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Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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El horror, el horror… final del recorrido por la prisión de Jiam

“El horror, el horror”, musitaba el protagonista de El corazón de la tinieblas al recordar lo que había vivido al adentrarse en las fauces del río Congo. Una frase escrita por Joseph Conrad, extraordinario novelista polaco, que no sólo ha reverberado en la mente de innumerables lectores a lo largo de los años, sino que parece haber sido una suerte de vislumbre de lo que sería el siglo XX con sus guerras, su destrucción y su furia. Un siglo en cuya historia de la infamia la cárcel de Jiam tiene un lugar destacado.

El año pasado, durante la guerra con Hezbolá, Israel bombardeó la prisión de Jiam para que no quedaran huellas o recordatorios de los crímenes contra la humanidad allí cometidos desde que abrió la cárcel en 1985 hasta que la cerró en el 2000, cuando se retiró del sur del Líbano respondiendo, tras 22 años de ocupación, a lo exigido por la Resolución 425 del Consejo de Seguridad de la ONU en 1978.

Camino entre las ruinas de la antigua cárcel. Sólo escucho el silbido del viento que se cuela ente los escombros. Al fondo del solar, en el único edificio que ha quedado en pie, recorro lo que queda de las celdas, cuyas camas continúan intactas, como las dejaron sus antiguos moradores, latentes aún de incertidumbre, de dolor. Dicen los testimonios de los supervivientes que no podían dormir por las noches debido a los gritos de los torturados.

Llevo en la mano un informe de Aministía Internacional que relata lo que sucedía en la prisión: “Durante años, la tortura y los malos tratos habían sido habituales en Jiam, donde los detenidos se hallaban recluidos al margen de todo marco legal. En el momento de su liberación quedaban allí 144 detenidos, algunos de los cuales llevan hasta 14 años recluidos sin cargos ni juicio».

Continúa el informe: «Entre ellos había cinco mujeres, dos de las cuales, Cosette Ibrahim y Najwa Samhat, fueron hospitalizadas en marzo debido a enfermedades causadas por torturas y malos tratos. Se creía que durante los 15 años anteriores habían muerto en Jiam 16 detenidos como consecuencia de torturas«. En las pocas paredes que han sobrevivido a los misiles aún se ven los carteles con los nombres de quienes no aguantaron los castigos físicos y murieron aquí. Hasta el año pasado, el antiguo centro penitenciario funcionaba como museo al que decenas de libaneses se acercaban cada día.

El horror de Jiam. Y Jalal, amigo, chofer y traductor, se mete en una de las salas de tortura. Allí los prisioneros eran encerrados en cajas metálicas que eran apaleadas para crear un ruido ensordecedor. Los miembros del Ejército del Sur del Líbano (ESL), milicia financiada y dirigida por Israel para hacer el trabajo sucio durante la ocupación, también empleaban técnicas como las descargas eléctricas y colgar a los prisioneros de los postes a la intemperie, bajo la nieve.

El bombardeo de la cárcel por parte de Israel, como en 1996 durante la masacre de Qaná, terminó con la vida de cuatro cascos azules de la ONU. Detrás de la cárcel, hoy hay un monumento en su honor. El gran reportero Robert Fisk narra lo sucedido aquel día de 2006 . «El humo se ve también a mi izquierda, sobre la ciudad de Jiam, donde un puesto de observación aplastado queda como el único recordatorio de los cuatro soldados de la ONU -la mayoría de ellos decapitados el martes por un misil fabricado en Estados Unidos- muertos por la fuerza aérea israelí. Soldados indios del ejército de la ONU en el sur del Líbano, visiblemente conmovidos por el horror de traer a sus camaradas canadienses, fijianos, chinos y austriacos de vuelta en por lo menos 20 pedazos, desde el puesto de la ONU, al lado de la prisión de Jiam, dejaron sus restos en el hospital de Marjayún ayer a la mañana».

Con su pluma afilada e implacable, continúa Fisk, que lleva 30 años como corresponsal en la zona: «En años anteriores pasé horas con sus camaradas en este puesto de la ONU que está claramente marcado con pintura blanca y azul, con la bandera celeste de la ONU frente a la frontera israelí. Su deber era reportar todo lo que vieran: el cruel fuego de misiles de Hezbolá desde Jiam y la brutal respuesta israelí contra los civiles del Líbano. ¿Era por esto que debían morir, después de haber sido blanco de los israelíes durante ocho horas, mientras sus oficiales le rogaban a la Fuerza de Defensa israelí que cesara el fuego? Un helicóptero israelí hecho en Estados Unidos se ocupó de eso».

De más está decir que Ehud Olmert salió a decir que se trató de un error. Y que la condena de esta Unión Europea ausente de voz y pusilánime, nunca llegó. El único que se quejó fue Kofi Annan, que exigió una investigación del «aparentemente deliberado» ataque. Aunque después, debido a la presión, tuvo que retractarse.

El horror de las torturas, de la infamia, de Jiam. Pero también el horror de la guerra, de las mentiras y los intereses económicos que la provocan. El horror de la hipocresía de los líderes, de su falsa moral, de su cobardía. Como escribía Conrad: «El mal escondido en la profundas tinieblas del corazón humano».

La cárcel de Jiam y el germen de Hezbolá

Llego finalmente a Jiam, la infame cárcel, escenario de torturas, asesinatos y violaciones a los derechos humanos, acerca de la que tanto he leído. La puerta sigue en pie, como en las fotografías de antaño. La única diferencia es que ahora ya no flamea la bandera israelí sino las del Líbano y Hezbolá.

Al superar la verja de entrada descubro que, donde habían estado los edificios que daban vida a la prisión, ahora no se suceden más que montañas de escombros. El panorama resulta desolador. El susurro del viento. La ausencia de personas. Y, a los lejos, los Altos sirios del Golán, ocupados por Israel en 1967, las disputadas granjas de Cheeba y las primeras poblaciones israelíes. Nunca deja de sorprenderme lo escuetas que son las distancias en esta parte del mundo, y lo abismales que son los odios que las magnifican.

El año pasado, durante la guerra con Hezbolá, Israel destruyó la antigua cárcel para borrar toda huella de las atrocidades que había cometido contra los libaneses que había retenido en su interior. En el bombardeo, los misiles de los F16 hebreos se llevaron la vida de cuatro observadores de la ONU. Hoy, al entrar, lo primero que encuentro es una enorme foto que muestra la prisión antes, durante y después del impacto de los misiles fabricados en EEUU.

Otras fotos, clavadas en medio de los escombros, dan testimonio del horror que se vivió en las celdas de esta prisión que comenzó a funcionar en 1985, y a la que no pudieron entrar los miembros de la Cruz Roja hasta 1995. Torturas, palizas, celdas en las que los prisioneros malvivían hacinados, a cielo abierto.

Israel invadió por segunda vez Líbano en 1982 para enfrentarse a la OLP. Su avance llegó hasta la ciudad de Beirut, donde se posicionó durante tres años con consecuencias tan nefastas para la población local como la matanza de Sabra y Chatila, que las milicias cristianas perpetraron – y de las que ayer se cumplieron 25 años – con la connivencia de Ariel Sharon (que fue juzgado en Israel en 1985 y que tuvo que dejar su cargo como ministro de Defensa).

En aquellos días, los chiíes del sur del país no vieron con malos ojos la presencia de las tropas hebreas, ya que ellos mismos habían padecido la violencia de la OLP. Sin embargo, en lugar de retirarse una vez que los líderes palestinos abandonaron el país de los cedros en dirección a Túnez, los israelíes se quedaron en la parte meridional, primero hasta el río Asawi y luego hasta el río Litani, en un ocupación que duró hasta el año 2000 y que fue el germen de Hezbolá.

Las violaciones a los derechos humanos, las detenciones arbitrarias, los toques de queda, la destrucción de casas, terminaron por levantar a la población chií en contra del Tsahal y de la milicia cristiana que había articulado: el Ejército del Sur de Líbano (ESL). Irán, decidido a exportar su revolución islámica, comenzó a brindar ayuda a los chiíes que, primero con atentados con coche bomba dirigidos a los soldados, y luego con toda clase de armamentos, se empezaron a enfrentar a las tropas ocupantes.

¿Por qué los israelíes se quedaron tanto tiempo en el sur de Líbano? Existen diversas teorías. La primera es que Ariel Sharón albergaba la idea de crear un Gran Israel. Ya en 1919, durante la Conferencia de paz de Versalles, los sionistas habían señalado su deseo de que el Estado judío llegara al río Litani, para poder tener así mayores fuentes de agua. Pero Francia, que en aquellos momentos dominaba Líbano, se opuso. Otra teoría señala que David Ben Gurión había siempre deseado tener como vecino en el norte un estado cristiano, razón por la cual Israel había armado a los maronitas desde el comienzo de la guerra civil en 1975.

Fuera cual fuera la razón de la ocupación, lo cierto es que la estrategia de Sharón demostró ser un grave error, pues de sus excesos en la zona surgió la semilla del odio con que se gestó Hezbolá. Su enemigo más acérrimo, el único que ha logrado hacerle frente en el plano militar.

En 1992, el brazo armado del Partido de Dios comenzó a contar con misiles Katyushas, así como con armas cada vez más modernas, gracias a las que infligía daños cada día mayores a la tropas de ocupación. Los combatientes chiíes había encontrado un punto débil, situado entre la torreta y la base, en los hasta el momento indestructibles tanques Merkava II. La televisión Al Manar, nacida ese mismo año, se encargaba de hacer llegar a Israel las imágenes de las bajas sufridas por los soldados hebreos.

La izquierda israelí, más fuerte en aquellos tiempos, comenzó a preguntarse qué hacían en Líbano, si los palestinos ya se había ido. Varios movimientos populares empezaron a presionar al gobierno para que terminar con la ocupación. Pero fueron cuatro valientes madres israelíes del kibbutz Gadot, situado en el norte de Galilea, las que empezaron la revolución que terminaría con 22 años de presencia hebrea en Líbano. Se reunían cada día en el cruce de Machanayim. Encendían velas por los soldados muertos. Otras mujeres se sumaron a ellas. La prensa rápidamente les prestó atención. Y su movimiento se conoció como el de las «Cuatro Madres». Ellas decían que no entendían por qué estaban luchando sus hijos. Por qué razón debían morir.

La presión de esas madres consiguió que el 25 de mayo del año 2000 las tropas israelíes se retiraran. Fecha que se conmemora en Líbano como el Día de la Resistencia y de la Liberación. Una acción que consiguió que otras mujeres, situadas en el lado opuesto de la Línea Azul, pudieran correr hacia la prisión de Jiam para encontrarse con sus maridos e hijos, como muestran las fotografías que se suceden en este lugar en el que el viento, único sonido que nos rodea, parece susurrar lamentos, parece albergar voces cargadas de dolor.

Continúa…

Crónicas que querría no tener que escribir: torturas en la prisión de Jiam

Hay artículos que me gustaría no tener que escribir. Hay realidades a las que no querría tener que acercarme. Me sucede bastante a menudo. Y hoy, mientras recorro el sur del Líbano en dirección a la prisión de Jiam, me embarga una honda desazón.

Regresan a mí los recuerdos de otro lugar también cargado de horror, sufrimiento e ignominia. Un lugar que conozco muy bien: el centro de detención de Tuol Sleng, donde los jemeres rojos torturaron y asesinaron a más de 16 mil personas a lo largo de los cuatro años, entre 1975 y 1979, en que tomaron el poder en Camboya.

Camboya fue uno de los países donde comencé, a principios de los años noventa, mi labor como periodista. En aquellos tiempos viajaba una y otra vez a Phnom Penh para escribir sobre las minas antipersona, las acciones de los jemeres rojos, el desembarco de la misión de paz de la ONU y la salida de las tropas vietnamitas. A pocas manzanas de la pensión de Narim, lugar pintoresco en el que me solía alojar, estaba aquella antigua escuela, silenciosa, abandonada, en la que la guerrilla de Pol Pot había cometido algunas de sus acciones más atroces.

Historia de un genocidio

Durante la contienda bélica de Vietnam, en un hecho que salió a la luz años más tarde, la aviación de EEUU lanzó sobre Camboya, país que se había mantenido neutral, más bombas que durante toda la segunda guerra mundial. Fue un plan secreto, urdido por el infame «doctor» Herny Kissinger, que causó millares de lo que ya en aquellos años se llamaba eufemísticamente «daños colaterales».

Los ataques sobre territorio camboyano dieron un espaldarazo a la guerrilla mahoista de los jemeres rojos que, una vez terminada la guerra, y con el rey Norodom Sihanouk en el exilio – ese soberano amante del jazz, director de cine, divinidad reencarnada y demagogo insuperable -, tomó el poder en 1975.

Su ejército de adolescentes entró victorioso a Phnom Penh y, en un acto inesperado, comenzó a echar a la gente rumbo a la zonas rurales hasta dejar la ciudad desierta ya que el plan de Pol Pot era convertir a Kampuchea en una sociedad agraria sin dinero, hospitales, profesionales de clase alguna o familias. El éxodo masivo, y las brutales condiciones en las que se trabajaba en el campo, provocó la muerte a más de un millón de personas.

La prisión de Tuol Sleng, también conocida como S21, es uno de los pocos recordatorios que quedan en pie de la brutal estrategia colectivista de Pol Pot, un hombre que se había educado en París y que había pergeñado una versión del marxismo casi más radical y genocida que la de Stalin. Paradójicamente, debido al veto de China, el Consejo de Seguridad de la ONU nunca se pronunció en su contra.

Cuando los vietnamitas tomaron Phnom Penh crearon un museo en el S21 empleando las fotos que los mismos jemeres rojos tomaban de sus víctimas. Ahora el museo tiene un aspecto más sobrellevable, pero cuando entré por primera vez aún conservaba montañas de calaveras y manchas de sangre en el suelo. En el momento en que Camboya fue liberada de los jemeres rojos, todavía había personas en las camas de torturas. Sólo cuatro de las 16 mil que por allí pasaron lograron sobrevivir.

La impunidad del «doctor»

Henry Kissinger no pagó por sus crímenes en Camboya. Como tampoco lo hizo por alentar el genocidio indonesio en Timor Oriental, que costó la vida a 200 mil personas, ni por su influencia en las matanzas en Bangladesh, ni por haber dado luz verde al golpe de estado en Chile que terminó con Allende, ni por su respaldo a la Operación Condor y la junta de Videla.

Aunque se han desclasificado documentos que lo incriminan en todos estos casos (y en varios más como el apoyo a Saddam Hussein contra los kurdos en 1975 o a los crímenes del Sha iraní), sigue asistiendo a fiestas en Nueva York y continúa vendiendo los millonarios servicios de la asesoría Kissinger Associated a quien los pueda y desee pagar. Aunque hoy tenemos una corte internacional de justicia en la Haya, y más allá de los precedentes sentados por el juez Garzón, parece que esas actividades jurídicas sólo están orientadas a dictadores de medio pelo caidos en desgracia. Los líderes de las naciones poderosas nunca pagan por sus crímenes.

De todas las descripciones que se han hecho de Kissinger, la que siempre me ha parecido más afilada es la de Joseph Heller, autor de Trampa 22, el mejor libro escrito sobre la locura de la guerra. «Kissinger no va a ser recordado en la historia como Bismarck, Metternich o Castlereagh, sino como un odioso schlump (chapucero) que hacía la guerra alegremente». El primer reportero en acusar de crímenes contra la humanidad al antiguo Secretario de Estado norteamericano, fue el gran periodista Seymour Hersh. Úno de los últimos, el ahora neoconservador Christopher Hitchens, con su libro Juicio a Kissinger, a cuyas acusaciones el «doctor» no respondió con argumentos ni demandas judiciales. Sólo se limitó a decir públicamente que era un «antisemita».

Rumbo a Jiam

¿Por qué me obstino en ir hoy a la prisión de Jiam? Porque en buena medida explica la historia reciente del sur de Líbano. Allí, durante la ocupación, el Ejército de Israel, a través de los miembros Ejército Armado del Sur (SLA), torturó a cientos de libaneses como bien señalan no sólo los testimonios de los supervivientes sino los informes de organizaciones independientes como Amnistía Internacional.

Fue otro de los gérmenes del odio y la indignación en los que se gestó el brazo armado de Hezbolá que terminó por expulsar a las tropas ocupantes de Israel en el año 2000. Y fue, asimismo, uno de los objetivos que la aviación hebrea bombardeó en 2006 – matando a cuatro cascos azules de la ONU – para que no quedara huella de las violaciones a los derechos humanos que se sufrieron en sus mazmorras, para privar a los libaneses de este recordatorio del horror.

Cruzo el último puesto de control. Paso junto a un destacamiento español del a FINUL. Y asciendo por la carretera que me conduce a Jiam. Los recuerdos de Camboya se obstinan en acompañarme. Sé que la magnitud de los sucedido en ambos lugares no resulta comparable. Pero tengo la lóbrega certeza de que una vez más me voy a enfrentar a lo más abyecto de la condición humana.

Continúa…

Caían bombas como lluvia

Si hay algo estimulante de esta profesión, además de que se trata de un constante aprendizaje, y de que en algunas circunstancias puede llegar a movilizar voluntades para poner fin a determinado problema, es que casi siempre resulta impredecible. No en pocas ocasiones me sucede que en el proceso de buscar historias para levantar los andamios de un reportaje, encuentro otros testimonios igual de estimulantes que los que estaba procurando en un primer momento.

Es lo que me ocurrió el pasado jueves cuando recorría el sur de Líbano recavando información sobre la muerte de 23 civiles cuando huían de la población de Marwahín. Un hecho que el maestro de periodistas, Robert Fisk, describió de la siguiente manera (poniendo énfasis en aquello que siempre intento recalcar: el perverso uso que hacen algunos políticos y medios de comunicación del término terrorista para justificar crímenes contra la humanidad y atropellos de los derechos humanos):

«Será recordada como la masacre de Marwaheen. A todos los civiles asesinados se les había ordenado abandonar sus hogares en el pueblo de la frontera por los mismos israelíes unas horas antes. Váyanse, se les dijo a través de un altoparlante; y se fueron, veinte de ellos en una caravana de automóviles civiles. En ese momento fue que llegaron los aviones israelíes para bombardearlos, matando a veinte libaneses, de los cuales por lo menos nueve eran niños. La brigada de bomberos local no pudo extinguir el fuego, mientras todos se quemaban vivos en el infierno. Otro “objetivo terrorista” había sido eliminado«.

En una localidad próxima a Marwahín, el dueño de una tienda al que entrevisto acerca de la masacre, me dice que debería hablar con Kadija Murua, la única persona que permaneció en el pueblo durante la guerra. Siguiendo sus indicaciones llego junto a Jalal, el traductor, a una modesta casa de dos plantas, al fondo de cuya terraza vislumbramos a una mujer mayor, que permanece sentada en una silla, sola, en silencio, mientras anochece en esta parte del mundo.

«Salaam aleykum», dice Jalal, pero la anciana no lo escucha. Insiste, a viva voz. Ella reacciona. Nos invita a pasar. Jalal le explica que soy un sahafi (periodista) que he venido de España y que me gustaría hacerle algunas preguntas acerca de la guerra.

«Pasé la guerra sin que nadie me ayudara, aquí, encerrada en mi casa», afirma Kadija. Acto seguido, señala hacia el suelo con el bastón. «Como casi no me puedo mover, me encerré en la despensa. No tenía electricidad. Y sólo salía para ir al lavabo, que está al lado».

«¿Y de qué se alimentaba?», quiero saber. “Tenía un poco de keshek y hommos que mezclaba con el agua que cogía del lavabo. Fue todo lo que comí durante 33 días”, afirma Kadija con evidente expresión de sufrimiento al recordar aquellos momentos de angustia, incertidumbre y soledad. El keshek es una suerte de harina de yogurt y trigo, y el hommos, pasta de garbanzos.

«¿Y qué es lo que recuerda de aquellos días? ¿Sabía lo que estaba pasando?», continúo. Al escuchar la respuesta de Kadija, Jalal sonríe. «¿Qué ha dicho?», le pregunto. «Que caían bombas como lluvia», me explica. «¿Por que lo dice, porque caían muchos misiles?», intento profundizar. Jalal le formula la pregunta. A lo que la anciana le responde, lacónicamente, sin extenderse: «Caían bombas como lluvia».

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La masacre de Marwahín

Kadija Murua se mueve con dificultad. Avanza asida a su bastón de madera, lentamente, apoyándose con la otra mano en cuanto objeto encuentra a su paso. A los 74 años de edad, vive sola en la planta baja de una casa situada apenas a tres kilómetros de la frontera con Israel.

Tras haber perdido una hora en el último puesto de control del Ejército, donde una vez más me han tenido esperando hasta que comprobaron con la central de inteligencia que mis papeles estaban en regla, llegué Mazraat el Bidaya, el pueblo en la que vive Kadija, cuando ya el sol se comenzaba a diluir en las mansas aguas del Mediterráneo.

Como ya había hecho en Caná, y en varios otros lugares del sur del Líbano, mi idea era recavar información sobre una de las tantas masacres de la guerra del 2006. En este caso, la que tuvo lugar durante el día 15 de julio cuando una familia huyó de de su casa en la aldea de Marwahín para tratar de encontrar refugio en un cuartel cercano de Naciones Unidas después de que aviones israelíes lanzasen octavillas en las que ordenaban a los vecinos que abandonaran sus casas.

Los cascos azules franceses les prohibieron el acceso, por lo que la familia decidió seguir camino hacia la ciudad de Tiro. En una de las curvas de la sinuosa carretera su vehículo fue alcanzado por un misil disparado desde un F16 de la aviación israelí. Según cuentan los testigos, la visibilidad era excelente, y la sección posterior de la camioneta Datsun carecía de techo, por lo que se podía identificar perfectamente que se trataba de menores de edad y no de combatientes de Hezbolá.

La masacre de Marhawín conmocionó al mundo porque tuvo lugar en el tercer día de ofensiva israelí. Terminó con la vida de 23 personas, de las que nueve eran niños. Y creo que es importante recordar, una vez más, que fue la respuesta del gobierno de Ehud Olmert no a un ataque con misiles ni a una invasión, sino al secuestro de dos soldados por parte de Hezbolá, una práctica que Israel realiza de forma sistemática: detener a personas fuera de su territorio, sin hablar ya de los miles de palestinos que están en sus cárceles ausentes de cargos en su contra, juicio o condena. Una acción por parte de Hezbolá a la que Israel respondió en el 2004 negociando, pero que en esta ocasión rechazó, según algunos analistas, alentada por EEUU para golpear de forma indirecta a Irán.

Recordemos también que Israel ejecuta, dentro y fuera de su territorio, una política sistemática de asesinatos selectivos, como la que terminó el 16 de febrero de 1992 con la vida del anterior secretario general de Hezbolá, Sayed Abbas Musawi, y con tantos dirigentes palestinos. Lo curioso de todo este asunto es que en sus apariciones públicas, Ehud Olmert se llena la boca hablando de terrorismo. Si entendemos al terrorismo como la voluntad de golpear deliberadamente a gente inocente para conseguir objetivos políticos, religiosos o sociales, quizás el señor Olmert debería mirarse al espejo al pronunciar esta palabra, ya que su estrategia del año 2006 en la guerra contra Hezbolá fue atacar deliberadamente a la población civil destruyendo los puentes, las centrales eléctricas, las carreteras, para devolver a Líbano “veinte años en el tiempo” y para crear un estado de opinión contrario al Partido de Dios (estrategia que no le salió bien, pues ante semejante despliegue de barbarie casi todo el país terminó respaldando a Hezbolá).

Ahora, mientras anochece en el sur de Líbano, voy de casa en casa hablando con la gente para buscar detalles sobre la vida de la familia asesinada mientras huía de Marhawín. Como sucede tantas veces en esta profesión, me encuentro con un testimonio que no esperaba: la conmovedora historia de Kadija, esta anciana que pasó los 33 días de la guerra encerrada entre la despensa y el baño de su casa, sola, sin televisión ni radio, sin nadie que la viniera a rescatar.

Continúa…

Nuevas denuncias de torturas en Israel

La Corte Suprema de Israel prohibió en 1999 a los servicios de inteligencia de este país, conocidos como Shin Bet, seguir torturando a los detenidos palestinos. Sin embargo, un informe de 96 páginas publicado el jueves de la semana pasada por la organización hebrea pro derechos humano, Betselem, demuestra que estas prácticas continúan. Los testimonios sobre los que se sustenta esta afirmación, que llegaron a la portada del periódico Haaretz, fueron obtenidos entre julio de 2005 y enero de 2006.

El terrible listado de vejaciones, en esta nación a la que Occidente ha atribuido siempre el rol de faro moral de Oriente Próximo, es la siguiente. Cada una de ellas prohibida por el derecho internacional.

1. Impedir a los prisioneros conciliar el sueño durante 24 horas.

2. Palizas «en seco».

3. Confinamiento en solitario, sin posibilidad alguna de recibir la asistencia de un letrado o del Comité Internacional de la Cruz Roja.

4. La detención de familiares como medio de coherción.

5. La obligación a permanecer en posiciones sumamente dolorosas como la «rana» o «la banana».

6. La vejación constante: insultos, escupitajos, amenazas de muerte, exploraciones físicas de detenidos a los que se les obliga a permanecer desnudos.

La Corte Suprema sólo dio permiso a los interrogadores para ejercer la tortura en casos extremos, como ante la amenaza de una bomba, pero la investigación llevada a cabo por Betselem, demuestra que estas prácticas han sido aplicadas de forma rutinaria, abierta, ante numerosos testigos.

Algunos de los testimonios en el informe resultan desgarradores. Un detenido, mencionado como AZ, de 29 años de edad, dice que se lo obligó a colocarse en un banco con las piernas y las manos esposadas, con la espalda en flexión, en lo que se conoce como la posición de la «banana». Usando cadenas, los guardias hebreos tiraron de su cuerpo hasta que el prisionero perdió el conocimiento.

Esta denuncias sobre torturas se suman a las que hizo Betselem el año pasado sobre el uso de civiles palestinos como «escudos humanos» durante los combates o en la toma de edificios. Durante los meses que estuve en la región en 2006 pude recoger numerosos testimonios de estas prácticas que incluyo en mi próximo libro Llueve sobre Gaza, que finalmente será publicado el día 22 de este mes.

Una vez más los militares israelíes se han dado el lujo de contravenir una decisión de la Corte Suprema que el 6 de octubre de 2005 declaró que el uso de escudos humanos es ilegal, respondiendo a la petición presentada por siete asociaciones de derechos humanos en el año 2002.

A este ignominioso listado se debe agregar el uso, que denunciamos en este blog el año pasado, de armamento prohibido sobre la población civil de Gaza, así como la política penitenciaria del Estado judío que permite mantener a un palestino en prisión por tiempo indeterminado sin la obligación de ser llevado a juicio o de presentar cargos en su contra.

¿Qué ha provocado este aparente recrudecimiento en las violaciones de los derechos humanos por parte de Israel en un período en el que casi no han tenido lugar atentados? ¿Qué ha llevado a Ehud Olmert y los altos mandos castrenses a ejercer el poder de ocupación violando de forma repetida el derecho internacional humanitario? Existen varias teorías, en la próxima entrada las expondré.

(Fotografías entregadas por soldados israelíes a Hernán Zin en julio de 2006)

Guerra y corrupción en Israel

En un artículo titulado “¿Queda alguien que no sea corrupto?”, el analista político Sami Peretz repasaba hace uno días en el periódico Haaretz los numerosos escándalos de comisiones, tráfico de influencia y casos de acoso sexual que están sacudiendo a la clase política israelí desde la guerra contra Hezbolá. Al final del texto llegaba a una durísima conclusión: “Somos un país corrupto, podrido hasta la médula”.

El episodio que más titulares ha conseguido fue el del presidente de Israel, Moshe Katsav, en el cargo desde el año 2000. En julio, cinco mujeres denunciaron que había abusado de ellas.

Esto sucedía días después de que el Ministro de Justicia, Haim Ramon, fuera acusado de acosar sexualmente a una empleada. Horas antes había dicho a los medios de comunicación que “todo el mundo en el sur de Líbano es terrorista, de una u otra forma está conectado con Hezbolá”. El 18 de agosto, este hombre, que fue ministro también con Yitzhak Rabín y Shimon Peres, tuvo que renunciar.

El Comandante en jefe del Ejército, Dan Halutz, vendió sus acciones en bolsa después de que Hezbolá secuestrara a dos soldados, sabiendo ya que la guerra iba a comenzar. Se le exigieron explicaciones por haber utilizado información privilegiada para ganar dinero.

Hasta el mismo Ehud Olmert ha sido señalado por diversos casos de sobornos y tráficos de influencia. El primero de todos: la compra de un piso millonario en Jerusalén a un precio inferior al del mercado. La lista continúa, como el que publica hoy 20 Minutos.

La clase política que precedió a la actual administración, tampoco tuvo las manos limpias. El anterior presidente de Israel, Ezer Weizman, dimitió en el año 2000 tras ser investigado por recibir un soborno de unmillón de dólares. Benjamín Netanyahu también sufrió el escrutinio de la justicia, por numerosos casos, entre los que destaca el de Bar-On

Pero el gobernante que se lleva la palma, más allá de haber sido hallado responsable por las matanzas de Sabra y Chatila, es Ariel Sharón, que a través del Comité Central del Likud creó un poder autónomo dentro del Estado, gracias a la ayuda de sus dos hijos.

Hace unos meses, Meir Margelit decía en este blog que la política belicista y de ocupación que sigue Israel está carcomiendo los cimientos morales de su sociedad. Hablaba de los valores del judaísmo tradicional, de la diáspora, que habían sido abandonados. Una idea similar a la que expuso Gideon Levy.

Ahora que en Israel se debate con tanta pasión sobre la necesidad de atacar a Irán, cabe preguntarse si no habrá por parte del Ejecutivo de Olmert un deseo de silenciar las críticas a través una nueva aventura militar. La guerra acalla las voces disidentes, el patriotismo manda, hay que apoyar a los combatientes, no se puede debatir ni discrepar.

La amenaza del enemigo externo, real o inventada, sirve siempre a los dirigentes para distraer la atención, para justificar sus acciones. Por otra parte, sería, como siempre, un espaldarazo a la industria armamentística, gran generadora de riqueza y empleo en este país.

Quizás sean estos argumentos que Olmert maneje, ya que su popularidad se encuentra por los suelos. Una acción desesperada para encausar a un gobierno que poco ha tenido de bueno a lo largo de su año de mandato.

De lo que no queda duda, como reflexionamos en tantas ocasiones en este blog, es que la guerra corrompe a todos los niveles. E Israel lleva ya demasiados años recurriendo a la violencia para tratar de solucionar sus problemas.

Tal vez haya llegado la hora de un cambio, de sentarse a dialogar. Terminar de una vez por todas con la dialéctica del victimismo, de la amenaza, de la guerra preventiva, y comenzar a buscar puntos de encuentro para avanzar hacia la paz en Oriente Próximo.

Ehud Olmert: una rectificación tardía pero esperanzadora

El pasado lunes, el primer ministro Ehud Olmert se manifestó dispuesto a retomar el diálogo con la Autoridad Palestina tras cinco meses de ofensiva armada y castigo colectivo contra la Franja de Gaza. Anunció que excarcelará «a muchos presos» palestinos cuando los milicianos liberen al soldado Gilad Shalit, que permanece en manos de Hamás desde el día 25 de junio de 2006.

Pienso en el dolor de tantas familias que conocí durante los dos meses en que seguí de cerca los acontecimientos de Gaza, en los más de 400 civiles muertos, en los miles de civiles heridos, en el hambre, en la desesperación, y me pregunto: ¿por qué no tomó Olmert esta decisión el primer día? ¿Por qué no nos evitó esta lóbrega sucesión de destrucción y muerte?

El secuestro de un soldado no puede justificar el castigo de millones de personas, como ocurrió en Gaza, como sucedió también en Líbano, donde seguramente dentro de poco tiempo se abrirán las negociaciones con Hezbolá para el intercambio de prisioneros. Más de mil muertos como consecuencia de una respuesta desproporcionada, a todas lúces errónea. Y otra vez la misma pregunta: ¿por qué? ¿Para qué?

El cambio de rumbo de Olmert viene dado por su baja popularidad en Israel, inferior al 20%, y por la presión de EEUU, que parece haber comprendido que la vía para la paz es el diálogo con todos los actores de la región, incluyendo a Siria e Irán, y la solución del conflicto palestino. Justamente hoy, Condoleezza Rice se reunirá con Mahmud Abbas en Jericó.

Ojalá Olmert haya tomado conciencia de que las acciones militares no han conducido más que a generar nuevos odios y a la condena de Israel por parte de la comunidad internacional. Ojalá tenga la entereza suficiente para actuar con decisión, como se lo exigió el padre de Gilat Salid, que le pidió “más hechos y menos palabras” (y que, en un gesto que lo honra, visitó en el hospital a los supervivientes de la matanza de Beit Hanún). Ojalá tenga el valor de ir a la causa de los problemas, aunque los Kassam sigan cayendo, y comience de una vez por todas a retirar los asentamientos ilegales y a desmontar el infame muro para volver a las fronteras de 1967. Sólo a través de ese camino alcanzará la paz. Y tal vez los israelíes vuelvan a confiar en él. Y quízás la historia no lo juzgue con tanta severidad.

Aviones no tripulados: los nuevos protagonistas de las guerras

Uno de los recuerdos que más preservo del tiempo que pasé en Gaza es el zumbido de los aviones no tripulados israelíes. A todas horas volaban por encima de nosotros realizando labores de inteligencia, buscando objetivos sobre los que descargar sus misiles.

Lo que hacía que su presencia fuera tan descorazonadora era que resultaban imposibles de ver, a diferencia de los aviones F16 y de los helicópteros Apache AH-64A (curiosa costumbre de la industria estadounidense: poner nombres de tríbus aborígenes a estas aeronaves de combate).

Recién cuando el sol comenzaba a sumergirse en el Mediterráneo, lograba vislumbrar el delgado perfil de los aviones no tripulados hasta que la noche los volvía a hacer invisibles.

Muchas fueron las historias que conté en este blog de personas que perecieron bajo los misiles de estos aviones teledirigidos que en inglés reciben el nombre de drones.

Una de las que nunca olvidaré es la de Huda Natour, de 44 años, que salió corriendo de su casa junto a sus tres hijos cuando entraron los tanques hebreos a su pueblo (ya que los drones solían antecer a los blindados en los ataques para despejar el terreno de posibles milicianos). Dos semanas más tarde, Huda moriría debido a las heridas.

O la de Khader Al Magary, joven sordomudo del campo de refugiados de Al Maghazy, que salió por equivocación a la calle, creyendo que ya las tropas israelíes se habían ido, y que perdió las dos piernas y uno de los brazos al ser alcanzado por el misil que le lanzó uno de estos drones.

Crímenes de guerra que me llevaban a preguntarme cómo funcionaban aquellas aeronaves que se suponían de última tecnología pero que, casi a diario, se llevaban por delante la vida de inocentes en Gaza.

La drones asesinos

Israel empezó a utilizar los aviones no tripulados en los años ochenta. Y ha sido pionera en el desarrollo de esta tecnología. En un comienzo, como medio de vigilancia y recogida de información, aunque en los últimos años, como verdadera arma de combate.

Sus industrias aeronáuticas fabrican numerosos modelos de drones: Hermes 450, Pioneer, RQ-5 Hunter, Heron, Harpy, Ranger, Scout, Searcher, Skylite. Tal es el dominio que tienen en este ámbito, que asesoran a los Estados Unidos en el desarrollo de sus propios aviones no tripulados.

El más famoso de todos los modelos estadounidenses es el Predator, que fue utilizado en operaciones contra Al Qaeda en Yemen y Pakistán, así como para luchar contra la insurgencia en Irak y para espiar los avances del programa nuclear de Irán.

Otra función que están cumpliendo desde hace poco tiempo los drones es la de vigilar la frontera con México (dos aeronaves Hermes 450, de fabricación israelí). Así que también los espaldas mojadas, al igual que los habitantes de Gaza o Irak, tendrán que acostumbrarse al constante zumbido de estos aviones.

En estos momentos, la Fuerza Aérea de los Estados Unidos cuenta con dos flotas de Predator, pero el año pasado, el Pentágono decidió invertir 5 mil millones de dólares para el desarrollo de 114 aeronaves más, doce escuadrones en total, pues están convencidos de que tendrán un rol determinante en las guerras del futuro.

«Durante la guerra fría, los Estados Unidos confiaban en los satélites para encontrar las bases de misiles soviéticos y para seguir al Ejército rojo», declaró después de que se anunciara la inversión en los nuevos escuadrones, Doug Karan, portavoz de la Fuerza Aérea de EEUU. «Las amenazas de hoy requieren un mirada mucho más cercana del enemigo así puedes ver a pequeños grupos de terroristas o escuchar las llamadas que realizan con los móviles».

La primera generación del Predator tiene una autonomía de vuelo de 40 horas y alcanza los 25 mil pies de altura. Provee vídeos en tiempo real a las tropas y puede disparar dos misiles antitanque Hellfire. La nueva generación, el Predator B, tiene capacidad para 16 misiles, la misma cantidad que puede llevar un helicóptero Apache.

Parece ser tal la importancia de los drones, que ya las principales empresas constructoras del mundo, como Lockheed Martin, Northrop Grumman y Boeing, están gestando nuevos modelos, siguiendo un plan estratégico – y de suculento presupuesto – que el Pentágono ha establecido hasta el año 2030.

La mayoría de estos prototipos, que pertenecen a la categoría de aviones no tripulados de combate, o killer drones (drones asesinos), como los llaman las revistas americanas de armamento, tienen un aspecto futurista. El X-47 Pegasus UCAV-N, de la empresa Northrop Grumman, es uno de los que ya ha sido probado con éxito.

Israel y Hezbolá: la lucha de los drones

Muchos expertos coinciden en afirmar que el reciente conflicto en Líbano es el primero de la historia en que los drones fueron utilizados de forma masiva, como un elemento central de la estrategia de combate.

Básicamente, los drones mandan la información que van capturando a un satélite que la envía a su vez a una base desde la que los soldados dirigen sus movimientos.

En la siguiente captura de U Tube se ve cómo son controlados estos aviones. Y lo cierto es que el aspecto de ascéptico del lugar, que da la impresión de que se tratase de un video juego, contrasta con la realidad que veía cada día en Gaza.

En cierta medida, estas imágenes responden a las preguntas que me hacía casi a diario: dónde estarán y de qué forma verán el conflicto quienes teledirigen a los drones. Sobre todo, cuando era testigo de las enormes equivocaciones que cometían, de las numerosas ocasiones en que confundían a civiles con combatientes.

Continúa…

Escudos humanos en Gaza: ¿es posible la resistencia pacífica?

A veces tengo la impresión de que lo único que busca el Ejército israelí con sus incursiones armadas y sus constantes violaciones de la legalidad internacional y los derechos humanos, es provocar la reacción violenta de los palestinos.

Una reacción que permita seguir justificando a los gobernantes hebreos, con la excusa de la «seguridad», la ocupación de territorios que hace décadas que tendrían que haber devuelto a sus legítimos dueños, según lo ha repetido en tantas ocasiones el Consejo de Seguridad de la ONU.

Cuando Hamás llevaba 14 meses de tregua, buscando legitimar así el poder que había conseguido en enero de este año en las urnas, el Tsahal – nombre con el que se conoce al Ejército israelí – golpeaba con fuerza a Gaza a través de ataques con artillería desde la frontera y bombardeos.

Hasta que el asesinato de la familia Galia el día 9 de junio, en la playa de Beit Lahia, empujó a los líderes del brazo armado de la organización islamista a volver a empuñar las armas.

Aún recuerdo con desazón el encuentro con uno de los cuatro supervivientes de la familia, Jamal, que acaba de volver del hospital de Israel en el que había pasado dos meses internado y que me recibió en la puerta de su casa en Beit Lahia.

Como consecuencia, Hamás llevó a cabo una operación junto a miembros de los Comités Populares de la Resistencia a través de un túnel que los condujo al puesto militar de Kerem Shalón. Allí, el 25 de junio, mataron a dos soldados y secuestraron a un tercero: el cabo Gilad Shalit.

La respuesta del Ejército de Defensa de Israel, que según muchos analistas estaba planeada de antemano, fue brutal y desproporcionada, lo mismo que sucedería semanas más tarde en el Líbano tras el secuestro de dos soldados israelíes por parte de Hebzolá (que esperaba poder utilizarlos como moneda de cambio por algunos de los cientos de libaneses que Israel había encarcelado a lo largo de los 22 años de ocupación ilegal del sur del país del cedro).

El día 27 de junio los tanques entraron tanto por el sur como por el norte, y la aviación comenzó a destruir de forma sistemática edificios públicos e infraestructuras como puentes, carreteras y centrales eléctricas.

Cuando ya parecía quedar poco por arrasar – los principales ministerios habían sido reducidos a escombros, así como todos los puentes de la franja de Gaza -, los ataques de los cazabombarderos F16 y de los helicópteros Apache se centraron en las casas de civiles, tanto líderes políticos como miembros de la resistencia, en una serie de acciones que contravienen los principios elementales del Derecho Internacional Humanitario y la Cuarta Convención de Ginebra.

Recuerdo que en los meses de julio y agosto, además de cubrir las incursiones de los blindados, me dedicaba a seguir día a día las casas que acababan de ser destruidas, en lo que no era más que otra herramienta del brutal castigo colectivo al que Israel está sometiendo a los habitantes de la franja de Gaza.

Para evitar la muerte de civiles, los soldados hebreos comenzaron a llamar por teléfono para alertar a los habitantes de la vivienda. «Abandone su casa, en veinte minutos será destruida», decía una voz en árabe o hebreo a través del teléfono. Pero lo cierto es que resultaba un método impreciso, como en el caso de una vivienda que visité en Siyaía varias horas más tarde de que fuera atacada. Por error, el misil había destruido también la casa de los vecinos, hiriendo a una anciana que se encontraba en su interior.

Otra equivocación fue la que denuncié en este blog en agosto. Los F16 lanzaron su carga sobre una vivienda pensando que pertenecía a un alto cargo de los Comités Populares de la Resistencia cuando, en realidad, hacía un año que la había vendido. El dueño de la casa me dijo: «Al menos podrían haber llamado para disculparse».

Las primeras llamadas del Ejército israelí produjeron un extraño fenómeno en Gaza. Decenas de personas comenzaron a recibir mensajes semejantes, lo que producía pánico en la población, robos en las casas vacías. La principal empresa de móviles de la región, Jawal, decidió entonces terminar con la posibilidad de establecer comunicaciones con número oculto.

Cuando los periodistas de la cadena Fox fueron secuestrados en Gaza, uno de los rumores que corría era que estaban siendo empleados como escudos humanos por los micilianos para proteger ciertas casas. Lo cierto es que, durante los 14 días que duró el secuestro, el número de ataques de la aviación israelí disminuyó notablemente.

Hasta el momento, más de 60 casas fueron destruidas siguiendo este método, que no es digno de un Estado que se llama democrático, pues condena sin juicio ni testigos a familias enteras a perder todo lo que tienen por el mero hecho de que uno de sus miembros está relacionado con alguna organización política o paramilitar.

Lo que sí parece acertado por parte de los palestinos, y todo un signo de unión en estos tiempos de fractura interna entre Hamás y Fatah, es la iniciativa que pusieron en marcha ayer de forma espontánea. A través de mensajes de teléfonos móviles y del llamado de los imán de la mezquita de Beit Lahia, más de 300 personas, en su mayoría mujeres, se congregaron en la casa de Uael Barud, guardaespaldas del primer ministro Ismail Haniya, que estaba a punto de ser bombardeada.

De haber caído en la tentanción de atacar la vivienda, el Ejército israelí habría provocado otra masacre, que se sumaría así a la larga lista que lleva a sus espaldas: la familia Galia, Qaná, Beit Hanún (tanto las dos mujeres que fueron asesinadas cuando intentaban actuar como escudos humanos, como los 18 miembros de la familia Al Kafarna).

Ese es el camino que debe seguir la población palestina, y que tanto se le reclama: la resistencia pacífica frente a la política violenta de los ocupantes. Los actos contra civiles israelíes, tanto con atentados suicidas como a través del lanzamiento de misiles Qassam, además de moralmente erróneos, le restan apoyos a su causa.

El problema es la violencia desmedida con que siempre ha respondido a estas iniciativas el Ejército israelí. ¿Cómo manifestarse de forma pacífica frente a soldados que parecen actuar sin límites éticos, a través de métodos humillantes, desproporcionados, violentos?

El caso de Rachel Corrie, que en el año 2003 murió aplastada por una excavadora en Gaza sirve de ejemplo. Ese es el precio que pagó una extranjera por atreverse a desafiar, sin arma alguna en sus manos, al poder militar hebreo. ¿Qué precio hubiese pagado en su lugar un palestino?

Quizás la respuesta esté en Bilín, ciudad cercana a Ramala en la que cada viernes se mafiestan palestinos, israelíes pacifistas y voluntarios extranjeros contra la construcción del muro. Son pocas las marchas a las que los soldados israelíes no responden con disparos y cargas.

En su excelente libro, Generación Intifada, Laetitia Bucaille, describe justamente los movimientos no violentos que surgieron durante la Segunda Intifada, y muestra la imposibilidad que tuvieron de prosperar debido a la brutal represión que padecieron. Es importante señalar que quienes participan en ellos no sólo se enfrentan a las agresiones del Tsahal, sino también a la cárcel, ya que el sistema legal israelí permite mantener a los palestinos en la prisión durante años sin tener que llevarlos a juicio.

Otra pregunta que tendría sentido formular es por qué el Ejecutivo de Ehud Olmert no dialoga con Hamás, por qué razón no busca interlocutores válidos, moderados, dentro de la estructura de la organización. No son pocos los informes de expertos del gobierno que señalan que esos canales de comunicación están abiertos, y que hay dentro del grupo islamistas facciones dispuestas a buscar una salida dialogada al conflicto. ¿Por qué aferrarse al hecho de que Hamás no reconoce al Estado de Israel, un error a todas luces, o que facciones armadas siguen lanzando Qassam? ¿Por qué no buscar el acuerdo a pesar de todo? ¿Por qué enrocarse en posiciones tan radicales?

Al analizar todos estos comportamientos, creo que resulta lógico preguntarse si el gobierno de Israel tiene intención alguna de buscar la paz y el diálogo.

O si, en el fondo, lo que intenta es enturbiar el ambiente empleando la agresión desproporcionada, grautita, sin sentido (recordemos que, en los últimos cinco meses, más de 400 palestinos han muerto en Gaza) para evitar que se aborde una vez por todas el problema de fondo: la retirada negociada de los territorios conquistados en 1967.

Una decisión que divide a los ciudadanos israelíes, que implicaría la salida de más de 200 mil colonos y la renuncia a fuentes de agua potable vitales para Israel.

Por ahora, lo único que está sobre la mesa es el plan electoral de salida de Cisjordania de Ehud Olmert. Un plan similar al que Ariel Sharón aplicó de forma unilateral en Gaza, que daría vida a un Estado palestino inviable, dividido en guetos comunicados por túneles, que Israel podría abrir y cerrar a su antojo.

¿Se busca llevar la situación a tal extremo de miseria y desesperación, que tanto los palestinos como el resto del mundo no tengan más opción que aceptar esta iniciativa si es que en algún momento Olmert la retoma y la pone en práctica?