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Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Nahuel y los malabares contra la pobreza

He venido a Buenos Aires a terminar mi próximo libro antes de partir rumbo a Colombia. Por sugerencia del periódico, a lo largo de estos días voy a contar algunas historias de esta parte del mundo, aunque se aleje de la temática del blog.

La primera reflexión que me genera Buenos Aires es que parece el lugar ideal para escribir, ya que si algo sorprende de esta urbe de tres millones de habitantes es que está poblada de palabras, de diálogos. Allí donde voy, la gente muestra una locuacidad, una vocación oral, irrefrenable.

Carlos Fuentes escribió con ironía que el aborigen mexicano, ante la magnificencia de las pirámides, se quedó absorto, en silencio, mientras que los habitantes de La Pampa, ante su vastedad, se vieron obligados a llenarla de palabras.

Me gusta ese rasgo de Buenos Aires, que la hace tan asequible y humana (en la cola del supermercado, en la caja del banco, la gente me habla aunque no me conoce). Pero debo confesar que a veces tengo la impresión de que el denso magma de verbos, adjetivos y sustantivos que sobrevuela las aceras de grandes baldosones y las calles empedradas de esta ciudad, se transforma en una suerte de lastre a la hora de actuar, de tomar decisiones. Demasiado esfuerzo en la disertación teórica, en los preliminares, y poco desarrollo en los hechos concretos, tangibles.

Esta reflexión me la causa la miseria que descubro en las esquinas. Los niños que piden limosna, los cartoneros que hurgan en los botes de la basura. Hace quince años Buenos Aires no era así. La década de los noventa, bautizada por el economista Joseph Stiglitz como la “década infame”, con sus brutales planes de ajuste estructural, empujó a numerosos países a la banca rota, entre los que se encuentra Argentina. De ser una nación con una amplia clase media, pasó a estar escindida en ricos y pobres, ya que la mitad de su población vive ahora por debajo de la línea de la pobreza.

Nahuel tiene once años y se dedica a hacer malabares en una esquina de la avenida Libertador. Esas bolas de plástico de colores que mueve con gracia y habilidad son sus armas contra la postergación.

«Vivo en una pensión con mi papá, mi mamá y mi hermanita», me dice. «Todo el dinero que gano se lo doy a mi papá, que trabaja limpiando coches».

Allí, de pie en una esquina, vestido de payaso, permanece desde la mañana hasta la noche. Es lo único que hace, ya que no va a la escuela.

Cuando el semáforo se pone en rojo, lanza las bolas al aire, una y otra vez, para ver si le dan algunas monedas. En el interior de los coches, algunas radios sintonizan programas de debate en que periodistas y políticos hablan sin parar, discuten agitadamente, dando la impresión de ser insuperables en su habilidad para hacer malabares con las palabras.