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Por qué el Nobel no ha premiado al español Francis Mojica

Hace dos años escribí aquí un artículo titulado «Por qué el Nobel para Mojica es mucho más complicado de lo que parece«. Breves antecedentes: el microbiólogo español Francis Mojica descubrió un mecanismo molecular en bacterias que posteriormente dos investigadoras, la estadounidense Jennifer Doudna y la francesa Emmanuelle Charpentier, convirtieron en la herramienta más útil que hoy existe para reescribir y modificar genes. Este sistema, hoy con distintas variedades pero llamado genéricamente CRISPR, es una plataforma tecnológica de uso común en infinidad de laboratorios. Y aunque sus potenciales aplicaciones en la curación de enfermedades aún no han despegado, su utilidad en investigación ha sido tan sobradamente demostrada que desde hace años se rifaba un Nobel. Ahora, por fin la rifa se ha resuelto. Premiando a Charpentier y Doudna, y dejando fuera a Mojica.

Francisco JM Mojica. Imagen de Roberto Ruiz / Universidad de Alicante.

Francisco JM Mojica. Imagen de Roberto Ruiz / Universidad de Alicante.

Pero aunque todos lamentemos enormemente esta oportunidad perdida para la promoción de la ciencia española, que no ve un Nobel desde 1906 (sí, después estuvo Severo Ochoa, pero era un investigador de nacionalidad estadounidense que había desarrollado todo su trabajo en EEUU), conviene volver sobre lo que ya conté en su día para contener los arrebatos de indignación y de calimerismo; sí, es cierto que a un científico que trabaja en la Universidad de Alicante le resulta infinitamente más difícil ser reconocido con un Nobel (o incluso, ya puestos, publicar en Nature o Science) que al mismo científico si trabaja en Harvard o en el MIT. Pero este caso, insisto, era complicado.

La razón de esta complicación es que son muchos los nombres implicados en haber hecho de CRISPR lo que es hoy. Mojica descubrió el sistema original y lo nombró, y creo que no puede haber discusión sobre su primicia absoluta en este sentido. Pero después el francés Gilles Vergnaud ahondó en la explicación sobre su significado, el argentino Luciano Marraffini demostró por primera vez su funcionamiento, Charpentier y Doudna lo convirtieron en una herramienta utilizable, y el chino-estadounidense Feng Zhang lo adaptó para su uso en células eucariotas (no bacterianas). Y aún hay otros nombres cuya intervención ha sido esencial para el desarrollo de CRISPR, sumando en total hasta más de una docena.

Pero las normas de los Nobel establecen que cada premio solo puede repartirse entre un máximo de tres investigadores, porque los reconocimientos científicos más prestigiosos del mundo continúan en pleno siglo XXI anclados en la idea anacrónica del «¡eureka!» y del científico solitario y excéntrico, recluido en su laboratorio con la sola compañía de algún asistente que le friegue los cacharros, preferiblemente si es jorobado y algo friki como el Igor de El jovencito Frankenstein.

Así pues, y aunque el premio para CRISPR se cantaba desde hace años, existían serias dudas sobre quiénes serían los tres elegidos, y es de suponer que largos debates habrán precedido a la concesión del Nobel de Química 2020 para Charpentier y Doudna. Por supuesto que las dos investigadoras merecían el premio como primeras candidatas. El problema era añadir un tercer nombre dejando fuera al resto.

Personalmente, mi apuesta estaba entre Mojica y Zhang. La contribución del segundo fue fundamental para el desarrollo del sistema, pero el trabajo de Mojica fue la semilla de la cual surgió todo lo demás. Y premiar un hallazgo sin reconocer a su descubridor original no solo es injusto, sino que además es una decisión contraria al espíritu que los Nobel dicen defender y al criterio que normalmente aplican, aunque históricamente han sido muchas las injusticias que se han cometido.

Un caso que viene a la mente es el de Fleming, Chain y Florey. Los dos últimos fueron quienes aislaron la penicilina, la produjeron y la convirtieron en un producto utilizable y accesible para toda la humanidad. Pero el Nobel de 1945 no olvidó a Fleming, el descubridor original de la actividad de la sustancia pero que no fue capaz de aislarla, sacarle partido ni usarla de forma efectiva, y que llegó a abandonar esta línea de trabajo. Es más, el Nobel para los tres científicos en este caso dejó fuera a otros colaboradores de Florey y Chain (la mayoría mujeres, por cierto) cuya participación fue esencial, y que tal vez habrían merecido el premio más que Fleming. En este sentido, la contribución y la visión de Mojica al hallazgo de CRISPR ha sido enormemente más decisiva que la de Fleming al descubrimiento de la penicilina que popularmente se le atribuye.

Parece posible que en el caso que nos ocupa el jurado haya decidido no cometer un agravio contra alguien en particular, aunque para ello hubiera que agraviar a varios en general. Por mi parte, guardaba una esperanza que difícilmente va a materializarse. Los premios de Química y Medicina (que incluye Fisiología) los fallan instituciones distintas, respectivamente la Real Academia de Ciencias y el Instituto Karolinska, y cada una actúa bajo su propio criterio. Estas dos categorías solapan en muchos casos; en Medicina no solo se han premiado avances médicos, sino también muchos descubrimientos de ciencia básica.

Un claro ejemplo es la estructura del ADN que le valió el premio a Watson, Crick y Wilkins (no fue de Química, sino de Medicina), pero hay otros ejemplos, como el Nobel de 1958 a Joshua Lederberg por descubrir un mecanismo de intercambio de material genético en bacterias, o el de 1978 a Arber, Nathans y Smith por el hallazgo de las enzimas de restricción, un mecanismo de las bacterias que después se convirtió en una herramienta fundamental para la investigación (un caso muy análogo al de CRISPR).

Así, habría sido posible que CRISPR hubiera podido motivar dos Nobel en las dos categorías respectivas de Química y Medicina, uno para los pioneros que descubrieron un sistema de defensa nuevo y revolucionario en bacterias (eso es originalmente CRISPR), quizá para Mojica, Vergnaud y Marraffini, y otro para los que a partir de él desarrollaron el sistema, Charpentier, Doudna y Zhang.

Claro que esto hubiera seguido dejando fuera al lituano Virginijus Siksnys, que llegó a los mismos resultados que Charpentier y Doudna, aunque tardó un poco más en publicarlos. Y es que, en el fondo, el problema continúa siendo el mismo: en la era de la ciencia internacional, colaborativa y multidisciplinar, el formato de los Nobel ha quedado claramente obsoleto.

Y sobre si Mojica habría completado la terna si en lugar de trabajar en Alicante lo hubiese hecho en Oxford, en el Cambridge de este lado del Atlántico o en el Cambridge del otro lado del Atlántico, podríamos discutir. Pero ya serviría de poco.

Los bebés CRISPR, un año después: confusión, mala ciencia e incoherencia

Nada es ciencia de verdad hasta que sale en los papeles. El experimento de los bebés CRISPR al que ayer me refería, anunciado hace ya casi un año por el investigador chino He Jiankui, no ha salido en los papeles, ni parece que vaya a salir, dado que las revistas científicas rechazan publicarlo por motivos éticos. Quizá por primera vez en la historia de la ciencia moderna, o al menos de la biología, una primicia mundial en un campo científico de gran relevancia (objetivamente es así, con independencia de todo lo demás) no va a publicarse, como si jamás hubiera ocurrido.

El problema es que sí ha ocurrido. El nacimiento de los bebés fue confirmado por las propias autoridades chinas. Y aunque no estemos hablando precisamente de una fuente de transparencia modélica, lo cierto es que nadie con un cierto conocimiento del asunto y de la ciencia implicada duda de que los experimentos de He sean reales, aunque sin una publicación sea imposible valorar hasta qué punto los resultados son tal como los ha contado.

El experto en leyes y ética de la biociencia Henry Greely, al que citaba ayer, escribe en su reciente artículo: «La escasez de las fuentes no significa que las proclamas de He sean falsas. De hecho, sospecho que la mayoría de ellas son ciertas, aunque solo sea porque, si se hubiera inventado los resultados, los habría inventado mejores».

Y por lo tanto, dado que esto realmente sí ha ocurrido, ¿qué es preferible: que todos los detalles, los métodos y los resultados estén a disposición de la comunidad científica para que otros investigadores puedan evaluarlos y criticarlos, o que todo ello quede encerrado para siempre bajo siete llaves?

El investigador chino He Jiankui en la Segunda Cumbre Internacional de Edición del Genoma Humano, en noviembre de 2018. Imagen de VOA - Iris Tong / Wikipedia.

El investigador chino He Jiankui en la Segunda Cumbre Internacional de Edición del Genoma Humano, en noviembre de 2018. Imagen de VOA – Iris Tong / Wikipedia.

Quizá alguien podría pensar que es preferible lo segundo para evitar que otros científicos puedan repetirlo. Pero no, no es así. He no ha descubierto nada nuevo. No ha inventado la poción mágica ni la rueda; simplemente, ha traspasado una barrera que otros muchos investigadores conocedores de las mismas técnicas también podrían traspasar, pero que no lo han hecho por motivos éticos. No es necesario que el trabajo de He se publique para que otros investigadores puedan repetirlo. Y de hecho, en cambio no se suscitaron escándalos ni remotamente similares cuando se publicaron otros estudios cuya información sí podrían emplear otros con fines muy peligrosos: por ejemplo, las secuencias genéticas del virus de la viruela y de la gripe de 1918.

Otra muestra de los curiosos criterios con los que se está manejando el asunto de He la hemos conocido recientemente. El pasado junio, la revista Nature Medicine, que no es cualquier cosa, publicó un estudio en el que dos investigadores afirmaban que la mutación introducida en las niñas podía hacerlas enfermar y morir jóvenes. Los autores se basaban en un banco de datos de ADN de casi medio millón de personas de Reino Unido, en el que habían descubierto menos personas con esta mutación de las que se esperarían por azar.

De inmediato, hubo otros investigadores que repitieron el análisis y no encontraron los mismos resultados. Finalmente los propios autores han retractado su estudio, reconociendo que cometieron un error garrafal: el sistema utilizado para el genotipado en la base de datos produce un número muy elevado de falsos negativos; es decir, gente que tiene la mutación sin que esta aparezca en sus datos de ADN, porque al método utilizado se le ha escapado.

¿Cómo es posible que una revista como Nature Medicine publicara un estudio fallido, con un error que cualquier estudiante de primero de doctorado habría detectado si hubiera tenido acceso a la misma información que tenían los autores y los revisores del trabajo? ¿Es que cualquier estudio que incite a sacar las antorchas y los tridentes contra He va a aceptarse solo por este motivo, aunque sea mala ciencia?

Por supuesto, es importante aclarar que nadie en la comunidad científica ha defendido las posturas de He, porque son indefendibles. Pero frente a lo que parece una mayoría de voces relevantes que han condenado por entero la edición genómica de la línea germinal humana (embriones y células reproductoras), casi podrían contarse con los dedos los científicos que se han atrevido a defender públicamente que el problema del trabajo de He no es lo que ha hecho, sino que lo haya hecho sin las garantías, la supervisión, la aprobación ética y la transparencia que estos experimentos requieren.

La voz más prominente en este sentido ha sido la del genetista de Harvard George Church, uno de los expertos más prestigiosos y respetados en su campo. Casi podría decirse que fue la única voz relevante que después del anuncio de He se alzó defendiendo, no a este investigador ni sus experimentos, pero sí la edición genómica de la línea germinal humana. Y ello a pesar de que en 2017 un informe de las Academias Nacionales de Ciencias, Ingeniería y Medicina de EEUU abría la puerta a estos procedimientos siempre que se apliquen criterios estrictos.

Un último dato sobre la forma tan curiosa, por decirlo de forma neutra, con que la sociedad y los medios han tratado este tema. La semana pasada, todos los medios hacían la ola a un nuevo método desarrollado por David Liu, uno de los creadores de la herramienta de edición genética CRISPR. El prime editing, como ha llamado Liu a su nuevo sistema, es más limpio y preciso que la técnica original de CRISPR y más apto para un gran número de modificaciones genéticas que otras variantes obtenidas anteriormente. Según el propio Liu, podría corregir hasta un 89% de las más de 75.000 variantes genéticas patogénicas conocidas en humanos (el resto afectan a secuencias de ADN demasiado largas para el alcance de este método).

Naturalmente, no hubo medio que no elogiara lo que el trabajo de Liu supone de cara a la posible erradicación futura de muchas enfermedades genéticas de las denominadas raras. Y aunque desde luego la edición genómica en la línea somática (las células digamos normales del cuerpo) alberga también un gran potencial terapéutico para ciertas patologías, lo que ninguno de esos medios aclaraba es que la erradicación de las enfermedades raras por estas técnicas pasa por la edición genómica de la línea germinal.

Por decirlo aún más claro: la erradicación de las enfermedades raras por métodos genéticos como el creado por Liu pasa por hacer lo que He ha hecho, y que una mayoría ha condenado no por cómo lo ha hecho, sino simplemente por haberlo hecho.

En definitiva, parece lógico que He sea tratado como cualquier practicante de cualquier procedimiento clínico que no cuente con los permisos y la aprobación que son necesarios para ejercerlo. Pero cerrar la puerta a la edición genómica de la línea germinal humana es cerrar la puerta al futuro de la prevención de terribles enfermedades genéticas para las que no existe cura ni tratamiento.

Una barrera ética a superar, si es que se quieren aprovechar los inmensos beneficios que estas técnicas pueden aportar, es el hecho de que ninguno de los bebés, ni los de He ni ningún otro, podrá jamás aprobar o rechazar el procedimiento. Y otra barrera ética a superar es que el riesgo cero jamás existirá; no existe en ningún proceso, natural o creado por el ser humano. Si esta «cirugía genética» llega a aplicarse, habrá errores. Para los afectados, esos errores serán trágicos. Pero negar a una inmensa mayoría los beneficios que pueden obtenerse de estas técnicas sería como suprimir el transporte aéreo por el hecho de que algunos aviones se estrellan.

Los bebés CRISPR, un año después: ¿hacemos como si no hubiera ocurrido?

Pronto va a cumplirse un año desde que el investigador chino He Jiankui anunció al mundo el nacimiento de Lulu y Nana, dos bebés que supuestamente llevaban sus genomas modificados para eliminar la versión funcional de un receptor crítico en la infección por VIH. La mutación introducida por el científico en los genes utilizando la herramienta de edición genética CRISPR convertía a las dos niñas en las primeras personas con genomas editados. Y presuntamente, esta manipulación de sus genes debería hacerlas resistentes al virus del sida.

Todo ello, siempre y solo según He. Porque un año después, aún no existe ninguna confirmación de que todo lo anterior haya ocurrido en realidad, y no solo en la imaginación del investigador. Para que lo afirmado por He pueda considerarse real, esos resultados deben aparecer en una publicación científica. Hasta ahora, esto no ha sucedido. Y es posible que nunca suceda.

El investigador chino He Jiankui en su laboratorio. Imagen de The He Lab / Wikipedia.

El investigador chino He Jiankui en su laboratorio. Imagen de The He Lab / Wikipedia.

El motivo es que las revistas científicas se rigen por ciertos estándares éticos que debe respetar todo estudio admisible para publicación. Y en su momento quedó bien claro que los experimentos de He no solo se saltaron el consenso ético internacional con respecto a la manipulación genética en humanos, sino que además se ha acusado al investigador de falsificar los documentos de certificación ética de su proyecto.

De hecho, sabemos que si los resultados de He aún no se han publicado, no es el propio investigador quien lo ha evitado. Según informaciones publicadas el pasado enero por STAT, en noviembre de 2018 He y nueve coautores enviaron a Nature un estudio titulado «Birth of twins after genome editing for HIV resistance», que describía los experimentos clínicos con los embriones llevados a término. El estudio fue rechazado sin pasar revisión por motivos éticos. He y sus colaboradores enviaron además otros dos estudios preclínicos –in vitro y en animales– a Nature y a Science Translational Medicine, que fueron también rechazados.

Más aún: poco antes de su anuncio, He y sus colaboradores publicaron en la revista The CRISPR Journal un artículo de opinión titulado «Draft Ethical Principles for Therapeutic Assisted Reproductive Technologies«, o «Borrador de principios éticos para las tecnologías terapéuticas de reproducción asistida». En cuanto saltó el escándalo, la revista decidió retractar el artículo bajo la justificación de que los experimentos de He «violan las regulaciones locales y las normas bioéticas aceptadas internacionalmente. Este trabajo era directamente relevante a las opiniones expuestas en esta Perspectiva; el hecho de que los autores no hayan desvelado este trabajo clínico influye de forma manifiesta en la consideración editorial del manuscrito».

En otras palabras: el artículo de He fue retractado porque el autor realmente había hecho aquello que en su artículo, previamente aceptado, defendía como admisible.

En resumen, un año después, esta es la situación respecto al trabajo de He, según lo cuenta el experto en ética y leyes de la biociencia de la Universidad de Stanford Henry Greely, en un artículo publicado ahora en la revista Journal of Law and the Biosciences:

No tenemos confirmación de lo que He hizo, de nadie externo al grupo de He y salvo por la breve nota de prensa de Guangdong [la provincia china donde se hizo el trabajo] sobre la investigación, incluyendo si se hizo edición genómica de los bebés o si estos realmente existen. No tenemos un análisis independiente de ADN de los bebés. No tenemos información externa sobre los padres de los que se dice que aceptaron la edición genómica de sus embriones, ni de lo que se les dijo. No tenemos información clara (excepto la de He) sobre el papel que ha desempeñado la Universidad de Ciencia y Tecnología del Sur de Shenzen [la institución de He], o el hospital en cuyo departamento de fertilidad presuntamente se hizo la edición, y cuyo comité ético supuestamente aprobó el experimento.

Y pese a que no tengamos nada de esto, Greely no aboga por que debamos tenerlo. De hecho, escribe respecto a He que «sus colegas deberían rehuirle, las revistas deberían rehusar los estudios donde figure como autor, los organismos financiadores deberían abandonarle. Se le debe incluir en las listas negras, como mínimo para las revistas y financiadores. Y los líderes de la ciencia deben pronunciarse en este sentido, alentando a otros a hacer lo mismo».

De hecho, lo que pide Greely ya está ocurriendo: ninguna revista acepta los trabajos de He, su Universidad le ha expulsado y actualmente el investigador ha desaparecido del mapa, a todos los efectos.

Así pues, ¿caso cerrado? ¿Olvidamos a He, su anuncio y sus supuestos experimentos? ¿Hacemos como que no ha pasado nada y que todo esto nunca ocurrió?

La respuesta, mañana…

Muchos científicos apoyan la edición genómica en bebés con fines terapéuticos

El hecho de que la comunidad científica haya condenado de forma casi unánime el experimento de He Jiankui –el investigador que dice haber utilizado la herramienta de edición genética CRISPR para modificar los genomas de al menos tres bebés (dos de ellos ya nacidos)–, como conté ayer, no implica que la misma comunidad científica condene de forma igualmente unánime cualquier experimento de obtención de bebés con sus genomas modificados por edición genética. Aunque así lo hayan interpretado esta semana muchos medios, que solo se han molestado en recoger las opiniones de científicos contrarios a la edición genómica de la línea germinal, esta interpretación sencillamente no se corresponde con la realidad.

Obviamente, sí hay quienes suscriben una causa general. Tanto en los medios generalistas como en las revistas científicas, ciertos investigadores han dejado su visión de que la modificación genética de la línea germinal humana (las células de la reproducción) es una línea roja que jamás debería cruzarse. Dejando aparte las dudas éticas (que son razonables, pero opinables) y los reparos morales (ideológicos y religiosos, que son personales y ahí deben quedarse), la objeción científica fundamental se resume en que las consecuencias de estos experimentos podrían tener «consecuencias impredecibles para las futuras generaciones», como escribía un grupo de investigadores en 2015 en la revista Nature.

En breve, el argumento podría resumirse en que actualmente no es posible disponer de un análisis riguroso sobre los riesgos y los beneficios. Es decir, que incluso algunos defensores de la causa general basan su oposición no en lo que se conoce, sino en lo que aún no se conoce (y se irá conociendo cada vez más). Pero incluso los detractores admiten: «Si en algún momento surgiera un caso realmente convincente de beneficio terapéutico para la modificación de la línea germinal, invitamos a un debate abierto sobre el curso de acción más adecuado».

Fecundación in vitro. Imagen de pixabay.

Fecundación in vitro. Imagen de pixabay.

Pero esta opinión no es ni mucho menos unánime. En el extremo opuesto se encuentran científicos como George Church, genetista de la Universidad de Harvard y del Instituto Tecnológico de Massachusetts, uno de los promotores del Proyecto Genoma Humano y una de las máximas autoridades mundiales en nuevas fronteras de la biología molecular, como la biología sintética.

En una entrevista publicada esta semana en la revista Science, se diría que Church casi ha tenido que morderse la lengua para mantener la templanza y no defender abiertamente el experimento de He. Aunque parece medir sus palabras, juzga la reacción general contra He como «bullying«, alegando que las acusaciones contra el investigador chino se resumen en que no cumplió correctamente con el papeleo. Y aunque reconoce que en un caso como este las consecuencias de este incumplimiento pueden ser especialmente graves y sonoras, compara el caso con el de Louise Brown, la primera niña nacida por fecundación in vitro, que en su día recibió el alias peyorativo de «bebé probeta» y también fue fuertemente reprobado por numerosos sectores, incluyendo muchos científicos.

Church recuerda que existe actualmente una moratoria autoimpuesta por los científicos sobre la edición de la línea germinal humana, pero también que «una moratoria no es una prohibición permanente para siempre». Y aunque admite que quizá el riesgo nunca llegue a ser cero, subraya que tampoco lo es para otros muchos procedimientos médicos aplicados hoy de forma habitual, ni para otras decisiones científicas que suscitan debates éticos; como ejemplo, dice que él jamás hubiera puesto en el dominio público las secuencias genéticas de los virus de la viruela o de la gripe de 1918.

Sin embargo y respecto al riesgo, Church aclara también un aspecto que probablemente debería divulgarse más, y es que el experimento de He no ha sido tanto un salto al vacío como se ha querido presentar. «Tenemos que decir que hemos hecho cientos de estudios en animales y algunos estudios en embriones humanos», señala. «Tenemos cerdos que tienen docenas de mutaciones CRISPR y una cepa de ratones que tiene 40 sitios CRISPR, y hay efectos off-target [cambios genéticos causados por CRISPR diferentes al pretendido] en estos animales, pero no tenemos pruebas de consecuencias negativas». «Seamos cuantitativos antes de ser acusatorios; puden ser detectables pero sin efecto clínico», concluye Church.

Entre los científicos, Church representa la postura más a contracorriente de lo que ha pretendido transmitirse esta semana en diversos medios. Pero Church no está solo en la defensa del uso de CRISPR como herramienta terapéutica para la eliminación de enfermedades genéticas en embriones; eso sí, avanzando con cautela y sin saltarse pasos imprescindibles como He ha hecho.

Al término de la segunda cumbre internacional sobre edición del genoma humano, celebrada esta semana en Hong Kong y en la que He presentó sus resultados (solo después de que se filtraran a la prensa, y aún sin una publicación formal), los miembros del comité organizador han emitido un comunicado criticando el experimento de He como «irresponsable» y señalando su «falta de adhesión a los estándares éticos», su «falta de transparencia» o su «inadecuada indicación médica». Pero al mismo tiempo añaden:

La comprensión científica y los requerimientos técnicos para la práctica clínica aún son demasiado inciertos, y los riesgos demasiado grandes para permitir ensayos clínicos de edición de la línea germinal en este momento. Sin embargo, el progreso en los últimos tres años y los debates en la presente cumbre sugieren que es hora de definir un camino riguroso y responsable hacia dichos ensayos.

Según los científicos firmantes, ese camino pasa por la «adhesión a estándares ampliamente aceptados para la investigación clínica», la definición de «estándares sobre las evidencias preclínicas», la «evaluación de competencia de los experimentadores», «estándares obligatorios de conducta profesional» y «fuertes alianzas con pacientes y grupos de defensa de los pacientes».

Entre estos últimos se han encontrado también algunos de los apoyos más entusiastas al desarrollo de CRISPR como herramienta terapéutica para prevenir enfermedades genéticas en los bebés. Comprensiblemente, muchos padres de niños con enfermedades genéticas letales o altamente incapacitantes ven en CRISPR el posible fin de una pesadilla; no para ellos, a quienes la solución ya les llegaría tarde, sino para otros futuros padres y madres de niños y niñas que hoy no esperarían verse jamás en esa situación, y entre los cuales sin duda se encontrarán muchos de quienes hoy califican la edición genómica de la línea germinal como una monstruosidad.

Los científicos condenan este experimento de edición genética de bebés. Pero…

El pasado lunes saltaba de forma bastante estrambótica la noticia de que un investigador chino llamado He Jiankui ha producido por primera vez bebés con su genoma modificado por edición genética; dos niñas, presentadas con los nombres ficticios de Nana y Lulu, que según He han nacido sanas, y a las que en su etapa embrionaria se les aplicó la herramienta de edición genómica CRISPR para hacerlas resistentes al virus del sida, del que su padre es portador. He ha revelado posteriormente que existe al menos otro bebé en camino.

He ha recibido innumerables calificativos, ninguno de ellos elogioso. Pero es necesario distinguir entre quienes han tachado su experimento de prematuro o irresponsable y quienes lo han tildado de monstruoso, o han desempolvado el tópico rancio de que los científicos «juegan a ser Dios» (como si quienes rigen a diario con mano divina sobre nosotros fueran los científicos, y no otros, o como si los endiosados en esta sociedad fueran los científicos, y no otros), o se han sumado a la lapidación pública del investigador adjetivándolo extemporáneamente como «fracasado buscador de gloria». El comportamiento de He es reprobable por varias razones, pero es evidente que lo de fracasado no es cierto. Por mucho que tiente ahora culparle también del asesinato de Kennedy o del calentamiento global.

Un embrión. Imagen de Pixabay.

Un embrión. Imagen de Pixabay.

Hay muchos motivos por los que el experimento de He es denostable. En primer lugar, su secretismo y falta de transparencia son impropios de la ciencia y enormemente dañinos para la reputación de la ciencia. Su experimento salió a la luz el pasado domingo gracias a que la revista digital MIT Technology Review, por fuentes no reveladas, supo del registro del ensayo clínico de He. Reaccionando rápidamente a la publicación de la exclusiva, He comunicó oficialmente la noticia a la agencia AP y colgó una serie de vídeos en YouTube en los que explicaba y defendía sus experimentos.

Hasta el momento, He no ha publicado sus resultados en una revista científica, pero los datos facilitados no sugieren que todo sea un inmenso engaño. Sin embargo, cuando este miércoles tuvo la oportunidad de explicarse largo y tendido en la segunda cumbre internacional sobre edición del genoma humano, celebrada esta semana en Hong Kong (y donde se le abrió de urgencia un hueco de una hora en el programa para que pudiera hacerlo), He no se dignó a levantar todos los velos ni a despejar todas las dudas sobre sus procedimientos y motivos, o sobre las acusaciones de falsificación de firmas en los trámites legales.

Claro que también merece mencionarse la sobreactuación de las autoridades chinas –«extremadamente abominable», dijo ayer el viceministro de Ciencia– y de la comunidad científica de aquel país; lo cierto es que el registro del ensayo clínico, que especifica «aprobado por comité ético: sí» con fecha de marzo de 2017 (posibles falsificaciones aparte), no deja ni la menor sombra de duda sobre cuál era el objetivo del estudio, «obtener niños sanos para evitar el VIH», ni su resultado esperado, «embarazo y garantizar uno o más nacimientos vivos». Es una idea extendida que la regulación legal de la investigación en China se aplica según como se mire, y respecto a transparencia, sobra el comentario.

Otro motivo de crítica ha sido el objetivo elegido por He: la eliminación del gen de CCR5, una proteína que actúa como correceptor del VIH durante la infección. Es decir, no ha corregido una mutación genética dañina, sino que ha modificado genomas teóricamente sanos para evitar un peligro, el contagio del VIH, al que las niñas no estaban sometidas; solo su padre es portador del virus, y en estos casos el riesgo de transmisión es insignificante, más aún en una fecundación in vitro con un lavado previo del esperma. Y al hacerlo, ha privado a las niñas (a una de ellas, por completo; al parecer la otra conserva una de las dos copias intactas del gen) de un componente fisiológico del organismo cuyas funciones aún no se conocen del todo, y por tanto, cuya carencia puede tener efectos adversos aún no descritos. Es más, ni siquiera ha garantizado la protección de las niñas contra el VIH, ya que ciertas cepas utilizan otro correceptor distinto, CXCR4.

Frente a esto, podría argumentarse que tanto CCR5 como la mutación concreta introducida eran dianas técnicamente más asequibles que las necesarias para la curación de una talasemia o una anemia falciforme, que son algunos de los objetivos actualmente contemplados por otros grupos de investigación. Pero esto no deja de convertir a las niñas en meros sujetos de una prueba de concepto experimental, ya que difícilmente van a obtener ningún beneficio de su modificación genética. Ni ellas, ni tampoco la población general: es evidente que, incluso si el procedimiento funcionara a la perfección sin ninguna contrapartida, no aporta nada de cara al progreso hacia la erradicación del VIH.

Pero por encima de todo, lo más reprobado del experimento de He ha sido su carácter prematuro. Cuando aún no terminan de arrancar los ensayos clínicos de CRISPR para corregir genes dañinos en células somáticas adultas, las que forman parte de nuestro cuerpo pero no crean descendencia, He se ha saltado todos los pasos imprescindibles previos para lanzarse al vacío con la gestación de embriones modificados, sin que la seguridad del procedimiento haya sido suficientemente acreditada.

Pero…

Aquí es donde comienzan los matices. En primer lugar, conviene subrayar que los embriones de He no son los primeros editados genéticamente. Ya se hizo por primera vez en 2015, también en China, y se ha repetido después al menos en otros siete estudios en China, EEUU y Reino Unido; se continúa haciendo y se continuará haciendo. En todos estos casos se han utilizado embriones no viables (defectuosos), o bien embriones viables que no iban a destinarse a implantación para obtener una gestación.

Actualmente son varios los países que autorizan o al menos no prohíben expresamente la edición genómica de embriones humanos. Y aunque el uso de estos embriones con fines reproductivos aún no se contempla legalmente en ningún país, es necesario aclarar una confusión: según han publicado todos los medios, la comunidad científica en bloque ha repudiado el experimento de He, lo cual es cierto.

Pero muchos de esos medios, tertulianos y comentaristas han concluido que, ergo, la comunidad científica en bloque repudia la edición genómica en embriones humanos con fines reproductivos; o dicho más llanamente, la creación de bebés con genomas modificados. Lo cual está muy lejos de ser cierto. Como veremos mañana.

Por qué el Nobel para Mojica es mucho más complicado de lo que parece

Un año más, los Nobel de ciencia se han saldado dejándonos sin premio para Francisco Martínez Mojica, el microbiólogo de la Universidad de Alicante descubridor de los fundamentos que han originado el sistema CRISPR. Para quien aún no lo sepa, resumo brevísimamente que CRISPR es una herramienta molecular de corta-pega de ADN en la que están depositadas las mayores esperanzas para la curación de enfermedades genéticas en las próximas décadas, y que por ello suele presentarse como la gran revolución genética del siglo XXI. O al menos, de este primer tramo.

Como ya expliqué ayer, CRISPR aún no se ha bregado en el campo clínico como para merecer un Nobel de Medicina, pero en cambio sí ha demostrado su enorme potencia en los laboratorios como para merecer un Nobel de Química. Conviene aclarar que estos premios los otorgan comités diferentes de instituciones distintas: el de Fisiología o Medicina depende del Instituto Karolinska, mientras que el de Química es competencia de la Real Academia Sueca de Ciencias (no de la «Academia Sueca», como suele decirse, ya que esta solo concede el premio de Literatura).

Francisco JM Mojica. Imagen de Roberto Ruiz / Universidad de Alicante.

Francisco JM Mojica. Imagen de Roberto Ruiz / Universidad de Alicante.

Por el momento, deberemos seguir a la espera otro año más. Pero el hecho de que el hallazgo y desarrollo de CRISPR aún no haya sido distinguido con el más lustroso de los premios científicos (aunque no el mejor dotado económicamente) no es una mala noticia; cada año suenan estas seis letras en las apuestas, y hoy lo más natural es confiar en que más tarde o más temprano acabarán saliendo en la papeleta ganadora. La verdadera mala noticia sería que, cuando a CRISPR le salga el billete dorado en la chocolatina, no sea a Mojica a quien le toque.

Ayer dejé caer en el último párrafo que la decisión sobre a quiénes premiar por el hallazgo y desarrollo de CRISPR no es precisamente inmediata. Y esto requiere una explicación. Los Premios Nobel tienen pocas reglas, pero se siguen a rajatabla. Una de ellas dice que cada premio solo pueden compartirlo un máximo de tres científicos o científicas (todavía ellas son minoría), y ayer mencioné que en el caso de CRISPR hay al menos cuatro nombres en liza. Pero en realidad son más de cuatro. Y por anacrónica que resulte hoy en día la idea de que haya tres lobos solitarios trabajando en sus laboratorios del sótano y a quienes se les ocurra lo que no se le ha ocurrido a nadie más en todo el planeta, no está previsto que las normas de los Nobel vayan a cambiar.

Pero entremos en la cuestión de los nombres. Entre todos ellos hay dos que parecen indiscutibles, y ambos son de mujer. La estadounidense Jennifer Doudna y la francesa Emmanuelle Charpentier fueron las primeras en publicar la descripción de CRISPR como herramienta genética, desarrollada y adaptada a partir del descubrimiento del sistema original que en las bacterias actúa como mecanismo de inmunidad contra los virus.

Jennifer Doudna. Imagen de Jussi Puikkonen / KNAW / Wikipedia.

Jennifer Doudna. Imagen de Jussi Puikkonen / KNAW / Wikipedia.

 

Emmanuelle Charpentier. Imagen de Carries mum / Wikipedia.

Emmanuelle Charpentier. Imagen de Carries mum / Wikipedia.

En el tercer nombre es donde surgen las dudas. Mojica, quien primero publicó el hallazgo del sistema original en las bacterias (y le puso la denominación por la que ahora se conoce), es uno de los firmes candidatos. Pero por desgracia, no es el único: hay hasta tres científicos más que podrían optar a rellenar esa terna.

Comencemos por Mojica, el descubridor original del sistema. En realidad hubo otros grupos que casi de forma simultánea llegaron a conclusiones similares; pero dado que él fue el primero en publicarlas, retendría ese derecho a la primicia del descubrimiento. Las cosas comienzan a complicarse cuando avanzamos en la historia de CRISPR.

Después de Mojica, fue el argentino Luciano Marraffini, por entonces en la Universidad Northwestern de Illinois (EEUU), quien primero demostró cómo funciona CRISPR cortando ADN, una función que sería esencial para que Charpentier y Doudna convirtieran una curiosidad de la naturaleza en una herramienta utilizable.

A su vez, Marraffini colaboró con el chino Feng Zhang, del Instituto Broad de Harvard y el MIT (Instituto Tecnológico de Massachussetts), quien demostró por primera vez la utilidad de CRISPR en células no bacterianas, las de los organismos superiores y, en concreto, de los mamíferos.

Luciano Marraffini. Imagen de Sinc.

Luciano Marraffini. Imagen de Sinc.

 

Feng Zhang. Imagen de National Science Foundation.

Feng Zhang. Imagen de National Science Foundation.

El problema es que en ciencia no existe una autoridad que decida quién debe ser considerado el autor oficial de un descubrimiento, y por tanto los comités que conceden los Premios Nobel son muy libres de elegir los ingredientes que más les gusten de esta ensalada de nombres y apartar los demás. Pero ¿según qué criterio?

Un aspecto interesante es que CRISPR es un descubrimiento transformado en tecnología; y, a diferencia de lo que sucede en ciencia, en tecnología sí existe una autoridad que decide quién es su inventor: los organismos de patentes. Doudna y Charpentier poseen las patentes originales del sistema CRISPR, pero las dos investigadoras mantienen una agria disputa con Zhang por la patente de su aplicación en células de mamíferos, que finalmente ha tenido que resolverse en los tribunales.

Según han explicado los expertos en propiedad industrial, la manzana de la discordia es el significado del término «no obvio» aplicado a este caso concreto. La Oficina de Patentes y Marcas de EEUU solo concede una patente de aplicación cuando esta se considera no obvia, por lo que se admite como nueva invención. Cuando Zhang comprobó la utilidad de CRISPR en células de mamíferos (que publicó solo unas semanas antes que sus competidoras), solicitó una patente alegando que esta aplicación no era obvia, y el organismo de patentes aceptó su argumento. Pero poco después la Universidad de California, en representación de Doudna, impugnó la patente de Zhang aduciendo que se trataba de una aplicación obvia. El asunto ha coleado hasta que finalmente el pasado 10 de septiembre un tribunal federal de EEUU ha dictaminado en favor de Zhang.

Así pues, ¿sería capaz el comité Nobel de premiar a Doudna, Charpentier y Mojica, dejando fuera a quien es el poseedor en EEUU (aunque no en Europa) de la patente de aplicación de CRISPR en células humanas?

Pero la cosa aún puede complicarse más. Y es que, si se detienen a contar los nombres mencionados, notarán que todavía falta uno más para llegar a los seis que completan la primera línea de los candidatos al reconocimiento de CRISPR. Se trata del bioquímico lituano Virginijus Šikšnys, de la Universidad de Vilnius, que en 2012 y de forma independiente llegó a los mismos resultados que Doudna y Charpentier, aunque su estudio fue rechazado y terminó publicándose más tarde que el de las dos investigadoras.

Según las reglas habituales, Šikšnys perdió la primicia del descubrimiento. Pero se da la circunstancia de que presentó una solicitud de patente, que fue aprobada, semanas antes de que lo hiciera la Universidad de California, por lo que el lituano podría tumbar la patente de las dos científicas si se lo propusiera.

Virginijus Šikšnys. Imagen de NTNU / Flickr / CC.

Virginijus Šikšnys. Imagen de NTNU / Flickr / CC.

Todo lo cual sitúa a los jurados de los Nobel en un laberinto de difícil salida. Otros premios sin restricción en el número de galardonados han optado por diferentes soluciones: el Breakthrough (el mejor dotado económicamente en biomedicina) distinguió únicamente a Doudna y Charpentier, lo mismo que hizo con sonrojante ridículo nuestro Princesa de Asturias. Por su parte, el premio noruego Kavli reconoció a Doudna, Charpentier y Šikšnys. El más salomónico ha sido el Albany Medical Center Prize, el cuarto mejor dotado del mundo en biomedicina, que solo dejó fuera a Šikšnys, premiando a los otros cinco investigadores.

Pero además de este rompecabezas sin solución aparente, hay otro motivo que quizá podría detraer a los comités Nobel de conceder un premio al hallazgo y desarrollo de CRISPR en un futuro próximo, y es precisamente el vergonzoso espectáculo ofrecido por Doudna, Charpentier y Zhang con sus dentelladas por la carnaza de las patentes. Según se cuenta, ni siquiera las dos investigadoras son ya las grandes amigas que fueron. Los tres crearon sus respectivas empresas para explotar sus tecnologías. Y aunque es incuestionable que el inventor de un método para curar tiene el mismo derecho a vivir de sus hallazgos que quien inventa la rosca para clavar sombrillas, es posible que los jurados de los Nobel no se sientan ahora muy inclinados a premiar a quienes han protagonizado un ejemplo tan poco edificante para la ciencia.

Claro que, aunque no sirva de mucho, desde aquí lanzo una propuesta: ¿qué tal Mojica, Šikšnys y Marraffini?

Por qué Mojica no gana el Nobel de Medicina (pero debería ganar el de Química)

Los fallos de los Premios Nobel son tan imprevisibles como pueden serlo estas cosas. Ni siquiera los profesionales de estas apuestas (no, que yo sepa William Hill y 888 no lo cubren) atinan más de lo que fallan, y si aciertan es gracias a los premios cantados, como los de Física a los descubridores del bosón de Higgs o las ondas gravitacionales. En el fondo, se trata de la decisión de un comité que solo se atiene a sus propios criterios, siempre que encajen en las muy escuetas reglas definidas por Alfred Nobel en su testamento hace más de un siglo.

Pero en general, a lo largo de la trayectoria de los premios el Nobel de Medicina se ha concedido a investigadores que han aportado una contribución esencial de repercusiones probadas en la salud humana, o bien a aquellos que han descubierto mecanismos cruciales del funcionamiento de la biología con clara aplicación a nuestra especie; este segundo enfoque es el que suele omitirse cuando se cita el Premio Nobel de Medicina, olvidando que en realidad es de Fisiología o Medicina.

Francisco Martínez Mojica, en su laboratorio de la Universidad de Alicante. Imagen de Roberto Ruiz / Universidad de Alicante.

Francisco Martínez Mojica, en su laboratorio de la Universidad de Alicante. Imagen de Roberto Ruiz / Universidad de Alicante.

El sistema CRISPR, cuyas bases fundamentales sentó el investigador alicantino (ilicitano, para más señas) Francisco Martínez Mojica, es la herramienta de edición genética –o más llanamente, corrección de genes– más potente, sencilla y precisa jamás inventada. Dado que la terapia génica se configura como uno de los tratamientos estrella de este siglo para cualquier enfermedad que tenga algo que ver con los genes, se vaticina que en las próximas décadas CRISPR podría convertirse en un recurso clínico tan imprescindible como hoy lo son los antibióticos.

Pero ese momento aún no ha llegado. Aunque CRISPR se ha empleado ya para corregir genes humanos en sistemas experimentales (aunque con resultados a veces controvertidos), los ensayos clínicos para llevar a la práctica el poder de este tipex genético aún se resisten; y en cambio, actualmente existen numerosos ensayos con pacientes que están logrando buenos resultados con terapia génica empleando sistemas de la generación anterior.

Así, por el momento no hay una justificación clara para que Mojica y/u otros investigadores implicados en el desarrollo de CRISPR, como la estadounidense Jennifer Doudna y la francesa Emmanuelle Charpentier, reciban un premio en una categoría en la que el sistema todavía no ha demostrado su eficacia. Y dado que CRISPR es una caja de herramientas moleculares creadas a partir de mecanismos de las bacterias, tampoco representa una contribución al conocimiento de la fisiología humana.

En cambio, otro caso diferente es el del Nobel de Química. Esta es una categoría paraguas en la cual entra cualquier cosa relacionada con la química, una ciencia inmensamente amplia. En el campo concreto de la bioquímica, la química de la vida, el ámbito del premio de Química puede solapar con el de Fisiología o Medicina, pero en este caso no prima el criterio de la relevancia del descubrimiento para la salud humana.

Y desde luego, así como CRISPR aún tendrá que batirse en la arena clínica contra otros sistemas más veteranos, en cambio hoy es insustituible en el área de la investigación básica. Miles de científicos en todo el mundo han abandonado otras herramientas más antiguas, salvo casos específicos, para comenzar a utilizar CRISPR en sus experimentos de biología molecular. Basta una simple búsqueda en las bases de datos de publicaciones científicas para comprobar que ya son cerca de 11.000 los estudios en los que de un modo u otro está implicado este sistema. Lo cual es sencillamente impresionante para algo que a comienzos de esta década ni siquiera existía.

La contribución que CRISPR ya ha aportado a infinidad de proyectos de investigación sí justifica un Premio Nobel de Química. Otra cosa es que el comité encargado de la concesión sea capaz de solventar cómo seleccionar a tres ganadores –el límite impuesto por las reglas del premio– cuando son como mínimo cuatro (a Mojica, Doudna y Charpentier se suma el chino-estadounidense Feng Zhang) quienes merecerían el reconocimiento.

El premio Princesa de Asturias se obstina en olvidar a Francis Mojica

En 2015 el jurado del premio Princesa de Asturias de Investigación Científica y Técnica resolvió galardonar a la estadounidense Jennifer Doudna y a la francesa Emmanuelle Charpentier «por los avances científicos que han conducido al desarrollo de una tecnología que permite modificar genes, con gran precisión y sencillez en todo tipo de células, posibilitando cambios que suponen una verdadera edición del genoma”, decía el fallo.

Lo que las dos investigadoras habían desarrollado es el sistema CRISPR-Cas9, una herramienta de corrección de ADN que ha facilitado y acelerado inmensamente la edición genómica, que ya emplean innumerables laboratorios de todo el mundo para la investigación en biología molecular y que pronto comenzará a ensayarse para remediar enfermedades genéticas en humanos. Tal es el potencial de CRISPR que ya tiene un título casi oficial en cualquier artículo científico-periodístico al respecto: la revolución genética del siglo XXI.

Sin embargo, en general las herramientas de biología molecular no se crean, sino que se desarrollan y se adaptan a partir de sistemas presentes en la naturaleza, sobre todo en los microbios. También es el caso de CRISPR, fruto de la modificación de un sistema de defensa antiviral presente en bacterias y arqueas. Pero en su concesión del premio, el jurado dejó fuera al investigador que primero descubrió, describió y nombró este sistema, y dedujo su función. Es decir, a quien entregó en bandeja a la biotecnología el tesoro natural del que se derivaría la revolución genética del siglo XXI. Por si no fuera suficiente agravio, se añade además que el científico en cuestión comparte nacionalidad con la institución que concede los premios: Francisco Juan Martínez Mojica, de la Universidad de Alicante.

El investigador Francis Mojica. Imagen de Roberto Ruiz / Universidad de Alicante, utilizada con permiso.

El investigador Francis Mojica. Imagen de Roberto Ruiz / Universidad de Alicante, utilizada con permiso.

¿Por qué el jurado del Princesa no premió también a Francis Mojica? En realidad, no lo sé. Pero aquí va mi terrible sospecha, que no deja de ser una hipótesis, aunque a continuación explico mis motivos:

Porque no le conocían. Porque jamás habían oído hablar de él.

La trayectoria de CRISPR ha sido meteórica. Era en agosto de 2012 cuando Charpentier y Doudna, que habían entablado amistad en un congreso apenas el año anterior, publicaban lo que en ciencia suele llamarse el «seminal paper«, o el estudio que influye de manera determinante sobre desarrollos posteriores (y que no debería traducirse como «estudio seminal», ya que el DRAE no recoge este significado).

Aquel trabajo publicado en Science venía a representar la acuñación de CRISPR como herramienta biotecnológica, aunque aún debería pasar por desarrollos posteriores para convertirse en el sistema que hoy conocemos. Pero solo tres años después Doudna y Charpentier ya estaban en la cresta de la ola: en 2015 recibían el Breakthrough Prize in Life Sciences, el premio de biomedicina mejor dotado económicamente en todo el mundo. Unos meses después, al rebufo de esta importantísima distinción, llegaba el fallo del Princesa de Asturias que en su día muchos aplaudimos, como conté aquí.

¿Y qué ocurría con Francis Mojica? Lo que ocurría era que por entonces aún era un perfecto desconocido para la mayoría (y me incluyo), dado que su contribución había permanecido casi oculta. En su seminal paper, Doudna y Charpentier no citaban los estudios en los que el alicantino había descrito el sistema CRISPR, limitándose a enterrar uno de sus estudios posteriores entre las numerosas referencias incluidas en la bibliografía. Cuando en 2014 Doudna y Charpentier, ya ascendidas al estrellato, publicaban en Science una revisión sobre «la nueva frontera de la ingeniería genómica con CRISPR-Cas9», sí incluían entre sus muchas referencias los trabajos fundamentales de Mojica publicados en 2000 y 2005, pero en el texto se limitaban a mencionar que «unos pocos laboratorios de microbiología y bioinformática a mediados de los 2000 comenzaron a investigar los CRISPR, que habían sido descritos en 1987 por investigadores japoneses…».

Lo cual no solo era vago, sino incluso erróneo: lo descubierto en 1987 por los japoneses no era ni mucho menos CRISPR, ni en el fondo (se trataba solo de la observación anecdótica de unas ciertas secuencias en el genoma de una bacteria) ni en la forma (el término CRISPR lo inventaría Mojica muchos años más tarde). Y si bien es cierto que el laboratorio de Mojica no era el único investigando aquellas secuencias ni fue el único que dio con el descubrimiento clave, sí fue el primero en publicarlo, y también en ciencia the winner takes it all.

Bien lo saben las propias Charpentier y Doudna, ya que el lituano Virginijus Siksnys, que desarrolló el sistema CRISPR en paralelo a ellas pero perdió la carrera de la publicación, no ha disfrutado ni mucho menos del mismo reconocimiento. Hoy la ciencia en general ya no es el descubrimiento de un lobo solitario, sino un esfuerzo colectivo y distribuido. Pero dado que los premios se empeñan en continuar destacando individualidades, si hay que atribuir a un nombre la primicia en la publicación del descubrimiento de CRISPR, ese es sin duda Mojica.

El rumbo de esta historia viró bruscamente para Mojica en enero de 2016. Entonces se publicaba un extenso artículo titulado «The Heroes of CRISPR» (los héroes de CRISPR), que por primera vez indagaba en la historia y el desarrollo de esta tecnología para poner en claro quiénes eran los protagonistas de este gran avance de la biología molecular. Y el veredicto era claro: una gran parte del artículo estaba dedicada a Francis Mojica; la historia de CRISPR comenzaba con él y con su hallazgo del sistema en los microbios de las salinas de Santa Pola.

Resultaba además que aquel artículo no era el trabajo de un periodista para un medio general, sino que se publicó en la revista Cell, la primera del mundo en biología, y su autor era Eric Steven Lander, profesor del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), director y fundador del Instituto Broad del MIT y la Universidad de Harvard, asesor científico del expresidente Barack Obama… Uno de los biólogos más prestigiosos del mundo se había calzado la visera y los manguitos del periodista para investigar la historia de CRISPR y señalar con su divino dedo para decir a toda la comunidad científica: hey, ahí está, es a ese a quien se lo debéis. Y ese era el microbiólogo alicantino Francis Mojica.

De la noche a la mañana, todo cambió para Mojica. A partir de entonces no solo su trabajo comenzó a ser reconocido como merecía, sino que su propia figura salió de entre las sombras para convertirse en el objetivo de todos los flashes. Su rápida aparición repentina en la Wikipedia es solo un detalle anecdótico, pero revelador. Por fin llegaron los premios merecidos, en su país, como el Rey Jaime I de Investigación Básica en 2016 y el Fundación BBVA Fronteras del Conocimiento en 2017, pero también en el ámbito internacional, como el Albany Medical Center Prize, el cuarto mejor dotado del mundo en biomedicina en todo el mundo y el segundo en EEUU, por detrás del Breakthrough.

Y mientras, los responsables del Princesa de Asturias continúan silbando y mirando hacia otro lado, desperdiciando ya tres oportunidades sucesivas para enmendar su crasa equivocación. Sería discutible si puede comprenderse o no que en 2015 se ignorara a Mojica. Es cierto que para el científico ha existido una era pre-Lander y otra post-Lander, aunque si algo se esperaría del jurado de un premio como el Princesa, aparte de las estancias en hoteles de lujo y las grandes cenas, es que hicieran lo que hizo Lander, indagar en la historia de un hallazgo para esclarecer a quién se le debe su reconocimiento.

Por desgracia, a menudo el fallo del Princesa de Asturias de Investigación deja la incómoda sensación de que el jurado premia a golpe de titular periodístico. El último ejemplo lo tenemos este mismo mes: el ganador en la edición de este año es el biólogo sueco Svante Pääbo «por haber desarrollado métodos precisos para el estudio del ADN antiguo que han permitido la recuperación y el análisis del genoma de especies desaparecidas hace cientos de miles de años».

El mérito de Pääbo es indudable, y su trabajo admirable e inmensamente valioso. Pero tanto como el de otros: al premiarle en solitario, el jurado no ha distinguido a quien –como dice el fallo– «ha abierto un nuevo campo de investigación, la paleogenómica», sino al más mediático de entre los científicos responsables de esta aportación. Dado que el Princesa, a diferencia del Nobel, no establece un número máximo de premiados, una distinción en paleogenómica debería haber incluido otros nombres con tantos merecimientos como Pääbo, aunque con menos entrevistas en la prensa y menos fotos sosteniendo cráneos; como mínimo, Eske Willerslev y David Reich.

Bueno, quizá también Beth Shapiro, Johannes Krause… Lo cierto es que cada vez es más difícil e injusto destacar solo un nombre entre muchos, por ese carácter colaborativo y global de la ciencia actual. Pero dado que los premios se empeñan en el personalismo, hay algo incuestionable, y es que el premio Princesa de Asturias tiene una deuda pendiente con uno de los científicos españoles actuales más sobresalientes. Y no quieran las carambolas cósmicas que Mojica salga en la lista de los Nobel este próximo octubre (pero sí, ojalá lo quieran). Porque si fuera así, a ver con qué se limpia ese borrón.

Ciencia semanal: comer sin gluten puede ser perjudicial para los no celíacos

Una ronda de las noticias científicas más destacadas de la semana.

Gluten-free, solo para celíacos

Hace tan poco tiempo que aún podemos recordarlo, a los celíacos y otros afectados por trastornos metabólicos les costaba encontrar alimentos adaptados a sus necesidades, o al menos encontrarlos a precios asequibles. Por suerte esto fue cambiando, con la intervención destacada de algunos distribuidores. Hoy muchas tiendas y restaurantes ofrecen opciones para celíacos y detallan la idoneidad de sus productos para otros perfiles de trastornos y alergias.

Imagen de @joefoodie / Flickr / CC.

Imagen de @joefoodie / Flickr / CC.

Pero entonces comenzó a producirse un extraño fenómeno, cuando personas perfectamente sanas empezaron a adoptar la costumbre de evitar el gluten en su dieta en la errónea creencia de que es más sano. Y como no podía ser de otra manera, ciertas marcas aprovechan el tirón para fomentar tramposamente esta idea de forma más o menos velada. Mientras, los nutricionistas científicos se tiran de los pelos tratando de desmontar este mito absurdo y sin fundamento.

Estudios anteriores ya han mostrado que el consumo de alimentos libres de gluten no aporta absolutamente ningún beneficio a los no celíacos. Pero ahora estamos avanzando un paso más con la simple aplicación a este caso de un principio general evidente, y es que la restricción de nutrientes en la dieta cuando no hay necesidad de ello solo puede conducir a una dieta deficitaria.

Un estudio con más de 100.000 pacientes a lo largo de 26 años, elaborado en las facultades de medicina de Columbia y Harvard (EEUU) y publicado esta semana en la revista British Medical Journal, confirma que el consumo de gluten en las personas sin celiaquía no aumenta el riesgo de enfermedad coronaria (como sí hace en los celíacos), pero aporta algo más: la reducción del gluten en la dieta disminuye el consumo de grano entero (integral), que se asocia a beneficios en la salud cardiovascular, por lo que la dieta sin gluten puede aumentar el riesgo coronario en los no celíacos.

Los autores son conscientes de las limitaciones de todo estudio epidemiológico, aunque el suyo es muy amplio y excepcionalmente prolongado en el tiempo. Pero como conclusión, advierten: «no debe fomentarse la promoción de dietas libres de gluten entre personas sin enfermedad celíaca».

Cassini, en el meollo de Saturno

Continuamos siguiendo la odisea de la sonda Cassini de la NASA en sus últimos meses de vida, mientras orbita entre Saturno y sus anillos antes de la zambullida que la llevará a su fin el próximo septiembre. La NASA ha publicado esta semana un vídeo elaborado con las imágenes de la atmósfera de Saturno tomadas por la sonda durante una hora de su recorrido alrededor del planeta gigante. Los científicos de la misión se han encontrado con la sorpresa de que la brecha entre Saturno y sus anillos está prácticamente limpia de polvo, al contrario de lo que esperaban.

Ataque al centro de mando del cáncer

Lo que han conseguido estos investigadores de la Universidad de Pittsburgh (EEUU) no es una de esas noticias que acaparan titulares, pero es un hito sobresaliente en la aplicación de una nueva tecnología de edición genómica (corrección de genes por un método de corta-pega) llamada CRISPR-Cas9, de la que se esperan grandes beneficios en las próximas décadas.

Los autores del estudio, publicado en Nature Biotechnology, han logrado por primera vez emplear esta herramienta para neutralizar un tipo de genes del cáncer llamados genes de fusión. Estos se forman cuando dos genes previamente separados se unen por un error genético, dando como resultado un gen de fusión que promueve el crecimiento canceroso de la célula. Los investigadores trasplantaron a ratones células cancerosas humanas que contienen un gen de fusión llamado MAN2A1-FER, responsable de cánceres de próstata, hígado, pulmón y ovarios. Luego introdujeron en los ratones un virus modificado artificialmente que contiene CRISPR, específicamente diseñado para cortar el gen de fusión y reemplazarlo por otro que induce la muerte de la célula.

El resultado fue que todos los ratones sobrevivieron durante el período total del estudio, sin metástasis y con una reducción considerable de sus tumores, mientras que todos los animales de control, a los que se les suministró un virus parecido pero ineficaz contra su gen de fusión, sucumbieron al cáncer.

Una ventaja adicional es que la técnica puede ir adaptándose a la aparición de nuevas mutaciones en las células cancerosas. Según el director del estudio, Jian-Hua Luo, es un ataque al «centro de mando» del cáncer. Y aunque aún queda un largo camino por delante hasta que el método sea clínicamente utilizable, sin duda es una brillante promesa en la lucha contra esta enfermedad.

Decir tacos nos hace más fuertes

Uno de esos estudios que no van a cambiar el curso de la historia, pero que tal vez confirma lo que algunos ya sospechaban; y que sobre todo dará un argumento científico a quienes sientan la necesidad de vomitar tacos, insultos e improperios durante un gran esfuerzo físico (desde deportistas a madres pariendo sin epidural), pero que tal vez se cohíban por aquello de guardar las formas: háganlo sin miedo. Si alguien se lo reprocha, cítenles los resultados presentados por el doctor Richard Stephens, de la Universidad de Keele (Reino Unido), en la Conferencia Anual de la Sociedad Británica de Psicología: gritar palabras malsonantes nos hace más fuertes.

Los investigadores compararon el rendimiento de un grupo de deportistas en pruebas de esfuerzo, sin y con tacos, descubriendo que en el segundo caso las marcas mejoraban. Curiosamente, y aunque la hipótesis de los autores era que este efecto se produciría a través del sistema nervioso simpático, como ocurre con la mayor tolerancia al dolor en estos casos, no encontraron signos que confirmaran esta asociación. «Así que aún no conocemos por qué decir tacos tiene estos efectos en la fuerza y la tolerancia al dolor», dice Stephens. «Todavía tenemos que comprender el poder de las palabrotas».

¿Y si el cuerpo de una persona pudiera matar el cáncer de otra?

Veámoslo así: el cáncer es una parte de nuestro cuerpo que decide dejar de serlo. No solo porque su evolución conlleva la destrucción operativa del organismo, sino también porque sus células pueden llegar a ser notablemente diferentes de las que las originaron, como expliqué hace unos días a propósito del caso de Henrietta Lacks y las células HeLa.

Distintas, pero no lo suficiente como para que la policía del cuerpo las detecte y las detenga. Aún tienen un DNI válido en vigor, los marcadores de histocompatibilidad que las identifican como de los nuestros. Sin embargo, pueden ser reconocibles a través de otros rasgos secundarios, marcadores propios de los tumores que no existen en las células sanas. Es decir, antígenos tumorales que puedan ser delatados como extraños y que actúen para el sistema inmunitario como la pista de Terminator, para buscarlas, encontrarlas, marcarlas y exterminarlas.

Como ya adelanté hace unos días, la idea de intentar tratar el cáncer como si fuera una infección no es nueva. Es plausible, puede ser muy productiva y podría iluminar el futuro de la lucha contra estas enfermedades. El pasado abril el cofundador de Napster y expresidente de Facebook, Sean Parker, anunció la puesta en marcha del Instituto Parker para la Inmunoterapia del Cáncer , dotado con 250 millones de dólares a través de su fundación.

Por el momento, el Instituto Parker ya ha conseguido luz verde para iniciar un ensayo clínico que será el primero en humanos utilizando la tecnología de edición genómica CRISPR, de la que ya he hablado aquí varias veces. CRISPR es un sistema que sirve para eso llamado popularmente ingeniería genética, que tantos beneficios está reportando a la humanidad.

Una célula T humana. Imagen de Wikipedia.

Una célula T humana. Imagen de Wikipedia.

CRISPR permite manipular los genes de una célula en cultivo (y algún día lo hará incluso dentro del propio organismo) con una limpieza y precisión inigualables hasta ahora. El ensayo clínico del Instituto Parker, con la participación de seis universidades y centros oncológicos de primer nivel, consistirá en extraer células T del paciente (un tipo de linfocitos, células del sistema inmunitario), modificarlas en cultivo mediante CRISPR para convertirlas en Terminators de tumores, y volver a inyectarlas en el cuerpo del enfermo.

Este enfoque es hasta ahora el más popular en la investigación inmunooncológica, pero no el único. Y desde luego no el más práctico ni barato, ya que requiere un tratamiento exclusivo para las células de cada paciente en cultivo que equivale casi a un proyecto de investigación por enfermo. Pero sus resultados pueden ser espectaculares: el pasado febrero, el investigador Stan Riddell, del Fred Hutchinson Cancer Center (EEUU), presentó en un simposio los datos de un ensayo en el que se ha conseguido la remisión del cáncer en entre un 50% y un 94% de los pacientes con distintos tipos de leucemias o linfomas.

El problema con la inmunoterapia del cáncer es precisamente este; la idea es buena y tiene que funcionar, pero el camino técnico es complicado. Hace falta más ciencia para cargar el peso de la dificultad en el concepto y no en la técnica. Y esto es precisamente lo que pretende conseguir otro enfoque diferente, publicado el mes pasado en la revista Nature.

En lugar de superequipar a las células Terminators, el equipo de investigadores alemanes, con la Universidad Johannes Gutenberg de Mainz al frente, tratará de alertar a sus informadoras, las células presentadoras de antígenos (APC, en inglés). Las APC (que incluyen los macrófagos y las células dendríticas) tienen como misión engullir a los invasores y despiezarlos para presentar sus partes (antígenos) a las células T, de modo que estas sepan qué deben buscar.

Los antígenos son proteínas, y las proteínas se fabrican desde el ADN de la célula, utilizando una copia desechable del ADN llamada ARN mensajero. Lo que hacen los científicos de Mainz es identificar los antígenos tumorales de un cáncer, obtener su ARN e inyectarlo en el propio paciente con una formulación específica para que las APC lo engullan, produzcan el antígeno y lo presenten a las células T con el mandato de buscar y eliminar.

Desde el punto de vista inmunológico, funciona como una vacuna, y el procedimiento es mucho más sencillo que el anterior, ya que no requiere cultivar las células del paciente. Además, tiene otra ventaja: contar con la respuesta inmunitaria propia del organismo es mucho más seguro que manipular las células T. En el ensayo presentado por Riddell en febrero se manifestaron algunos efectos secundarios graves, y dos pacientes murieron; este es el riesgo de desequilibrar un sistema de fino equilibrio como el inmunitario, por lo que el método de las células T debería quedar reservado como terapia de último recurso. Por el contrario, la vacuna de Mainz apenas llegó a provocar poco más que algo de fiebre, como cualquier otra vacuna.

Por el momento los investigadores lo han probado con éxito en ratones, pero también lo han ensayado en tres pacientes de melanoma, comprobando que es seguro y que dispara la respuesta esperada. Si todo va bien, el año que viene podrían lanzar un ensayo clínico en toda regla.

Reservo para el final un tercer enfoque diferente, el que da título a este artículo. Si, como sabemos, una persona tiende a rechazar los órganos de otra por ese sistema de histocompatibilidad, ¿no podría utilizarse esta propiedad para que el organismo de alguien combatiera el cáncer de otro?

Suena a ciencia ficción, pero es básicamente el trabajo que están llevando a cabo investigadores del Instituto del Cáncer de Holanda y la Universidad de Oslo (Noruega), y del que informaron el pasado mayo en la revista Science. A grandes rasgos, lo que hacen los científicos es identificar antígenos de las células tumorales de un paciente, utilizarlos para disparar in vitro una respuesta en las células T de un donante sano, y luego extraer de estas células activadas los componentes que después introducen en las células T del propio enfermo, con el fin de estimular su reacción inmunitaria contra su cáncer.

Con esta técnica, que los investigadores equiparan a un outsourcing de la inmunidad contra el cáncer, se han conseguido resultados muy prometedores con tres pacientes del Hospital de la Universidad de Oslo en un ensayo piloto. La idea es enormemente brillante, pero el proceso aún es complejo. La inmunoterapia del cáncer es una vía abierta con inmensas posibilidades de futuro, como demuestran los tres ejemplos recientes que he contado aquí. Pero los obstáculos a superar aún deben allanarse en función de un progreso tecnológico que solo puede avanzar a golpe de millones.