Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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«Saura, saura», se lamentan los indios miskitos

Tengo el privilegio de contar en el viaje con la compañía de Avelino Cox. Catedrático de sociología en la universidad Huracán, autor de varios libros, traduce las entrevistas que realizo y me ayuda a comprender la compleja y fascinante cultura miskita. De rostro enjuto, ojos rasgados, bajo de estatura y con el cabello largo hasta la cintura, Avelino tiene un carácter afable, colaborador. Podemos pasar doce, trece horas trabajando, que no se queja ni pierde el sentido del humor. Eso sí, lleva en el bolsillo del pantalón un cuchillo que recuerda que también la suya es una cultura de guerreros.

Presto atención al colorido idioma miskito a medida que realizo las entrevistas. Este idioma que carece de las letras «ce», “eñe”, “jota” y “erre”. Escucho en repetidas ocasiones la palabra saura. Y le pregunto a Avelino qué quiere decir. «Malo, muy malo», me explica. «La gente se lamenta por lo que le ha pasado».

También hay otras dos palabras que resuenan en las conversaciones: tinki palé, que en idioma miskito quiere decir «muchas gracias». Me agradecen que esté aquí, que escuche sus lamentos, su desazón, su constante saura, saura, pues desde los primeros días que sucedieron al paso del huracán, la población de Pahara ha caido en el olvido. «Nos trajerons arroz, aceite y plásticos al principio, pero luego nadie ha regresado a vernos», me dice el líder de la comunidad. «Necesitamos herramientas para cortar los árboles, para reconstruir nuestras casas y nuestras embarcaciones. Necesitamos urgentemente comida para alimentar a nuestros niños hasta que podamos volver a salir a pescar».

A pesar de la lluvia, los vecinos se acercan a mí. Quieren contarme sus historias, quieren mostrarme lo que ha quedado de sus casas. Me recuerda a tantas otras situaciones similares que he vivido en mi vida, durante conflictos armados, hambrunas y epidemias. La gente quiere que el mundo se entere de su sufrimiento. Se siente sola, desamparada. Y tiene razón. Quizas se deba a que Pahara está muy mal comunicada, o a que los helicópteros del ejército llevan días sin despegar por la falta de gasolina, pero lo cierto es que no han recibido nada en esto que se conoce como la fase dos de una catástrofe, el momento de la reconstrucción de las casas, la recuperación del medio ambiente y la puesta en marcha del sistema productivo.

Franklin, integrante del consejo de ancianos de Pahara, me conduce a través de la aldea – que además de destruida está en partes inundada – a la tienda que se ha montado con los restos de madera de su vivienda. «El viento se lo llevó todo: las armas, la ropa, las cosas para cocinar», me explica.

«Hace doce años que mi mujer está postrada. Cuando vino el huracán la casa se nos cayó encima y aguantamos entre las chapas de zinc y los paneles de madera hasta que todo terminó», me dice Franklin. «Ahora su vida es un infierno. Si llueve nos mojamos, tenemos frío. Apenas se levanta un poco de viento, comienza a temblar de miedo. No puede seguir en estas condiciones», continúa. Y yo encuentro en el testimonio de Franklin un rasgo distintivo de todas las tragedias de las que he sido testigo: los ancianos, los enfermos, los niños, se llevan siempre la peor parte. El dolor de los demás se magnifica en ellos, se potencia, al ni siquiera tener la prestancia física para poder hacer frente a la destrucción de la realidad que los rodea.

En Pahara había tres edificios de ladrillos: dos iglesias y una escuela. Sólo han quedado en pie algunas paredes del centro educativo, por lo que los niños no tienen lugar para retomar las clases. Mientras me acerco a esta zona de la aldea, con la cámara en las manos, un hombre viene y me dice: “Que salga en la CNN, que salga en la CNN”. Me resulta curioso, aquí que no hay electricidad ni televisiones, que sepan lo que es la CNN. Y comparto, como en tantas otras ocasiones, el deseo de este hombre de que el mundo se haga eco de esta clase de historia de forma continuada, sostenida, y que las cámaras no se marchen a los dos días de que sucede la catástrofe. Porque es en ese momento cuando comienza el verdadero drama humano.

A lo lejos percibo el canto de los feligreses que se han reunido a orar. El pastor me ve con la cámara y me manda llamar. Quiere que los miembros de su congregación me hablen. Paso al altar que han improvisado junto a los restos del templo, y les doy las gracias por la bienvenida: tinki palé. Después los escucho. Los testimonios de pérdida, de ausencia y desgarro se suceden.

Avelino me traduce. Mientras tomo apuntes me pregunto quién será responsable de que la ayuda no haya llegado a este pueblo en esta segunda etapa de la crisis. ¿Será el gobierno central, el gobierno regional, las ONG? Lo único que me digo, con certeza y desánimo, es saura, saura.

Enterrar a los muertos en Nicaragua

Continúo con mi recorrido a través de las zonas afectadas por el huracán Félix. En Pahara, en Santa Marta, en Sisín, en Krukira, en Dakura, una y otra vez escucho el testimonio de aquellos que lamentan a sus difuntos. Inteto vislumbrar la dimensión humana de esta tragedia, para que supere el umbral de las cifras, de esos números que de tanto repetirse ya no significan nada: doscientos muertos, cien desaparecidos, 180 mil personas sin hogar…

“El techo de nuestra casa se cayó sobre mi madre y la mató. Mi hijo, que estaba pescando en el mar, desapareció. Pensamos que podría estar en Honduras, en el hospital, donde el huracán llevó a muchos pescadores. Pero él no estaba en la lista de los hospitales”, me dice Berta. Advertido por Avelino Cox, evito preguntarle por los nombres de los difuntos, ya que en la cultura mizkita es considerado un agravio mencionarlos. La gente aquí se refiere a ellos como “mi vecino”, “mi hijo”, “mi amigo”.

Según me explica Avelino – uno de los más prestigiosos teóricos de la cultura local, autor de numerosos libros – cuando una persona muere, tanto las ancianas de la familia como las niña, elaboran un hilo de fibras vegetales que conduce de la casa del difunto al cementerio (si en la labor participase una mujer en edad fértil, podría contaminar el ritual, debido a la aprensión que en esta cultura se tiene por la menstruación).

Al mes de la muerte, siguiendo ese hilo, el cadaver es llevado al lugar donde será enterrado mientras el chamán recita oraciones y los vecinos entonan cánticos elegíacos. En esta ocasión, debido a la indigencia en que han quedado sumidos todos tras el paso del huracán, y por el miedo a epidemias, los muertos fueron devueltos a la tierra con premura.

“Lo más duro es la gente que se perdió en el mar, más de cincuenta pescadores. No se los pudo enterrar”, afirma Avelino. “Para el mizkito, vivir junto a sus muertos es muy importante. Por eso cuando los 60 mil mizkitos que fueron desplazados por los sandinistas durante la guerra pudieron finalmente volver a sus tierras, lo primero que hicieron fue correr al cementerio a llorar a sus fallecidos y a pedirles perdón”.

“El hijo de Berta era el marido de Ángeles”, me dice Adolfo Pineda, líder de la comunidad en Pahara, al tiempo en que señala a una joven que está de pie frente a lo poco que ha podido reparar de su casa gracias a un plástico de la cooperación de EEUU (ese país que siempre fue tan generoso con Nicaragua, primero al apoyar durante 42 años a la dictadura de los Somozas, después al financiar a los contra). “Su marido tenía 17 años. Despareció cuando estaba faenando en el mar. Ella tiene 18. Está embarazada», continúa Adolfo.

Nos acercamos a Ángeles, pero no quiere hablar. Ausente, con la mirada perdida en el suelo, apenas musita unas palabras. Después permanece en silencio. Ese mismo silencio lóbrego, cargado de dolor, que se ha posado sobre tantas vidas tras el paso del huracán Félix.

Continúa…

Los niños de Pahara llevan dos días sin comer (y nosotros con la mochila llena de bocadillos)

Preparamos el viaje a Pahara y Dakura a conciencia. Compramos un contenedor de plástico para que no se mojen los equipos en caso de que llueva. Ponemos varias mudas de ropa y toallas en bolsas impermeables. Conseguimos una garrafa con 25 litros de agua. Y nos hacemos – con el jamón ibérico que mi buen amigo Sergio Carmona suele traer desde Madrid a cada viaje que compartimos -, una docena de bocadillos para aguantar durante los dos días que tenemos pensado internarnos en la zona asolada por el epicentro del huracán Félix. Una zona de por sí aislada del mundo, a la que sólo se puede acceder a través de canales de agua flanqueados por manglares.

Dejamos el coche en la orilla de la aldea de Krukira y avanzamos por el muelle al final del cual nos esperaba Durán, el pescador, padre de 13 hijos, que nos va a conducir en su panga primero a Pahara y luego a Dakura. Sorprendidos por nuestra presencia, los miskitos nos siguen con curiosidad, observando las bolsas que no paran de salir del todoterreno, el contenedor estanco con los equipos, ellos que viajan durante días sin más que lo puesto.

Sergio Ruíz, el conductor, parte de regreso hacia la ciudad de Puerto Cabezas. No pierde tiempo ya que está constantemente preocupado por los “bandoleros” – como los suele llamar – que pululan por esta zona sin ley, y mucho más aún desde el paso del huracán Félix. En la panga vienen también Alberto Martín, otro buen amigo que nos da una mano con los equipos y el sonido, y Avelino Cox, profesor universitario, autor de varios libros sobre la cultura miskita, que nos hace de guía e intérprete. Desde la parte trasera de la panga, el hijo mayor de Durán se hace cargo de gobernar el motor fuera de borda.

Aunque mientras hacíamos los bocadillos y esperábamos a que amaneciera deseamos una y otra vez que la lluvia nos perdonase al menos durante las dos horas de viaje, lo cierto es que apenas abandonamos el muelle comienza a diluviar. Una tormenta implacable, que sacude la panga de un lado a otro, que nos hace imaginar cómo podría llegar a ser vivir un huracán. Sergio sale con su cámara a captar imágenes que formarán parte de futuros capítulos de Un día más con vida, al tiempo en que el resto aguantamos valientemente debajo de un plástico a que remita el temporal.

El camino se hace eterno. Y en los momentos en que la panga sale al mar las olas la sacuden como si fuera una cáscara de nueces. Literalmente pasados por agua, tras tres horas de vaivenes, llegamos a Pahara. Adolfo Pineda Davis, líder de esta comunidad de dos mil habitantes, nos da la bienvenida. “Son los primeros periodistas que vienen a vernos, muchas gracias amigos, muchas gracias”, nos dice bajo la lluvia. Se lo ve notablemente emocionado. Junto a él se ha acercado al muelle una comitiva con la gente más influyente de Pahara, el consejo de ancianos y el juez, además de numerosos niños que observan con fascinación los equipos que rápidamente bajamos de la panga.

Como estamos calados hasta los huesos y llevamos en pie desde el alba, comentamos con Sergio, cuando aún no nos hemos adentrado en el pueblo que, una vez terminadas las presentaciones, deberíamos tomar algo caliente, comer y cambiarnos, para luego ponernos a trabajar.

Pero el estado en que ha quedado Pahara tras el paso del huracán Félix nos hace desistir. Supera con creces los peores escenarios que hasta ahora hemos visto. Nada permanece en pie. Dos iglesias, una escuela y 160 viviendas de familias se colapsaron bajo la fuerza del viento. Seis personas murieron, dos desaparecieron y al menos una docena se encuentra en el hospital. Como si hubiese leído nuestras inteciones, Adolfo nos dice: “Me gustaría invitaros una taza de café pero no sólo no tenemos café sino que el viento se ha llevado hasta nuestros utensilios para cocinar”.

En una suerte de tienda que han improvisado con plásticos y maderas, me siento a conversar primero con Adolfo y luego con los miembros del consejo de ancianos. Avelino traduce del mizkito. Sergio y Alberto, que han colocado el equipaje en una mesa, preparan los equipos.

Tomo apuntes en medio de la multitud. Me cuentan cómo sucedió la tragedia. Me dan los nombres de los muertos. Me relatan de forma pormenorizada lo que han perdido: el ganado, las barcas, las redes, las armas.

Cuando estamos por terminar, Franklin, uno de los ancianos de la comunidad me dice: “Nos trajeron unos plásticos y un poco de arroz durante los primeros días. Después no han vuelto a venir. La situación es desesperada. Hace dos días que los niños no comen”. Con Sergio y Alberto nos miramos durante unos instantes. Observamos a las decenas de pequeños que se han congregado, bajo la lluvia, en torno a la tienda. Sus rostros mojados, sus grandes ojos negros. Los bocadillos de jamón ibérico abandonan la bolsa y pasan de mano en mano.

El drama de Krukira

Los habitantes de Krukira estaban convencidos de que, como en tantas otras ocasiones, el huracán Félix pasaría de largo por la costa y se dirigiría a Honduras. “Aquí esta zona es muy seca, por eso nunca había entrado un huracán”, me explica Roger Pérez, pescador de 54 años, líder de la comunidad. “Aunque la radio anunciaba que había posibilidad de una catástrofe, a las diez de la noche el cielo estaba estrellado y no pensamos que nada malo podía suceder”.

Pero lo cierto es que el huracán entró de lleno en el litoral norte nicaragüense, hogar histórico de los indígenas mizkitos, afectando a 180 mil personas de las 330 mil que viven en esta región en la que la tasa de pobreza supera el 80%. “Se levantó una neblina que no nos dejaba ver. Las chapas de zinc volaban de un lado a otro. Cogí a mi mujer, a mis hijos y nos fuimos a refugiar a la casa de mis suegros. El gobierno nunca nos había explicado qué hacer en caso de un huracán. Aquí no tenemos refugios ni nada”, continúa Roger.

Recorro Krukira, este pequeño pueblo de pescadores, junto a Daniel Tyre, coordinador del gobierno regional de la ayuda humanitaria a los afectados por la catástrofe. Señala los árboles tumbados. “Ese es un mango centenario, del que la gente se alimentaba”, me comenta. Vemos las barcas destruidas por el viento, las vacas muertas. “El huracán ha devastado los medios de supervivencia de esta gente”, agrega.

Desde su punto de vista, lo más terrible, lo que mayor esfuerzos requerirá, será el estado psicológico en que ha quedado la población. “Las personas están tan conmocionadas, fue tan duro lo que han vivido, que no saben por dónde comenzar a reconstruir, que no duermen por las noches, que apenas se levanta un pequeño viento vuelven a temer por su integridad”, afirma.

Converso con Ned, pescador, padre de nueve hijos, que mezcla el castellano, el inglés y el mizkito al hablar. “Esto que ves aquí son los pilares de mi casa”, señala. “Se nos cayó encima y aguantamos así toda la tormenta. Veíamos que los caballos y las vacas salían volando. El viento se los llevaba al lago, donde se ahogaron. Un árbol se cayó encima de un caballo, junto a mi casa, y lo partió en dos”.

En Krukira murieron cinco pescadores. Estaban en el mar cuando comenzó a levantarse el viento huracanado que alcanzó 260 kilómetros por horas. Iván, de 23 años, se encontraba en la barca en la que trabajaba. “De repente apareció la tormenta. No nos dio tiempo a reaccionar. Ni siquiera pudimos recoger la red. Yo me caí al agua y no recuerdo nada más. Aparecí en el norte, a 46 kilómetros de aquí. Mis compañeros murieron”, me explica.

Roger Pérez, el líder de la comunidad, me dice que el huracán se hizo evidente a la una de la mañana. Se encontraba en la casa de sus suegros, junto a 20 familiares, cuando el techo se desplomó sobre sus cabezas. Me muestra el lugar en el que pasaron las restatantes horas, hasta las 10 de la mañana, cuando el drama que cambiaría para siempre sus vidas, terminó. Recién recibieron atención médica por la tarde, en el momento en que llegó la ayuda humanitaria.

“Yo viví dos guerras, pero nada como el huracán Félix. Si éramos pobres, esto nos dejó sin nada. Sin animales, sin barcos, sin árboles. No sabemos qué vamos a hacer”, me dice este hombre de mar, corpulento, de rostro curtido. Y en medio del relato hace un alto, pues se emociona y necesita respirar hondo para seguir adelante.

En Krukira me sorprende encontrar algunas casas de pie y otras tumbadas, reducidas a escombros. Al haberse tratado de los brazos externos del huracán, los remolinos de viento recorrían la aldea de forma impredecible, arbitraria, terminando con la existencia de algunos y dejando intactos a otros.

Mi próximo destino será Pahara, una comunidad a la que sólo se puede llegar en panga (bote), epicentro del huracán, en la que ni una sola vivienda ha quedado en pie y a la que la ayuda humanitaria, aunque el huracán Félix tuvo lugar el día 5 de septiembre, casi no ha llegado.

Desolación en Nicaragua tras el paso del huracán Félix

Tras varios días de gestiones, finalmente abandonamos Managua para dirigirnos hacia el norte, a la zona afectada por el huracán Félix. Apenas dejamos la capital de Nicaragua nos recibe un paisaje verde, húmedo, exuberante, de planicies pobladas por palmeras, generosos ríos y montes cubiertos de espesa vegetación. A Sergio Ruíz, el conductor, le preocupa que se haga de noche y que no podamos ver el estado de los puentes así que aprieta el paso desde el primer momento.

Cruzamos pequeños pueblos en los que la gente se mueve sobre todo a caballo. Una gente educada, amable, aunque poco locuaz, que vive en escuetas casas de madera construidas sobre pilares entre las cuales los cerdos y las gallinas se mueven libremente aventurándose muchas veces en la ruta.

Se suceden los carteles que alaban la figura de Daniel Ortega, líder sandinista durante la revolución y presidente del país desde hace ocho meses. “Arriba los pobres del mundo” reza el eslogan que antecede a su retrato (a lo que una amiga de la oposición de izquierdas me dijo con ironía: “Bueno, mejor que empiece por los pobres de Nicaragua”). Se suceden las iglesias evangélicas de todas las variedades posibles (adventistas, mormones), las escuelitas pintadas de azul y blanco, los comedores en los que nos detenemos a almorzar aquello que Sergio Ruíz ordena para todos: pollo en su caldo con frijoles y tostones (plátano frito).

Nicaragua es uno de los países más pobres de América Latina. Esto se hace evidente en las vacas de costillas pronunciadas, en esas viviendas en las que en su interior no hay más que unos cazos para cocinar y unas hamacas tendidas para dormir. No se trata de una miseria desgarradora, como en África o en la India, pero sí latente, silenciosa, que se agazapa entre esta gente para la que el sueldo promedio es de 80 euros al mes.

Pernoctamos en un pueblo llamado Río Blanco, en medio de una lluvia que anega la carretera y que no nos deja seguir adelante. Al día siguiente partimos al alba. Descubrimos ya los primeros signos de lo que hemos venido a buscar: el paso del huracán Félix. Árboles arrancados de cuajo, recostados a ambos lados de la ruta.

La radio anuncia que “el compañero” Daniel Ortega pedirá a EEUU que no deporte a miles de nicaragüenses ahora que ha pasado esta desgracia, ya que necesitan mandar dinero a sus familias. Con escepticismo me pregunto si el paso del huracán habrá sido tan vasto y devastador como se anuncia.

Y lo cierto es que, después de La Rosita, centro del triángulo minero, el paisaje se torna mucho más desolador de lo que podría haber imaginado. Kilómetros y kilómetros de vegetación arrasada, de árboles y postes de luz tumbados.

Y a cada paso la situación se vuelve más dramática. Me pregunto cómo será entonces en la zona más afectada, ya que esto es apenas la periferia de la catástrofe. En cierta medida me recuerda al paisaje del sur del Líbano, también pletórico de silencios y ausencias, aunque no por el efecto del viento, sino de las bombas. Un vasto paisaje de dolor.

Las familias que lo han perdido todo y que ahora se refugian en las escuelas. Las casas sin techos, sin paredes o simplemente reducidas a la nada por el efecto de ese viento que aquí dicen que era tan fuerte que arrancaba la ropa a las personas.

Y el primer testimonio que recojo de esta catástrofe que tuvo lugar hace dos semanas, mientras apuramos la marcha para llegar a Puerto Cabezas, que será nuestra base de operaciones, antes de que anochezca: Erzo Valdés, su mujer y sus seis hijos que estaban en su casa cuando llegó el huracán Félix. Erzo me lleva a ver los restos de su vivienda, de su cosecha de yuca, de su granero. Nada queda en pie. Todo se ha volado, ha desaparecido. Apenas si hay unas maderas partidas en el suelo.

“Antes de esto éramos pobres”, me dice Erzo, que mezcla el idioma mizkito con el español. “Ahora somos más pobres que nunca. Mira cómo estamos, bajo un plástico que nos trajeron en un helicóptero y sin nada más. ¿No sé cómo vamos a hacer para comenzar de nuevo?”.

Mientras tomo apuntes en mi libreta veo que Sergio Ruíz se baja del asiento del conductor con algo en la mano. “Tome, para sus hijos”, le dice a Erzo entregándole una bolsa. Cuando volvemos al todoterreno le pregunto qué le ha dado. “Era la bolsa que me he había preparado mi mujer. Tenía una toalla y una sábana”.