Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Los niños de Pahara llevan dos días sin comer (y nosotros con la mochila llena de bocadillos)

Preparamos el viaje a Pahara y Dakura a conciencia. Compramos un contenedor de plástico para que no se mojen los equipos en caso de que llueva. Ponemos varias mudas de ropa y toallas en bolsas impermeables. Conseguimos una garrafa con 25 litros de agua. Y nos hacemos – con el jamón ibérico que mi buen amigo Sergio Carmona suele traer desde Madrid a cada viaje que compartimos -, una docena de bocadillos para aguantar durante los dos días que tenemos pensado internarnos en la zona asolada por el epicentro del huracán Félix. Una zona de por sí aislada del mundo, a la que sólo se puede acceder a través de canales de agua flanqueados por manglares.

Dejamos el coche en la orilla de la aldea de Krukira y avanzamos por el muelle al final del cual nos esperaba Durán, el pescador, padre de 13 hijos, que nos va a conducir en su panga primero a Pahara y luego a Dakura. Sorprendidos por nuestra presencia, los miskitos nos siguen con curiosidad, observando las bolsas que no paran de salir del todoterreno, el contenedor estanco con los equipos, ellos que viajan durante días sin más que lo puesto.

Sergio Ruíz, el conductor, parte de regreso hacia la ciudad de Puerto Cabezas. No pierde tiempo ya que está constantemente preocupado por los “bandoleros” – como los suele llamar – que pululan por esta zona sin ley, y mucho más aún desde el paso del huracán Félix. En la panga vienen también Alberto Martín, otro buen amigo que nos da una mano con los equipos y el sonido, y Avelino Cox, profesor universitario, autor de varios libros sobre la cultura miskita, que nos hace de guía e intérprete. Desde la parte trasera de la panga, el hijo mayor de Durán se hace cargo de gobernar el motor fuera de borda.

Aunque mientras hacíamos los bocadillos y esperábamos a que amaneciera deseamos una y otra vez que la lluvia nos perdonase al menos durante las dos horas de viaje, lo cierto es que apenas abandonamos el muelle comienza a diluviar. Una tormenta implacable, que sacude la panga de un lado a otro, que nos hace imaginar cómo podría llegar a ser vivir un huracán. Sergio sale con su cámara a captar imágenes que formarán parte de futuros capítulos de Un día más con vida, al tiempo en que el resto aguantamos valientemente debajo de un plástico a que remita el temporal.

El camino se hace eterno. Y en los momentos en que la panga sale al mar las olas la sacuden como si fuera una cáscara de nueces. Literalmente pasados por agua, tras tres horas de vaivenes, llegamos a Pahara. Adolfo Pineda Davis, líder de esta comunidad de dos mil habitantes, nos da la bienvenida. “Son los primeros periodistas que vienen a vernos, muchas gracias amigos, muchas gracias”, nos dice bajo la lluvia. Se lo ve notablemente emocionado. Junto a él se ha acercado al muelle una comitiva con la gente más influyente de Pahara, el consejo de ancianos y el juez, además de numerosos niños que observan con fascinación los equipos que rápidamente bajamos de la panga.

Como estamos calados hasta los huesos y llevamos en pie desde el alba, comentamos con Sergio, cuando aún no nos hemos adentrado en el pueblo que, una vez terminadas las presentaciones, deberíamos tomar algo caliente, comer y cambiarnos, para luego ponernos a trabajar.

Pero el estado en que ha quedado Pahara tras el paso del huracán Félix nos hace desistir. Supera con creces los peores escenarios que hasta ahora hemos visto. Nada permanece en pie. Dos iglesias, una escuela y 160 viviendas de familias se colapsaron bajo la fuerza del viento. Seis personas murieron, dos desaparecieron y al menos una docena se encuentra en el hospital. Como si hubiese leído nuestras inteciones, Adolfo nos dice: “Me gustaría invitaros una taza de café pero no sólo no tenemos café sino que el viento se ha llevado hasta nuestros utensilios para cocinar”.

En una suerte de tienda que han improvisado con plásticos y maderas, me siento a conversar primero con Adolfo y luego con los miembros del consejo de ancianos. Avelino traduce del mizkito. Sergio y Alberto, que han colocado el equipaje en una mesa, preparan los equipos.

Tomo apuntes en medio de la multitud. Me cuentan cómo sucedió la tragedia. Me dan los nombres de los muertos. Me relatan de forma pormenorizada lo que han perdido: el ganado, las barcas, las redes, las armas.

Cuando estamos por terminar, Franklin, uno de los ancianos de la comunidad me dice: “Nos trajeron unos plásticos y un poco de arroz durante los primeros días. Después no han vuelto a venir. La situación es desesperada. Hace dos días que los niños no comen”. Con Sergio y Alberto nos miramos durante unos instantes. Observamos a las decenas de pequeños que se han congregado, bajo la lluvia, en torno a la tienda. Sus rostros mojados, sus grandes ojos negros. Los bocadillos de jamón ibérico abandonan la bolsa y pasan de mano en mano.