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¿Cuándo puede funcionar la homeopatía? Cuando en realidad no es homeopatía, sino otra cosa (I)

Ayer conté aquí cómo encontré un jarabe homeopático en mi botiquín casero, todo un borrón en mi currículum que asumo con resignación y vergüenza. Pero ¿qué fue de aquel infortunado frasco, caído en manos de alguien que conocía lo que ocultaba (o lo que no) detrás de su vidrio oscuro? Como es lógico, inmediatamente dispuse del contenido de forma adecuada; era demasiado temprano para una copa (3,2 grados de alcohol, casi como una cerveza).

Pero conservé el prospecto. Porque observé en él algo muy interesante que hoy me da pie a explicar esto: la única homeopatía que podría tener algún efecto es aquella que se vende como tal pero que realmente no lo es, y que en casos como este tampoco es otra cosa que muchos de los consumidores de estos preparados esperan que sea. Parece uno de aquellos famosos trabalenguas de Rajoy, pero déjenme que se lo explique.

Homeopatía. Imagen de pixabay.

Homeopatía. Imagen de pixabay.

Para ello debo comenzar resumiendo qué es la homeopatía, esa gran incomprendida: no es una ciencia milenaria como afirmaba la docta Ana Rosa Quintana, sino solo una pseudociencia centenaria. Fue inventada en 1796 por el médico alemán Samuel Hahnemann, quien a partir de una observación errónea concibió la ficción de que una sustancia capaz de provocar ciertos síntomas en dosis normales los curaba si se administraba en cantidades ínfimas, algo que desde la antigüedad otros ya habían propuesto sin éxito (porque no es cierto).

Como en aquellos martinis de Buñuel, en los que todo el vermú necesario era el de un rayo de sol al atravesar la botella de Noilly Prat e incidir en la copa, Hahnemann definió un método de diluciones progresivas que iban reduciendo el principio activo. Entre las diluciones, el preparado debía agitarse según un arcano ritual contra un libro con tapas de cuero con el fin de extraer de la sustancia sus presuntas propiedades. Con estas llamadas sucusiones el preparado se va potentizando, de modo que cuanto menos contiene del ingrediente activo, más potente es.

En tiempos de Hahnemann aún no se conocían las causas de muchas enfermedades; los tratamientos nacían de la experiencia o la intuición y a menudo hacían más daño que bien. El átomo era un misterio, y Hahnemann creía que una sustancia podía dividirse hasta límites casi inconcebibles. Por otra parte, defendía la existencia de factores esotéricos en las enfermedades, y la idea de que las propiedades de las sustancias podían separarse de ellas (una especie de vitalismo, o podríamos llamarlo «espiritismo molecular»).

Pero incluso en el estado embrionario de la medicina de entonces, la homeopatía nació ya cosechando los abucheos de los científicos de la época, dado que no se basaba en nada conocido sobre cómo funciona la naturaleza, ni se tenía noticia de ningún fenómeno que necesitara algo como la homeopatía para explicarse. Es decir, que la homeopatía no tenía ningún argumento ya no solo para ser aceptada, sino ni siquiera para ser refutada.

Pese a todo, el simple avance del conocimiento fue derribando una tras otra las premisas de la homeopatía. A comienzos del siglo XX esta práctica fue cayendo en sus momentos más bajos, hasta que el nazismo la resucitó dentro de su mitología esotérica. En las décadas posteriores comenzó a vivir una edad dorada que perdura hasta hoy, alimentada por la llamada cultura New Age y por la pseudociencia de la quimiofobia (la superstición de lo natural; pero más sobre esto mañana).

Imagen de pixabay.

Imagen de pixabay.

Para su sistema de diluciones, Hahnemann definió la escala centesimal o C, de modo que C1 o 1C consistía en una dilución 1:100, o una parte de la sustancia original (llamada tintura madre) diluida 100 veces en agua o alcohol. Si a continuación se diluía de nuevo 100 veces esta solución, se obtenía una dilución C2 o 2C, y así sucesivamente. Por tanto, el factor de dilución de un preparado homeopático se calcula como 10^-2C, o 0,01^C. En general, Hahnemann recomendaba la dilución C30, equivalente a 10^-60, o 0,00000000000000000000000000000000000 0000000000000000000000001; o sea, una parte de la sustancia por cada 1.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000. 000.000.000.000 partes de agua. En letras, un decillón, o millón de millones de millones de millones de millones de millones de millones de millones de millones de millones. Buf.

Sin embargo, Hahnemann utilizaba diluciones hasta C300. El Oscillococcinum, un preparado homeopático contra la gripe que hoy todavía es muy popular (cuesta creerlo, pero es así), consta de casquería de pato (hígado y corazón) a dilución C200; o sea, y les ahorro los ceros, una parte del supuesto principio original diluida en 10^400 partes de agua, un 1 seguido de 400 ceros, o diez mil… ¿cómo diablos se llama a esto? ¿Hexasesentillones?

Si ya están sospechando que lo anterior empieza a sonar descabellado, lo han adivinado. Después de Hahnemann, los científicos comenzaron a comprender cómo se relaciona la masa de una muestra de sustancia con la cantidad de materia (el número de átomos o moléculas) que contiene. Ambas magnitudes están relacionadas por el número de Avogadro, 6,022*10^23. Así se definió la unidad de sustancia, el mol: un mol de cualquier sustancia contiene siempre 6,022*10^23 átomos o moléculas. En el caso del agua, un mol pesa 18,02 gramos; un mol de sal común (cloruro sódico) pesa 58,44 gramos.

Estos hallazgos permitieron comprender la fantasía que las diluciones de Hahnemann representaban: partiendo de un mol de una sustancia, puede decirse que por encima de C12 ya no queda ni una sola molécula del principio original en el agua.

C30, agua. Imagen de pixabay.

C30, agua. Imagen de pixabay.

Para calibrar la magnitud del disparate, suele citarse que el universo contiene unos 10^80 átomos, por lo que una sola molécula en un vial del tamaño del universo correspondería a una dilución, por así decirlo, de C40; para que el frasquito de Oscillococcinum contuviera una sola molécula del pato, tendría que tener el tamaño de cien ¿trecincuentillones? de universos. En un preparado C30, para asegurar que un solo paciente deglutiera una sola molécula del principio original, deberían haberse administrado dos mil millones de dosis por segundo a toda la población mundial actual, unos seis mil millones de personas, durante casi toda la historia de la Tierra, cuatro mil millones de años.

Así que no teman por los patos: internet me cuenta que un hígado de pato pesa unos 80 gramos, y un corazón unos 20. Así que, si partimos de unos 100 gramos de casquería de un solo pato, ese material, bien administrado, bastaría para preparar un sesentillón (millón de millones de… así hasta 60 veces) de toneladas de Oscillococcinum.

En la práctica, y dado que el pato se usa fresco, el médico Stephen Barrett citaba un artículo de 1997 publicado en U.S. News & World Report según el cual se utilizaba un pato al año, del cual se obtenía una facturación anual en ventas de Oscillococcinum de 20 millones de dólares. Teniendo en cuenta el coste del otro ingrediente, el agua, se harán una idea del grado de motivación de los laboratorios homeopáticos.

Oscillococcinum, agua y azúcar a más de 16 dólares. Imagen de Afshin Taylor Darian / Flickr / CC.

Oscillococcinum en pastillas, azúcar a más de 16 dólares. Imagen de Afshin Taylor Darian / Flickr / CC.

Estos preparados que no contienen nada más que agua forman el grueso de los remedios homeopáticos a la venta. En el caso de los llamados glóbulos o pellets, se riza el rizo del esperpento: se trata de píldoras de azúcar (normalmente lactosa) que se impregnan con esa agua y después se dejan secar. Con lo que retienen… ¿qué? ¿Agua seca?

Hahnemann desconocía todos estos datos, ya que en su época la composición de la materia aún estaba por definir. Pero los fantasmas de las sustancias que él presentía en las diluciones se han sustituido en la homeopatía moderna por otras fantasías, como la de que el agua recuerda la sustancia que contuvo. Sin embargo y al parecer, el agua tiene una memoria muy selectiva: solo recuerda la sustancia que el homeópata quiere, ignorando otras muchas impurezas que, según detallaba el químico Mark Lorch, se encuentran en el agua purificada a una concentración equivalente a lo que los homeópatas llaman C4 (en tiempos de Hahnemann esto tampoco se sabía). De cualquier modo y según los experimentos, la memoria del agua es mucho más desastrosa que la de aquel pez de Disney: se le olvida absolutamente todo a las 50 milbillonésimas de segundo.

Toda esta explicación me conduce a un objetivo, y es que no todos los productos homeopáticos llevan diluciones tan altas; una pequeña minoría de ellos se basa en diluciones tan bajas que los preparados sí contienen físicamente los principios activos. Al parecer, existe un debate entre ciertos homeópatas de las escuelas vieja y nueva: algunos piensan que solo estos productos con ingredientes pueden ejercer algún efecto real, mientras que aquellos de la línea más pura opinan que no pueden ser efectivos por no estar suficientemente potentizados. Preguntarse de qué parte están la razón y el sentido común es la pregunta más sencilla de la historia de las preguntas sencillas.

Este último es justamente el caso del jarabe para la tos que encontré en mi casa. Mañana seguiremos contando qué implica la presencia de ingredientes activos en ciertos preparados homeopáticos. Pero antes, no resisto la tentación de dejarles con esta genial parodia del programa humorístico de la BBC That Mitchell and Webb Look.

Este paciente pide que cada médico se decante: medicina basada en ciencia, o no

Hace unos días ordenaba uno de esos pequeños agujeros negros donde solemos almacenar medicamentos que caducaron cuando aún se prescribían sangrías (de las de sanguijuelas, no de las de tinto). Obviamente, rechazo y desaconsejo este acaparamiento farmacológico; claro que nos lo pondrían más fácil si, en lugar de obligarnos a comprar la caja de 500 píldoras, pudiéramos adquirir un botecito con el tratamiento exacto que necesitamos, como ocurre en otros países.

Pues resultó que, navegando entre las reliquias fósiles de enfermedades pasadas, de pronto mis ojos se posaron en una caja de jarabe para la tos donde, en letra menuda, aparecía una leyenda lacerante para mi vista: «medicamento homeopático». ¿Cómo? ¿Cuándo? Aquel descubrimiento fue como… en fin, como encontrar homeopatía en mi botiquín. Para qué buscar una metáfora sobre algo más absurdo y humillante.

No tengo la menor idea de cómo ni cuándo aquel producto llegó a mi armario. Pero parece probable que, en algún momento del pasado, alguno de los pediatras que alguna vez ha atendido a alguno de mis hijos nos la ha colado. Sin avisarnos de que nos la iba a colar. Y que, por algún motivo que no me explico, nosotros, posiblemente confiando en que el médico al que visitábamos ejercería como médico de verdad, ni siquiera nos molestamos en leer lo que decía la letra pequeña. Un incomprensible error por mi parte que reconozco y que no se repetirá. Pero también un acto médico que, como mínimo, solo debería tolerarse previa información al paciente.

En realidad no he venido a contar una anécdota personal que poco importa, sino que este episodio me ha sugerido dos reflexiones. La primera, respecto al propio producto concreto que se escondía en mi casa, la dejo para la próxima ocasión, ya que tiene bastante zumo que exprimir. La segunda se refiere precisamente a lo que acabo de mencionar: ¿sería mucho pedir que, al menos a quienes así lo deseemos, se nos trate exclusivamente con medicina de verdad?

Homeopatía. Imagen de Pixabay.

Homeopatía. Imagen de Pixabay.

Disculpen si prosigo con otra referencia personal, pero me sirve para explicar lo que pretendo. Tuve un abuelo médico. Recuerdo su consulta en su propia casa, como era costumbre antes; con una camilla de metal y vidrios sobre la cual no podía existir una postura cómoda, y con un aparato de rayos X casi de cuando Curie. Al fondo del pasillo, una sala le servía como laboratorio, con microscopios que eran verdaderas joyas y toda una cacharrería de retortas y cristalería antigua que venía incluso grabada a mano con la firma del fabricante, Fulano de Tal, Calle Arenal, Madrid. Allí mi abuela le ayudaba con los análisis, centrifugando las muestras de sangre y tiñéndolas con Giemsa para luego contar las células una a una bajo el microscopio, hematíes, eosinófilos, basófilos…

La casa-consulta de mis abuelos fue una de las patrias de mi infancia, y por ello la recuerdo con cariño y nostalgia. En aquella época se contemplaba a los médicos como sabios avalados por una experiencia de la que emanaba su poder de curar. Cuando decían «esta fórmula funciona», nadie osaba jamás ponerlo en duda. Eran infalibles, tanto que los regalos de sus pacientes eran casi más bien ofrendas a los dioses de la salud: por Navidad les traían pollos y pavos. No, no en un blíster de plástico, sino crudos, vivos y con todas sus plumas. En casa de mis abuelos los encerraban en el baño de servicio hasta que entraba la cocinera a retorcerles el pescuezo. Cosas de entonces.

¿Y dónde quedaba la ciencia? Bueno, por supuesto que en aquel entonces ya se publicaban el New England Journal of Medicine y el British Medical Journal (hoy BMJ). Por supuesto que se celebraban congresos de medicina, y que se investigaba, y que se publicaba, y que se avanzaba descubriendo nuevos compuestos y métodos terapéuticos. Pero para un médico de a pie como mi abuelo, formado en la España de los años 20, todo aquello quedaba tan lejos como la galaxia de Andrómeda.

Para empezar, él ni siquiera hablaba inglés; había estudiado francés, como la mayoría en su generación. Naturalmente, seguía las publicaciones en castellano que le llegaban a través del Colegio de Médicos y de otras organizaciones profesionales, pero recuerdo su biblioteca dominada sobre todo por antiguos volúmenes encuadernados en piel que contenían verdades médicas, al parecer, inmutables. Por descontado, él se relacionaba con sus colegas, con quienes intercambiaba observaciones sobre sus casos y sobre la eficacia percibida de diversos tratamientos. Pero todo aquello no llegaba a formar una comunidad científica, el pilar sobre el que se construye el conocimiento científico.

Aquella versión romántica de la medicina hoy ya no tiene cabida. Aquella época murió.

Pero ¿murió de verdad? Todavía me sorprende seguir escuchando en la radio, en pleno siglo XXI, esas cuñas en las que el Doctor Mengano recomienda tal producto farmacéutico o parafarmacéutico. Porque, en realidad, lo único que revela la recomendación del Doctor Mengano es que al Doctor Mengano le han pagado para recomendar tal producto farmacéutico o parafarmacéutico. Aún, si el Doctor Mengano dedicara sus diez segundos de micrófono a dar cuenta de los ensayos clínicos y metaensayos que avalan la eficacia del producto, su intervención tendría sentido. Pero no es así. Y hoy el argumento de autoridad no basta.

Sin embargo, este continúa siendo un debate dentro de la comunidad médica. El mes pasado conté aquí un artículo aparecido en la última edición navideña de la revista BMJ, siguiendo esa tradición de algunas publicaciones médicas de cerrar el año con temas humorísticos. Sus autores describían el primer ensayo clínico comparando el efecto de utilizar un paracaídas al saltar de un avión con el de no usarlo.

Como expliqué, no era una simple gracieta: los investigadores se apoyaban en el ejemplo absurdo para argumentar la importancia de la medicina basada en ciencia, aquella que se guía exclusivamente por las conclusiones de los ensayos clínicos controlados y aleatorizados. Y lo hacían en respuesta a otro artículo anterior cuyos autores habían propuesto precisamente el mismo ejemplo absurdo para defender la medicina no basada en ciencia, aquella que se orienta por la experiencia profesional individual del médico, la plausibilidad biológica y el argumento de autoridad. Como en otros tiempos.

Evidentemente, ni un servidor ni otros miles más gozamos de la autoridad para decir a los médicos cómo tienen que hacer su trabajo. Pero soy un paciente. Y como tal creo que sí puedo reclamar esto: mi derecho a poner mi salud y la de mi familia exclusivamente en manos de los profesionales que se ciñan a la medicina basada en ciencia. Que al menos mientras un médico siga teniendo el derecho legal a especiar sus prescripciones con unas gotas de homeopatía, acupuntura, risoterapia o reiki, yo tenga el derecho a estar advertido de ello para no pasar por su consulta.

El caso de Vigo no trata del debate sobre dónde parir, sino sobre pseudomedicina

Esta semana hemos conocido el caso de un bebé que murió en Vigo por complicaciones durante el parto, que por decisión de los padres se produjo en el domicilio familiar y sin asistencia médica. El trágico suceso ha suscitado en medios y tertulias el debate sobre la práctica, minoritaria pero presente, de dar a luz en casa. Y como suele ocurrir en estos casos, una vez más se han vertido opiniones algo desorientadas: en realidad el caso de Vigo no trata de la discusión sobre dónde parir, sino que es, una vez más, un ejemplo de los graves perjuicios de las pseudomedicinas.

Parir en casa continúa siendo en el siglo XXI una opción elegida por algunas madres, particularmente en ciertos países. Fue a lo largo del siglo pasado cuando los partos fueron trasladándose desde los hogares a los centros sanitarios. Hay que tener en cuenta que tradicionalmente la atención médica en general se dispensaba en casa para quien podía pagarla, y en cambio los hospitales atendían sobre todo a las personas sin recursos. A medida que la sanidad en general fue mejorando, todo aquello que antes se llevaba a casa fue concentrándose en los centros sanitarios bien dotados y equipados.

Como ejemplo y según datos publicados, en Reino Unido se pasó en casi un siglo de un 80% de mujeres que daban a luz en casa en la década de 1920 a un 2,3% en 2011. Pero en países como Holanda es una costumbre tradicional que se ha mantenido, minoritaria pero aún muy extendida, con un 20% de los partos. Hace unos años, visitando a unos amigos que hacían una estancia postdoctoral en Ámsterdam, me comentaron que allí parecía ser algo muy común; de hecho, tenían una vecina que estaba preparando su parto en casa. Dejando aparte el caso de Holanda, en el resto de los países desarrollados las cifras se mantienen por debajo del 3,5%, pero se ha detectado una tendencia creciente en las últimas décadas.

Un parto en casa. Imagen de Jason Lander / Flickr / CC.

Un parto en casa. Imagen de Jason Lander / Flickr / CC.

Dado que personalmente no conozco a nadie que haya parido en casa, he recurrido a los medios en internet para saber qué tipo de razones impulsan a algunas madres a elegir esta opción. Resumiendo, parece que se trata de motivos emocionales, no racionales (en no pocos casos, teñidos incluso de una cierta retórica pseudoprofunda).

También se lee bastante este argumento: si no estoy enferma, ¿por qué debo ir a un hospital? Pero para separar las ideas de embarazo y enfermedad se crearon las unidades y centros de maternidad, donde las madres no comparten el mismo espacio con los enfermos. Y de hecho, el argumento tiene poco sentido hoy en día, cuando muchas intervenciones médicas se llevan a cabo con fines preventivos sin que los pacientes estén (aún) enfermos. Esta es una corriente en alza: no recuerdo haber hablado con un médico que no me haya dicho que el futuro de la medicina está en la prevención, por lo que la atención al paciente sano está cobrando cada vez mayor impulso.

Las razones referentes a la comodidad de la madre se dan por supuesto. Desear un lugar más familiar, cálido y acogedor para atravesar un momento tan trascendental y delicado como un parto es algo perfectamente comprensible. Sin embargo, la solución a esta exigencia debería ser mejorar la atención, el cuidado y la calidad de los centros de maternidad, antes que fomentar la opción de parir en casa.

En cambio, lo que nunca aparece es el argumento de que dar a luz en casa es más seguro. Porque nadie lo creería. Y sin embargo, los datos disponibles tal vez causen sorpresa: revisando la literatura médica más relevante al respecto, parece que el hospital no gana aplastantemente al domicilio en cuanto a la supervivencia de madres y bebés, como quizá podría esperarse. Tanto un metaestudio de 2015 como una revisión Cochrane de 2012 (Cochrane es la base de datos de referencia en agregación de ensayos clínicos) coinciden en que no hay fuertes evidencias que apoyen una mayor seguridad del entorno hospitalario frente al hogareño.

Sin embargo, hay un pero. Lo cierto es que los datos son conflictivos, y ciertos expertos subrayan que algunos estudios sí decantan claramente la balanza de la seguridad en favor del centro sanitario. El problema de los datos conflictivos radica en que solo se han registrado dos intentos de ensayos clínicos aleatorizados, y ambos fallaron porque su aplicación a este campo es prácticamente inviable. Entre otras razones, es imposible aleatorizar el ensayo, dado que las madres eligen dónde quieren dar a luz (aleatorizar significa que los médicos responsables del ensayo deciden quién recibe la condición experimental y quién actúa como control). Por lo tanto, los datos existentes se basan sobre todo en estudios observacionales. Y como expliqué ayer, las conclusiones de este tipo de investigaciones no tienen el mismo peso científico ni igual fiabilidad que los ensayos clínicos rigurosos.

En este caso concreto, uno de los factores que claramente enturbian las conclusiones de los estudios observacionales es que normalmente los partos en casa son todos de bajo riesgo (ahora iremos al caso de Vigo), mientras que los casos de posibles complicaciones se llevan por norma a los hospitales. Y como es lógico, esto crea un sesgo inevitable en las tasas de mortalidad de ambas condiciones.

Pero de cualquier modo y con independencia de lo que muestren estos datos, ¿se basan las mujeres en ellos a la hora de tomar su decisión? Los testimonios que he encontrado no parecen hacer referencia concreta a estos estudios. Es decir, que el criterio de la seguridad apoyado en fuentes científicas no parece ser el prioritario, incluso teniendo en cuenta que podría favorecer –o al menos no perjudicar– los argumentos de las defensoras del parto en casa para casos de bajo riesgo. Y sin embargo, no creo que sea éticamente discutible que, sea cual sea la opción que se elija, la seguridad debería ser la razón que primara sobre todas las demás; somos garantes de la salud de nuestros hijos.

Una manifestante a favor del parto en casa. Imagen de Nico Nelson / Flickr / CC.

Una manifestante a favor del parto en casa. Imagen de Nico Nelson / Flickr / CC.

Claro que nada de esto se aplica al caso de Vigo, que está fuera de todos los estándares, los estudios y las discusiones. Se ha publicado que la mujer renunció al último tramo del seguimiento ginecológico pese a que el embarazo era de alto riesgo (al parecer la madre ha dicho que no lo sabía), y que recurrió a una persona sin formación médica ni científica, llámese como se llame la presunta especialidad de esa persona. Lo que parece seguro es que ningún profesional sanitario atendió el parto. Y lo que debería quedar claro de todo lo explicado es que el parto en casa como opción debatida por los expertos incluye exclusivamente los casos de bajo riesgo, en un entorno casero medicalizado y con la asistencia de profesionales sanitarios cualificados. En resumen, el caso de Vigo no es un ejemplo representativo del parto en casa, sino un ejemplo representativo del daño de las pseudomedicinas, si todo lo publicado es cierto.

Pero pese a todo lo anterior, tampoco deberíamos caer en la demagogia fácil de descargar exclusivamente todo el armamento dialéctico contra los padres de Vigo, mientras sea el estatus legal el que permite semejantes atrocidades. Veámoslo con un ejemplo: ¿por qué está prohibido manipular el móvil mientras se conduce? Todos vemos y conocemos a numerosas personas que lo hacen asiduamente. Por tanto y si miramos las cifras de siniestros, es de suponer que este comportamiento solo provoca accidentes en una ínfima minoría de casos; en la mayor parte de ellos no hay mayores consecuencias.

¿Bajo qué criterio entonces se prohíbe esa conducta que normalmente es inocua? ¿Es una intrusión en la libertad de los ciudadanos? ¿Reprime el derecho del individuo a expresarse y comunicarse libremente con quien quiera y cuando quiera? ¿Sería posible tolerar el manejo del móvil durante la conducción, y solamente penalizarlo cuando la distracción ha causado un accidente que ha destrozado un par de familias?

No tengo la menor idea de cuáles son las respuestas a estas preguntas; mi territorio no son las leyes. Pero es fácil entender que un comportamiento potencialmente peligroso se proscribe porque, incluso si en la mayor parte de los casos no conlleva ningún perjuicio, el riesgo que comporta es inasumible; sobre todo cuando afecta no solo a quien lo ejecuta, sino también a otros.

Pero si sería una aberración que se permitiera conducir con el móvil en la mano y a la vez encarcelar a quien cause un accidente por ello, ¿por qué se habla de procesar a los padres de Vigo? No existe ninguna obligación legal de dar a luz en un hospital. Se dice por ahí que vedar los partos domiciliarios sería una intromisión en los derechos de cada cual y en la libertad de las madres. Sin embargo, ahora se pretende inculpar a los padres que eligieron una opción legalmente amparada, o al menos consentida.

Ignorando por completo los fundamentos legales de todos estos disparates, desde un punto de vista puramente racional nada de esto tiene el menor sentido. Si cada mujer puede parir donde le apetezca y en presencia o ausencia de quien le apetezca, ¿por qué enjuiciar a alguien cuando la culpa de las complicaciones (incluso si se conocían previamente) no es de los padres, sino de la naturaleza o del azar? Pero si, por el contrario, se considera que todo parto que no se realice en un centro sanitario y en presencia de personal especializado, sobre todo si es de alto riesgo, aumenta el peligro potencial para la madre y particularmente para el bebé, ¿por qué diablos no es ilegal con independencia del resultado?

La incongruencia es evidente; solucionarla legalmente eligiendo una opción u otra podría ser opinable. Si no fuera porque también en este caso, como en el del móvil al volante, existe un riesgo para otros. Un parto implica a dos personas, y una de ellas no puede decidir qué prefiere, si un centro sanitario atendido por profesionales y con todos los recursos de los que dispone la medicina para afrontar cualquier complicación sobrevenida, o la bañera de casa.

Las pseudoterapias inician su campaña de desinformación

El fin de semana suele ser cuando se reposan y se repasan los asuntos de los cinco días previos, y entre ellos, como conté ayer, está la puesta en marcha del Plan para la protección de la salud frente a las pseudoterapias, anunciada el pasado miércoles por María Luisa Carcedo, ministra de Sanidad, y Pedro Duque, ministro de Ciencia.

Entre esos reposos y repasos, he podido escuchar en la radio, literalmente, la siguiente interpretación de lo ocurrido esta semana: «el gobierno planea prohibir las terapias naturales». Cualquiera que escuche esta versión claramente sesgada llegará a la conclusión de que el malvado gobierno se dispone a clausurar su herbolario favorito e impedirle comprar eucalipto para prepararse unos vahos, o tila para relajarse y conciliar el sueño.

La verdadera información está ahí para quien la quiera: el gobierno informará sobre la eficacia o falta de ella de las distintas alternativas terapéuticas con el fin de que la ciudadanía disponga de los suficientes elementos de juicio para elegir sus opciones. Quien quiera elegir pseudoterapias podrá seguir haciéndolo; pero eso sí, ni a sus prescriptores y practicantes se les permitirá la publicidad engañosa, ni podrán ejercer dentro del sistema sanitario, que como cualquiera puede entender a poco que se lo proponga, debe estar dedicado exclusivamente a la administración de tratamientos terapéuticos que sean probadamente terapéuticos.

Homeopatía. Imagen de MaxPixel.

Homeopatía. Imagen de MaxPixel.

Quisiera equivocarme, pero mucho me temo que el nuevo plan del gobierno puede prender una campaña de desinformación y fake news por parte de los defensores de las pseudoterapias. La anterior interpretación de las intenciones del gobierno es una muestra de cómo la manera de presentar un asunto busca interesadamente provocar una reacción de rechazo en la audiencia: ¡prohibir las terapias naturales! ¡Pero cómo se atreven!

A los agentes de la desinformación se ha sumado, de momento, la presentadora Ana Rosa Quintana. Como informó esta casa el pasado viernes, Quintana defendió las pseudoterapias en su programa, afirmando que «la homeopatía o la acupuntura son ciencias milenarias». Es evidente que la opinión de Quintana sobre estos asuntos debería pesar tanto como su hipótesis sobre el origen y la causa de los Fast Radio Bursts, potentes ráfagas de emisiones de ondas de radio de procedencia aparentemente extragaláctica.

Pero también es evidente que no es así, sino que opiniones como la suya pesan; y obviamente Quintana ignora o bien lo que son la homeopatía y la acupuntura (no son ciencias), o bien lo que es la ciencia (la homeopatía y la acupuntura no lo son), o ambas cosas, y desde luego parece desconocer por completo que los 222 años de existencia de la homeopatía no cuentan como un milenio.

Otro indicio de que la maquinaria pseudoterapéutica puede preparar una intensificación de su campaña de fake news me lo ha proporcionado una persona, defensora de la homeopatía, que parece haberse propuesto espamear mi correo. A su primer mensaje respondí amablemente explicándole qué es la homeopatía, que no cura y por qué no cura, como creo que es mi obligación y hago con gusto siempre que se trate de ayudar a fomentar la información y la cultura del pensamiento. Pero descubrí entonces que esta persona no solo es inmune a la información, sino que ahora parece decidida a dejarme en el correo periódicas notas sobre su visión del mundo.

En su último correo (de los dos que me ha enviado esta misma mañana), me informa de que «la homeopatía ya es legal en Suecia», adjuntándome un enlace y añadiendo que «como siempre, en España somos más listos». Sobre lo de si somos más listos y como ya sugerí ayer, la idea de que debemos mimetizarnos con la manera que en otros países tienen de hacer cualquier cosa sí que tendería a indicar que somos menos listos; si no fuera porque no existen datos que demuestren diferencias de capacidades intelectuales al sur y al norte de los Pirineos.

Pero por supuesto, merece la pena indagar en el caso. El enlace me lleva a una publicación en una web de homeopatía en la que, bajo el título «Fin de la prohibición: en Suecia la homeopatía ya es legal», se cuenta que el Tribunal Supremo de Suecia ha tumbado una sentencia que condenaba a un médico por haber tratado con homeopatía a un paciente. «Los jueces están convencidos de que el médico actuó en interés del paciente y aplicó el medicamento que según los conocimientos del médico era más adecuado para el paciente», dice el texto.

Caramba –viene a pretender que interprete mi comunicante–: mientras que en España se planea restringir la homeopatía, justo ahora en Suecia se le da un empujón validando su eficacia. ¿No?

Bueno, lo cierto es que… no. En primer lugar, y aunque resulte muy oportuno pretender que Suecia ahora se pronuncia en favor de la homeopatía, no es exactamente así: al indagar un poco, descubro que en realidad la noticia original se publicó el 24 de septiembre de 2011. Fue hace siete años cuando el Tribunal Supremo sueco anuló la sentencia que sancionaba a este médico. Y en realidad, como voy a explicar, no se ha producido ningún cambio en el estatus legal de la homeopatía en Suecia, al contrario de lo que mi comunicante pretende hacerme creer.

La sentencia original en cuestión (no tengo la menor idea del idioma sueco, pero este enlace al traductor de Google me ofrece una traducción al inglés razonablemente legible) dice lo siguiente: «El Comité Nacional de Salud concede que los remedios homeopáticos no tienen impacto negativo en el organismo humano. Debe considerarse que el tratamiento homeopático no tiene efecto alguno, pero en general se acepta el positivo efecto placebo que se produce cuando el paciente por sí mismo adopta la iniciativa de tomar un tratamiento que cree que pueda tener un efecto en su enfermedad».

En resumen, la sentencia absuelve al médico de negligencia porque le estaba administrando al paciente un tratamiento que no cura, pero que tampoco le perjudica, y que no hay fundamento para una sanción que solo debe aplicarse cuando un profesional «actúa poniendo en peligro la seguridad del paciente», dice la sentencia. En otras palabras, este es el gran triunfo enarbolado por los defensores de la homeopatía: en Suecia se dictaminó (hace siete años) que administrar agua o pastillas de azúcar a un paciente no pone en riesgo su salud.

La sentencia añadía además un detalle. Basándose en ese posible efecto placebo, que no cura, pero que puede favorecer la percepción de bienestar del enfermo, los jueces citaban la postura del Comité Nacional de Salud y Bienestar de Suecia según la cual «en casos excepcionales los remedios homeopáticos pueden aceptarse como un suplemento a la medicina académica». Pero añadía: «Esto no se aplica al tratamiento sistemático o al tratamiento DE MENORES».

Las mayúsculas son mías; y es que, como ya comenté ayer, la defensa de la libertad de elección solo puede aplicarse a adultos que toman sus propias decisiones sobre su propia salud. Parece que no solamente Suecia no mantiene una postura más favorable a la homeopatía que España, sino que además allí existe un especial énfasis en la protección de los niños contra las pseudoterapias que aquí, al menos según lo presentado en las directrices del nuevo plan del gobierno, aún no se ha contemplado.

Pero insisto: la postura oficial sueca no es más favorable a la homeopatía que la española. Dos años después de aquella sentencia, el Comité Nacional de Salud, a resultas de una investigación encargada por el Ministerio de Asuntos Sociales (traducción al inglés aquí), insistía en la excepcionalidad de la administración de homeopatía: «Las ocasiones en las que los profesionales de la salud pueden desviarse de la ciencia y la experiencia demostrada son, por ejemplo, si un paciente terminal ha probado toda la medicina académica y quiere probar los preparados homeopáticos».

La responsable del estudio, Lisa van Duin, decía: «Entonces, los profesionales legítimos de la salud no pueden decir que se niegan a la homeopatía, sino que en cambio pueden ayudar a que se practique con seguridad», añadiendo que «los tratamientos de medicina alternativa no deben interferir con la medicina de modo que suponga un riesgo para el paciente».

Homeopatía. El preparado Aconitum C30 ha sido el probado en el experimento. Imagen de pxhere.

Homeopatía. El preparado Aconitum C30 ha sido el probado en el experimento. Imagen de pxhere.

La realidad es que Suecia, como el resto de los países de la Unión, se ciñe a las actuales normativas comunitarias sobre pseudoterapias. Y para saber cuál es el estado actual de la homeopatía en aquel país, nada mejor que consultar la web de la Agencia Sueca de Productos Médicos (MPA), que por suerte sí ofrece información en inglés. Y este es el estatus actual de los remedios homeopáticos en Suecia: «Deben registrarse en la MPA para poder venderse en el mercado sueco», dice la web.

¿Y qué necesita un producto homeopático para registrarse en la MPA sueca? La web cita los artículos 14 y 15 de la Directiva 2001/83/EC del Parlamento Europeo, así como el 17 y el 18 de la Directiva 2001/82/EC, para el caso de los productos veterinarios. Y aplicando dichas directivas, se exige a todo producto homeopático «la calidad y seguridad del producto final», «que la fabricación se produzca en condiciones aceptables de calidad», que «la fabricación cumpla con los métodos homeopáticos» y que «la materia prima se haya utilizado previamente en homeopatía». Es decir, ni una palabra sobre su eficacia. O sí, pero no en el sentido en que pretenden los propagadores de fake news. La web añade: «La MPA sueca no evalúa la eficacia de los productos homeopáticos. No se requieren estudios clínicos o literatura científica de apoyo para demostrar el efecto de un producto homeopático. Aún más, no pueden sostenerse indicaciones o efectos para un producto homeopático».

Es decir, la ley sueca tolera la venta de productos homeopáticos, aunque no curen, sin importar que no curen, pero únicamente siempre que no se afirme que curan. Respecto a qué tipo de productos homeopáticos pueden venderse, la MPA especifica que estos «no contengan más de una parte en 10.000 del principio original (equivalente a D4 en el producto final)» y que «si se emplea una sustancia activa empleada en un fármaco que requiere receta, el producto homeopático debe diluir este principio al menos 100 veces respecto a la dosis más baja que requiere prescripción».

¿Y por qué esa dilución D4? Bueno, sencillamente porque es la dilución mínima a la que se ha probado que no existe ningún resto del principio original; en otras palabras, la ley sueca garantiza que los productos homeopáticos que se venden contienen exclusivamente agua (o azúcar, en el caso de las pastillas). Y asegurado esto, nadie puede impedir a nadie que compre agua embotellada o caramelos, aunque sea en dosis muy pequeñas a precios comparativamente astronómicos.

Bienvenido el plan contra las pseudoterapias, pero ¿quién protegerá a los niños?

La ciencia y la medicina no son de izquierdas ni de derechas. Y por tanto, la pseudociencia y la pseudomedicina tampoco lo son. Podría hacerse un retrato simplista de los grupos anticientíficos a los dos lados del arco: la derecha milagrera y la izquierda feng-shui (como acuñó el periodista Mauricio-José Schwarz). Estos grupos existen, pero sería muy aventurado decir que son algo más que estereotipos. Lo cual no significa que los estereotipos no existan. Pero no es un carnet político lo que da la razón, ni tampoco lo que la nubla.

En algunos casos sí son factores culturales, anclados en la tradición de un pueblo. En EEUU nadie consigue limitar la tenencia de armas, a pesar de lo probadamente nocivo de la barra libre, no porque lo diga la Constitución de aquel país, sino porque lo hace el espíritu que inspiró esa Constitución. En el terreno de las pseudoterapias, países como Francia y Alemania arrastran una inercia difícil de romper: el inventor de la homeopatía, Samuel Hahnemann, era alemán; y la mayor multinacional del mundo de esta pseudoterapia fraudulenta, Boiron, es francesa.

En este país nuestro existe un consolidado tic mental de dar por bueno todo lo que se hace fuera, todo lo que viene de fuera. Y este es un argumento al que suelen agarrarse los defensores de las pseudoterapias, su estatus legal o su popularidad en otros países. Noticia fresca: no existe ninguna evidencia de que los españoles seamos menos inteligentes que los extranjeros, ni más propensos a dejarnos llevar por supersticiones, mitos o bulos.

Por lo tanto, legislar sobre las pseudoterapias no debería basarse en ninguna necesidad de mimetizarnos con nuestro entorno. Pero tampoco debería depender de qué color gobierne en cada momento.

La ministra de Sanidad, María Luisa Carcedo, y el ministro de Ciencia, Pedro Duque, presentando el Plan de Protección de la Salud frente a las Pseudoterapias el pasado 14 de noviembre. Imagen del Ministerio de Ciencia.

La ministra de Sanidad, María Luisa Carcedo, y el ministro de Ciencia, Pedro Duque, presentando el Plan de Protección de la Salud frente a las Pseudoterapias el pasado 14 de noviembre. Imagen del Ministerio de Ciencia.

El primer (y esperado) paso del actual gobierno contra las pseudoterapias, concretado esta semana en el anuncio de un plan de regulación, no es un producto de una ideología política, sino del hecho de que por primera vez se da la circunstancia de que los dos puestos de máxima responsabilidad gubernamental en Ciencia y Sanidad no están ocupados por filólogos, financieros o abogados inmobiliarios, sino por dos personas (Pedro Duque y María Luisa Carcedo) guiadas por un criterio que debería exigirse en estos casos, un conocimiento profundo de la ciencia y la medicina, respectivamente.

Es decir, no basta con la titulación adecuada, que es el primer requisito esencial; como suelo pregonar aquí, nadie aceptaría a alguien al frente del Ministerio de Economía que no fuera economista, o del de Justicia sin titulación en Derecho. Pero no es un secreto que existen numerosos profesionales de la Sanidad que no solo defienden las pseudoterapias, sino que las prescriben. Hace unas semanas se publicó la estrambótica noticia de que una institución denominada Ilustre Academia de Ciencias de la Salud Ramón y Cajal ha premiado a un homeópata. Lo cual resulta aún más esperpéntico teniendo en cuenta lo que Santiago Ramón y Cajal escribió sobre la homeopatía en su último libro, El mundo visto a los ochenta años:

¿No curan lo mismo hoy los homeópatas, la Christian science de Baker-Eddy y el psicoanálisis de Freud? El hombre dispone de reservas inagotables de fe en lo sobrenatural o simplemente en el absurdo.

(La Christian science era un presunto método de sanación espiritual creado por la estadounidense Mary Baker Eddy, fundadora de la Iglesia de Cristo, Científico, y muy en boga en tiempos de Ramón y Cajal; por su parte, el psicoanálisis ha recibido acusaciones de pseudociencia desde su invención.)

Pero además, al poder y el saber debe sumarse el tercer factor: querer. La voluntad de cambiar el actual estatus de las pseudoterapias no solo se enfrenta a la inercia del sistema, sino también a los numerosos intereses económicos implicados, incluyendo grandes negocios como el de la homeopatía y la penetración de sus practicantes y prescriptores en los órganos de decisión de ciertas organizaciones profesionales.

En resumen, el plan anunciado por el gobierno analizará las propuestas terapéuticas desde el único prisma posible, el de la evidencia científica, para informar a la población sobre las diferencias entre las terapias de eficacia comprobada y las que no la tienen ni se basan en pruebas científicas. Se combatirá la publicidad engañosa de las pseudoterapias, algo espinoso pero muy necesario, y tanto las pseudoterapias como sus practicantes quedarán fuera de los centros sanitarios y de las titulaciones universitarias.

En la presentación del plan el pasado miércoles, Pedro Duque resaltaba que no se trata de dirigir las creencias de cada cual, sino de que nadie elija una pseudoterapia por una falta de acceso a la información veraz. Y si alguien quiere jugar con su salud en contra del conocimiento, que lo haga bajo su propia responsabilidad, a sabiendas de que atenta contra sí mismo.

Sin embargo, este planteamiento deja una vía de agua, y es una de extrema gravedad: ¿quién protege de las pseudoterapias a aquellos que no pueden protegerse por sí mismos? La homeopatía encuentra uno de sus filones en la pediatría, y esto es algo que el enfoque del plan no contempla, como tampoco el hecho de que son los padres quienes toman la decisión de no vacunar a sus hijos. Si se trata de proteger la salud contra las pseudoterapias, la libertad de elección no puede amparar la desprotección de la infancia.

El delirio de la homeopatía: el caso de la saliva de perro rabioso (I)

Esta semana se publicaba en el diario The Washington Post un caso sobre homeopatía cuyas diversas facetas forman todas ellas una especie de poliedro perfecto de la aberración, un panorama que sobrepasaría el límite de lo descacharrante si no fuera por la enorme afrenta que supone jugar de este modo con la salud de las personas; sobre todo tratándose de las más indefensas, aquellas que no pueden decir: mamá, por favor, llévame a un médico titulado que practique medicina de cuyo funcionamiento e inocuidad existan pruebas científicas contrastadas, y cuyo practicante pueda explicar al menos alguna hipótesis sobre su mecanismo de acción.

Aunque la noticia ha circulado en los últimos días, su origen se sitúa hace algo más de dos meses. Fue en febrero cuando la canadiense Dra. Anke Zimmermann, médica naturópata (según ella misma firma), publicó una entrada más en el blog de su web.

Homeopatía. Imagen de pixabay.

Homeopatía. Imagen de pixabay.

Una aclaración, con un ejemplo. Durante mis primeros años de tesis, compartí poyata de laboratorio con una postdoctoral llamada Eva. En una ocasión recuerdo que Eva se me quejaba de este modo: «a mi hermana, que es médica pero no ha hecho un doctorado, todo el mundo la llama Dra. X; a mí, que soy bióloga pero soy doctora, me llaman señorita X». En este país hemos podido comprobar últimamente cómo los títulos parecen un bufé libre en el que cada uno pone en su plato lo que le apetece. Pero más allá de adornar el nombre con algún prefijo o sufijo rimbombante, lo esencial en el fondo de esto es que, sobre todo cuando se trata de la salud, el paciente pueda saber en manos de qué tipo de profesional está poniéndose.

En Norteamérica hay una regulación estricta para los diferentes tipos de médicos. Quienes firman como MD, o Medical Doctor, son los que han estudiado una carrera de medicina (no un doctorado, que se denota como PhD o Doctor of Philosophy en todas las disciplinas), y pueden ejercer cualquier especialidad de medicina y cirugía de forma ilimitada. Lo mismo se aplica a quienes firman DO, Doctor of Osteopathic Medicine. No voy a entrar en los detalles, pero el médico osteopático en EEUU es radicalmente diferente del osteópata tal como aquí lo entendemos (este asunto es complejo; escribí un reportaje detallado aquí); allí tiene también una titulación en medicina y un acceso ilimitado a practicar la medicina y la cirugía en todo el país y en otros muchos.

No es el caso del ND o Naturopathic Doctor. En este caso se trata de una persona que ha estudiado una carrera específica de medicina naturópata, y que solo está autorizada a practicar la medicina de forma ilimitada en algunas provincias de Canadá y en 16 o 17 estados (según las fuentes) de los 50 totales de EEUU; en el resto solo pueden hacer una labor, digamos, parafarmacéutica. Todo esto no clarifica demasiado la situación para el sufrido paciente, y por ello hay multitud de webs en las que se explica la diferencia entre unas titulaciones y otras para que el usuario sepa a qué atenerse.

En el caso de Zimmermann, su currículum detalla que además de ND es licenciada en Psicología, profesora de yoga y que está formada en cosas como homeopatía, medicina tradicional china, acupuntura, quinesiología aplicada o varias «técnicas de sanación por energía».

En resumen, el mensaje de todo ello es este: Zimmermann está perfectamente autorizada a presentarse como doctora, pero lo que no debería inferirse es que se trata de una médica (sin apellidos) que ha preferido favorecer la prescripción de medicina naturópata fruto de una experiencia comparativa o analítica con la medicina llamada por algunos convencional.

Pues bien, lo que Zimmermann publicó en su blog fue uno de los que define como «casos exitosos». Lo resumo, pero quien quiera comprobar todos los detalles puede acudir al artículo original de Lindsey Bever en el Post. A su consulta acudió una madre con un niño de cuatro años que al parecer presentaba ciertos problemas de comportamiento: dormía mal y en el colegio se escondía debajo de las mesas, gruñendo a la gente.

Interrogando a la madre, Zimmermann supo que el niño había sido mordido por un perro en el pasado, y coligió que este y no otro era el origen de su problema. Así que le administró un preparado homeopático llamado Lyssinum o Hydrophobinum cuyo principio activo (nótese la cursiva) es la saliva de perro rabioso, y que está aprobado en Canadá. Según relataba Zimmermann, la curación fue instantánea: «al minuto o dos de darle el remedio, Jonah me sonrió abierta y hermosamente, como si de repente se hubieran encendido todas las luces».

Otra aclaración. La rabia es una enfermedad vírica mortal si no se trata, transmitida por las secreciones corporales de los animales infectados (incluyendo la saliva) cuando entran en contacto con la sangre, las mucosas o los ojos. Es posiblemente lo más parecido que existe en el mundo real al virus zombi de películas como 28 días después. Obviamente aquel niño no padecía rabia, ya que de ser así habría muerto tiempo atrás.

Como no podía ser de otra manera, el caso levantó un enorme revuelo, e incluso una representante de la sanidad de la provincia canadiense de Columbia Británica, Bonnie Henry, expresó su preocupación por el diagnóstico de Zimmermann y por el hecho de que se administrara a un niño un producto basado en saliva de perro rabioso, cuya autorización Henry se comprometió a cuestionar ante las autoridades de Canadá. Por cierto que la postura de Henry es incluso demasiado benevolente: aunque aclara que «no existen pruebas que [ella] conozca de que el Lyssinum tenga ningún beneficio terapéutico», también añade que «la homeopatía juega un papel complementario para la salud de algunas familias», lo cual es una afirmación no sustentada científicamente en labios de una responsable de salud pública.

Pero como resultado de todo y de, según ella misma, los insultos y amenazas que recibió, Zimmermann decidió retirar el caso de su web y lo sustituyó por un largo escrito en el que trata de justificarse y carga a diestro y siniestro contra el «relato de ignorancia» de quienes la han criticado, incluyendo la Dra. Henry (que sí es médica sin apellidos), a la que se refiere como «Dra. Bonnie», e introduciendo el clásico argumento de que la homeopatía es una maravilla, pero que la poderosa industria médico-farmacéutica conspira para destruirla porque quiere mantener drogada a la población para lucrarse con ello.

Homeopatía. Imagen de pxhere.

Homeopatía. Imagen de pxhere.

Casi voy a comenzar por esto último, porque no requiere una introducción. Dado que probablemente Zimmermann conoce bien la industria homeopática, ¿acaso pretende convencer a sus pacientes y lectores de que estos productos los prepara una abuelita hippy en su jardín, y de que no los fabrican potentes multinacionales como la francesa Boiron, presente en 50 países y que factura más de 600 millones de euros al año? ¿Que los preparados homeopáticos se despachan gratis, y que por tanto no sostienen una industria de 3.800 millones de dólares (dato de 2015) a la que se le pronostica una facturación de 17.400 millones de dólares en 2024? ¿Que las compañías homeopáticas no incentivan a los médicos tanto o más que las farmacéuticas? ¿Que los farmacéuticos minoristas no reciben iguales o mayores márgenes por la venta de homeopatía que por la de fármacos? ¿Que la propia Zimmermann recibe a sus pacientes gratis y prescribe sus tratamientos por caridad?

Respecto a esto último, la propia doctora publica sus tarifas en su web, y prepárense a darle a la palanca de la máquina registradora: un mínimo de 170 dólares (138 euros) por una consulta de una hora. Hagan la cuenta; ¿alguno de ustedes los gana? Pero sigue: 95 dólares por media hora de consulta, y 50 dólares por una consulta por email de 15 minutos (pago por anticipado). Y aún más: 485 dólares por un «programa de homeoprofilaxis» que incluye kit de «remedios» y folleto. Y lo mejor de todo: 1.300 dólares por un pack para el tratamiento del autismo durante un año. Que incluye las consultas, pero no los «remedios» ni los «suplementos».

Por supuesto que Zimmermann tiene todo el derecho a ganarse la vida y establecer libremente sus tarifas, siempre que ejerza dentro de la normativa legal de su país y que haya alguien dispuesto a pagarlas; exactamente igual que los médicos de verdad y todos los involucrados en la industria farmacéutica o cualquier otra. Recurrir al argumento pueril de lo perversas que son las multinacionales de los otros y de lo codiciosos que son los practicantes de lo otro puede estar bien para una asamblea de facultad, pero no debería engañar a ninguna mente lo suficientemente adulta, formada e informada.

Hasta aquí por hoy. Mañana entraremos en el meollo de la homeopatía y la saliva de perro rabioso. Pero les anticipo el mensaje: por mucho que reunir en la misma frase a un niño necesitado de atención especializada y un líquido potencialmente letal resulte inconcebiblemente alarmante, en el fondo da lo mismo que se trate de saliva de perro rabioso, veneno de mamba negra o extracto de cerebro de vaca loca, porque en la homeopatía ese supuesto principio activo (de ahí la cursiva) no está presente de ninguna manera en el preparado final. La homeopatía es agua, o azúcar en el caso de pastillas, como reconoce la propia Zimmermann. Es placebo, algo que sin embargo no reconoce Zimmermann. Funciona hasta cierto punto en algunos casos, porque los placebos funcionan hasta cierto punto en algunos casos, como está ampliamente demostrado. No es medicina alternativa. No es medicina.

Carta a un creyente en una terapia milagrosa

De vez en cuando, cada cierto tiempo, recibo un correo de una persona que está atravesando el peor trance de su vida: una enfermedad incurable en su propio cuerpo o en el de alguien de su círculo íntimo. No sé cómo me han encontrado, ni si escriben a todo periodista de ciencia que han podido localizar; no importa, no se lo pregunto. Pero no puedo no responder. No puedo desentenderme.

Pero tampoco puedo hacer lo que me piden: divulgar una presunta terapia milagrosa creada por algún personaje improbable. Nunca son los propios creadores de estos milagros quienes me escriben; solo en alguna rara ocasión he recibido comunicación de alguien con claros intereses directos, como ciertas asociaciones estrambóticas. A estos no les presto la menor atención. Pero al resto solo les mueve una esperanza que no me siento con derecho a apagar. Y no puedo aportar ningún consuelo: no existe un solo caso histórico confirmado y documentado, ni ciencia, ni lógica, que puedan sostener su esperanza.

Imagen de Pixabay.

Imagen de Pixabay.

Hace unos días recibí uno de estos correos, y me ha parecido que puede ser útil traer aquí mi respuesta, por si a alguien le sirve. Porque peor que no tener esperanza es perderla.

Hola, Xxxxx,

Gracias por tu mensaje y por tu interés. Ante todo quiero transmitirte mi aliento y mis deseos de mejora y recuperación para ti o la persona cercana a ti que esté sufriendo las enfermedades que citas. Espero que de una manera u otra encontréis alivio y fuerzas para afrontar esa lucha. Imagino que todos tenemos algún caso cercano de una persona muy querida que padece una enfermedad aún incurable, y sabemos lo que se sufre, y entendemos que en casos así se busque cualquier cualquier resquicio de ayuda, por remoto que parezca.

Pero me temo que el resto de este mensaje no te va a gustar. Con cierta frecuencia recibo correos como el tuyo, en el que personas bienintencionadas como tú me piden ayuda para divulgar algún nuevo tratamiento revolucionario aplicado por tal persona contra tal enfermedad. Y siempre suelen ser historias similares: la persona que ha descubierto el presunto tratamiento es alguien con escasa o nula formación específica, que no pertenece a la comunidad científica, y que pese a todo ha conseguido acertar allí donde todos los demás antes han fallado. Y que normalmente ha descubierto una panacea, ya que se trata de algo muy sencillo para tratar enfermedades muy graves, a menudo varias enfermedades distintas. Como ves, el caso que me cuentas calca el perfil.

El problema, Xxxxx, es que todo esto siempre es demasiado bonito para ser cierto. Según he comprobado, no hay un solo estudio científico publicado firmado por X, que por lo que he visto es [profesión no relacionada con la ciencia ni la medicina]. Para demostrar la eficacia de un tratamiento hay que emprender un ensayo clínico estandarizado y aprobado por las autoridades sanitarias, con un amplio grupo de pacientes en condiciones controladas, y que después los resultados de ese ensayo sean analizados y validados por otros expertos para finalmente publicarse y convertirse en ciencia real.

Si esto llega a producirse, no te quepa duda de que lo divulgaré con mucho gusto. Pero hasta entonces es anécdota, no ciencia. Me dirás que hay infinidad de testimonios de que su idea funciona. No lo dudo, siempre los hay. Pero hay otros motivos que pueden explicar esto, como la remisión espontánea, los ciclos de la enfermedad, el sesgo de confirmación, el efecto placebo… En ciencia llamamos a esto el “amimefuncionismo”. Si a ti te funciona, adelante, pero al menos aún, esto no es ciencia. Y aunque no tengo motivos para dudar de la buena fe de X, tampoco tengo motivos para lo contrario, y no te imaginas la inmensa cantidad de casos parecidos en los que luego se han revelado intenciones no tan loables.

Lo cierto es que no existe un solo caso, hasta donde sé, en que se haya producido algo como lo que me cuentas, que un diletante (solo es una descripción, sin ánimo peyorativo) haya encontrado la piedra filosofal de un problema donde han fallado miles de médicos e investigadores profesionales especializados con impresionantes credenciales e intensa dedicación. Es curioso, porque nadie creería jamás la historia de que un aficionado ha construido una nave para viajar a la velocidad de la luz, y sin embargo en biomedicina circulan historias así continuamente. Repito, sin que hasta ahora ninguno de esos casos haya conducido a nada útil y real. Repito también, si se demuestra que este es el primer caso, desde luego que lo contaré. Pero previo paso por el filtro del reconocimiento científico de los expertos.

Por último, quería hacerte un comentario a propósito de lo que mencionas sobre la “big pharma”. Hice mi tesis en un departamento público cofinanciado por una farmacéutica, pero yo cobraba una beca pública. En otro momento trabajé para una biotecnológica, pero esa ha sido toda mi vinculación, y desde hace décadas no tengo ninguna relación profesional con la industria, así que puedo hablar con total neutralidad.

No cabe duda de que algunas compañías han cometido malas prácticas e incluso delitos, los cuales deben achacarse a esas compañías concretas y no al sector en general. La mala fama que tiene esta industria entre ciertos colectivos se reduce en el fondo a la absurda acusación de tener ánimo de lucro, algo aplicable a cualquier otra empresa del mundo, hasta al bar de la esquina. Las farmacéuticas no son ONG, y es comprensible que no inviertan en tratamientos no rentables.

A quienes sí podemos y debemos exigir esa inversión a fondo perdido en investigación sobre enfermedades minoritarias es a las entidades públicas, que manejan nuestro dinero. Yo estoy encantado de apoyar esa investigación con mis impuestos. De hecho, quisiera que mi declaración de Hacienda tuviera más casillas donde poner o no poner una equis, para que mi dinero fuera a fines como este y no a otros que me parecen perfectamente prescindibles.

Mucha suerte y un cordial saludo,
Javier