Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

Archivo de la categoría ‘+ MORIR PARA CONTAR’

Morir para contar: Abdul Samad Rohani, otro reportero que nos deja en Afganistán

Escribo la trágica historia de Carsten Thomassen, que falleció en enero como consecuencia del ataque de los talibán al hotel Serena de Kabul, cuando recibo la noticia de que otro periodista acaba de perder la vida en la tierra del Hindu Kush: Abdul Samad Rohani.

Renombrado poeta local a pesar de su juventud, tenía 25 años, Abdul Samad Rohani se había sumado a la BBC en 2006. Además de contribuir a la emisión en inglés de la cadena británica, trabajaba como director del servicio radiofónico en lengua pastún.

Su base estaba en Helmand, una de las provincias más peligrosas del país, que por sí sola produce la mitad del opio que se consume en el mundo.

Bastión asimismo de la insurgencia talibán que cada día parece tener mayor musculatura a pesar del control que las tropas británicas de la ISAF mantienen sobre algunas ciudades que se extienden a orillas del río Helmand.

Sin explicación

El pasado sábado, Abdul Samad Rohani cubrió la quema masiva de droga en las inmediaciones del aeropuerto de Lashkar Gah, la capital de Helmand. Después de comer salió de su casa sin especificar hacia dónde se dirigía.

Su cuerpo sin vida apareció el domingo. Había sido secuestrado y asesinado. Hecho del que Qari Yusuf Ahmadi, portavoz talibán en la región, desvinculó a la organización del Mulá Omar.

Jon Williams, editor de BBC World News, afirmó que “la dedicación y el valor de Horiani han sido parte central de la cobertura de la BBC en Afganistán durante los últimos años. Su muerte es una terrible pérdida. Nuestro pensamiento está con sus amigos y su familia”.

«Rohani conocía Helmand mejor que nadie que yo haya conocido», dice Bilal Sarwary, colega de profesión y amigo. «Su compasión lo llevó a viajar a las zonas controladas por los talibán para informar sobre la vida de la gente allí».

Daniele Mastrogiacomo

En marzo de 2007, otro ataque a la prensa tuvo lugar en Helmand: el veterano reportero de guerra Daniele Mastrogiacomo, corresponsal de La Repubblica, era secuestrado junto al periodista afgano Ajmal Naqshbandi y a Sayed Agha, el chófer que los conducía.

En un vídeo que conmocionó a la opinión públcia italiana, Sayed Agha fue decaptiado por los hombres del líder talibán Mulá Dadullah. El médico Gino Strada, que hace dos semanas presentaba su último libro en Madrid, hizo de intermediario. Y Mastrogiacomo fue liberado a cambio de la salida de prisión de cinco detenidos talibán, entre los que se encontraba el hermano de Dadullah.

Mientras que el periodista italiano volvía a su país, Ajmal Naqshbandi era asesinado por sus captores el 8 de abril de 2007. Un mes más tarde, Dadullah, su hermano Shah Mansur y dos talibán más, morían bajo fuego de los EEUU.

La labor de los reporteros locales

Abdul Samad Rohani pertenecía a una joven camada de periodistas locales que desde hace algunos años están consiguiendo la mayor parte de las noticias que recibimos desde las zonas más conflictivas del mundo.

Ante la merma en el número de corresponsales extranjeros, ya sea por peligro, miedo o desinterés, reporteros como Abdul Samad Rohani, que antes muchas veces hacían de traductores o fixers, ahora están ejerciendo un periodismo valiente, comprometido, en Afganistán, Irak y Somalia, sin el reconocimiento de sus pares occidentales, pero sí con extraordinarios resultados, como es entre tantos otros el caso del fotógrafo iraquí Bilal Hussein, de quien ya hablamos en este blog.

«Estos valientes reporteros trabajan de manera infatigable, lejos de sus familias, para que el mundo comprenda la situación desesperada a la que se enfrenta la gente de Afganistán”, señala Bilal Sarwary, para luego agregar sobre Abdul Samad Rohani: “Como afgano siempre me sentiré orgulloso de este colega y amigo. Dedicó su tiempo y vida a decir la verdad y ayudar a Afganistán”.

Es el segundo periodista de la BBC que muere en menos de 24 horas. El otro, Nasteh Dahir, fue asesinado el sábado en el sur de Somalia. Y Abdul Samad Rohani es el decimosexto en dejarse la vida para contar la noticia en lo que va de año.

Si repasamos los nombres de los fallecidos en Irak, Gaza o Nepal, veremos que la mayoría son periodistas autóctonos, que viven allí a perpetuidad, con los riesgos que esto conlleva, y que muchas veces se la juegan en el anonimato por sueldos que les son tan necesarios para sacar adelante a sus familias como bajos. Desde aquí, toda la admiración y el respeto por estos compañeros.

Morir para contar: Carsten Thomassen, periodista noruego asesinado en Kabul

Dos circunstancias me han acercado a la trágica historia de Carsten Thomassen: mi inminente partida hacia Afganistán y el encuentro la semana pasada con varios colegas noruegos que estaban presentes en el momento de su muerte.

“Lo conocí hace años en Helsinki, donde yo trabajaba como corresponsal”, me explica Morten Jentoft, reportero de NRK, la radio nacional noruega. “Era uno de los pocos periodistas especializados en política exterior. Sus artículos eran muy seguidos y respetados. Muchas de sus historias tuvieron impacto en nuestros políticos”.

Según Morten Jentoft, que entre otros conflictos cubrió las dos guerras de Chechenia, Carsten Thomassen comenzó su carrera en una publicación de izquierdas: Klassekampen (lucha de clases). Luego se pasó al periódico Dagbladet, afiliado al partido liberal, y el tercero más leído en Noruega.

“Era muy tranquilo y directo. Modesto. Todo el mundo sabía que estaba bien informado. Todavía hacía largas entrevistas, algo que ya casi no se encuentra en la prensa”, agrega.

El hotel Serena

Carsten Thomassen tenía 38 años y dos hijos. Durante años se había desplazado para cubrir noticias en América latina, Oriente Próximo y África. En Noruega era respetado por su periodismo incisivo, sin conseciones, y por su integridad profesional. Realizaba tanto reportajes en zonas de guerra como artículos de opinión.

El 14 de enero de 2008 llegó a Kabul junto a media docena de periodistas de su país en un viaje oficial para acompañar a Jonas Gahr Støre, Ministro de Asuntos Exteriores. Al igual que sus compañeros, se suponía que debía estar algo menos de una semana en Afganistán antes de volver a Oslo.

“Acabábamos de llegar. Nos registramos en el hotel Serena. Parece que él dejó las maletas y bajó a la recepción para encontrarse con el ministro”, dice Per Olav Odegard, del periódico Verdens Gang(VG), que había viajado con él anteriormente a Afganistán. “Yo me había quedado en la habitación. Estaba escribiendo cuando escuché las explosiones y los disparos”.

Fue justamente aquella recepción el objetivo elegido por dos talibanes que lograron sortear la seguridad de la entrada usando granadas de mano. Se estima que los miembros de la policía noruega que estaban allí podrían haber sido tomados por sorpresa debido a que al menos uno de los hombres llevaba un uniforme afgano.

El peso de las decisiones

El más rápido en bajar para auxiliar a los heridos fue el prestigioso fotógrafo Harald Henden, que también cuenta con una vasta experiencia en conflictos armados.

En el año 2001 recibió un disparo con bala de goma cuando estaba en Cisjordania. En 2003 fue uno de los primeros periodistas en entrar a Bagdad tras la caída del régimen de Saddam Hussein.

Desde Kuwait, Harald viajaba empotrado la misma unidad militar que Julio Anguita Parrado: la Segunda Brigada de la Tercera División de Infantería. Durante la noche del 7 de abril habían estado debatiendo si era seguro acompañar a los soldados de EEUU en su ataque final contra la capital iraquí.

Julio Anguita Parrado decidió quedarse. Harald Henden avanzó con las tropas en un carro blindado, asustado, lamentándose a lo largo del camino de haber esa decisión. Aún hoy afirma que fue uno de los momentos que más miedo pasó en su carrera.

Sin embargo, el destino quiso que fuera la opción acertada, ya que el campamento desde el que habían partido fue atacado y Julio Anguita Parrado, de 32 años, murió junto al periodista Christian Liebig, que acaba de cumplir 35 años y trabajaba para la revista alemana Focus, y a dos soldados de EEUU.

Continúa…

Morir para contar: Martin Adler y los crímenes de EEUU en Irak

Desde sus albores, la invasión de EEUU demostró ser fatal para la población civil iraquí. Como señala un exhaustivo informe de Human Rigths Watch, la mayoría de los muertos durante los primeros ataques aéreos de 2003 fueron ancianos, mujeres y niños.

Eran los tiempos en que aún se usaban absurdos eufemismos como «bombas inteligentes» o «daños colaterales», mientras Dick Chenney y Donald Rumsfeld esperaban con ansias el titular que en alguna ocasión se adelantaron erróneamente a dar a la prensa: que Sadam Hussein había muerto bajo los escombros.

Menores en prisión

Después vino otra clase de abuso, aún más perverso, y que salió a la luz en abril de 2004: las torturas y vejaciones en la prisión de Abu Ghraib. Si bien se depuraron responsabilidades, una nueva denuncia de Human Rights Watch acaba de poner en tela de juicio al sistema penitenciario montado por las fuerzas de ocupación en Irak.

Según este informe, medio millar de niños, algunos de hasta 10 años de edad, permanecen detenidos por los militares. Además de ser sujetos a prolongados interrogatorios, se les priva del derecho a defensa y asesoría jurídica.

Aunque EEUU no ha firmado la Convención de los Derechos del Niño, lo cierto es que sí ha suscrito un protocolo adicional sobre la situación de los menores en conflictos armados.

Más de lo mismo

Después Abu Ghraib, a finales de 2005 y principios de 2006, se dio una perturbadora sucesión de crímenes de guerra. Parecía como si las fuerzas de EEUU, a medida que acusaba mayores bajas y fracasaba en su intento por contener a la insurgencia, cometía más y más atropellos contra los inocentes.

Casos como las matanzas de Haditha o Hamdania. O, quizás el más brutal de todos, la violación y asesinato de la joven de 14 años Abeer Qasim Hamza.

En anteriores entradas del blog analizábamos las razones de estos atropellos de las tropas estadounidenses, de esta ristra de abusos continuados, esta propagación de la cultura del llamado “gatillo fácil” que se ha perpetuado hasta las últimas ofensivas en ciudad Sadr, que dejaron cientos de civiles muertos.

Razones que van desde la frustración, la rabia, el estrés postraumático, propias de un ambiente hostil, hasta el racismo, el odio, el desdén por la población local, pasando por laxo reclutamiento de los soldados, hasta los mensajes contradictorios tanto de la dirigencia castrense como de esos políticos, carentes de moral, que pusieron en marcha una guerra en base a mentiras.

La otra pregunta que nos hacíamos es si se trata de incidentes aislados o si responden a un patrón. Las declaraciones realizadas recientemente por veteranos de guerra en Washington, y que casi no tuvo repercusión en la prensa, permite concluir que son mucho más habituales de lo que se podría imaginar.

Un anuncio de lo que vendría

Ayer repasamos la vida del extraordinario reportero Martin Adler, asesinado en Somalia. De las decenas de reportajes realizados por este cámara en zonas en conflicto, el más destacado es sin dudas En patrulla con la compañía Charlie.

Vistas en retrospectiva, las imágenes que grabó durante diez días junto a esta unidad, por las que recibió el premio Rory Peck, constituyen sin dudas una suerte de premonición de lo que sucedería en Irak.

Desde los soldados que golpean a los detenidos en las calles, que se sacan fotos con prisioneros encapuchados en medio de risas, antes de que saltase a la luz el escándalo de Abu Ghraib, hasta la actitud del jefe de la unidad, que se comporta como un vaquero, como un personaje de película, mostrando desprecio hacia los iraquíes.

Podéis ver aquí el corto documental, que nos lleva a lamentar y comprender mejor el horror que aún padecen los niños, hombres, mujeres y ancianos de la nación del Tigris y el Éufrates, así como la ausencia de ese magnífico reportero que intentó darles voz.

Morir para contar: Martin Adler, reportero asesinado en Somalia

Aprovecho el repaso y la reflexión sobre los crímenes de guerra de soldados de EEUU en Irak, para rendir homenaje al extraordinario reportero Martin Adler, que tras haber cubierto conflictos armados en al menos una docena de países, murió el 23 de junio de 2006 en Mogadiscio.

Nacido en Estocolmo, Adler estudió antropología en Londres. Aunque luego se dedicaría al periodismo, su gran pasión, que le trajo en la profesión, aunque no ante el gran público, un merecido reconocimiento a lo largo de su carrera.

Desde el premio Amnistía Internacional en 2001 por la historia que filmó sobre el secuestro y venta de mujeres en China, hasta el galardón que lleva el nombre de Rory Peck, otro gran periodista que falleció haciendo su trabajo, y que recibió en 2004 por la pieza documental: En patrulla con la compañía Charlie.

El último encuentro

Unai Aranzadi, joven reportero vasco, y otro habitual en las zonas de conflicto, fue el último periodista extranjero en encontrarlo con vida en Somalia. “¿Cómo está la cosa por allí?, me preguntó Martin en la carretera que sale de Mogadiscio a Jowhar. «Más o menos. Has de andar con cuidado cuando te acerques a ellos. También verás muchos niños soldado». Gracias, respondió y nunca más le volví a ver”, escribió.

Según su descripción: “Martin Adler era para mí un ejemplo. El reportero completo e independiente capaz de producir, grabar y editar por su cuenta. Un sueco valiente de esos que no ponen la cara frente a la cámara; de esos que no trabajan desde el lobby del hotel”.

Muerte en Somalia

Adler estaba cubriendo en Mogadiscio una manifestación a favor de la paz. Aún no había tenido lugar la invasión etíope patrocinada por EEUU, y el país parecía tener alguna esperanza de no caer en el abismo en el que se encuentra ahora. El Gobierno Transicional del presidente Abdullahi Yusuf Ahmed y la Unión de Cortes Islámicas acababan de firmar un acuerdo de alto el fuego en Sudán.

La capital somalí llevaba dos semanas en manos de los islamistas cuando un hombre apareció de la multitud y le disparó a boca jarro a Martin Adler para luego huir. Asesinato que los propios líderes del movimiento integrista condenaron.

Adler, que en aquel momento tenía 48 años, dejaba tras de sí mujer y dos hijas. Y se sumó a la larga lista de profesionales que perdieron la vida en ese país, como Kate Peyton, de la BBC, que murió un año antes.

En 2007, Somalia fue después de Irak el lugar del mundo en el que más reporteros perecieron. Ocho profesionales dejaron de informar en el peor año que se recuerda para la prensa en el Cuerno de África.

Anticipando Irak

El Salvador, Ruanda, Congo, Angola, Sierra Leona, Chechenia, Liberia, Chechenia, Bosnia, Afganistán, Sri Lanka, Irak, son algunos de los países en los que Adler se había desempeñado cubriendo conflictos armados, genocidios, violaciones de derechos humanos.

Casi siempre había trabajado como periodista independiente, free lance, vendiendo su material para numerosos medios entre los que se encontraban Channel 4 y el periódico sueco Aftonbladet.

Tenía una gran habilidad para ir más allá, para meterse en la noticia, tanto con una cámara de vídeo como una máquina fotográfica, como muestra una de sus fotos de El Salvador de 1992.

De sus reportajes destacan los que dedicó a la vida de los musulmanes en Cachemira, la magia negra en Congo, el tráfico de drogas en Portugal, las luchas en Monrovia y el tsunami en Banda Acheh.

Pero el más admirable de todos es En Patrulla con la compañía Charlie , que fue una suerte de anticipación de los crímenes que los soldados de EEUU cometería en Abu Ghraib y en tantos otros lugares del país del Tigris y el Éufrates. Y al que dedicaré la próxima entrada.

Continúa…

Fadel Shana, séptimo periodista asesinado por el Ejército israelí

En el cuerpo de Fadel Shana, el cámara de Reuters asesinado ayer por el Ejército israelí, se encontraron dardos de metal de una pulgada de largo, conocidos en el argot militar como “flechettes”.

También había rastros de este armamento, que se desprendió del obús disparado por el tanque hebreo, en el chaleco antibalas que llevaba puesto y en el que se leía en letras fluorescentes la palabra: PRENSA, así como en su coche, claramente identificado como un vehículo empleado por periodistas.

Se trata de un arma controvertida, cuyo uso se trató de evitar ante el Tribunal Supremo hebreo, pero sin éxito. Especialmente, por sus efectos indiscriminados.

Human Rights Watch ha condenado el empleo de esta munición, que despliega cientos de dardos por el aire, en zonas habitadas por civiles. El Tsahal la había dejado de utilizar en Gaza en 2003, aunque luego la rescataría en Líbano en 2006.

En el caso de Fadel Shana, que no hacía más que cumplir con su deber de informar, los dardos le entraron a través del cuello y el hombro, alcanzado su pecho y parte de la espina dorsal. El reportero que lo acompañaba, sonidista, se encuentra en estado crítico.

El editor en jefe de Reuters News, David Schlesinger, afirmó que “la evidencia del examen médico subraya la importancia de una investigación imparcial y honesta por parte del Ejército de Israel y de su gobierno”.

Otra investigación, que si se lleva a cabo, se sumará a la larguísima lista de las que ya ha realizado el Ejecutivo de Ehud Olmert. Desde la muerte de la familia Galia en junio de 2006, pasando por la segunda matanza de Qaná en julio o el asesinato de la familia Al Kafarna de Beit Hanún en el mes de noviembre del mismo año.

Indiferencia ante los civiles palestinos

El gobierno de Israel ha dejado en claro en la guerra de Líbano de 2006, y en su actuación a lo largo de los últimos dos años en Gaza, que la Cuarta Convención de Ginebra, que establece el deber de respetar la vida de los civiles en un conflicto armado, no es una de sus prioridades.

El bloqueo mismo de Gaza constituye una violación de la legalidad internacional y el Derecho Humanitario. Como lo es también el empleo de personas a modo de escudos humanos, una práctica habitual de ese ejército que en algún momento de la historia se llamó el “más moral” del mundo.

También en la incursiones armadas en Gaza, el completo desdén por la vida de los civiles se hace evidente para quienes realizamos un seguimiento exhaustivo del número de víctimas.

Entre julio y septiembre de 2006, el Tsahal mató a 450 personas en Gaza, la mitad eran mujeres y niños (aunque luego Ehud Olmert dijera ante el parlamento israelí que eran terroristas, lo que levantó las críticas de numerosas organizaciones de derechos humanos).

Otro reportero muerto

En aquel verano sangriento de 2006, que pasé en Gaza, otro vehículo de Reuters fue alcanzado por las balas israelíes. Y de las guardias que realicé en el hospital Al Shifa, recuerdo el arribo también de conductores de ambulancias heridos, así como de Ibraheem al-Otlah, cámara de televisión alcanzado por varios disparos, cuya tía lloraba a la puerta de la sala de operaciones.

El mismo Fadel Shana ya había sido había sufrido heridas en agosto de 2006, cuando un avión israelí disparó contra el vehículo en que viajaba, también identificado como un coche de prensa. Tenía 21 años. Y podría haber decidido cambiar de profesión, pero siguió adelante.

Rescato de aquel tiempo la entrevista que realicé con el cámara de la agencia Ramatán, Zakaria Abu Hardib, que fue herido en dos ocasiones mientras realizaba su labor en Gaza.

A pesar de no controlar bien el brazo derecho debido a las lesiones, pudo filmar los segundos que siguieron a la muerte de la familia Galia en la playa de Yabalia, en junio de 2006. Material por el que recibió el premio del Rory Peck Trust.

Una reflexión impostergable

El Ejército israelí ha matado a siete periodistas desde el año 2001. El caso más sonado fue el del británico James Miller, que también tuvo la desgracia de filmar su propia muerte.

El último, hasta ayer, Imad Ghanem, cámara de televisión que retrataba cómo sacaban a heridos del campo de refugiados de Bureij cuando fue asesinado en julio de 2007.

Cabe preguntarse si la rabia de los soldados israelíes, ante la muerte de sus tres compañeros, explica de alguna manera que en su incursión ayer en Gaza mostraran tan poco aprecio por la vida de los inocentes como Fadel Shana (o de los cinco niños que también mataron).

También creo pertinente indagar qué impacto tienen en estos jóvenes soldados mensajes políticos que amenazan con un “holocausto” en Gaza, o los llamamientos de ciertos líderes ultraortodoxos a la venganza contra los palestinos. Según el rabino Shmuel Elyahu, «se debería colgar de un árbol a los hijos de los terroristas».

Situaciones que un Estado que se denomina a sí mismo como “la única democracia de Oriente Próximo” y al que se le llena la boca hablando día tras día de “terrorismo”, debería examinar y repensar, tanto como el uso de los «flechettes» en zonas urbanas.

Por ahora, más que reflexiones, lo que deseo es expresar mi admiración y aprecio por todos los profesionales que en Gaza se juegan la vida día a día para contar la noticia.

Morir para contar: Philip Jones Griffiths y las víctimas de la guerra

Como hasta ayer he estado incomunicado en el desierto, recién ahora descubro la noticia de la muerte de Philip Jones Griffiths, considerado el mejor fotógrafo de guerra de la segunda mitad del siglo XX.

No resulta sencillo resumir la vida de este infatigable galés, ya que trabajó en más de 120 países y lo cubrió casi todo: desde las sequías en la India y la pobreza en EEUU, hasta los conflictos en Argelia, Irlanda del Norte, Israel, Camboya y Bosnia.

Con las víctimas de Vietnam

Según afirmó en más de una ocasión, «es a través de la crítica que la sociedad humana ha progresado». Y los periodistas «deben ser anarquistas por naturaleza. Gente que quiere señalar cosas que no son generalmente aceptadas».

De él se ha dicho que no sólo retrató la historia, sino que fue capaz de cambiarla a través de su extraordinario libro Vietnam Inc.

Quizás se trate de una afirmación exagerada, ya que los medios de comunicación siguieron mayoritariamente apoyando el conflicto en Indochina, pero no cabe duda de que las imágenes capturadas por Jones Griffiths en Vietnam entre 1966 y 1971 conmocionaron a la opinión pública de EEUU.

Por primera vez mostraban en un conjunto desgarrador, comprometido y elocuente: la guerra desde el otro lado, desde el testimonio del horror de las víctimas civiles vietnamitas.

Muchos afirman que el hecho de que fuera galés lo ayudó a comprender que no se trataba de la guerra contra el comunismo, según se decía en Washington, sino de un episodio neocolonial en toda regla. «Al venir de un país fagocitado por su vecino, siempre he sentido simpatía más por los David que por los Goliat del mundo», afirmó en 2004.

Apenas llegó a Vietnam decidió que no quería ceñirse a los comunicados de los líderes castrenses, que deseaba estar con la gente. Y comenzó a viajar, con tan pocos recursos que vivía en casas de familias y que muchas veces debía decidirse entre comprar comida o carretes de fotografía.

«El 98% de los periodistas estaban a favor de la guerra, en todos sus aspecto. Un 1,99% estaba a favor pero se mostraba crítico con las tácticas que se empleaban. Y después estaba yo y unos cuantos franceses que decíamos que todo aquello era inmoral y erróneo«, señaló.

«Sentí que lo que hacían los estadounidenses, además de matar a vietnamitas, era intentar convertilos en consumidores con todo lo que eso implica. Les decían que la marca marxista no funciona y que la capitalista es más dulce y bonita. Y, por cierto, si no aceptáis la marca capitalista os vamos a matar».

Paradójicamente, pudo conseguir los fondos para publicar su obra maestra, Vietname Inc., gracias a lo que le pagaron por una foto “del corazón” que hizo a Jackie Kennedy cuando visitaba Camboya.

Nada menos que Henri Cartier-Bresson dijo que “desde Goya nadie había cubierto así la guerra”. La revista Time afirmó que se trataba del “mejor libro de foto reportajes de guerra de la historia”.

Algunos fragmentos de la película Apocalypse Now, de Francis Ford Coppola, se inspiran en sus imágenes.

Quizás una de las fotos más representativas de Vietnam Inc. sea la siguiente, que retrata a una de las tantas víctimas de la guerra que los EEUU atribuían al Vietcong:

Se puede ver una fantástica exposición interactiva de sus imágenes, y escuchar sus palabras sobre la guerra, en la página web de la agencia Magnum.

En más de una oportunidad repitió que sus enemigos no eran los soldados estadounidenses, sino los burócratas y los gobiernos. Y en este sentido, la fotografía le parecía uno de los mejores medios para dar testimonio de los errores del poder.

«Sigo recordando a la gente que hay un muro en Washington que tiene 150 metros de largo. Si el mismo memorial se hubiese hecho a los vietnamitas muertos, con la misma densidad de nombres, habría tenido 14 kilómetros de largo. Esa es la carnicería que tuvo lugar en aquella guerra. Un hecho del que nadie se puede escapar».

Desilusión y compromiso

Nacido en 1932, estudió farmacia en Liverpool y luego se mudó a Londres, donde comenzó a trabajar como fotógrafo primero para The Guardian y luego para The Observer.

Su primera exclusiva llegó en 1962, en el norte de África, cuando mostró cómo los franceses trataban a los argelinos en las áreas rurales del país. Desde este continente viajaría a Vietnam.

Después cubriría Irlanda del Norte, la guerra de Yom Kippur y en Camboya. Su desilusión con el trabajo de las agencias de noticias, cada día más controladas y esclavas de los servilismos mercantilistas, lo llevó a colgar la cámara, estudiar cine y a dedicarse a realizar documentales.

A principio de los años ochenta se puso al frente de la agencia Magnum, fundada por Henri Cartier-Bresson entre otros, mostrándose siempre fiel a los principios fundacionales del periodismo y contrario a los intereses y manejos de los grandes imperios mediáticos.

Sus últimos libros, Agent Orange (2003) y Vietnam at Peace (2005), fueron una suerte de vuelta a los orígenes, un trabajo que documenta las heridas aún presentes de la guerra a lo largo de las décadas.

En EEUU se le rindió homenaje en EEUU a lo largo del 2006 en la retrospectiva “Cincuenta años en el frente».

Hombre corpulento, locuaz y compasivo hasta la médula, que supo dar como pocos voz a las víctimas de los conflictos armados, murió el pasado martes en su casa Londres. Tenía 72 años y llevaba meses luchando contra el cáncer.

Morir para contar: Roger East, el reportero que intentó detener un genocidio

A las pocas semanas del brutal asesinato de los periodistas conocidos como los Cinco de Balibo, el reportero australiano Roger East viajó a Timor Oriental para tratar de averiguar qué les había sucedido exactamente. Tenía 50 años. Trabajaba como reportero freenlance para la agencia de noticias Australian Associated Press (AAP).

Llegó a la isla en octubre de 1975, cuando el poder lo ostentaba de facto el Fretilin, ya que el gobernador portugués se había retirado. En ese momento sólo había dos periodistas occidentales más: Michael Richardson, del periódico australiano The Age, y Jil Jolliffe, de la agencia Reuters.

Cuando la invasión indonesia resultó evidente, Richardson y Jolliffe salieron de Timor Oriental junto a la Cruz Roja para dirigirse a Darwin, Australia. East decidió quedarse y huir con los milicianos del Fretilin hacia las montañas para poder contar al mundo lo que sucedía.

Antes de que esto pudiera ocurrir, fue detenido por soldados indonesios y fusilado en el malecón de Dili, a menos de un kilómetro del Hotel Turismo, donde estaba alojado.

El asesinato de los Cinco de Balibo, y de Roger East, el reportero que había ido a procurar información sobre su muerte, conduce a varias preguntas inevitables:

¿Por qué Suharto, el dictador indonesio, no vaciló al librarse de los testigos de sus acciones, así se tratase de periodistas occidentales? ¿Por qué el gobierno de Australia nunca protestó a Yakarta por la muerte de sus ciudadanos? ¿Cuáles fueron las razones que llevaron a la administración de Canberra a esperar veinte años para pedir que se abrieran investigaciones?

Romper el muro de silencio

Según señala John Pilger, en su extraordinario documental Death Of A Nation, grabado en secreto en la isla en 1993, los Cinco de Balibo perdieron la vida “tratando de salvar el muro de silencio que Yakarta y sus aliados occidentales habían creado alrededor de Timor Oriental”.

Indonesia no tenía vínculos significativos históricos ni culturales con la isla. No compartía idioma, no tenía la misma religión. Sin embargo, en 1975, la invadió. Portugal, el antiguo amo colonial, la acababa de abandonar como consecuencia de la caída de su propia dictadura en 1974. Fue entonces cuando el gobierno de Suharto aprovechó el vacío de poder.

La presencia militar de Indonesia en la Timor Oriental dio pie a uno de los mayores genocidios de la historia reciente. Violaciones, asesinatos masivos. Niños y ancianos. Mujeres y hombres. Uno de los más grandes genocidios, no en términos cuantitativos, pero sí proporcionales. Fallecieron más de 200 mil personas. El equivalente a la tercera parte de la población del país.

“Murieron resistiendo la invasión, fueron asesinados sin razón, perecieron en campos de concentración y de hambre. Tal vez genocidio es una palabra demasiado utilizada en estos tiempos. Pero indudablemente es lo que sucedió aquí. Y sucedió mayoritariamente sin la cobertura de las antenas satelitales y las cámaras de televisión. Y con la complicidad y el amparo de los gobiernos occidentales”, continúa Pilger.

El día en que Suharto decidió lanzar el ataque, que arrancaría a la isla de la placidez que había gozado durante tanto tiempo, ya que los portugueses casi no habían interferido con la vida cotidiana de la gente, el presidente estadounidense Henry Ford estaba junto a Henry Kissinger en Yakarta.

Documentos desclasificados posteriormente demostrarían que las potencias occidentales sabían lo que estaba sucediendo, y que lo apoyaban secretamente. En un mensaje a su gobierno, el embajador estadounidense escribió que esperaba que los indonesios fueran “rápidos, eficientes y que no empleen nuestros equipos”.

Preocupado por la repercusión en la opinión pública de la invasión, Henry Kissinger ordenó que los envíos de armas a Indonesia disminuyeran hasta el mes de enero. Y que luego volvieran a aumentar. De hecho, la cantidad se duplicó. Los militares indonesios bombardeaban a los civiles en las aldeas con aviones Bronco estadounidenses.

El gran botín del sudeste asiático

Las razones por las que Occidente no sólo no criticaba ni actuaba en contra del régimen de Suharto, sino que lo consideraba un aliado, se podrían enmarcar dentro de la división del mundo trazada por la guerra fría, pero también porque constituía un mercado suculento, rico en petróleo y recursos naturales. Richard Nixon afirmó que se trataba del “mayor premio” del sudeste asiático.

“Los mismos gobiernos que estuvieron dispuestos a ir a la guerra contra Saddam Hussein, en circunstancias paralelas no lo estuvieron para detener a un invasor rapaz, que rompió cada capítulo de la Carta de Naciones Unidas, y que desafió al menos diez resoluciones de la ONU en las que se le pedía que saliera de Timor Oriental… Lo que habla de la selectividad y objetivos de las grandes potencias, y de cómo el mundo está ordenado”.

El primer ministro australiano, Gough Whitlam, había viajado un año antes de la invasión, en septiembre de 1974, a Indonesia para ver a Suharto. Sostenía que las buenas relaciones con el régimen de Yakarta resultaban estratégicamente vitales para Australia.

En aquella visita declaró “que un Timor Oriental independiente sería un Estado inviable y una potencial una amenaza para la región”. Una traición en toda regla para los timorenses, que habían luchado junto a los australianos en la Segunda Guerra Mundial contra los japoneses

Un mes más tarde, Suharto lanzó la Operación Komodo para desestabilizar a los movimientos que en Timor Oriental comenzaban a abogar por la independencia, y tener así una excusa para invadir más adelante.

Según John Pilger, el periodista australiano Greg Shackleton se dirigió con su equipo a la ciudad costera de Balibo porque habían sido divisados barcos indonesios. Allí fue asesinado junto a sus compañeros de Channel 7 y de Channel 9, por lo que se los conoce como los Cinco de Balibo. “Si Shackleton hubiese llegado a denunciar la operación clandestina, quizás la invasión se habría detenido”, afirma John Pilger.

“Los colgaron y les cortaron los genitales”

Shirley Shackleton, la viuda de Greg, describe así la muerte de su marido: “Fueron colgados de los pies, les cortaron los órganos sexuales y se los pusieron en la boca. Es una práctica común en Timor Oriental. Los timorenses dicen que se tarda bastante tiempo en morir”.

Ella dice que su marido no sentía que corría peligro alguno, dada la excelente relación de Indonesia con Australia, y a que el gobierno de su país negaba abiertamente que se estuviera por producir una invasión.

Jim Dunn, el antiguo embajador de Australia para Timor Oriental, que huyó poco antes de la invasión, sostiene con respecto a la muerte de Roger East una opinión similar a la John Pilger: “Creo que si hubiese logrado escapar al interior, sus crónicas podrían haber cambiado dramáticamente los acontecimientos. El mundo hubiese sabido más acerca de la invasión, y habría actuado para detenerla”.

Según Paul Spottiswood, el último occidental que vio a Roger East con vida, este le habría dicho: “No puedo dejar a esta gente. Soy lo último que tienen. Hemos mandado mensajes alrededor del mundo, pero no hemos obtenido respuesta”.

Spottiswood, que es piloto, señala con admiración que East “tenía los cojones que no tienen nuestros políticos”.

Morir para contar a manos de Suharto

Greg Shackleton era un periodista que se había hecho a sí mismo, forjando su carrera desde abajo, en los estudios de Radio 3AW de Melbourne. Según su esposa, Shirley Doreen Venn, recién consiguió terminar el bachillerato a los 22 años de edad.

Tenía 29 años cuando la cadena de televisión australiana Channel 7 le dio la gran oportunidad de su carrera: viajar a la vecina Timor Oriental, situada a 450 kilómetros de Australia, para cubrir los enfrentamientos entre el Frente Revolucionario de Timor Oriental Independiente (FRETILIN) y grupos armados respaldados por Indonesia.

Lo acompañaban el cámara de televisión Gary Cunningham, de 27 años, y el técnico de sonido, Tony Stewart, de 21 años. El único del equipo con experiencia previa en conflictos armados era Cunningham, que a pesar de su juventud había estado ya trabajando en Vietnam. Llegaron a la zona el 10 de octubre de 1975.

En la ciudad timorense de Balibo, coincidieron con dos periodistas británicos: Malcolm Rennie, de 29 años, y su cámara, Brian Peters, de 30. Ambos trabajaban para la cadena Channel 9 de Sydney.

Apenas tuvieron tiempo de aclimatarse y comenzar a enviar los primeros reportes, cuando un grupo de soldados indonesios los asesinó a sangre fría. La excusa que luego dieron fue que los cinco periodistas eran “comunistas”. Se pusieron armas e informes entre los cadáveres para que así pareciera.

Sin embargo, los historiadores afirman que la razón de la muerte pasó por ocultar al mundo los terribles crímenes perpetrados por Indonesia contra la población civil de Timor Oriental, en una invasión frente a la que las grandes potencias guardaron silencio.

Un periodista comprometido

En las últimas imágenes que se tiene de Shackleton con vida, se lo ve pintando una enorme bandera australiana en la pared de la casa que emplearían como centro de operaciones periodístico. Aún hoy, su país nada ha dicho acerca de su muerte.

En el comienzo del documental, Who Killed the Balivo Five? , que podéis ver en este link, y que describe la muerte de Shackleton y sus compañeros, se lo muestra mirando a cámara con decisión, preguntándose por qué el mundo no hace nada para detener el asesinato de los civiles timorenses.

Una pregunta que tantos otros se hicieron ante el horror provocado por el dictador Suharto. Y que no tendría respuesta hasta 1999.

El silencio de Australia

El gran reportero John Pilger fue uno de los que más presionó al gobierno de Australia para que pidiera explicaciones al régimen de Suharto en Indonesia por la muerte de estos jóvenes periodistas a los que se conoce como los Cinco de Balibo.

La viuda de Shackleton, Shirley Doreen Venn, se convirtió en una infatigable activista de la independencia de Timor Oriental. El siguiente documental, «Balibo, The Final Chapter», muestra su lucha y los resultados de la investigación que realizó sobre la muerte de su marido.

En la tumba en que fueron enterrados en Yakarta, sin permiso de sus familias, se lee la siguiente inscripción: “No hay palabras que puedan explicar el sinsentido de estas muertes en Balibo”.

La salida del poder de Suharto en 1998, como consecuencia de la crisis económica y la represión de los estudiantes que terminó con la vida de 500 jóvenes, permitió que Timor Oriental avanzara hacia la independencia.

Cuando el 22 de septiembre de 1999, la fuerza internacional de la ONU entró en Dili, la capital de la isla, encontró un país devastado por años de ocupación militar, con el 70% de las infraestructuras destruidas y más de 200 mil ausentes, los refugiados en el extranjero.

La muerte de otro dictador…

Como tantos indonesios, usaba un solo nombre: Suharto. Antes de caer en las manos de una larga enfermedad, que llevó durante los últimos meses a los titulares de la prensa de todo el mundo a afirmar una y otra vez que se estaba a punto de morir, salía a correr por las mañanas y jugaba al golf en su casa situada en el centro de Yakarta.

A diferencia de otros brutales dictadores de su generación, como Mobutu Sese Seko, no tuvo que abandonar el país tras ser sacado del poder en 1998. Logró morirse, a los 86 años de edad, sin que lo juzgaran por haberse robado los miles de millones de euros que hacen de sus seis hijos parte de la elite adinerada de Indonesia.

Pero más dramático aún es el hecho de que nunca se enfrentara a los tribunales por las más de 500 mil muertes y desapariciones que sus 32 años de gobierno provocaron en Timor Oriental, Papúa Nueva Guinea y Aceh.

… otro dictador amigo

Fue el último exponente de una serie de tiranos que, durante la guerra fría, reprimieron a la población civil de sus países con la connivencia de EEUU.

Como señala Christopher Hitchens en su libro «Trial to Kissinger», el 7 de diciembre de 1975, día en que Suharto decide invadir Timor Oriental para combatir al movimiento democrático que había tomado el poder tras la retirada de Portugal, el presidente Henry Ford y su secretario de Estado, Henry Kissinger, estaban en Yakarta. Una invasión que, además de violaciones y torturas, costó la vida unas 200 mil personas, la mayoría civiles indefensos.

El mismo Henry Kissinger que dio luz verde también Augusto Pinochet, el otro tirano que se dio el lujo de escapar a la manos de la justicia aduciendo que gozaba de mala salud y de morir en su propio país. Como también lo hizo en los últimos años Suharto, que estaba acusado de haberse robado 14 mil millones de dólares, y que se libró de ir a juicio por endeble condición física.

Aunque resulte difícil de comprender, no son pocos los que hoy lloran la muerte de Suharto. Dicen que supo poner orden en ese vasto y complejo país que tiene 200 millones de habitantes, 300 etnias, 250 idiomas y más de 17 mil islas.

Afirman que le trajo prosperidad económica. Algo que se podría poner en duda ya que se trata aún de uno de los lugares más corruptos del planeta, en el que una de cuatro personas vive en la miseria.

Morir para contar: Bill Stewart, el comienzo del fin de Somoza

«Ese fue el gringo que nos cambió la vida», me dice Lola Ocón, antigua líder sandinista que hoy se ha pasado a la oposición de izquierdas a Daniel Ortega. «Después de que lo mataran, los Estados Unidos dejaron de apoyar a Somoza».

Y así sucedió. El brutal asesinato del periodista Bill Stewart, filmado por sus compañeros, conmocionó de tal forma a la opinión pública estadounidense que su gobierno no pudo seguir respaldando a la dinastía dictatorial y sanguinaria que había sometido y expoliado al pueblo nicaragüense durante cuarenta años.

Regreso a Managua tras diez días en la tierra de los miskitos. Mientras espero el avión que me llevará a Madrid – en uno de los tantos recorridos que realizo por esta ciudad apacible, desperdigada, latente de vegetación y rodeada de montañas que es la capital nica -, me detengo en el lugar donde Bill Stewart perdió la vida junto a su interprete, Juan Espinoza. Una placa, en el barrio de Reguero, próxima al mercado Roberto Huerbes, recuerda a los dos hombres que murieron de una forma que aún hoy resulta incomprensible.

Este asesinato, que desde que empecé la serie Morir para contar supe que alguna día relataría, ya que es uno de los más recordados de la profesión, tuvo lugar el 20 de junio de 1979. Bill Stewart, reportero de 37 años de edad y empleado de la cadena ABC, regresaba al hotel Interncontinental en una furgoneta junto a su traductor, al técnico de sonido Jim Céfalo y al veterano cámara Jack Clark. Volvían del norte de Nicaragua. El vehículo tenía escrito a un lado las palabras: Foreing Press.

Avanzaban por la avenida de los Mártires del Primero de Mayo cuando una patrulla de la Guardia Nacional les ordenó que se detuvieran. Acompañdo por su intérprete, Bill Stewart se dirigió hacia al soldado que estaba al frente al tiempo en que Céfalo y Clark se escondían entre la maleza. Llevaba en la mano su acreditación de prensa del gobierno de Nicaragua y una bandera blanca. Le dijo que no hablaba español y que era periodista estadounidense.

El guardia lo encañonó con su M16 y le gritó: «Ponte de rodillas hijoeputa, ponte de rodillas». Bill se arrodilló y le dijo suplicante: «No español, no español, yo periodista». Acto seguido el militar le ordenó que se tumbara sobre el suelo: «¡Acuéstate, hijoeputa!». Bill le hizo caso. Y el soldado le dio una patada en el costado derecho volviendo atrás unos pasos al tiempo en que Bill se retorcía de dolor.

«No español, yo periodista, yo periodista», le volvió a suplicar el reportero. A lo que el Guardia Nacional, que levantó en el aire su arma durante unos instantes, le contestó pegándole un tiro en la nuca. Del militar que disparó se sabe que se llamaba Álvarez, que tenía 18 años en el momento del asesinato y que lloró durante el juicio al que lo sometieron los sandinistas.

El primero en dar la noticia fue el corresponsal de EFE en Managua, Filadelfo Martínez. El cable de prensa conmocionó al resto de los periodistas extranjeros. Aunque el régimen de Anastacio «Tachito» Somoza intento evitar que se emitieran, Clark y Céfalo transmitieron las imágenes desde la habitación 307 del hotel Intercontinental. En poco tiempo dieron la vuelta al mundo. La televisión de los EEUU las repetían una y otra vez.

Los 97 periodistas extranjeros acreditados en Managua, que tenían el hotel Intercontinental como centro de operaciones, firmaron una carta de protesta que hicieron llegar al dictador. La prensa local, propiedad de la familia Somoza, afirmó que los corresponsales formaban parte de la «propaganda comunista».

La guerra civil de Nicaragua, en la que la guerrilla sandinista luchaba contra la dictadura, se llevaba por delante cientos de vidas inocentes. Bombardeos, francotiradores, fuego cruzado en las esquinas. Lo que le sucedió a Bill Stewart no era ajeno a los civiles nicaragüenses.

Nacido en West Virginia, Stewart llevaba un mes en Nicaragua cuando fue asesinado. Hasta ese momento el gobierno de Somoza había sido respaldado mayoritariamente por los republicanos, ya que argumentaban que era un baluarte en contra del comunismo. Casi cuatro semanas más tarde, el 19 de julio de 1979, sin el apoyo de EEUU, el dictador cayó.

El cuerpo de Bill Stewart llegó a EEUU gracias a la gestión de Alemania Occidental, pues el gobierno de Washington se negó a colaborar con la familia y con la cadena ABC en el traslado del féretro. Pero la traición llegó cuando Ronald Reagan comenzó a financiar a los Contra para que se enfrentaran al gobierno sandinista. La Guardia Nacional, de la que formaba parte el asesino de Stewart, fue la que encabezó la acción armada financiada por los contribuyentes norteamericanos que tiempo antes se habían horrorizado ante la violencia homicida de sus integrantes.

Morir para contar: encuentro con el hijo de Tim Lopes

Tras haber estado en dos ocasiones en la favela en que perdió la vida el periodista Tim Lopes, y tras haber recogido numerosos testimonios sobre los trágicos acontecimientos que lo llevaron a la muerte, finalmente me dirijo a ver a su hijo, Bruno Quintella.

Nos encontramos en el restaurante Garota da Gávea, donde solía comer con su padre cada domingo. Bruno es un joven de estatura mediana, fornido, con los brazos tatuados. El rostro es calcado al de Tim, ancho, cordial, aunque con unos grandes ojos verdes, heredados seguramente de su madre.

Por momentos me habla de forma atropellada, abusando de la jerga local, lo que me obliga a pedirle que me repita las respuestas. Eso sí, se expresa con generosidad, sin eludir ni una sola de las preguntas aunque se trata indudablemente de un tema doloroso.

«Tenía 18 años cuando mi padre desapareció. Acababa de regresar de EEUU, donde había estado estudiando durante un año, y me estaba preparando para dar el examen de entrada a la universidad de periodismo», me explica. «Trabajaba en una tienda de ropa para ganar dinero. Cuando salía, los domingos, me encontraba aquí para comer con él».

Recuerda que el viernes que precedió a la muerte de Tim conversaron sobre el reportaje que estaba filmando, también en una mesa de Garota da Gávea. Le dijo que tenía que volver a la favela porque necesitaba captar una imagen más para poder terminar.

“Era conciente del riesgo que corría, pero quería denunciar los abusos a menores en los bailes funkies y la ausencia del estado en las favelas. Los propios moradores, preocupados por sus hijos, lo habían llamado”. Según la TV Globo, Tim ya había estado allí en cuatro oportunidades. Dos de ellas con la cámara oculta.

Al día siguiente, sábado 2 de junio de 2002, se volvieron a encontrar. Su padre le llevó el cheque para que pagara la cuota de la academia en la que preparaba el examen a la universidad. Fue la última vez que se vieron.

Horas después Tim Lopes se subió a un coche de la TV Globo que lo llevó a la favela Vila Cruzeiro para asistir al baile organizado por los narcotraficantes. Vestía unas bermudas, una vieja camisa amarilla y sandalias. Llevaba el equipo de filmación escondido en una riñonera. Entró pasadas las ocho de la tarde. Se suponía que debía salir dos horas más tarde. El conductor lo aguardaba en la entrada a la favela.

“El domingo jugaba Brasil contra Turquía en el Mundial de Corea y Japón. El partido era a las seis de la mañana. Lo vi con unos amigos y volví a casa a las nueve de la mañana. Todo el mundo celebraba que habíamos ganado”, afirma Bruno. “Me levanté a las siete de la tarde. Salí de la habitación y descubrí que en casa había mucha gente. Durante un instante me alegré de que estos amigos estuvieran allí, pero luego comprendí que algo malo debía haber sucedido. Cuando llegué al salón justo estaban pasando en el telediario la imagen de mi padre, decían que había desaparecido”.

Lo primero que pensaron fue que lo habían secuestrado, o que por alguna razón Tim se había quedado escondido en la favela. Marcelo Moreira, jefe de reportaje de la TV Globo en Río de Janeiro, declaró que cuando el conductor del coche llamó a la redacción para avisar de la ausencia de Tim le dijeron que esperara hasta las doce de la noche. Y fue recién a las cuatro de la mañana, cuando Moreira se dirigió a la emisora para ver el partido, que dio la voz de alarma sobre lo que había sucedido.

La opinión pública brasilera se conmocionó ante la desaparición de Tim. Bruno no quiso dar entrevistas pero sí escribió una carta dirigida a su padre “como si aún estuviera vivo”.

“El presentador del telediario la leyó al aire. Cuando estaba terminando la cámara se abrió y detrás de él estaban todos sus compañeros vestidos de negro, con una foto enorme de mi padre al fondo”, me dice. “Me emocioné más por eso, por ver cómo lo quería la gente, que porque leyeran la carta”.

Tras una semana de intensa búsqueda en la favela, durante la cual las autoridades nacionales y locales se acusaron de ineficiencia, la policía anunció que Tim Lopes había sido asesinado.

Las declaraciones de dos traficantes detenidos, Fernando Sátiro da Silva, alias “Frei”, y Reinaldo Amaral de Jesus, alias “Cabê”, resultaron decisivas. Según ellos, Tim fue identificado como el autor del reportaje “Feirao do Po”, en el que denunciaba con cámara oculta cómo se vendía abiertamente droga en la favela, y por el que varios criminales entraron en prisión.

La coautora del reportaje, que les valió el premio Esso, Cristina Guimaraes, vive ahora escondida. Según ella “el asesinato de Tim Lopes fue una muerte anunciada”. Cristina, que tiene 38 años, pidió la baja en TV Globo alegando que la empresa no le ofreció protección cuando fue amenazada de muerte.

Ângelo Ferreira da Silva, arrestado el día 13 de junio, confesó que estaba en el coche que habría transportado a Tim de Vila Cruzeiro a la favela Grota, donde estaba Elías Maluco. Según dijo, el periodista se encontraba atado y herido de bala cuando fue subido al coche. Relató las escenas de tortura por la cual pasó el periodista, pero dijo que no estaba presente cuando murió.

Por su parte, Elizeu Felício de Souza, alias “Zeu”, detenido el 14 de junio, y considerado uno de los guardias de Elías Malucos, confesó que compró gasolina en una estación de servicio cerca a la entrada de la favela Nova Brasília, que integra el Complexo do Alemão. Zeu declaró haber entendido que un enemigo del Comando Vermelho iba a ser quemado.

“El cuerpo de mi padre tardó diez días en aparecer”, señala Bruno. “Cuando lo encontraron, el 12 de junio, tuve que ir al laboratorio para que me tomaran una muestra de ADN”.

La muerte de Tim Lopes creó una gran controversia en torno a la seguridad de los periodistas en Brasil. Se puso en juicio la decisión de TV Globo de enviarlo sin protección alguna a la favela. (Sus reporteros, con quienes he coincidido en varias ocasiones, ahora tienen prohibido entrar a las favelas).

“El error fue de los dos. Mi padre porque se podría haber negado pero aceptó. La TV Globo por haberlo enviado allí”, sentencia Bruno.

El verdadero nombre de Tim Lopes era Arcanjo Antonino Lopes do Nascimento. Samuel Wainar, propietario de la revista Domingo Ilustrada, donde Tim obtuvo su primer empleo, le cambió el nombre diciendo que lo encontraba parecido al músico Tim Maia.

Nacido en la ciudad de Pelotas, en el Estado de Río Grande do Sul, a los ocho años había venido con su madre a Río de Janeiro, donde vivió de niño en Mangueira, una de las favelas más populosas de esta ciudad. Tenía ocho hermanos.

Con gran esfuerzo consiguió estudiar, salir de la favela y acceder al mundo que tanto lo apasionaba: el periodismo. Trabajó en la revista Placar, en los periódicos Jornal do Brasil y O Dia. En 1996 entró a la TV Globo, donde empezó como reportero del famoso programa “Fantástico”. Su primera pieza la hizo vestido de Papa Noel en navidad.

Mi padre tenía el pasaporte para entrar a la favela. Era mulato, tenía la voz, la forma de hablar. Y se había criado en el morro. También conocía la calle, se movía bien en ambientes marginales”, afirma Bruno. “Cuando había un incidente en la favela, él siempre subía por otro lado, andaba solo, así conseguía su propia información. Después salía por donde estaban todos los periodistas, que siempre le preguntaba: ¿de dónde has salido?”.

El trabajo de Tim deslumbra tanto por la creatividad como por su hondo compromiso social. “Siempre se ponía del lado de los pobres. Una vez fue a hacer una investigación sobre personas sin hogar y durmió dos noches en la calle”, dice su hijo.

Desde hacía algún tiempo Tim deseaba salir del telediario y dedicarse a hacer reportajes de factura más prolongada. Había hablado con los productores de Globo Reporter (el programa de investigación periodística más prestigioso de Brasil, una suerte de Informe Semanal) y le habían aprovado un proyecto que consistía en viajar con camioneros durante un mes por las rutas brasileras para contar su vida. El siguiente paso que tenía en mente era ir a África.

“Mi padre era muy respetado en la profesión. Siempre su reportaje abría o cerraba el telediario, que son las piezas más importantes. La primera, que es la que atrapa a los televidentes, y la última que siempre es más de color, más social”, señala Bruno para matizar a continuación: “Su insatisfacción venía por el lado del dinero. Sentía que no estaba siendo reconocido. A los 51 años no había ganado lo suficiente aún para comprarse su propia casa, tenía que alquilar”.

Más allá del descontento con la profesión por el escaso rédito económico que había conseguido, lo cierto es que Tim era un apasionado del periodismo y había insistido para que Bruno siguiera sus pasos. De adolescente, un díaéeste le dijo que quería estudiar derecho. “¿Te has visto la cara?”, le preguntó riendo. “Tú no pareces abogado, tú eres periodista”.

Eso sí, le aconsejó que se preparara a conciencia y que estudiara idiomas para poder llegar más lejos. Tras terminar la carrera, Bruno recibió el ofrecimiento de Marcelo Moreira, antiguo jefe de su padre, para entrar a trabajar en TV Globo. Está en el área de policiales y se dedica a la producción desde los estudios.

“Ahora que yo soy periodista, lamentablemente no está aquí para aconsejarme. Muchas veces me pregunto qué haría mi padre en tal o cual situación”, me dice.

Bruno tiene la ventaja de que conoce la trastienda de la profesión desde niño, ya su padre solía llevarlo a los periódicos en que trabajaba. También aquí mismo, en la Garota da Gavea, fue testigo de innumerables conversaciones de su padre con compañeros de profesión, pues es el lugar en que se suelen reunir los trabajadores de TV Globo. Hacía años que Tim se había separado de la madre de Bruno y se había vuelto a casar.

Mientras nos sirven la cena, le pregunto si la forma tan brutal en que murió su padre lo dejó marcado. “Tuve la suerte de no ver el cuerpo. Hace poco se murió el padre de un amigo y fui al velorio. La última imagen que tiene de su padre es allí, sin vida. Yo, no. Sí es cierto que lo que le pasó fue más duro. Pero mi padre murió haciendo lo que le gustaba, los padres de mis amigos de un infarto. Y la repercusión de la historia y el apoyo de la gente me ayudaron salir adelante”.

Otra reflexión que hace Bruno es que, al menos, la muerte de su padre sirvió para que Brasil pensara por unos días sobre la violencia, justamente lo que Tim buscaba con su trabajo. “Mi padre no fue el único que murió descuartizado y quemado. Mucha otra gente inocente muere y nadie se entera”, dice.

Para terminar la entrevista le pregunto por Elías Maluco. Qué sintió en el 2005 al verlo en la televisión durante el juicio. “Si te digo la verdad, no lo odio”, me responde. “Seguramente no sabía lo buena persona que era mi padre. Además, Elías Maluco no tuvo madre ni padre. No lo puedo juzgar. Yo tuve siempre amor, nunca me drogué, no viví en una favela. Mi única venganza es ser feliz”.

Antes de guardar el cuaderno y la grabadora, le pido que me deje sacarle una foto para el blog. Me dice que por razones de seguridad prefiere que su imagen no sea conocida. Pero sí me promete que la próxima vez que nos veamos me traerá un retrato de cuando era adolescente, junto a su padre. La semana siguiente volvemos a cenar en la Garota da Gavea. Cumple su palabra: