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Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Morir para contar: Roger East, el reportero que intentó detener un genocidio

A las pocas semanas del brutal asesinato de los periodistas conocidos como los Cinco de Balibo, el reportero australiano Roger East viajó a Timor Oriental para tratar de averiguar qué les había sucedido exactamente. Tenía 50 años. Trabajaba como reportero freenlance para la agencia de noticias Australian Associated Press (AAP).

Llegó a la isla en octubre de 1975, cuando el poder lo ostentaba de facto el Fretilin, ya que el gobernador portugués se había retirado. En ese momento sólo había dos periodistas occidentales más: Michael Richardson, del periódico australiano The Age, y Jil Jolliffe, de la agencia Reuters.

Cuando la invasión indonesia resultó evidente, Richardson y Jolliffe salieron de Timor Oriental junto a la Cruz Roja para dirigirse a Darwin, Australia. East decidió quedarse y huir con los milicianos del Fretilin hacia las montañas para poder contar al mundo lo que sucedía.

Antes de que esto pudiera ocurrir, fue detenido por soldados indonesios y fusilado en el malecón de Dili, a menos de un kilómetro del Hotel Turismo, donde estaba alojado.

El asesinato de los Cinco de Balibo, y de Roger East, el reportero que había ido a procurar información sobre su muerte, conduce a varias preguntas inevitables:

¿Por qué Suharto, el dictador indonesio, no vaciló al librarse de los testigos de sus acciones, así se tratase de periodistas occidentales? ¿Por qué el gobierno de Australia nunca protestó a Yakarta por la muerte de sus ciudadanos? ¿Cuáles fueron las razones que llevaron a la administración de Canberra a esperar veinte años para pedir que se abrieran investigaciones?

Romper el muro de silencio

Según señala John Pilger, en su extraordinario documental Death Of A Nation, grabado en secreto en la isla en 1993, los Cinco de Balibo perdieron la vida “tratando de salvar el muro de silencio que Yakarta y sus aliados occidentales habían creado alrededor de Timor Oriental”.

Indonesia no tenía vínculos significativos históricos ni culturales con la isla. No compartía idioma, no tenía la misma religión. Sin embargo, en 1975, la invadió. Portugal, el antiguo amo colonial, la acababa de abandonar como consecuencia de la caída de su propia dictadura en 1974. Fue entonces cuando el gobierno de Suharto aprovechó el vacío de poder.

La presencia militar de Indonesia en la Timor Oriental dio pie a uno de los mayores genocidios de la historia reciente. Violaciones, asesinatos masivos. Niños y ancianos. Mujeres y hombres. Uno de los más grandes genocidios, no en términos cuantitativos, pero sí proporcionales. Fallecieron más de 200 mil personas. El equivalente a la tercera parte de la población del país.

“Murieron resistiendo la invasión, fueron asesinados sin razón, perecieron en campos de concentración y de hambre. Tal vez genocidio es una palabra demasiado utilizada en estos tiempos. Pero indudablemente es lo que sucedió aquí. Y sucedió mayoritariamente sin la cobertura de las antenas satelitales y las cámaras de televisión. Y con la complicidad y el amparo de los gobiernos occidentales”, continúa Pilger.

El día en que Suharto decidió lanzar el ataque, que arrancaría a la isla de la placidez que había gozado durante tanto tiempo, ya que los portugueses casi no habían interferido con la vida cotidiana de la gente, el presidente estadounidense Henry Ford estaba junto a Henry Kissinger en Yakarta.

Documentos desclasificados posteriormente demostrarían que las potencias occidentales sabían lo que estaba sucediendo, y que lo apoyaban secretamente. En un mensaje a su gobierno, el embajador estadounidense escribió que esperaba que los indonesios fueran “rápidos, eficientes y que no empleen nuestros equipos”.

Preocupado por la repercusión en la opinión pública de la invasión, Henry Kissinger ordenó que los envíos de armas a Indonesia disminuyeran hasta el mes de enero. Y que luego volvieran a aumentar. De hecho, la cantidad se duplicó. Los militares indonesios bombardeaban a los civiles en las aldeas con aviones Bronco estadounidenses.

El gran botín del sudeste asiático

Las razones por las que Occidente no sólo no criticaba ni actuaba en contra del régimen de Suharto, sino que lo consideraba un aliado, se podrían enmarcar dentro de la división del mundo trazada por la guerra fría, pero también porque constituía un mercado suculento, rico en petróleo y recursos naturales. Richard Nixon afirmó que se trataba del “mayor premio” del sudeste asiático.

“Los mismos gobiernos que estuvieron dispuestos a ir a la guerra contra Saddam Hussein, en circunstancias paralelas no lo estuvieron para detener a un invasor rapaz, que rompió cada capítulo de la Carta de Naciones Unidas, y que desafió al menos diez resoluciones de la ONU en las que se le pedía que saliera de Timor Oriental… Lo que habla de la selectividad y objetivos de las grandes potencias, y de cómo el mundo está ordenado”.

El primer ministro australiano, Gough Whitlam, había viajado un año antes de la invasión, en septiembre de 1974, a Indonesia para ver a Suharto. Sostenía que las buenas relaciones con el régimen de Yakarta resultaban estratégicamente vitales para Australia.

En aquella visita declaró “que un Timor Oriental independiente sería un Estado inviable y una potencial una amenaza para la región”. Una traición en toda regla para los timorenses, que habían luchado junto a los australianos en la Segunda Guerra Mundial contra los japoneses

Un mes más tarde, Suharto lanzó la Operación Komodo para desestabilizar a los movimientos que en Timor Oriental comenzaban a abogar por la independencia, y tener así una excusa para invadir más adelante.

Según John Pilger, el periodista australiano Greg Shackleton se dirigió con su equipo a la ciudad costera de Balibo porque habían sido divisados barcos indonesios. Allí fue asesinado junto a sus compañeros de Channel 7 y de Channel 9, por lo que se los conoce como los Cinco de Balibo. “Si Shackleton hubiese llegado a denunciar la operación clandestina, quizás la invasión se habría detenido”, afirma John Pilger.

“Los colgaron y les cortaron los genitales”

Shirley Shackleton, la viuda de Greg, describe así la muerte de su marido: “Fueron colgados de los pies, les cortaron los órganos sexuales y se los pusieron en la boca. Es una práctica común en Timor Oriental. Los timorenses dicen que se tarda bastante tiempo en morir”.

Ella dice que su marido no sentía que corría peligro alguno, dada la excelente relación de Indonesia con Australia, y a que el gobierno de su país negaba abiertamente que se estuviera por producir una invasión.

Jim Dunn, el antiguo embajador de Australia para Timor Oriental, que huyó poco antes de la invasión, sostiene con respecto a la muerte de Roger East una opinión similar a la John Pilger: “Creo que si hubiese logrado escapar al interior, sus crónicas podrían haber cambiado dramáticamente los acontecimientos. El mundo hubiese sabido más acerca de la invasión, y habría actuado para detenerla”.

Según Paul Spottiswood, el último occidental que vio a Roger East con vida, este le habría dicho: “No puedo dejar a esta gente. Soy lo último que tienen. Hemos mandado mensajes alrededor del mundo, pero no hemos obtenido respuesta”.

Spottiswood, que es piloto, señala con admiración que East “tenía los cojones que no tienen nuestros políticos”.