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Por qué la ciencia no refuta las pseudociencias, y por qué debería dejar de testarlas

La actriz y empresaria de éxito Gwyneth Paltrow, que ha construido un imperio de 250 millones de dólares promocionando las pseudociencias y vendiendo pseudoterapias inútiles o perjudiciales para la salud (y que ya ha sido denunciada y multada por ello), justificaba así las propuestas de su portal Goop: «La ausencia de pruebas científicas no prueba nada si no se han realizado estudios».

Es decir, que según Paltrow, mientras alguien no demuestre que es falsa, uno puede proponer absolutamente cualquier proclama pseudoterapéutica como auténtica.

(Inciso: Y venderlas. Y lucrarse con ellas. Y acusar veladamente de machismo a quienes la critican. Y fomentar la quimiofobia porque «todo» es cancerígeno, pero al mismo tiempo promocionar bebidas con alcohol, un reconocido carcinógeno. Y culpar al aluminio de todos los males, pero al mismo tiempo vender productos que contienen aluminio. ¿A qué huele todo este montaje pseudosaludable?).

Gwyneth Paltrow con su negocio Goop en la portada de The New York Times Magazine del 29 de julio de 2018.

Gwyneth Paltrow con su negocio Goop en la portada de The New York Times Magazine del 29 de julio de 2018.

Pero a lo que vamos: ¿Tiene razón Paltrow? ¿Para negar la validez de la homeopatía, la quiromancia, el reiki, la acupuntura o cualquiera de los cientos de remedios que ella vende, es necesario demostrar que no funcionan?

El problema con este tipo de afirmaciones es que se puede caminar sobre el fango y hundirse hasta las trancas, sin saber que otros ya han explorado ese terreno y conocen perfectamente por dónde cruzarlo. Por ejemplo, un actor diletante podría pensar que ha inventado una nueva y magnífica técnica de interpretación, ignorando que otros como la propia Paltrow ya han recorrido antes mil veces ese camino y saben infinitamente más de ello. De igual modo, Paltrow se lanza al diletantismo del argumento (pseudo)lógico sin tener la menor idea de que eso en lo que ella se permite aventurarse alegremente es algo sobre lo cual filósofos, epistemólogos y científicos han reflexionado durante siglos.

Y la respuesta es NO, como voy a explicar. O mejor dicho, las respuestas, concretamente tres:

  1. La ciencia NO puede demostrar que las pseudociencias no funcionan. Pero…
  2. Para descalificar las pseudociencias NO es necesario demostrar que no funcionan.
  3. Por lo tanto, la ciencia NO debería intentar demostrar si funcionan o no.

Vayamos punto por punto.

1. La ciencia no puede demostrar que las pseudociencias no funcionan.

A menudo se escucha por ahí que es imposible demostrar un negativo. Es decir, que no puede probarse que algo no existe, ya sean los unicornios, los dragones o los alienígenas. O la validez de la homeopatía, la quiromancia, el reiki o la acupuntura.

Lo cierto es que existe una cierta confusión a este respecto: para los filósofos y los matemáticos, la supuesta imposibilidad de demostrar un negativo es una sandez, un mito popular sin fundamento; la lógica se apoya en gran medida en la demostración de proposiciones negativas. Para quien quiera saber más, este pequeño artículo lo explica. Pero baste mencionar que muchos teoremas matemáticos se basan en la demostración de negativos.

Sin embargo, otro caso distinto es el terreno práctico de la ciencia empírica. Por ejemplo, si miramos los innumerables estudios que han evaluado los efectos de la homeopatía con rigor científico y sin sesgos, encontraremos que los equiparan a los de un placebo. Pero la conclusión suele formularse en términos similares a estos: «No hemos podido encontrar efectos positivos…». Nunca, jamás de los jamases, se encontrará un estudio científico serio con la siguiente conclusión: «Por tanto, demostramos que la homeopatía no funciona».

¿Por qué? Porque, sencillamente, los datos no pueden sostener esta conclusión. Por lo tanto, es cierto: por muchos estudios que se hagan, la ciencia es incapaz de demostrar formalmente, con carácter definitivo y sin resquicio de duda, que las pseudociencias no funcionan. Lo cual, obviamente, personas como Paltrow interpretan como un argumento en su favor. Pero se equivocan; si indagaran un poco más en ese cenagal en el que se están hundiendo por desconocimiento, descubrirían que, en realidad…

2. Para descalificar las pseudociencias no es necesario demostrar que no funcionan.

En 1952, el filósofo Bertrand Russell escribió una analogía llamada desde entonces la tetera de Russell:

Muchas personas ortodoxas hablan como si fuera la tarea de los escépticos refutar los dogmas recibidos, y no la tarea de los dogmáticos el demostrarlos. Esto es, por supuesto, un error. Si yo sugiriera que entre la Tierra y Marte existe una tetera de porcelana girando en torno al sol en una órbita elíptica, nadie sería capaz de refutar mi afirmación, siempre que yo me cuidara de añadir que la tetera es demasiado pequeña para ser vista incluso con los telescopios más potentes. Pero si yo continuara diciendo que, puesto que mi afirmación no puede refutarse, es una presunción intolerable de la razón humana dudar de ello, correctamente se me acusaría de decir tonterías.

La tetera de Russell. Imagen de Odeleongt / Wikipedia.

Parodia sobre la tetera de Russell. Imagen de Odeleongt / Wikipedia.

Russell concibió su analogía en referencia a la discusión sobre la existencia de Dios, pero puede aplicarse y de hecho se ha aplicado a otros ámbitos, como las pseudociencias. En su libro El mundo y sus demonios, Carl Sagan planteaba un ejemplo parecido, hablando de la supuesta presencia de un dragón en su garaje:

Pues bien, ¿cuál es la diferencia entre un dragón invisible, incorpóreo y flotante que escupe fuego sin calor, y la inexistencia del dragón? Si no hay manera de refutar mi afirmación, si no existe un experimento concebible que pueda rebatirla, ¿qué sentido tiene decir que mi dragón existe?

Tanto Russell como Sagan se referían a esa imposibilidad científica práctica de demostrar un negativo sin resquicio de duda. Pero la solución en ambos casos está en que la obligación de la demostración, la carga de la prueba, no depende de que una proposición sea positiva o negativa, sino que recae en quien sostiene la propuesta menos plausible: la tetera orbital y el dragón en el garaje son ideas implausibles, no avaladas por la razón ni por ningún conocimiento existente. Por el contrario, su inexistencia cuenta, si no con una demostración definitiva, sí con una plausibilidad objetiva y con suficientes indicios a su favor como para que se acepte la proposición sin necesidad de aportar más.

En resumen, Paltrow está equivocada: la ausencia de pruebas científicas basta para desechar en principio una idea que carezca de la menor plausibilidad, como el dragón o la tetera. Son quienes sostienen tales ideas quienes deben aportar pruebas, y no exigirlas a sus oponentes. Que el agua conserve el fantasma de sustancias pasadas (homeopatía), o que una especie de energía inmensurable circule por unas vías corporales invisibles e indetectables (acupuntura), son ideas implausibles, no avaladas por la razón ni por ningún conocimiento existente; y por tanto, pura fantasía, mientras no se demuestre lo contrario.

Y como consecuencia, dado que la ciencia no puede demostrar la invalidez de las pseudociencias, tal vez…

3. La ciencia debería dejar de evaluar la validez de las pseudociencias.

En el movimiento anti-Ilustración hay quienes acusan a la comunidad científica de arrogancia; lo manifiestan, entre otras maneras (algunas menos sutiles), acusando de «cientifistas» a quienes simplemente defienden la razonabilidad y la plausibilidad sobre la irrazonabilidad y la implausibilidad.

Sin duda entre los científicos y los escépticos los hay arrogantes, como entre los charcuteros o los lampistas. Pero acusar a la comunidad científica en su conjunto de arrogancia frente a las pseudociencias es ignorar que a lo largo de la historia se han gastado ingentes cantidades de dinero en tratar de evaluar científicamente la validez de pseudociencias como la homeopatía, la acupuntura y otras.

Algo que, como hemos visto, es superfluo, por lo que es sencillamente un malgasto. La razón de este malgasto ha sido precisamente la falta de arrogancia, la preferencia del conocimiento real sobre el dogma y de la prueba sobre la presunción, la necesidad de experimentar para saber incluso prescindiendo de la plausibilidad (que también en ocasiones puede estar contaminada por paradigmas incompletos o erróneos).

Pero hay quienes piensan que ya basta: que los cientos o miles de estudios infructuosos sobre la homeopatía o la acupuntura deberían cerrar ya este capítulo de la búsqueda del conocimiento. Por supuesto que esto no va a disuadir a los y las Paltrow del planeta (que tienen sus propias razones de peso, o de dólar). Pero como escribía en 2010 el psicólogo clínico Pete Greasley:

La evaluación empírica de una terapia normalmente asumiría una base racional plausible sobre su mecanismo de acción. Sin embargo, el examen de los antecedentes históricos y los principios subyacentes a la reflexología, iridología, acupuntura, acupuntura auricular y algunas medicinas herbales revela un fundamento basado en el principio de correspondencias analógicas, que es una base común del pensamiento mágico y de las creencias pseudocientíficas como la astrología y la quiromancia. Donde este sea el caso, se sugiere que someter estas terapias a evaluación empírica puede ser equivalente a evaluar el absurdo.

(Una pequeña explicación: el «principio de correspondencias analógicas» al que se refiere Greasley no es un invento suyo, sino la base de pseudociencias como la astrología, que da a los astros características derivadas de su significado mitológico a su vez basado en su aspecto, o algunas medicinas herbales, en las que se supone que una planta con la forma de una parte del cuerpo debe servir para curar esa parte del cuerpo; esto deriva, dice Greasley, de la idea de un diseñador inteligente que ha dispuesto jeroglíficos en la naturaleza para que el ser humano los descifre. La homeopatía, «lo similar cura lo similar», procede de esta misma fantasía).

Ilustración fantástica de la raíz de la mandrágora, un ejemplo del principio de correspondencias analógicas. Imagen de pixabay.

Ilustración fantástica de la raíz de la mandrágora, un ejemplo del principio de correspondencias analógicas. Imagen de pixabay.

En resumen, prosigue Greasley, «dedicar un tiempo y unos recursos significativos a la evaluación mediante ensayos clínicos y revisiones sistemáticas puede ser un error».

Pero de forma más gráfica y contundente que Greasley lo expresa la ginecóloga Jen Gunter, que desde su blog ha dedicado ingentes esfuerzos a analizar y desmontar sistemáticamente las proclamas del negocio de Paltrow. Y a propósito de la idea defendida por la actriz de que el sujetador causa cáncer de mama, Gunter escribía esto:

¿Qué puedes ganar de propagar entre las mujeres la mentira de que el sujetador causa cáncer de mama? ¿Alguna vez has tenido a una superviviente de cáncer en tu consulta llorando por pensar que ella misma se provocó el cáncer llevando sujetadores durante 20 años? Probablemente no. Yo sí. Cuando en tu plataforma cuentas teorías imbéciles sobre sujetadores y cáncer de mama, estás literalmente jodiendo a las supervivientes de cáncer de mama. ¿Te parece divertido? ¿Es esta tu mejor arma? Y no, no es una «teoría alternativa» ni «respaldada por investigaciones». Esta manera de fomentar el miedo causa tanta angustia que los investigadores tienen que hacer estudios especiales, incluso si la idea es biológicamente implausible y no está avalada por los miles de estudios disponibles. Puedo pensar en mejores maneras de gastar esos dólares de la investigación del cáncer de mama.

En definitiva, una razón de peso para aconsejar que la ciencia abandone de una vez por todas la evaluación de las pseudociencias es que se está desperdiciando tiempo y dinero en la lucha contra las enfermedades; tiempo y dinero que estarían mejor invertidos en investigar lo que realmente puede funcionar. Tal vez después de todo la comunidad científica sí debería ser un poco más arrogante, y dejar de discutir con quienes nunca jamás van a aceptar que la razón valga más que la sinrazón.

El reiki y el ayurveda no son pseudociencias. Ni siquiera son pseudociencias

Cuentan que en una ocasión al físico Wolfgang Pauli le mostraron un trabajo, tan deficiente que su respuesta fue: «no es que no sea bueno, es que ni siquiera es malo».

O algo parecido. Lo cierto es que circulan distintas versiones de la historia, y en castellano la cita suele traducirse utilizando las palabras correcto/falso. Pero personalmente prefiero bueno/malo, o correcto/erróneo-equivocado, porque el matiz es fundamental: parece claro que lo expresado en aquel trabajo sí era indiscutiblemente falso; en cambio, lo que Pauli probablemente quería decir es que ni siquiera llegaba al nivel de erróneo. Que no es lo mismo. En el alemán natal de Pauli la cita aparece con la palabra «falsch«, que según el diccionario significa indistintamente «falso» e «incorrecto»/»equivocado», pero creo que en este caso es más adecuada la versión inglesa «wrong«, que no significa «falso», pero sí «incorrecto»/»equivocado».

Un ejemplo: si le damos a alguien una raqueta de tenis y una pelota, y ni siquiera es capaz de acertar a dar con la primera en la segunda, puede decirse que es un pésimo jugador de tenis. Pero si deja la pelota en el suelo, agarra la raqueta por la parte ancha y trata de empujar la bola con el mango como si fuera un taco de billar, entonces ni siquiera podremos afirmar que es un mal tenista.

Cuento esto porque a menudo calificamos como pseudociencias cosas que realmente no deberían clasificarse como tales, ya que ni siquiera llegan a serlo. Hoy el término «pseudociencia» se ha extendido, y muchos, también mea culpa, lo utilizamos indiscriminadamente para referirnos a todo lo que no es científico. Sin embargo, tal vez deberíamos reservar este término exclusivamente para lo que de verdad puede calificarse como pseudociencia.

Imagen de Pixabay.

Imagen de Pixabay.

Hoy existe un término alternativo muy popular, «magufo» o «magufería». Pero personalmente no me gusta, porque su carácter peyorativo es interpretado por muchas personas ajenas a la ciencia, y me consta, como un signo de prepotencia de la élite científica. Se convierte en un insulto, como el «hereje» del siglo XVI cuando la sociedad estaba regida por la religión. La ciencia debe ser inquisitiva, pero no inquisitorial; debe ser inclusiva y amable, debe explicar y convencer simplemente porque sus argumentos son mejores. Insultar al contrario es una buena manera de estigmatizarlo, pero no es una buena manera de lograr abrirle los ojos, ya que probablemente reaccionará cerrándolos aún más. La letra con sangre no entra.

Pero ¿qué es pseudociencia? Aunque la palabra se emplea desde hace siglos, fue el filósofo de la ciencia Karl Popper quien a mediados del siglo XX puso orden en el método científico, convirtiéndolo en lo que hoy entendemos como tal. Según Popper, la ciencia no demuestra, sino que falsa (del verbo falsar, recogido por la RAE). Es decir, que algo es científico no cuando se demuestra irrefutablemente que es cierto, un horizonte al que nunca se llega, sino cuando puede demostrarse que es falso, se demuestre o no.

Por supuesto, la teoría de Popper también ha sido criticada, ya que algunos consideran la falsación como un ideal impracticable que haría imposible el progreso real de la ciencia. En la práctica, los científicos tienden a aplicar un popperismo de baja graduación, tratando para sus adentros de demostrar sus hipótesis, pero sabiendo que formalmente solo pueden corroborarlas hasta un cierto grado y que por tanto pueden ser falsadas en el futuro; más bien un cóctel de falsacionismo de Popper y positivismo clásico.

Pero así como los criterios de Popper y otros permiten distinguir lo que es ciencia de lo que no lo es, esto no implica que todas las no-ciencias sean pseudociencias. Para que algo pueda calificarse como pseudociencia, debe presentarse con pretensiones de ciencia, utilizando principios, sistemas y leyes similares a los de la ciencia. Una pseudociencia debe parecer en principio que podría ser ciencia, y si no logra desprenderse del prefijo es porque no consigue sobrevivir a esa especie de selección natural que impone el método científico.

Dos ejemplos son la homeopatía y la osteopatía. Ambas fueron inventadas cuando aún no se conocían las causas por las que enfermamos, ni por qué ciertos compuestos o procedimientos tienen propiedades curativas. Médicos como Samuel Hahnemann, inventor de la homeopatía en 1796, o Andrew Taylor Still, de la osteopatía en 1874, propusieron nuevas teorías sobre el origen de las dolencias y el funcionamiento de los remedios.

Lo que hizo el progreso de la ciencia fue mostrar que la enfermedad y su curación obedecen a causas muy distintas de las que proponían Hahnemann y Still, y que por tanto sus ideas estaban muy lejos de los mecanismos reales de la naturaleza. Pero hoy los defensores de ambas pseudociencias se aferran a un argumento inválido, que la ciencia no las ha refutado, cuando ellos saben, o deberían saber, que precisamente son no-ciencias porque son irrefutables: es imposible demostrar que el agua no tiene memoria (homeopatía), tanto como es imposible demostrar que la manipulación de un músculo no se transmite de alguna forma al cerebro o al intestino (osteopatía).

El propio Popper puso la astrología y el psicoanálisis como ejemplos de pseudociencias. Y además de la homeopatía y la osteopatía, en esta categoría también se han incluido el test de Rorschach de las manchas de tinta, la frenología que pretendía relacionar la personalidad con la forma del cráneo, la fisiognomía que hacía lo mismo con los rasgos de la cara, la grafología, el polígrafo o detector de mentiras, la llamada ciencia creacionista y el diseño inteligente, el lysenkoísmo soviético que se presentaba como alternativa a la genética y el darwinismo, ciertas interpretaciones de la comunicación no verbal como la sinergología, la criptozoología o incluso las bolas para la lavadora sin detergente.

Incluso hay quienes califican la astrobiología como algo próximo a la pseudociencia, ya que aún no se ha descubierto el objeto de su estudio –los alienígenas–, sin que al mismo tiempo sea posible refutar su existencia. Para otros, astrobiología es simplemente un oxímoron.

Todo esto viene a propósito de un cartel que vi hace unos días anunciando un gimnasio. Me llamó la atención que hoy en estos establecimientos lo mismo te enseñan a pelear o a hacer ejercicio sin romperte los huesos, o a bailar salsa, que te ayudan a equilibrarte física y espiritualmente mediante la meditación mindfulness, o te curan enfermedades mediante la imposición de manos del reiki. Los gimnasios se han convertido en templos de la salvación física, mental y espiritual donde anything goes; todo vale en esa amalgama de ciencia (del deporte) y pseudociencias.

Imagen de Pixabay.

Imagen de Pixabay.

Y sin embargo, se me ocurrió pensar entonces que llamar pseudociencia a cosas como el reiki, el feng shui, el ayurveda o la medicina tradicional china en realidad es un insulto a las pseudociencias. Las pseudociencias han tenido que trabajar muy duro para ganarse el prefijo; han tenido que presentarse como teorías con aspecto científico, e incluso en la mayoría de los casos han hecho el esfuerzo de intentar probarse.

En cambio, todo aquello que se basa en el qi, el karma o los chakras, en la influencia de presuntas energías cósmicas indetectables, inmensurables, iparametrizables e irrelacionables con cualquier magnitud física, y que resultan alteradas por la colocación de los muebles, o que fluyen por ciertos canales invisibles y pueden administrarse a través de las manos o de sustancias o adminículos, son no-ciencias, pero no son pseudociencias. Al designarlas como tales podemos transmitir la impresión de que solo un prefijo las separa de las ciencias, pero en realidad son casos de la cita de Pauli: «not even wrong«; ni siquiera son erróneas.

Sus proponentes no pretenden en absoluto disfrazarlas de ciencias ni presentarlas como tales, y en algunos casos incluso se sitúan abiertamente en posturas anticiencia, acogiéndose en su lugar a la experiencia propia y a la tradición milenaria (aunque el reiki lo convalida con menos de un siglo). Y negando los argumentos de que lo primero es fácilmente explicable como placebo, y de que lo segundo olvida que precisamente sus prácticas acumulan milenios de fracaso en la eliminación de enfermedades y en el aumento de la esperanza de vida de la población.

En el fondo, el reiki o el ayurveda son las versiones orientales de nuestro milagro, el mal de ojo, el castigo de Dios, el embrujo, la maldición, la posesión demoníaca, la buenaventura y la ramita de romero. Son simplemente magia, pensamiento mágico precientífico, obra de humanos en busca de explicaciones pero que ni en sus sueños más locos llegaban aún al conocimiento de un Hahnemann o un Still. Así que quizá deberíamos hacer el pequeño esfuerzo de llamar pseudociencias solo a las que realmente lo son. Incluso las pseudociencias merecen un respeto.

¿Y si en realidad no somos reales, sino personajes de un videojuego?

Cuando Trump ganó las elecciones en EEUU y triunfó el Brexit, hubo muchos que se dijeron: esto no puede estar pasando. Pero entre estos, hay algunos para los que no es simplemente una frase hecha, sino que realmente creen que esto no pude estar pasando. O sea, que no es real. Que es una simulación. Que somos una simulación. O dicho de otro modo, un videojuego carísimo e increíblemente complejo. Y si añadimos todo lo que está ocurriendo últimamente por nuestros pagos, los defensores de esta hipótesis pueden frotarse las manos.

Mario Bros. Imagen de Nintendo.

Mario Bros. Imagen de Nintendo.

En efecto, como en Matrix. Tal vez ya hayan oído hablar de lo que corre en ciertos círculos como la hipótesis de la simulación. O si es la primera vez que leen sobre ello, puede que les parezca el mayor hallazgo intelectual de la historia de la humanidad, o todo lo contrario, una pura masturbación mental a la que no merece la pena dedicar ni medio segundo y que provoca risa con esa flojera del sonrojo. Incluso a lo largo de un mismo día, dependiendo de si pierden el autobús o se les queman las tostadas, puede que piensen ambas cosas indistintamente. A mí me ocurre.

Los antecedentes de esta loca idea son ilustres, desde la caverna de Platón a La vida es sueño de Calderón. Cuatro siglos antes de nuestra era, el filósofo chino Zhuang Zhou se enfrentaba a la imposibilidad de distinguir cuál era la verdadera realidad, si la que entendemos como real o la que experimentamos durante nuestros sueños, que nos parece igualmente real cuando estamos inmersos en ella. Bertrand Russell inventó una idea llamada Tierra de Cinco Minutos, según la cual el universo podría haberse creado hace cinco minutos y nosotros sin enterarnos, creyendo recordar un pasado que podría ser totalmente ficticio. En los años 70, el genial Philip K. Dick también planteó la posibilidad de que vivamos en una realidad programada por ordenador.

Pero el responsable de haberla liado definitivamente es Nick Bostrom, filósofo sueco de la Universidad de Oxford. En 2003 Bostrom publicó un trabajo en el que desarrollaba la hipótesis más o menos según la siguiente línea lógica: el desarrollo tecnológico es imparable y nos lleva a construir simulaciones informatizadas cada vez más complejas. En un futuro con una tecnología infinitamente superior a la actual, los posthumanos llegarán a ser capaces de crear simulaciones a cuyos personajes se les pueda dotar incluso de consciencia.

Estos posthumanos crearán simulaciones del pasado, de sus antepasados, de nosotros. Dado que en el futuro esto será un ejercicio tan corriente y extendido como lo son hoy nuestros videojuegos, se crearán millones de estas simulaciones; al fin y al cabo, ¿cuántas copias de juegos como Los Sims existen en el mundo? Y si existen millones de estas simulaciones y solo una única realidad, la probabilidad de que nosotros seamos reales, que vivamos en la «realidad base», es ínfima: tenemos una posibilidad contra millones de no ser una simulación.

Todo esto, argumentaba Bostrom, siempre que la humanidad no se extinga antes de llegar al estado posthumano, y a no ser que por algún motivo nuestros futuros descendientes decidan no crear simulaciones. Resumiendo, Bostrom afirmaba que al menos una de estas tres proposiciones tiene que ser cierta: a) La humanidad queda aniquilada antes de alcanzar la fase posthumana. b) Los posthumanos no están interesados en construir simulaciones. c) Vivimos en una simulación.

El gusanillo de la simulación ha cautivado a un buen número de científicos y tecnólogos. Elon Musk, multimagnate tecnológico y en quien confiamos para que algún día nos lleve a Marte, está completamente convencido de que, en efecto, vivimos en una simulación. La idea ha llegado a cautivar tan obsesivamente a algunos que, según contaba la revista The New Yorker el año pasado, dos millonarios del Silicon Valley cuyos nombres no se revelaban habrían contratado a un equipo de científicos para tratar de «sacarnos de la simulación».

Pero naturalmente, los filósofos se mueven en un plano diferente al de los científicos. Los científicos trabajan en la realidad, mientras que el deber de un filósofo es calzarse las botas, ponerse el casco y bajar al sótano para inspeccionar los cimientos de esa realidad. Por desgracia, suelen alegar Bostrom y otros, es prácticamente imposible que científicamente lleguemos a conocer la verdad. Demostrar que no vivimos en una simulación es por definición impracticable: cualquier indicio que pudiera aportarse podría formar parte de la simulación. En ciencia a menudo suele ser inviable demostrar un negativo.

Y en cuanto a probar que vivimos en una simulación, y por mucho que algunas de las mejores mentes del mundo se ocupen en tratar de sacarnos de ella… Admitámoslo: si realmente fuéramos una simulación, salir de ella parece algo tan factible como que, de repente, Mario abandone la pantalla y comience a saltar por encima de los champiñones de nuestra pizza.

Aquí les dejo un vídeo que lo explica muy certeramente. En inglés, pero con subtítulos. Que disfruten de su cena simulada.

Greg Graffin (Bad Religion), el pensador biológico

Basta una búsqueda en las bases de datos para encontrar su nombre en los agradecimientos de un buen número de tesis doctorales. Las de todos aquellos que se han criado, o incluso han investigado, escuchando temas como We’re Only Gonna Die, Generator, American Jesus, 21st Century Digital Boy, o cualquier otro de los 16 álbumes grabados por Bad Religion en sus 37 años de historia (o de los dos publicados por él en solitario, en una línea más folk). Pero que también han encontrado inspiración científica, y un contraejemplo del falso mito del científico como un sucker melindroso, en el líder del grupo: les presento al doctor

Greg Graffin

Greg Graffin. Imagen de su Twitter.

Greg Graffin. Imagen de su Twitter.

A los más jóvenes quizá les cueste creer que bajo esa calva expansiva, ese pelo encanecido, esas gafas de pasta y ese look de profe de mates se esconda una leyenda del punk que aún sigue en activo. Quienes aún no lo conozcan están a punto de descubrir a un personaje sorprendente. Para otros no necesitará presentación. Pero advierto: a pesar de mi admiración por el tipo, su banda y su música, este comentario contiene una crítica que detallaré más abajo.

Por avatares familiares, Gregory Walter Graffin III cambió los puentes de Madison de su Wisconsin natal por la costa de California, donde la pólvora del punk prendía en el segundo lustro de los 70. Como muchos otros a los 15 años, Graffin se unió a sus amigos del instituto para fundar una banda. Y a la hora de elegir un nombre, si a los adolescentes les gusta molestar a los adultos, y si una de las señas del punk es la provocación… Punks adolescentes, provocación al cudrado: Bad Religion, y un símbolo consistente en una señal de prohibido sobre una cruz, el Crossbuster.

Bad Religion tocando en 2013 en Finlandia. Imagen de Wikipedia.

Bad Religion tocando en 2013 en Finlandia. Imagen de Wikipedia.

Pero aunque haya a quienes la iconografía de Bad Religion les enganche al grupo, y a quienes en cambio les repela, lo cierto es que nadie se mantiene casi cuatro décadas en la música escondiéndose tras un logotipo. Aunque la simbología les abriera la puerta en sus comienzos hacia una cierta notoriedad local, si Bad Religion ha perdurado hasta hoy es gracias al talento que Graffin y sus compañeros han desplegado en la música y en los breves manifiestos con fundamento que embuten entre verso y verso.

Símbolo de Bad Religion. Imagen de Wikipedia.

Símbolo de Bad Religion. Imagen de Wikipedia.

De hecho, la religión ha sostenido un papel protagonista en las dos vertientes de la carrera de Graffin, la musical y la académica. Pero en un sentido bastante más complejo y reflexivo que el que podría entenderse de una simbología adolescente de la que el grupo no reniega, pero que sí matiza: el Crossbuster es más un símbolo general anti-establishment que específico antiteísta o anticristiano, decía la banda en el DVD en vivo Along the Way.

Entiéndase: Graffin es ateo. Pero más que declararse como tal, suele describirse como naturalista. Es decir, una definición que no se basa en una fe negativa –la convicción de que Dios no existe–, sino en un positivismo positivo –la evidencia de que las leyes naturales bastan para explicar el mundo de cabo a rabo–. Graffin considera que la religión no libera a las personas, sino que las aprisiona con dogmas que restringen su pensamiento; pero que ellas mismas deben llegar a esta conclusión a través del conocimiento, un proceso en el que los científicos deben desempeñar un papel clave. De hecho, y que entienda quien quiera entender, en alguna ocasión Graffin ha incluido en esta misma categoría de dogmatismos perniciosos a, por ejemplo, los nacionalismos.

Es por esto que, cuando Graffin se enfrentó a la tarea de echarse a la espalda una tesis doctoral, dejó atrás la antropología y la geología que había estudiado durante su carrera en la Universidad de California en Los Ángeles para trasladarse a la de Cornell en Nueva York y ponerse bajo la supervisión del prestigioso biólogo evolutivo Will Provine. Para su tesis, Graffin elaboró una encuesta que envió a un par de centenares de biólogos evolutivos de todo el mundo para conocer sus opiniones sobre la relación entre ciencia y religión, y sobre las ópticas respectivas de ambas en campos como la moral, el libre albedrío o la percepción de la realidad.

Los resultados sorprendieron a Graffin. De los 149 que respondieron a la encuesta, la inmensa mayoría dijo no creer en Dios, pero también la mayoría contemplaba una compatibilidad entre ciencia y religión que para el cantante de Bad Religion suponía «deshonestidad intelectual», ya que, decía, ambas ofrecen esquemas de explicación mutuamente excluyentes, sin posibilidad de un encuentro entre el naturalismo y el sobrenaturalismo. Y para Graffin, los biólogos evolutivos deberían liderar la transición intelectual entre ambos.

Pero lo mejor es que sea el propio Graffin quien resuma el contenido de su tesis, titulada Monism, Atheism, and the Naturalist World-view: Perspectives from Evolutionary Biology (Monismo, ateísmo y la visión naturalista del mundo: perspectivas desde la biología evolutiva), y leída finalmente en 2003 tras un lapso de varios años de dedicación a la música. Aquel mismo año el profesor de historia Preston Jones, de la Universidad John Brown, cristiano y seguidor de Bad Religion desde 1994, escribió un email a Graffin presentándose como un fan del «lado religioso». Para sorpresa de Jones, Graffin le respondió. Y así fue como definía su trabajo de doctorado en aquel correo:

Se refiere a la intersección entre biología evolutiva y teología, y las varias formas de compatibilidad. He descubierto que los biólogos evolutivos rebajan la religión en un grado significativo para hacerla compatible con la ciencia. Piensan que están haciendo un servicio a las personas religiosas al suscribirse a una forma de compatibilidad –es decir, manteniendo que la religión y la biología evolutiva son compatibles. Según la mayoría de los biólogos evolutivos, no hay conflicto entre evolución y religión en una condición importante: ¡que la religión es esencialmente ateísta! Sé que suena a locura, pero este es el resultado de mi disertación.

Jones respondió a su vez, y así comenzó un largo e interesante intercambio de correos y puntos de vista que posteriormente el profesor recogería en 2006 en un libro titulado Is Belief in God Good, Bad or Irrelevant? A Professor and a Punk Rocker Discuss Science, Religion, Naturalism & Christianity (¿Es la creencia en Dios buena, mala o irrelevante? Un profesor y un rocker punk discuten sobre ciencia, religión, naturalismo y cristianismo). Una lectura recomendable (y fácil) para todos aquellos con inquietud filosófica sobre el mundo que nos rodea y sus explicaciones.

Bad Religion en 2007. Imagen de Wikipedia.

Bad Religion en 2007. Imagen de Wikipedia.

La religión se entrelaza con la vida de Graffin de formas tan curiosas que desconcertarán a algunos. Su actual mujer, Allison Kleinheinz Graffin, es católica. Su viejo compañero y amigo Brett Gurewitz, guitarrista de Bad Religion y creador del Crossbuster (además de fundador del sello Epitaph Records), se confiesa «deísta provisional». En entrevistas recientes, Graffin ha dicho cosas como que «no tiene sentido denigrar a la gente que tiene esa visión del mundo de compatibilidad entre religión y evolución. Esta es la visión predominante de la mayoría de la gente cultivada del planeta, así que no hace ningún bien tratar de menospreciarlos». O como que no pretende «demoler la religión, sino identificar sus defectos fatales». Jones llegó a decir de él que es «una persona de fe» en una «búsqueda religiosa».

Incluso, y para los fans más aficionados al bizarre, existe un disco navideño lanzado por Bad Religion en 2013, titulado Christmas Songs y que contiene magníficas versiones punk de ocho villancicos tradicionales anglosajones. Pero mientras que otros grupos punk han grabado clásicos navideños rehaciendo las letras a su gusto, no así Bad Religion. Y no me negarán que tiene su gracia escuchar la voz de Greg Graffin (que comenzó su carrera en un coro de iglesia) cantando versos como «gloria a Dios, gloria en las alturas, vayamos a adorar a Cristo el Señor». Por cierto, la banda donó el 20% de los ingresos del disco a una organización de ayuda a las víctimas de abusos sexuales por sacerdotes.

Además de todo lo anterior, y de continuar manteniendo viva una de las bandas matriarcales del punk, actualmente Graffin imparte clases ocasionales en las Universidades de Cornell y de California en Los Ángeles. Ha reeditado su tesis y ha publicado un par de libros, Anarchy Evolution: Faith, Science, and Bad Religion in a World without God y Population Wars: A New Perspective on Competition and Coexistence. Sin embargo, parece tener una espina clavada; en una entrevista en Nature publicada en 2010, se quejaba de que su condición de músico famoso le perjudicaba a la hora de ganar el respeto de sus colegas científicos. «Se me critica más por mi ciencia por el hecho de que he tenido éxito en la música», decía.

Pero, y por fin toca la crítica de la que advertía arriba, en esto el doctor Graffin se equivoca. Libros publicados, comentados y leídos; artículos en revistas como Scientific American; entrevistas en Nature; premios; un ave fósil del Cretácico nombrada en su honor (Qiliania graffini); clases no en una, sino en dos universidades de prestigio, pero a voluntad, sin la tiranía de la dedicación plena que él no necesita… Nada de esto existiría de no ser porque G. W. Graffin es Greg Graffin. Porque le falta algo, una palabra mágica en ciencia:

Publicaciones.

Una carrera científica se construye larga y trabajosamente sobre la base de las publicaciones científicas. Los libros y todo lo demás viene después.

'Qilania graffini', ave del Cretácico nombrada en honor de Greg Graffin. Imagen de Zoological Journal of the Linnean Society.

‘Qiliania graffini’, ave del Cretácico nombrada en honor de Greg Graffin. Imagen de Zoological Journal of the Linnean Society.

Tomemos como ejemplo al supervisor de la tesis de Graffin. Will Provine, fallecido en 2015, era una eminencia con una valiosa lista de publicaciones. Entre sus méritos figura haber inspirado la idea que dio lugar a un concepto manejado por la biología evolutiva actual, el de autoestopismo genético, o genetic draft: la idea de que ciertas variantes génicas prosperan en una población no porque confieran ninguna ventaja, sino porque están físicamente ligadas en su cromosoma a otros genes que sí son beneficiosos. En otras palabras, que la unidad mínima de selección no es el gen.

Por más que he buscado, solo he podido encontrar un único estudio publicado por Graffin en 1992 en la revista Journal of Vertebrate Paleontology, de su época universitaria como paleobiólogo de campo. ¿Cómo espera Graffin que la comunidad científica le valore, cuando la comunidad científica no ha tenido la oportunidad de evaluar formalmente su trabajo como biólogo teórico? Él mismo hacía notar que «los científicos académicos no están generalmente interesados en los libros para el público». El canal de la ciencia es el sistema de revisión por pares de las revistas científicas. No es ni mucho menos perfecto. Pero parafraseando a Churchill, es el peor posible, exceptuando todos los demás.

Por muy Greg Graffin que sea uno, deberá enfrentarse a los muchos rechazos, frustraciones, correcciones, enmiendas y ocasionales alegrías finales del sistema de publicación científica. En la ciencia no hay atajos. En varias entrevistas, incluida una muy breve que tuve ocasión de hacerle yo mismo por email hace un par de años, Graffin ha equiparado ciencia y punk en que un nombre desconocido puede desafiar a la autoridad y desatar toda una revolución. Y es cierto, pero entre ambos mundos hay una diferencia esencial: en la música, un grupo de éxito puede publicar un mal disco. En la ciencia, ni un premio Nobel puede publicar un mal estudio (al menos en teoría). Pero Graffin es también famoso por su infatigable capacidad de trabajo. Así que esperemos seguir teniendo Doctor Graffin y Bad Religion por muchos años.

American Jesus from Bad Religion on Vimeo.

Pasen y vean lo grande que es el universo

En su famoso cuento Micromegas, una de las obras precursoras de la ciencia ficción, Voltaire relata cómo dos seres alienígenas de proporciones titánicas arriban a la Tierra, que creen desprovista de vida. De su cuidadosa observación llegan a distinguir unos diminutos animálculos, un grupo de filósofos humanos, pero solo alcanzan a conocer la condición inteligente de aquellos minúsculos seres cuando uno de los extraterrestres fabrica una trompetilla con los recortes de sus uñas. Aquel aparato les permite escuchar las conversaciones de los indígenas terrestres y comprender que, aunque limitados, son mucho más de lo que aparentan.

Ilustración de 'Micromegas', de Voltaire, por Charles Monnet.

Ilustración de ‘Micromegas’, de Voltaire, por Charles Monnet.

Naturalmente, no faltan interpretaciones de la fábula de Voltaire, pero la mía es esta: el rasgo distintivo de la evolución de una especie inteligente es su capacidad de conocer la realidad más allá de su experiencia directa.

Habitualmente se señala el pensamiento abstracto como esta frontera. Pero en realidad, el pensamiento abstracto no es conocimiento, sino filosofía. La prótesis que nos permite aplicar la capacidad de abstracción para pasar del concepto al conocimiento real es la ciencia (y con ella, la tecnología). En el relato, los humanos filosofan, pero los alienígenas, más avanzados, saben. Son capaces de trascender a su entendimiento inmediato a través de la ciencia, representada por la construcción de la trompetilla.

Los humanos, aunque todavía primitivos y apenas estrenando la razón, hemos logrado conocer objetos físicos que no podemos ver, tocar, comer ni tropezarnos con ellos, como los agujeros negros o los átomos. Ignoro si tratar de imaginarlos (como visualizarlos) pertenece más al terreno de la ciencia o al de la fantasía. Pero lo esencial no es esto, sino el hecho de que la filosofía haya guiado los conceptos elaborados por nuestro pensamiento hacia el uso de la ciencia para conocer los objetos que representan. Antes de la ciencia, el átomo solo era una idea filosófica. Con la ciencia, es una realidad que podemos comprender, calcular y manejar, aunque escape por completo a nuestra experiencia sensorial.

En el caso de los alienígenas de Voltaire, era un problema de escala. Cuando veo un letrero que dice «A Coruña 563» (paso por él todos los días), la escala se me escapa. ¿Cuántos horizontes debo saltar para llegar hasta allí? A Coruña está fuera de mi experiencia directa. Para mi experiencia sensorial, A Coruña podría estar a un año luz.

Por suerte, cuento con la ciencia. Puedo estimar lo que tardaré en llegar hasta allí en coche, y puedo verlo fácilmente representado en un mapa en comparación con otras distancias.

El año pasado por estas fechas les traje aquí un sobrecogedor cortometraje que permitía apreciar la inmensa escala del Sistema Solar. Hoy les traigo un par de vídeos que nos facilitan la apreciación de tamaños y distancias inimaginablemente mayores que los 563 kilómetros desde mi casa hasta A Coruña. El primero de ellos es visualmente más rico, pero el segundo viaja desde lo ínfimo hasta lo casi infinito. Que los disfruten.

El cumpleaños de Cheryl y otros acertijos lógicos

Esta semana se ha propagado vertiginosamente –entiéndase; todo lo vertiginoso cuando se trata de asuntos de inteligencia, siempre varios órdenes de magnitud por debajo de Belén Esteban o el fútbol– una historia sobre un problema que al parecer formaba parte de un concurso matemático para adolescentes de Singapur, y que se convirtió en pandemia viral cuando el presentador de un programa televisivo lo colgó en internet y varios medios lo amplificaron, entre ellos el altísimo y todopoderoso New York Times. También he comprobado que en esta nuestra casa apareció en el blog del sufrido becario.

Dado que a estas alturas es de esperar que el día del cumpleaños de Cheryl sea más conocido ya que el del propio Jesucristo, me abstengo de explicar aquí el problema y su solución. Quien aún no se haya enfrentado con este acertijo o ni siquiera haya oído hablar de él, puede encontrar el enunciado y la solución aquí. Pero lo que me interesa destacar del caso es que, dejando de lado la mayor o menor afición que cada uno libremente profese por este tipo de juegos mentales, ante estos retos no sirve escudarse en el típico «yo soy de letras».

El problema del cumpleaños de Cheryl.

El problema del cumpleaños de Cheryl.

El del cumpleaños de Cheryl no es un problema matemático, sino lógico, y la lógica es una disciplina de la filosofía. Es cierto que los teoremas matemáticos emplean las reglas de la lógica, como también los científicos a la hora de sentar las conclusiones de sus investigaciones. Pero también lo hace, por ejemplo, un juez (y que yo sepa, esta sigue siendo una carrera de letras) cuando debe casar las declaraciones de varios testigos, posiblemente veraces o no, para reconstruir los hechos de un delito y desenmascarar a los culpables.

De hecho, la versión más simple del tipo de lógica que representa el problema de Cheryl es precisamente una que abunda en el género policíaco de cine y televisión, y que casi se ha convertido en un cliché. Me refiero a esos interrogatorios en los que el sospechoso declara, «agente, le juro que yo no sé nada de ningún coche rojo», a lo que el poli replica: «amigo, yo no le he dicho que el coche fuera rojo». La clave para resolver este tipo de acertijos no reside en lo que directamente sabemos –en este caso, saber que el coche es rojo no nos ayuda a la resolución del caso–, sino en lo que sabemos que otros saben, y en cómo esos otros reaccionan de acuerdo a lo que saben.

En el problema de Cheryl, el secreto consiste en inducir –de lo particular a lo general, lo contrario de deducir– la fecha del cumpleaños de la chica a partir de cómo sus amigos Albert y Bernard reaccionan a lo que saben, pero sin que nosotros dispongamos de la información concreta que sí conocen ellos dos. Otro bonito ejemplo que plantea el mismo tipo de lógica es este conocido acertijo, que algunas fuentes titulan como

El problema del censo:

Un agente del censo aborda a una mujer que ha salido de su casa para recuperar el correo del buzón. «Disculpe, señora», le dice; «soy agente del censo y necesito saber cuántos hijos tiene usted, así como sus edades». A lo que la mujer, con cierta guasa, responde: «Mire, dado que ni usted ni yo gozamos de una verdadera existencia física, sino que somos simples personajes de un problema de lógica, me va a permitir que se lo complique un poco. Tengo tres hijos. El producto de sus edades es 36. Y la suma de sus edades es el número de este portal». El agente observa el número del portal, anota y prosigue: «Perdone, señora, no tengo suficientes datos». Pero la mujer se limita a replicar mientras cierra la puerta: «Ya, ya. Mire, es que no puedo seguir perdiendo el tiempo con usted porque tengo a mi hijo mayor enfermo». Y lejos de protestar, el funcionario apunta las edades de los niños y se marcha satisfecho. Pregunta: ¿Cuáles son las edades de los hijos?

La primera reacción de quien escucha este enunciado suele ser: «¿Y cuál es el número del portal?». Naturalmente, la única respuesta es que el agente del censo lo sabe, pero nosotros no. Ni necesitamos saberlo. Al igual que sucedía en el problema de Cheryl, lo relevante no es conocer este dato, sino estudiar cómo reacciona el agente del censo a lo que él sí sabe.

En primer lugar, hay que desplegar todas las combinaciones posibles de tres números cuyo producto es 36. Descomponiéndolo en productos de primos, sería 2 x 2 x 3 x 3. Así que, ahí vamos:

1 x 1 x 36

1 x 2 x 18

1 x 3 x 12

1 x 4 x 9

1 x 6 x 6

2 x 2 x 9

2 x 3 x 6

3 x 3 x 4

Creo que no olvido ninguna. El segundo dato que la mujer proporciona al agente del censo es la suma de las edades. El problema es que el agente conoce esta suma, pero nosotros no. Veamos qué información podemos sacar de ello:

1 + 1 + 36 = 38

1 + 2 + 18 = 21

1 + 3 + 12 = 16

1 + 4 + 9 = 14

1 + 6 + 6 = 13

2 + 2 + 9 = 13

2 + 3 + 6 = 11

3 + 3 + 4 = 10

Al calcular estas sumas, queda claro que el agente del censo ya debería averiguar las edades de los niños, ya que él, al contrario que nosotros, conoce el número del portal. Sin embargo, la clave para nosotros está en cómo reacciona a lo que sabe. Y resulta que en ese momento le pide más datos a la señora. ¿Qué significa esto? Obviamente, que el agente ha encontrado más de una posibilidad. Es decir, que hay más de un conjunto de tres números cuyo producto es 36 y cuya suma es la misma. Si repasamos la lista, descubrimos que hay dos combinaciones que suman 13, luego este es el número del portal. Por fortuna, antes de desaparecer, la mujer ofrece la última pista: su hijo mayor está enfermo. De las dos combinaciones posibles, en una de ellas no habría un solo hijo mayor, sino dos gemelos de 6 años y otro pequeño de 1. Luego la solución es la segunda opción: 2, 2 y 9.

Y por si a alguien le ha picado el gusanillo del acertijo, dejo aquí otros tres de distintos tipos que me vienen a la memoria. Las soluciones, al final.

1. Tenemos una botella cerrada con un corcho y con una moneda en su interior. ¿Cómo podemos extraer la moneda sin romper la botella ni sacar el corcho?

2. Estamos en una habitación vacía donde solo disponemos de dos trozos de cuerda y un encendedor. Sabemos que, si prendemos un extremo de una cuerda, esta tarda exactamente una hora en consumirse por completo. A la otra le ocurre lo mismo; pero en ambos casos, las cuerdas no necesariamente se queman de modo uniforme a lo largo de toda su longitud. ¿Cómo podemos medir 45 minutos?

3. El euro perdido: Tres amigos se registran en un hotel, donde el recepcionista les cobra 10 euros por habitación, es decir, 30 euros en total. Una vez que los clientes se han dirigido a sus habitaciones, el recepcionista recuerda que ha olvidado aplicarles el descuento de la promoción, con el que debería haberles cargado 25 euros en lugar de 30. Así que entrega cinco euros al botones con instrucciones de que los devuelva a los clientes. El botones, al comprobar que no puede dividir los cinco euros entre tres clientes, toma la decisión de dar a cada uno un euro y quedarse él con dos euros como propina. En resumen, cada uno de los tres clientes ha pagado al final nueve euros (diez que entregó menos uno que le han devuelto); es decir, 9 x 3 = 27. Y el botones se ha quedado con dos euros. O sea, 27 + 2 = 29. ¿A dónde ha ido el euro que falta?

Soluciones:

1. Obviamente, metiendo el corcho hacia dentro. A veces la solución puede escaparse por ser demasiado sencilla.

2. Prendemos la cuerda 1 por ambos extremos. Como la cuerda no se quema de modo uniforme, los dos puntos de ignición no necesariamente se unirán en el centro, pero sí lo harán a la media hora. Al mismo tiempo que hemos prendido los dos extremos de la cuerda 1, quemamos uno de la cuerda 2. Cuando la cuerda 1 se consuma por completo a los 30 minutos, sabemos que a la cuerda 2 le quedan 30 minutos. Prendemos entonces el otro extremo y ambos se unirán a la mitad de ese tiempo, 15 minutos. Cuando se consuma la cuerda 2, habrán pasado en total 45 minutos.

3. Este problema no es tal, sino solo un artificio de engaño. No hay ningún euro perdido; la trampa está en el enunciado. En realidad, no tiene ningún sentido sumar los 27 euros que han desembolsado los clientes y los dos euros que se ha quedado el botones, porque estos últimos ya están incluidos en aquellos; deben restarse de ellos para obtener la cantidad finalmente ingresada por el hotel, 25 euros. De los 30 euros que recibió el recepcionista, el hotel se ha quedado con 25, dos han ido al botones, y los tres restantes se han repartido entre los clientes, así que la cuenta correcta es 25 + 2 + 3 = 30. Lo absurdo del enunciado se revela al simplificar los términos; recurramos a Juan y las manzanas: le doy diez manzanas a Juan, él le entrega cinco a Pedro y este se queda dos y me devuelve tres. Veamos entonces qué ha sido de mis diez manzanas: siete que he entregado, más las dos que se ha quedado Pedro, hacen un total de nueve. Dicho así resulta ridículo, ¿no?

Las paradojas temporales y ‘El Ministerio del Tiempo’

Decíamos ayer que la nueva y estupenda serie de Televisión Española El Ministerio del Tiempo utiliza un concepto del tiempo que guarda ciertas semejanzas con una teoría filosófica llamada Universo de Bloque Creciente (UBC), según la cual el espacio-tiempo está formado por el pasado y el presente, mientras que el futuro no existe. Los entusiastas de esta visión comparan el universo a un bloque estático con un borde productivo, el del presente, que va añadiendo finas rodajas de realidad a lo ya existente. Por ilustrarlo con un ejemplo sencillo, podemos pensar también en el tallo de una planta, que no crece a partir de toda su longitud sino solo desde la punta o meristema, donde están las células que se dividen activamente.

Con el UBC se da una curiosa paradoja: aunque esta visión del tiempo es la que resulta más intuitiva y fácil de comprender para nosotros, tiene serias objeciones, por lo que se considera una teoría minoritaria frente a otras como el eternalismo –existen el pasado, el presente y el futuro– o el presentismo –solo el presente existe– (nota: ahí sale un desvío en forma de pregunta: ¿por qué nuestra mente nos obliga a creer en una idea del tiempo que la misma mente encuentra injustificable?).

Algunos de los protagonistas de 'El Ministerio del Tiempo'. Imagen de rtve.es

Algunos de los protagonistas de ‘El Ministerio del Tiempo’. Imagen de rtve.es

Las objeciones al UBC son sobre todo dos. Ya expliqué ayer que es imposible para nosotros tener la seguridad de que ahora es ahora, y citaba el ejemplo de Sócrates utilizado por los metafísicos (ya se sabe, a los filósofos les gusta tirar de referencias griegas): Sócrates piensa que él está discutiendo ahora, pero nosotros sabemos que no es así; él es el pasado, y el presente somos nosotros. Pero entonces, ¿quién nos asegura que no estamos tan equivocados como Sócrates, y que no somos en realidad el pasado de otros? Los partidarios de la teoría argumentan que el pasado se distingue del presente porque en aquel no hay cambios, ni consciencia, ni flujo temporal. En fin, un lugar un poco aburrido donde nada cambia.

La segunda objeción al modelo viene de la física relativista formulada por Einstein. El físico alemán descubrió que las cosas ocurren de diferente manera según la posición y la velocidad de cada observador. Un reloj corre a distinto ritmo según la velocidad a la que se mueva. En una situación extrema, si viajáramos en una nave próxima a la velocidad de la luz o nos sumiéramos en agujero negro, lo que para nosotros transcurriría en unos segundos sería una eternidad para quien nos observara desde fuera. Y dado que la ocurrencia simultánea de dos cosas es imposible, el concepto de presente no tiene sentido, lo que derriba el principio fundador del UBC.

Los metafísicos estudian la teoría del tiempo para tratar de entender cómo funciona la ¿realidad? más allá de las restricciones que nos imponen nuestros sentidos corporales y nuestra mente limitada. Y aunque físicamente sea muy improbable que lleguemos a construir una máquina del tiempo, la ventaja de la metafísica es que no hay que construirla: ya existe si podemos imaginarla. Los viajes temporales son un desafío para las teorías del tiempo (¿o al revés?) y una manera de desarrollar y contrastar su lógica. Aparte de ser un recurso fantástico para producir grandes historias de ficción. Y otras horrorosas, todo hay que decirlo.

Toda ficción sobre viajes en el tiempo suele encontrarse tarde o temprano con el problema de las paradojas temporales. El ejemplo más clásico es el del viajero al pasado que mata a su propio abuelo, impidiendo su propia posibilidad de nacer. En Regreso al Futuro, Marty McFly debía actuar de alcahuete para lograr que sus padres se emparejaran y así asegurarse de que él nacería. En El Ministerio del Tiempo, los agentes viajan al pasado para lograr que la historia se desarrolle de acuerdo a lo que dicen los libros.

Marty McFly y Emmett Doc Brown en 'Regreso al futuro'. Imagen de Universal Pictures.

Marty McFly y Emmett Doc Brown en ‘Regreso al futuro’. Imagen de Universal Pictures.

De este modo, cuando se trata de que el pasado se cumpla como debe, parece que todo cuadra y que se mantiene la consistencia de los hechos. Pero aunque Marty consiga solventar su visita a 1955 dejándolo todo atado y bien atado entre sus padres, y aun asumiendo que su viaje al pasado crea un 1985 alternativo, distinto al que hemos visto en la primera parte de la película (lo que se explicaría por el concepto de hipertiempo que menciono más abajo), como lo demuestra la diferente situación de su familia; es decir, un 1985.1 en el que el reloj de la torre está averiado por el rayo, y un 1985.2 en el que el reloj funciona porque Doc desvió el rayo hacia el DeLorean…

Incluso con esto, ¿cómo es posible que sus padres en 1985.2 no notaran que habían criado a un hijo idéntico a aquel Levis Strauss que les unió en 1955, y del que su madre llegó a enamorarse? Y si el Doc de 1985.2 recordaba su encuentro con Marty en 1955, como lo demuestra el hecho de que llevara un chaleco antibalas (que el Doc de 1985.1 no llevaría), ¿cómo es que el Doc de 1985.2 no trató de evitar o al menos reconducir todo aquel embrollo, incluso absteniéndose de fabricar una máquina del tiempo (o más bien de copiar la que él mismo fabricaría después)? Y dado que en 1955 el DeLorean había funcionado con una descarga eléctrica, ¿no habría sido lógico que el Doc de 1985.2 utilizara esta fuente de energía en lugar de robar plutonio a unos terroristas libios, lo que habría evitado el ataque? Por mucho que traten de evitarse, siempre hay paradojas.

¿Siempre? En 1952, el maravilloso Ray Bradbury escribió un cuento titulado El ruido de un trueno (A sound of thunder), en el que una compañía de safaris temporales organiza cacerías de dinosaurios para sus clientes acaudalados. El sistema de Time Safari está diseñado para que los viajeros no introduzcan ninguna modificación en la época de destino salvo por las piezas abatidas, que de todos modos habrían muerto de inmediato por otras causas. Sin embargo, uno de los cazadores inadvertidamente pisa una mariposa. Cuando los viajeros regresan, encuentran un mundo diferente al que habían abandonado; la leve alteración provocada en el pasado por el cazador ha detonado una cascada de acontecimientos que ha cambiado el rumbo de la historia. El genio de Bradbury ideó este relato antes de que Edward Lorenz formulara su llamado, precisamente, Efecto Mariposa en la teoría del caos.

De hecho, en todas las fantasías temporales se asume que la modificación del pasado reescribe el futuro, como sucede en El ruido de un trueno, y a menudo este es precisamente el nudo argumental. Es por esto que Skynet envía a Terminator al pasado, que el Ministerio del Tiempo desplaza a sus agentes y que Marty se afana en unir a sus padres. Lo que Marty no imaginaba es que, según la teoría del UBC, no tenía de qué preocuparse; podría haberse ahorrado el trabajo. No hay paradoja posible: al viajar a 1955, él ya existía allí, y seguiría existiendo aunque matara a su abuelo, a sus padres o a toda la población de Hill Valley.

Esto es lo que se deriva del funcionamiento de los viajes temporales en la teoría UBC según el filósofo estadounidense Peter van Inwagen, de la Universidad de Notre Dame. En su artículo Changing the past, publicado en la colección Oxford Studies in Metaphysics, Van Inwagen concluye que no hay paradojas temporales si el universo es un bloque de tiempo creciente. Según este autor, cuando Tim, viajero en el tiempo, se introduce en su máquina en 2020 y aparece en 1920, lo que sucede es que toda la parte del bloque temporal entre 1920 y 2020 desaparece. Tim se lleva el presente con él; 1920 es el nuevo presente, el borde activo del bloque creciente. Lo ocurrido entre 1920 y 2020 queda borrado, porque el futuro no existe en la teoría UBC. Por lo tanto, no importa que Tim mate a su abuelo: él es un ser que apareció de la nada en 1920, y continuará viviendo. No hay paradoja posible.

Adaptación cinematográfica del relato de Ray Bradbury 'El ruido de un trueno'. Imagen de Warner Bros.

Adaptación cinematográfica del relato de Ray Bradbury ‘El ruido de un trueno’. Imagen de Warner Bros.

Obviamente, y dado que el futuro no existe, Tim no puede regresar a 2020. La posibilidad que plantea Van Inwagen es que su máquina del tiempo sea capaz de ralentizar el tiempo en su interior –como ocurriría si se moviera a velocidad relativística– para que esos 100 años entre 1920 y 2020 transcurran para Tim solo en un instante. Así tendríamos a Tim de vuelta en 2020, pero sería un 2020 diferente, ya que esta segunda vez muchas cosas habrían ocurrido de manera distinta, quizá incluso de manera radicalmente distinta, si recordamos las mariposas de Bradbury y Lorenz (conclusión: olvídense de viajar al pasado y comprar el Gordo; la segunda vez saldrá otro número).

Así, según Van Inwagen, las cosas se ven de forma diferente desde el tiempo y desde el hipertiempo, siendo este último el que vería una inteligencia observadora externa al tiempo. Supongamos que en 2020 Tim tiene 25 años, que con esta edad viaja hasta 1950, y a partir de entonces vive felizmente. Pasa el tiempo, y es de nuevo 2020. ¿Cuántos años tendrá Tim entonces? La respuesta es que Tim tiene 70 años, el tiempo transcurrido desde que apareció en el mundo en 1950, pero su hiperedad es de 95 hiperaños (70+25), lo que corresponde también a su edad fisiológica. El año del que hablamos, 2020, es en realidad el hiperaño 2090. Y el pasado es en realidad el hiperfuturo.

Como suele suceder en filosofía, faltan cabos por atar. ¿Qué ocurre si dos viajeros pulsan el botón al mismo tiempo en máquinas distintas y con destino al mismo momento? Van Inwagen considera todas las posibilidades, excepto que lleguen los dos sanos y salvos. En cambio, está claro qué sucede si ambos viajeros fijan diferentes fechas de destino: solo llegará el que ha elegido la fecha más temprana, que se lleva el presente con él.

Naturalmente, este esquema no es compatible con el planteamiento de El Ministerio del Tiempo, donde el presente se queda en el presente y continúa existiendo cuando los agentes cruzan las puertas y, de alguna manera, activan el pasado. Pero partiendo del trabajo de Van Inwagen, su colega Sara Bernstein, de la Universidad de Duke, ha elaborado un modelo que permite viajar al pasado sin aniquilar lo ocurrido después de ese momento.

En su artículo Time travel and the movable present, que se publicará este año en el volumen Being, Freedom, and Method: Themes from the Philosophy of Peter van Inwagen (Oxford University Press, 2015), Bernstein define el Presente Objetivo Móvil (MOP en inglés), que se mueve con el viajero en el tiempo. Al contrario que Van Inwagen, la autora defiende que solo se desplaza la fina rodaja del presente a un punto distinto del tiempo: «El movimiento del presente objetivo no necesita un cambio en la duración de la realidad», escribe. «El MOP en bloque creciente difiere de la visión de Van Inwagen en que las rodajas de existencia no son necesariamente aniquiladas: el presente objetivo se resitúa, pero la cantidad de existencia temporal permanece intacta».

Bernstein explica que esto es posible porque el nuevo presente objetivo, que es el borde activo, va creando nuevas rodajas de realidad que sobreescriben las ya existentes, como cuando salvamos una nueva versión de un archivo sobre la antigua. Y esto, a su vez, es posible porque las nuevas rodajas son consecutivas a las anteriores en el hipertiempo, que nunca deja de crecer. De hecho, según Bernstein, incluso la máquina del tiempo es capaz de generar nuevas rodajas si viaja hacia el futuro; algo así como ir poniendo las vías delante del tren. Y todo ello, como en el modelo de Van Inwagen, a salvo de paradojas temporales.

Claro que no todo puede ser perfecto. En principio solo puede quedar uno, un borde activo, un presente objetivo en el cual los personajes están realmente vivos, el tiempo fluye, el sol sale, los pájaros cantan y las nubes se levantan. Al contrario de lo que ocurre en El Ministerio del Tiempo, los viajes aplicados al modelo UBC no permiten fácilmente que haya dos presentes activos. Bernstein no llega a definir qué ocurre con lo que antes era el presente si este se marcha al pasado, aunque menciona la inquietante posibilidad de una «realidad oscura» y sin cambios. Pero al final, una cosa es la filosofía y otra la ficción, y nada impide disfrutar de ambas, sobre todo cuando ambas son tan fascinantes.

(Nota: he actualizado este artículo corrigiendo un error relativo al argumento de Regreso al Futuro, como me señaló un usuario en Twitter. Los años no perdonan…)

La ciencia del tiempo en ‘El Ministerio del Tiempo’

No veo mucha televisión –exceptuando cine, pero eso no es televisión–, y por tanto la mayoría de las series de las que todo el mundo habla me resultan desconocidas. Pero de vez en cuando, algún argumento me llama la atención por lo inusual y no puedo resistirme a la curiosidad de comprobar cómo los guionistas han desarrollado la idea. Me ha ocurrido con El Ministerio del Tiempo, serie de Televisión Española creada por los hermanos guionistas Pablo y Javier Olivares (el primero, según he sabido, tristemente fallecido antes de verla estrenada) que está cosechando abundantes elogios, a los que me sumo.

emdtNo voy a hablar aquí del trabajo de los actores, la ambientación, el vestuario o los efectos digitales, todo ello digno de aplauso pero fuera del alcance de este blog. Lo que me interesa comentar es el concepto del tiempo que se plantea en la serie y cómo se maneja de forma diferente que en otras fantasías sobre viajes temporales, lo que, ignoro si de forma deliberada o no por los creadores de la serie, entronca con una teoría filosófica minoritaria pero muy jugosa.

La idea más común en las fantasías de desplazamientos temporales es aquella en la que el viajero tiene un control omnisciente: puede fijar su destino en el dial o la pantalla de una máquina y aparecer en el momento del tiempo que le interesa. El ejemplo más conocido es el de la obra que encabeza este subgénero en la literatura, La máquina del tiempo de Herbert George Wells (1895). El autor británico introducía en su novela el concepto del tiempo como una cuarta dimensión, una visión que realmente no inventó –ya aparecía, por ejemplo, en la mecánica de Lagrange– pero en la que se anticipó a Minkowski y a Einstein.

La máquina de Wells era una especie de coche en la cuarta dimensión, que permitía desplazarse en el tiempo como lo hacemos cada día en los tres ejes del espacio. Así, el viajero es capaz de romper por completo la linealidad cronológica y moverse a voluntad a lo largo del eje temporal, como quien rebobina una cinta o la hace avanzar, por lo que puede regresar a su momento de origen sin que se note su ausencia. Tras sus varios viajes por el tiempo, en los que ocupa un largo período, el protagonista vuelve a su laboratorio tres horas después del momento de su partida.

La misma idea aparece en el que es probablemente el ejemplo más popular en el cine, Regreso al futuro. Marty McFly y Doc Brown pueden fijar el destino del viaje en el reloj digital del cuadro de mandos del DeLorean, y el coche les lleva al momento deseado. Justo cuando Marty escapa a 1955, Doc cae abatido por los terroristas libios a los que el científico ha robado el plutonio para alimentar el condensador de fluzo. Después de su larga estancia en 1955, Marty regresa a 1985 diez minutos antes de su marcha al pasado, a tiempo para llegar a ver cómo Doc es tiroteado de nuevo.

Son muchas más las novelas y películas que aplican este modelo de viaje temporal, según el cual es posible moverse en el tiempo adelante y atrás sin límites, y ajustar el momento de regreso de manera que la ausencia del viajero en su época original sea tan breve e inadvertida como él desee. En cambio, un planteamiento diferente es de la película de Shane Carruth Primer (2004), que comenté aquí el año pasado.

En Primer, alabada por la calidad de su ciencia-ficción y convertida en película de culto, la máquina del tiempo –la caja— funciona invirtiendo el curso normal del reloj. Es decir, que cuando uno de los personajes entra en la caja y espera allí seis horas, emerge de ella seis horas antes del momento en el que entró. Los viajeros no surfean a voluntad por las épocas como en La máquina del tiempo o Regreso al futuro, sino que siempre retroceden el mismo tiempo que esperan dentro de la caja; como consecuencia, durante ese período –en el ejemplo, seis horas– conviven dos versiones distintas del mismo personaje, la que sale de la caja y la que entrará en ella después.

Algunos de los protagonistas de 'El Ministerio del Tiempo'. Imagen de rtve.es.

Algunos de los protagonistas de ‘El Ministerio del Tiempo’. Imagen de rtve.es.

Esta idea de que el tiempo discurre de forma natural durante el viaje (en Primer, hacia atrás), a diferencia de la idea de Wells, nos acerca al concepto en el que se basa El Ministerio del Tiempo. La premisa de la serie, tan brillante como atractiva, es así: durante siglos, el gobierno español ha mantenido en secreto un edificio cuyos sótanos esconden una red de pasillos flanqueados por infinidad de puertas. Cada una de ellas conduce a un momento histórico previo al actual en un lugar concreto. Por ejemplo, una puede llevar a un rincón de Sevilla en el siglo XVI, y otra a unos grandes almacenes de Madrid en 1981.

A través de estos túneles del tiempo, los responsables del Ministerio han creado una red de agentes en cada uno de esos lugares y épocas. El objetivo de los funcionarios del tiempo es asegurarse de que la historia transcurra como dicen los libros. Si, como sucedía en el segundo episodio, Lope de Vega corre el riesgo de morir en el desastre de la Armada Invencible, el agente de la época se pone en contacto con el Ministerio del Tiempo en la actualidad para que envíe a un comando de agentes destinados a enderezar la situación.

No voy a criticar las licencias que la serie se permite más allá de la coherencia particular de la ficción, como el hecho de que los funcionarios en épocas pasadas puedan utilizar teléfonos móviles, ordenadores portátiles e internet para comunicarse con sus compañeros del siglo XXI. No hay que preguntarse dónde cargan las baterías en el siglo XVI; la serie no deja la sensación de que este recurso sea un Deus Ex Machina, sino que es más bien una norma del juego, y en todo caso es divertido ver a un soldado de los Tercios de Flandes hablando por un smartphone (e impagable el «¡Dispongo, vive Dios!» del incomparable Miguel Rellán cuando Rodolfo Sancho le pregunta en el siglo XVI si dispone de un ordenador portátil).

En cambio, son otras preguntas las que pueden surgir a propósito del esquema temporal de la serie. Por ejemplo, ¿por qué todas las peticiones de ayuda se envían al Ministerio del Tiempo del año actual? Podemos suponer que, puestos a elegir, es mejor solicitar la ayuda a quienes cuentan con los medios del siglo XXI que a los que viven en, digamos, 1800. Pero entonces, ¿por qué no pedirlo a los funcionarios del Ministerio en 2050, o en 2100?

La respuesta la da Jaime Blanch en su papel de máximo responsable del Ministerio: no se puede viajar al futuro. Las puertas se van abriendo hacia el pasado a medida que el reloj avanza. «El tiempo es el que es y el que fue», dice. Y esta frase recuerda poderosamente a una teoría filosófica del tiempo llamada Universo de Bloque Creciente, propuesta por C. D. Broad en 1923 y según la cual el pasado y el presente existen, pero el futuro no. En contraste con el presentismo, que afirma que solo existe el presente, o el eternalismo, que postula la existencia de pasado, presente y futuro, el bloque creciente encaja más con nuestra visión intuitiva. Podemos pensar en el tallo de una planta que crece desde la punta (el meristema); el espacio-tiempo va creciendo de la misma manera y aumentando de tamaño con ello.

En la serie, el pasado existe tanto como el presente, y al mismo tiempo. Los viajeros se ausentan de 2014 tanto como permanecen en otra época, y en ambas situaciones el reloj discurre en paralelo: en una escena, un funcionario de 2014 dice que a esa hora los buques de la Armada están «a punto de zarpar» en 1588. Cuando hablan por teléfono desde una época a otra, lo hacen como si simplemente estuvieran en lugares distintos, y no en marcos temporales diferentes. En otra secuencia, los protagonistas de otras épocas desplazados a 2014 discuten sobre si sus seres queridos siguen vivos o han muerto, pero pueden volver a verlos cruzando la puerta adecuada. Los diversos momentos históricos se presentan como si solo fueran localizaciones geográficas distintas en las que el tiempo transcurre a la par. Y los agentes del pasado disponen de la tecnología de ahora porque ahora es ahora; solo tendrán acceso a la del futuro cuando el bloque creciente llegue al futuro.

Y todo esto, repito, no es un absurdo dentro de los parámetros de la ficción, sino un hallazgo que encaja con un esquema teórico y que hereda sus mismas objeciones: los críticos de este modelo alegan que es imposible saber si el ahora es ahora, dado que, dicen, Sócrates piensa lo mismo, pero nosotros sabemos que él pertenece al pasado, lo que disocia los conceptos del presente y el borde creciente del universo y, por tanto, invalida el esquema. Desde el punto de vista científico es aún más complicado, ya que la relatividad de Einstein impide la simultaneidad, por lo que es imposible objetivar el ahora.

Para solventar el modelo, algunos estudiosos proponen que el pasado y el presente existen, pero no exactamente del mismo modo. El pasado es una especie de foto congelada donde el tiempo no fluye. Esto no sucede en El Ministerio del Tiempo, pero sí existe una diferencia ontológica entre el presente y el pasado; por eso los agentes del pasado siempre se comunican con el presente, y utilizan la tecnología del presente, que irá cambiando a medida que el foco móvil del presente se vaya desplazando mientras el espacio-tiempo crece. Ellos, los que conocen el presente y no forman parte de ese borde creciente, saben que son el pasado.

Por si fuera poco, con este modelo El Ministerio del Tiempo consigue un planteamiento en el que todo lo anterior, en realidad, le importa un bledo al espectador, porque el esquema no solo tiene la ventaja de que permite introducir la tensión de la acción en tiempo real como recurso narrativo, lo que es clave para enganchar a la audiencia, sino que además resulta perfectamente intuitivo y manejable para no perderse en embrollos temporales. Es más; la teoría del bloque creciente ofrece incluso una solución al famoso y típico problema de los viajes en el tiempo: las paradojas. ¿Cómo? Eso, mañana.

Continuará…

«La percepción de Grosseteste era asombrosa incluso para un físico moderno»

Richard G. Bower, físico de la Universidad de Durham (Reino Unido)

Richard G. Bower, físico de la Universidad de Durham.

Richard G. Bower, físico de la Universidad de Durham.

Hace unos días comenté en este blog un estudio, aún pendiente de publicación, en el que un equipo multidisciplinar de científicos, lingüistas y medievalistas ha traducido a formulación matemática la teoría cosmológica enunciada en el siglo XIII por Robert Grosseteste. En sus reflexiones este filósofo, científico y clérigo inglés introducía conceptos familiares en la física actual como el origen del universo por una gran explosión y lo que los autores del estudio denominan un rudimentario «multiverso medieval«. El estudio ha despertado tanto interés que ha merecido un comentario hoy en la revista Nature. Su autor principal es el físico de la Universidad de Durham (Reino Unido) Richard Bower.

–¿Cuál es la principal aportación del estudio?

–El objetivo era comprender mejor cómo era el pensamiento científico a principios del siglo XIII. Antes de comenzar con este proyecto, pensaba que durante aquellas edades oscuras se entendía muy poco y que había escaso pensamiento racional y demasiada referencia a las «escrituras». Al menos en el trabajo científico de Robert Grosseteste, esto no puede estar más lejos de la verdad. A medida que indagamos en su trabajo, encontramos cada vez un conocimiento más profundo del mundo natural. A veces, su percepción era asombrosa incluso para un físico moderno.

–Y el resultado es…

–Nuestra conclusión es que el texto tiene perfecto sentido. El modelo que se describe en latín puede traducirse a matemática moderna y después resolverse con tecnología informática. El resultado final es justo como Grosseteste lo describe, excepto porque nos resulta difícil cuadrar exactamente el número de planetas observados; tenemos que comenzar los cálculos de una manera muy especial. Pero parece que Grosseteste también es consciente de esto, y podemos entender por qué el último párrafo del texto habla de propiedades especiales de los números, una discusión que recuerda mucho al papel de la simetría en la actual física de partículas.

–¿Cuál fue la innovación más relevante de Grosseteste?

Un retrato de Robert Grosseteste del siglo XIII.

Un retrato de Robert Grosseteste del siglo XIII.

–¿Por dónde empiezo? Su trabajo en De Luce no puede calificarse de menos que revolucionario. Su trabajo desarrolla ideas presentadas por Aristóteles desde el 350 a. C. Estas eran nuevas ideas que comenzaron a emerger desde el mundo árabe (como traducciones al latín de textos árabes) y que inspiraron un minirrenacimiento en el pensamiento occidental. Pero la explicación de Grosseteste sobre el universo va mucho más allá de todo lo hecho antes. Aristóteles concluyó que el universo no tenía comienzo ni fin. En cambio, Grosseteste comienza proponiendo una nueva teoría de la materia, y después la desarrolla hacia una explicación de la creación del universo. Trabaja igual que un cosmólogo moderno, proponiendo leyes físicas y después siguiéndolas hasta sus conclusiones. Esto es lo que me parece asombroso.

–¿Es correcto decir que fue el primero en intuir que el universo nació con un Big Bang?

–Debemos ser cautos. Él no imaginó el Big Bang como hoy lo concebimos. Pero sus ideas tienen mucho en común: el universo es inicialmente muy pequeño y después se expande rápidamente. Pero su universo no tiene gravedad y se asume que está centrado en la Tierra (por razones que se comprenden).

–En cuanto a esas razones, ¿cómo fueron aceptadas en su día las teorías de Grosseteste, sobre todo por la Iglesia y dada su condición de clérigo?

–Es una pregunta muy interesante. Hasta donde yo sé, nadie más (que conozcamos) se atrevió a abordar estas cuestiones. Por desgracia casi no disponemos de registros históricos que nos digan lo que sus contemporáneos pensaban de sus ideas. ¡Sospecho que debieron de quedar desconcertados! Recuerde que Aristóteles era un autor pagano. Quizá Grosseteste trataba de reconciliar las ideas de Aristóteles con el «Hágase la luz» del Génesis. Sospecho que detrás de todo ello aún hay una historia mucho mayor por descubrir.

El obispo medieval que descubrió el Big Bang y los universos paralelos

Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, no comprendíamos nada de nada. Desde nuestro punto de vista actual es difícil imaginar lo que debía ser enfrentarse a la desbordante complejidad de la naturaleza, desde la oruga que se transforma en mariposa hasta el titilar de las estrellas en la noche, con poco más equipo científico que el que cabe dentro de la caja craneal. Una de las citas más oídas en ciencia (dejando aparte la famosa navajita de Guillermo de Ockham, a la que daremos estopa en otra ocasión) fue enunciada en primera instancia por el filósofo francés Bernard de Chartres, y venía a decir que el conocimiento avanza a hombros de gigantes. Aristóteles fue uno de esos gigantes, pero aún apenas tenía hombros a los que subirse, y por eso no se le puede reprochar la creencia de que el rocío era de donde nacían los insectos.

Imagen de Robert Grosseteste en una vidriera en la iglesia de San Pablo, Morton (Reino Unido).

Imagen de Robert Grosseteste en una vidriera en la iglesia de San Pablo, Morton (Reino Unido).

Obra de Aristóteles fue la teoría cosmológica más perdurable de la historia de la Tierra. Durante más de 18 siglos, sus 55 esferas celestiales y su ingenua idea sobre la tierra, el fuego, el aire y el agua fueron lo más parecido que los humanos tuvimos a una manera de explicar el universo. Aún 1.500 años después de que Aristóteles fuera enterrado, un clérigo inglés llamado Robert Grosseteste (circa 1170-1253) se aupó a los hombros del griego para ver más allá. Y lo que vio hace que visionarios como Verne, Clarke o Wells queden reducidos a la categoría de patéticos miopes: el Big Bang, los universos paralelos o la conservación de la materia. Todo ello en el siglo XIII.

Grosseteste, que con el tiempo llegaría a ser nombrado obispo de Lincoln (Reino Unido), escribió en 1225 un tratado científico sobre la luz titulado De luce. En él proponía que el universo se originó por una gran explosión, una posterior condensación y una expansión que fue reduciendo la densidad del cosmos hasta un nivel mínimo. La intuición de Grosseteste es sin duda sorprendente. Pero lo que resulta por completo abracadabrante viene ahora.

Un equipo multidisciplinar de científicos, lingüistas y medievalistas de Reino Unido, Italia y Estados Unidos, encabezado por el físico de la Universidad británica de Durham Richard G. Bower, ha sometido la teoría de Grosseteste a formulaciones matemáticas que por entonces no estaban a su alcance. «Nos proponemos escribir las ecuaciones como él habría hecho de haber tenido acceso a la matemática moderna y a la técnica computacional, resolverlas numéricamente y explorar las soluciones», escriben los investigadores. En otras palabras, los científicos han traducido el latín de Grosseteste a un modelo matemático para dilucidar si todo aquello tenía algún fundamento o si era una ensoñación alucinatoria comparable al viaje a la Luna de Cyrano.

Y pásmense: funciona. «Expresamos el modelo de Grosseteste sobre cómo la luz interacciona con la materia en términos de matemática moderna y mostramos que realmente puede generar la estructura del universo que él proponía», escriben los investigadores en su estudio, publicado en arXiv.org. Según Bower y sus colaboradores, el acierto de Grosseteste radica en su manera de comprender la luz y su interacción con la materia. «La originalidad de Grosseteste fue pensar que la luz, sus propiedades y el mecanismo por el que la percibimos son causantes de la unidad, el orden y la explicación causal de los fenómenos naturales». «Mediante su expansión en todas direcciones, la luz introduce las tres dimensiones en la materia». A lo largo de este proceso, Grosseteste introduce un nuevo concepto desconocido hasta entonces: «A medida que la luz arrastra la materia hacia fuera, la densidad debe disminuir al tiempo que el radio crece, implícitamente postulando la conservación de la materia».

Siguiendo la doctrina aristotélica, Grosseteste propuso una estructura del universo formada por un conjunto de esferas. Los investigadores se preguntan si su idea se correspondía con un multiverso tal como hoy lo entendemos: «Un concepto familiar en la cosmología moderna es considerar el universo en el que vivimos como solo uno de muchos posibles, cada uno difiriendo en el valor de sus parámetros fundamentales». «¿Hasta qué punto contemplaba la posibilidad de diferentes universos? Si lo hacía, ¿imaginaba su existencia como equivalente a aquel en el que él habitaba?» Según los autores, esta noción chocaba con la cosmología bíblica en una época en la que ciencia, filosofía y teología eran indistinguibles; pero, pese a ello, los investigadores encuentran muy revelador el paralelismo entre las teorías cosmológicas contemporáneas y el pensamiento de Grosseteste en lo referente a su comportamiento en las tripas de los modelos matemáticos.

El resultado del modelo matemático: las nueve esferas del multiverso de Grosseteste. Bower et al.

El resultado del modelo matemático: las nueve esferas del multiverso de Grosseteste. Bower et al.

Un modelo matemático es algo parecido a una Thermomix. Se introduce un puñado de ingredientes, se selecciona el programa y se obtiene un resultado. Si los ingredientes o el programa varían, el resultado cambia. Seleccionando las condiciones iniciales adecuadas, la Thermomix de Bower y sus colaboradores es capaz de cocinar el universo de Grosseteste: «En este multiverso medieval, solo un estrecho rango de perfiles de opacidad y densidades iniciales conduce a un universo estable con nueve esferas perfectas. Como en el actual pensamiento cosmológico, la existencia del universo de Grosseteste reside en una combinación muy especial de parámetros fundamentales».

Los investigadores destacan precisamente esto último como la mayor aportación de Grosseteste, un autor cuyo legado pervive en la pequeña Universidad inglesa que lleva su nombre, y en la que nació una estrafalaria iniciativa destinada a conseguir su canonización por parte del Vaticano. Estrafalaria, no solo porque a Grosseteste se le asocia con los movimientos contra el papado que llevarían al cisma anglicano, sino porque además cuenta la leyenda que, después de muerto, su fantasma se apareció al Papa Inocencio IV, al que arreó con su báculo como castigo por la corrupción de su pontificado. Anécdotas aparte, el nuevo estudio reafirma a Grosseteste por su genio científico. «La metodología de Robert Grosseteste fue tan revolucionaria que algunos académicos del siglo XX le reivindicaron como el primer científico moderno y el antecesor del método científico», concluyen los autores.