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Lo siento, elefantes, tenéis que cambiar de nombre

No, no es que a partir de ahora vayamos a tener que llamarlos slon, como se nombran en varias lenguas eslavas, ni tembo o ndovu, como les dicen en swahili (por desgracia, mi swahili aún no llega para saber el motivo de la diferencia entre ambos nombres). Ni que tengamos que inventar una nueva palabra como megatrompero, por poner algo. La ciencia no se mete en el lenguaje común, sino solo en la denominación científica. Y aquí sí: si alguno de ustedes ha conocido al elefante africano de toda la vida como Loxodonta africana, vaya preparándose. Porque este nombre ya no sirve; hay que buscarle otro nuevo.

Recreación del 'Paleoloxodon antiquus'. Imagen de Wikipedia.

Recreación del ‘Paleoloxodon antiquus’. Imagen de Wikipedia.

Esta es la historia. Desde que se inventó la secuenciación de ADN, los taxónomos –los biólogos encargados de clasificar los seres vivos en categorías como órdenes, familias o géneros– pudieron comenzar a construir sus clasificaciones según criterios evolutivos. Hasta entonces, las especies se organizaban sobre todo según criterios morfológicos, de semejanza. Pero en ciertos casos hay rasgos que se parecen mucho en animales que realmente no tienen ningún parentesco cercano entre sí. Parece más lógico utilizar el grado de semejanza en sus secuencias de ADN, porque este criterio retrata mucho más fielmente cuán lejano o cercano es su antecesor común, y por tanto quiénes son hermanos, primos, parientes lejanos o muy, muy lejanos, como nosotros y las bacterias.

Claro que no todos los taxónomos se sumaron con entusiasmo al nuevo sistema. Un curioso ejemplo fue Vladimir Nabokov, más conocido como el autor de Lolita; pero como ya conté aquí, también un apasionado entomólogo especializado en mariposas. Con el advenimiento de las técnicas de ADN a comienzos de los años 70, Nabokov renegó de la posibilidad de utilizar este nuevo sistema para clasificar las mariposas, aferrándose a sus años de entrenamiento mirando genitales bajo el microscopio.

Pero la resistencia de Nabokov era inútil: el genoma de los seres vivos nos revela dónde encajan realmente en la complicada trama evolutiva de la naturaleza. El problema es que, a veces, llevando esta metodología al extremo podemos encontrar que llegamos a espinosos callejones sin salida. Un ejemplo curioso lo comentó hace unos años la bióloga evolutiva y escritora Carol Kaesuk Yoon, y es el caso de los peces.

La idea simplificada es esta: si una madre A tiene tres hijas B, C y D, y B y C llevan el apellido de A, no hay manera de justificar que D no lleve el mismo apellido. Aplicado a la taxonomía evolutiva, si de una línea se deriva un grupo, más tarde un segundo y después un tercero, y los dos primeros se clasifican en un taxón (categoría) con una denominación concreta, el tercero también debe integrarse ahí, dado que de hecho los representantes actuales del segundo y el tercero están hoy evolutivamente más próximos entre sí que los del primero y el segundo (la separación evolutiva de estas dos ramas es más antigua).

Esta idea es la que hoy clasifica como dinosaurios a las aves, y esto resulta muy aceptable. Pero cuando lo aplicamos a los peces, tenemos un problema. Si, como señalaba Kaesuk Yoon, la línea ancestral de los peces se ramificó para originar primero el linaje de los peces actuales (A), después el de los peces pulmonados (B), y por último el que después daría lugar a los mamíferos (C), resulta que B y C tienen que compartir una categoría taxonómica de la que A esté ausente. Pero la cosa es que A y B son peces. Lo que implica que nosotros también debemos serlo; o los peces pulmonados no son peces, o los humanos también somos peces. O nos cargamos los peces e inventamos otro nombre.

¿La solución? No teman, en este caso hay truco: en realidad, «peces» no es un taxón biológico, sino un nombre común. Y ya hemos dicho que la ciencia no entra en los nombres comunes. Pero recuérdenlo la próxima vez que hablen de ellos a la ligera como si nosotros no formáramos parte de su estirpe.

En cambio, el caso de los elefantes que traigo hoy sí es peliagudo. Esta semana se ha celebrado en Oxford el 7º Simposio Internacional de Arqueología Biomolecular. Y según informa Nature, en él se ha presentado el genoma del Paleoloxodon antiquus, un enorme elefante que vivió en Europa en el Pleistoceno y cuyos restos más recientes, de hace unos 70.000 años, se hallaron en Soria.

Hasta ahora, los elefantes vivos se clasificaban en tres especies. Conocemos el asiático (Elephas maximus) y el africano (Loxodonta africana). Pero en 2010 el análisis genético dejó claro que el elefante africano de bosque, que vive en las selvas del interior del continente y hasta entonces se tenía por una subespecie del de sabana (Loxodonta africana cyclotis), no era tal, sino que cumplía los criterios para clasificarse como una especie separada, Loxodonta cyclotis. Y por cierto, aprovecho la ocasión para recomendarles un magnífico libro sobre el elefante africano de bosque: Los silencios de África, de Peter Matthiessen.

Así, estaban dos primos cercanos, los africanos L. africana y L. cyclotis, y un pariente más lejano, el asiático E. maximus. Hasta que ha llegado el genoma del Paleoloxodon antiquus. Por el estudio de los fósiles (según los criterios morfológicos a los que se aferraba Nabokov), se suponía que esta era una rama más cercana al elefante asiático.

Nada de eso: el estudio genético revela que aquel monstruo de cuatro metros de altura estaba más estrechamente emparentado con el elefante africano de bosque que con ninguna otra especie actual. Incluso hoy, los cyclotis están genéticamente más próximos al elefante europeo del Pleistoceno que a sus parientes de la sabana.

Lo cual implica que el género Loxodonta, tal como hoy lo conocemos, ya no sirve. Ahora, los taxónomos tendrán que volver a la pizarra para asignar nuevos nombres. Y sí, para los que tengan hijos en la edad escolar adecuada para estudiar estas cosas, sepan que también habrá que cambiar los libros de texto. Es lo que tiene la ciencia, que avanza…

Ojo con la videncia genética (y con la privacidad genética)

Hace diez años, la compañía californiana 23andMe inauguró el mercado de la genómica personal con una oferta de análisis de variantes genéticas (técnicamente llamadas SNP, o snips) que permitía a sus clientes conocer su propensión a un cierto número de fenotipos, léase rasgos, ya sea la calvicie o la miopía.

Imagen de Pixabay / Dominio público.

Imagen de Pixabay / Dominio público.

23andMe obtuvo un enorme éxito, no solo por ser la primera que ofrecía este servicio al consumidor general, sino por su imagen hip: gracias a los contactos de su cofundadora, la bióloga Anne Wojcicki, por entonces casada con el cofundador de Google Sergey Brin, en Hollywood se organizaban spit parties en las que la gente guapa escupía en un tubo para hacerse analizar su perfil por 23andMe.

Pero entonces vino la FDA con las rebajas. En 2013 la agencia reguladora de fármacos de EEUU ordenó a 23andMe que suspendiera el servicio, ya que las informaciones facilitadas a los clientes en materia de salud no contaban con ningún tipo de validación clínica legal, motivo por el cual a la FDA le preocupaban «las consecuencias para la salud pública de resultados imprecisos». Actualmente 23andMe solo ofrece perfiles genéticos con resultados genealógicos. El año pasado anunció que próximamente reanudará su servicio de salud, aunque mucho más recortado que antes, pero esta vez con la aprobación de la FDA.

La preocupación de la FDA no era solo el cumplimiento de un trámite burocrático. Lo cierto es que hoy se conocen las secuencias de nuestros genes, pero no tanto sus funciones: completar el Genoma Humano fue como adquirir una inmensa enciclopedia en un idioma que aún estamos aprendiendo a descifrar. Tenemos el texto, pero no sabemos qué significa.

La literatura médica está desbordada con estudios que correlacionan variantes génicas con fenotipos, pero sin ninguna prueba real más allá de una correlación estadística. Y ya he explicado aquí unas cuantas veces que correlación no significa causalidad (mañana contaré un nuevo y precioso ejemplo de correlaciones espurias). De hecho, recientemente la Asociación Estadística de EEUU (ASA) ha publicado una declaración que invita a abandonar el uso del valor p, en el que se basa la práctica totalidad de los estudios epidemiológicos que dicen encontrar una correlación «estadísticamente significativa»; esos del estilo: «comer X aumenta (o reduce) el riesgo de padecer Y».

La ASA advierte de que el significado del valor p suele malinterpretarse: en pocas palabras, y citando la declaración, «los valores p no miden la probabilidad de que la hipótesis estudiada sea cierta, ni la probabilidad de que los datos sean producto solamente del azar». Y añaden algo que debería resultar plenamente obvio, no para el público, pero sí para cualquier criatura relacionada con el mundo de la ciencia: «Un valor p, o significación estadística, no mide el tamaño de un efecto ni la importancia de un resultado».

Por ilustrarlo con un ejemplo simplón: sabemos que un tiro en la cabeza suele matar. Pero si consideramos solo unos pocos casos, no alcanzaremos un valor p del que podamos concluir que esta relación entre disparo y muerte es estadísticamente significativa. Por el contrario, si analizamos una enorme población de casos de muertes y rebuscamos un poco, con toda seguridad podremos encontrar algún factor que esté desigualmente distribuido en esta población; por ejemplo, más muertos con el pelo rizado. Y aunque la diferencia sea muy escasa, con una muestra grande podremos elegir condiciones en las que el valor p sea «estadísticamente significativo», lo que daría un bonito titular: el pelo rizado mata. Y lo crean o no, así funcionan muchos de los casos de estudios que llegan a la prensa, como he contado aquí en varias ocasiones.

Hace unos días, he sabido por mi compañera de patio bloguero Madre Reciente que una aseguradora española ofrece un servicio de perfil genético con el que dicen orientar a los padres sobre cosas como si su hijo/a será un buen atleta, tendrá buena memoria, será propenso/a a aprender de sus errores o mostrará tendencia al riesgo.

Elijamos un ejemplo, el llamado «gen de la velocidad». El propio codescubridor de este presunto vínculo del gen ACTN3 en el que se basa la proclama ya dejó claro que «ACTN3 explica solo el 2-3% de la variación en la función muscular en la población general». Y que «ACTN3 no te dice si tu hijo será o no un súper-atleta». Más claro imposible, y directamente de la fuente.

Sigamos con otro: la presunta propensión al riesgo, basada en el gen TPH2. La proclama se basa en estudios en los que se dice haber detectado una correlación (correlación, no causalidad) entre formas de los genes TPH y conductas suicidas. Pero un meta-análisis (estudio de estudios) publicado en 2014 concluía: «Con respecto a las variantes del gen TPH2, no hemos podido encontrar una asociación con conductas suicidas». Otra vez, más claro imposible.

En resumen, todo lo explicado arriba se resume en esto: de los genes se puede predecir fácilmente una intolerancia a la lactosa, o la composición de la cera de los oídos. En cuanto a los rasgos complejos no mendelianos, que además están en gran medida (pero no sabemos ni sabremos nunca cuánta) influidos por otros factores ambientales y epigenéticos, cualquier pretensión de predicción es pura videncia genética. Lo cual no sería tan grave si no fuera porque servicios como el ofrecido por esta aseguradora pueden desembocar en grandes catástrofes, en caso de que los padres decidan orientar la educación de sus hijos en función de los resultados.

Pero hay algo más. En EEUU, país donde los tests de perfiles genéticos para el consumidor se han popularizado y comentado vivamente en los medios, existe también un debate sobre la privacidad de los datos genéticos. Uno de los casos que más preocupan es el hecho de que las aseguradoras médicas puedan hacerse con datos genéticos de sus clientes y aplicar criterios discriminatorios; por ejemplo, pólizas más caras para aquellos que posean ciertas variantes genéticas presuntamente relacionadas con el riesgo de padecer alguna enfermedad.

Y como ya he dicho, quien ofrece el test genético que he mencionado es precisamente una compañía de seguros de salud. Poner los datos genéticos de nuestros hijos en poder de la aseguradora es tan sensato como pinchar un cartel en la puerta de nuestra casa diciendo que nos hemos marchado de vacaciones y no volveremos en un mes.

Para que se hagan una idea sobre la importancia de mantener la privacidad de sus datos genéticos, en caso de que algún día lleguen a disponer de ellos, nada mejor que recordar las palabras de uno de los miembros del consejo de administración de 23andMe: «El juego a largo plazo no es hacer dinero vendiendo kits […] Una vez que tienes los datos, la compañía se convierte de hecho en el Google de la salud personalizada».

(PD: Por cierto, y a propósito de los consentimientos escritos y políticas de privacidad, creo que el ejemplo de Google es suficientemente revelador, para cualquiera que haya seguido la saga de esta compañía y sus escarceos con las fronteras de la legalidad sobre el uso de datos personales, tanto en EEUU como en Europa. Las políticas de privacidad no se graban en granito, y que levanten la mano quienes lean de cabo a rabo esos emails de las compañías titulados «hemos cambiado nuestra política de privacidad». Si quieren un ejemplo, aquí tienen los 20 folios de los términos del servicio de 23andMe).

Ahora sí: por fin, genomas a 1.000 dólares

Con el cambio de siglo llegó el primer borrador del genoma humano, un alucinante hito de la biología que lo cambiaba todo: era como completar el mapa de un tesoro del que hasta entonces solo existían trozos sueltos.

Imagen modificada de Wikipedia.

Imagen modificada de Wikipedia.

El proyecto finalizó en 2003 con la secuencia ya refinada. Aquel monstruoso esfuerzo costó una montaña de dinero cuyo valor total varía de unas fuentes a otras; como en otros megaproyectos que involucran tantos recursos, evaluar el coste final es como poner la cola al burro con los ojos tapados, pero quedémonos con una cifra que se maneja por ahí: 3.000 millones de dólares.

Los métodos de secuenciación de ADN que se emplearon en el Proyecto Genoma Humano databan de los años 70. Hasta entonces no existió una motivación práctica (léase, económica) que empujara el avance de estas tecnologías. Fue el propio proyecto el que impulsó la búsqueda de nuevos sistemas más rápidos y baratos, y el resultado es que la tecnología de secuenciación ha dado un salto como el de aquellos primeros ordenadores personales de metro cúbico a los actuales smartphones.

El objetivo final era lograr secuenciar el genoma completo de una persona por menos de 1.000 dólares: la democratización de la genómica y, con ella, la transición hacia la medicina molecular personalizada. Algo que no será inmediato, porque la interpretación de la información genómica apenas está aprendiendo a balbucear.

Aún hace un año la compañía californiana Illumina, el principal fabricante de secuenciadores de ADN del mundo, ofrecía un servicio de secuenciación de genomas personales por 4.900 dólares, ya muy cerca de la marca simbólica de los 1.000 dólares. Pero como entonces me contó el director del Centro Nacional de Análisis Genómico, Ivo Glynne Gut, ya era posible secuenciar un genoma humano por menos de 1.000 dólares. De hecho, la propia Illumina ya había batido esta marca con el lanzamiento el año anterior de una nueva plataforma de secuenciación.

Ahora bien, este coste se aplicaba a la obtención de genomas para investigación, aún no en un grado clínico. Un ejemplo es el Personal Genome Project, un proyecto de investigación que el año pasado admitió a 5.000 participantes con un coste por genoma inferior a los 1.000 dólares.

Esta semana por fin se ha producido el anuncio del primer servicio al consumidor de secuenciación de genomas completos por debajo de la marca de los 1.000 dólares; en concreto, 999, como en las etiquetas de los precios del súper. Al cambio actual, unos 910 euros. La compañía responsable es Veritas Genetics, cofundada por el genetista de Harvard George Church, uno de los impulsores del Proyecto Genoma Humano y director del Personal Genome Project.

Por este precio, la oferta myGenome de Veritas incluye no solo el genoma completo, sino también herramientas digitales para manejarlo, así como un servicio de asesoramiento y consejo genético accesible por videoconferencia. Con dos limitaciones: la primera es que por el momento Veritas solo atenderá a clientes de Estados Unidos, aunque la compañía planea ampliar su mercado a otros países en los próximos meses.

La segunda condición es que todos los encargos deben contar con prescripción médica, una obligación que también impone el servicio de Illumina. Esta es la única manera de certificar que la solicitud viene motivada y que es genuina. Pero por mucho que se respeten escrupulosamente los procedimientos, la nueva era ya inaugurada de los genomas a 1.000 vuelve a rescatar los viejos escollos éticos y legales aún sin resolver.

No se trata solo de la posible discriminación genética, algo a lo que los movimientos anti-ciencia ya se encargarán de poner nombre (¿Gattaca?). También se trata de que, por mucha era genómica, cada individuo tiene completo derecho a su libertad de vivir ignorando si posee alguna variante genética que pueda complicarle el futuro. Y esta libertad desaparece si su hermano/a, p/madre o hija/o decide, también libremente, que quiere conocer con detalle todo su perfil genético.

¿Qué haremos entonces? Los científicos ya han hecho su trabajo. Ahora les toca a otros.

2015, el año de CRISPR: llega la revolución genómica

Las doce campanadas del 31 de diciembre cerrarán un año científico que ha satisfecho su mayor expectativa: enseñarnos cómo es Plutón, completando el álbum de cromos de los principales cuerpos del Sistema Solar. Esta misión cumplida encabezaría el Top 10 de la ciencia en estos doce meses de no ser porque 2015 deberá recordarse como el año en que comenzó a hacerse palpable –y discutible, como ahora contaré– la promesa de CRISPR, la nueva tecnología que está llamada a revolucionar la edición genómica. Hoy hablamos de este avance que merece el número 1 en el elenco de los hitos científicos de 2015; mañana continuaremos con los demás.

Un embrión de cuatro células. Imagen de E.C. Raff and R.A. Raff / Indiana University.

Un embrión de cuatro células. Imagen de E.C. Raff and R.A. Raff / Indiana University.

Tal vez ustedes tengan la sensación de que llevan décadas oyendo hablar de la terapia génica y de que todas aquellas promesas aún no se han hecho realidad. Tengan en cuenta que la prensa pregona los éxitos, ignora los fracasos y siempre tiende a añadir coletillas que dejan la impresión de que cualquier nuevo avance será una panacea en unos pocos años.

Pero es cierto que la trayectoria de la terapia génica ha sido parecida al viaje de Frodo, con pronunciados altibajos y momentos de profundas crisis. Y con todo esto, como Frodo, este enfoque terapéutico continúa avanzando hacia su destino. Una revisión reciente en Nature proclamaba que la terapia génica vuelve a estar en el centro del escenario, gracias a los triunfos que han ido acumulándose en los últimos años. Y hoy las perspectivas son mejores que nunca gracias a CRISPR.

En este blog no he escatimado elogios hacia la que ahora se presenta como la gran tecnología genética del siglo que acaba de comenzar. En 2012 las investigadoras Emmanuelle Charpentier y Jennifer Doudna transformaron un mecanismo de defensa natural de las bacterias en el sistema más preciso y eficaz conocido hasta hoy para cortar y pegar genes. Desde entonces, CRISPR-Cas9 se ha convertido en el avance más revolucionario en biología molecular desde los años 70, cuando comenzaron a popularizarse las llamadas enzimas de restricción que hemos utilizado durante décadas.

El sistema CRISPR-Cas9, al que ya se han añadido otras variantes, permite editar genes, es decir, cortar y pegar trozos de ADN de forma dirigida y precisa, lo que extiende sus aplicaciones desde la investigación básica hasta la terapia génica; o incluso la recreación de los mamuts, como ya han avanzado este año al menos dos grupos de investigadores. Gracias a todo ello, Charpentier y Doudna ya no saben ni por dónde les llegan los premios; entre otros, el Princesa de Asturias de Investigación 2015, un fallo muy acertado.

Aunque CRISPR no es una tecnología surgida este año, 2015 ha sido un año clave por varias razones. Su uso se ha generalizado en los laboratorios, lo que ha permitido que aparezcan variantes, mejoras y nuevas maneras de aplicarlo. Pero también se ha abierto el debate sobre las perspectivas de aplicarlo a la edición genómica en embriones humanos destinados a la reproducción, un campo que podría traer inmensos beneficios, así como enormes desgracias si se emplea de forma prematura antes de haber alcanzado una tasa de error aceptable. Ya en marzo, Science y Nature publicaban sendos artículos en los que varios investigadores, entre ellos Doudna, advertían de estos riesgos. El título de la pieza en Nature lo dice todo: «No editéis la línea germinal humana».

Pero alguien en un laboratorio chino ya se había adelantado. Como conté en su día, en abril la revista Protein & Cell publicaba el primer experimento de edición genómica en embriones humanos.

La regulación de la investigación con embriones es más laxa en algunos países orientales que en el mundo occidental, pero es importante aclarar que el experimento dirigido por Junjiu Huang en la Universidad Sun Yat-sen de Guangzhou utilizó exclusivamente embriones no viables; se trataba de cigotos procedentes de fertilización in vitro que tenían tres juegos de cromosomas en lugar de dos, debido a que los óvulos habían sido fecundados por dos espermatozoides al mismo tiempo. En condiciones naturales, estos embriones triploides mueren durante la gestación o al poco tiempo de nacer, y los que sobreviven lo hacen con graves defectos. En el caso de la fecundación in vitro, estos embriones se desechan o se utilizan para investigación en los países que así lo permiten.

El experimento de Huang no fue precisamente un éxito, como él mismo reconoció. Recojo lo que ya escribí a propósito de los resultados: el sistema CRISPR/Cas9 logró extraer quirúrgicamente el gen HBB en aproximadamente la mitad de los embriones supervivientes analizados, pero solo en pocos casos consiguió reparar la brecha con la secuencia de reemplazo. Aún peor, los científicos observaron que en varios casos la enzima cortó donde no debía y que algunas de las brechas se rellenaron empleando erróneamente otro gen parecido como modelo, el de la delta-globina (HBD), causando mutaciones aberrantes.

La repercusión del experimento de Huang fue mucho mayor de la que habría correspondido a sus resultados científicos, debido a que abría una puerta que para muchos debería permanecer cerrada, al menos hasta que la tecnología CRISPR garantice un nivel mínimo de éxito. Tras la publicación del estudio, algunos de los principales investigadores en el campo de la edición genómica decidieron convocar una reunión en Washington, con la participación de la Academia China de Ciencias, para debatir los aspectos éticos y tratar de acordar una recomendación común.

El encuentro tuvo lugar a comienzos de diciembre y se saldó con una declaración final que, curiosamente (o tal vez no), fue interpretada de formas casi opuestas por medios ideológicamente diversos; en algunos diarios online se leía que los científicos habían dado luz verde a la manipulación genética de embriones humanos, mientras que otros aseguraban que se había establecido una moratoria. Pero ni una cosa ni otra; la declaración final decía exactamente que «sería irresponsable proceder con cualquier uso clínico de la edición en células germinales [espermatozoides y óvulos]», pero aconsejaba que la cuestión sea «revisitada a medida que el conocimiento científico avance y la visión de la sociedad evolucione».

Ni sobre los aspectos científicos de CRISPR ni sobre los éticos se ha dicho ya la última palabra. Respecto a lo primero, CRISPR es una nueva técnica en progreso que continuará sorprendiéndonos en los próximos años. Y en cuanto a lo segundo, los expertos recomendaron la creación de un foro internacional permanente que asuma el seguimiento y la reflexión sobre lo que será posible o no, lícito o no, gracias a esta potente tecnología que ha inaugurado la biología molecular del siglo XXI.

Los españoles, bajitos desde hace ocho mil años

¿Seguimos evolucionando los humanos? Es una interesante pregunta para charlas de café entre biólogos, pero también un activo campo de investigación que nos revela pistas clave sobre nuestro pasado. Y es algo que no se puede responder simplemente con un sí o un no. No cabe ninguna duda de que nuestros genes siguen y seguirán cambiando, mutando y recombinándose; la variación sigue en acción. Pero si orientamos la pregunta hacia el futuro, y dejando de lado esas fantasías que suelen pintar a nuestros lejanos tatara-descendientes como cabezones calvos con miembros muy finos –¿la imagen arquetípica de los alienígenas?–, la intuición y la lógica nos sugieren que en gran medida ya no seremos objeto de selección natural.

Primero, nuestras poblaciones se mezclan en tal grado que hoy es difícil que una variante genética se fije de manera apreciable en una comunidad. Además, viajamos, nos movemos mucho; cambiamos de ambiente constantemente, por lo que no somos esclavos de un entorno determinado. Y de todos modos, las sociedades desarrolladas viven muy alejadas de la naturaleza o, dicho de otro modo, modificamos la naturaleza en la medida que nos permite nuestra tecnología para que no nos imponga condicionamientos de vida o muerte. Y por último, tratamos –al menos en teoría– de que nuestra sociedad no se base en la supervivencia del más apto: tenemos medicamentos, cirugía, prótesis y sistemas de ayudas sociales para que los más débiles no se queden atrás. En resumen: ni hay una potente señal genética definida que seleccionar, ni dejamos que el entorno actúe para seleccionarla.

Pero en realidad, cuando hablamos de ahora, debemos considerar un ahora en términos evolutivos. Para la evolución, 10.000 años no son nada, y en este caso deberíamos responder que la clave, y por tanto las huellas, sobre nuestra evolución actual están en un período que desde el punto de vista histórico diríamos amplísimo, miles de años, pero que biológicamente es apenas un parpadeo. En realidad, somos una especie tremendamente reciente en este planeta, unos críos evolutivos en comparación con muchos otros habitantes de la roca mojada a los que, sin embargo, hemos superado en el dominio de nuestro entorno, y del suyo.

Desde que es posible secuenciar genomas completos a media escala –dejaremos el epíteto de «gran» para las próximas generaciones de tecnologías de secuenciación–, con cierta rapidez y a costes asequibles, hemos logrado ya leer genomas humanos en cantidades que superan el rango de los 100.000. Con muestras tan amplias, es posible analizar las huellas de la evolución en nuestro genoma. En el último decenio, muchos investigadores han buscado estos signos de selección natural en nuestros genes, y han encontrado el rastro que en el ADN nos han dejado las épocas pasadas en las que aún éramos bastante más vulnerables a nuestro entorno.

Sin embargo, estos estudios tienen una limitación, y es que analizan las pistas en nuestros genomas después de miles de años en los que los humanos hemos pasado por todo ese proceso de revoluciones radicales hasta convertirnos en una especie tecnológica y global. Y esto es como tratar de descubrir las pistas del crimen después de que el señor Lobo haya visitado el escenario.

Recreación artística de cazadores de la Edad de Piedra, por el pintor ruso Viktor Vasnetsov. Imagen de Wikipedia.

Recreación artística de cazadores de la Edad de Piedra, por el pintor ruso Viktor Vasnetsov. Imagen de Wikipedia.

Ahora, por primera vez un estudio ha abordado la búsqueda de señales de selección natural en una extensa muestra de 83 genomas humanos europeos antiguos que cubren una buena parte de lo sucedido en los últimos 8.000 años, desde la revolución agrícola del Neolítico. Ahí es donde podemos encontrar las huellas frescas de lo que la selección natural hizo con nuestras variantes genéticas en tiempos en que aún no disponíamos de inyecciones de insulina ni de aviones en los que marcharnos a vivir a Australia. Según escriben los investigadores, «el ADN antiguo hace posible examinar poblaciones como eran antes, durante y después de los eventos de adaptación, y así revelar el tempo y el modo de selección».

En el estudio han participado investigadores de tres continentes, incluyendo al arqueólogo Manuel Rojo Guerra de la Universidad de Valladolid y al experto en ADN antiguo Carles Lalueza Fox, director del Laboratorio de Paleogenómica del Instituto de Biología Evolutiva del CSIC y la Universitat Pompeu Fabra, bajo la dirección de Iain Mathieson y David Reich, del Departamento de Genética de la Facultad de Medicina de Harvard (EE. UU.).

Los científicos parten de los recientes hallazgos que sitúan el origen de la población europea actual en tres grupos ancestrales: los pastores yamnaya que llegaron desde Siberia; los primeros agricultores europeos, de tez clara y pelo y ojos oscuros; y por último, los cazadores-recolectores indígenas del oeste de Europa, de piel morena y ojos azules. Los insólitos rasgos de este último grupo fueron conocidos cuando el grupo de Lalueza secuenció el primer genoma humano del Mesolítico, de un individuo de hace 7.000 años encontrado en el yacimiento leonés de La Braña. Aquel cazador-recolector ibérico llevaba las variantes africanas de los genes de pigmentación de la piel, pero también las responsables de los ojos azules en los europeos actuales.

Reconstrucción del individuo de La Braña (León), un cazador-recolector alto, de piel morena y ojos azules. Imagen del CSIC.

Reconstrucción del individuo de La Braña (León), un cazador-recolector alto, de piel morena y ojos azules. Imagen del CSIC.

El individuo de La Braña es uno de los analizados en el estudio, junto con decenas de otros que cubren las tres poblaciones entre unos 8.000 y unos 4.000 años atrás, a los que se han añadido como comparación los genomas de poblaciones europeas actuales. Con todo este conjunto de datos y analizando más de 300.000 posiciones del genoma, los científicos han logrado identificar cinco lugares en el ADN que revelan la acción de la selección natural, y que son responsables de rasgos relacionados con la pigmentación y la dieta.

Una de las principales conclusiones del estudio, y tal vez la más curiosa, es que los genomas revelan una clara señal de selección natural a favor de la baja estatura que se impuso en la población ibérica con la llegada de la agricultura, hace unos 8.000 años. «Tanto las muestras ibéricas del Neolítico Temprano como del Neolítico Medio presentan evidencias de selección de una estatura reducida», escriben los científicos. «Así pues, el gradiente [diferencia] selectivo de estatura en Europa ha existido durante los últimos 8.000 años. Este gradiente fue establecido en el Neolítico Temprano, aumentó hacia el Neolítico Medio y disminuyó en algún punto posterior». Por el contrario, los investigadores no han encontrado señales de selección natural a favor de una mayor estatura en las poblaciones nórdicas, aunque sí en los yamnaya siberianos. Según los datos de los genomas actuales, hoy nuestra estatura continúa ligeramente por debajo de la media en Europa central, pero muy lejos del abismo entre ambos grupos que existía en el Neolítico Temprano y sobre todo en el Medio.

En resumen, los pobladores ibéricos ancestrales, como el individuo de La Braña, eran altos y atezados; con el Neolítico y la agricultura, se impuso un patrón de bajitos de piel clara –hasta hoy, algo más morena que en los nórdicos– que era evolutivamente favorable. En otras palabras: el tópico del español bajito como físicamente disminuido frente a las soberbias estaturas de los europeos del norte y del este cambia completamente de sentido. Por alguna razón, desde el comienzo del Neolítico la baja estatura fue una adaptación favorable para los ibéricos, un rasgo físico que les preparaba mejor para la supervivencia en su entorno concreto, mientras que los nórdicos eran altos por defecto. ¿Por qué fue así? Tardaremos unos meses en conocer las hipótesis de los investigadores; el estudio, aún sin publicar, se encuentra disponible en la web de prepublicaciones bioRxiv.org. Según me han informado Mathieson y Reich, actualmente está sometido a revisión en una revista, y hasta su publicación oficial no están autorizados a comentarlo.

El de la estatura no es el único rasgo en el que los investigadores han comprobado la acción de la selección natural o la ausencia de ella. Contrariamente a lo que esperaban, no detectaron selección en caracteres inmunológicos; según la teoría, la llegada de la agricultura propició el sedentarismo y el crecimiento de comunidades humanas más densas, lo que habría impuesto la necesidad de fortalecer el sistema inmunitario para hacer frente a las enfermedades transmisibles. Sin embargo, los científicos no han encontrado ninguna huella de este reforzamiento inmunológico en los genomas antiguos.

Por otra parte, los resultados revelan nuevas pistas sobre la conservación de la lactasa, la enzima capaz de degradar la lactosa que nos permite alimentarnos de la leche y que originalmente se perdía en los humanos después del destete. El estudio confirma trabajos previos según los cuales la persistencia de esta enzima en los adultos es de aparición tardía; surge en Europa central solo hace unos 4.300 años, y esto a pesar de que poblaciones ancestrales como los yamnaya siberianos se dedicaban al pastoreo, lo que sugiere que no aprovechaban la leche como recurso alimenticio.