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Ah, pero ¿hay que pagar peajes por evolucionar?

En mi artículo anterior sobre el alzhéimer saqué a la pantalla el concepto de peaje evolutivo, pero he comprendido que esta idea necesita una explicación, ya que puede resultar contraria a la intuición. Al fin y al cabo, ¿no es absurdo que haya que pagar peajes por evolucionar, como si los seres vivos circularan por una autopista que permite viajar más aprisa y cómodamente, pero a un precio? ¿Acaso la evolución no nos ha hecho perfectos, sobre todo a los seres humanos, en comparación con aquellos homínidos a medio hacer y con los que se quedaron en el camino, como los simios? ¿No era aquello de la supervivencia del más fuerte, como dijo Darwin?

La respuesta a todas las preguntas anteriores es NO. La cultura popular transmite una idea de la evolución que es garrafalmente errónea, pero contra la cual uno ya puede adosar un megáfono a la furgoneta y ponerse a pregonarlo cual chatarrero o tapicero, que de poco sirve.

Dibujo a partir de una fotografía de Charles Darwin, publicado en el primer volumen de una biografía editada por su hijo Francis Darwin (1891).

Dibujo a partir de una fotografía de Charles Darwin, publicado en el primer volumen de una biografía editada por su hijo Francis Darwin (1891).

Charles Darwin nunca habló del más fuerte, sino del más apto, traducción de fittest. El verbo to fit puede traducirse también como ajustar; un zapato no es mejor por el hecho de ser más grande o más resistente, sino que se trata de encontrar el que mejor se ajusta a nuestro pie. En el caso de la naturaleza, el pie es el entorno, el medio en el que viven las especies. Ser más apto significará algo distinto en cada caso; no se trata de ser el más fuerte, ni el más listo, ni de estar en mejor forma física. Puede significar, en función del medio, ser más verde, o más oscuro, o más peludo, flexible o pequeño. Vuelvo a citar un estudio pendiente de publicación en el que se revela cómo hace 8.000 años la selección natural en la Península Ibérica favoreció a los humanos de menor estatura, tal vez porque se adaptaron mejor a un clima más frío y a una dieta más pobre en una población no acostumbrada a estas condiciones.

En segundo lugar, tampoco deberíamos hablar de supervivencia, sino de la reproducción del más apto; la naturaleza no lleva registros de longevidad, por lo que sobrevivir solo cuenta durante el tiempo necesario para dejar descendientes. Es decir: si se trata de llegar a la edad adulta, podemos hablar de que una mayor aptitud para la supervivencia favorece las posibilidades de reproducción. Pero entre individuos que alcanzan la madurez sexual, los rasgos que deciden si alguien lega sus genes a la siguiente generación no tienen por qué estar relacionados con la capacidad de una existencia más larga (salvo excepciones). En algunos ejemplos clásicos que Darwin incluyó dentro de la selección sexual, tenemos el plumaje del pavo real, la melena del león o las cuernas de los ciervos; rasgos como estos determinan quién triunfará entre las hembras de su especie.

Curiosamente, la expresión «survival of the fittest» no fue acuñada por Darwin, sino que este la tomó prestada de su verdadero autor, el policientífico victoriano Herbert Spencer, teórico de la doctrina económica del liberalismo clásico. Después de leer la edición original de El origen de las especies publicada cinco años antes, Spencer inventó la expresión en sus Principios de Biología (1864) para establecer un paralelismo entre las teorías biológicas de Darwin y las suyas propias en economía. Y quizá de aquí viene en parte la frecuente confusión, porque Spencer se tomó la libertad de explicar el término como «la conservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida», una visión hipercompetitiva de la economía que dio origen a la idea de darwinismo social.

De hecho, y aunque la interpretación de Spencer fuera sesgada para apoyar una determinada postura política, lo cierto es que biología y economía a menudo comparten principios similares, y los expertos de una y otra disciplina con frecuencia se toman teorías prestadas. Esto no implica, ni mucho menos, que la naturaleza de la organización humana sea egoísta y cruel; la naturaleza, al contrario de lo que suelen retratar los documentales que tienden a los espectadores el cebo del sensacionalismo, tampoco siempre lo es: entre las especies biológicas existen muchos ejemplos de cooperación, decisiones en grupo destinadas al bien común, comportamientos prosociales (recientemente he hablado de las ratas) e incluso altruismo.

Un caballito de mar pigmeo de Bargibant ('Hippocampus bargibanti') sobre una gorgonia del género 'Muricella'. Imagen de Steve Childs / Flickr / CC.

Un caballito de mar pigmeo de Bargibant (‘Hippocampus bargibanti’) sobre una gorgonia del género ‘Muricella’. Imagen de Steve Childs / Flickr / CC.

Un caso clásico de economía que tiene extrapolación a la biología es el de la diversificación financiera; dicho más llanamente, el famoso ejemplo de la cesta y los huevos: quien pone todos sus huevos en la misma cesta corre más riesgo de perderlo todo. Pensemos ahora en el caballito de mar pigmeo, del que hablé aquí recientemente y que está exquisitamente adaptado para mimetizar el aspecto del coral en el que vive. Este animal ha puesto todos sus huevos evolutivos en la misma cesta. Su camuflaje es espléndido para engañar a los depredadores, pero está tan especializado que es completamente inútil, e incluso perjudicial, en cualquier otro lugar; si por un cambio en las condiciones del medio su coral desapareciera, el caballito de mar pigmeo probablemente se extinguiría, ya que en otro entorno sería presa fácil.

Aquí tenemos el ejemplo más simple de peaje evolutivo: el caballito de mar pigmeo paga un precio por su perfecta capacidad de camuflaje. Pero en otros casos no hace falta siquiera un cambio en las condiciones del medio para que la naturaleza se cobre ese precio. Pensemos en otro ejemplo que cité en el artículo anterior, el de los heterocigotos para la anemia falciforme. En principio, quienes poseen una copia del gen correcto y otra del defectuoso no desarrollan la enfermedad, y son más resistentes a la malaria que quienes llevan dos genes sanos. Pero esta ventaja también impone un precio, ya que la presencia de la versión enferma del gen puede ocasionarles otros problemas de salud. Este fenómeno, llamado selección de equilibrio, ha hecho que en las áreas endémicas de malaria se conserve el gen de la anemia falciforme, y demuestra claramente que el más apto no es necesariamente el más fuerte.

En inglés, el término que me permito traducir libremente como peajes se conoce como trade-offs (ya, ya, pero aún peor es la traducción que propone la Wikipedia, sacrificios, aunque se podría hablar de compensaciones): gano algo y pierdo algo, pero el balance final me resulta ventajoso. A veces, la existencia de trade-offs viene determinada por el hecho de que los genes no se escogen uno a uno como los Sugus de un tarro, sino en paquetes de sabores surtidos que vienen juntos y que no podemos elegir, aunque los de piña no nos gusten. En genética, el paquete de Sugus es un cromosoma; cada uno de ellos puede contener una versión de un gen que nos hace más aptos, pero tal vez venga ligado con otra forma de otro gen que nos perjudica, aunque el balance final sea favorable. Este fenómeno se conoce como autoestopismo genético, o hitchhiking: un gen consigue un viaje gracias a otro.

Incluso en el caso de un mismo gen que controla varias funciones en distintos órganos (lo que se conoce como pleiotropía), una mutación puede favorecer una de ellas y al mismo tiempo perjudicar a otra. A esto se le llama pleiotropía antagónica y se ha propuesto para explicar la senescencia: ciertas taras que aparecen en edades avanzadas existen porque dependen de genes que ofrecen ventajas reproductivas en la juventud. Por ejemplo, en los humanos, los niveles más altos de testosterona son sexualmente ventajosos en la edad fértil, pero pueden aumentar el riesgo de padecer cáncer de próstata en la vejez.

Siguiendo con los ejemplos económicos, algunos biólogos evolutivos estudian y explican los trade-offs utilizando conceptos como el llamado óptimo de Pareto, la situación de distribución de recursos en la cual no es posible favorecer a un individuo sin perjudicar al mismo tiempo al menos a otro. Los biólogos teóricos lo aplican a los fenotipos, o conjuntos de rasgos; cuando no existe un fenotipo óptimo para todas las situaciones, los mejor adaptados se mueven en el llamado frente de Pareto. Considerando el caso más sencillo, con solo dos situaciones o tareas, los dos fenotipos extremos, o arquetipos, se colocan en sendos ejes de coordenadas. Así se define el llamado morfoespacio, un gradiente bidimensional de todos los fenotipos intermedios posibles. El frente de Pareto es una línea que une los dos arquetipos, y en él se sitúan todos los fenotipos más próximos a ambos arquetipos que la parte del morfoespacio que queda debajo. Esos fenotipos óptimos resultan ser medias ponderadas de los dos arquetipos; volvemos al ejemplo de la cesta y los huevos.

Los trade-offs evolutivos se conocen ya desde tiempos de Darwin, y son un activo campo de investigación en biología. De hecho, un modelo publicado en 2014 llega a sugerir que los trade-offs son la principal fuente de diversificación evolutiva cuando los recursos son escasos. Según el estudio dirigido por los investigadores de la Universidad Estatal de Michigan (EE. UU.) Bjørn Østman y Christoph Adami, en ausencia de trade-offs se favorecen las especies generalistas, disminuyendo la diversificación a pesar de la competencia por los recursos limitados.

Mañana, la aplicación a los humanos de los trade-offs evolutivos, y explicaré con más detalle el caso del alzhéimer.

Los españoles, bajitos desde hace ocho mil años

¿Seguimos evolucionando los humanos? Es una interesante pregunta para charlas de café entre biólogos, pero también un activo campo de investigación que nos revela pistas clave sobre nuestro pasado. Y es algo que no se puede responder simplemente con un sí o un no. No cabe ninguna duda de que nuestros genes siguen y seguirán cambiando, mutando y recombinándose; la variación sigue en acción. Pero si orientamos la pregunta hacia el futuro, y dejando de lado esas fantasías que suelen pintar a nuestros lejanos tatara-descendientes como cabezones calvos con miembros muy finos –¿la imagen arquetípica de los alienígenas?–, la intuición y la lógica nos sugieren que en gran medida ya no seremos objeto de selección natural.

Primero, nuestras poblaciones se mezclan en tal grado que hoy es difícil que una variante genética se fije de manera apreciable en una comunidad. Además, viajamos, nos movemos mucho; cambiamos de ambiente constantemente, por lo que no somos esclavos de un entorno determinado. Y de todos modos, las sociedades desarrolladas viven muy alejadas de la naturaleza o, dicho de otro modo, modificamos la naturaleza en la medida que nos permite nuestra tecnología para que no nos imponga condicionamientos de vida o muerte. Y por último, tratamos –al menos en teoría– de que nuestra sociedad no se base en la supervivencia del más apto: tenemos medicamentos, cirugía, prótesis y sistemas de ayudas sociales para que los más débiles no se queden atrás. En resumen: ni hay una potente señal genética definida que seleccionar, ni dejamos que el entorno actúe para seleccionarla.

Pero en realidad, cuando hablamos de ahora, debemos considerar un ahora en términos evolutivos. Para la evolución, 10.000 años no son nada, y en este caso deberíamos responder que la clave, y por tanto las huellas, sobre nuestra evolución actual están en un período que desde el punto de vista histórico diríamos amplísimo, miles de años, pero que biológicamente es apenas un parpadeo. En realidad, somos una especie tremendamente reciente en este planeta, unos críos evolutivos en comparación con muchos otros habitantes de la roca mojada a los que, sin embargo, hemos superado en el dominio de nuestro entorno, y del suyo.

Desde que es posible secuenciar genomas completos a media escala –dejaremos el epíteto de «gran» para las próximas generaciones de tecnologías de secuenciación–, con cierta rapidez y a costes asequibles, hemos logrado ya leer genomas humanos en cantidades que superan el rango de los 100.000. Con muestras tan amplias, es posible analizar las huellas de la evolución en nuestro genoma. En el último decenio, muchos investigadores han buscado estos signos de selección natural en nuestros genes, y han encontrado el rastro que en el ADN nos han dejado las épocas pasadas en las que aún éramos bastante más vulnerables a nuestro entorno.

Sin embargo, estos estudios tienen una limitación, y es que analizan las pistas en nuestros genomas después de miles de años en los que los humanos hemos pasado por todo ese proceso de revoluciones radicales hasta convertirnos en una especie tecnológica y global. Y esto es como tratar de descubrir las pistas del crimen después de que el señor Lobo haya visitado el escenario.

Recreación artística de cazadores de la Edad de Piedra, por el pintor ruso Viktor Vasnetsov. Imagen de Wikipedia.

Recreación artística de cazadores de la Edad de Piedra, por el pintor ruso Viktor Vasnetsov. Imagen de Wikipedia.

Ahora, por primera vez un estudio ha abordado la búsqueda de señales de selección natural en una extensa muestra de 83 genomas humanos europeos antiguos que cubren una buena parte de lo sucedido en los últimos 8.000 años, desde la revolución agrícola del Neolítico. Ahí es donde podemos encontrar las huellas frescas de lo que la selección natural hizo con nuestras variantes genéticas en tiempos en que aún no disponíamos de inyecciones de insulina ni de aviones en los que marcharnos a vivir a Australia. Según escriben los investigadores, «el ADN antiguo hace posible examinar poblaciones como eran antes, durante y después de los eventos de adaptación, y así revelar el tempo y el modo de selección».

En el estudio han participado investigadores de tres continentes, incluyendo al arqueólogo Manuel Rojo Guerra de la Universidad de Valladolid y al experto en ADN antiguo Carles Lalueza Fox, director del Laboratorio de Paleogenómica del Instituto de Biología Evolutiva del CSIC y la Universitat Pompeu Fabra, bajo la dirección de Iain Mathieson y David Reich, del Departamento de Genética de la Facultad de Medicina de Harvard (EE. UU.).

Los científicos parten de los recientes hallazgos que sitúan el origen de la población europea actual en tres grupos ancestrales: los pastores yamnaya que llegaron desde Siberia; los primeros agricultores europeos, de tez clara y pelo y ojos oscuros; y por último, los cazadores-recolectores indígenas del oeste de Europa, de piel morena y ojos azules. Los insólitos rasgos de este último grupo fueron conocidos cuando el grupo de Lalueza secuenció el primer genoma humano del Mesolítico, de un individuo de hace 7.000 años encontrado en el yacimiento leonés de La Braña. Aquel cazador-recolector ibérico llevaba las variantes africanas de los genes de pigmentación de la piel, pero también las responsables de los ojos azules en los europeos actuales.

Reconstrucción del individuo de La Braña (León), un cazador-recolector alto, de piel morena y ojos azules. Imagen del CSIC.

Reconstrucción del individuo de La Braña (León), un cazador-recolector alto, de piel morena y ojos azules. Imagen del CSIC.

El individuo de La Braña es uno de los analizados en el estudio, junto con decenas de otros que cubren las tres poblaciones entre unos 8.000 y unos 4.000 años atrás, a los que se han añadido como comparación los genomas de poblaciones europeas actuales. Con todo este conjunto de datos y analizando más de 300.000 posiciones del genoma, los científicos han logrado identificar cinco lugares en el ADN que revelan la acción de la selección natural, y que son responsables de rasgos relacionados con la pigmentación y la dieta.

Una de las principales conclusiones del estudio, y tal vez la más curiosa, es que los genomas revelan una clara señal de selección natural a favor de la baja estatura que se impuso en la población ibérica con la llegada de la agricultura, hace unos 8.000 años. «Tanto las muestras ibéricas del Neolítico Temprano como del Neolítico Medio presentan evidencias de selección de una estatura reducida», escriben los científicos. «Así pues, el gradiente [diferencia] selectivo de estatura en Europa ha existido durante los últimos 8.000 años. Este gradiente fue establecido en el Neolítico Temprano, aumentó hacia el Neolítico Medio y disminuyó en algún punto posterior». Por el contrario, los investigadores no han encontrado señales de selección natural a favor de una mayor estatura en las poblaciones nórdicas, aunque sí en los yamnaya siberianos. Según los datos de los genomas actuales, hoy nuestra estatura continúa ligeramente por debajo de la media en Europa central, pero muy lejos del abismo entre ambos grupos que existía en el Neolítico Temprano y sobre todo en el Medio.

En resumen, los pobladores ibéricos ancestrales, como el individuo de La Braña, eran altos y atezados; con el Neolítico y la agricultura, se impuso un patrón de bajitos de piel clara –hasta hoy, algo más morena que en los nórdicos– que era evolutivamente favorable. En otras palabras: el tópico del español bajito como físicamente disminuido frente a las soberbias estaturas de los europeos del norte y del este cambia completamente de sentido. Por alguna razón, desde el comienzo del Neolítico la baja estatura fue una adaptación favorable para los ibéricos, un rasgo físico que les preparaba mejor para la supervivencia en su entorno concreto, mientras que los nórdicos eran altos por defecto. ¿Por qué fue así? Tardaremos unos meses en conocer las hipótesis de los investigadores; el estudio, aún sin publicar, se encuentra disponible en la web de prepublicaciones bioRxiv.org. Según me han informado Mathieson y Reich, actualmente está sometido a revisión en una revista, y hasta su publicación oficial no están autorizados a comentarlo.

El de la estatura no es el único rasgo en el que los investigadores han comprobado la acción de la selección natural o la ausencia de ella. Contrariamente a lo que esperaban, no detectaron selección en caracteres inmunológicos; según la teoría, la llegada de la agricultura propició el sedentarismo y el crecimiento de comunidades humanas más densas, lo que habría impuesto la necesidad de fortalecer el sistema inmunitario para hacer frente a las enfermedades transmisibles. Sin embargo, los científicos no han encontrado ninguna huella de este reforzamiento inmunológico en los genomas antiguos.

Por otra parte, los resultados revelan nuevas pistas sobre la conservación de la lactasa, la enzima capaz de degradar la lactosa que nos permite alimentarnos de la leche y que originalmente se perdía en los humanos después del destete. El estudio confirma trabajos previos según los cuales la persistencia de esta enzima en los adultos es de aparición tardía; surge en Europa central solo hace unos 4.300 años, y esto a pesar de que poblaciones ancestrales como los yamnaya siberianos se dedicaban al pastoreo, lo que sugiere que no aprovechaban la leche como recurso alimenticio.

¿Qué pasaría si corriéramos la evolución otra vez desde el principio?

C:\Tierra>run evolucion.exe

Enter

…y así hoy tenemos los tiburones tigre, los baobabs, los corales, los estafilococos, los líquenes, los ornitorrincos, los retrovirus, y todo lo demás que pulula por esta roca mojada.

La evolución de las especies es un proceso que responde a una serie de principios biológicos, que a su vez se apoyan en una batería de mecanismos químicos, que a su vez dependen de un conjunto de leyes físicas. Cada vez que ascendemos un nivel de complejidad en la escala de la naturaleza, la comprensión de sus fenómenos se dificulta más. Algunos de los principios que gobiernan la evolución biológica los hemos conocido gracias a Charles Darwin y Alfred Russell Wallace, a otros evolucionistas coetáneos o anteriores, y a los científicos que en el siglo XX fueron iluminando los recovecos oscuros donde la antorcha de Darwin no llegó, pero a los que muchas veces el naturalista inglés apostó intuiciones certeras que en algunos casos han quedado casi olvidadas, como decíamos ayer.

Uno de estos últimos fue Stephen Jay Gould. Este biólogo neoyorquino suscitó un debate apasionante: si pudiéramos rebobinar la cinta de la historia de la vida y volver a reproducirla, ¿estaríamos de nuevo aquí los humanos, los robles, los perros y los esquistosomas, o la vida en la Tierra sería algo completamente diferente? O dicho de otro modo, ¿cuánto hay de azar y cuánto de determinismo en la evolución biológica? Gould lo tenía claro: «cualquier nueva reproducción de la cinta conduciría la evolución a lo largo de un camino radicalmente diferente del que realmente ha tomado», escribió en su libro La vida maravillosa (1989). Esta visión de la evolución como algo totalmente azaroso ha encontrado también cierto soporte empírico. Por citar solo un ejemplo que ya he comentado en este blog, el experimento de someter bacterias intestinales Escherichia coli a radiaciones intensas para obtener cepas resistentes fue repetido cuatro veces por sus autores, y en todos los casos la evolución tomó caminos divergentes, refrendando la visión de Gould.

Pero ¿es siempre así? En contra de lo anterior, se podría argumentar que un azar puro tampoco cuadra demasiado con la existencia de leyes físicas, por tanto químicas, y por tanto biológicas. Cuando al principio de este artículo planteaba la evolución como un programa informático, la analogía tiene algo de válido: ¿qué si no las leyes inherentes a la naturaleza determinan que podamos predecir si al soltar una manzana esta caerá al suelo o se elevará al cielo? Como comencé diciendo, los niveles que hay que saltar desde la física hasta la biología complican la comprensión de las leyes que rigen esta última. Pero si las hay, al menos en principio, no todo debería ser tan aleatorio.

Apoyando esta visión, ciertos estudios que han descubierto múltiples casos de evolución convergente o paralela sugieren una cierta predicibilidad ante un conjunto determinado de condiciones ambientales. A modo de muestra, dos ejemplos: otro experimento con bacterias demostró que tres poblaciones separadas, cultivadas en presencia de dos fuentes de carbono diferentes, seguían evoluciones paralelas a lo largo de 1.200 generaciones para originar dos variedades distintas especializadas en aprovechar cada uno de los recursos. Las modificaciones genéticas surgidas en los tres experimentos independientes fueron similares, incluso idénticas. Por otra parte, un estudio que analizó 100 de los 119 tipos de lagartos anolis que viven en varias islas caribeñas descubrió que, a partir de un ancestro común, las distintas especies habían evolucionado siguiendo patrones muy similares. Ejemplos de evolución convergente los hay a miríadas, y científicos eminentes como Simon Conway Morris y Richard Dawkins han coincidido en una visión al menos parcialmente determinista del proceso evolutivo. Pero en general, estos estudios analizan la película de la vida desde los títulos finales, o bien ruedan secuelas sometiendo a sus protagonistas a condiciones experimentales forzadas muy alejadas de la naturaleza. ¿No podríamos realmente rebobinar la cinta y ver qué ocurre?

Los dos ecotipos del insecto palo 'Timema cristinae'. Dibujos de Rosa Ribas.

Los dos ecotipos del insecto palo ‘Timema cristinae’. Dibujos de Rosa Ribas.

Esto es precisamente lo que ha logrado un maravilloso estudio publicado recientemente en la revista Science y cuyo primer autor es Víctor Soria-Carrasco, un doctor en genética por la Universidad de Barcelona que actualmente trabaja en la Universidad de Sheffield (Reino Unido). Soria-Carrasco y sus colaboradores han empleado un modelo animal con el que pueden rebobinar las adaptaciones evolutivas de dos variedades de la misma especie y luego sentarse a esperar cómo evolucionan. El protagonista del experimento es Timema cristinae, un insecto palo de California que ha desarrollado dos variedades, o ecotipos, adaptadas al camuflaje en dos arbustos distintos: «uno de los ecotipos es completamente verde y se alimenta de Ceanothus, una planta de hojas anchas; el otro presenta una franja blanca más o menos marcada y se alimenta de Adenostoma, una planta de hojas más estrechas que presentan una franja blanca», detalla Soria-Carrasco a Ciencias Mixtas. Estos ecotipos parecen haber evolucionado en paralelo en distintas regiones geográficas. Son «experimentos evolutivos naturales e independientes», en palabras del investigador.

Soria-Carrasco explica que estos insectos californianos «prácticamente nacen, crecen, se reproducen y mueren» sin salir de la misma planta. Pero a pesar de que cada variedad se camufla a la perfección solo en su tipo de arbusto, ambas pueden encontrarse mezcladas en una planta concreta, aunque no con la misma frecuencia: como es lógico, los insectos que están en la planta equivocada son golosinas visibles para las aves. Es la selección natural, y un ejemplo que sirve para ilustrar cómo muchas veces se deforma uno de los conceptos clave del darwinismo, convirtiendo la evolución en una película de Bruce Willis al afirmar que «solo los más fuertes sobreviven». No se trata de ser el más fuerte, sino el más apto, el mejor adaptado al medio.

Los bichos palo nos muestran la evolución en acción: los dos ecotipos están en proceso de independizarse en especies diferentes, pero aún pueden reproducirse entre ellos. Y como el roce en el mismo arbusto hace el cariño, existe un flujo genético entre las dos variedades que actúa como resistencia a la separación en dos especies. Para empezar, los investigadores secuenciaron los genomas de varias poblaciones de distintas zonas geográficas y de ambos tipos de arbustos, y luego cambiaron los insectos de arbusto para ver qué ocurría en la próxima generación, cuando los huevos eclosionaran a la primavera siguiente. Así lograron identificar qué regiones del ADN del insecto palo están guiando el proceso de separación en dos especies.

Los dos ecotipos del insecto palo 'Timema cristinae' en sus arbustos respectivos.  Aaron Comeault / Moritz Muschick.

Los dos ecotipos del insecto palo ‘Timema cristinae’ en sus arbustos respectivos. Aaron Comeault / Moritz Muschick.

Los científicos hallaron que las divergencias están muy dispersas por el genoma. Comparando un «experimento evolutivo natural» con otro, es decir, los dos ecotipos que hay en un emplazamiento con los de otro más alejado, descubrieron que en el 80% de los casos estos cambios son diferentes entre las zonas geográficas, pero coinciden en el 20% restante. «Esto podría interpretarse como que, si pudiéramos ejecutar el programa de la evolución usando el mismo escenario, los resultados serían únicos en su mayoría cada vez, pero aún así seríamos capaces de distinguir una serie de cambios que siempre tienen lugar», deduce Soria-Carrasco. En otras palabras: al menos en estos insectos palo, la evolución tiene un 80% de azar y un 20% de determinismo. «Esto parece indicar que habría una serie de constricciones que obligarían a la evolución a tomar siempre el mismo camino en algunos casos», concluye el científico. Curiosamente, este 20% de evolución paralela afecta sobre todo a regiones del ADN que producen proteínas, por lo que el proceso de especiación parece apoyarse más en cambios en las proteínas, no en su nivel de expresión.

Un dato sorprendente es que los investigadores encontraran estas diferencias en solo una generación correspondiente a un año. La respuesta es que las variaciones no surgen como nuevas mutaciones, sino que ya existen previamente en el conjunto de genes de la población. «La explicación es que la inmensa mayoría de los cambios que vemos (si no todos) son debidos el efecto de los procesos evolutivos sobre la variabilidad genética que ya existe en las poblaciones», aclara Soria-Carrasco.

Otra conclusión del estudio es que la evolución no es un proceso tan lineal como solemos imaginar. En ese «tira y afloja entre la intensidad de la selección natural y del flujo génico», como Soria-Carrasco lo define, es difícil prever si, o cuándo, el proceso de especiación culminará en dos insectos palo incapaces de reproducirse entre ellos. «Cuánto tiempo es necesario, es una pregunta abierta», apunta el investigador. Esta cuestión tiene implicaciones en los cálculos que hacen los biólogos evolutivos para correlacionar distancias genéticas y temporales; es decir, a partir de las diferencias entre los genes de, por ejemplo, el ser humano y el chimpancé, se puede inferir hace cuántos millones de años sus ramas evolutivas se separaron. «Cuando Emile Zuckerland y Linus Pauling propusieron por primera vez la idea que mencionas, de que los cambios genéticos podrían considerarse como tics de un reloj, la verdad es que pecaron un poco de ingenuidad», opina Soria-Carrasco. Sin embargo, el investigador aclara que estos efectos de tira y afloja solo afectan a escalas temporales pequeñas, menores de entre cinco y diez millones de años. En estos casos, dice, la correlación entre distancias genéticas y temporales se rompe, lo mismo que el concepto clásico del árbol evolutivo: «acabas teniendo una red en vez de un árbol».

Por último, y dado que se trata de imaginar cómo se ejecutaría el programa de la evolución si corriera por segunda vez, es inevitable especular sobre qué ocurriría si esa misma cinta se reprodujera en otro lugar del universo. Las leyes físicas, y por tanto las químicas, y por tanto las biológicas, son universales. Sea un planeta parecido al nuestro, con condiciones ambientales similares. Sean la luz solar y el agua. Sean carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno, fósforo y azufre. Y ahora, hagamos:

C:\Exotierra>run evolucion.exe

Enter

¿Qué obtendríamos? ¿Exorrobles, exoperros, exoesquistosomas? ¿Exohumanos? ¿Nos pareceríamos? ¿Nos reconoceríamos? «Esto es muy especulativo», admite Soria-Carrasco. «Pero si hiciéramos una muy arriesgada extrapolación de nuestros resultados –que en el fondo son solo para un organismo concreto y a escala microevolutiva; no sabemos si pasa lo mismo o algo diferente en muchos otros casos y/o a diferentes escalas temporales–, podríamos decir que muchas cosas serían diferentes, pero probablemente seríamos capaces de distinguir un tema central que siempre sería el mismo». «Depende de si uno considera que el azar es algo que existe realmente o simplemente la manera en que llamamos a nuestra incapacidad de predecir con precisión el resultado de procesos complejos».

¿Dónde está el bicho? (Solución: en la rama central, a media altura, vertical y cabeza abajo). Moritz Muschick.

¿Dónde está el bicho? (Solución: en la rama central, a media altura, vertical y cabeza abajo). Moritz Muschick.

 

«Los recortes en España afectarán a varias generaciones de científicos»

Como muchos jóvenes investigadores, Víctor Soria-Carrasco emigró al extranjero voluntariamente después de terminar su tesis doctoral en busca de una consolidación internacional de su carrera. Vino a dar en el Departamento de Ciencias de Animales y Plantas de la Universidad de Sheffield (Reino Unido), en el grupo de Patrik Nosil, a quien define como «un tipo muy majo». «El nivel de investigación es muy bueno y la cantidad de movimiento es muchísimo mayor que en España».

En la escala de recuperabilidad de científicos expatriados, si existiera, Soria-Carrasco no sería de los más fáciles. En Sheffield ha encontrado una vida confortable con su pareja, también española e investigadora, y la idea de un posible regreso no le viene inspirada por motivos científicos. «Podemos consolarnos el uno al otro cuando no vemos el sol durante varias semanas. Francamente, el clima y la comida son una pena». Pero como a otros científicos comprometidos, también les pincha la espina de la responsabilidad social: «devolver la inversión a la sociedad, contribuyendo a enriquecer el panorama científico español con todo lo que he aprendido y sigo aprendiendo fuera».

En su análisis de los recortes actuales al sistema español de ciencia, aplica, como no podía ser de otro modo, un enfoque evolutivo a largo plazo: «incluso aunque subieran el presupuesto de investigación en los próximos años, los recortes han provocado un cuello de botella que afectará a varias generaciones de científicos. Los políticos españoles no son conscientes de que la investigación funciona muy lentamente y requiere estabilidad». «La investigación no puede tratarse como si fuera un negocio en el que alegremente se contrata y despide gente según las necesidades del mercado». Tal vez, para el día en que las condiciones sean propicias para el regreso a España de este investigador, los dos ecotipos del insecto palo ya se habrán separado en especies distintas.

Lo que Darwin sí dijo (pero bajito)

Me arriesgaría a apostar, aunque no más de una cena, a que la mayoría de la gente con un cierto nivel educativo posee una noción básica sobre evolución biológica. Pero apostaría todas mis fichas a que, si pedimos a alguien que nos resuma el darwinismo en tres ideas, al menos dos de ellas (si no las tres) serán cosas que Darwin nunca dijo. El conocido como padre de la evolución no lo sabía todo, y de hecho en algún asunto patinó sonoramente, como con su alucinatoria propuesta de la pangénesis que explicaré más abajo. Muchas de las ideas hoy atribuidas popularmente a Darwin son posteriores a él (o son simplemente erróneas). El trabajo del naturalista inglés consistió sobre todo en rescatar, condensar e hilar conceptos de su época, combinándolos a la vez con observaciones propias para fusionarlo todo en el primer corpus científico que explicaba la evolución biológica con un rango de teoría completa y con un repaso increíblemente exhaustivo de la historia natural de entonces. Darwin aportó, sobre todo, sistemática y razonamiento.

El Darwin niño, con siete años, apuntando maneras de naturalista (1816). Pintura de Ellen Sharples.

El Darwin niño, con siete años, apuntando maneras de naturalista (1816). Pintura de Ellen Sharples.

Pero también es justo reconocerle a Darwin una intuición fuera de lo común. Perdonándole lo de la pangénesis, en otros casos incluso supo intuir qué había más allá de las fronteras donde su teoría terminaba, aunque no pudiera precisarlo. Una de esas enormes intuiciones del naturalista apuntó a algo en lo que más de uno fallaría una pregunta de concurso. Si preguntamos a cualquier estudiante de biología si la selección natural es el único mecanismo de evolución, la respuesta será que no: en el siglo XX, el pensamiento de Darwin se entroncó con las leyes de la herencia formuladas por Mendel en la llamada teoría sintética, que abrió la puerta al posterior estudio de la evolución desde la perspectiva genética. Desde entonces a la selección natural se han añadido otros mecanismos como la deriva genética o el flujo genético. Pero si en cambio preguntáramos «¿propuso Darwin que la selección natural era el único mecanismo de evolución?», quizá ahí más de uno dudaría en su respuesta. Y lo que tal vez sorprenda a muchos es que el propio Darwin cerró su introducción a El origen de las especies dejando caer, como quien no quiere la cosa, esta frase: «Además, estoy convencido de que la selección natural ha sido el medio más importante, pero no el único, de modificación».

Es más: en ediciones posteriores de la obra, Darwin añadió este párrafo en su Recapitulación y conclusión:

Y como mis conclusiones han sido recientemente muy tergiversadas y se ha afirmado que atribuyo la modificación de las especies exclusivamente a la selección natural, se me permitirá hacer observar que en la primera edición de esta obra y en las siguientes he puesto en lugar bien visible –o sea al final de la Introducción– las siguientes palabras: «Estoy convencido de que la selección natural ha sido el modo principal, pero no el único, de modificación». Esto no ha sido de utilidad ninguna. Grande es la fuerza de la tergiversación continua; pero la historia de la ciencia muestra que, afortunadamente, esta fuerza no perdura mucho.

Pobre Darwin. Si levantara la cabeza…

En fin. A lo que iba. En concreto, Darwin admitió que no podía explicar por qué en los seres vivos aparecían modificaciones de «ninguna utilidad directa» o en «órganos de poca importancia», sobre las cuales en principio no actuaría la selección natural. «Variaciones que, dentro de nuestra ignorancia, nos parece que surgen espontáneamente», escribió. Una explicación a este problema sería lo que hoy conocemos como deriva genética, que fija variaciones en los genes al azar sin intervención de una presión selectiva, y que de ningún modo entraba en los cálculos de Darwin. Pero ahora viene lo bueno: a propósito de estas variaciones, Darwin también escribió que sobre estos «caracteres insignificantes» la selección natural podría haber actuado «por estar relacionados con diferencias constitucionales». A este concepto lo llamó «leyes de crecimiento», y lo explicó así: «cuando se modifica un órgano, se modificarán los otros, por ciertas causas que vislumbramos confusamente […], lo mismo que por otras causas que nos conducen a los muchos casos misteriosos de correlación, que no comprendemos en lo más mínimo». Del mismo modo, al hablar del concepto de variación correlativa, escribió: «con esta expresión quiero decir que toda la organización está tan ligada entre sí durante su crecimiento y desarrollo que, cuando ocurren pequeñas variaciones en algún órgano y son acumuladas por selección natural, otros órganos se modifican».

Ahí lo tienen: a pesar de no poder explicarlo, Darwin logró anticipar un concepto tan moderno que no se ha desarrollado formalmente hasta el último cuarto del siglo XX, y que se conoce como genetic draft o hitchhiking (autoestopismo). Una forma de un gen (o alelo) que es neutral en cuanto a su impacto, y que por tanto no está sometida a selección natural, puede conservarse en una población porque está vinculada con otra variación genética que sí es beneficiosa; de ahí la expresión de que el alelo neutral viaja en autoestop montado en un vehículo ajeno.

Aquí no acaban las contribuciones de Darwin que a menudo se soslayan y que tienen una fuerte presencia actual en la comprensión de la evolución. Por ejemplo, un enfoque que ha cobrado importancia desde finales del siglo XX es la llamada evo-devo, o biología evolutiva del desarrollo, una disciplina que integra los estudios embriológicos para describir el curso de la evolución de las especies. Darwin no fue el primer naturalista en fijarse en la embriología comparada y sacar conclusiones de ella respecto a la clasificación de los seres vivos, pero sí integró el estudio de los embriones dentro de sus pruebas a favor de su sistema evolutivo. «La comunidad de conformación embrionaria revela, pues, comunidad de origen, escribió». «La importancia de los caracteres embriológicos y de los órganos rudimentarios en la clasificación se comprende según la opinión de que una ordenación natural debe ser genealógica». Con su trabajo, sentó las bases para la que podría denominarse la primera teoría rudimentaria de evo-devo, la teoría de recapitulación de Ernst Haeckel, según la cual la ontogenia, el desarrollo del individuo desde su estado embronario más temprano, repetía la filogenia, o proceso evolutivo de la especie.

Dibujo a partir de una fotografía de Charles Darwin, publicado en el primer volumen de una biografía editada por su hijo Francis Darwin (1891).

Dibujo a partir de una fotografía de Charles Darwin, publicado en el primer volumen de una biografía editada por su hijo Francis Darwin (1891).

Por último, no está de más mencionar también que incluso el ramalazo lamarckista de Darwin ha sido rehabilitado recientemente. El francés Jean-Baptiste Lamarck defendía que ciertos caracteres adquiridos durante la vida del individuo, por ejemplo el desarrollo de ciertos músculos debido al ejercicio, podían ser transmitidos a la descendencia. Aunque generalmente se dice que Darwin refutó el lamarckismo en favor de una variación no relacionada con el estilo de vida de cada ser vivo, esto no es del todo cierto: el inglés estudió lo que llamaba caracteres debidos al uso o al desuso, y trató de explicar su herencia mediante la teoría de la pangénesis, mencionada más arriba, según la cual las células del organismo afectadas por este uso o desuso producían unas «gémulas» que transmitían esta información al espermatozoide y al óvulo. Aunque la pangénesis fue una estrepitosa metedura de pata, lo cierto es que en las últimas décadas se han desarrollados dos conceptos que explican cómo ciertos rasgos pueden surgir sin alteraciones en la secuencia de los genes.

Por un lado, la epigenética estudia modificaciones químicas en el ADN que no afectan a su secuencia, pero sí a su función, y que pueden transmitirse. Y en segundo lugar, la plasticidad fenotípica es otra idea que hoy se maneja para explicar cómo el repertorio genético puede incluir distintas opciones que afectan a los caracteres del individuo y que se manifiestan de una manera o de otra en función del entorno ambiental. En tiempos de Darwin, algunos naturalistas habían notado cómo ciertas variedades domésticas, por ejemplo de caballos y palomas, a veces parecían revertir espontáneamente a los que se consideraban como rasgos ancestrales de la especie. De la lectura de El origen se deduce que a Darwin le incomodaba esta idea porque no lograba explicarla fácilmente, aunque no se atrevía a negar las observaciones al respecto. Pero su intuición fue sorprendente al escribir sobre la existencia de «caracteres latentes» que se han diluido en la mezcla de sangres a lo largo de generaciones (como él lo describía), y que podían resurgir bajo ciertas condiciones ambientales. Casi se quedó a un paso –el del concepto de gen, que en su época aún no existía– para comprender que estas «reversiones» a veces podían producirse también debido al flujo genético entre variedades de una especie que aún no están aisladas reproductivamente. «La fuerza mayor o menor de la herencia o reversión determinan qué variaciones serán duraderas», escribió (¿y me lo parece a mí, o sugirió así el concepto de canalización?). Y de paso, aprovechó esta capacidad de reversión como una prueba más de que las especies no fueron creadas separadamente, sino que derivaron de un tronco común.

Por suerte, hoy no solamente disponemos de un mayor conocimiento teórico para validar lo que en tiempos de Darwin eran hipótesis razonables y bien fundadas, sino que también múltiples experimentos nos han permitido contemplar cómo funciona la evolución en acción ante nuestros mismos ojos. Hace tiempo ya comenté aquí un estudio que mostraba cómo un equipo de científicos había bombardeado cultivos de bacterias comunes con altas dosis de radiación hasta obtener una variedad con una increíble resistencia. Mañana (o pasado) hablaré de otro experimento de reciente publicación que ilustra maravillosamente conceptos como la selección natural, la supervivencia del más apto, el flujo genético y la plasticidad fenotípica, además de sugerir la respuesta a una pregunta que Darwin ni siquiera llegó a plantearse, aunque sí lo hicieron los evolucionistas del siglo XX: si la Tierra pudiera regresar a sus primeros tiempos y ejecutar de nuevo el programa de la evolución (llamémoslo evolucion.exe), ¿el resultado sería el mismo que hoy conocemos?

Mañana, la solución…

Científicos ‘crean’ la bacteria Hulk (o por qué no existen los superhéroes)

Conan la bacteria. Superbug Gifts for Geeks & Science Tees.

Conan la bacteria. Superbug Gifts for Geeks & Science Tees.

Hace unos días, mis compañeros blogueros del CSIC escribían sobre Deinococcus radiodurans, un microorganismo tan resistente a la radiación y otras torturas letales que recibe el apelativo de Conan la Bacteria (un alias que se acuñó cuando la gente aún sabía quién era Conan el Bárbaro; hoy quizá se llamaría bacteria Jack Bauer). La biografía de este aguerrido microbio cuenta que fue aislado por un científico llamado Anderson que se dedicaba a bombardear latas de conservas con rayos gamma para esterilizarlas. A casi cualquiera que haya tenido una infancia, la historia le recordará al tipo de brete sufrido habitualmente por los tipos que se convierten en superhéroes para después llenar volúmenes y volúmenes combatiendo el crimen. Surge entonces una pregunta inevitable: ¿creó Anderson su bacteria Conan como Bruce Banner se transformó en el increíble Hulk?

La respuesta, obviamente, es no. Pero la explicación no es tan trivial como podría parecer. Es sabido que la radiación provoca mutaciones, es decir, alteraciones individuales en el ADN. Y desafío a cualquiera a que demuestre con pruebas irrefutables que una mutación no puede cabrear a una célula y volverla verde. Siendo así, ¿por qué no existen los superhéroes? Una de las soluciones a esta pregunta es muy sencilla: es estadísticamente imposible que todas las células de Bruce Banner sufran la misma mutación de forma simultánea, incluso en el caso de que fueran inducidas por la radiación. Pero ¿y si Bruce Banner fuera un organismo unicelular, por ejemplo, una bacteria?

Para responder a esto debemos remontarnos a tiempos en que los superhéroes no eran el increíble Hulk y ni siquiera Conan, sino algo más parecido a los Tres Mosqueteros. En el siglo XIX, los científicos que se preguntaban cómo surgían las especies estaban divididos en dos equipos. El bando encabezado por el francés Jean-Baptiste Lamarck defendía que los herbívoros fueron estirando el cuello poco a poco para alcanzar las hojas de las ramas altas y transmitiendo esta variación a sus descendientes hasta que, ¡voilà!, he aquí la jirafa. Por el contrario, los Darwin y Wallace abogaban por la selección natural y la supervivencia del más apto: el entorno no provocaba esas variaciones, sino que estas aparecían espontáneamente y al azar (lo que posteriormente se denominaría mutación preadaptativa) y se iban extendiendo por la población a lo largo de sucesivas generaciones cuando el hecho de poseerlas confería una ventaja para sobrevivir y reproducirse en un entorno concreto.

El tiempo, la lógica y las pruebas dieron la razón al equipo de Darwin y sus sucesores. Siendo así, se deduce que Conan la Bacteria es lo que es gracias a una mutación preadaptativa sin ninguna relación con el bombardeo de Anderson. Pero para demostrarlo más allá de toda duda, un nuevo estudio publicado ahora en la revista digital eLife viene oportunamente a echar una mano. Un equipo de científicos dirigido por Michael Cox, de la Universidad de Wisconsin en Madison (UWM), ha creado un increíble Hulk microbiano a partir de un ser tan aparentemente anodino como Bruce Banner: la bacteria intestinal Escherichia coli, ese humilde obrero celular de los laboratorios que todos llevamos en las tripas, cuya presencia en el agua o los alimentos es una pero que muy mala señal, y algunas de cuyas cepas más violentas han traído de cabeza a las autoridades sanitarias.

Cox y sus colaboradores se dedicaron a bombardear cultivos de E. coli con dosis letales de radiación durante varias generaciones, matando cada vez al 99% de las bacterias, hasta que obtuvieron una cepa con una resistencia a la radiación similar a la de Conan. Un comunicado difundido por la UWM afirma que el resultado se ha logrado «aprovechando la capacidad de un organismo para evolucionar en respuesta al castigo de un entorno hostil». ¿Cómo? ¿Acaso insinúa la Universidad de Wisconsin que la bacteria Bruce Banner se transformó en Hulk debido precisamente a la radiación? O, hablando en lenguaje lamarckiano, ¿estiró el cuello la jirafa?

Imagen al microscopio electrónico de bacterias 'E. coli' con falso color.

Imagen al microscopio electrónico de bacterias ‘E. coli’ con falso color.

Preguntado por Ciencias Mixtas, Cox aclara el embrollo y nos devuelve a la recta senda darwiniana. «Mi sensación es que las mutaciones [en las E. coli bombardeadas] son azarosas, y que las favorables se fijan rápidamente por la fuerte selección que aplicamos». «Por supuesto, la radiación ionizante origina mutaciones. Una célula típica de nuestras poblaciones presenta un total de unas 70 mutaciones, la mayoría de las cuales son probablemente neutras. Imagino que muchas mutaciones aparecen como resultado de la irradiación y que muchas son perjudiciales y se pierden». Y añade: «No creo que exista ningún mecanismo postadaptativo, ni creo que exista ningún mecanismo que permita a las células seleccionar la aparición de mutaciones favorables, aunque no tengo pruebas a favor o en contra». «Yo defendería que todas las mutaciones que identificamos son preadaptativas», concluye. Como prueba que apoya esta conclusión, Cox arguye que el experimento de evolución dirigida fue repetido cuatro veces, y que en tales casos las distintas poblaciones tomaron caminos evolutivos muy diferentes.

Así pues, las bacterias permiten ejecutar un experimento de microevolución (micro tanto por el tiempo requerido como por el pequeño espacio de una placa de cultivo) que ya habría querido Darwin tener a su alcance y que, con las lógicas reservas que impone el método científico, ratifica que los Hulk unicelulares no se crean, sino que aparecen. El error en el comunicado de la UWM es utilizar la palabra «organismo» y no «población», lo que sería más correcto. En realidad el experimento de Cox ratifica algo que ya mereció un premio Nobel para Max Delbrück y Salvador Luria. En 1943, estos dos científicos demostraron el carácter preadaptativo de las mutaciones en la evolución de E. coli utilizando virus bacteriófagos en lugar de radiación como factor de presión selectiva.

Siendo así, colea una pregunta: ¿cómo es posible entonces que D. radiodurans no se haya encontrado precisamente en cementerios nucleares, sino en hábitats tan desprovistos de glamour (y de isótopos radiactivos) como las heces o el puro suelo, en los que no existe la presión selectiva de la radiación? En otras palabras: si la bacteria Conan no ha pasado el filtro de la selección natural por radiación, ¿por qué soporta niveles de exposición que jamás ha conocido? Y ante esto, los científicos aún no disponen de una respuesta definitiva. Una hipótesis sugiere que la resistencia a la radiactividad podría ser una simple carambola evolutiva derivada de su capacidad para resistir una sequedad extrema, una especie de afortunado efecto secundario. A diferencia de la política, la ciencia no tiene todas las respuestas. Pero al menos en ciencia podemos estar razonablemente seguros de que, si en alguna ocasión nos topamos con un monstruo verde y cabreado, difícilmente tendrá más de una célula. Al contrario que en política.