Archivo de la categoría ‘Noticia’

Coma langosta, pero no la de mar, sino la de desierto

Un amigo solía decir que comer está sobrevalorado. Confieso que me gusta la comida desde que la descubrí en mi adolescencia –antes de eso apenas me nutría lo justo para que siguiera saltando la bolita verde del electrocardiógrafo–, pero lamento que en el comer, como en todo, hay eso que los economistas llaman barreras de entrada. Quienes denostan la llamada comida basura deberían detenerse un segundo a considerar que solo esos establecimientos ofrecen algo parecido a un menú por menos de cinco euros.

Nunca he tenido dinero para comer en esos restaurantes con más estrellas que la pechera de un sheriff. Pero idolatro, no a los cocineros que lucen esas distinciones, sino a los que se han dado el gustazo de renunciar voluntariamente a ellas; y hay varios, no crean. De ellos he leído justificaciones de una extrema sensatez, como que ese mundillo del estrellato tiene poco que ver con la vida real, o que ellos son restauradores y no saltimbanquis del Circo del Sol, o que lo hacen para escapar de la presión y la tontería, o que quieren conservar la libertad de servir un pollo asado sin que a ningún comensal se le caiga el monóculo del susto.

Desde que la cocina se convirtió en gastronomía y los cocineros en chefs, la comida se ha alejado de la gente, o más concretamente, del bolsillo de la gente. No niego que haya opciones para alimentarse sabrosa y saludablemente en el amplio rango entre los cinco euros del payaso y los cientos de euros de esos cocineros que ahora salen en todos los intermedios de la tele (y que adquieren así la virtud, chocante para un cocinero, de provocar hartazgo sin siquiera encender los fogones). Pero cuanto más tiran esas constelaciones del carro de los platos, más se aleja la cocina de esa vida real a la que se refería aquel chef que devolvió la placa.

Mientras, muy por debajo de esa bóveda celeste tachonada de estrellas, los de siempre siguen intentando exprimir las piedras porque no llegan ni a los cinco euros del menú McKing. Al noreste de Nairobi, capital de un país con el que tengo cierta relación, existe un instituto de investigación llamado ICIPE, siglas en inglés de Centro Internacional de Fisiología y Ecología de los Insectos. La misión del ICIPE es estudiar el impacto de los bichos en la seguridad alimentaria, algo que en África es una cuestión de vida o muerte. Pero entre las líneas de investigación del ICIPE se encuentra también alguna que investiga los insectos no en calidad de plagas, sino de plato principal.

Langostas del desierto en el insectario del ICIPE (Nairobi, Kenya). Imagen de ICIPE.

Langostas del desierto en el insectario del ICIPE (Nairobi, Kenya). Imagen de ICIPE.

Hace un par de semanas, investigadores del ICIPE han publicado un estudio que analiza los posibles valores nutricionales de la langosta. Pero no la de la salsa thermidor, sino la otra, la del desierto (Schistocerca gregaria), que aparece por el horizonte como el manto negro de la misma parca y no deja un tallo sano allí por donde pasa. Si no puedes vencer al enemigo que se come tu comida, cómetelo a él, parecen haber pensado los científicos kenianos.

En colaboración con la Universidad Jomo Kenyatta de Agricultura y Tecnología, y con el Departamento de Agricultura de EE. UU., los investigadores han analizado el contenido bioquímico de los tejidos de la langosta en esteroles, una familia de compuestos cuyo representante más famoso es una de las pocas biomoléculas que casi todo el mundo podría nombrar: el colesterol.

El colesterol es un componente esencial de las membranas celulares de LOS ANIMALES. Y empleo las mayúsculas para destacar este dato y así mencionar la escasa decencia de ciertas marcas de alimentos de origen vegetal que etiquetan sus productos como «sin colesterol», dando así a entender que tal vez los de la competencia sí lo llevan. Etiquetar un producto vegetal como «sin colesterol», siendo rigurosamente verdadero, es sencillamente tramposo. En fin, no voy a profundizar más en este pirateo comercial que mi compañero bloguero Juan Revenga tan bien expone, que para eso él es profesional de ello.

También voy a dejar de lado otro asunto que Juan ha tratado en su blog, y que yo mismo traje aquí anteriormente, y es que las pruebas más recientes están absolviendo al colesterol de su tradicional papel de supervillano. Para el propósito que hoy traigo, quedémonos con el hecho de que a algunos fitosteroles, o esteroles de plantas, se les suelen atribuir beneficiosos efectos cardiovasculares, aunque no existen pruebas científicas concluyentes de ello.

Los científicos, dirigidos por el quimioecólogo del ICIPE Baldwyn Torto, han descubierto que el tubo digestivo de la langosta contiene varios fitosteroles aprovechables. «Nuestro estudio muestra que la langosta del desierto ingiere fitosteroles de una dieta vegetal y los amplifica y metaboliza en derivados con potenciales efectos saludables», escriben los investigadores en su estudio, publicado en la revista PLOS One. Además, los investigadores agregan que la langosta es una rica fuente de ácidos grasos, minerales y, por supuesto, proteínas.

El mayor interés del estudio keniano, aparte de la alegría que (me) produce encontrar una investigación llevada a cabo en Kenya en una revista científica de amplia difusión, es que incide en un concepto que lleva tiempo rodando por los laboratorios y por los despachos de todos aquellos concernidos con la nutrición, o mejor dicho la desnutrición, en amplias regiones del planeta: el enorme potencial de los insectos como alimento.

Una degustación de langostas en el ICIPE (Nairobi, Kenya). Imagen de ICIPE.

Una degustación de langostas en el ICIPE (Nairobi, Kenya). Imagen de ICIPE.

La FAO, rama de Naciones Unidas (ONU) que se ocupa de la agricultura y la alimentación, lleva años trabajando en ello (más información en español aquí). Hace ahora un año, este organismo patrocinó la primera conferencia internacional Insectos para Alimentar al Mundo, celebrada en Ede, Holanda, país en el que el grupo de Arnold van Huis, de la Universidad de Wageningen, ha destacado por su promoción e investigación de la entomofagia, la ingesta de insectos.

Según la FAO, los insectos comestibles –no todos lo son– contienen «proteínas de alta calidad, vitaminas y aminoácidos para los humanos». La rama de la ONU apunta que los bichos aprovechan su alimento mucho mejor que nuestras fuentes tradicionales de carne: los grillos necesitan seis veces menos comida que las vacas, cuatro menos que las ovejas y la mitad que cerdos o pollos para producir la misma cantidad de proteína. «Además, emiten menos gases de efecto invernadero y amoníaco que el ganado convencional», agrega la FAO. Y por si fuera poco, pueden criarse en la basura orgánica.

En realidad, según la FAO, más de 2.000 millones de personas en el mundo comen insectos como parte habitual de su dieta, y es el escrúpulo occidental el que hasta ahora ha impedido que esta fuente de alimento se generalice. Y para los tiquismiquis a quienes les desagrade masticar ojos y antenas, una posible solución es emplear extractos de proteínas de insectos en mezclas de otros alimentos. Con todo ello, concluye la FAO, los insectos ofrecen una solución medioambiental y económicamente sostenible con la que alimentar a una población de 9.000 millones de personas en 2050.

Claro que, añado yo: fantástico, siempre que esto no suponga dar por hecho que a los africanos les basta con las langostas del desierto y así nosotros podemos seguir hincándoles el diente a las de mar (que, para qué negarlo, a la brasa son puro sexo oral). Según contaba el año pasado Van Huis en un reportaje en The Guardian, se da la curiosa circunstancia de que muchas poblaciones renuncian a su ingesta tradicional de insectos cuando su situación económica mejora, cambiándola entonces por la comida occidental. Hará falta, posiblemente, que los chefs estelares comiencen a dar la bienvenida a los bichos en sus cocinas para que este recurso alimentario no quede estigmatizado como comida de los que no tienen acceso a otra. Por mi parte, me apunto; trágate eso, muñeco de las lorzas.

¿Qué necesidad hay de una bandera de la Tierra?

Ignoro por completo cuándo se inventó la primera bandera, si es que existió un momento histórico discernible para tal aportación. Pero no hay que ser un experto en vexilología –la disciplina académica que estudia las banderas– para imaginar que las primeras, tal cual hoy las entendemos, derivaron a partir de los estandartes militares, como la famosa águila romana o el dragón de los sármatas, el pueblo que pudo inspirar la leyenda del rey Arturo.

Y de ello se desprende algo innegable: si las banderas sirven para aglutinar a las masas en torno a un símbolo identificativo, siempre es a través de la diferencia o la oposición con otras masas, que antiguamente se congregaban en el extremo opuesto del campo de batalla. Es decir: una bandera no sirve solo para expresar lo que soy, sino también lo que no soy, y por eso llevan implícita la confrontación. No hay que ser un genio para encontrar la aplicación de esto en el país que pisamos. Y esta, ya lo dejo caer, es la razón por la cual este que suscribe no es aficionado a las banderas. A ninguna. Porque tampoco lo soy a sus significados. A ninguno. Y por si alguien discrepa de las connotaciones belicosas de las banderas, que piense en cuál ha sido tradicionalmente la bandera del «vamos a no hacernos daño»: la blanca. O sea, la no-bandera. La bandera de renuncia a la bandera.

Varias propuestas de banderas de la Tierra. Imágenes de Wikipedia.

Varias propuestas de banderas de la Tierra. Imágenes de Wikipedia.

Dado que las banderas siempre tienen este componente de «oye, mira lo que soy y que me diferencia de ti», encuentro de lo más absurdo que se plantee la idea de crear una enseña del planeta Tierra. Lo que nos faltaba: preparar el símbolo diferenciador cuando aún no hay nadie de quien diferenciarnos; pero por si acaso algún día llegara a haberlo, ya tendríamos unos colores con los cuales dejarles claro que somos diferentes, ellos y nosotros, no vayan a pensar otra cosa. Así, incluso si vinieran en son de paz, desde el primer momento dispondríamos de un adecuado emblema que interponer entre ellos y nosotros.

Todo lo cual viene al caso de una nueva pretensión de establecer una bandera terrícola. No es la primera, ni será la última. Como se puede comprobar en la galería que dejo aquí, extraída directamente de ningún otro lugar que la Wikipedia, anteriormente se han lanzado varias propuestas, a cual más peculiar. El nuevo intento es obra de un estudiante de diseño del Beckmans College de Estocolmo (Suecia), que ideó la iniciativa como proyecto de graduación. Y desde luego, no sé si Oskar Pernefeldt, que así se llama el alumno, tendrá talento para el diseño; pero no cabe duda de que tiene un brillante futuro en el marketing viral, porque su idea se ha contagiado como la erisipela.

Lee el resto de la entrada »

Buceando en el hielo hacia el origen de la vida en la Tierra

El ser humano conoce los fósiles desde que tenemos registro histórico de nuestras andanzas por esta roca mojada, aunque al principio se confundieran con cosas tan exóticas como huesos de dragones o restos del diluvio universal. Y el hecho de que incluso se intentara explotarles un presunto poder afrodisíaco demuestra la indómita tendencia del ser humano a pensar en el sexo incluso cuando no viene a cuento para nada.

De no ser por los fósiles, solo podríamos imaginar cómo fue la vida terrícola que nunca conocimos. Haciendo un pequeño y rápido experimento mental en el que los fósiles no existen, los estudios genéticos (filogenéticos) nos desvelarían las relaciones de parentesco entre las especies existentes hoy y con ello podríamos estimar los momentos históricos de divergencia entre las distintas ramas evolutivas, aunque no tendríamos patrones de calibración biológicos fiables. Y puede que esto nos ayudara a averiguar qué formas de ciertos genes y qué rasgos fenotípicos son más ancestrales que otros. Y quizá incluso podríamos reconstruir virtualmente fragmentos de secuencias genéticas representativas de antiguas especies extinguidas.

Reconstrucción de una 'Titanoboa' devorando un cocodrilo en el Museo de Historia Natural Smithsonian de Washington. Imagen de Ryan Quick / Wikipedia.

Reconstrucción de una ‘Titanoboa’ devorando un cocodrilo en el Museo de Historia Natural Smithsonian de Washington. Imagen de Ryan Quick / Wikipedia.

Pongamos un ejemplo: gracias a las secuencias de ADN y a los rasgos fenotípicos podríamos calcular las distancias genéticas entre dos tipos de lagartos, y entre estos y, respectivamente, las serpientes y las culebrillas ciegas (anfisbenios). Sabríamos entonces que estas últimas están evolutivamente más próximas a los lagartos que las serpientes. Podríamos llegar a la conclusión de que estos tres grupos tuvieron un último ancestro común con patas, dado que las culebrillas ciegas del género Bipes aún conservan las delanteras, mientras que las serpientes las han perdido. La anatomía y la embriología nos ayudarían, ya que los embriones de las serpientes llegan a desarrollar unas yemas de patas traseras que luego se reabsorben; excepto en especies primitivas, como boas y pitones, que conservan vestigios de la pelvis y el fémur.

Pero es evidente que sin los fósiles jamás habríamos sabido de la existencia de Titanoboa, una bestia de casi 15 metros y más de una tonelada de peso que vivió hace 60 millones de años y que, según sus descubridores, apenas habría pasado por una puerta doméstica estándar, y podría haber engullido un bisonte si por entonces hubieran existido.

Lee el resto de la entrada »

Resulta que el panda es carnívoro y no lo sabe

Todos lo conocemos como oso panda, pero ¿es realmente un oso? El animal que simboliza la bandera global de la conservación de la naturaleza –gracias a su elección como logo de WWF– fue inicialmente identificado como oso en el siglo XIX, y colocado con los osos más comunes bajo el género Ursus. Sin embargo, los zoólogos lo reubicaron después en la familia de los prociónidos, con el mapache, también conocido como osito lavador por su costumbre de manipular la comida a la orilla del agua. Pero el panda tampoco iba a quedarse quieto ahí; en 1985, cuando secuenciar el genoma completo de una especie aún era un sueño loco, varios estudios moleculares publicados en Nature devolvieron al panda a la familia de los osos, pero situándolo como un disidente temprano de este grupo.

El panda gigante Wang Wang, del zoo de Adelaida (Australia), comiendo bambú. Imagen de Manyman / Wikipedia.

El panda gigante Wang Wang, del zoo de Adelaida (Australia), comiendo bambú. Imagen de Manyman / Wikipedia.

Así pues, sí, el panda es un oso con todas las de la ley, tanto como el pardo, el polar o el de anteojos. Y es bien sabido que los osos, aunque pertenecen al orden de los Carnívoros, siguen en su mayoría una dieta más o menos omnívora, algo que se refleja también en su dentición. En un extremo se sitúa el oso polar, puramente carnívoro, mientras que el panda parece haber completado una transición evolutiva hacia la alimentación herbívora, cubierta en un 99% por el bambú.

Sin embargo, cuando en 2009 más de 120 investigadores, en su mayoría de China, lograron secuenciar el genoma completo del panda, encontraron algo sorprendente en el ADN del animal: una ausencia total de los genes necesarios para digerir el alimento vegetal. En su lugar, los científicos descubrieron que «probablemente el panda tiene todos los componentes necesarios para un sistema digestivo carnívoro». «Nuestro análisis de los genes potencialmente implicados en la evolución de la dependencia del panda hacia el bambú en su dieta muestra que el panda parece haber mantenido los requerimientos genéticos para ser puramente carnívoro, aunque su dieta sea primariamente herbívora», escribían.

Curiosamente, los autores del estudio, publicado en Nature, comprobaron que el panda con toda probabilidad carece de un tipo de papilas gustativas especializadas en detectar el sabor umami o sabroso, típicamente asociado a los alimentos ricos en proteínas animales. Así, los investigadores presumían que quizá el gusto había influido en la selección de su dieta. Pero con todo, no podían explicar por qué un animal de genes carnívoros, carente de enzimas capaces de digerir la celulosa, solo come bambú.

Y entonces imaginaron una solución: tal vez la respuesta estaba en la flora microbiana de su intestino. «La dieta de bambú del panda no parece estar dictada por su propia composición genética, y en su lugar debe de ser más dependiente del microbioma de su intestino», escribían. «Dado nuestro hallazgo de que algunos de los genes necesarios para la completa digestión del bambú faltan en su genoma, la investigación del microbioma del intestino del panda puede ser importante para comprender sus inusuales restricciones dietéticas».

Pues bien, el estudio del microbioma del intestino del panda por fin ha llegado. Y la sorpresa es aún mayor, puesto que los microbios de su intestino son también típicos de los animales carnívoros. Según publica hoy un equipo de investigadores chinos en la revista mBio de la Sociedad Estadounidense de Microbiología, las tripas del panda contienen sobre todo Escherichia, Shigella y Streptococcus, bacterias asociadas a la dieta carnívora, en lugar de Bacteroidetes o especies de Clostridium degradadoras de fibra. Según el coautor del estudio Xiaoyan Pang, de la Universidad Jiao Tong de Shanghai, «este resultado es inesperado y bastante interesante, porque implica que la microbiota del intestino del panda gigante puede no haberse adaptado bien a su dieta exclusiva».

Todo lo cual añade un enigma más a este animal de difícil clasificación, complicada reproducción e incierta supervivencia. Y no se trata de un enigma menor: si este animal incluso ha llegado a sacarse de la zarpa un sexto «dedo», un falso pulgar que es en realidad un hueso modificado para agarrar el bambú, ¿qué sentido tiene que en dos millones de años su metabolismo no haya evolucionado de acuerdo a su dieta? O dicho de otro modo, ¿por qué un animal se obstina en consumir una dieta cuando todo en su organismo pide a gritos otra diferente? Los investigadores no han encontrado ni siquiera una hipótesis que aventurar: «Al contrario que otras especies de mamíferos que han desarrollado una microbiota intestinal (y también una anatomía del sistema digestivo) optimizada para sus dietas específicas, la aberrante coevolución del panda gigante, sus preferencias dietéticas y su microbiota intestinal sigue siendo un enigma», escriben.

En cambio, todo lo anterior sí explica otro hecho, y es la enorme voracidad de los pandas, que pasan hasta 14 horas de cada 24 consumiendo hasta 12,5 kilos de hojas y tallos de bambú; en realidad solo llegan a digerir aproximadamente el 17% de todo lo que ingieren, y el resto lo expulsan tal cual lo comieron.

Pero más allá del acertijo biológico, los científicos extraen una conclusión preocupante, y es si esta falta de adaptación complicará aún más la futura supervivencia del panda, del que en 2014 solo quedaban 1.864 ejemplares en libertad, según WWF. Para Pang, el coautor del estudio, la extraña discordancia entre la dieta de los pandas y su perfil alimentario sitúa a esta especie en un «dilema evolutivo». Según el director del estudio, Zhihe Zhang, también director de la Base de Investigación de la Cría del Panda Gigante en Chengdu, la conclusión es que la paradoja alimentaria del panda «puede haber aumentado su riesgo de extinción».

A ver si aprendemos empatía de las ratas

No es mi estilo ir hisopando moralina por el mundo, pero es difícil ignorar las lecciones que últimamente nos vienen dando ciertos animalitos tradicionalmente desdeñados por nuestra especie. Cuando equiparamos a las personas tacañas o despreciables con las ratas, el diccionario está de acuerdo, pero no la realidad: varios experimentos de comportamiento animal nos están demostrando que las ratas son mejores personas que las personas.

Dos ratas albinas en una jaula. Imagen de Nobuya Sato / Animal Cognition.

Dos ratas albinas en una jaula. Imagen de Nobuya Sato / Animal Cognition.

El hecho de que muchos animales responden a las emociones de otros no es una sorpresa. Pero sí lo es, desde hace unos años, el grado en el que algunos pueden llegar a mostrar comportamientos que antes creíamos reservados al ser humano y otros primates. En 2011, un estudio publicado en Science revelaba que a las ratas les importaba el sufrimiento de sus congéneres: cuando se situaba a un animal libre junto a otro encerrado, el primero liberaba al segundo una vez que aprendía a accionar el mecanismo. En cambio, cuando el recinto cerrado estaba vacío o contenía un objeto, las ratas no lo abrían. Es más; si junto al animal preso se situaba otra celda idéntica con chocolate, el roedor libre también ayudaba a su compañero, y luego entre ambos se repartían la comida.

Experimentos anteriores ya habían descubierto que las ratas eran capaces de contagiarse las emociones. Es decir, que un animal adopta reacciones de miedo o dolor cuando observa a otro sufriendo. Pero para los investigadores de la Universidad de Chicago (EE. UU.), dirigidos por la neurobióloga Peggy Mason, fue toda una sorpresa descubrir esta conducta de ayuda, ya que conlleva la necesidad de que las ratas superen su respuesta natural de quedarse paralizadas. Estamos acostumbrados a pensar que el instinto de conservación prima en el comportamiento de los animales; pero en este caso, la rata ignora las posibles consecuencias de sus actos cuando acude a socorrer a su congénere, actuando de manera diferente a como lo haría en una situación de peligro.

Con todo, los científicos reconocían que sus experimentos no permitían desentrañar en profundidad las motivaciones de las ratas. Desde nuestra tendencia a antropomorfizar a los animales y sus comportamientos, es inmediato emplear palabras como empatía, altruismo o compasión. Pero fuera del mundo de los dibujos animados, los científicos buscan una explicación fisiológica a esta conducta. Podría ser, arguyen, que el gesto de auxilio sea una manera de aliviar la propia angustia que el animal sufre debido a su contagio emocional, y que tal vez exista un mecanismo mediado por feromonas. Pero los investigadores tampoco descartan la posibilidad de que haya una verdadera motivación de ayudar. O quizá sea una mezcla de ambas cosas.

Para seguir indagando en esta conducta de las ratas y en sus motivaciones, Mason y sus colaboradores ampliaron sus experimentos con el fin de esclarecer qué tipo de vínculos son capaces de desencadenar la respuesta de ayuda. Según un estudio publicado en enero de 2014 en la revista eLife, los roedores socorren tanto a los compañeros de jaula como a los extraños, pero, en principio, siempre que sean de la misma cepa. Las ratas de laboratorio se diferencian de las salvajes en que pertenecen a líneas puras, obtenidas por cruces sucesivos a lo largo del tiempo hasta que se establece lo que se conoce como un background o fondo genético conocido y controlado. Dos cepas distintas pueden tener aspecto diferente; por ejemplo, en el experimento se emplearon ratas albinas y otras blancas y negras.

Las investigadoras de la Universidad de Chicago Peggy Mason (derecha) e Inbal Bartal observan a una rata que se dispone a liberar a otra. Imagen de Kevin Jiang.

Las investigadoras de la Universidad de Chicago Peggy Mason (derecha) e Inbal Bartal observan a una rata que se dispone a liberar a otra. Imagen de Kevin Jiang.

Pero aún más sorprendente es que, incluso cuando se trata de extraños de otra cepa diferente, la ayuda también aparece si esas ratas de distinta raza previamente han compartido jaula. Y cuando esto ocurre, los roedores también prestarán auxilio a otros extraños de la cepa con la que previamente se han familiarizado. En cambio, las ratas criadas desde pequeñas con miembros de otra cepa diferente de la suya no asistirán a los de su propia línea, a menos que se les haya habituado antes. Con todo esto, los investigadores concluían que el comportamiento prosocial no depende de la identidad genética, sino de la familiaridad social.

Con ocasión del nuevo estudio, la propia Mason no pudo evitar hacer una extrapolación de sus resultados: «La exposición y la interacción con distintos tipos de individuos las motiva para actuar bien con otras que pueden o no parecerse a ellas. Pienso que estos resultados tienen mucho que decir sobre la sociedad humana». Como conclusión de sus experimentos, Mason sospecha que la motivación de las ratas no es otra que «una versión de la empatía en roedores».

Ahora, otro nuevo experimento viene a reforzar las conclusiones de Mason. En este caso, investigadores de la Universidad Kwansei Gakuin de Japón han sometido a las ratas a un entorno de estrés: una piscina. Los científicos construyeron un recinto con dos compartimentos, uno seco y otro con un cierto volumen de agua que obligaba a los roedores a nadar. Al situar a un animal en cada uno de los dos habitáculos, los investigadores han descubierto que la rata en tierra seca abre la compuerta para permitir que su compañera escape del agua, y que el auxilio es más rápido cuando el propio roedor salvavidas ha sufrido antes la experiencia de la piscina en sus propias carnes. En cambio, la rata no abre la compuerta si no existe otro animal en peligro.

En otro experimento, el recinto contenía tres habitáculos; a un lado, la piscina; en el centro, el recinto seco; y en el extremo contrario, un compartimento con chocolate, accesible por una compuerta idéntica a la que conducía a la piscina. En la mayoría de los casos, escriben los investigadores en su estudio publicado en Animal Cognition, la rata elige socorrer a su compañera antes que acceder a la comida. Para el director del estudio, Nobuya Sato, sus resultados «sugieren que las ratas pueden mostrar un comportamiento prosocial, y que las ratas que ayudan pueden estar motivadas por sentimientos similares a la empatía hacia sus compañeros en apuros».

Después de todo lo anterior, y como comparación ilustrativa, no puedo evitar terminar con este vídeo. No tiene nada que ver con las ratas, pero sí mucho con la humanidad de los humanos. Se trata de un experimento social en el que se colocó en la calle a un chico en camiseta, aterido de frío en pleno invierno neoyorquino a -15 grados centígrados. Si quieren saber qué sucedió, no se pierdan la grabación completa. Verdaderamente, en algún momento de nuestro proceso evolutivo hemos perdido la compasión, la empatía y la solidaridad que distinguen a las ratas de nosotros, y no al revés.

Un ordenador predice que el ébola podría tratarse con… ibuprofeno

Puede parecer una broma, pero no lo es. El ibuprofeno, ese familiar antiinflamatorio, analgésico y antipirético que coge polvo en el fondo de armario de cualquier botiquín, ese que damos a nuestros niños desde la cuna (Dalsy), y ese sobre el que la Agencia Europea del Medicamento alertaba el mes pasado de que a altas dosis puede provocar problemas cardiovasculares, podría servir como prevención y tratamiento del ébola.

Modelo en 3D de un filovirus, la familia del ébola. Imagen de Nilses / Wikipedia.

Modelo en 3D de un filovirus, la familia del ébola. Imagen de Nilses / Wikipedia.

En realidad no se trata de ninguna propuesta estrambótica, sino del resultado de una práctica muy común en la investigación biomédica. El desarrollo de nuevos fármacos es un proceso largo, costoso e incierto. Cuando se trata de enfermedades de difícil tratamiento o de emergencias de salud pública, a menudo este horizonte es demasiado lejano. Actualmente se está administrando en Sierra Leona el TKM-Ebola, un sofisticado medicamento que ha demostrado resultados espectaculares en los ensayos preclínicos con monos. Pero hasta que este fármaco u otros confirmen su eficacia de acuerdo a los protocolos y superen todos los filtros necesarios, es posible tirar de otra solución más rápida y barata. La idea es: ya tenemos infinidad de medicamentos; probemos si alguno sirve.

Con este fin, los investigadores emplean un procedimiento llamado in silico. Si in vivo es en humanos o animales e in vitro es en placa, in silico no es ni más ni menos que en las tripas de un ordenador. Es decir, una simulación. Se trata de introducir una batería de fármacos en un modelo y comprobar si el ordenador predice interacciones entre algún medicamento y el patógeno de interés que pudieran ser útiles en la práctica. En realidad, el sistema informático mejora y amplía algo que antes los bioquímicos hacían in cerebro, predecir interacciones basándose en la estructura de las moléculas.

Una de las aplicaciones de los estudios in silico es el screening virtual de posibles candidatos terapéuticos. Frente al rastreo (screening) «real» de miles de moléculas posibles, que requiere el uso de materiales costosos, mucho tiempo y laboratorios robotizados, el screening virtual in silico ofrece una opción mucho más barata y rápida para seleccionar moléculas de diseño o fármacos ya conocidos que puedan ejercer efectos terapéuticos contra otras enfermedades ajenas a sus usos habituales. Y funciona: algunos posibles agentes antitumorales se han identificado de esta manera, y se han publicado tasas de éxito del 50%; es decir, que la mitad de las interacciones provechosas pronosticadas por el modelo se confirmaban después en los experimentos reales.

Como ejemplo, el Programa de Terapias Experimentales del Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO) tiene una librería (término mal traducido del inglés library, pero de uso habitual) de unos 50.000 compuestos. En un estudio del que hoy hablan algunos medios, el equipo de María Blasco ha identificado dos moléculas que muestran actividad antitumoral bloqueando una proteína implicada en la inmortalidad de las células cancerosas. Para encontrar estos dos compuestos, en este caso los investigadores hicieron un screening «real», conocido como high-throughput screening, con 640 moléculas representativas de las 50.000 de la librería. Pero examinar 640 compuestos ya es toda una proeza cuando se trata de rastreos experimentales que requieren trabajo de laboratorio; en cambio, el procedimiento in silico permite ensayar miles de moléculas virtualmente sin tocar una pipeta.

Por supuesto que toda posible actividad identificada in silico debe después confirmarse in vitro e in vivo si se trata de que una molécula candidata se convierta en un medicamento. Pero como primer paso, los experimentos in silico ofrecen una manera conveniente de restringir el foco a unos cuantos compuestos de interés seleccionados de librerías muy amplias.

En el caso del ébola, antes del estudio in silico que vengo a contar se han hecho screenings in vitro, con células en cultivo, e in vivo, con ratones. De esta manera se entresacaron más de 100 moléculas activas contra el virus del Ébola; entre ellas la cloroquina, el más clásico de los tratamientos modernos contra la malaria. La acción de la cloroquina ha sido después confirmada por otros estudios.

Al mismo tiempo, un equipo de investigadores de Europa, EE. UU. y Canadá, dirigido por Veljko Veljkovic, del Instituto de Ciencias Nucleares Vinča de la Universidad de Belgrado (Serbia), ha emprendido un amplio screening virtual in silico con 6.438 compuestos del DrugBank, una base de datos de fármacos perteneciente a la Universidad de Alberta (Canadá). A partir de esta librería, los científicos seleccionaron 267 medicamentos aprobados y otros 382 experimentales como posibles tratamientos contra el ébola. Entre ellos se encuentran 15 fármacos contra la malaria y 32 antibióticos.

Es importante aclarar algo obvio: el ébola es un virus. Esto implica que ni los medicamentos contra los parásitos como el de la malaria, ni los antibióticos, que solo actúan contra las bacterias, son en principio adecuados para tratar una enfermedad vírica. Pero como ya he explicado, se trata precisamente de descubrir actividades que no podrían sospecharse de acuerdo a la naturaleza de los fármacos. El hecho de que un compuesto sea capaz de inhibir la infección por un virus depende en muchos casos de que pueda unirse a una molécula que el patógeno emplea para entrar en la célula, y por tanto bloquearla. Estas interacciones entre moléculas son como los encajes entre las piezas de un Lego en el que hay infinidad de conexiones de formas distintas. Y a veces, pueden conectarse dos piezas que en principio no estaban pensadas para unirse entre sí.

Ahora, en un nuevo estudio, el equipo de Veljkovic se ha centrado en esos 267+382 compuestos identificados anteriormente. Y de todos ellos, los modelos de simulación empleados han identificado el mejor candidato: el viejo y buen ibuprofeno. «Barato, ampliamente accesible y mínimamente tóxico», como lo definen los autores. «Tomados en conjunto, estos datos indican que el ibuprofeno podría usarse con seguridad en dosis sin prescripción en pacientes de ébola, con posibles efectos antivirales, así como para aliviar los síntomas», escriben los investigadores. El modelo predice para el ibuprofeno una actividad contra el virus en el mismo orden que la cloroquina, ya verificada con el virus real, por lo que Veljkovic y sus colaboradores recomiendan ensayos in vitro e in vivo.

Gracias a sus modelos, los investigadores han podido concretar el posible mecanismo de acción del ibuprofeno contra el ébola. Según explican en su estudio, publicado en la revista digital F1000Research y aún pendiente de la obligatoria revisión, el ibuprofeno podría unirse a una proteína del virus llamada GP1, que el patógeno emplea normalmente para anclarse a un tipo de moléculas llamadas EMILINs presentes en el andamiaje de los vasos sanguíneos. Según el modelo, el ibuprofeno bloquearía la GP1 del virus, impidiendo así la infección.

Una rana demuestra por qué los animales saltaron del agua a la tierra

Lo hemos visto representado muchas veces; los que ya nos hemos comido más de la mitad del pastel recordamos la cabecera de aquella serie de dibujos animados, Érase una vez el hombre, en la que se mostraba ese momento evolutivo crucial en la historia de la vida en la Tierra, hace tal vez unos 400 millones de años, cuando algo parecido a un pez de robustas aletas salió del agua para aventurarse por primera vez a la vida en territorio seco. De ese tetrápodo basal de vida anfibia, con sus cuatro extremidades, hemos descendido todos los vertebrados terrestres.

Aunque no conozcamos a este animal, y tal vez nunca lleguemos a conocerlo, sí hemos llegado a descubrir a alguno de sus parientes cercanos. En 2006, la revista Nature nos presentó al Tiktaalik, un pez sarcopterigio o de aletas lobuladas –el grupo del que derivan los tetrápodos– que vivió hace 375 millones de años y que ya parecía estar pensándose lo de la vida terrestre: en sus aletas delanteras se insinuaban dedos, muñecas y hombros; tenía cuello, y probablemente pulmones primitivos comunicados con el exterior por espiráculos, como las ballenas, que le permitían respirar aire cuando sus branquias fallaban en las aguas someras pobres en oxígeno. Nuevas pistas sobre el Tiktaalik aparecieron el pasado año, cuando por fin se recuperó un fósil de sus extremidades posteriores y pudo comprobarse que también poseía una pelvis y unas caderas fuertes para sostener sus cuartos traseros.

Una pista sobre cómo ocurrió esta transición del agua a la tierra nos la dan algunos peces actuales que son capaces de desenvolverse en ambos medios. En agosto de 2014 otro estudio, también en Nature, describía casi un experimento de evolución en vivo y en directo. Un equipo de investigadores canadienses crió dos grupos de bichires de Senegal (Polypterus senegalus), un pez africano de agua dulce que posee pulmones primitivos y que tanto puede nadar como impulsarse sobre el suelo con sus aletas. Uno de los dos grupos fue criado durante ocho meses en tierra y el otro en el agua. Cuando los primeros alcanzaron la edad adulta, los científicos descubrieron que caminaban mucho mejor que sus congéneres acostumbrados al agua. Es más; los bichires criados en tierra mostraban un esqueleto y una musculatura mejor adaptados a la vida terrestre que los de sus primos acuáticos.

Una nota al margen: algún lector con formación en biología tal vez esté pensando que el experimento se arroja de cabeza al lamarckismo. Por no caer en demasiada digresión, recordaré brevemente que, en la evolución darwiniana, las jirafas de cuello largo sobrevivieron porque alcanzaban las hojas más altas, mientras que en la evolución lamarckiana las jirafas estiraban el cuello para alcanzar las hojas más altas y transmitían este estiramiento a sus crías. Pero a quien esté pensando en esta objeción, seguro que también le resultará familiar el concepto de plasticidad fenotípica, según el cual un repertorio genético puede originar distintos fenotipos que se refuerzan en función de las condiciones ambientales. Y quizá este sea el caso de los bichires; de hecho, los autores del estudio defendían que esta plasticidad pudo ser la clave para que los primeros tetrápodos anfibios dieran el salto a tierra. Después de todo, Lamarck no estaba tan equivocado (más detalles aquí).

Pero si el experimento de los bichires nos muestra cómo se produjo este pequeño paso para un pez, pero gran salto para los vertebrados, en cambio no nos explica por qué. ¿Qué necesidad teníamos aquellos organismos, bien adaptados a nuestra vida acuática, de complicarnos la vida en un medio donde cuesta mucho más transportar nuestro propio peso y por tanto perseguir a nuestras presas o escapar de nuestros depredadores, y aún más, donde es necesario practicar el engorroso ejercicio de depositar el esperma directamente en el interior de la hembra para reproducirnos? (Entiéndase el engorro desde el punto de vista evolutivo y metiéndonos en la piel de un feliz tetrápodo basal).

La respuesta es obvia: ahí fuera había todo un mundo de posibilidades y recursos sin explotar. La competencia en el agua era feroz; sin embargo, en tierra había toda clase de plantas y ricos insectos por aprovechar. Pero siendo una explicación ecológicamente satisfactoria, puede parecer demasiado generalista o, si se quiere, incluso teleológica; es decir, que asume una causa final. Para encontrar un motivo más directo por el que la opción terrestre resulte ventajosa para un organismo, hay que pensar en términos más inmediatos. Y ahora, dos investigadores de EE. UU. podrían haber encontrado algo que encaja.

Un ejemplar de la rana 'Dendropsophus ebraccatus' en Costa Rica. Imagen de Geoff Gallice / Wikipedia.

Un ejemplar de la rana ‘Dendropsophus ebraccatus’ en Costa Rica. Imagen de Geoff Gallice / Wikipedia.

Justin Touchon, del Vassar College, y Julie Worley, de la Universidad Estatal de Portland, han estudiado un animalito peculiar. Se trata de una rana tropical de Centroamérica y el norte de Suramérica que responde al nombre científico de Dendropsophus ebraccatus y que tiene una particularidad única entre todos los vertebrados: es capaz de poner sus huevos en el agua o fuera de ella, siempre que encuentre una hoja húmeda y sombreada. Los investigadores examinaron qué condiciones mueven a la rana a elegir un lugar u otro para la puesta. En el agua, los huevos de la ranita sufren el acoso de depredadores como los peces, mientras que la desecación es el mayor riesgo en tierra.

Según el estudio, publicado en la revista Proceedings of the Royal Society B, siempre que hay riesgo de desecación las ranas eligen poner sus huevos en el agua. Pero también son capaces de detectar cuándo hay peces en el hábitat, y en este caso eligen la puesta en tierra incluso cuando hay peligro de desecación. Los investigadores apuntan que los renacuajos se desarrollan más rápidamente en el agua; es decir, que dejar los huevos en tierra tiene un cierto coste. Pero para la rana, esta opción ofrece mayores posibilidades de éxito reproductivo frente a los depredadores.

Para Touchon y Worley, sus observaciones revelan una motivación que pudo justificar el uso mixto de ambos hábitats, agua y tierra, por parte de los primeros anfibios. «Esto proporciona, hasta donde sabemos, la primera prueba experimental de que el riesgo de depredación acuática influye en la oviposición no acuática y apoya fuertemente la hipótesis de que impulsó la evolución de la reproducción terrestre», escriben.

Los dinosaurios, entre la espada (el asteroide) y la pared (los volcanes)

Probablemente la mayoría del público informado sabe que un asteroide (o un cometa) fue el culpable de la extinción de los dinosaurios no aviares –recuerden: las aves también SON dinosaurios–. Y sin embargo, quienes menos convencidos están de ello son precisamente algunos científicos. La hipótesis de un objeto procedente del espacio que abrió el inmenso cráter de Chicxulub, en la península mexicana de Yucatán, es la más aceptada, pero no la única; dejando de lado otras ideas menos plausibles, su rival más pujante es la teoría del cambio climático causado por el vulcanismo.

Representación artística de la caída del asteroide que pudo causar la Extinción K-T. Imagen de NASA.

Representación artística de la caída del asteroide que pudo causar la Extinción K-T. Imagen de NASA.

De hecho, ambas teorías nacieron casi al mismo tiempo, enfrentándose por primera vez durante un congreso celebrado en Ottawa (Canadá) en mayo de 1981. El equipo de la Universidad de California en Berkeley liderado por Luis Walter Alvarez (de quien ya hablé aquí), nieto de un médico asturiano emigrado a América, presentó allí la llamada hipótesis extraterrestre, publicada el año anterior en la revista Science. Por su parte, el geobiólogo Dewey McLean, del Instituto Politécnico y Universidad Estatal de Virginia (Virginia Tech), había publicado en 1978, también en Science, que la extinción masiva al final del Mesozoico pudo deberse a una catastrófica reacción en cadena biológica originada por un aumento del efecto invernadero, propiciado a su vez por el vertido de enormes cantidades de dióxido de carbono (CO2) a la atmósfera. Curiosamente, ya en 1978 McLean introducía en su estudio una advertencia visionaria: «Estas condiciones podrían duplicarse con la deforestación y la quema de combustibles fósiles causada por el hombre».

En 1979, McLean comenzó a vincular su idea del cambio climático con un episodio de vulcanismo extremo que coincidió con el final del Mesozoico. Hace unos 66 millones de años, en la fecha estimada de la extinción masiva que dio carpetazo a la era de los dinosaurios para abrir el capítulo del Cenozoico, en el centro y oeste de lo que hoy es la India se había desatado una gigantesca inundación ardiente. En menos de un millón de años, un parpadeo en el reloj geológico, la Tierra vomitó lava basáltica como para dejar hasta hoy una extensión de medio millón de kilómetros cuadrados (más o menos el área de España) cubierta con una capa de roca de casi tres kilómetros de espesor. Actualmente esta formación se conoce como Traps del Decán, en la meseta del mismo nombre.

Representación artística de la Extinción K-T por las Traps del Decán. Imagen de National Science Foundation, Zina Deretsky.

Representación artística de la Extinción K-T por las Traps del Decán. Imagen de National Science Foundation, Zina Deretsky.

En enero de 1981, McLean presentaba su hipótesis del vulcanismo en el Decán en la reunión anual de la Asociación de EE. UU. para el Avance de la Ciencia, celebrada en Toronto (Canadá). Unos meses más tarde, en Ottawa, McLean y Alvarez confrontaban sus teorías por primera vez, inaugurando uno de los debates más vivos de la historia reciente de la ciencia que aún hoy prosigue (y que entonces no comenzó de modo precisamente amistoso, como contaré otro día).

Hoy la llamada extinción K-T (Cretácico-Terciario) o K-Pg (Cretácico-Paleógeno), que no solo acabó con la mayor parte de los dinosaurios sino con el 75% de las especies del Mesozoico, continúa siendo un activo campo de investigación. Aunque no fue la mayor extinción en masa de la historia del planeta, es quizá la más conocida debido a la popularidad de los dinosaurios, pero también porque impuso un borrón y cuenta nueva en la evolución biológica al que debemos el ascenso posterior de los mamíferos y, por tanto, nuestra existencia. Desde el primer debate de Alvarez y McLean se han aportado nuevos datos, como la asignación del impacto propuesto por el primero al cráter mexicano de Chicxulub, pero también las pruebas que relacionan otras extinciones históricas con la aparición de traps como las de Siberia, que hace unos 250 millones de años pudieron delimitar la transición entre el Paleozoico y el Mesozoico.

Recientemente han aparecido nuevas pruebas que por fin podrían zanjar la larga polémica. El pasado diciembre, un equipo de investigadores de la Universidad de Princeton (EE. UU.) y otras instituciones publicó en la revista Science una nueva datación fina de las Traps del Decán. Los científicos llegaron a determinar que los primeros brotes de lava en la India afloraron hace exactamente 66.288.000 años, y que entre el 80 y el 90% de todo el basalto de aquel evento surgió en los siguientes 750.000 años.

Las Traps del Decán cerca de la ciudad de Mahabaleshwar (India). Imagen de Mark Richards.

Las Traps del Decán cerca de la ciudad de Mahabaleshwar (India). Imagen de Mark Richards.

No se puede afinar más. Dado que el famoso asteroide (o cometa) de Chicxulub cayó más tarde, hace 66.040.000 años, y que las primeras extinciones parecen haber comenzado antes del impacto, el estudio de Science parecía inclinar el veredicto hacia el vulcanismo como el principal asesino de los dinosaurios. Entre las firmas del estudio se encuentra la de Gerta Keller, geóloga de la Universidad de Princeton que lleva décadas defendiendo la hipótesis del vulcanismo en el Decán fundada por McLean. Hace unos años, Keller decía a propósito del impacto del asteroide: «Estoy segura de que, al día siguiente, [los dinosaurios] tuvieron un dolor de cabeza». Para la geóloga, «los nuevos resultados refuerzan significativamente el caso del vulcanismo como la causa primaria de la extinción masiva».

Así las cosas, una nueva investigación trata ahora de cerrar el círculo con una cierta voluntad salomónica, atando ambas hipótesis en un lazo. Por situarlo en el contexto de la controversia, este último estudio viene dirigido por el Departamento de Ciencias Planetarias y de la Tierra de la Universidad de California en Berkeley; es decir, el baluarte de Alvarez. De hecho, entre los firmantes se encuentra Walter Alvarez, hijo de Luis Walter Alvarez y coautor junto a su padre de la hipótesis del impacto publicada en Science en 1980.

El nuevo trabajo viene además a responder a una pregunta que durante años ha intrigado a los geólogos: ¿cómo es posible que en la misma época coincidieran una erupción volcánica de consecuencias planetarias y el impacto devastador de un objeto espacial? La respuesta, según el estudio publicado en The Geological Society of America Bulletin, es que ambos sucesos estuvieron ligados: aunque las erupciones en el Decán habían comenzado antes del impacto por el afloramiento de una pluma de magma, la colisión sacudió el manto terrestre superior de tal manera que avivó el vulcanismo en todo el planeta; el 70% del flujo de lava en el Decán, arguyen los autores, fue posterior a la caída del asteroide o cometa.

Según el modelo desarrollado por los autores, el impacto de Chicxulub pudo provocar un seísmo de magnitud 9 o mayor en todo el globo, y hay casos históricos de cómo terremotos tan potentes pueden provocar erupciones volcánicas. La caída del asteroide o cometa, concluyen los científicos, desató episodios de vulcanismo quizá en muchos lugares del planeta; en el Decán, donde estaba aflorando a la superficie una columna de material del manto, el empujón desencadenó una erupción como pocas veces se ha visto en la historia de la Tierra. Los investigadores apoyan sus conclusiones en otras pruebas, como la comprobación de que en las coladas del Decán hay un antes y un después del impacto, tanto en los patrones del flujo como en la composición de la lava.

Según el director del estudio, Mark Richards, «la belleza de esta teoría consiste en que es muy comprobable, porque predice que deberíamos tener el impacto y el comienzo de la extinción, y en los siguientes 100.000 años o así deberíamos tener esas erupciones masivas surgiendo, que es más o menos el tiempo que tardaría el magma en alcanzar la superficie». Así, todos quedarían contentos: los partidarios de la hipótesis extraterrestre, porque el impacto del bólido sería el desencadenante; y los defensores del vulcanismo, porque este fenómeno amplificaría el efecto a escala global. ¿Hora de hacer las paces?

Este fue el abuelo de todas las aves (si no es un cuento chino)

Que pase Archaeornithura meemannae, el abuelo de todas las aves. Esta especie de 130,7 millones de años de edad y de nombre poco memorable, coetánea de los dinosaurios del Cretácico temprano como el braquiosaurio, debutó ayer en la revista Nature Communications con el glorioso título de ser el más antiguo representante del grupo de los ornituromorfos o euornites, del que derivan las aves modernas. La nueva especie, descrita gracias a dos fósiles hallados en China, supera en cinco o seis millones de años de antigüedad al que hasta ahora se tenía por el más viejo antepasado de las aves con derecho a ser considerado uno de los suyos.

Con la información disponible hoy, se cree que las aves comenzaron a evolucionar a partir de los dinosaurios emplumados durante el Jurásico, hace unos 160 millones de años. El registro fósil del Mesozoico (Triásico+Jurásico+Cretácico) no es pródigo en antepasados de este grupo, por lo que el camino evolutivo que condujo hasta las aves actuales aún se está dibujando y redibujando en la pizarra. El primer paso fue el hallazgo del Archaeopteryx, una especie descubierta en Alemania en el siglo XIX y que por entonces fue celebrada como el primer pájaro de la historia de la Tierra. Hoy se piensa que el Archaeopteryx no era una verdadera ave, sino una forma de transición a la que después se han añadido otras especies más antiguas como Anchiornis o Xiaotingia.

Reconstrucción del 'Archaeornithura meemannae', un ave del Cretácico temprano. Imagen de Zongda Zhang.

Reconstrucción del ‘Archaeornithura meemannae’, un ave del Cretácico temprano. Imagen de Zongda Zhang.

Los ornituromorfos comprendían más o menos la mitad de las especies de aves presentes en el Mesozoico. Otros grupos hermanos incluían a los enantiornithes, animales que retenían los dientes en el pico y las garras en las alas. Estos últimos no lograron superar la gran extinción que barrió el 75% de las especies del Mesozoico hace 66 millones de años cuando un inmenso asteroide o cometa colisionó con la Tierra junto a la actual península de Yucatán, según la teoría más aceptada. Así, todas las aves actuales descienden de los ornituromorfos, entre los cuales el Archaeornithura es el nuevo padre fundador.

Los dos especímenes proceden de la formación rocosa de Huajiying, en la cuenca de Sichakou de la provincia de Hebei, al noreste de China. Los fósiles cayeron en manos del Museo de Historia Natural de Tianyu, en Shandong, donde fueron analizados por un equipo del propio museo y de otras instituciones, dirigido por los paleontólogos Min Wang y Zhonghe Zhou. El buen estado de conservación de los fósiles, que incluye las huellas de todo su plumaje, ha permitido a los investigadores reconstruir un ave cuyo aspecto general no llamaría la atención hoy, salvo por las garras en las alas. Los científicos proponen que era una especie apta para el vuelo y de vida semiacuática, con largas patas que empleaba para caminar por aguas someras y alimentarse allí.

Pero una vez explicado todo lo anterior, hay que hacer una salvedad, y es que los dos especímenes de Archaeornithura no son producto de una excavación científica, sino que llegaron al museo de Shandong de manos de un comerciante de fósiles. En China existe un pujante mercado negro de estas piezas; y como siempre sucede cuando cualquier mercancía es objeto de comercio clandestino, abundan las falsificaciones. Muchas de ellas se venden en eBay a coleccionistas novatos –China prohíbe la exportación de fósiles auténticos–, pero algunas están fabricadas para engañar a los científicos y son verdaderas obras de minuciosa artesanía.

En 1999, la mismísima National Geographic picó el anzuelo, al anunciar a bombo y platillo el descubrimiento del Archaeoraptor, un animal a medio camino entre las aves y los dinosaurios que solo un año después se reveló como falso. Fue necesario un escáner de tomografía computerizada de rayos X para descubrir que se trataba de un elaborado mecano de 88 piezas armado con una lechada de albañil sobre una lámina de pizarra.

Pero incluso si los fósiles son auténticos, el hecho de que procedan de tratantes impide conocer su verdadero origen; en ocasiones, los vendedores podrían mentir sobre el lugar donde fueron hallados si con ello añaden más antigüedad a la pieza y consiguen un precio mejor. Un posible ejemplo es el caso del Aurornis, una especie de transición entre dinosaurios y aves cuya descripción se publicó en 2013 en Nature, y que ganaba al Archaeopteryx en 10 millones de años. Sin embargo, solo una semana después Science reveló que los autores del estudio no estaban realmente seguros de la procedencia del fósil, que se había adquirido a un tratante. Si el enclave del hallazgo era otro diferente al anunciado, los 160 millones de años del ejemplar se quedarían en solo 125, lo que dejaría el Aurornis como posterior al Archaeopteryx y por tanto mucho menos valioso.

En el caso del nuevo Archaeornithura, el estudio aporta una elaborada justificación sobre la procedencia de los fósiles que ha convencido a los autores y, al parecer, a los expertos encargados de aprobar su publicación. Debería ser suficiente. ¿O no? Sorprendentemente, en el artículo de Science en el que se revelaban las dudas sobre la procedencia del Aurornis, el subdirector del área de biología de la propia revista reconocía que hasta ahora no se habían ocupado de este nimio detalle. Es decir: una revista como Science no exige a los autores que justifiquen la procedencia de sus fósiles. Lo cual nos deja ante la inquietante posibilidad de que una parte del pasado de nuestro planeta se haya fabricado en talleres chinos.

Pasen y vean tiburones y otras bestias de todos los tamaños

A la espera de conocer en junio todo lo que nos traerá el reboot de la saga Parque Jurásico, a lo largo de estos meses hemos ido conociendo algunos detalles, que ya han sido convenientemente comentados/vilipendiados por expertos y aficionados. Uno de los más restregados es el tamaño del mosasaurio, ese monstruoso reptil marino que, ante los ojos atónitos de miles de espectadores, ejecuta un alehop desde el agua para engullir un gran tiburón blanco de ración como si fuera un arenque en la boca de un delfín. De acuerdo a los paleontólogos, el mayor de los mosasaurios conocidos pudo medir unos 18 metros, un tamaño correctamente recogido en la web de la película; pero muy lejos del animal mostrado en el tráiler, al que se le ha calculado el doble o incluso el triple de esa longitud.

Y si aceptamos mosasaurio como animal de 40 o 60 metros, cabe preguntarse por qué los guionistas no se decantaron por otra opción que habría resultado incluso más impactante: un tiburón devorando de un bocado a otro tiburón. El extinto megalodón (Carcharodon megalodon), un posible pariente del gran blanco –su taxonomía aún se discute–, fue una bestia del Cenozoico (el período posterior al Mesozoico de los dinosaurios) que medía entre 16 metros, según las estimaciones más conservadoras, y 25, de acuerdo a las más arriesgadas. El gráfico de comparación de tamaños con otros animales marinos prueba que no habría hecho falta un gran ejercicio de exageración para recrear a un megalodón tragándose a un gran blanco. Y si alguien objeta que el megalodón no es un dinosaurio ni vivió en el Jurásico, tampoco el mosasaurio cumple ninguna de estas dos condiciones. De hecho, las principales estrellas de la saga, como el T-rex y los velocirraptores, tampoco aparecieron hasta el Cretácico, posterior al Jurásico. Puestos a hacer concesiones…

Comparación de tamaño del extinto megalodón (gris y rojo) con el tiburón ballena (violeta), el gran blanco (verde) y un ser humano (azul). Imagen de Misslelauncherexpert, Matt Martyniuk / Wikipedia.

Comparación de tamaño del extinto megalodón (gris y rojo) con el tiburón ballena (violeta), el gran blanco (verde) y un ser humano (azul). Imagen de Misslelauncherexpert, Matt Martyniuk / Wikipedia.

Por mucho que innumerables webs y vídeos en internet juren lo contrario, lo cierto es que el megalodón permanecerá extinguido mientras nadie demuestre otra cosa. Hoy el mayor pez depredador que podemos encontrarnos en los océanos es el tiburón blanco, que con sus seis metros, su prominente dentadura y sus fríos ojos de muñeca ya impone respeto; más aún cuando el cine, con Spielberg a la cabeza, lo ha demonizado como el serial killer de los mares. Y si alguien piensa que en nuestras costas estamos a salvo de aquellos trances en los que se veía envuelto el jefe Brody, que lo piense mejor: el Carcharodon carcharias se encuentra a menudo en el Mediterráneo y, según un estudio publicado en 2003, «parece estar presente alrededor de las islas Baleares durante todo el año». Es más: en marzo de 1969, al suroeste de Mallorca se capturó uno de los mayores ejemplares del mundo, una hembra con una longitud reportada de ocho metros (un tamaño probablemente exagerado, según los autores del estudio).

Pero aunque en estos casos suele decirse que no es tan fiero el león como lo pintan, lo cierto es que el tiburón blanco lo es. O al menos, se destaca en solitario como la especie de tiburón responsable del mayor número de ataques no provocados al ser humano en todo el registro histórico, con 314 (80 muertes), seguido muy de lejos por el tiburón tigre con 111 (31) y el tiburón sarda o lamia con 100 (21), según datos del Archivo Internacional de Ataques de Tiburones, mantenido por el Museo de Historia Natural de Florida. El Mediterráneo es la cuarta región del mundo con más ataques de tiburón blanco, con 26 desde 1876 hasta 2013, solo superado por las aguas del oeste de EE. UU. (101), Australia (64) y Suráfrica (59).

De los tres tiburones más agresivos, el tercero será un desconocido para muchos, ya que no se encuentra en nuestras latitudes. En inglés se le conoce como bull shark, lo que lleva a una frecuente confusión: no es nuestro tiburón toro (Carcharias taurus), el que se puede contemplar en el Zoo Aquarium de Madrid y que en inglés se conoce como sand tiger shark. El sarda o lamia (Carcharhinus leucas), de tres metros y medio, prefiere las aguas tropicales y tiene fama de mal carácter, aunque es posible que muchos de los ataques respondan a encontronazos inesperados debidos a las excéntricas costumbres de este animal: no solo le gustan las aguas someras, sino que tiene una extrema tolerancia al agua dulce y se ha encontrado hasta en la cuenca boliviana del Amazonas, a unos increíbles 4.000 kilómetros río arriba. Prueba del gusto de este tiburón por las aguas poco profundas es el siguiente vídeo publicado este mes, en el que un tiburón sarda de casi tres metros nada junto al embarcadero de una casa particular en Bonita Springs (Florida).

Ejemplar de tiburón de bolsillo hallado en la costa del Golfo de México. Imagen de J. Wicker, NOAA/NMFS/SEFSC/Miami Laboratory.

Ejemplar de tiburón de bolsillo hallado en la costa del Golfo de México. Imagen de J. Wicker, NOAA/NMFS/SEFSC/Miami Laboratory.

Pero no todos los tiburones son enormes y temibles. En el extremo opuesto de la tabla de tallas se encuentra una especie que ha sido noticia estos días por haberse encontrado el segundo ejemplar jamás registrado. Investigadores de la Agencia de Océanos y Atmósfera de EE. UU. (NOAA) y de la Universidad de Tulane han identificado un ejemplar del llamado tiburón de bolsillo (Mollisquama sp.) de solo 14 centímetros, del que hasta ahora solo se había documentado otro espécimen hace 36 años en la costa de Perú. Este segundo ejemplar se capturó por casualidad en 2010 en la costa de Louisiana, en el Golfo de México, donde los investigadores estudiaban los hábitos de alimentación de los cachalotes. Los científicos recogieron muestras de alimento que después congelaron, y el pequeño escualo permaneció allí hasta que le tocó el turno del análisis. Los investigadores han publicado su hallazgo en la revista Zootaxa.

En realidad el nombre de tiburón de bolsillo no hace referencia a su tamaño; el animal capturado es un bebé, y el espécimen peruano medía 40 centímetros. El bolsillo es un orificio que posee junto a la aleta pectoral y cuya función aún es desconocida, como casi todo lo demás de esta especie. De momento, el premio al escualo más pequeño sigue en poder del tiburón linterna enano (Etmopterus perryi). Y en este caso la denominación de linterna tampoco le viene por el tamaño, sino por la luz: este pez de 20 centímetros, que hasta ahora solo se ha encontrado en el Caribe colombiano y venezolano, tiene células luminosas en su cara ventral, algo que seguramente le resulta útil a las profundidades de más de 400 metros en las que se ha encontrado.