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La primera vacuna contra la malaria no es la panacea, pero ayudará

Bueno, pues ya están aquí. Después de una paciente espera, por fin conocemos los resultados finales del ensayo clínico en fase III –el último requisito previo a la comercialización– de la vacuna RTS,S/AS01, la inmunización contra la malaria que llevamos muchos años esperando y en la que estaban depositadas las mayores esperanzas de atajar la lacra que cada minuto acaba con la vida de un niño en África.

Un eritrocito (glóbulo rojo) infectado por parásitos de la malaria (coloreados en azul). Imagen de National Institutes of Health (NIH) / Wikipedia.

Un eritrocito (glóbulo rojo) infectado por parásitos de la malaria (coloreados en azul). Imagen de National Institutes of Health (NIH) / Wikipedia.

El resumen de la historia, según publica esta semana la revista The Lancet, es que las cifras de protección son modestas, como ya nos habían adelantado los datos que se han ido publicando desde 2011. De hecho, incluso peores de lo apuntado por los primeros resultados: en conjunto y en el mejor de los casos, cuando la vacunación inicial se refuerza con una dosis de recuerdo, en niños de entre 5 y 17 meses de edad en el momento de iniciar el tratamiento se obtiene una protección del 32% contra la malaria severa, y del 35% contra las hospitalizaciones asociadas a la enfermedad. En recién nacidos de entre 6 y 12 semanas, los números son aún más desalentadores: una reducción del 26% en los episodios clínicos, sin protección significativa contra los casos graves. Todo ello a lo largo de un período de seguimiento máximo de hasta cuatro años.

Para colocar las cifras en un cierto contexto de comparación, recordemos que la vacuna contra la fiebre amarilla, que suelen recibir los turistas antes de viajar a los trópicos, tiene una eficacia de más del 90% y protege de por vida, aunque durante años se prescribía una dosis de recuerdo a los 10 años que la Organización Mundial de la Salud dejó de recomendar en 2013 por innecesaria. Por el contrario, los programas de inmunización generales no suelen incluir la vacuna contra el cólera, cuya protección desciende por debajo del 50% después de los primeros dos años.

Distribución de redes antimosquitos en Mbanza Congo (Angola). Imagen de USAID Africa Bureau / WIkipedia.

Distribución de redes antimosquitos en Mbanza Congo (Angola). Imagen de USAID Africa Bureau / WIkipedia.

De todo ello se desprende que la vacuna RTS,S/AS01, desarrollada por la compañía GlaxoSmithKline y cuyo estudio lideró durante años el médico español Pedro Alonso (actualmente director del Programa Mundial de Malaria de la OMS), no será el arma definitiva contra la epidemia. Pero es la mejor arma que hoy tenemos; y teniendo en cuenta la devastación que provoca la enfermedad, la vacuna puede salvar miles de vidas al año. En palabras del autor de contacto del estudio, Brian Greenwood, de la Escuela de Higiene y Medicina Tropical de Londres, «a pesar de que la eficacia desciende con el tiempo, RTS,S/AS01 aún aporta un claro beneficio». «Dado que en 2013 hubo un número estimado de 198 millones de casos de malaria, este nivel de eficacia potencialmente se traduce en la prevención de millones de casos de malaria en niños».

La lectura alentadora de la historia es que, además, no se trata de una promesa a largo plazo, sino que es ya una realidad presente en nuestras manos. Al término de la fase III, un fármaco ya puede conseguir los permisos necesarios para su comercialización. Según Greenwood, «la Agencia Europea del Medicamento (AEM) evaluará la calidad, seguridad y eficacia de la vacuna basándose en estos datos finales. Si la AEM da una opinión favorable, la OMS podría recomendar el uso de RTS,S/AS01 en octubre de este año. Si se licencia, RTS,S/AS01 sería la primera vacuna humana licenciada contra una enfermedad parasitaria».

Es probable que la vacuna contra la malaria reciba un tratamiento parecido a la inmunización contra el cólera, que solo se administra en zonas de alto riesgo y sin descuidar el resto de medidas dirigidas a combatir la transmisión de la enfermedad. Los extranjeros que visitan países donde hay cólera no suelen recibir la vacuna, salvo que por motivos profesionales vayan a estar en contacto directo con enfermos o vayan a sufrir otro tipo de exposición de alto riesgo. Dado que la malaria no se contrae a través de los afectados sino que hace falta la intervención del vector, el mosquito Anopheles, es previsible que el uso de la vacuna se restrinja exclusivamente a las poblaciones nativas de alto riesgo. Y en los lugares más castigados por la enfermedad, añadirá un frente más de lucha contra el parásito.

De hecho, en un comentario adjunto al estudio en The Lancet, dos responsables de la OMS advierten de que la financiación para la administración de la vacuna no debería detraerse de las actuales medidas. En su web, la OMS ya ha añadido el siguiente comentario: «La vacuna se evaluará como una medida adicional, no sustitutiva, de las actuales medidas de prevención, diagnóstico y tratamiento. La necesidad de redes insecticidas de larga duración, tests de diagnóstico rápido y terapias combinadas basadas en artemisinina continuará si RTS,S/AS01 llega a estar disponible y a utilizarse».

Se abre el debate: por primera vez corrigen genes en un embrión humano

Acaba de producirse uno de esos hitos de la biotecnología que solo se cuentan a razón de uno por década, o así, pero que en sus repercusiones teóricas podría situarse a la altura de los antibióticos o de las vacunas. Teóricas, porque difícilmente va a aplicarse en un plazo que podamos prever: a fecha de hoy, si un científico occidental lo hiciera, sería reprobado dentro y fuera de su profesión, y en algunos países podría acabar en la cárcel. Pero China, como sabemos, no se distingue precisamente por su liderazgo ético en el mundo, y muchas cuestiones que en occidente plantean debates morales allí solo significan retos técnicos.

Fertilización in vitro de un óvulo humano. Imagen de Eugene Ermolovich (CRMI) / Wikipedia.

Fertilización in vitro de un óvulo humano. Imagen de Eugene Ermolovich (CRMI) / Wikipedia.

Ante todo, una aclaración esencial: los investigadores chinos no han descubierto nada, y su experimento está a años luz de poder calificarse como éxito. Así pues, si no hay hallazgo revolucionario, si los resultados son mediocres, y si además todo el asunto es éticamente discutible, ¿cómo puede tratarse de algo equiparable a los antibióticos o a las vacunas? La respuesta es que, si un oportuno debate concluyera en la aprobación pública de estos procedimientos, y estos pudieran perfeccionarse para garantizar una eficacia y una limpieza a la altura de los estándares clínicos, desaparecerían del mundo todas aquellas enfermedades congénitas hereditarias cuyos genes responsables han podido identificarse; es decir, la mayoría de lo que conocemos como enfermedades raras.

El término clave es edición genómica embrionaria. Es decir, cortar los genes defectuosos en un embrión y reemplazarlos por versiones sanas. Se trata de un procedimiento de corta-pega molecular, no muy lejano en su concepto a lo que hacían los montadores de cine cuando las películas se rodaban en película. Para aplicarlo a algo tan pequeño como una cadena de ADN, es necesario disponer de unas tijeras infinitamente pequeñas y precisas.

Durante décadas, los biólogos moleculares han utilizado distintos sistemas para corta-pegar genes. La biotecnología nació gracias al descubrimiento de las enzimas de restricción, proteínas que las bacterias emplean como sistemas de defensa frente a virus y que son capaces de reconocer y cortar secuencias específicas de ADN. Hoy se comercializan más de 600 enzimas de restricción distintas, que en los laboratorios se emplean como herramientas de rutina para elaborar construcciones genéticas a voluntad con la contribución de un segundo tipo de elementos: las ligasas, que pegan los bordes cortados. A las enzimas de restricción se han ido sumando otros sistemas más sofisticados como las llamadas nucleasas de dedos de cinc, enzimas artificiales que pueden diseñarse para reconocer y cortar secuencias específicas con mayor precisión que los sistemas bacterianos naturales.

A finales del siglo XX, cuando las nuevas tecnologías facilitaron la secuenciación de genomas a granel, los científicos se dieron cuenta de que muchas bacterias poseían unas extrañas marcas comunes en su ADN: cinco fragmentos repetidos de 29 bases (las letras del ADN), separados por espaciadores de 32 bases y secuencia variable. O sea, y haciendo un símil con un sándwich: pan – queso – pan – chorizo – pan – jamón – pan – mortadela – pan. Los investigadores no tenían la menor idea de qué significaban, pero en 2002 se les puso un nombre: CRISPR, siglas en inglés de Repeticiones Palindrómicas Cortas Agrupadas y Regularmente Espaciadas; una denominación puramente descriptiva sin ninguna alusión a una función que por entonces era desconocida.

Por abreviar, más tarde se descubrió que los espaciadores variables –el relleno entre cada dos panes– son secuencias de ADN de virus que atacan a las bacterias, fragmentos que estas atrapan de sus invasores para guardar de ellos una especie de huella dactilar que les ayude a reconocerlos y combatirlos en el futuro. Es decir: cuando una bacteria sufre la agresión de un virus, corta pedazos de su ADN y los archiva en sus CRISPR. Más adelante, si el mismo virus ataca de nuevo, unas enzimas llamadas Cas que trabajan en equipo con los CRISPR se encargarán de reconocer estas huellas para cortar esas secuencias y neutralizar así al invasor.

Como ocurrió antes con las enzimas de restricción, de inmediato los biólogos reconocieron el enorme potencial del sistema CRISPR/Cas9 para construir y modificar secuencias genéticas a voluntad, y en solo unos años este campo se ha convertido en uno de los más calientes y prometedores de toda la biología experimental. Desde la ciencia básica hasta la terapia genética, desde la mejora de cosechas a la clonación de mamuts, las aplicaciones de CRISPR/Cas9 son tan incontables que el hallazgo podría valer un Nobel, tal como en 1978 se premió a los descubridores de las enzimas de restricción.

Llegamos así a lo nuevo. Investigadores de la Universidad Sun Yat-sen de Guangzhou (China) han sido los primeros en atreverse a aplicar el sistema CRISPR/Cas9 para editar genes en un embrión humano, una utilidad que ya muchos habían vaticinado pero sobre la que aún no existe un consenso ético. Es imprescindible subrayar, con triple subrayado, que los científicos chinos han empleado embriones NO viables con tres juegos de cromosomas en lugar de los dos normales. Estos embriones triploides se producen durante la fertilización in vitro cuando un óvulo queda fecundado por dos espermatozoides. Recordemos que la presencia de un solo cromosoma de más ocasiona graves alteraciones, como sucede en el síndrome de Down. Un embrión con un triple juego de cromosomas no es de ninguna manera viable.

Para ensayar la edición genómica, los investigadores eligieron el gen de la β-globina (HBB), cuyo producto es una proteína de la hemoglobina cuyas alteraciones causan enfermedades como la anemia falciforme o la beta-talasemia. Pero como ya he señalado al comienzo, no se puede decir que el experimento haya sido un éxito. El sistema CRISPR/Cas9 logró extraer quirúrgicamente el gen HBB en aproximadamente la mitad de los embriones supervivientes analizados, pero solo en pocos casos consiguió reparar la brecha con la secuencia de reemplazo. Aún peor, los científicos observaron que en varios casos la enzima cortó donde no debía y que algunas de las brechas se rellenaron empleando erróneamente otro gen parecido como modelo, el de la delta-globina (HBD), causando mutaciones aberrantes.

En resumen, un pequeño desastre. El propio director del estudio, Junjiu Huang, reconoció a Nature News que no prosiguieron más allá porque el sistema «todavía es demasiado inmaduro». «Si quieres hacerlo en embriones normales, necesitas acercarte al 100%», dijo Huang. El investigador asegura que su estudio fue rechazado por Nature y Science debido al conflicto ético que plantea, pero lo cierto es que la calidad de los resultados conseguidos difícilmente superaría los exigentes filtros de estas revistas.

En su lugar, el trabajo se ha publicado en la revista Protein & Cell, de índice de impacto más discreto. Pero no cabe duda de que el impacto del estudio será mucho mayor de lo que merecerían los logros aportados, y que su eco se extenderá mucho más allá de las paredes de los laboratorios. Como suele decirse vulgarmente, el experimento de los investigadores chinos ha abierto un melón, y ahora habrá que discutir sobre qué hacer con él.

Ya hay una cura para el ébola

Quédense con este nombre: TKM-Ebola. Es el primer medicamento que ofrece un cien por cien de efectividad contra el ébola, a falta de conocer todos los detalles del estudio que hoy publica Nature y que describe un ensayo preclínico en monos con un fármaco que ataja eficazmente la enfermedad en la fase temprana de la infección.

Partículas del virus del Ébola (en verde) sobre una célula infectada (azul). Imagen de NIAID / Wikipedia.

Partículas del virus del Ébola (en verde) sobre una célula infectada (azul). Imagen de NIAID / Wikipedia.

A juzgar por los indicios desvelados antes del desembargo de la noticia, los resultados parecen espectaculares. Así lo resume en un comunicado el director del estudio, Thomas Geisbert: «Fuimos capaces de proteger a todos nuestros primates no humanos contra una infección letal de ébola Makona [la cepa causante del brote actual] cuando el tratamiento comenzó tres días después de la infección. En este punto, los infectados mostraban signos clínicos de la enfermedad y tenían niveles detectables del virus en la sangre».

Según exponen los investigadores, los animales tratados presentaban síntomas más leves y se recuperaron por completo. El tratamiento protegió a los monos de los daños renales y hepáticos del virus y de las alteraciones en sangre, logros cruciales para evitar la devastación producida por el ébola que causa la muerte de los pacientes. Los controles no tratados sucumbieron a la enfermedad entre los días octavo y noveno de la infección.

El fármaco ha sido desarrollado por la compañía Tekmira Pharmaceuticals, de Vancouver (Canadá), en colaboración con otras instituciones, entre ellas el Departamento de Defensa de EE. UU. El medicamento consiste en una nanopartícula de lípidos (LNP) que contiene pequeñas cadenas de ARN destinadas a interferir con el funcionamiento normal del virus, llamadas ARN pequeños de interferencia (siRNA, por sus siglas en inglés). Estos siRNA tienen una secuencia complementaria a la de las cadenas de ARN del virus, como las dos mitades de una cremallera, por lo que se unen a los ARN virales y los neutralizan. Los experimentos se han realizado en colaboración con la división médica de la Universidad de Texas en Galveston, poseedora de uno de los mejores centros del mundo de nivel de bioseguridad 4 para trabajar con patógenos muy peligrosos.

Es primordial subrayar que logros como estos no se obtienen de la noche a la mañana por arte de magia cuando las epidemias aprietan. Como en la clásica fábula de la cigarra y la hormiga, todos nos beneficiaremos ahora del trabajo de los países que invirtieron en investigación sobre el ébola cuando nadie más lo hacía: Canadá y EE. UU. De hecho, el primer estudio preclínico con los siRNA-LNP se publicó en la revista The Lancet en 2010.

En enero de 2014, Tekmira lanzó la fase I del ensayo clínico, la primera prueba en humanos que sigue a los estudios preclínicos y que constituye el paso inicial del largo proceso necesario para que un medicamento llegue al mercado. Sin embargo, en julio la Agencia de Fármacos y Alimentos de EE. UU. (FDA) decidió dejar el ensayo en suspenso cuando se detectaron síntomas de tipo gripal en varios de los sujetos. Esto no implica que el fármaco no sea válido, o que se vaya a detener su desarrollo. Simplemente, en la fase I se evalúa si el medicamento es seguro, y cualquier anomalía debe examinarse en detalle antes de proseguir.

En agosto, no obstante, la FDA autorizó el uso del medicamento para el tratamiento experimental de pacientes en riesgo crítico, una medida excepcional que se adopta en ocasiones para sortear el largo proceso de los ensayos clínicos cuando existe una verdadera emergencia de salud pública, como es el caso del actual brote de ébola. Gracias también a estas medidas se pudo administrar otro fármaco en pruebas, el ZMapp, a la enfermera española Teresa Romero y a otros afectados. El ZMapp (Mapp Biopharmaceutical, San Diego, California), constituido por anticuerpos contra el virus, es otro de los tratamientos actualmente en desarrollo, junto con el AVI-7537 de la compañía Sarepta Therapeutics (Cambridge, Massachusetts). Este último también se basa en ARN modificado, aunque su mecanismo de acción es diferente al del TKM-Ebola.

Aunque la confirmación oficial de la validez terapéutica del TKM-Ebola en humanos aún deberá esperar, los indicios son tremendamente prometedores. El día 10 de este mes, Tekmira anunció que la FDA ha levantado la suspensión de la fase I para dosis bajas, y la compañía planea la reanudación del ensayo clínico a lo largo de las próximas semanas, con resultados previstos para la segunda mitad del año. Mientras tanto, el medicamento ya se está empleando para tratar a los enfermos de ébola en Sierra Leona.

Una última gran ventaja del TKM-Ebola es que su diseño puede retocarse fácilmente para hacer frente a nuevas cepas del virus que puedan surgir en el futuro. La modificación de la secuencia de ARN es una alteración menor sin apenas incidencia en el proceso productivo; se trataría simplemente de secuenciar el genoma del nuevo aislado del virus, comprobar las variaciones en el ARN respecto a la cepa modelo y programar estos cambios en la máquina que sintetiza los siRNA. En palabras del presidente de Tekmira, Mark Murray: «El estudio demuestra que podemos adaptar rápidamente y con precisión nuestra tecnología de siRNA-LNP para dirigirla contra secuencias genéticas que emerjan en nuevos brotes de virus del ébola».

Pasen y vean al único flamenco negro del mundo (ave, no cantaor)

El perro verde, el mirlo blanco, el elefante rosa. A menudo describimos la rareza asignando a los animales colores que no son naturales en ellos, y los ejemplares de tonos inusuales se convierten en objeto de temor y admiración, como el cachalote blanco que obsesionaba al capitán Akhab. Durante 37 años el zoo de Barcelona fue una atracción mundial gracias a Copito de Nieve, el único gorila albino conocido, capturado por unos cazadores en Guinea Ecuatorial y que tuvo la enorme suerte de que pasara por allí Jordi Sabater Pi, uno de los más grandes primatólogos de la historia. Una vez que Copito se vio privado de su hábitat natural, no cabe duda de que todas las demás posibles opciones que le esperaban habrían sido mucho peores.

Esta semana ha surgido en internet una nueva rareza casi inédita hasta ahora. Y casi, porque se trata en realidad del segundo avistamiento que sigue a otro anterior en Israel, aunque los científicos piensan que probablemente se trate del mismo ejemplar: el único flamenco negro jamás registrado. Miembros del Departamento Ambiental de Akrotiri, una zona de soberanía británica en la costa sur de la isla de Chipre, estaban censando flamencos en un lago salado cuando se toparon con esta, nunca mejor dicho, rara avis.

Se trata de un ejemplar de flamenco común (Phoenicopterus roseus), una de las seis especies de esta familia y la más extendida de las dos del Viejo Mundo. Como sus parientes, es una especie migratoria, que a lo largo del año recorre grandes distancias entre sus moradas de verano e invierno, desde el sur de Europa hasta la India pasando por África. Los flamencos se reúnen en grandes bandadas en los lagos salinos donde encuentran su dieta compuesta de pequeños organismos, sobre todo artemias y cianobacterias Arthrospira. Para separar el alimento del fango cuentan con su pico filtrante, tapizado con unas estructuras en forma de laminillas y cuya curiosa forma se debe a que está adaptado para usarse cabeza abajo.

Si hay algo universalmente conocido sobre los flamencos es su color rosado. Pero no todo el mundo sabe que en realidad su plumaje es naturalmente blanco, y que sus tonos típicos desde el salmón hasta el carmesí se deben a los carotenoides, pigmentos que dan los colores rojizos en las plantas y que los flamencos obtienen de su dieta de plancton. Por esta razón los flamencos en cautividad suelen ser de tono más apagado, y también por este motivo los animales con polluelos palidecen, ya que regurgitan el alimento para nutrir a sus crías. Por el contrario, cuando los flamencos buscan pareja, un color más vivo en los machos asegura el éxito entre las damas.

El melanismo o coloración negra es un fenómeno que se da con cierta frecuencia en algunas especies, pero que nunca se había documentado en un flamenco. Al contrario que el albinismo, se produce por un exceso del pigmento melanina, y en las poblaciones de ciertas especies aparece como una adaptación a unas condiciones ambientales concretas. El ejemplo más conocido es la pantera negra, la variedad melánica del leopardo. Pero más allá de las hipótesis obvias sobre un mejor camuflaje en zonas peor iluminadas, como las selvas tupidas, las razones del melanismo aún son también algo oscuras. Al hallarse ejemplares negros de leopardos y servales en zonas de alta montaña, como los Aberdares de Kenya, se pensó que esta coloración servía como adaptación al frío, pero no parece que esta sea una razón de peso.

En el flamenco que aparece en las imágenes, los científicos aún no saben a qué se debe su peculiaridad, ni si alguno de sus progenitores ya lo tenía. Pero dado que en general el melanismo es hereditario y dominante –es decir, que aparece en todos los individuos que poseen el genotipo–, sería de esperar que, si consigue criar, en torno a la mitad de sus polluelos heredarán el elegante color de su padre; para los flamencos, el negro es el nuevo rosa.

El cumpleaños de Cheryl y otros acertijos lógicos

Esta semana se ha propagado vertiginosamente –entiéndase; todo lo vertiginoso cuando se trata de asuntos de inteligencia, siempre varios órdenes de magnitud por debajo de Belén Esteban o el fútbol– una historia sobre un problema que al parecer formaba parte de un concurso matemático para adolescentes de Singapur, y que se convirtió en pandemia viral cuando el presentador de un programa televisivo lo colgó en internet y varios medios lo amplificaron, entre ellos el altísimo y todopoderoso New York Times. También he comprobado que en esta nuestra casa apareció en el blog del sufrido becario.

Dado que a estas alturas es de esperar que el día del cumpleaños de Cheryl sea más conocido ya que el del propio Jesucristo, me abstengo de explicar aquí el problema y su solución. Quien aún no se haya enfrentado con este acertijo o ni siquiera haya oído hablar de él, puede encontrar el enunciado y la solución aquí. Pero lo que me interesa destacar del caso es que, dejando de lado la mayor o menor afición que cada uno libremente profese por este tipo de juegos mentales, ante estos retos no sirve escudarse en el típico «yo soy de letras».

El problema del cumpleaños de Cheryl.

El problema del cumpleaños de Cheryl.

El del cumpleaños de Cheryl no es un problema matemático, sino lógico, y la lógica es una disciplina de la filosofía. Es cierto que los teoremas matemáticos emplean las reglas de la lógica, como también los científicos a la hora de sentar las conclusiones de sus investigaciones. Pero también lo hace, por ejemplo, un juez (y que yo sepa, esta sigue siendo una carrera de letras) cuando debe casar las declaraciones de varios testigos, posiblemente veraces o no, para reconstruir los hechos de un delito y desenmascarar a los culpables.

De hecho, la versión más simple del tipo de lógica que representa el problema de Cheryl es precisamente una que abunda en el género policíaco de cine y televisión, y que casi se ha convertido en un cliché. Me refiero a esos interrogatorios en los que el sospechoso declara, «agente, le juro que yo no sé nada de ningún coche rojo», a lo que el poli replica: «amigo, yo no le he dicho que el coche fuera rojo». La clave para resolver este tipo de acertijos no reside en lo que directamente sabemos –en este caso, saber que el coche es rojo no nos ayuda a la resolución del caso–, sino en lo que sabemos que otros saben, y en cómo esos otros reaccionan de acuerdo a lo que saben.

En el problema de Cheryl, el secreto consiste en inducir –de lo particular a lo general, lo contrario de deducir– la fecha del cumpleaños de la chica a partir de cómo sus amigos Albert y Bernard reaccionan a lo que saben, pero sin que nosotros dispongamos de la información concreta que sí conocen ellos dos. Otro bonito ejemplo que plantea el mismo tipo de lógica es este conocido acertijo, que algunas fuentes titulan como

El problema del censo:

Un agente del censo aborda a una mujer que ha salido de su casa para recuperar el correo del buzón. «Disculpe, señora», le dice; «soy agente del censo y necesito saber cuántos hijos tiene usted, así como sus edades». A lo que la mujer, con cierta guasa, responde: «Mire, dado que ni usted ni yo gozamos de una verdadera existencia física, sino que somos simples personajes de un problema de lógica, me va a permitir que se lo complique un poco. Tengo tres hijos. El producto de sus edades es 36. Y la suma de sus edades es el número de este portal». El agente observa el número del portal, anota y prosigue: «Perdone, señora, no tengo suficientes datos». Pero la mujer se limita a replicar mientras cierra la puerta: «Ya, ya. Mire, es que no puedo seguir perdiendo el tiempo con usted porque tengo a mi hijo mayor enfermo». Y lejos de protestar, el funcionario apunta las edades de los niños y se marcha satisfecho. Pregunta: ¿Cuáles son las edades de los hijos?

La primera reacción de quien escucha este enunciado suele ser: «¿Y cuál es el número del portal?». Naturalmente, la única respuesta es que el agente del censo lo sabe, pero nosotros no. Ni necesitamos saberlo. Al igual que sucedía en el problema de Cheryl, lo relevante no es conocer este dato, sino estudiar cómo reacciona el agente del censo a lo que él sí sabe.

En primer lugar, hay que desplegar todas las combinaciones posibles de tres números cuyo producto es 36. Descomponiéndolo en productos de primos, sería 2 x 2 x 3 x 3. Así que, ahí vamos:

1 x 1 x 36

1 x 2 x 18

1 x 3 x 12

1 x 4 x 9

1 x 6 x 6

2 x 2 x 9

2 x 3 x 6

3 x 3 x 4

Creo que no olvido ninguna. El segundo dato que la mujer proporciona al agente del censo es la suma de las edades. El problema es que el agente conoce esta suma, pero nosotros no. Veamos qué información podemos sacar de ello:

1 + 1 + 36 = 38

1 + 2 + 18 = 21

1 + 3 + 12 = 16

1 + 4 + 9 = 14

1 + 6 + 6 = 13

2 + 2 + 9 = 13

2 + 3 + 6 = 11

3 + 3 + 4 = 10

Al calcular estas sumas, queda claro que el agente del censo ya debería averiguar las edades de los niños, ya que él, al contrario que nosotros, conoce el número del portal. Sin embargo, la clave para nosotros está en cómo reacciona a lo que sabe. Y resulta que en ese momento le pide más datos a la señora. ¿Qué significa esto? Obviamente, que el agente ha encontrado más de una posibilidad. Es decir, que hay más de un conjunto de tres números cuyo producto es 36 y cuya suma es la misma. Si repasamos la lista, descubrimos que hay dos combinaciones que suman 13, luego este es el número del portal. Por fortuna, antes de desaparecer, la mujer ofrece la última pista: su hijo mayor está enfermo. De las dos combinaciones posibles, en una de ellas no habría un solo hijo mayor, sino dos gemelos de 6 años y otro pequeño de 1. Luego la solución es la segunda opción: 2, 2 y 9.

Y por si a alguien le ha picado el gusanillo del acertijo, dejo aquí otros tres de distintos tipos que me vienen a la memoria. Las soluciones, al final.

1. Tenemos una botella cerrada con un corcho y con una moneda en su interior. ¿Cómo podemos extraer la moneda sin romper la botella ni sacar el corcho?

2. Estamos en una habitación vacía donde solo disponemos de dos trozos de cuerda y un encendedor. Sabemos que, si prendemos un extremo de una cuerda, esta tarda exactamente una hora en consumirse por completo. A la otra le ocurre lo mismo; pero en ambos casos, las cuerdas no necesariamente se queman de modo uniforme a lo largo de toda su longitud. ¿Cómo podemos medir 45 minutos?

3. El euro perdido: Tres amigos se registran en un hotel, donde el recepcionista les cobra 10 euros por habitación, es decir, 30 euros en total. Una vez que los clientes se han dirigido a sus habitaciones, el recepcionista recuerda que ha olvidado aplicarles el descuento de la promoción, con el que debería haberles cargado 25 euros en lugar de 30. Así que entrega cinco euros al botones con instrucciones de que los devuelva a los clientes. El botones, al comprobar que no puede dividir los cinco euros entre tres clientes, toma la decisión de dar a cada uno un euro y quedarse él con dos euros como propina. En resumen, cada uno de los tres clientes ha pagado al final nueve euros (diez que entregó menos uno que le han devuelto); es decir, 9 x 3 = 27. Y el botones se ha quedado con dos euros. O sea, 27 + 2 = 29. ¿A dónde ha ido el euro que falta?

Soluciones:

1. Obviamente, metiendo el corcho hacia dentro. A veces la solución puede escaparse por ser demasiado sencilla.

2. Prendemos la cuerda 1 por ambos extremos. Como la cuerda no se quema de modo uniforme, los dos puntos de ignición no necesariamente se unirán en el centro, pero sí lo harán a la media hora. Al mismo tiempo que hemos prendido los dos extremos de la cuerda 1, quemamos uno de la cuerda 2. Cuando la cuerda 1 se consuma por completo a los 30 minutos, sabemos que a la cuerda 2 le quedan 30 minutos. Prendemos entonces el otro extremo y ambos se unirán a la mitad de ese tiempo, 15 minutos. Cuando se consuma la cuerda 2, habrán pasado en total 45 minutos.

3. Este problema no es tal, sino solo un artificio de engaño. No hay ningún euro perdido; la trampa está en el enunciado. En realidad, no tiene ningún sentido sumar los 27 euros que han desembolsado los clientes y los dos euros que se ha quedado el botones, porque estos últimos ya están incluidos en aquellos; deben restarse de ellos para obtener la cantidad finalmente ingresada por el hotel, 25 euros. De los 30 euros que recibió el recepcionista, el hotel se ha quedado con 25, dos han ido al botones, y los tres restantes se han repartido entre los clientes, así que la cuenta correcta es 25 + 2 + 3 = 30. Lo absurdo del enunciado se revela al simplificar los términos; recurramos a Juan y las manzanas: le doy diez manzanas a Juan, él le entrega cinco a Pedro y este se queda dos y me devuelve tres. Veamos entonces qué ha sido de mis diez manzanas: siete que he entregado, más las dos que se ha quedado Pedro, hacen un total de nueve. Dicho así resulta ridículo, ¿no?

99.950 galaxias en las que no hay civilizaciones avanzadas; 50 en las que… ¿?

En 1963, el astrónomo ruso Nikolai Kardashev decidió escuchar con atención una fuente espacial de emisiones de radio descubierta poco antes por el Instituto Tecnológico de California. La de Kardashev fue, informalmente, una de las primeras actividades SETI, siglas en inglés de Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre, algo en lo que la antigua URSS se adelantó ligeramente a EE. UU. Y parecía que el esfuerzo había dado fruto: para Kardashev, aquella señal delataba la presencia de una civilización alienígena.

Con el fin de categorizar el nivel de desarrollo tecnológico de los seres que podríamos encontrarnos en el universo, el astrónomo ruso definió una escala con tres niveles. Las civilizaciones de tipo I serían aquellas capaces de explotar todos los recursos disponibles en su planeta; las de tipo II habrían llegado a dominar la energía de su estrella, y finalmente las de tipo III ordeñarían su galaxia entera. Kardashev propuso que la fuente de radio CTA-102 correspondía a una civilización de tipo II o III, y su teoría fue respaldada por posteriores observaciones de otro colega y compatriota suyo, Gennady Sholomitsky.

En los 60 y 70 del siglo pasado, con la carrera espacial a todo galope, en plena edad de oro de lo paranormal con los avistamientos ovni como fenómeno estrella, y con el nacimiento de los programas SETI, el primer contacto con seres alienígenas parecía ya una fruta madura a punto de caer. Las observaciones de CTA-102 fueron acogidas como la primera señal de ahí fuera, hasta que se descubrió que se trataba de un cuásar, un objeto cósmico natural. Fue la primera gran falsa alarma de la historia del SETI; la segunda llegó en 1967, cuando otra señal variable fue bautizada por sus descubridores como Little Green Men (Hombrecitos verdes) antes de comprobarse que no era sino una estrella giratoria de neutrones, el primer púlsar. ¿Quién iba a imaginar que un bip-bip procedente del espacio no sería una baliza alienígena, sino un exótico objeto natural?

Recientemente conté aquí que el mes pasado el SETI añadió un canal más a su búsqueda, el de los infrarrojos. La finalidad del nuevo instrumento, llamado NIROSETI, es tantear la posibilidad de que una civilización lejana pudiera enviar un mensaje a las estrellas en forma de láser infrarrojo en lugar de ondas de radio. Los infrarrojos son lo que popularmente se conoce como «calor». Un radiador emite infrarrojos, como lo hacen nuestros cuerpos, y esto permite a las cámaras térmicas, sensibles a estas ondas, ver a las personas incluso a través de las paredes. Nuestros motores, nuestras fábricas, nuestra tecnología, producen calor. Según algunos expertos, si alguien analizara la señal de infrarrojos de la Tierra con instrumentos muy sensibles y de gran resolución, tal vez descubriría indicios de nuestra presencia.

Por el nivel de energía consumida en la Tierra, los expertos calculan que nos quedan un par de siglos para llegar al tipo I de Kardashev; lo necesario para desarrollar la fusión nuclear y aprovechar las energías renovables a escala global. Pero una presunta civilización de tipo II o III, la que hubiera conseguido embridar los recursos energéticos de su estrella o de toda su galaxia, generaría una huella de infrarrojos inmensa, visible desde gran distancia. Esta es la premisa con la que nació el proyecto G-HAT, siglas en inglés de Vislumbrando Calor de Tecnologías Alienígenas.

La idea es en realidad tan antigua como el propio SETI. En 1960, el físico Freeman Dyson aventuró que una civilización lo suficientemente avanzada lograría envolver su estrella –o incluso todas las de su galaxia– en un sistema o red capaz de capturar toda su energía. El concepto, ya adelantado en la ciencia ficción de los años 30, se popularizó como esfera de Dyson, un artefacto o conjunto de artefactos que absorbería toda la luz visible y solo dejaría escapar infrarrojos.

Hay que comprender que Dyson lanzó su especulación en los años 60, cuando el concepto de progreso consistía en apartarse de la naturaleza y hasta el propio Isaac Asimov suspiraba por la creación de ciudades subterráneas con casas sin ventanas. Es evidente que las tendencias han cambiado, y hoy la idea de tapar el sol solo se le ocurriría a C. Montgomery Burns; actualmente pensaríamos más bien en un bloqueo parcial, si acaso. Pero desde que Dyson teorizó así un método para buscar huellas de tecnología alienígena, y cuando los primeros telescopios espaciales de infrarrojos estuvieron disponibles, los científicos comenzaron a buscar esferas de Dyson.

El último intento es el más amplio y sistemático hasta la fecha. El equipo de Jason Wright, de la Universidad Estatal de Pennsilvania, ha rastreado los datos de WISE, un telescopio espacial de infrarrojos de la NASA concebido para la astrofísica básica, pero que a Wright le encajaba como un guante para buscar posibles esferas de Dyson galácticas. A partir de casi cien millones de entradas registradas por WISE, los científicos del G-HAT seleccionaron en torno a 100.000 que podían ser identificadas como galaxias con una elevada emisión de infrarrojos. En primer lugar, buscaron posibles casos en los que se bloqueara más del 85% de la luz, reprocesándose hacia el infrarrojo. Número de galaxias halladas: cero.

La galaxia de Andrómeda, vista en infrarrojos por el telescopio WISE de la NASA (no es una de las candidatas). Imagen de NASA.

La galaxia de Andrómeda, vista en infrarrojos por el telescopio WISE de la NASA (no es una de las candidatas). Imagen de NASA.

A continuación, bajaron el listón. Y según el estudio, publicado este mes en la revista The Astrophysical Journal Supplement Series, aparecieron 50 galaxias que reprocesan más del 50% de su luz a infrarrojos. ¿Qué son? Palabras de Wright, en un comunicado: «Nuestros estudios de seguimiento de esas galaxias podrían revelar si el origen de su radiación resulta de procesos astronómicos naturales, o si podría indicar la presencia de una civilización altamente avanzada».

Pero no conviene entusiasmarse demasiado. Lo cierto es que, según lo explicado más arriba, las experiencias previas no invitan al optimismo: hasta ahora, siempre que se ha observado un fenómeno inusual en el universo y se le ha podido encontrar explicación (salvando los casos en que no se ha podido, como la Señal Wow!) ha resultado ser completamente natural. De hecho, en el propio estudio, los científicos son más cautos: esas 50 galaxias, escriben, «parecen tener un origen natural para la mayor parte de su emisión MIR [infrarrojo medio], aunque no lo hemos verificado rigurosamente».

Aún no acaba la historia: cuando los investigadores redujeron aún más el límite, a un porcentaje de luz convertida superior al 25, detectaron otras 93 galaxias. De estas, muchas no estaban ni siquiera descritas; son nuevas para la ciencia. Y por fin, hallaron cinco galaxias espirales rojas cuyo patrón de emisión, escriben en el estudio, «es consistente con altos niveles de calor residual alienígena». «Estas galaxias son algunas de las mejores candidatas para K3 [Kardashev tipo III] en nuestra búsqueda hasta la fecha», concluyen.

Los españoles, bajitos desde hace ocho mil años

¿Seguimos evolucionando los humanos? Es una interesante pregunta para charlas de café entre biólogos, pero también un activo campo de investigación que nos revela pistas clave sobre nuestro pasado. Y es algo que no se puede responder simplemente con un sí o un no. No cabe ninguna duda de que nuestros genes siguen y seguirán cambiando, mutando y recombinándose; la variación sigue en acción. Pero si orientamos la pregunta hacia el futuro, y dejando de lado esas fantasías que suelen pintar a nuestros lejanos tatara-descendientes como cabezones calvos con miembros muy finos –¿la imagen arquetípica de los alienígenas?–, la intuición y la lógica nos sugieren que en gran medida ya no seremos objeto de selección natural.

Primero, nuestras poblaciones se mezclan en tal grado que hoy es difícil que una variante genética se fije de manera apreciable en una comunidad. Además, viajamos, nos movemos mucho; cambiamos de ambiente constantemente, por lo que no somos esclavos de un entorno determinado. Y de todos modos, las sociedades desarrolladas viven muy alejadas de la naturaleza o, dicho de otro modo, modificamos la naturaleza en la medida que nos permite nuestra tecnología para que no nos imponga condicionamientos de vida o muerte. Y por último, tratamos –al menos en teoría– de que nuestra sociedad no se base en la supervivencia del más apto: tenemos medicamentos, cirugía, prótesis y sistemas de ayudas sociales para que los más débiles no se queden atrás. En resumen: ni hay una potente señal genética definida que seleccionar, ni dejamos que el entorno actúe para seleccionarla.

Pero en realidad, cuando hablamos de ahora, debemos considerar un ahora en términos evolutivos. Para la evolución, 10.000 años no son nada, y en este caso deberíamos responder que la clave, y por tanto las huellas, sobre nuestra evolución actual están en un período que desde el punto de vista histórico diríamos amplísimo, miles de años, pero que biológicamente es apenas un parpadeo. En realidad, somos una especie tremendamente reciente en este planeta, unos críos evolutivos en comparación con muchos otros habitantes de la roca mojada a los que, sin embargo, hemos superado en el dominio de nuestro entorno, y del suyo.

Desde que es posible secuenciar genomas completos a media escala –dejaremos el epíteto de «gran» para las próximas generaciones de tecnologías de secuenciación–, con cierta rapidez y a costes asequibles, hemos logrado ya leer genomas humanos en cantidades que superan el rango de los 100.000. Con muestras tan amplias, es posible analizar las huellas de la evolución en nuestro genoma. En el último decenio, muchos investigadores han buscado estos signos de selección natural en nuestros genes, y han encontrado el rastro que en el ADN nos han dejado las épocas pasadas en las que aún éramos bastante más vulnerables a nuestro entorno.

Sin embargo, estos estudios tienen una limitación, y es que analizan las pistas en nuestros genomas después de miles de años en los que los humanos hemos pasado por todo ese proceso de revoluciones radicales hasta convertirnos en una especie tecnológica y global. Y esto es como tratar de descubrir las pistas del crimen después de que el señor Lobo haya visitado el escenario.

Recreación artística de cazadores de la Edad de Piedra, por el pintor ruso Viktor Vasnetsov. Imagen de Wikipedia.

Recreación artística de cazadores de la Edad de Piedra, por el pintor ruso Viktor Vasnetsov. Imagen de Wikipedia.

Ahora, por primera vez un estudio ha abordado la búsqueda de señales de selección natural en una extensa muestra de 83 genomas humanos europeos antiguos que cubren una buena parte de lo sucedido en los últimos 8.000 años, desde la revolución agrícola del Neolítico. Ahí es donde podemos encontrar las huellas frescas de lo que la selección natural hizo con nuestras variantes genéticas en tiempos en que aún no disponíamos de inyecciones de insulina ni de aviones en los que marcharnos a vivir a Australia. Según escriben los investigadores, «el ADN antiguo hace posible examinar poblaciones como eran antes, durante y después de los eventos de adaptación, y así revelar el tempo y el modo de selección».

En el estudio han participado investigadores de tres continentes, incluyendo al arqueólogo Manuel Rojo Guerra de la Universidad de Valladolid y al experto en ADN antiguo Carles Lalueza Fox, director del Laboratorio de Paleogenómica del Instituto de Biología Evolutiva del CSIC y la Universitat Pompeu Fabra, bajo la dirección de Iain Mathieson y David Reich, del Departamento de Genética de la Facultad de Medicina de Harvard (EE. UU.).

Los científicos parten de los recientes hallazgos que sitúan el origen de la población europea actual en tres grupos ancestrales: los pastores yamnaya que llegaron desde Siberia; los primeros agricultores europeos, de tez clara y pelo y ojos oscuros; y por último, los cazadores-recolectores indígenas del oeste de Europa, de piel morena y ojos azules. Los insólitos rasgos de este último grupo fueron conocidos cuando el grupo de Lalueza secuenció el primer genoma humano del Mesolítico, de un individuo de hace 7.000 años encontrado en el yacimiento leonés de La Braña. Aquel cazador-recolector ibérico llevaba las variantes africanas de los genes de pigmentación de la piel, pero también las responsables de los ojos azules en los europeos actuales.

Reconstrucción del individuo de La Braña (León), un cazador-recolector alto, de piel morena y ojos azules. Imagen del CSIC.

Reconstrucción del individuo de La Braña (León), un cazador-recolector alto, de piel morena y ojos azules. Imagen del CSIC.

El individuo de La Braña es uno de los analizados en el estudio, junto con decenas de otros que cubren las tres poblaciones entre unos 8.000 y unos 4.000 años atrás, a los que se han añadido como comparación los genomas de poblaciones europeas actuales. Con todo este conjunto de datos y analizando más de 300.000 posiciones del genoma, los científicos han logrado identificar cinco lugares en el ADN que revelan la acción de la selección natural, y que son responsables de rasgos relacionados con la pigmentación y la dieta.

Una de las principales conclusiones del estudio, y tal vez la más curiosa, es que los genomas revelan una clara señal de selección natural a favor de la baja estatura que se impuso en la población ibérica con la llegada de la agricultura, hace unos 8.000 años. «Tanto las muestras ibéricas del Neolítico Temprano como del Neolítico Medio presentan evidencias de selección de una estatura reducida», escriben los científicos. «Así pues, el gradiente [diferencia] selectivo de estatura en Europa ha existido durante los últimos 8.000 años. Este gradiente fue establecido en el Neolítico Temprano, aumentó hacia el Neolítico Medio y disminuyó en algún punto posterior». Por el contrario, los investigadores no han encontrado señales de selección natural a favor de una mayor estatura en las poblaciones nórdicas, aunque sí en los yamnaya siberianos. Según los datos de los genomas actuales, hoy nuestra estatura continúa ligeramente por debajo de la media en Europa central, pero muy lejos del abismo entre ambos grupos que existía en el Neolítico Temprano y sobre todo en el Medio.

En resumen, los pobladores ibéricos ancestrales, como el individuo de La Braña, eran altos y atezados; con el Neolítico y la agricultura, se impuso un patrón de bajitos de piel clara –hasta hoy, algo más morena que en los nórdicos– que era evolutivamente favorable. En otras palabras: el tópico del español bajito como físicamente disminuido frente a las soberbias estaturas de los europeos del norte y del este cambia completamente de sentido. Por alguna razón, desde el comienzo del Neolítico la baja estatura fue una adaptación favorable para los ibéricos, un rasgo físico que les preparaba mejor para la supervivencia en su entorno concreto, mientras que los nórdicos eran altos por defecto. ¿Por qué fue así? Tardaremos unos meses en conocer las hipótesis de los investigadores; el estudio, aún sin publicar, se encuentra disponible en la web de prepublicaciones bioRxiv.org. Según me han informado Mathieson y Reich, actualmente está sometido a revisión en una revista, y hasta su publicación oficial no están autorizados a comentarlo.

El de la estatura no es el único rasgo en el que los investigadores han comprobado la acción de la selección natural o la ausencia de ella. Contrariamente a lo que esperaban, no detectaron selección en caracteres inmunológicos; según la teoría, la llegada de la agricultura propició el sedentarismo y el crecimiento de comunidades humanas más densas, lo que habría impuesto la necesidad de fortalecer el sistema inmunitario para hacer frente a las enfermedades transmisibles. Sin embargo, los científicos no han encontrado ninguna huella de este reforzamiento inmunológico en los genomas antiguos.

Por otra parte, los resultados revelan nuevas pistas sobre la conservación de la lactasa, la enzima capaz de degradar la lactosa que nos permite alimentarnos de la leche y que originalmente se perdía en los humanos después del destete. El estudio confirma trabajos previos según los cuales la persistencia de esta enzima en los adultos es de aparición tardía; surge en Europa central solo hace unos 4.300 años, y esto a pesar de que poblaciones ancestrales como los yamnaya siberianos se dedicaban al pastoreo, lo que sugiere que no aprovechaban la leche como recurso alimenticio.

Andreas Lubitz, el demonio vestido de azul

¿En qué cabeza cabría que ese tipo vestido de azul que nos recibe sonriente a la entrada del avión esté calculando el momento del vuelo en el que pondrá fin a nuestras vidas? Entre el 7 y el 40% de la población padece miedo a volar. Un pequeño estudio en Noruega determinó que los sucesos del 11-S no habían provocado un aumento del pánico a los aviones, pero sí que a las razones clásicas de esa fobia –si es que la fobia tiene razones– se había unido el miedo a un acto terrorista. Ahora, a las posibilidades del fallo mecánico, del error fatal de los pilotos o del atentado, tal vez se una otra nueva causa de temor, algo que hace solo una semana nos habría resultado inimaginable.

Andreas Lubitz, copiloto del vuelo siniestrado de Germanwings, en una carrera en 2009. Imagen de EFE/Foto-Team-Mueller.

Andreas Lubitz, copiloto del vuelo siniestrado de Germanwings, en una carrera en 2009. Imagen de EFE/Foto-Team-Mueller.

Es cierto que, como ya se ha publicado estos días en los medios, Andreas Lubitz no ha sido el primer piloto que ha estrellado su avión a propósito con la intención de llevarse las vidas de otros a su infierno particular. Hasta en 13 ocasiones existe la certeza o la sospecha de que fue el piloto quien causó la colisión deliberadamente, sin contar los casos en los que un terrorista se ha hecho con los mandos. El del vuelo de Germanwings ha sido el último, pero el inmediatamente anterior en la lista es el vuelo 370 de Malaysia Airlines, que desapareció hace un año en el mar sin dejar rastro y sobre el cual recae la especulación, tal vez sin llegar jamás a confirmarse, de que pudo sufrir el mismo destino.

Y sin embargo, ahí tampoco acaba la historia. Como comenté aquí el fin de semana, un reciente estudio epidemiológico sobre los suicidios en el puesto de trabajo en EE. UU. revelaba que «el acceso a medios letales está ligado con métodos específicos de suicidio en ciertas ocupaciones». Los autores no afirman que el acceso a tales medios aumente el índice de suicidios, pero sí que el disponer de un arma, en su sentido más amplio, incita a los suicidas a utilizarla como medio de quitarse la vida. Y no cabe duda de que un avión es un arma.

Tal vez por eso, si ampliamos el foco también a los aviones privados, los datos resultan aún más escalofriantes: entre el 2 y el 3% de todos los accidentes aéreos, incluyendo los de avionetas ligeras, podrían deberse al suicidio, según datos recogidos por el psiquiatra alemán Bernhard Mäulen, del Institut für Arztegesundheit en Villingen. Sin embargo al propio Mäulen, que ha estudiado sucesos similares, le ha desconcertado el caso de Andreas Lubitz. «Sí, como psiquiatra me ha sorprendido que una persona que presumiblemente estaba sufriendo depresión y quizá pensamientos suicidas llegara a ejecutar su deseo de muerte personal por medio de un avión de pasajeros con unas 150 personas a bordo», me escribe en un correo electrónico. «Las barreras intrapsíquicas para dar un paso tan extremo son enormes y muy difíciles de superar», añade.

En uno de sus estudios publicado en 1993, Mäulen apuntaba que «los rasgos de una personalidad narcisista son de importancia primordial para la elección de este método de suicidio». Pero hoy admite: «Los rasgos de personalidad de alguien que combina el suicidio con el asesinato en masa son materia de especulación, porque hasta donde sé cualquier tipo de personalidad puede y cometerá suicidio si la enfermedad psiquiátrica es muy grave». Es decir, que la conducta de Lubitz resulta casi inclasificable incluso para la psiquiatría: «Uno podría argumentar que un piloto que intencionadamente estrella un avión contra una montaña matando a todos los pasajeros, incluyendo niños, tendría que exhibir algún desorden de personalidad antisocial, pero no conozco ningún estudio científico que lo pruebe», señala Mäulen.

La misma opinión sobre la diversidad de estos casos es la que me transmite el médico finlandés Alpo Vuorio, especialista en medicina de la aviación y director de un reciente estudio sobre lo que técnicamente se conoce como «suicidio asistido por avión». «Todos estos tristes casos son casos individuales», advierte. «Cada caso es único. No sé lo suficiente del caso para comparar, pero suelen compartir ciertos rasgos comunes, como una crisis en una relación o una situación vital extremadamente difícil».

Desde el punto de vista epidemiológico sí existe un perfil definido; y Lubitz lo calcaba, según el epidemiólogo de la Universidad de Columbia (EE. UU.) Guohua Li, coautor de un estudio comparativo sobre el suicidio por avión y que ha estudiado extensamente la influencia del factor humano en la aviación. «Joven, sexo masculino, condiciones psiquiátricas preexistentes, particularmente depresión», resume Li; «Sí, encaja en el perfil casi a la perfección». Sin embargo, el epidemiólogo también subraya que el de Lubitz es un caso raro, solo equiparable a uno de entre 37 que ha tenido ocasión de analizar. «Es probable que el copiloto de Germanwings tomara antidepresivos, que se sabe que aumentan el riesgo de suicidio y homicidio».

Así pues, y para los expertos consultados, es complicado prever un comportamiento como el de Lubitz desde el punto de vista psiquiátrico. Según constatan los autores de otro estudio publicado en 2004 en la revista Psychiatric Bulletin, «la rareza del suicidio o el homicidio-suicidio en un avión hace que estos fenómenos sean virtualmente imposibles de predecir». Vuorio apunta un dato que puede ayudar: «Nuestro estudio mostró también que en la mayoría de los casos había alguien que sabía del intento, pero este conocimiento no estaba al alcance de los responsables médicos», algo que se ha sugerido estos días en los medios a raíz de las declaraciones de una antigua novia del copiloto a quien este dijo que todos conocerían su nombre.

Pero si los propios psiquiatras especializados reconocen que la detección de tales casos es compleja, ¿es científicamente sostenible responsabilizar judicialmente a las aerolíneas? Y tal como se ha propuesto en los medios, ¿serían mejorables los tests que evalúan la idoneidad de los pilotos? Mäulen da por hecho que Germanwings ya emplea todos los medios disponibles para vigilar la salud mental de su personal de vuelo: «Dudo mucho de que en este caso la aerolínea no haya hecho todo [lo posible] e incluso más para excluir a los pilotos que no son aptos para el servicio», asegura. «Todo el mundo que trabaja en salud de la aviación sabe que estos casos son raros pero entrañan un gran desafío», agrega Vuorio.

El finlandés, sin embargo, añade un tal vez polémico comentario relativo a las noticias divulgadas sobre el temor de Lubitz a que sus trastornos le impidieran ejercer su profesión: «Necesitamos confianza y una cultura abierta; contar los problemas no tendría por qué ser el fin de una carrera, sino el momento en el que el piloto recibiera tratamiento y una evaluación adecuada y justa». Algo parecido opina Li, para quien «habría que eliminar el estigma social persistente asociado a los desórdenes mentales». Pero ¿sería admisible para los pasajeros volar bajo el mando de un piloto con un historial de enfermedad psiquiátrica?

En resumen, la visión de los expertos de cara a las posibles mejoras que prevengan casos como el de Germanwings no es muy halagüeña. Mäulen apoya la medida de obligar a que siempre haya dos tripulantes en la cabina del avión: «Tendremos que ver qué tal funciona, puede que resulte o que no»; pero termina advirtiendo: «Por mucho que lo deseemos, la seguridad absoluta es una ilusión». En cambio, Li considera que Europa se encuentra en desventaja respecto a EE. UU. en lo que se refiere a la vigilancia de sus pilotos: «Especialmente en la Unión Europea, los actuales estándares médicos de seguridad para los pilotos son inadecuados y están desactualizados; deben revisarse y reforzarse. Por ejemplo, los pilotos de aerolíneas en EE.UU. han estado sometidos a tests obligatorios de alcohol y drogas durante más de dos décadas, pero no así en otros lugares».

Miembros de los equipos de rescate en el lugar del siniestro del vuelo de Germanwings. Imagen de EFE/Francis Pellier.

Miembros de los equipos de rescate en el lugar del siniestro del vuelo de Germanwings. Imagen de EFE/Francis Pellier.

El factor geográfico que Li sugiere no se aplica solo al control de los pilotos. Muchos pasajeros volamos con la sospecha, cuando no el convencimiento, de que no corremos el mismo riesgo de accidente según la región del mundo en la que embarquemos. Si usted también es uno de los que piensan así, sepa que está en lo cierto: según la Comisión Europea (CE), «los pasajeros europeos pueden estar expuestos a mayores riesgos de seguridad cuando operan o viajan a las regiones con infraestructuras de aviación subdesarrolladas o marcos deficientes de regulación». Pero ¿no se supone que existen estándares internacionales? Responde la CE: «Los informes de la Organización de Aviación Civil Internacional (OACI) [organismo de las Naciones Unidas] indican que el nivel medio de implantación de los estándares internacionales de seguridad en aviación civil en todo el mundo es de solo el 57%». Y si pensamos en cuestiones críticas como el mantenimiento de las aeronaves, el estado de las instalaciones o la formación del personal, ¿cuánto más en algo tan difícilmente objetivable como la criba psicológica de los pilotos?

Sin embargo, la tragedia del vuelo GWI9525 ha salpicado a un país como Alemania, siempre tenido por modelo de eficiencia y fiabilidad. Vuorio no oculta su sorpresa ante el hecho de que el suceso haya ocurrido en Europa. Pero Li opina que el factor geográfico no solo es cuestión de seguridad, sino que también afecta incluso a las investigaciones sobre los accidentes. Según el epidemiólogo, la rapidez y eficacia de las autoridades al resolver e informar sobre la causa de la colisión obedecen al hecho de que «ocurrió en un tercer país que tiene jurisdicción plena para investigar y está libre de cualquier conflicto de interés». «Si la colisión se hubiera producido en Alemania, dudo que la determinación se hubiera hecho tan deprisa», presume Li, basándose en los antecedentes que incluyen el caso del vuelo 370 de Malaysia Airlines: «Incidentes previos que implicaron a vuelos de las líneas aéreas egipcias o malasias sugieren que las autoridades del país hacen todo lo posible para retrasar, desviar y encubrir a causa de los conflictos de interés económicos y legales inherentes».

Los suicidios en el puesto de trabajo, ligados al «acceso a medios letales»

En estos funestos días, periodistas de todos los medios rebuscan entre sus contactos por la «p» de psicólogo o de psiquiatra, en el intento de localizar a un profesional experto que les explique cómo es posible que un ser humano decida estrellarse contra una montaña a 500 kilómetros por hora arrastrando detras de sí a otras 149 personas, algunas de las cuales apenas habían tenido la oportunidad de empezar a vivir. Si se confirma que fue eso lo que realmente sucedió –de lo cual ya parece que quedan pocas dudas–, y por mucho que nos lo expliquen, si es que alguien puede llegar a explicárnoslo, nunca lo entenderemos.

De hecho, a quien suscribe el suicidio le parece la suprema manifestación de no haber merecido la vida, salvando las excepciones a esta regla general en las que alguien sufre un dolor insoportable o una existencia apreciablemente peor que el carecer de ella. Y salvando también los casos esporádicos en los que existe un trastorno clínico objetivo que obliga a ello. Ojo: no me refiero a la incapacidad de encontrarle sentido a seguir caminando por el mundo, se le ponga a esto el nombre que se le ponga; allá cada cual. Pero que no jodan a otros.

Sin embargo, existen determinados casos en los que una condición médica puede verdaderamente inducir una propensión al suicidio. El gran Ernest Hemingway dijo que «la verdadera razón para no cometer suicidio es que sabes cuán formidable se vuelve la vida de nuevo una vez que el infierno ha acabado». En la madrugada del 2 de julio de 1961, el escritor se volaba la cabeza con una escopeta. Pero no fue hasta años después cuando se descubrió que Hemingway padecía hemocromatosis, una dolencia genética heredable que inunda la sangre con niveles tóxicos de hierro.

La actriz Margaux Hemingway en la película 'Lipstick' (1976). Imagen de Paramount Pictures.

La actriz Margaux Hemingway en la película ‘Lipstick’ (1976). Imagen de Paramount Pictures.

No parece claro si fue el dolor o el estado mental inducido por la enfermedad lo que llevó a Hemingway a quitarse la vida; pero es un hecho que su abuelo, su padre, su hermano, su hermana y su nieta, la preciosa actriz y modelo Margaux, también cometieron suicidio. La hermana menor de Margaux, Mariel, decía en un reciente documental sobre el historial de enfermedad mental de su familia: «El suicidio no tiene razón de ser. Algunas personas piensan en ello durante años y lo planean. Para otras, son 20 minutos oscuros de su vida en los que deciden quitarse la vida sin venir a cuento. Es muy aleatorio, es muy aterrador». Las palabras de Mariel casi parecen pronunciadas esta misma semana.

También entre los presuntos condicionantes clínicos, en 2012 un inquietante estudio en la revista The Journal of Clinical Psychiatry vinculaba los daños cerebrales causados por el parásito Toxoplasma gondii con intentos de suicidio. Este protozoo es el causante de la toxoplasmosis, y el motivo por el que los médicos suelen aconsejar a las embarazadas que eviten el contacto con los gatos. Sin embargo, la infección es tan común que su prevalencia se calcula entre un 10 y un 20% de la población. La codirectora del estudio, Lena Brundin, de la Universidad Estatal de Michigan (EE. UU.), dijo entonces a propósito de su trabajo: «Investigaciones anteriores han encontrado signos de inflamación en el cerebro de víctimas de suicidio y de personas que luchan contra la depresión, y también hay informes previos que ligan a Toxoplasma gondii con intentos de suicidio». «En nuestro estudio encontramos que si eres positivo para el parásito, es siete veces más probable que intentes suicidarte».

Pero si el suicidio más cruel y atroz es aquel que se convierte en el dato anecdótico de un asesinato en masa, en cambio el más vacío es quizá el que se lleva a cabo por simple imitación, una práctica terrible que afecta en mayor medida a los adolescentes. En 1974 el sociólogo David Phillips, entonces en la Universidad Estatal de Nueva York en Stony Brook, acuñó el término Efecto Werther por la novela de Goethe publicada 200 años antes, cuyo protagonista ponía fin a su vida con una pistola tras ser rechazado por su amada. En su estudio en la revista American Sociological Review, Phillips escribía: «La novela de Goethe fue ampliamente leída en Europa, y se dijo que personas de muchos países imitaron la manera de morir de Werther».

El sociólogo incluía una cita del propio Goethe mencionando el fenómeno y añadía que el contagio de suicidios nunca fue demostrado de forma concluyente, pero que la novela fue prohibida en Italia, Leipzig (Alemania) y Copenhague (Dinamarca). Lo que sí demostraba Phillips es que «los suicidios aumentan inmediatamente después de que una historia de suicidio se haya publicitado en los periódicos en Gran Bretaña y en Estados Unidos», algo que el autor analizó para el período 1947-1968. La descripción del Efecto Werther impuso en la prensa de muchos países la costumbre de no informar sobre suicidios. Los comportamientos de imitación han sido corroborados por estudios posteriores, e incluso la Organización Mundial de la Salud dispone de unas directrices destinadas a los medios de comunicación para orientar sobre cómo informar de suicidios (versión española aquí).

Andreas Lubitz, copiloto del Airbus A320 de Germanwings estrellado esta semana en los Alpes. Imagen de ATLAS.

Andreas Lubitz, copiloto del Airbus A320 de Germanwings estrellado esta semana en los Alpes. Imagen de ATLAS.

El suicidio en el puesto de trabajo es otra forma particular de este acto final de insania. Será tarea de los psicólogos encajar la conducta del copiloto Andreas Lubitz en un patrón que resulte académicamente canónico, o que abra un nuevo epígrafe en los textos de psicología. Pero si todo procedió como se dice, lo cierto es que la monstruosidad de Lubitz fue un suicidio en el puesto de trabajo, algo que a quienes hemos trabajado en ciencia no nos resulta desconocido. Algunos científicos se han incluido a sí mismos dentro de esta nómina, incluyendo un eminente investigador español. El último caso, hasta donde me consta, sucedió el 5 de agosto del año pasado, cuando el científico japonés Yoshiki Sasai, de 52 años, se ahorcó en su centro de investigación tras haberse demostrado la falsedad de dos estudios sobre células madre en los que había participado, aunque él no tenía culpa alguna del fraude.

Ahora, un nuevo estudio aborda específicamente el suicidio en el puesto de trabajo, y la alarmante conclusión es que se trata de un fenómeno escaso, pero en crecimiento. Según las estadísticas recogidas por los investigadores del Instituto Nacional de Seguridad y Salud en el Trabajo de EE. UU. (NIOSH), en aquel país 1.700 personas se quitaron la vida en su puesto de trabajo entre 2003 y 2010, una cifra aún pequeña en comparación con los 270.500 que cometieron suicidio fuera de sus ocupaciones laborales. En el período estudiado la tendencia fue decreciente de 2003 a 2007, pero a partir de ese año se disparó. El total de suicidios, dentro y fuera del trabajo, está a la par con las muertes por accidente de tráfico como primera causa de muerte violenta en EE. UU.

Según detallan los investigadores en la revista American Journal of Preventive Medicine, el perfil del suicida en el puesto de trabajo es un hombre (15 veces más que mujeres) que supera lo que tradicionalmente solíamos entender como edad de jubilación; la incidencia de los 65 a los 74 años es cuatro veces mayor que de los 16 a los 24, y en general crece con la edad. En cuanto a las profesiones más afectadas, los investigadores agrupan los datos por epígrafes; pero desglosando por ocupaciones concretas (entre paréntesis, la tasa de suicidios por cada millón de trabajadores), en cabeza figuran los granjeros y rancheros (10,0), seguidos de los empleados de mantenimiento y reparación (7,1) y sus supervisores (7,1), mecánicos de automóviles (6,2), guardas de seguridad y de parques (5,9), agentes de la ley, bomberos y detectives (5,1), empleados en agricultura, pesca o alimentación (5,1), supervisores de servicios de comidas (4,5), supervisores de la construcción (3,2) y camioneros (3,1).

En total, el 48% de estos suicidios se llevaron a cabo con armas de fuego, mucho más extendidas en EE. UU. que en otros países. Este porcentaje sube al 84% para los agentes de la ley y cuerpos de seguridad. En los granjeros, el grupo de mayor riesgo, los métodos más empleados son también las armas, junto con el ahorcamiento. Según expone en un comunicado la directora del estudio, la epidemióloga Hope Tiesman, «la ocupación puede definir en gran medida la identidad de una persona, y el puesto de trabajo puede afectar a los factores psicológicos de riesgo de suicidio, como la depresión y el estrés».

En su artículo, los investigadores añaden una conclusión que resulta trágicamente lapidaria en estos días: «Este estudio también parece apoyar la hipótesis de que el acceso a medios letales está ligado con métodos específicos de suicidio en ciertas ocupaciones». Y una recomendación: «El lugar de trabajo debería considerarse un emplazamiento potencial para implementar tales programas [de prevención] y formar a los supervisores en la detección de conductas suicidas». Ante lo que cabe preguntarse: ¿es posible detectar conductas suicidas? ¿Preguntar a un piloto en un test psicológico si tiene intenciones de suicidio no recuerda algo a los famosos formularios de entrada a EE. UU. en los que uno debe responder si alberga planes de matar al presidente?

El autismo, ¿una insospechada conexión entre el intestino y el cerebro?

La semana pasada comentaba aquí un campo científico emergente que está ganando momento y sentando un nuevo paradigma: la capacidad de la microbiota intestinal humana, las bacterias que viven en nuestras tripas, para influir sobre el funcionamiento de nuestro cerebro. El puente que establece este eje intestino-cerebro aún necesita de mucha investigación para ofrecernos una imagen nítida, pero lo más plausible es que se trate de mecanismos neuroendocrinos.

Bacterias intestinales (E. coli) ampliadas 10.000 veces. Imagen de microscopía electrónica de USDA / Wikipedia.

Bacterias intestinales (E. coli) ampliadas 10.000 veces. Imagen de microscopía electrónica de USDA / Wikipedia.

Entre los desórdenes neurológicos que podrían esconder una relación insospechada con las bacterias intestinales, los expertos han propuesto la depresión, la ansiedad, el dolor crónico y los trastornos del espectro autista. En este último caso, ciertos experimentos han encontrado vínculos causales demostrados que apoyan la credibilidad de otros estudios epidemiológicos. Como insisto siempre, la asociación estadística de datos puede conducirnos a desastrosos errores si las correlaciones no vienen con unos buenos cimientos experimentales, como está sucediendo últimamente con recomendaciones dietéticas que se tambalean cuando las pruebas no las sostienen.

Ahora, un nuevo estudio aporta un cable más a este puente que parece tenderse entre el autismo y la microbiota. Pero no es un estudio muy al uso, como tampoco su autor es un científico al uso. John Rodakis estudió biología molecular, una formación que unió a su MBA en la Escuela de Negocios de Harvard para dedicarse a la inversión de capital riesgo en empresas tecnológicas y biomédicas, un terreno en el que parece moverse con enorme éxito. Hay otro dato fundamental en su biografía: Rodakis es padre de un niño con autismo.

Como otros padres en parecida situación económica y personal, Rodakis ha emprendido un mecenazgo para dedicar una parte de su fortuna a la investigación sobre el trastorno que afecta a su hijo. Pero con una diferencia que claramente denota su formación científica: en lugar de sumar su esfuerzo a la corriente, como suele ser habitual, su fundación N Of One «se centra en la investigación emergente sobre el autismo que no está recibiendo financiación adecuada en relación a su mérito científico, en especial la investigación que trata las observaciones de padres y médicos como pistas potenciales sobre cómo funciona el autismo», en palabras de la propia institución.

Salvando casos particulares que incluso han merecido llevarse al cine (El aceite de la vida o Medidas extraordinarias), el mecenazgo en la investigación –de mayor tradición anglosajona– no suele fijarse en enfoques científicos alternativos, sino que habitualmente favorece a los investigadores líderes que representan el llamado mainstream (o corriente principal), o bien atiende sectores desasistidos por su impacto minoritario en la población general –como el de las enfermedades raras– pero sin abrir necesariamente abordajes nuevos. Como biólogo de formación, Rodakis tiene probablemente el criterio para apreciar que la posible conexión intestino-cerebro no es un fenómeno paranormal, sino que tiene un fundamento científico. Pero no es esta la única razón por la que está tanto preparado para evaluar este enfoque como interesado en financiarlo. Además, es su propia experiencia personal la que le guía.

Todo comenzó el día de Acción de Gracias de 2012, una festividad tradicional en EE. UU. Rodakis visitaba a unos parientes con su mujer y sus hijos cuando advirtió que los dos niños habían contraído amigdalitis, las típicas anginas. En el centro de urgencias, el médico de guardia les prescribió amoxicilina, un antibiótico comodín. La sorpresa llegó cuando el fármaco no solo curó la infección de los niños, sino que uno de ellos, diagnosticado con autismo moderado a grave, pareció mejorar de sus síntomas con el tratamiento.

«Comenzó a establecer contacto visual, que antes evitaba; su habla, que estaba seriamente retrasada, empezó a mejorar marcadamente; era menos rígido en su insistencia de costumbres y rutinas», escribe Rodakis en su estudio, publicado en la revista Microbial Ecology in Health and Disease y de libre acceso. El autor añade que el niño se mostraba más activo y que incluso comenzó a montar en un triciclo que sus padres le habían regalado seis meses antes y al que hasta entonces no había prestado atención.

Lazo de la campaña de concienciación sobre el autismo y el asperger. Imagen de Wikipedia.

Lazo de la campaña de concienciación sobre el autismo y el asperger. Imagen de Wikipedia.

Los progresos del niño también sorprendieron a los médicos, que no estaban informados de la circunstancia del antibiótico. Para sistematizar y confrontar los datos, Rodakis utilizó un software con el que registraba y evaluaba 20 parámetros del autismo. «Confío en que las mejoras que vimos eran reales, significativas y sin precedentes», resume. «Animaría a cualquier padre/madre que crea que está observando un fenómeno similar a que tome notas detalladas y cuidadosas y a que obtenga tanta documentación en vídeo como le sea posible, porque esa información puede ser útil en el futuro», añade.

A continuación, Rodakis investigó si había más casos descritos como el suyo, y descubrió que otros padres compartían sus observaciones (aunque en ciertos casos, por el contrario, los antibióticos parecían agravar los síntomas). Encontró también un único estudio previo, publicado en 2000 a partir de un ensayo realizado en un hospital de Chicago, en el que otro antibiótico –vancomicina– también mejoró los síntomas de autismo. Por último, el autor indagó en el campo emergente de la conexión intestino-cerebro y encontró que otros estudios sugerían una relación entre la microbiota intestinal y algunas condiciones cognitivas y funcionales del cerebro, entre ellas el autismo.

Con todo ello Rodakis, que como inversor profesional parece ser un tipo de soluciones concretas, tomó varias medidas. Primera, crear su fundación N of One, una expresión empleada en inglés para designar un ensayo clínico con un solo paciente. Segunda, reunir un equipo científico multidisciplinar para investigar la conexión microbiota-autismo desde distintos enfoques. Tercera, organizar y patrocinar el Primer Simposio Internacional del Microbioma en la Salud y la Enfermedad con Especial Atención al Autismo, que se celebró en junio de 2014 en Arkansas. Y cuarta, reunir las presentaciones del simposio y un artículo relatando su propio caso en un número especial sobre microbioma y autismo de la revista Microbial Ecology in Health and Disease. Se trata de una publicación revisada por pares, aunque minoritaria y con un índice de impacto histórico muy bajo; pero por su planteamiento y desarrollo formal, quizá el artículo de Rodakis no habría encajado en muchas de las revistas más habituales.

Naturalmente, Rodakis admite que aún es pronto para definir el peso real del microbioma en el desarrollo y evolución del autismo, y que este vínculo no será aplicable a todos los casos. Tratándose de un amplio espectro de trastornos, tal vez apuntar a una única causa común sería como intentar hacer lo mismo con el cáncer. Al autismo se le atribuye un componente genético; la última prueba ha llegado también esta semana en la revista Nature, en la forma de un gen llamado CTNND2 que parece estar involucrado en casos de autismo familiar. Además, los estudios neurológicos han mostrado que existe una huella del autismo en el cableado neuronal, sugiriendo que cualquier tratamiento farmacológico siempre estaría limitado por factores estructurales.

Tampoco Rodakis pretende que los antibióticos sean una opción terapéutica aceptable, ni siquiera para los casos susceptibles. Pero como buen biólogo, sabe que el hecho de comprobar un efecto importa más que el hecho de que el efecto sea favorable o contraproducente: si hay un efecto, es que existe una interacción, y esta siempre puede manipularse para orientarla hacia el resultado deseado. Ahora, argumenta Rodakis, se trata de emplear los antibióticos como herramientas de investigación para ayudar a definir el mecanismo de esa interacción. Y una vez comprendido este mecanismo, si es que existe y si es que llega a comprenderse, tal vez se abra un nuevo campo de batalla en el tratamiento y la prevención del autismo.