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Muchos científicos apoyan la edición genómica en bebés con fines terapéuticos

El hecho de que la comunidad científica haya condenado de forma casi unánime el experimento de He Jiankui –el investigador que dice haber utilizado la herramienta de edición genética CRISPR para modificar los genomas de al menos tres bebés (dos de ellos ya nacidos)–, como conté ayer, no implica que la misma comunidad científica condene de forma igualmente unánime cualquier experimento de obtención de bebés con sus genomas modificados por edición genética. Aunque así lo hayan interpretado esta semana muchos medios, que solo se han molestado en recoger las opiniones de científicos contrarios a la edición genómica de la línea germinal, esta interpretación sencillamente no se corresponde con la realidad.

Obviamente, sí hay quienes suscriben una causa general. Tanto en los medios generalistas como en las revistas científicas, ciertos investigadores han dejado su visión de que la modificación genética de la línea germinal humana (las células de la reproducción) es una línea roja que jamás debería cruzarse. Dejando aparte las dudas éticas (que son razonables, pero opinables) y los reparos morales (ideológicos y religiosos, que son personales y ahí deben quedarse), la objeción científica fundamental se resume en que las consecuencias de estos experimentos podrían tener «consecuencias impredecibles para las futuras generaciones», como escribía un grupo de investigadores en 2015 en la revista Nature.

En breve, el argumento podría resumirse en que actualmente no es posible disponer de un análisis riguroso sobre los riesgos y los beneficios. Es decir, que incluso algunos defensores de la causa general basan su oposición no en lo que se conoce, sino en lo que aún no se conoce (y se irá conociendo cada vez más). Pero incluso los detractores admiten: «Si en algún momento surgiera un caso realmente convincente de beneficio terapéutico para la modificación de la línea germinal, invitamos a un debate abierto sobre el curso de acción más adecuado».

Fecundación in vitro. Imagen de pixabay.

Fecundación in vitro. Imagen de pixabay.

Pero esta opinión no es ni mucho menos unánime. En el extremo opuesto se encuentran científicos como George Church, genetista de la Universidad de Harvard y del Instituto Tecnológico de Massachusetts, uno de los promotores del Proyecto Genoma Humano y una de las máximas autoridades mundiales en nuevas fronteras de la biología molecular, como la biología sintética.

En una entrevista publicada esta semana en la revista Science, se diría que Church casi ha tenido que morderse la lengua para mantener la templanza y no defender abiertamente el experimento de He. Aunque parece medir sus palabras, juzga la reacción general contra He como «bullying«, alegando que las acusaciones contra el investigador chino se resumen en que no cumplió correctamente con el papeleo. Y aunque reconoce que en un caso como este las consecuencias de este incumplimiento pueden ser especialmente graves y sonoras, compara el caso con el de Louise Brown, la primera niña nacida por fecundación in vitro, que en su día recibió el alias peyorativo de «bebé probeta» y también fue fuertemente reprobado por numerosos sectores, incluyendo muchos científicos.

Church recuerda que existe actualmente una moratoria autoimpuesta por los científicos sobre la edición de la línea germinal humana, pero también que «una moratoria no es una prohibición permanente para siempre». Y aunque admite que quizá el riesgo nunca llegue a ser cero, subraya que tampoco lo es para otros muchos procedimientos médicos aplicados hoy de forma habitual, ni para otras decisiones científicas que suscitan debates éticos; como ejemplo, dice que él jamás hubiera puesto en el dominio público las secuencias genéticas de los virus de la viruela o de la gripe de 1918.

Sin embargo y respecto al riesgo, Church aclara también un aspecto que probablemente debería divulgarse más, y es que el experimento de He no ha sido tanto un salto al vacío como se ha querido presentar. «Tenemos que decir que hemos hecho cientos de estudios en animales y algunos estudios en embriones humanos», señala. «Tenemos cerdos que tienen docenas de mutaciones CRISPR y una cepa de ratones que tiene 40 sitios CRISPR, y hay efectos off-target [cambios genéticos causados por CRISPR diferentes al pretendido] en estos animales, pero no tenemos pruebas de consecuencias negativas». «Seamos cuantitativos antes de ser acusatorios; puden ser detectables pero sin efecto clínico», concluye Church.

Entre los científicos, Church representa la postura más a contracorriente de lo que ha pretendido transmitirse esta semana en diversos medios. Pero Church no está solo en la defensa del uso de CRISPR como herramienta terapéutica para la eliminación de enfermedades genéticas en embriones; eso sí, avanzando con cautela y sin saltarse pasos imprescindibles como He ha hecho.

Al término de la segunda cumbre internacional sobre edición del genoma humano, celebrada esta semana en Hong Kong y en la que He presentó sus resultados (solo después de que se filtraran a la prensa, y aún sin una publicación formal), los miembros del comité organizador han emitido un comunicado criticando el experimento de He como «irresponsable» y señalando su «falta de adhesión a los estándares éticos», su «falta de transparencia» o su «inadecuada indicación médica». Pero al mismo tiempo añaden:

La comprensión científica y los requerimientos técnicos para la práctica clínica aún son demasiado inciertos, y los riesgos demasiado grandes para permitir ensayos clínicos de edición de la línea germinal en este momento. Sin embargo, el progreso en los últimos tres años y los debates en la presente cumbre sugieren que es hora de definir un camino riguroso y responsable hacia dichos ensayos.

Según los científicos firmantes, ese camino pasa por la «adhesión a estándares ampliamente aceptados para la investigación clínica», la definición de «estándares sobre las evidencias preclínicas», la «evaluación de competencia de los experimentadores», «estándares obligatorios de conducta profesional» y «fuertes alianzas con pacientes y grupos de defensa de los pacientes».

Entre estos últimos se han encontrado también algunos de los apoyos más entusiastas al desarrollo de CRISPR como herramienta terapéutica para prevenir enfermedades genéticas en los bebés. Comprensiblemente, muchos padres de niños con enfermedades genéticas letales o altamente incapacitantes ven en CRISPR el posible fin de una pesadilla; no para ellos, a quienes la solución ya les llegaría tarde, sino para otros futuros padres y madres de niños y niñas que hoy no esperarían verse jamás en esa situación, y entre los cuales sin duda se encontrarán muchos de quienes hoy califican la edición genómica de la línea germinal como una monstruosidad.

Los científicos condenan este experimento de edición genética de bebés. Pero…

El pasado lunes saltaba de forma bastante estrambótica la noticia de que un investigador chino llamado He Jiankui ha producido por primera vez bebés con su genoma modificado por edición genética; dos niñas, presentadas con los nombres ficticios de Nana y Lulu, que según He han nacido sanas, y a las que en su etapa embrionaria se les aplicó la herramienta de edición genómica CRISPR para hacerlas resistentes al virus del sida, del que su padre es portador. He ha revelado posteriormente que existe al menos otro bebé en camino.

He ha recibido innumerables calificativos, ninguno de ellos elogioso. Pero es necesario distinguir entre quienes han tachado su experimento de prematuro o irresponsable y quienes lo han tildado de monstruoso, o han desempolvado el tópico rancio de que los científicos «juegan a ser Dios» (como si quienes rigen a diario con mano divina sobre nosotros fueran los científicos, y no otros, o como si los endiosados en esta sociedad fueran los científicos, y no otros), o se han sumado a la lapidación pública del investigador adjetivándolo extemporáneamente como «fracasado buscador de gloria». El comportamiento de He es reprobable por varias razones, pero es evidente que lo de fracasado no es cierto. Por mucho que tiente ahora culparle también del asesinato de Kennedy o del calentamiento global.

Un embrión. Imagen de Pixabay.

Un embrión. Imagen de Pixabay.

Hay muchos motivos por los que el experimento de He es denostable. En primer lugar, su secretismo y falta de transparencia son impropios de la ciencia y enormemente dañinos para la reputación de la ciencia. Su experimento salió a la luz el pasado domingo gracias a que la revista digital MIT Technology Review, por fuentes no reveladas, supo del registro del ensayo clínico de He. Reaccionando rápidamente a la publicación de la exclusiva, He comunicó oficialmente la noticia a la agencia AP y colgó una serie de vídeos en YouTube en los que explicaba y defendía sus experimentos.

Hasta el momento, He no ha publicado sus resultados en una revista científica, pero los datos facilitados no sugieren que todo sea un inmenso engaño. Sin embargo, cuando este miércoles tuvo la oportunidad de explicarse largo y tendido en la segunda cumbre internacional sobre edición del genoma humano, celebrada esta semana en Hong Kong (y donde se le abrió de urgencia un hueco de una hora en el programa para que pudiera hacerlo), He no se dignó a levantar todos los velos ni a despejar todas las dudas sobre sus procedimientos y motivos, o sobre las acusaciones de falsificación de firmas en los trámites legales.

Claro que también merece mencionarse la sobreactuación de las autoridades chinas –«extremadamente abominable», dijo ayer el viceministro de Ciencia– y de la comunidad científica de aquel país; lo cierto es que el registro del ensayo clínico, que especifica «aprobado por comité ético: sí» con fecha de marzo de 2017 (posibles falsificaciones aparte), no deja ni la menor sombra de duda sobre cuál era el objetivo del estudio, «obtener niños sanos para evitar el VIH», ni su resultado esperado, «embarazo y garantizar uno o más nacimientos vivos». Es una idea extendida que la regulación legal de la investigación en China se aplica según como se mire, y respecto a transparencia, sobra el comentario.

Otro motivo de crítica ha sido el objetivo elegido por He: la eliminación del gen de CCR5, una proteína que actúa como correceptor del VIH durante la infección. Es decir, no ha corregido una mutación genética dañina, sino que ha modificado genomas teóricamente sanos para evitar un peligro, el contagio del VIH, al que las niñas no estaban sometidas; solo su padre es portador del virus, y en estos casos el riesgo de transmisión es insignificante, más aún en una fecundación in vitro con un lavado previo del esperma. Y al hacerlo, ha privado a las niñas (a una de ellas, por completo; al parecer la otra conserva una de las dos copias intactas del gen) de un componente fisiológico del organismo cuyas funciones aún no se conocen del todo, y por tanto, cuya carencia puede tener efectos adversos aún no descritos. Es más, ni siquiera ha garantizado la protección de las niñas contra el VIH, ya que ciertas cepas utilizan otro correceptor distinto, CXCR4.

Frente a esto, podría argumentarse que tanto CCR5 como la mutación concreta introducida eran dianas técnicamente más asequibles que las necesarias para la curación de una talasemia o una anemia falciforme, que son algunos de los objetivos actualmente contemplados por otros grupos de investigación. Pero esto no deja de convertir a las niñas en meros sujetos de una prueba de concepto experimental, ya que difícilmente van a obtener ningún beneficio de su modificación genética. Ni ellas, ni tampoco la población general: es evidente que, incluso si el procedimiento funcionara a la perfección sin ninguna contrapartida, no aporta nada de cara al progreso hacia la erradicación del VIH.

Pero por encima de todo, lo más reprobado del experimento de He ha sido su carácter prematuro. Cuando aún no terminan de arrancar los ensayos clínicos de CRISPR para corregir genes dañinos en células somáticas adultas, las que forman parte de nuestro cuerpo pero no crean descendencia, He se ha saltado todos los pasos imprescindibles previos para lanzarse al vacío con la gestación de embriones modificados, sin que la seguridad del procedimiento haya sido suficientemente acreditada.

Pero…

Aquí es donde comienzan los matices. En primer lugar, conviene subrayar que los embriones de He no son los primeros editados genéticamente. Ya se hizo por primera vez en 2015, también en China, y se ha repetido después al menos en otros siete estudios en China, EEUU y Reino Unido; se continúa haciendo y se continuará haciendo. En todos estos casos se han utilizado embriones no viables (defectuosos), o bien embriones viables que no iban a destinarse a implantación para obtener una gestación.

Actualmente son varios los países que autorizan o al menos no prohíben expresamente la edición genómica de embriones humanos. Y aunque el uso de estos embriones con fines reproductivos aún no se contempla legalmente en ningún país, es necesario aclarar una confusión: según han publicado todos los medios, la comunidad científica en bloque ha repudiado el experimento de He, lo cual es cierto.

Pero muchos de esos medios, tertulianos y comentaristas han concluido que, ergo, la comunidad científica en bloque repudia la edición genómica en embriones humanos con fines reproductivos; o dicho más llanamente, la creación de bebés con genomas modificados. Lo cual está muy lejos de ser cierto. Como veremos mañana.

Se abre el debate: por primera vez corrigen genes en un embrión humano

Acaba de producirse uno de esos hitos de la biotecnología que solo se cuentan a razón de uno por década, o así, pero que en sus repercusiones teóricas podría situarse a la altura de los antibióticos o de las vacunas. Teóricas, porque difícilmente va a aplicarse en un plazo que podamos prever: a fecha de hoy, si un científico occidental lo hiciera, sería reprobado dentro y fuera de su profesión, y en algunos países podría acabar en la cárcel. Pero China, como sabemos, no se distingue precisamente por su liderazgo ético en el mundo, y muchas cuestiones que en occidente plantean debates morales allí solo significan retos técnicos.

Fertilización in vitro de un óvulo humano. Imagen de Eugene Ermolovich (CRMI) / Wikipedia.

Fertilización in vitro de un óvulo humano. Imagen de Eugene Ermolovich (CRMI) / Wikipedia.

Ante todo, una aclaración esencial: los investigadores chinos no han descubierto nada, y su experimento está a años luz de poder calificarse como éxito. Así pues, si no hay hallazgo revolucionario, si los resultados son mediocres, y si además todo el asunto es éticamente discutible, ¿cómo puede tratarse de algo equiparable a los antibióticos o a las vacunas? La respuesta es que, si un oportuno debate concluyera en la aprobación pública de estos procedimientos, y estos pudieran perfeccionarse para garantizar una eficacia y una limpieza a la altura de los estándares clínicos, desaparecerían del mundo todas aquellas enfermedades congénitas hereditarias cuyos genes responsables han podido identificarse; es decir, la mayoría de lo que conocemos como enfermedades raras.

El término clave es edición genómica embrionaria. Es decir, cortar los genes defectuosos en un embrión y reemplazarlos por versiones sanas. Se trata de un procedimiento de corta-pega molecular, no muy lejano en su concepto a lo que hacían los montadores de cine cuando las películas se rodaban en película. Para aplicarlo a algo tan pequeño como una cadena de ADN, es necesario disponer de unas tijeras infinitamente pequeñas y precisas.

Durante décadas, los biólogos moleculares han utilizado distintos sistemas para corta-pegar genes. La biotecnología nació gracias al descubrimiento de las enzimas de restricción, proteínas que las bacterias emplean como sistemas de defensa frente a virus y que son capaces de reconocer y cortar secuencias específicas de ADN. Hoy se comercializan más de 600 enzimas de restricción distintas, que en los laboratorios se emplean como herramientas de rutina para elaborar construcciones genéticas a voluntad con la contribución de un segundo tipo de elementos: las ligasas, que pegan los bordes cortados. A las enzimas de restricción se han ido sumando otros sistemas más sofisticados como las llamadas nucleasas de dedos de cinc, enzimas artificiales que pueden diseñarse para reconocer y cortar secuencias específicas con mayor precisión que los sistemas bacterianos naturales.

A finales del siglo XX, cuando las nuevas tecnologías facilitaron la secuenciación de genomas a granel, los científicos se dieron cuenta de que muchas bacterias poseían unas extrañas marcas comunes en su ADN: cinco fragmentos repetidos de 29 bases (las letras del ADN), separados por espaciadores de 32 bases y secuencia variable. O sea, y haciendo un símil con un sándwich: pan – queso – pan – chorizo – pan – jamón – pan – mortadela – pan. Los investigadores no tenían la menor idea de qué significaban, pero en 2002 se les puso un nombre: CRISPR, siglas en inglés de Repeticiones Palindrómicas Cortas Agrupadas y Regularmente Espaciadas; una denominación puramente descriptiva sin ninguna alusión a una función que por entonces era desconocida.

Por abreviar, más tarde se descubrió que los espaciadores variables –el relleno entre cada dos panes– son secuencias de ADN de virus que atacan a las bacterias, fragmentos que estas atrapan de sus invasores para guardar de ellos una especie de huella dactilar que les ayude a reconocerlos y combatirlos en el futuro. Es decir: cuando una bacteria sufre la agresión de un virus, corta pedazos de su ADN y los archiva en sus CRISPR. Más adelante, si el mismo virus ataca de nuevo, unas enzimas llamadas Cas que trabajan en equipo con los CRISPR se encargarán de reconocer estas huellas para cortar esas secuencias y neutralizar así al invasor.

Como ocurrió antes con las enzimas de restricción, de inmediato los biólogos reconocieron el enorme potencial del sistema CRISPR/Cas9 para construir y modificar secuencias genéticas a voluntad, y en solo unos años este campo se ha convertido en uno de los más calientes y prometedores de toda la biología experimental. Desde la ciencia básica hasta la terapia genética, desde la mejora de cosechas a la clonación de mamuts, las aplicaciones de CRISPR/Cas9 son tan incontables que el hallazgo podría valer un Nobel, tal como en 1978 se premió a los descubridores de las enzimas de restricción.

Llegamos así a lo nuevo. Investigadores de la Universidad Sun Yat-sen de Guangzhou (China) han sido los primeros en atreverse a aplicar el sistema CRISPR/Cas9 para editar genes en un embrión humano, una utilidad que ya muchos habían vaticinado pero sobre la que aún no existe un consenso ético. Es imprescindible subrayar, con triple subrayado, que los científicos chinos han empleado embriones NO viables con tres juegos de cromosomas en lugar de los dos normales. Estos embriones triploides se producen durante la fertilización in vitro cuando un óvulo queda fecundado por dos espermatozoides. Recordemos que la presencia de un solo cromosoma de más ocasiona graves alteraciones, como sucede en el síndrome de Down. Un embrión con un triple juego de cromosomas no es de ninguna manera viable.

Para ensayar la edición genómica, los investigadores eligieron el gen de la β-globina (HBB), cuyo producto es una proteína de la hemoglobina cuyas alteraciones causan enfermedades como la anemia falciforme o la beta-talasemia. Pero como ya he señalado al comienzo, no se puede decir que el experimento haya sido un éxito. El sistema CRISPR/Cas9 logró extraer quirúrgicamente el gen HBB en aproximadamente la mitad de los embriones supervivientes analizados, pero solo en pocos casos consiguió reparar la brecha con la secuencia de reemplazo. Aún peor, los científicos observaron que en varios casos la enzima cortó donde no debía y que algunas de las brechas se rellenaron empleando erróneamente otro gen parecido como modelo, el de la delta-globina (HBD), causando mutaciones aberrantes.

En resumen, un pequeño desastre. El propio director del estudio, Junjiu Huang, reconoció a Nature News que no prosiguieron más allá porque el sistema «todavía es demasiado inmaduro». «Si quieres hacerlo en embriones normales, necesitas acercarte al 100%», dijo Huang. El investigador asegura que su estudio fue rechazado por Nature y Science debido al conflicto ético que plantea, pero lo cierto es que la calidad de los resultados conseguidos difícilmente superaría los exigentes filtros de estas revistas.

En su lugar, el trabajo se ha publicado en la revista Protein & Cell, de índice de impacto más discreto. Pero no cabe duda de que el impacto del estudio será mucho mayor de lo que merecerían los logros aportados, y que su eco se extenderá mucho más allá de las paredes de los laboratorios. Como suele decirse vulgarmente, el experimento de los investigadores chinos ha abierto un melón, y ahora habrá que discutir sobre qué hacer con él.