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Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Crónicas que querría no tener que escribir: torturas en la prisión de Jiam

Hay artículos que me gustaría no tener que escribir. Hay realidades a las que no querría tener que acercarme. Me sucede bastante a menudo. Y hoy, mientras recorro el sur del Líbano en dirección a la prisión de Jiam, me embarga una honda desazón.

Regresan a mí los recuerdos de otro lugar también cargado de horror, sufrimiento e ignominia. Un lugar que conozco muy bien: el centro de detención de Tuol Sleng, donde los jemeres rojos torturaron y asesinaron a más de 16 mil personas a lo largo de los cuatro años, entre 1975 y 1979, en que tomaron el poder en Camboya.

Camboya fue uno de los países donde comencé, a principios de los años noventa, mi labor como periodista. En aquellos tiempos viajaba una y otra vez a Phnom Penh para escribir sobre las minas antipersona, las acciones de los jemeres rojos, el desembarco de la misión de paz de la ONU y la salida de las tropas vietnamitas. A pocas manzanas de la pensión de Narim, lugar pintoresco en el que me solía alojar, estaba aquella antigua escuela, silenciosa, abandonada, en la que la guerrilla de Pol Pot había cometido algunas de sus acciones más atroces.

Historia de un genocidio

Durante la contienda bélica de Vietnam, en un hecho que salió a la luz años más tarde, la aviación de EEUU lanzó sobre Camboya, país que se había mantenido neutral, más bombas que durante toda la segunda guerra mundial. Fue un plan secreto, urdido por el infame «doctor» Herny Kissinger, que causó millares de lo que ya en aquellos años se llamaba eufemísticamente «daños colaterales».

Los ataques sobre territorio camboyano dieron un espaldarazo a la guerrilla mahoista de los jemeres rojos que, una vez terminada la guerra, y con el rey Norodom Sihanouk en el exilio – ese soberano amante del jazz, director de cine, divinidad reencarnada y demagogo insuperable -, tomó el poder en 1975.

Su ejército de adolescentes entró victorioso a Phnom Penh y, en un acto inesperado, comenzó a echar a la gente rumbo a la zonas rurales hasta dejar la ciudad desierta ya que el plan de Pol Pot era convertir a Kampuchea en una sociedad agraria sin dinero, hospitales, profesionales de clase alguna o familias. El éxodo masivo, y las brutales condiciones en las que se trabajaba en el campo, provocó la muerte a más de un millón de personas.

La prisión de Tuol Sleng, también conocida como S21, es uno de los pocos recordatorios que quedan en pie de la brutal estrategia colectivista de Pol Pot, un hombre que se había educado en París y que había pergeñado una versión del marxismo casi más radical y genocida que la de Stalin. Paradójicamente, debido al veto de China, el Consejo de Seguridad de la ONU nunca se pronunció en su contra.

Cuando los vietnamitas tomaron Phnom Penh crearon un museo en el S21 empleando las fotos que los mismos jemeres rojos tomaban de sus víctimas. Ahora el museo tiene un aspecto más sobrellevable, pero cuando entré por primera vez aún conservaba montañas de calaveras y manchas de sangre en el suelo. En el momento en que Camboya fue liberada de los jemeres rojos, todavía había personas en las camas de torturas. Sólo cuatro de las 16 mil que por allí pasaron lograron sobrevivir.

La impunidad del «doctor»

Henry Kissinger no pagó por sus crímenes en Camboya. Como tampoco lo hizo por alentar el genocidio indonesio en Timor Oriental, que costó la vida a 200 mil personas, ni por su influencia en las matanzas en Bangladesh, ni por haber dado luz verde al golpe de estado en Chile que terminó con Allende, ni por su respaldo a la Operación Condor y la junta de Videla.

Aunque se han desclasificado documentos que lo incriminan en todos estos casos (y en varios más como el apoyo a Saddam Hussein contra los kurdos en 1975 o a los crímenes del Sha iraní), sigue asistiendo a fiestas en Nueva York y continúa vendiendo los millonarios servicios de la asesoría Kissinger Associated a quien los pueda y desee pagar. Aunque hoy tenemos una corte internacional de justicia en la Haya, y más allá de los precedentes sentados por el juez Garzón, parece que esas actividades jurídicas sólo están orientadas a dictadores de medio pelo caidos en desgracia. Los líderes de las naciones poderosas nunca pagan por sus crímenes.

De todas las descripciones que se han hecho de Kissinger, la que siempre me ha parecido más afilada es la de Joseph Heller, autor de Trampa 22, el mejor libro escrito sobre la locura de la guerra. «Kissinger no va a ser recordado en la historia como Bismarck, Metternich o Castlereagh, sino como un odioso schlump (chapucero) que hacía la guerra alegremente». El primer reportero en acusar de crímenes contra la humanidad al antiguo Secretario de Estado norteamericano, fue el gran periodista Seymour Hersh. Úno de los últimos, el ahora neoconservador Christopher Hitchens, con su libro Juicio a Kissinger, a cuyas acusaciones el «doctor» no respondió con argumentos ni demandas judiciales. Sólo se limitó a decir públicamente que era un «antisemita».

Rumbo a Jiam

¿Por qué me obstino en ir hoy a la prisión de Jiam? Porque en buena medida explica la historia reciente del sur de Líbano. Allí, durante la ocupación, el Ejército de Israel, a través de los miembros Ejército Armado del Sur (SLA), torturó a cientos de libaneses como bien señalan no sólo los testimonios de los supervivientes sino los informes de organizaciones independientes como Amnistía Internacional.

Fue otro de los gérmenes del odio y la indignación en los que se gestó el brazo armado de Hezbolá que terminó por expulsar a las tropas ocupantes de Israel en el año 2000. Y fue, asimismo, uno de los objetivos que la aviación hebrea bombardeó en 2006 – matando a cuatro cascos azules de la ONU – para que no quedara huella de las violaciones a los derechos humanos que se sufrieron en sus mazmorras, para privar a los libaneses de este recordatorio del horror.

Cruzo el último puesto de control. Paso junto a un destacamiento español del a FINUL. Y asciendo por la carretera que me conduce a Jiam. Los recuerdos de Camboya se obstinan en acompañarme. Sé que la magnitud de los sucedido en ambos lugares no resulta comparable. Pero tengo la lóbrega certeza de que una vez más me voy a enfrentar a lo más abyecto de la condición humana.

Continúa…

La masacre de Marwahín

Kadija Murua se mueve con dificultad. Avanza asida a su bastón de madera, lentamente, apoyándose con la otra mano en cuanto objeto encuentra a su paso. A los 74 años de edad, vive sola en la planta baja de una casa situada apenas a tres kilómetros de la frontera con Israel.

Tras haber perdido una hora en el último puesto de control del Ejército, donde una vez más me han tenido esperando hasta que comprobaron con la central de inteligencia que mis papeles estaban en regla, llegué Mazraat el Bidaya, el pueblo en la que vive Kadija, cuando ya el sol se comenzaba a diluir en las mansas aguas del Mediterráneo.

Como ya había hecho en Caná, y en varios otros lugares del sur del Líbano, mi idea era recavar información sobre una de las tantas masacres de la guerra del 2006. En este caso, la que tuvo lugar durante el día 15 de julio cuando una familia huyó de de su casa en la aldea de Marwahín para tratar de encontrar refugio en un cuartel cercano de Naciones Unidas después de que aviones israelíes lanzasen octavillas en las que ordenaban a los vecinos que abandonaran sus casas.

Los cascos azules franceses les prohibieron el acceso, por lo que la familia decidió seguir camino hacia la ciudad de Tiro. En una de las curvas de la sinuosa carretera su vehículo fue alcanzado por un misil disparado desde un F16 de la aviación israelí. Según cuentan los testigos, la visibilidad era excelente, y la sección posterior de la camioneta Datsun carecía de techo, por lo que se podía identificar perfectamente que se trataba de menores de edad y no de combatientes de Hezbolá.

La masacre de Marhawín conmocionó al mundo porque tuvo lugar en el tercer día de ofensiva israelí. Terminó con la vida de 23 personas, de las que nueve eran niños. Y creo que es importante recordar, una vez más, que fue la respuesta del gobierno de Ehud Olmert no a un ataque con misiles ni a una invasión, sino al secuestro de dos soldados por parte de Hezbolá, una práctica que Israel realiza de forma sistemática: detener a personas fuera de su territorio, sin hablar ya de los miles de palestinos que están en sus cárceles ausentes de cargos en su contra, juicio o condena. Una acción por parte de Hezbolá a la que Israel respondió en el 2004 negociando, pero que en esta ocasión rechazó, según algunos analistas, alentada por EEUU para golpear de forma indirecta a Irán.

Recordemos también que Israel ejecuta, dentro y fuera de su territorio, una política sistemática de asesinatos selectivos, como la que terminó el 16 de febrero de 1992 con la vida del anterior secretario general de Hezbolá, Sayed Abbas Musawi, y con tantos dirigentes palestinos. Lo curioso de todo este asunto es que en sus apariciones públicas, Ehud Olmert se llena la boca hablando de terrorismo. Si entendemos al terrorismo como la voluntad de golpear deliberadamente a gente inocente para conseguir objetivos políticos, religiosos o sociales, quizás el señor Olmert debería mirarse al espejo al pronunciar esta palabra, ya que su estrategia del año 2006 en la guerra contra Hezbolá fue atacar deliberadamente a la población civil destruyendo los puentes, las centrales eléctricas, las carreteras, para devolver a Líbano “veinte años en el tiempo” y para crear un estado de opinión contrario al Partido de Dios (estrategia que no le salió bien, pues ante semejante despliegue de barbarie casi todo el país terminó respaldando a Hezbolá).

Ahora, mientras anochece en el sur de Líbano, voy de casa en casa hablando con la gente para buscar detalles sobre la vida de la familia asesinada mientras huía de Marhawín. Como sucede tantas veces en esta profesión, me encuentro con un testimonio que no esperaba: la conmovedora historia de Kadija, esta anciana que pasó los 33 días de la guerra encerrada entre la despensa y el baño de su casa, sola, sin televisión ni radio, sin nadie que la viniera a rescatar.

Continúa…