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Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Morir para contar: Abdul Samad Rohani, otro reportero que nos deja en Afganistán

Escribo la trágica historia de Carsten Thomassen, que falleció en enero como consecuencia del ataque de los talibán al hotel Serena de Kabul, cuando recibo la noticia de que otro periodista acaba de perder la vida en la tierra del Hindu Kush: Abdul Samad Rohani.

Renombrado poeta local a pesar de su juventud, tenía 25 años, Abdul Samad Rohani se había sumado a la BBC en 2006. Además de contribuir a la emisión en inglés de la cadena británica, trabajaba como director del servicio radiofónico en lengua pastún.

Su base estaba en Helmand, una de las provincias más peligrosas del país, que por sí sola produce la mitad del opio que se consume en el mundo.

Bastión asimismo de la insurgencia talibán que cada día parece tener mayor musculatura a pesar del control que las tropas británicas de la ISAF mantienen sobre algunas ciudades que se extienden a orillas del río Helmand.

Sin explicación

El pasado sábado, Abdul Samad Rohani cubrió la quema masiva de droga en las inmediaciones del aeropuerto de Lashkar Gah, la capital de Helmand. Después de comer salió de su casa sin especificar hacia dónde se dirigía.

Su cuerpo sin vida apareció el domingo. Había sido secuestrado y asesinado. Hecho del que Qari Yusuf Ahmadi, portavoz talibán en la región, desvinculó a la organización del Mulá Omar.

Jon Williams, editor de BBC World News, afirmó que “la dedicación y el valor de Horiani han sido parte central de la cobertura de la BBC en Afganistán durante los últimos años. Su muerte es una terrible pérdida. Nuestro pensamiento está con sus amigos y su familia”.

«Rohani conocía Helmand mejor que nadie que yo haya conocido», dice Bilal Sarwary, colega de profesión y amigo. «Su compasión lo llevó a viajar a las zonas controladas por los talibán para informar sobre la vida de la gente allí».

Daniele Mastrogiacomo

En marzo de 2007, otro ataque a la prensa tuvo lugar en Helmand: el veterano reportero de guerra Daniele Mastrogiacomo, corresponsal de La Repubblica, era secuestrado junto al periodista afgano Ajmal Naqshbandi y a Sayed Agha, el chófer que los conducía.

En un vídeo que conmocionó a la opinión públcia italiana, Sayed Agha fue decaptiado por los hombres del líder talibán Mulá Dadullah. El médico Gino Strada, que hace dos semanas presentaba su último libro en Madrid, hizo de intermediario. Y Mastrogiacomo fue liberado a cambio de la salida de prisión de cinco detenidos talibán, entre los que se encontraba el hermano de Dadullah.

Mientras que el periodista italiano volvía a su país, Ajmal Naqshbandi era asesinado por sus captores el 8 de abril de 2007. Un mes más tarde, Dadullah, su hermano Shah Mansur y dos talibán más, morían bajo fuego de los EEUU.

La labor de los reporteros locales

Abdul Samad Rohani pertenecía a una joven camada de periodistas locales que desde hace algunos años están consiguiendo la mayor parte de las noticias que recibimos desde las zonas más conflictivas del mundo.

Ante la merma en el número de corresponsales extranjeros, ya sea por peligro, miedo o desinterés, reporteros como Abdul Samad Rohani, que antes muchas veces hacían de traductores o fixers, ahora están ejerciendo un periodismo valiente, comprometido, en Afganistán, Irak y Somalia, sin el reconocimiento de sus pares occidentales, pero sí con extraordinarios resultados, como es entre tantos otros el caso del fotógrafo iraquí Bilal Hussein, de quien ya hablamos en este blog.

«Estos valientes reporteros trabajan de manera infatigable, lejos de sus familias, para que el mundo comprenda la situación desesperada a la que se enfrenta la gente de Afganistán”, señala Bilal Sarwary, para luego agregar sobre Abdul Samad Rohani: “Como afgano siempre me sentiré orgulloso de este colega y amigo. Dedicó su tiempo y vida a decir la verdad y ayudar a Afganistán”.

Es el segundo periodista de la BBC que muere en menos de 24 horas. El otro, Nasteh Dahir, fue asesinado el sábado en el sur de Somalia. Y Abdul Samad Rohani es el decimosexto en dejarse la vida para contar la noticia en lo que va de año.

Si repasamos los nombres de los fallecidos en Irak, Gaza o Nepal, veremos que la mayoría son periodistas autóctonos, que viven allí a perpetuidad, con los riesgos que esto conlleva, y que muchas veces se la juegan en el anonimato por sueldos que les son tan necesarios para sacar adelante a sus familias como bajos. Desde aquí, toda la admiración y el respeto por estos compañeros.

Morir para contar: Martin Adler, reportero asesinado en Somalia

Aprovecho el repaso y la reflexión sobre los crímenes de guerra de soldados de EEUU en Irak, para rendir homenaje al extraordinario reportero Martin Adler, que tras haber cubierto conflictos armados en al menos una docena de países, murió el 23 de junio de 2006 en Mogadiscio.

Nacido en Estocolmo, Adler estudió antropología en Londres. Aunque luego se dedicaría al periodismo, su gran pasión, que le trajo en la profesión, aunque no ante el gran público, un merecido reconocimiento a lo largo de su carrera.

Desde el premio Amnistía Internacional en 2001 por la historia que filmó sobre el secuestro y venta de mujeres en China, hasta el galardón que lleva el nombre de Rory Peck, otro gran periodista que falleció haciendo su trabajo, y que recibió en 2004 por la pieza documental: En patrulla con la compañía Charlie.

El último encuentro

Unai Aranzadi, joven reportero vasco, y otro habitual en las zonas de conflicto, fue el último periodista extranjero en encontrarlo con vida en Somalia. “¿Cómo está la cosa por allí?, me preguntó Martin en la carretera que sale de Mogadiscio a Jowhar. «Más o menos. Has de andar con cuidado cuando te acerques a ellos. También verás muchos niños soldado». Gracias, respondió y nunca más le volví a ver”, escribió.

Según su descripción: “Martin Adler era para mí un ejemplo. El reportero completo e independiente capaz de producir, grabar y editar por su cuenta. Un sueco valiente de esos que no ponen la cara frente a la cámara; de esos que no trabajan desde el lobby del hotel”.

Muerte en Somalia

Adler estaba cubriendo en Mogadiscio una manifestación a favor de la paz. Aún no había tenido lugar la invasión etíope patrocinada por EEUU, y el país parecía tener alguna esperanza de no caer en el abismo en el que se encuentra ahora. El Gobierno Transicional del presidente Abdullahi Yusuf Ahmed y la Unión de Cortes Islámicas acababan de firmar un acuerdo de alto el fuego en Sudán.

La capital somalí llevaba dos semanas en manos de los islamistas cuando un hombre apareció de la multitud y le disparó a boca jarro a Martin Adler para luego huir. Asesinato que los propios líderes del movimiento integrista condenaron.

Adler, que en aquel momento tenía 48 años, dejaba tras de sí mujer y dos hijas. Y se sumó a la larga lista de profesionales que perdieron la vida en ese país, como Kate Peyton, de la BBC, que murió un año antes.

En 2007, Somalia fue después de Irak el lugar del mundo en el que más reporteros perecieron. Ocho profesionales dejaron de informar en el peor año que se recuerda para la prensa en el Cuerno de África.

Anticipando Irak

El Salvador, Ruanda, Congo, Angola, Sierra Leona, Chechenia, Liberia, Chechenia, Bosnia, Afganistán, Sri Lanka, Irak, son algunos de los países en los que Adler se había desempeñado cubriendo conflictos armados, genocidios, violaciones de derechos humanos.

Casi siempre había trabajado como periodista independiente, free lance, vendiendo su material para numerosos medios entre los que se encontraban Channel 4 y el periódico sueco Aftonbladet.

Tenía una gran habilidad para ir más allá, para meterse en la noticia, tanto con una cámara de vídeo como una máquina fotográfica, como muestra una de sus fotos de El Salvador de 1992.

De sus reportajes destacan los que dedicó a la vida de los musulmanes en Cachemira, la magia negra en Congo, el tráfico de drogas en Portugal, las luchas en Monrovia y el tsunami en Banda Acheh.

Pero el más admirable de todos es En Patrulla con la compañía Charlie , que fue una suerte de anticipación de los crímenes que los soldados de EEUU cometería en Abu Ghraib y en tantos otros lugares del país del Tigris y el Éufrates. Y al que dedicaré la próxima entrada.

Continúa…

Morir para contar: Bill Stewart, el comienzo del fin de Somoza

«Ese fue el gringo que nos cambió la vida», me dice Lola Ocón, antigua líder sandinista que hoy se ha pasado a la oposición de izquierdas a Daniel Ortega. «Después de que lo mataran, los Estados Unidos dejaron de apoyar a Somoza».

Y así sucedió. El brutal asesinato del periodista Bill Stewart, filmado por sus compañeros, conmocionó de tal forma a la opinión pública estadounidense que su gobierno no pudo seguir respaldando a la dinastía dictatorial y sanguinaria que había sometido y expoliado al pueblo nicaragüense durante cuarenta años.

Regreso a Managua tras diez días en la tierra de los miskitos. Mientras espero el avión que me llevará a Madrid – en uno de los tantos recorridos que realizo por esta ciudad apacible, desperdigada, latente de vegetación y rodeada de montañas que es la capital nica -, me detengo en el lugar donde Bill Stewart perdió la vida junto a su interprete, Juan Espinoza. Una placa, en el barrio de Reguero, próxima al mercado Roberto Huerbes, recuerda a los dos hombres que murieron de una forma que aún hoy resulta incomprensible.

Este asesinato, que desde que empecé la serie Morir para contar supe que alguna día relataría, ya que es uno de los más recordados de la profesión, tuvo lugar el 20 de junio de 1979. Bill Stewart, reportero de 37 años de edad y empleado de la cadena ABC, regresaba al hotel Interncontinental en una furgoneta junto a su traductor, al técnico de sonido Jim Céfalo y al veterano cámara Jack Clark. Volvían del norte de Nicaragua. El vehículo tenía escrito a un lado las palabras: Foreing Press.

Avanzaban por la avenida de los Mártires del Primero de Mayo cuando una patrulla de la Guardia Nacional les ordenó que se detuvieran. Acompañdo por su intérprete, Bill Stewart se dirigió hacia al soldado que estaba al frente al tiempo en que Céfalo y Clark se escondían entre la maleza. Llevaba en la mano su acreditación de prensa del gobierno de Nicaragua y una bandera blanca. Le dijo que no hablaba español y que era periodista estadounidense.

El guardia lo encañonó con su M16 y le gritó: «Ponte de rodillas hijoeputa, ponte de rodillas». Bill se arrodilló y le dijo suplicante: «No español, no español, yo periodista». Acto seguido el militar le ordenó que se tumbara sobre el suelo: «¡Acuéstate, hijoeputa!». Bill le hizo caso. Y el soldado le dio una patada en el costado derecho volviendo atrás unos pasos al tiempo en que Bill se retorcía de dolor.

«No español, yo periodista, yo periodista», le volvió a suplicar el reportero. A lo que el Guardia Nacional, que levantó en el aire su arma durante unos instantes, le contestó pegándole un tiro en la nuca. Del militar que disparó se sabe que se llamaba Álvarez, que tenía 18 años en el momento del asesinato y que lloró durante el juicio al que lo sometieron los sandinistas.

El primero en dar la noticia fue el corresponsal de EFE en Managua, Filadelfo Martínez. El cable de prensa conmocionó al resto de los periodistas extranjeros. Aunque el régimen de Anastacio «Tachito» Somoza intento evitar que se emitieran, Clark y Céfalo transmitieron las imágenes desde la habitación 307 del hotel Intercontinental. En poco tiempo dieron la vuelta al mundo. La televisión de los EEUU las repetían una y otra vez.

Los 97 periodistas extranjeros acreditados en Managua, que tenían el hotel Intercontinental como centro de operaciones, firmaron una carta de protesta que hicieron llegar al dictador. La prensa local, propiedad de la familia Somoza, afirmó que los corresponsales formaban parte de la «propaganda comunista».

La guerra civil de Nicaragua, en la que la guerrilla sandinista luchaba contra la dictadura, se llevaba por delante cientos de vidas inocentes. Bombardeos, francotiradores, fuego cruzado en las esquinas. Lo que le sucedió a Bill Stewart no era ajeno a los civiles nicaragüenses.

Nacido en West Virginia, Stewart llevaba un mes en Nicaragua cuando fue asesinado. Hasta ese momento el gobierno de Somoza había sido respaldado mayoritariamente por los republicanos, ya que argumentaban que era un baluarte en contra del comunismo. Casi cuatro semanas más tarde, el 19 de julio de 1979, sin el apoyo de EEUU, el dictador cayó.

El cuerpo de Bill Stewart llegó a EEUU gracias a la gestión de Alemania Occidental, pues el gobierno de Washington se negó a colaborar con la familia y con la cadena ABC en el traslado del féretro. Pero la traición llegó cuando Ronald Reagan comenzó a financiar a los Contra para que se enfrentaran al gobierno sandinista. La Guardia Nacional, de la que formaba parte el asesino de Stewart, fue la que encabezó la acción armada financiada por los contribuyentes norteamericanos que tiempo antes se habían horrorizado ante la violencia homicida de sus integrantes.