la empresa Lockheed Martin, encargada de su producción.

Niños, piedras y soldados de EEUU en Afganistán

Apenas escuchan el sonido de los blindados, los niños salen corriendo a la carretera. Poco les importan las nubes de tierra que se levantan al paso de los vehículos, que les cubren el rostro, los brazos, que los cincelan como sombras, como meras siluetas, bajo el sol que cae a plomo en el bochorno del verano de Afganistán.

Los soldados les han puesto nombre. Los llaman “los niños del polvo”. En cada una de las misiones diurnas en la que he salido con ellos del cuartel del valle de Tagab, los hemos encontrado, allí, junto a la ruta, levantando los brazos, pidiendo un regalo, una limosna.

“Al principio les tirábamos botellas de agua, bolis, pero ya no lo hacemos”, me comenta Cox, que viaja a mi lado en el blindado MRAP. “Tememos que un día uno se cruce y pase una desgracia”.

No sería la primera vez que esto ocurre en una zona de conflicto. Es consecuencia de las prisas, del miedo, del encuentro entre la apacible vida rural, en la que los niños vagan a su antojo, sin que sus padres estén encima de ellos, y el desembarco de la parafernalia militar y humanitaria de Occidente.

Sucede en el norte de Uganda, en donde los camiones del PMA (Programa Mundial de Alimentos), se han llevado la vida de numerosos niños en su raudo paso por las aldeas, flanqueados por vehículos armados que los protegen de los posibles ataques del LRA.

Tuvo lugar también hace poco, al sur del río Litani, en Líbano, cuando un blindado español colisionó contra un autobús escolar. La pequeña Noor, de nueve años, sufrió importantes heridas en la cara y en uno de los brazos, según informó Mikey Ayestaran en su blog. Heridas que le van a suponer numerosas operaciones a lo largo de los años.

Una piedra

Según me comenta Hernández, mi otro compañero en la parte trasera del MRAP, la presencia de los niños resulta siempre un buen augurio. Verlos en la carretera significa que los talibán no han planeado emboscada alguna. De otro modo, desparecen. Sus padres los meten en las casas. “La gente sabe cuando los terroristas no están por atacar”, explica.

Anochece en el valle de Tagab. La misión de hoy es establecer un puesto de control en la carretera principal. Los niños se acercan una y otra vez. Nos llaman a los gritos. Nos saludan. Hasta que arrancamos de regreso al cuartel. Es el momento crítico, el que suelen utilizar los talibán para lanzar sus granadas, cuando los convoyes dan media vuelta y los soldados se relajan.

Por la ventana posterior del MRAP veo que un niño coge una piedra. Corre y nos la tira. Acto seguido, el resto de los pequeños hace lo mismo.

El perverso legado de las minas antipersona en Afganistán

Afganistán es uno de los países con mayor número de minas antipersona del mundo. Desde el arribo de las fuerzas soviéticas en 1979, se han plantado de forma sistemática en todo el territorio. Inclusive hoy, los talibán las siguen usando para causar bajas entre las fueras de la OTAN.

El Programa de Acción de Minas en Afganistán (MAPA), estima que el 15% de la población, cuatro millones de personas, vive en unas dos mil comunidades en las que se encuentran minas. Un área aproximada de 700 millones de metros cuadrados.

Cada mes, este armamento, así como la munición no detonada durante los conflictos pretéritos, afecta a 62 afganos, de los que el 80% son varones menores de 20 años.

Si bien esto supone un descenso del 50% en relación a la tasa de hace un lustro, lo cierto es que también afecta indirectamente a cientos de miles de agricultores que no se animan a adentrarse en zonas de cultivos por miedo a encontrarse con estas municiones.

Pérdida nada desdeñable de potencial económico si consideramos que se trata del cuarto país más pobre del mundo y que el norte está sufriendo una brutal sequía.

Asimismo, el crecimiento exponencial de la violencia desde 2006 ha hecho que vastas zonas del sur y el este del país queden fuera del acceso de los equipos que se dedican a desactivarlas, y que cuentan con un presupuesto de 28 millones de euros.

Tras haberse sumado en 2002 al Tratado de Otawa, que prohíbe el uso y almacenamiento de minas antipersona, se estimaba que el país estaría libre de este armamento en el año 2013. Objetivo que hoy parece imposible de alcanzar.

Si hay algo perverso de esta clase de munición, no es sólo que persisten después de que terminan las guerras, y que tienen un poder indiscriminado que no discierne entre combatientes y civiles, además, quienes son mutilados por ellas ven sus capacidades mermadas a perpetuidad.

Se estima que en Afganistán hay más de 65 mil personas en esta condición. Personas a las que Alberto Cairo ayuda a través de los centros de la Cruz Roja.

Continúa…

Alberto Cairo, dieciocho años en Afganistán

Vivió en Kabul bajo el gobierno pro soviético de Najibullah. Sufrió el arribo de los muyahaidines en 1992 y la guerra civil que destruyó la ciudad. Tiempos aquellos en los que, a pesar de las bombas y la parcelación de la urbe en infinitos puestos de control, salía a diario a buscar heridos.

Y luego, en 1996, cuando los acólitos el Mulá Omar lograron hacerse con el poder, siguió allí. “Tuvimos que separar a los hombres de las mujeres, pero pudimos continuar con nuestro trabajo a pesar de los talibán. Eran tiempos oscuros, tristes, donde parecía que la vida era en blanco y negro”, afirma.

Alberto Cairo es una de esas personas con las que a uno le gustaría hablar durante horas para tratar al menos de atisbar una ínfima parte de aquello de lo que fueron testigos, del fascinante bagaje histórico y humano que llevan consigo.

Sin embargo, y aunque hace 18 años que está en Afganistán, él intenta no referirse a sí mismo, y apenas lo consigue devuelve la conversación a la que ha sido su mayor motivación durante este tiempo: las víctimas de la guerra. Y, más en especial, aquellas que han quedado mutiladas como consecuencia de las minas antipersona.

Abogado de profesión, Alberto Cairo trabajaba en Torino. Pero a los 28 años decidió cambiar el rumbo de su vida. Estudió para hacerse fisioterapeuta y se sumó a la Cruz Roja. Primero recaló en Sudán. Y luego, en 1989, llegó a Afganistán.

Hoy dirige los centros que la Cruz Roja Internacional tiene en el país destinados a quienes sufren el impacto de las minas antipersona. Centros que no se limitan a colocar prótesis y dar rehabilitación, sino que van más allá: otorgan microcréditos para que estas personas puedan establecer pequeños negocios y ganarse así la vida.

Continúa…

La superioridad de EEUU y los bombardeos a civiles en Afganistán

Si hay un factor que marca la superioridad de las fuerzas de EEUU sobre los talibán en Afganistán es la capacidad de realizar ataques aéreos. Durante los diez días que he estado junto a las tropas estadounidenses en la provincia de Kapisa, he sido testigo de cómo recurren a los bombardeos de los aviones A10, al fuego de los helicópteros Apache, cuando se ven amenazados por los integristas.

Tanto es así que, tras un aumento en un 40% de los taques de los talibán y tras tres meses consecutivos en que las bajas de los EEUU han sido mayores en Afganistán que en Irak, la medida más importantes que se ha tomado es la de trasladar el portaviones USS Lincoln del golfo Pérsico al de Omán para acortar así las distancias en las misiones aéreas destinadas al país del Hindu Kush.

Este portaviones, en el que George Bush realizó en 2003 su desatinado discurso sobre la victoria en Irak, pesa 97 mil toneladas y transporta 90 aeronaves entre las que se encuentran los últimos modelos del F/A-18E/F Super Hornet.

Paradojas del poder

Sin embargo, y por más paradójico que pueda parecer, la superioridad aérea de EEUU también resulta su mayor desventaja estratégica, ya que no son pocos los casos en que los bombardeos se llevan por delante la vida de civiles.

En un artículo en el que critica durísimamente el “creciente militarismo” de Gran Bretaña, John Pilger, maestro de periodistas, da cuenta de dos de estos incidentes. El primero, que tuvo lugar el 10 de junio, cuando un bombardeo de la OTAN terminó con la vida de 30 inocentes en una aldea afgana: niños, mujeres, maestros, estudiantes.

El segundo, Pilger lo describe de la siguiente forma: “El 4 de julio, otros 22 civiles murieron de la misma manera. Todos, incluyendo los niños quemados, fueron descritos como “militantes” o “supuestos talibán”. El Secretario de Defensa, Des Browne dice que «la invasión de Afganistán es la causa noble del siglo XXI»”.

El más reciente de esta clase de hechos tuvo lugar el pasado domingo 13 de julio, según informa The Independent. Unos 47 civiles, de los que 39 eran mujeres y niños, perecieron bajo las bombas cuando se habían reunido para una boda en el este del país.

Ganarse a la gente

Cada uno de estos ataques constituye un golpe tanto para las fuerzas de EEUU, como para las de la OTAN, mayor aún que cualquier emboscada de los talibán, ya que agrandan aún más el apoyo popular que los integristas gozan en el este y sur del país.

Como escribió Mao Zedong, la guerrilla vive en la población como pez en el agua. Si con medio millón de soldados los soviéticos – mientras que la OTAN cuenta con 60 mil – nunca lograron dominar Afganistán, fue en buena medida por las masacres que cometieron entre los civiles, por su intento de secar el agua de la guerrilla.

Los tiempos han cambiado y las fuerzas que se enfrentan también. Los oficiales estadounidenses con los que he hablado parecen sumamente preocupados por esta situación. Y no es para menos. En el largo plazo, los bombardeos indiscriminados podrían hacer imposible el esfuerzo al que se han lanzado para tratar de ganarse las “mentes y los corazones” de los afganos, factor determinante en la lucha contra grupos insurgentes.