Entradas etiquetadas como ‘contagio del coronavirus’

Qué ventanillas abrir para reducir el riesgo de contagio en un taxi

Los espacios cerrados, pequeños y mal ventilados representan la mayor situación de riesgo para el contagio del coronavirus. Hoy esto ya es suficientemente conocido por todos, aunque por motivos que cuesta entender, y que yo sepa, las autoridades en general no han impuesto ninguna medida obligatoria y estricta de ventilación y su vigilancia constante en los espacios cerrados, sino que parece dejarse a la buena fe de los responsables de dichos espacios (y se trata por el mismo rasero a los bares y restaurantes que imponen estas medidas y a los que no).

Es decir, hoy las autoridades se dan por enteradas de la importancia de la ventilación, pero no hacen nada al respecto. Es un ejemplo de cómo los gobernantes tienden a ignorar las intervenciones cuya complejidad es seguramente mucho mayor que su rentabilidad en términos de imagen. Otro ejemplo claro es el rastreo de contagios y contactos, del cual existen potentes indicios en otros países sobre su utilidad para contener la propagación del virus, y que sin embargo en España siempre ha sido una prioridad menor que, si se hace, es tarde y mal.

Tal vez por esto, costó mucho que las autoridades se dieran por enteradas de la importancia de la ventilación y la filtración del aire como medidas clave para contener el virus. Cuando en la comunidad científica el riesgo de los aerosoles ya era un clamor, al menos en Madrid (experiencia personal) aún era posible sentarse en un taxi con toda clase de pegatinas relativas a la desinfección –cuando todo indicaba que la transmisión mediada por superficies y objetos inanimados era extremadamente rara–, pero con las ventanillas perfectamente cerradas.

En un taxi o un VTC, uno de los ejemplos máximos de la reunión de personas no convivientes en un espacio pequeño, parece evidente cuál es la medida de prevención más inmediata: abrir las ventanillas. Difícilmente alguien necesita estudios científicos para llegar a esta conclusión. Pero una de las misiones de la ciencia es comprobar si lo que nos parece evidente es cierto o no (parece evidente que el sol gira en torno a la Tierra). Y hoy los científicos cuentan con las herramientas necesarias para analizar con precisión y con todo detalle cómo funciona la circulación del aire dentro de un vehículo y cómo puede manipularse para minimizar el riesgo de contagio de un virus de transmisión aérea como el de la COVID-19.

Un taxi de Barcelona. Imagen de MaxPixel.

Un taxi de Barcelona. Imagen de MaxPixel.

Un grupo de investigadores de las universidades de Massachusetts y Brown (EEUU) ha creado para ello un modelo matemático de simulación, tan detallado que incluso se basa en un modelo concreto de coche, un Toyota Prius. «Esperamos que las conclusiones generales sean válidas para la mayoría de los vehículos de pasajeros de cuatro ventanillas. Sin embargo, los camiones, furgonetas y coches con un techo solar abierto podrían mostrar diferentes patrones de flujo de aire«, escriben los autores del estudio, publicado en Science Advances.

La primera conclusión del estudio es la que cualquiera imaginaría: la mejor opción para maximizar la ventilación y reducir el riesgo de contagio es abrir todas las ventanillas del coche. Y la peor, llevarlas todas cerradas, sin que el aire acondicionado logre mejorar las cosas: «El escenario de todas las ventanillas cerradas con solo el aire acondicionado intercambiando aire parece ser la opción menos efectiva«.

Por otra parte y como también era de esperar, la eficacia de la ventilación con las ventanillas abiertas aumenta con la velocidad del coche: más rápido, más intercambio de aire, menor riesgo de contagio.

Hasta aquí, lo obvio. Pero lo que sigue no es tan obvio. Los autores dan por hecho que llevar todas las ventanillas abiertas no siempre es muy cómodo, sobre todo a gran velocidad y con tiempo frío. Así que la pregunta es: ¿qué configuración parcial de ventanillas abiertas es la que ofrece la mejor ventilación y el menor riesgo de contagio?

Supongamos una situación típica de un taxi o un VTC con un pasajero sentado en el asiento trasero derecho. En este caso y según los resultados del modelo, curiosamente la mejor configuración para la ventilación es llevar abiertas no las ventanillas junto al conductor y el pasajero, sino las opuestas, es decir, la delantera derecha y la trasera izquierda. Esta configuración «parece ofrecer mejor protección al pasajero«, separando con más eficacia el aire que respiran ambos ocupantes del coche.

Por supuesto y como siempre debe añadirse, los resultados de un estudio individual nunca deben tomarse como dogma. A ello se unen las limitaciones del propio modelo, que los autores repasan, y el hecho de que en este estudio solo se ha considerado la opción de abrir o cerrar totalmente las ventanillas (dicen que en una futura investigación analizarán la situación de ventanillas parcialmente abiertas). Pero a pesar de estas limitaciones, «estos resultados tendrán una gran relevancia en las medidas de mitigación de la infección para los cientos de millones de personas que conducen coches de pasajeros y taxis en todo el mundo, ofreciendo soluciones más seguras y de menor riesgo para el transporte personal«, escriben los autores.

La ciencia dice lo que es, no lo que nos gusta: cerrar los colegios y la hostelería

Gracias a este blog, y sobre todo durante esta pandemia, he podido comprobar cómo hay una parte de la población a la que le cuesta diferenciar entre datos/análisis y opinión (esta es también una vieja discusión periodística, al menos según me contaron en el máster que ostento como mi única titulación periodística; pero eso sí, un máster de verdad).

Un dato es que la Tierra gira en torno al Sol. Decir que, por lo tanto, es mentira que el Sol gire en torno a la Tierra no es una opinión, sino un análisis del dato. En mi anterior artículo decía aquí que las opiniones son libres, pero debí matizar que no todas son igualmente válidas. Por ejemplo, uno puede opinar libremente que no le gusta que la Tierra gire en torno al Sol y que preferiría que fuese al revés. Pero decir «no estoy de acuerdo, no me lo creo» no es una opinión válida, por muy libre que sea.

Viene esto a colación de mi anterior artículo sobre las medidas que, según la ciencia más actual (y quiero subrayar esto de actual), son las más eficaces para contener la propagación de la COVID-19. En las redes han aparecido objeciones razonables, como que los datos relativos al cierre de colegios y universidades en realidad no discriminan entre cierre de colegios y cierre de universidades, y que los universitarios suelen llevar una vida social más activa que los escolares.

Existen otras objeciones razonables que ni siquiera han aparecido, como que se trata de una recopilación de datos internacionales, pero que cada país tiene sus ciertas peculiaridades, y que no existe un amplio estudio semejante relativo solo al nuestro. Otra objeción razonable que tampoco ha aparecido es que los datos se refieren a la primera ola de la pandemia, cuando, por ejemplo, el uso de la mascarilla aún no estaba extendido (en España los escolares no regresaron a clase el curso pasado, y en septiembre lo hicieron ya con mascarilla, pero recordemos que el estudio citado incluye datos de 41 países).

Pero frente a esto, también han aparecido numerosos comentarios al estilo «estoy/no estoy de acuerdo». O al estilo «eso es lo mismo/no es lo mismo que opina fulano».

No. No son opiniones. Ni hay opción a estar o no de acuerdo. Son datos científicos y su análisis. Personalmente no he opinado sobre si me gustan o no el confinamiento, el cierre de los colegios o la clausura de los bares. No he hablado de «yo creo» o de «mi parecer es». De hecho, quien siga este blog habrá podido comprobar que aquí se defendía el confinamiento cuando la ciencia estimaba que era la medida más eficaz contra la pandemia. Pero de repente surgen estudios empíricos que dicen lo contrario, y entonces aquí se cuenta. Y si esos estudios dicen que el cierre de colegios/universidades y el de bares/restaurantes están entre las medidas más eficaces, también se cuenta. Como dijo Carl Sagan, la ciencia es un esfuerzo colectivo con una engrasada maquinaria de corrección de errores.

Por todo ello, lo que hoy vengo a hacer es una breve aclaración sobre algunos de esos comentarios opinativos que se oponen a lo dicho aquí como si lo dicho aquí fuesen también opiniones. Insisto: la ciencia no existe para decirnos lo que queremos que nos diga. Ni para ofrecernos argumentos con los que reforzar nuestras opiniones. La ciencia estudia, analiza y descubre. Y si lo que descubre no nos gusta, el problema es nuestro, no de la ciencia.

«Pero si la mayoría de los contagios se producen en casa, no en los colegios ni en los restaurantes»

Un dato suficientemente contrastado es que, en efecto, la mayoría de los contagios se producen en los hogares. Pero ¿acaso esto puede sorprender a alguien? En casa la convivencia es estrecha y no llevamos mascarilla, dos grandes factores de riesgo para el contagio. Es perfectamente esperable que, una vez que el virus entra en un hogar, algunas de las personas que viven allí se contagien.

Un bar cerrado en Barcelona. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Un bar cerrado en Barcelona. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Pero está claro que esto no va a poder evitarse de ningún modo. Ciertos gobernantes han pedido que las personas positivas o sospechosas de serlo se aíslen del resto de la familia en sus propios hogares. Lo cual es de chiste. Una gran cantidad de mortales que no somos futbolistas, youtubers ni gobernantes no disponemos de una segunda residencia, ni de una suite cedida a precio de ganga por algún amigo, o ni siquiera de un ala en nuestra casa para aislarnos de nuestra familia, entendiendo como ala al menos un dormitorio y un baño.

Dado que la gran mayoría de los humanos no podemos hacer cuarentena en nuestra propia casa aislados del resto de nuestra familia, la pregunta clave es: ¿cómo evitar que entre el virus en casa? Porque es cortando esas cadenas de contagios que se inician fuera de casa como se logrará prevenir que varias personas de un mismo hogar acaben contrayendo el virus. La R, la tasa de reproducción del virus (a cuántas personas como media contagia cada infectado), crece sobre todo por causa de la convivencia en los hogares, pero es fuera de los hogares donde puede actuarse, en los lugares donde se contagian quienes llevan el virus a casa.

Y ¿dónde se contagian quienes llevan el virus a casa?

«No, los colegios no son, apenas hay niños contagiados»

Solo que no es esto lo que dicen los datos, repito, sin discriminar entre colegios y universidades, y con datos de la primera ola en la época pre-mascarillas. Cuando los datos de 41 países indican que el cierre de colegios y universidades, por sí solo y sin otras medidas adicionales, consigue reducir la R nada menos que un 38%, más del doble que el cierre de bares y restaurantes, esto debería ser como un enorme piloto rojo encendido en el cuadro de mandos de quienes toman las decisiones sobre las medidas a adoptar. Esto indica, guste o no, lo creamos o no, opinemos lo que opinemos aunque con las salvedades citadas, que los colegios y universidades están siendo responsables en gran medida de llevar el virus a los hogares.

En algunas universidades se están haciendo cribados masivos con test de antígenos. En los colegios, que yo sepa, no. Se está dando por hecho que los niños no se contagian y no contagian. Pero los datos muestran con toda claridad que esto no es cierto, e invitan a sospechar que en los colegios solo se están detectando los casos con síntomas, que en los niños son una pequeña minoría. La mayoría de los contagios no se rastrean y se desconoce su origen, por lo que cada uno podrá hacerse su libre conjetura sobre cómo ha podido entrar el virus en casa. Pero los datos indican que en muchos casos probablemente son niños quienes lo han traído, probablemente sin que hayamos notado en ellos el menor síntoma.

Y por cierto, The Lancet Infectious Diseases acaba de publicar un estudio que ha analizado la transmisión del virus en más de 27.000 hogares de Wuhan, en China. Y esta es la conclusión: «Dentro de los hogares, los niños y adolescentes son menos susceptibles a la infección con SARS-CoV-2, pero son más infecciosos que los individuos de mayor edad«. Y también por cierto, el estudio valora una «pronta vacunación de los niños una vez que se disponga de los recursos«.

«¡Es el transporte público, vamos como sardinas en lata!»

Lo cierto es que no. No existe ningún estudio, que yo sepa, que haya detectado una alta transmisión en los sistemas de transporte público, y en cambio sí hay estudios que han encontrado un efecto inapreciable de este factor en los contagios, como el estudio ComCor del Instituto Pasteur encargado por el gobierno francés.

Viajar en un metro atestado siempre es desagradable, y en tiempos de pandemia es hasta terrorífico. Pero no, no es allí donde la población se está contagiando. Lo de los transportes atestados se ha convertido en un mantra repetido hasta la saciedad, sobre todo por aquellos contrarios a los gobiernos responsables de dichos transportes. Pero los datos no les dan la razón. Desde luego, no puede afirmarse que los transportes públicos estén completamente libres de contagios, sino que no están contribuyendo de forma apreciable a ellos.

En metros, autobuses y trenes llevamos mascarillas y solemos hablar en voz baja o nada en absoluto si vamos solos, y los tiempos de exposición no suelen ser muy largos, por lo que estos escenarios no son ahora una preocupación para el control de la pandemia en los países que, como el nuestro, obligan al uso de mascarilla.

«Son las fiestas ilegales, los botellones y las reuniones, no los bares»

La fiestas ilegales, los botellones y las reuniones familiares están propagando el virus, esto es difícilmente discutible y no hay datos ni argumentos lógicos para negarlo. Las redadas en fiestas ilegales quedan muy vistosas en los telediarios, pero es razonable pensar que las reuniones de familiares y amigos, incluyendo aquellas que rompen las normas sobre confinamientos perimetrales o número de personas pero que no salen en los telediarios, son infinitamente más frecuentes y numerosas. Este es un factor que inevitablemente va a escapar a los análisis científicos: sabremos cuánto reduce la R una prohibición de las reuniones de más de 10 personas (un 42%, más que el cierre de colegios y universidades), pero no sabremos cuánto más la reduciría si realmente todos cumpliéramos esta norma.

Sin embargo, el dato es este: cerrar bares, restaurantes y otros negocios cara a cara reduce la R entre un 18 y un 27%. Este efecto puede parecer modesto en comparación con el 42% de la prohibición de las reuniones de más de 10 personas. Pero pongámoslo en su contexto completo: limitar las reuniones a 100 personas reduce la R un 34%; limitarlas a 1.000 personas la reduce un 23%, en el mismo orden que el cierre de bares y restaurantes. Y en cambio, ¿es que alguien se plantea permitir reuniones de más de 1.000 personas? En estos momentos sería impensable. Y sin embargo, esta prohibición consigue aproximadamente un efecto equivalente a cerrar bares y restaurantes (ya expliqué aquí por qué las reuniones multitudinarias no son tan extremadamente peligrosas como podría parecer). Es más: por encima de todas estas medidas, el confinamiento general solo aporta un 13% más de reducción de la R.

¿Compensa o no cerrar la hostelería, con todos los perjuicios que conlleva, para ganar entre un 18 y un 27% de reducción de los contagios? Esto ya es opinable, e incluye consideraciones que escapan a este blog y a mi competencia. Por mi parte, no opino, me limito a contar los datos actuales. Que son innegables. Pero las reuniones de más de 1.000 personas están prohibidas por el mismo motivo, y esto también perjudica a infinidad de negocios. Muchas voces apoyan un confinamiento, que sería aún más lesivo para la economía y que lograría un beneficio comparativamente menor que el cierre de los locales interiores de bares y restaurantes, ya que estos aún podrían abrir las terrazas y servir pedidos para llevar.

Naturalmente, los hosteleros tienen todo el derecho del mundo a quejarse por los cierres que sí se han aplicado en algunas comunidades autónomas; les va el sustento en ello. Pero cuando otros gobernantes deciden no tomar esta medida y se presentan como salvadores de la economía, y cuando ciertos hosteleros les agradecen su buena labor al proteger sus negocios, sería más decente un poco más de sensibilidad social. Porque ambos, gobernantes y hosteleros, deben saber que ese salvamento de la economía se produce a costa de un 18-27% de contagios que podrían evitarse. Y por lo tanto, de muertes que podrían evitarse. Guste o no, esto no se puede negar.

Desde hace meses, y quizá más ahora, hay quienes opinan que debemos intentar tirar para adelante como podamos. Que es necesario convivir con el virus y seguir con nuestras vidas, con los locales abiertos, con nuestras entradas, salidas y reuniones, aunque sea con cambios como las mascarillas y los horarios reducidos. Este fenómeno también ha sido analizado por los científicos; lo llaman fatiga cóvid, y es comprensible. La pandemia no solo nos ha cambiado la vida, sino que además ha acaparado la información y la comunicación de tal modo y a todos los niveles, desde las conversaciones personales hasta el espacio en los medios (incluyendo este blog), que muchos están ya hastiados y desearían poder olvidarse de que existe algo llamado COVID-19. Pero existe. Y, por desgracia, no podemos lograr aquello que se preguntaba Einstein, si la luna deja de existir cuando no la miramos.

Un confinamiento puede ser menos eficaz que cerrar colegios, restaurantes y bares

Mientras distintos expertos piden un confinamiento general y algunas comunidades autónomas lo han solicitado, tanto Salvador Illa como Fernando Simón alegan que por el momento no parece necesario. Entre el público, como es natural, hay posiciones enfrentadas, en muchos casos curiosamente coincidentes con posturas políticas. Otras comunidades, como la de Madrid, rechazan el confinamiento, imponiendo en su lugar cierres perimetrales en numerosas zonas y municipios, ahora con un nuevo cambio de criterios que, también curiosamente, sigue dejando libres de restricciones a la mayoría del centro de Madrid y a los barrios más comerciales y turísticos. Por otra parte, después de la tormenta de nieve, los ciudadanos se quejan del miedo al contagio por la masificación en los transportes públicos.

Las opiniones son libres. Los datos no lo son. No podemos decir que aún nadie tenga la respuesta definitiva a cuáles son las medidas más eficaces para aplacar la curva de contagios. Pero sí podemos decir que la realidad no está en las opiniones, sino en los datos, y que por lo tanto lo más acertado es sin duda actuar de acuerdo a lo que la ciencia va descubriendo a medida que van acumulándose más datos y estudios. Nada de ello es definitivo; es imperfecto y parcial. Pero es lo menos imperfecto y parcial que tenemos.

Resumo lo que ya he contado aquí antes en numerosas ocasiones: según la ciencia, parece que en general todas las intervenciones no farmacológicas, cualesquiera intervenciones no farmacológicas, que impongan alguna restricción de los contactos y la movilidad, tienen algún efecto favorable en la reducción de los contagios. A esto se agarran muchas autoridades para presumir de que sus medidas funcionan. Lo que no dicen es que otras medidas que no toman podrían funcionar mejor. Según el penúltimo gran estudio publicado en Science y que ya he comentado aquí, estas son las medidas que mejor funcionan, en este orden:

  1. Prohibición de las reuniones de más de 10 personas.
  2. Cierre de colegios y universidades.
  3. Cierre de establecimientos no esenciales, comenzando por los de alto riesgo como bares y restaurantes.

Como ya expliqué, y de forma algo inesperada, resulta que según dicho estudio un confinamiento general añadido a estas tres medidas aporta muy poco más en términos de reducción de contagios. Por lo tanto, y según la ciencia, podría ser acertado decir que un confinamiento no es necesario, siempre que se adoptaran las tres medidas anteriores.

Imagen de pixabay.

Imagen de pixabay.

Pero claro, la 2 y la 3 tampoco se están adoptando de forma general en España, ni parece haber voluntad alguna de adoptarlas. En su lugar, se imponen otras medidas como adelantar los toques de queda. Hasta donde sé (aunque podría ser que se me haya escapado), a fecha de hoy no existe absolutamente ningún estudio científico que haya analizado si adelantar un toque de queda una hora, dos o tres ejerce algún efecto sobre la curva de contagios respecto a no adelantarlo. Por lo tanto, las autoridades que toman estas decisiones no se están guiando por criterios científicos, sino por un mero wishful thinking. Están experimentando. Con la población.

Merece la pena comentar algo sobre esas medidas 2 y 3, aunque me temo que voy a repetirme un poco sobre lo que ya he contado aquí anteriormente. Cerrar los colegios es una píldora que nadie parece querer tragarse. Pero lo que no se puede hacer es negar la evidencia para justificarlo. Desde el comienzo de la pandemia han existido dudas aún no del todo resueltas sobre qué papel están jugando los niños y adolescentes en la propagación del coronavirus. Pero cuando los datos reales dicen que el cierre de colegios resulta ser una de las medidas más eficaces en aplanar la curva de contagios, no puede seguir ignorándose el hecho de que probablemente muchos niños estén llevando a casa una infección silenciosa y contagiando el virus a sus familiares.

Si algo sabemos, es que existe un gran volumen de transmisión debida a personas sin síntomas (asintomáticas o presintomáticas), y que el número de casos reales es mucho mayor que el de los casos detectados; según distintos estudios, hasta más de 10 o 20 veces más. Y sabemos también que no se están haciendo cribados en los colegios. Por lo tanto, no cuesta imaginar que el número de infecciones reales entre los niños, generalmente asintomáticos, es mucho mayor de lo que registran las cifras oficiales. En resumen, y por mucho que cueste tragar esta píldora, decir que el cierre de colegios no es necesario es contrario a la ciencia. Es un engaño.

La medida número 3 es otra píldora que cuesta tragar. Pero ¿cuántas personas de las que se quejan de la masificación en los transportes públicos se abstienen por completo de frecuentar bares y restaurantes? Hasta ahora no hay estudios que hayan descubierto una implicación significativa de los transportes públicos en los contagios, lo cual por otra parte es lógico: todo el mundo utiliza mascarilla, se habla poco o no se habla, o se habla en voz baja, y el tiempo de exposición no suele ser muy largo.

En cambio, sí hay numerosos estudios que han descubierto una implicación significativa de los bares y restaurantes en los contagios: se prescinde de la mascarilla, se habla mucho y en voz alta y el tiempo de exposición suele ser largo. «Reabrir los restaurantes con servicio completo tiene el mayor impacto pronosticado en las infecciones, debido al gran número de restaurantes, la alta densidad y los largos tiempos de estancia […] Los restaurantes con servicio completo, gimnasios, hoteles, cafés, organizaciones religiosas y restaurantes con servicio limitado producen los mayores aumentos pronosticados de infecciones al reabrirse«, decía un estudio dirigido por la Universidad de Stanford y publicado el pasado noviembre en Nature.

Otro estudio en Reino Unido descubrió que la reapertura de restaurantes en Reino Unido después de la primera ola, junto con un programa del gobierno destinado a fomentar el consumo en estos locales, «ha tenido un gran impacto causal en acelerar la posterior segunda ola de COVID-19«. También en Reino Unido, otro informe descubrió que haber comido en un restaurante en los días o semanas previas era la actividad más frecuentemente reportada por los nuevos casos detectados de COVID-19.

Más recientemente, un estudio en Francia del Instituto Pasteur en colaboración con el Ministerio de Sanidad, destinado a determinar dónde se está contagiando la población, ha identificado los bares, restaurantes y gimnasios como lugares de alto riesgo, mientras que las compras, el transporte público y el ejercicio físico al aire libre no están contribuyendo de forma apreciable a los contagios.

En EEUU, el Centro para el Control de Enfermedades (CDC) descubrió una fuerte asociación entre los contagios y las visitas a restaurantes o bares en las dos semanas anteriores a la detección de la infección. Otro análisis en EEUU encontró que los casos de COVID-19 se duplicaron tres semanas después de la reapertura de los bares. Y otro estudio más puso de manifiesto una correlación entre el gasto en restaurantes y el aumento en el número de casos.

En una encuesta a 700 epidemiólogos elaborada por el diario The New York Times, los expertos identificaron los lugares y actividades de mayor riesgo, aquellos que ellos mismos evitan con mayor preferencia: en este orden, comer en el interior de un restaurante, asistir a una boda o un funeral y asistir a un evento deportivo, concierto u obra de teatro.

Por su parte, The Conversation pidió opinión a cinco expertos sobre si comerían en el interior de un restaurante. Cuatro de ellos dijeron «no». La quinta, la epidemióloga Sue Mattison, de la Universidad de Drake, dijo «sí», por una razón comprensible: ya ha pasado la COVID-19, y por el momento parece que está inmunizada. Sin embargo, Mattison advierte: «Las evidencias muestran que los restaurantes son una fuente significativa de infección, y quienes no han pasado la COVID-19 deberían abstenerse de comer en restaurantes hasta que la comunidad haya controlado la infección«.

¿Es que hacen falta más pruebas? Nadie ignora que el sustento de muchas personas y familias depende de la hostelería. Cerrar los bares y restaurantes es una decisión complicada y dolorosa en la que sin duda hay muchos ángulos y aspectos involucrados. Pero una cosa es subrayar estas dudas, discutir pros y contras y hacer constar lo complejo del problema, y otra muy diferente hacer como que no pasa nada y afirmar que los bares y restaurantes son seguros, saltándose a la torera toda la ciencia al respecto. Quienes afirman esto, e incluso animan a los ciudadanos a frecuentar la hostelería, en el mejor de los casos están cometiendo una grave irresponsabilidad. En el peor, están mintiendo deliberadamente y arrojando a la población a sabiendas a una situación de alto riesgo de contagio.

Pero si más arriba contaba que el confinamiento en realidad aporta poco más a las medidas de cierre, el título de este artículo añade otra cosa, y es que el confinamiento puede ser incluso perjudicial. Esto es lo que ha descubierto un nuevo estudio colaborativo entre EEUU y China y publicado en la revista Science. Los investigadores han reconstruido la transmisión del virus en la provincia china de Hunan hasta abril de 2020, y descubren que «el periodo de confinamiento aumenta el riesgo de transmisión en las familias y hogares«, lo cual no es sorprendente, ya que en estos casos la convivencia entre las personas que comparten un mismo hogar es más estrecha y prolongada.

Todo lo anterior sugiere que quizá el cierre de los centros educativos y de los locales interiores de la hostelería debería ser el eje principal de las medidas contra la pandemia. Esto no necesariamente significa cerrar todos los bares y restaurantes; parece probable que las terrazas entrañen un menor riesgo, y por lo tanto tal vez, para buscar el mal menor, podrían mantenerse abiertas con distancias y aforos reducidos. En países mucho más fríos que el nuestro es habitual ver terrazas que funcionan durante todo el año y que reciben mucha afluencia.

Tal vez haya quien pregunte para qué queremos que nos dejen salir de casa si no hay a dónde ir. Pero sí lo hay: el exterior. Salir y disfrutar del aire libre puede ser beneficioso no solo para reducir los contagios en los hogares, sino también para el bienestar físico y mental. Y además, es gratis.

Ideas muy extendidas sobre el coronavirus, pero incorrectas (4): por qué la desinfección hace más daño que bien

En lo referente a la prevención del contagio del coronavirus, hoy vengo a insistir en que es muy importante distinguir entre higiene y desinfección, por un lado, y por otro entre manos y superficies/objetos, ya que parece haber algo de confusión: el lavado concienzudo de las manos con agua y jabón ha sido una recomendación esencial de las autoridades sanitarias desde el comienzo de la pandemia, y hoy continúa siéndolo. El contacto directo de una persona a otra a través de las manos –contaminadas con gotitas, moco o saliva– es una vía de contagio, y probablemente es menos frecuente desde que nos lavamos más las manos y usamos mascarillas.

En cuanto a los desinfectantes de manos, ante todo debemos tener en cuenta que no es necesario (ni conveniente, por la razón que veremos más abajo) buscar productos raros o sofisticados que tratan de venderse como más eficaces: como señalaba una revisión de estudios científicos publicada en mayo, «la mayoría de los desinfectantes de manos más efectivos son formulaciones basadas en alcohol, que contienen 62-95% de alcohol».

Segundo, es importante recordar que estos geles NO sustituyen al lavado de manos: como recordaba la misma revisión, los geles hidroalcohólicos «son menos efectivos cuando las manos están visiblemente sucias o manchadas, y no sirven contra ciertos tipos de patógenos» (las investigaciones han mostrado que el agua y el jabón son más eficaces que los geles hidroalcohólicos contra patógenos como Cryptosporidium, Clostridium difficile y norovirus), por lo que estos productos deben reservarse «como alternativa para cuando el agua y el jabón no estén disponibles».

En cuanto a los objetos y superficies, y como ya conté aquí, los estudios científicos no han encontrado hasta ahora ni una presencia relevante del virus activo ni casos documentados en que los objetos, o fómites, estén actuando como vía relevante de transmisión; de existir, es muy minoritaria. Añadido a lo que ya expliqué anteriormente, una nueva carta publicada en The Lancet por científicos alemanes y austriacos ha revisado los estudios publicados hasta la fecha sobre esta cuestión, confirmando que «las cargas virales fueron realmente muy bajas en superficies en estrecha y permanente proximidad con personas que están expulsando el virus» y que, por lo tanto, las superficies y objetos representan una «probabilidad baja de propagación del virus».

Desinfección. Imagen de pxfuel.

Desinfección. Imagen de pxfuel.

Pero el artículo de estos investigadores subraya otro aspecto esencial que deben tener en cuenta quienes desinfectan solo por si acaso, porque daño no hace, y es que daño sí hace. Como escriben los autores de la carta, la desinfección regular de superficies conduce a «una reducción en la diversidad del microbioma y a un aumento en la diversidad de genes de resistencia. La exposición permanente de las bacterias a concentraciones subinhibidoras de algunos agentes biocidas utilizados para la desinfección de superficies puede causar una fuerte respuesta celular adaptativa, resultando en una tolerancia estable a los agentes biocidas y, en algunos casos, en nuevas resistencias a antibióticos».

Por ello, los investigadores recomiendan la desinfección de superficies «solo cuando hay evidencias de que una superficie está contaminada con una cantidad suficiente de virus infectivo y hay probabilidad de que contribuya a la transmisión del virus, y no puede controlarse con otras medidas, como la limpieza o el lavado a mano de la superficie».

Hoy nuestro quebradero de cabeza es un virus, pero no debemos olvidar que la comunidad científica viene advirtiendo desde hace años de la gran amenaza infecciosa del siglo XXI: las bacterias multirresistentes. Con una frecuencia demasiado elevada, pero generalmente ignorada por el público y más aún en estos tiempos de pandemia, están surgiendo cepas de bacterias resistentes a casi todos los antibióticos conocidos, incluso a los que se reservan como último recurso.

Como me contaba recientemente la microbióloga Manal Mohammed, de la Universidad de Westminster, «la diseminación global de bacterias resistentes a antibióticos representa una gran amenaza a la salud pública. Ha emergido resistencia a fármacos que representan la última línea de defensa contra algunas infecciones bacterianas graves, lo que indica que el mundo está al borde de una era post-antibióticos». Mohammed recordaba también que la pandemia agravará este problema, ya que la mayoría de los pacientes de coronavirus están recibiendo tratamiento de antibióticos contra las infecciones bacterianas secundarias: «La COVID-19 está acelerando la amenaza de la resistencia a los antimicrobianos».

La previsión de esta experta, en línea con lo advertido por organismos como la Organización Mundial de la Salud, es escalofriante: «Se espera que para 2050 diez millones de personas podrían morir cada año por infecciones bacterianas resistentes a antibióticos».

La explicación de todo esto reside en que los entornos a nuestro alrededor, e incluso en nosotros mismos, son ecosistemas microbianos. Y como en todo ecosistema, la desaparición de una parte de su población hace que otra pueda expandirse y colonizar el nicho vacío. La esterilización de los espacios a nuestro alrededor es solo una ilusión: recuerdo un estudio de hace unos años en el que investigadores de EEUU quisieron analizar las comunidades microbianas en los baños de una universidad. Para ello, comenzaron de cero, limpiando concienzudamente los baños con grandes cantidades de lejía. Lo que descubrieron fue que solo una hora después de la desinfección, las bacterias habían proliferado hasta adueñarse de nuevo de todos y cada uno de los rincones.

Cuando esterilizamos, las primeras bacterias que desaparecen son las más sensibles a estos agentes. Así, las más resistentes comienzan a proliferar y a ocupar los espacios, de modo que la esterilización solo ha servido para tener espacios cada vez más poblados por bacterias más resistentes. Los expertos vienen advirtiendo de la dañina proliferación de productos antimicrobianos de consumo para uso en los hogares, como jabones o limpiadores antibacterianos, o incluso bayetas o tablas de cocina. Todos estos productos no aportan nada, ya que normalmente en los hogares no estamos expuestos a concentraciones apreciables de microbios peligrosos mientras se mantenga el equilibrio de estos ecosistemas. En cambio, cuando eliminamos los inofensivos, damos espacio libre a los peligrosos. A esto se añade que los productos desinfectantes pueden estimular el intercambio de ADN entre las bacterias, un mecanismo que en muchos casos es responsable de extender la resistencia entre las comunidades microbianas.

En resumen, en los espacios normales de nuestra vida normal, lo aconsejable es simplemente una higiene normal, incluso en tiempos de pandemia. La desinfección y la esterilización allí donde no son necesarias y no aportan ningún beneficio solo van a servir para dejar un legado que lamentaremos durante generaciones, cuando nuestros antibióticos sean del todo inútiles.

Ideas muy extendidas sobre el coronavirus, pero incorrectas (3): el botellón

Quien piense que las medidas adoptadas por las autoridades contra la pandemia son intrínsecamente contradictorias, tiene motivos sobrados para pensarlo:

  • Se prohíben las reuniones de más de seis personas no convivientes, pero en la práctica esto solo se aplica al ocio: en los transportes, las aulas y los centros de trabajo apenas hay límites en la práctica, y en todos estos casos existen contactos prolongados y estrechos con riesgo de transmisión.
  • Se obliga a llevar mascarilla en todo momento y lugar, incluso paseando al perro de noche en una calle solitaria, y se prohíbe fumar en las terrazas, pero se permite que los clientes se quiten la mascarilla para consumir en locales interiores cerrados.
  • Se prohíbe la presencia de público en espectáculos deportivos al aire libre, pero se abren cines y teatros.
  • Se persigue el botellón, pero no solo se abren los locales nocturnos hasta cierta hora, sino que además se les permite incluso servir comidas.
  • Se prohíbe caminar solo al aire libre por la noche, pero se permite que en ese mismo horario duerman (o lo que sea) en la misma habitación seis personas no convivientes. Que tal vez vivan todas en domicilios distintos, mientras que una familia de seis está condenada a no reunirse jamás con nadie (en Alemania, por ejemplo, la restricción se hace por unidades familiares).
  • En los colegios tienen a los niños enterrados en gel hidroalcohólico, siguiendo la normativa. Mi hijo pequeño vuelve a casa con las manos perfectamente hidroalcoholizadas, pero negras como el guardapolvos de un carbonero, porque nadie le ha dicho que lo primero y fundamental es lavarse las manos a conciencia con agua y jabón.

No faltan razones para pensar en el pollo corriendo sin cabeza. Debemos tener claro que no hay experiencia previa de una situación como la actual con la ciencia de hoy, y que por lo tanto muchas de las medidas adoptadas no dejan de ser tiros a ciegas, experimentos sin una validación basada en una experiencia científicamente documentada.

Pero hay algo que deberíamos entender. Desde que comenzó la pandemia hay suficiente recorrido como para que se hayan publicado ya infinidad de estudios epidemiológicos que analizan el impacto de las diversas medidas en la propagación del virus, tanto con modelos predictivos como con datos retrospectivos del mundo real. Y aunque pueda haber diferencias en los resultados, si del conjunto de los estudios puede extraerse una conclusión general, es esta: cualquier restricción es más beneficiosa que ninguna restricción.

Por ejemplo, y por citar un caso reciente, véase este estudio publicado el mes pasado en The Lancet por la Usher Network for COVID-19 Evidence Reviews (UNCOVER) de la Universidad de Edimburgo, que estudia el efecto en la pandemia de las medidas adoptadas en 131 países y su levantamiento posterior.

Por lo tanto, sorprende que a algunos les sorprenda el hecho de que ciertas medidas suaves y parciales de restricción de la movilidad, como las adoptadas en Madrid, estén influyendo positivamente en la evolución de la epidemia; lo sorprendente, lo que iría en contra de los estudios, sería precisamente lo contrario, que no tuvieran ningún impacto beneficioso (hay consideraciones importantes respecto a la influencia de las estrategias de testado en las cifras, pero ahora es mejor no desviarnos). Es absurdo tratar de negar que las medidas de Madrid a la fuerza tienen que reducir la carga de contagios.

Ahora bien, es muy importante subrayar el poderoso motivo por el cual en otros lugares no se han tomado medidas similares. También The Lancet ha publicado el Memorándum John Snow, una declaración firmada por más de 6.900 investigadores y profesionales de la salud de todo el mundo, y que recoge el consenso científico actual sobre la COVID-19. Y uno de dichos consensos es este:

El aislamiento prolongado de grandes porciones de la población es prácticamente imposible y altamente contrario a la ética. La evidencia empírica de muchos países muestra que no es viable restringir brotes incontrolados a secciones particulares de la sociedad. Esta estrategia además incurre en el riesgo de exacerbar aún más las desigualdades socioeconómicas y la discriminación estructural que la pandemia ya ha dejado de manifiesto. Los esfuerzos especiales para proteger a los más vulnerables son esenciales, pero deben ir de la mano de estrategias en varios frentes a nivel de toda la población.

Dicho de otro modo: los casi 7.000 expertos firmantes no apoyan las medidas discriminatorias (que aquí se disfrazan bajo el eufemismo de «quirúrgicas»). Por lo tanto, es de suponer que quienes asesoran técnicamente las decisiones políticas adoptadas en la Comunidad de Madrid no son firmantes del Memorándum John  Snow.

Pero sobre todo, hay algo que tampoco puede ocultarse, y es que, sin menoscabar lo conseguido con estas medidas, debemos subrayar lo que se está dejando de conseguir por no imponer medidas más estrictas. Cualquier triunfalismo es insultante y engañoso: no podemos conformarnos con reducir el número de muertes.

Y si hay otra cosa que se desprende de los estudios, es que hay una correlación general (lo cual no implica necesariamente causalidad, pero es lo único que tenemos para agarrarnos) entre la dureza de las medidas y la evolución de los contagios. Y que lo que mejor funciona es, por mucho que cueste aceptarlo, lo que se hizo en primavera. Ha quedado claro que ahora las autoridades no quieren repetir aquello. Pero no se puede engañar a la población pretendiendo que cualquiera de esas pequeñas medidas parciales va a lograr el mismo nivel de éxito que un confinamiento drástico y total. No hay ningún estudio científico que diga esto.

Sí, pero hay que salvar la economía, se dice, y de ahí las medidas parciales. Pero debemos tener claro esto: quienes aconsejan son los científicos, y quienes deciden son los políticos. Salvar la economía es tarea de los políticos. No pueden pretender que los científicos, cuyo objetivo es salvar vidas, aconsejen otras medidas que no sean aquellas que más vidas salvan. Ningún médico recomendará a un paciente que fume un poco, siempre que no sea demasiado. Ningún científico experto real, basándose en la ciencia actual (y no en opiniones personales o en consideraciones políticas que no forman parte de su competencia), puede recomendar otra cosa que no sea un confinamiento total.

Y en cuanto a salvar la economía, obviamente no voy a entrar aquí en cuestiones de las que reconozco mi ignorancia absoluta. Pero para ello confío en el criterio de nuestros compañeros, científicos sociales, economistas investigadores y académicos. Y lo que muchos de ellos están diciendo es que lo mejor para salvar la economía no es ir capeando más o menos este temporal con una agonía prolongada durante años, sino librarnos del virus lo antes posible. Y así volvemos a la idea del confinamiento.

Ocurre que, mientras las autoridades de trincheras políticas contrarias tratan de convencer al público de que sus medidas son las que funcionan, están transmitiendo, y haciendo calar entre sus adeptos, ideas erróneas sobre la propagación de la pandemia. Por ejemplo:

Toda la culpa es del botellón (y, en general, de los jóvenes): sesgo interesado

Son muchos los jóvenes que declaran estar bastante hartos de que se cargue sobre ellos toda la culpa de los brotes de contagios. Y tienen motivos para estar hartos. Culpar al botellón de ser el gran responsable de los contagios es un mensaje políticamente muy cómodo, ya que permite tomar medidas sin perjudicar a la hostelería.

Botellón en Roma, 2006. Imagen de Giovanni Prestige / Wikipedia.

Botellón en Roma, 2006. Imagen de Giovanni Prestige / Wikipedia.

Desde luego, aclaremos algo esencial: el botellón, un grupo de personas reunidas sin mascarillas ni distancias, implica un alto riesgo de contagio, esto es innegable. Sobre todo cuando hoy sí tenemos confirmación de algo que muchos daban por hecho desde el comienzo de la pandemia pero de lo que no había evidencias científicas, y es que el intercambio de fluidos, sea directa o indirectamente (por ejemplo, compartiendo vasos, botellas o cigarrillos) es una vía de transmisión del virus.

Esta vía de transmisión no podía darse por hecha sin pruebas científicas, ya que el SARS-CoV-2 es un virus de transmisión respiratoria, que se contagia por inhalación. Y aunque tanto la infección intestinal del virus como su presencia en la saliva se conocen desde el comienzo de la pandemia, en cambio apenas había datos relativos a la posible vía digestiva de infección; es decir, si el virus tragado en lugar de inhalado podía desembocar en una infección productiva, o si su eliminación por los jugos gástricos anulaba esta vía antes de que el virus encontrara una población celular portadora de su receptor en la que pudiera multiplicarse para después expandirse a otros tejidos y órganos.

Solo muy recientemente hemos tenido confirmación de que sí, el virus tragado en lugar de inhalado también puede contagiar. Según un nuevo estudio aún sin publicar (preprint), tanto la mucosa oral como las glándulas salivales son susceptibles a la infección por el coronavirus, lo que abre una vía de infección por el canal digestivo anterior al estómago y sin necesidad de incubarse previamente en el sistema respiratorio. Así que tanto besar como beber del mismo recipiente pueden ser fuentes de contagio, ya sea en un botellón o en cualquier otra circunstancia. Por ello, sería conveniente insistir en que no deben compartirse recipientes, bebidas, comidas, cubiertos ni cigarrillos.

Pero dicho esto, tomar medidas que impiden el botellón solo logra eliminar los contagios debidos al botellón. Así que la pregunta es: ¿cuál es la cuota de contagios debida al botellón?

El problema es que en España no se publican datos detallados de escenarios de contagio. Solo se nos sueltan ciertos datos concretos que apoyan las medidas que las autoridades quieren justificar. Se nos ha dicho que la tercera parte de los contagios se produce entre los jóvenes. Y aunque sin duda esta cuota de contagios supera en mucho la representatividad demográfica de este sector de población, en cambio se evita contar el resto de la historia: la gran mayoría de los contagios se produce entre los mayores de 30.

Incluso si los botellones fueran la causa de cientos de contagios, aún habría muchos miles de contagios que no tienen nada que ver con estas actividades. Es lógico suponer que los brotes radicados en estas reuniones estarán mayoritariamente incluidos en el 12% de los contagios con origen conocido, una pequeña minoría. Y por mucho que interese a todos salvar la hostelería, no puede dejarse de lado que un grupo de personas reunidas y consumiendo sin mascarillas ni distancias tiene mayor probabilidad de contagiarse en un recinto interior, sobre todo si la ventilación es mala, que en una plaza o en un parque.

Por suerte, en otros países sí se divulgan datos detallados y completos sobre el rastreo de contagios. La revista Science ha publicado una nueva revisión titulada «los motores de la propagación del SARS-CoV-2», en la que un grupo de investigadores de la Johns Hopkins repasa de forma magistral y enormemente clarificadora todo el conocimiento actual sobre la epidemiología del virus. Y recogiendo estos datos, los autores de la revisión nos cuentan dónde se están produciendo la gran mayoría de los contagios en todo el mundo:

En los hogares.

Y en otros enclaves residenciales, como prisiones, dormitorios de trabajadores o residencias de ancianos.

Según los autores, es seis veces más probable infectarse en casa o en residencias que en cualquier otro lugar. Hasta dos terceras partes de los contagios ocurren allí.

Ahora bien, cuando el virus entra en casa, ¿dónde se ha contraído? ¿En los botellones?

La respuesta del estudio: en cualquier otro lugar. Dado que, subrayan los autores, la gran mayoría de los contagios proceden de eventos de supercontagio, es decir, personas que por motivos todavía desconocidos son capaces de transmitir el virus a docenas, mientras que la gran mayoría no contagian a nadie, el riesgo depende más de la presencia de un supercontagiador que del lugar concreto: tiendas, bares y restaurantes, centros de trabajo, transportes… Incluso al aire libre un supercontagiador puede hacer estragos (como sucedió en un evento organizado por Donald Trump en los jardines de la Casa Blanca), aunque es importante recordar que el aire libre y la mascarilla reducen las posibilidades de contagio o, como mínimo, la dosis de virus recibida, lo que puede marcar la diferencia entre una infección leve y otra grave.

En resumen, sin duda es necesario controlar todos los escenarios de riesgo, incluyendo por supuesto el botellón; quien haya entendido lo contrario es que no ha leído nada de lo anterior. Pero cualquier intento de centrar la atención exclusivamente en el botellón es un intento de desviarla de otros escenarios de riesgo. Que probablemente no den tanta y tan buena visibilidad política.

Ideas muy extendidas sobre el coronavirus, pero incorrectas (2): la desinfección compulsiva y el humo del tabaco

Muchos ya lo han olvidado (o nunca llegaron a enterarse), pero en 2002 el mundo tuvo el primer aviso de lo que ocurre ahora. Fue entonces cuando surgió en China el coronavirus del Síndrome Respiratorio Agudo Grave (SARS), hoy llamado SARS-CoV-1 por su similitud con el actual SARS-CoV-2. Diez años después saltó la alarma con otro nuevo coronavirus, el del Síndrome Respiratorio de Oriente Medio (MERS).

En España tuvimos un caso de SARS y dos posibles de MERS que no se confirmaron; ninguna muerte. Las noticias apenas trascendieron. Cuando surgió el nuevo SARS-CoV-2, en un primer momento los expertos se ciñeron a lo que ya se sabía de anteriores coronavirus epidémicos. Pero pronto se comprobó que este nuevo virus era mucho más contagioso que los anteriores, aunque, por suerte, también mucho menos letal (unas diez veces menos que el SARS-CoV-1 y unas 30 veces menos que el MERS-CoV).

Pero la clave del desastre, lo que nos llevó a donde estamos hoy, fue otro dato crucial que al comienzo no se conocía: las personas sin síntomas o que aún no los habían desarrollado podían contagiar a otras, algo que no ocurrió con el SARS-CoV-1 ni el MERS-CoV. Así, cuando se pensaba que el virus aún no había salido de China, en realidad ya se había extendido por el mundo.

Este dato inicialmente desconocido fue el que llevó a dos errores: el primero, subestimar el probable alcance de la epidemia; el segundo, recomendar que solo las personas con síntomas debían llevar mascarilla. Los expertos confiaron en lo que ya sabían de virus similares anteriores, y se equivocaron. También en España, pero no solo en España. Estos errores se han pagado muy caro. Pero cuando antes de conocerse estos datos algunos profetas del apocalipsis avisaban del apocalipsis, no se basaban en el conocimiento científico existente, sino en otra cosa, llámese corazonada, intuición… Algunos tuvieron la intuición correcta sin saber nada de virus, de epidemias o de ciencia, mientras que los científicos se equivocaron.

¿Significa esto que la ciencia se equivoca? Bueno, sí, por supuesto. Siempre lo ha hecho. La ciencia no es infalible. Funciona por ensayo y error, lo cual quiere decir que el error forma parte intrínseca de la ciencia. Pero a diferencia de otras supuestas formas de conocimiento, rectifica constantemente, y cada vez que lo hace se acerca más a la realidad. Esto no es ninguna sorpresa para cualquiera que conozca cómo funciona la ciencia.

Sin embargo, lo curioso es que en este caso realmente no fue la ciencia la que se equivocó, sino los científicos; al comienzo de la pandemia aún no había datos reales sobre el nuevo virus. En aquellos momentos, lo único que la ciencia ofrecía era un gran «no sé». Por lo tanto, los científicos se equivocaron porque sus dictámenes de entonces no se basaban en la ciencia, que aún no tenía nada claro sobre el nuevo coronavirus, sino en suposiciones basadas en la experiencia. No quisiera hoy extenderme sobre esto aquí porque ya lo he explicado antes: la voz del experto solo tiene valor si está transmitiendo la ciencia real. Pero viene al caso para traer otras dos ideas aún muy extendidas sobre el coronavirus que tienen que ver con la voz de los expertos, y que sin embargo no tienen ninguna ciencia real detrás que las sustente.

La desinfección es esencial contra el virus: nada lo ha demostrado

Es curioso cómo el aluvión de estudios científicos publicados hasta la fecha ha tenido aún escaso efecto sobre las desinfecciones compulsivas. Pero es que imponer medidas de desinfección, si bien en general no tiene beneficios reales demostrados, en cambio es algo muy cómodo para las autoridades, ya que transmite la sensación de que se está haciendo algo, no solamente sin necesidad de cerrar nada, sino además generando negocio para las empresas que venden productos o servicios de desinfección.

Desinfección en Bilbao por el coronavirus de COVID-19. Imagen de Eusko Jaurlaritza / Wikipedia.

Desinfección en Bilbao por el coronavirus de COVID-19. Imagen de Eusko Jaurlaritza / Wikipedia.

Muchos virus se transmiten por fómites, objetos o superficies contaminadas, y es lógico que al comienzo de la pandemia se hiciera especial hincapié en la desinfección, sobre todo cuando la estructura del SARS-CoV-2 invitaba a sospechar que este virus era un claro candidato a dicha vía de transmisión. En los primeros tiempos, causaron un enorme revuelo ciertos estudios según los cuales el virus permanecía activo durante días en varios tipos de superficies.

Se desató la locura de la desinfección: ya no se trataba solo del lavado de manos y los geles hidroalcohólicos, sino que muchas personas colocaban felpudos desinfectantes en sus hogares para no traer el virus a casa desde la calle, y se entregaban con frenesí a desinfectar el correo, la compra, los paquetes de envío a domicilio… Las autoridades desinfectaban las calles e imponían normativas que centraban el mensaje de la «seguridad anti-cóvid» en los espacios públicos en la desinfección. Te desinfectaban la silla del restaurante antes de sentarte. Y mientras, al calor de la locura esterilizadora, proliferaba la oferta comercial con toda clase de métodos de desinfección, mejor cuanto más exóticos.

Pero al mismo tiempo, los expertos comenzaban a arrugar la nariz, porque pasaban los meses y el rastreo de casos en todo el mundo no lograba documentar con certeza ni un solo contagio por fómites. Algunos científicos comenzaban a criticar los estudios de la persistencia en superficies, en los que se habían empleado dosis imposibles del virus: el microbiólogo Emanuel Goldman, de la Universidad Rutgers, contaba a la revista The Atlantic que se necesitarían cien personas infectadas estornudando una tras otra en la misma mesa para alcanzar cantidades similares del virus a las empleadas en dichos estudios.

«En mi opinión, la posibilidad de transmisión a través de superficies inanimadas es muy pequeña», escribía Goldman en una carta a la revista The Lancet. «Pienso que los fómites que no han estado en contacto con un portador infectado durante muchas horas no representan un riesgo mensurable de transmisión en escenarios extrahospitalarios».

Recientemente, un nuevo estudio aún sin publicar ha valorado este riesgo de forma más concreta. Los investigadores han recogido muestras de 348 superficies de contacto frecuente en una localidad de Massachusetts: botones de semáforos, asas de contenedores de basura o pomos de puertas en tiendas, bancos y gasolineras, y en todas ellas han analizado la presencia del virus y el riesgo de transmisión. El resultado es que se encontraron trazas del virus solo en el 8% de estas superficies, y que incluso en estos casos el riesgo de contagio era ínfimo: menos de 5 en 10.000, estiman los autores, «lo que sugiere que los fómites juegan un papel mínimo en la transmisión comunitaria del SARS-CoV-2», escriben.

En definitiva, la transmisión por fómites continúa siendo teóricamente posible, de esto no cabe duda. Y las medidas básicas de higiene, como el lavado de manos –geles hidroalcohólicos, también, pero sobre todo y por encima de todo, lavado de manos–, siguen siendo muy recomendables. Parece que por fin, aunque muy poco a poco (aún no hay normativas al respecto), las autoridades comienzan a darse por enteradas de que el verdadero riesgo está en el aire que respiramos, y que por lo tanto el mensaje y las medidas fundamentales deben centrarse en la ventilación y la filtración. Ahora solo falta que empiecen a dejar de derrochar dinero y esfuerzo en desinfecciones inútiles.

El humo del tabaco aumenta el riesgo de contagio: llano y simple bulo

El humo del tabaco hace que el coronavirus se disperse más, o más lejos, de modo que aumenta el riesgo de contagio para quienes se encuentran cerca de una persona contagiada que fuma. Lo hemos escuchado de labios de algunos expertos. Así que será cierto, ¿no?

No. Se puede decir más alto: NO. A estas alturas sería vivir en una realidad alternativa negar que el tabaco es sumamente dañino. Pero al tabaco hay que culparlo de lo que es responsable, no del hundimiento del Titanic, a no ser que el vigía estuviera distraído fumando. Y repito: no existe ni una sola evidencia científica de que el humo del tabaco aumente de ninguna manera el riesgo de contagio para las personas que lo respiran. No existe ni una sola evidencia científica de que el humo del tabaco disperse más el virus, ni más lejos, ni aumente de ninguna manera su infectividad.

La prohibición de fumar en las terrazas que se extendió por España hace unos meses podrá justificarse por la molestia que el humo produce a las personas que se encuentran alrededor (esta prohibición existe desde hace tiempo en algunos lugares del mundo), pero de ningún modo puede justificarse científicamente por nada relacionado con el coronavirus.

Bueno, pero tampoco se ha demostrado que el humo no haga todo eso, me decía una amiga. Aquí entramos ya en el famoso argumento de Carl Sagan sobre el dragón invisible, intangible e indetectable que vivía en su garaje: no hay manera de demostrar que el dragón no existe. Pero lo que sí que no existe es ninguna razón científicamente fundamentada para suponer que el virus pueda dispersarse más o más lejos en el humo del tabaco que en el aire expulsado del mismo modo por otra persona sin mascarilla pero sin fumar, ni mucho menos que el humo del tabaco pueda aumentar la infectividad del virus o el riesgo de que otras personas se contagien.

Es complicado saber de dónde ha surgido este bulo. Al rastrear internet se encuentran numerosos artículos que mencionan este presunto riesgo. Ninguno de ellos enlaza a ningún estudio científico. En algunos casos se enlaza a opiniones de expertos (también aquí o aquí) que, a su vez, no están basadas en ningún estudio científico.

Más curioso, en algunos casos se enlaza a estudios que hablan de que fumar podría exponer a un mayor riesgo de padecer cóvid grave, lo cual no tiene nada que ver con lo que se dice. También en algún caso se da la curiosa circunstancia de que se ha confundido el hecho de que algunos científicos utilicen el humo como modelo de investigación de aerosoles (porque se ve y se detecta) con el hecho de que el humo del tabaco contagie el virus.

Aún más llamativa fue la noticia en la BBC que contaba la primera prohibición de fumar en las terrazas de Galicia, en la que se decía que, según el presidente autonómico, Alberto Núñez Feijóo, «fumar sin límites… con gente cerca y sin distancia social [supone] un alto riesgo de infección», y a lo que la propia BBC añadía: «La medida viene apoyada por investigaciones del Ministerio de Sanidad, publicadas el mes pasado, que delineaban el vínculo entre fumar y el aumento de propagación del coronavirus».

El documento vinculado en este enlace en realidad no era ninguna investigación, sino un posicionamiento del Ministerio respecto al consumo de tabaco en relación con la COVID-19, en el que se mencionaban el mayor riesgo de cóvid para los fumadores y la «expulsión de gotitas respiratorias que pueden contener carga viral y ser altamente contagiosas»; en la nota al pie se aclara que estas gotitas se expelen «al hablar, toser, estornudar o respirar». Es decir: no hay nada específicamente en el humo del tabaco que aumente el riesgo frente a la expulsión de las mismas gotitas sin humo. Entre las referencias citadas por el documento del Ministerio no hay tampoco ningún estudio al respecto, porque esos estudios, al menos hasta ahora, no existen. Y cuando se intenta presentar como ciencia algo que realmente no lo es, ya sabemos cómo se llama: pseudociencia.

No son los horarios, es el aire: no todos los locales son iguales ante el coronavirus

Nos encontramos ahora, una vez más, en otra encrucijada de incertidumbres, en la que proliferan las propuestas dispares. En algunas zonas del país se han impuesto o recomendado distintos grados y modalidades de confinamiento. O se han cerrado todos los bares y restaurantes. En otras se pide ahora un toque de queda. ¿Por qué? Porque en Francia lo han hecho. Pero ¿sirve o no sirve? ¿Ayuda o no ayuda? ¿Funciona o no funciona?

Es que… en Francia lo han hecho.

Si todo esto les da la sensación de que las medidas contra el coronavirus forman ahora un menú variado del que cada autoridad local o regional elige lo que le parece, siempre diciendo ampararse en criterios científicos, pero sin que parezca haber ninguna correspondencia consistente entre el nivel de contagios y las medidas adoptadas en cada lugar… Creo que no es necesario terminar la frase.

Un bar cerrado en Barcelona. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Un bar cerrado en Barcelona. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Por la presente, declaro solemnemente carecer del conocimiento suficiente para saber cómo se gestiona una pandemia, para saber qué debe hacerse ahora y para saber si sería mejor o peor si pudiéramos rebobinar el tiempo y hacer las cosas de otro modo; no contamos con un multiverso en el que podamos conocer otras trayectorias paralelas. Pero declaro también que esta falta de conocimiento adorna asimismo a casi el 100% de las personas que a diario opinan sobre qué debe hacerse creyendo que sí saben cómo debe gestionarse una pandemia. Incluidos muchos de aquellos que aparecen como expertos en diversos medios y que, incluso con titulaciones aparentes o importantes cargos en sociedades médicas, hace un año ni ellos mismos hubieran creído que alguien pudiera consultarlos como expertos en pandemias.

En su lugar, escuchemos a los verdaderos expertos, los que ya sabían de esto antes. Y según nos dicen estos, parece claro que hay ciertas lacras que están incidiendo en nuestros malos resultados. El grupo de los 20 (ignoro si van por algún otro nombre concreto), un equipo de especialistas de primera línea que ha publicado un par de cartas en The Lancet pidiendo una evaluación independiente de la gestión (por cierto, ¿sería mucho pedir que ellos mismos se constituyeran en ese comité de evaluación independiente con o sin la aprobación de los gobiernos, o sea, verdaderamente independiente?), resumía de este modo ciertos problemas y errores cometidos:

Sistemas débiles de vigilancia, baja capacidad de test PCR y escasez de equipos de protección personal y de cuidados críticos, una reacción tardía de las autoridades centrales y regionales, procesos de decisión lentos, altos niveles de migración y movilidad de la población, mala coordinación entre las autoridades centrales y regionales, baja confianza en la asesoría científica, una población envejecida, grupos vulnerables sujetos a desigualdades sociales y sanitarias, y una falta de preparación en las residencias.

Es decir, un plato digno de esas Crónicas carnívoras en las que un cocinero de Minnesota echa todo lo que tiene en la despensa entre dos trozos de pan. Tan variada y prolija es la ensalada de factores que nos han llevado a donde estamos, que los editorialistas de The Lancet Public Health han calificado la situación de la pandemia en España como «una tormenta predecible».

Pero eso sí, estos editorialistas advierten de que «las razones detrás de estos malos resultados aún no se comprenden en su totalidad». Y es bastante probable que estos editorialistas de The Lancet Public Health sean bastante más expertos en salud pública y en gestión de pandemias que los cientos de miles de sujetos que a diario dicen comprender en su totalidad las razones detrás de estos malos resultados.

Con todo, los editorialistas no se limitan a rascarse la cabeza, sino que señalan algunos ingredientes de esa ensalada. «Una década de austeridad que siguió a la crisis financiera de 2008 ha reducido el personal sanitario y la capacidad del sistema. Los servicios de salud no tienen suficiente personal ni recursos y están sobrecargados». «El tríptico testar-rastrear-aislar, que es la piedra angular de la respuesta a la pandemia, sigue siendo débil». «Cuando el confinamiento nacional se levantó en junio, algunas autoridades regionales reabrieron probablemente demasiado rápido, y fueron lentas en implantar un sistema eficaz de trazado y rastreo. En algunas regiones, la infraestructura local de control epidemiológico era insuficiente para controlar futuros brotes y limitar la transmisión comunitaria. La polarización política y la descentralización gubernamental en España también han obstaculizado la rapidez y eficiencia de la respuesta de salud pública».

Lo único que tenemos para guiarnos de verdad por un camino medianamente racional y eficaz es lo que dice la ciencia que ya tenemos, incluso con todas sus incertidumbres. Los palos de ciego, como los toques de queda, las limitaciones de horarios o del número de personas en las reuniones, son simplemente palos de ciego; muchas de estas medidas no cuentan con una experiencia histórica suficiente para proporcionar evidencias científicas que apoyen o refuten su eficacia. Lo que sí dice la ciencia es que las mascarillas ayudan, pero que la medida más probadamente eficaz es el distanciamiento, que por tanto debería ser la norma más importante y más respetada a rajatabla, en toda situación y circunstancia. Y es evidente que en casi ningún lugar se está respetando, ni en la calle, ni en el transporte público, ni en los comercios, ni en los locales donde la gente se quita la mascarilla para consumir.

Claro que también la ciencia dice que el distanciamiento no sirve en locales cerrados y mal ventilados; un cine, un restaurante o un bar podrán quizá ser seguros. Pero otros no lo serán. Y lo cierto es que nosotros, clientes, no podemos tener la menor idea de cuáles lo son y cuáles no. El mes pasado, la directora de cine Isabel Coixet recibía un importante premio con una mascarilla en la que podía leerse «el cine es un lugar seguro», como si todos lo fueran por alguna clase de privilegio epidemiológico debido específicamente al hecho de proyectar una película sobre una pantalla. Mientras no exista una regulación de la calidad del aire adaptada a la pandemia, que obligue a todos los locales a ventilar y/o filtrar de acuerdo a unos requisitos y parámetros concretos que puedan vigilarse mediante sistemas como la monitorización del CO2 en el aire, y de modo que el cumplimiento de esta normativa esté públicamente expuesto a la vista de los clientes, como suelen estarlo ciertas licencias obligatorias, no podremos saber en qué recintos interiores estaremos seguros y cuáles debemos evitar.

Por mucho que el mensaje público insista en que toda la culpa del contagio es de los botellones y otras actividades no reguladas, lo cierto es que los cines, los bares, los restaurantes o los medios de transporte no son lugares seguros de por sí, por naturaleza infusa. De hecho, algunos de los casos de supercontagios más conocidos y estudiados a lo largo de la pandemia han tenido lugar en sitios como restaurantes, gimnasios o autobuses, en países donde estos datos se detallan (que no es el caso del nuestro). Y en cambio, grandes concentraciones de personas al aire libre como las manifestaciones contra el racismo en EEUU no tuvieron la menor incidencia en los contagios.

Como dice el profesor de la Universidad de Columbia Jeffrey Shaman, un verdadero experto de referencia en epidemiología ambiental, el mayor riesgo de las concentraciones de personas al aire libre ocurre precisamente cuando esas personas comparten instalaciones interiores, como baños, bares o tiendas. Con independencia de que a cada cual le guste o no la práctica del botellón, hay más riesgo en un grupo de personas consumiendo sin mascarilla en un local cerrado con mala ventilación, incluso con distancias, que en un grupo de personas consumiendo sin mascarilla al aire libre si se respetaran las distancias y no se intercambiasen fluidos o materiales potencialmente contaminados (son estas dos últimas circunstancias las que inciden en el riesgo, no el hecho de reunirse en la calle a beber).

Los consumidores dependemos de la información y la voluntad que posea el propietario de un negocio para hacer de su local un sitio seguro. Resulta del todo incomprensible que las autoridades solo contemplen dos posibilidades, abrir TODOS los bares y restaurantes o cerrar TODOS los bares y restaurantes. En estos días los medios han contado que la propietaria de un restaurante de Barcelona ha instalado en su local un sistema de filtración del aire de alta calidad. Esta mujer ha demostrado no solo estar perfectamente al corriente respecto a la ciencia actual sobre los factores de riesgo de contagio, sino también un alto nivel de responsabilidad hacia sus clientes afrontando una inversión cuantiosa. Y sin embargo, las autoridades también la han obligado a cerrar, aplicando a su negocio el mismo criterio que a otro donde los clientes aún están respirando la gripe de 1918.

Sí, todos queremos que las restricciones destinadas a frenar la pandemia sean compatibles en la medida de lo posible con el desarrollo de las actividades, sobre todo las que sostienen la economía. Pero ¿cuánto tardarán las autoridades en escuchar el consejo de los científicos para llegar a comprender que no todos los recintos cerrados son iguales ante el contagio, ya sean las tres de la tarde o las tres de la mañana, y que urge establecer una normativa de ventilación y filtración del aire para mantener abiertos los locales seguros y cerrar solo aquellos que no lo son?

Termino dejándoles este vídeo recientemente difundido por José Luis Jiménez, experto en aerosoles de la Universidad de Colorado que, por suerte para nosotros, es español. Jiménez ha ofrecido repetidamente su colaboración a las autoridades de nuestro país para ayudar a hacer nuestros espacios interiores más seguros. Hasta ahora, ha sido ignorado.

Los científicos insisten en la urgencia de la ventilación y filtración del aire, y el gobierno español no escucha

La evidencia científica actual sobre el contagio del coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19 indica que no solo la transmisión por el aire (aerosoles) es real, sino que este modo de propagación podría ser el mayoritario; algo que la Organización Mundial de la Salud aún se resiste a aceptar, a pesar de que ya en julio numerosos científicos expertos alertaron sobre ello y han venido insistiendo después repetidamente en algunas de las principales publicaciones médicas y científicas (BMJ, New England Journal of Medicine, The Lancet, Science).

Por ello, los científicos alertan de que la eliminación y la dispersión del virus del aire mediante ventilación y filtración son armas esenciales en la lucha contra la pandemia, como ya se ha destacado en este blog. Y sin embargo, en general las autoridades están desoyendo a la ciencia, minimizando la importancia de estas medidas y en su lugar centrándose en otras más teatrales pero de eficacia cuando menos dudosa y posiblemente marginal, como la desinfección compulsiva.

Ventanas abiertas. Imagen de pexels.com.

Ventanas abiertas. Imagen de pexels.com.

Hoy se pone un peldaño más en este camino hacia, esperemos, el que debe ser el futuro de la lucha contra la pandemia. En la revista Science, una carta firmada por un grupo de expertos vuelve a insistir en lo mismo. Dada la brevedad de la comunicación, la traduzco aquí íntegra, destacando las partes más esenciales.

Hay evidencias arrolladoras de que la inhalación del coronavirus del síndrome respiratorio agudo grave 2 (SARS-CoV-2) representa una ruta mayoritaria de transmisión de la enfermedad del coronavirus 2019 (COVID-19). Hay una necesidad urgente de armonizar las discusiones sobre los modos de transmisión del virus entre las distintas disciplinas para asegurar las estrategias más efectivas de control y ofrecer al público directrices claras y consistentes. Para ello, debemos clarificar la terminología para distinguir entre aerosoles y gotículas utilizando un umbral de tamaño de 100 micras, no el histórico de 5 micras. Este tamaño separa de forma más efectiva su comportamiento aerodinámico, posibilidad de inhalación y eficacia de las intervenciones.

Los virus en gotículas (mayores de 100 micras) típicamente caen al suelo en segundos a menos de 2 metros de la fuente y pueden ser disparados a los individuos cercanos como diminutas bolas de cañón. A causa de su alcance limitado, el distanciamiento físico reduce la exposición a estas gotículas. Los virus en aerosoles (menores de 100 micras) pueden permanecer suspendidos en el aire desde muchos segundos a horas, como el humo, y ser inhalados. Están altamente concentrados cerca de una persona infectada, por lo que pueden infectar a otras personas más fácilmente en su proximidad. Pero los aerosoles que contienen virus infeccioso también pueden viajar a más de 2 metros y acumularse en el aire de recintos interiores con mala ventilación, originando situaciones de supercontagio.

Los individuos con COVID-19, muchos de los cuales no tienen síntomas, liberan miles de aerosoles cargados de virus y muchas menos gotículas al respirar y hablar. Así, es mucho más probable inhalar aerosoles que ser salpicado con una gotícula, y por lo tanto el equilibrio de la atención debe desplazarse hacia la protección contra la transmisión por el aire. Además de las obligaciones actuales de llevar mascarillas, distanciamiento social y esfuerzos de higiene, urgimos a las autoridades de salud pública para que añadan claras directrices sobre la importancia de desplazar las actividades a los espacios al aire libre, mejorar el aire de los recintos interiores utilizando ventilación y filtración, y mejorar la protección para los trabajadores de alto riesgo.

Una de las personas que han colaborado en la redacción de esta carta, aunque como en el caso de otras su nombre no figura entre los firmantes, es un especialista de prestigio mundial en aerosoles. Y es un ejemplo de nuestra ciencia expatriada: José Luis Jiménez se doctoró en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) y actualmente es profesor de la Universidad de Colorado.

Su lista de honores y su condición como uno de los científicos más citados del mundo en su campo muestran que no se trata de uno de esos casos, tan típicos por aquí, de «un villarribeño triunfa en EEUU»; Jiménez sí es realmente una autoridad mundial. Hace unos días la revista web MIT Technology Review le dedicaba una entrevista, subrayando su empeño en divulgar la importancia de la transmisión de la cóvid por aerosoles y su iniciativa de publicar un extenso y exhaustivo Google Doc de 57 páginas en el que él y otros expertos dan respuesta a todas las preguntas posibles sobre cómo protegerse de esta amenaza de contagio (traducido al español aquí).

A pesar de llevar décadas fuera de España, Jiménez se ha interesado vivamente por transmitir el mensaje de la importancia de los aerosoles y su prevención a las autoridades españolas. En concreto, y según ha contado en su Twitter, escribió emails a Fernando Simón en tres ocasiones. No recibió respuesta. Su último intento ha sido contactar a través del gabinete de prensa del Ministerio de Sanidad, que hasta ahora, según me ha confirmado, tampoco ha respondido. Este es un extracto de su email:

Veo que en muchos sitios en España la gente no tiene ni idea de las medidas que hay que aplicar para reducir la transmisión por aerosoles, las más importantes de las cuales son gratis:

  1. Que las mascarillas vayan bien ajustadas a la cara sin huecos. Si no van bien ajustadas sin dejar huecos, por ahí entra y sale el virus a sus anchas, y las mascarillas solo son una decoración. Por las fotos y vídeos que veo en España, este problema es extremadamente frecuente.
  2. Hacer todo lo que se pueda afuera. Si esto se pudo hacer en Boston y Nueva York en el invierno de 1910 para las escuelas (donde hace un frío tremendo, como puedo atestiguar dado que hice el doctorado en el MIT), se puede hacer en muchos sitios de España en el otoño.
  3. Abrir las ventanas en todos los sitios interiores para reducir la concentración de virus y disminuir la propagación, por ejemplo en colegios. Si no, los colegios van a ser un caldo de cultivo para el virus.

Hay otras medidas que no son gratis, pero cuyo coste es muchísimo mejor al coste de no parar la pandemia. Como por ejemplo filtros HEPA o filtros baratos con un ventilador normal. Pero me escriben muchos padres y maestros que los colegios les prohíben tener filtros en clase e incluso abrir las ventanas. Esto es un crimen y va a morir gente por esta estupidez.

Y hay otras medidas que no sirven para nada o casi nada y son un malgasto de dinero e incluso son tóxicas, como desinfectar las calles o locales con sprays de lejía o amonio cuaternario etc.

La transmisión está dominada por aerosoles, así que hay que dedicar el 80% del esfuerzo a reducir la transmisión por el aire, y el 20% a desinfectar, y no al revés.

El pasado jueves, Fernando Simón dijo en rueda de prensa que aún no hay «evidencia sólida» de que exista transmisión por aerosoles en la comunidad (fuera del entorno hospitalario). Incluso asumiendo que esto fuese cierto, algo con lo cual numerosos científicos especializados en aerosoles y en transmisión aérea de patógenos no están en absoluto de acuerdo, ¿por qué al menos las autoridades no aplican el principio de precaución también en este aspecto, como continúan aplicándolo a otros modos de transmisión cuya relevancia no ha podido demostrarse fehacientemente en siete meses de pandemia?

Como mejor ejemplo, el Centro Europeo para el Control de Enfermedades (eCDC) reconoce que «hasta ahora no se ha documentado la transmisión por fómites» (superficies contaminadas). Y sin embargo, continúan aplicándose protocolos exhaustivos de desinfección que solo parecen beneficiar a las empresas que los ejecutan, cuyas proclamas se diría que tienen más peso para las autoridades sanitarias, tanto estatales como autonómicas –los kafkianos protocolos de desinfección en los colegios de Madrid son un lastre para el desarrollo de la actividad escolar–, que la evidencia científica.

Sin un rastreo eficaz, el virus corre más que nosotros: un ejemplo concreto

Me ha reconfortado leer que la Organización Mundial de la Salud confiesa desconocer por qué España es el pozo negro en Europa de la pandemia de COVID-19, dado que había comenzado a pensar que yo era la única persona de este país que lo ignora. En este blog de un inmunólogo que lleva desde el comienzo de la pandemia siguiendo a diario toda la ciencia que se publica (y la que no) y escribiendo docenas de artículos y reportajes sobre ello, ya he admitido en varias ocasiones que no lo sé.

En cambio, tanto en la calle como en los medios, todos los demás dicen saberlo. Es culpa de Sánchez. Es culpa de Simón. Es culpa de Ayuso. Es culpa de Barajas. Es culpa de los jóvenes y sus botellones. Es culpa de las familias irresponsables. Es culpa de quienes no llevan mascarilla. En cualquier caso, la única ley universal inquebrantable es que siempre, siempre, es culpa de otros. Sobre todo cuando esos otros son «los otros».

María Neira, médica española que ostenta un alto cargo en la OMS, dijo el viernes en un encuentro que este organismo ha estudiado el caso de España y que aún no sabe qué es lo que está pasando y lo que está fallando en nuestro país. A Neira le honra haber recurrido a las dos palabras más importantes en el vocabulario de todo científico: no sé. Y aunque Neira no lo dijo, esto resume para qué sirven todos esos artículos en los medios (españoles y extranjeros; no, el Financial Times tampoco es una revista científica) con titulares al estilo «este es el motivo por el que la pandemia se ceba con España», y todas esas declaraciones de presuntos expertos que, recurriendo a un meme muy de moda, han dicho eso de: sujétame el cubata, que yo lo explico.

Un centro de salud en Fuenlabrada. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Un centro de salud en Fuenlabrada. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Así que esto que sigue tampoco es un intento de explicar la razón de esa penosa situación de la pandemia en España. Pero sí un dato más que puede ayudar. Y para comenzar, vayámonos a Nueva Zelanda.

El país de nuestras antípodas ha sido uno de los que han tenido mayor éxito en el control de la pandemia (para más información, analicé el caso en detalle en este reportaje). Bajo el liderazgo de su primera ministra, Jacinda Ardern, ampliamente respaldada por la población, y bajo las directrices basadas en ciencia real de su principal epidemiólogo, Michael Baker, el país de los kiwis optó por una estrategia de eliminación y no de contención, es decir, no aplanar la curva como se ha intentado en la mayoría de los países, sino sencillamente (es un decir) borrar el virus del mapa.

Aunque no recuerdo haber leído opiniones de científicos que hayan criticado abiertamente la estrategia neozelandesa –para qué, si ahí están los datos; sí la han censurado otras voces por los efectos de las medidas drásticas sobre la economía, sobre todo el turismo, tan esencial allí como lo es aquí–, sí es cierto que se ha discutido si el objetivo de eliminación es alcanzable –incluso con fronteras cerradas, Nueva Zelanda ha experimentado algún pequeño rebrote y sigue viendo un lento goteo de casos– y, sobre todo, si es exportable a otros países –al fin y al cabo, se trata de un país con cinco veces más ovejas que personas y con una densidad de población muy baja.

La clave del modelo neozelandés se ha basado en «ir pronto y rápido» contra el virus: medidas drásticas y radicales desde el primer momento, reimpuestas al menor signo de rebrote; la ciudad de Auckland regresó al confinamiento con solo cuatro casos de cóvid. Pero desde el principio, Baker tuvo una iluminación que él ha destacado repetidamente como una de las claves de la estrategia de eliminación: mediante el rastreo, era posible correr más que el virus.

Baker observó que, según los estudios científicos, el coronavirus SARS-CoV-2 tenía un periodo de incubación de entre cinco días y una semana, aproximadamente el doble que la gripe. Así, el epidemiólogo vio que ese margen de tiempo daba la oportunidad de detectar rápidamente los contagios, aislar a esas personas, rastrear sus contactos y ponerlos en cuarentena, antes de que estos desarrollaran síntomas –lo que suele coincidir con el comienzo de su ventana de infectividad– y pudieran continuar transmitiendo el virus. A diferencia de lo que ocurre con la gripe, decía Baker, el periodo de incubación relativamente largo del SARS-CoV-2 permitía cortar así las cadenas de transmisión. Para ello era imprescindible construir todo un amplio y robusto sistema de rastreo y respuesta que funcionara sin fallas.

La idea de Baker tiene sus peros. La más importante, la transmisión asintomática y presintomática, que de hecho ha sido, a juicio de los expertos, el principal problema que ha permitido al virus extenderse por todo el mundo. Pero las cifras dicen que, incluso con esto, la estrategia neozelandesa, incluyendo su sistema de rastreo y respuesta, ha funcionado de un modo que ya quisiéramos para nosotros.

Ahora, regresemos a España, y para ello traigo aquí un caso concreto cuya protagonista lo ha contado en primera persona: hace unos días Patricia Fernández de Lis, redactora jefa de Materia, la sección de ciencia de El País (y antigua y querida compañera), relataba en aquel diario su propia experiencia al haber contraído el coronavirus. Y dicha experiencia se resume para mí en una palabra: desoladora.

Según relata Patricia, comenzó a notar síntomas leves un lunes por la tarde. En la mañana del martes, al ver que no remitían, decidió autoconfinarse, avisar a sus contactos y llamar a su centro de salud para pedir una cita. A pesar de sus llamadas insistentes, no consiguió que nadie la atendiera. La app de Salud Madrid no le daba cita antes del 10 de octubre.

Llegados a este punto, cualquier ciudadano medio habría optado por una de tres posibilidades. Uno, acudir a saturar las Urgencias sin tener realmente una urgencia, para simplemente ser enviado de vuelta a casa. Dos, quienes puedan pagárselo, pedir una PCR en uno de los centros privados que están cobrando los test a casi diez veces su coste real (aunque no puede descartarse que parte de esa inflación de precios resida en proveedores que también estén exprimiendo la gallina de los huevos de oro). O tres, simplemente confiar en que pasara por sí solo, como sucede en la inmensa mayoría de los casos de cóvid, sin tratar de buscar asistencia mientras los síntomas no empeoraran.

Patricia no es una ciudadana media en lo que se refiere a la cóvid, dado que por su trabajo está inmensamente más informada que la mayoría. Y por su responsabilidad, decidió proseguir con la que se supone es la forma correcta de actuar.

Se le ocurrió entonces una posibilidad que, confieso, yo ni siquiera sabía que existía para estos casos: pedir cita con enfermería en lugar de con la consulta médica. Al día siguiente, miércoles, la llamaron, y le dieron cita para el jueves con el fin de tomarle muestras para una PCR. Así se hizo. Al lunes siguiente, una semana después del comienzo de los síntomas, recibió una llamada de la enfermera notificándole el resultado positivo de la PCR. Patricia ya lo sabía, puesto que una amiga (no el centro de salud) le había informado de que en internet podía consultar su historial médico. El dato del resultado positivo estaba disponible en la web el sábado. Al menos hasta el momento en que escribió su crónica, nadie la había llamado para rastrear sus contactos. Ella trató de utilizar la app Radar COVID, pero no funcionó.

Según lo publicado en los estudios científicos, posiblemente Patricia podía contagiar el virus desde el fin de semana anterior al lunes en que comenzaron sus síntomas. En ese momento su infectividad sería máxima. Y dado que la ventana de infectividad para casos leves suele durar un máximo de 8 a 10 días desde la presentación de los síntomas, es de suponer que su posibilidad de contagiar a otras personas prácticamente había desaparecido el miércoles, dos días después de recibir la llamada confirmando su PCR positiva.

Todo lo cual resulta enormemente esclarecedor. Durante la mayor parte de su ventana infectiva, consiguió un test casi de milagro, no tuvo confirmación de su contagio y no recibió información sobre cómo proceder, ni nadie la llamó a ella ni a sus contactos. Ella decidió autoconfinarse, pero muchos otros habrían continuado con su trabajo normal y con su vida social habitual, creyendo quizá que era una simple gripe, ya que sus síntomas eran leves.

Su artículo se publicó en El País el día 28, miércoles. Si después de aquello alguien la llamó para rastrearla, que no lo sé, para ese momento probablemente ella ya no era infectiva. Pero las personas a las que hubiera podido contagiar en sus primeros días de máxima infectividad, que esperemos no las haya, llevarían ya más de una semana con el virus en su organismo, por lo que ya habrían desarrollado síntomas y, por lo tanto, a su vez ya habrían podido pasar el virus a otras personas en una tercera generación. Es decir, y confiemos en que no haya sido así (la mayoría de los casos leves o asintomáticos no llegan a infectar a nadie más), incluso si con posterioridad hubo un rastreo, que no lo sé, para entonces la cadena de transmisión potencialmente iniciada por Patricia ya estaba fuera de control; el número de contactos en la tercera generación ya se habría vuelto inmanejable.

Y así es imposible correr más que el virus.

Ignoro si la experiencia de Patricia refleja el caso más común o si para otras personas el sistema ha funcionado mejor. Pero cuando esta semana se veía en los telediarios toda una vistosa parafernalia montada para los testeos en Vallecas, y donde uno de los sanitarios informaba a la periodista y a los espectadores de un operativo enormemente potente y preciso en el que todo parecía estar bajo control, uno se llevaba una impresión completamente opuesta a la que narra Patricia en su artículo.

Si el caso de Patricia, que no sale en los telediarios, es el más común, esto podría llegar a explicar en gran medida la diferencia entre España, con confinamientos, cierres y mascarillas, y Nueva Zelanda, con confinamientos, cierres, mascarillas y un sistema de rastreo rápido y eficiente que consigue correr más que el virus para cortarle el paso. Y si este no es uno de los principales factores que están agravando la pandemia en España, al menos podemos decir aquello de Giordano Bruno: se non è vero, è ben trovato.

Las nuevas palabras clave para contener la pandemia: ventilación y filtración

Resumiendo lo que la ciencia parece saber ya sobre el coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19 con alguna garantía de certeza, podemos decir que se trata de un virus de transmisión respiratoria, aunque sus efectos pueden ser sistémicos; que la mayoría de las personas que lo contraen apenas infectan a nadie, y que el grueso de los contagios procede de unos pocos; que estos se producen por las gotículas exhaladas o por el aire a través de la cavidad nasal (hay pruebas previas de esto último que ya he contado aquí y a las que ahora se une un nuevo estudio que comentaré otro día), pero muy raramente o casi nunca por el contacto con superficies; y que la transmisión, restringida en su inmensa mayoría a los lugares cerrados (a pesar de que las autoridades se empeñen obstinadamente en ignorar este dato), requiere generalmente un contacto cercano y prolongado… excepto cuando los sistemas de circulación del aire de los edificios se encargan de propagarlo.

Pues bien, siendo todo esto así, surge una pregunta evidente, que de hecho ya se hacía en julio la profesora de la Universidad de Carolina del Norte Zeynep Tufekci en la revista The Atlantic: ¿por qué no estamos hablando más de ventilación y filtración, cuando es evidente que lo más esencial para evitar los contagios no está tanto en mascarillas, distancias o limitaciones de aforo o de horarios, sino en algo tan aparentemente sencillo como eliminar o dispersar el virus del aire que compartimos?

Imagen de pxfuel.

Imagen de pxfuel.

Cuando España comenzó a salir del confinamiento, proliferaron en internet ciertos vídeos grabados por usuarios de aerolíneas, indignados porque los aviones viajaban llenos, creyendo erróneamente que la nueva situación les daría derecho a un espacio a su alrededor libre de otros pasajeros. De hecho, por entonces incluso se publicaron artículos que aventuraban la idea de que coger un avión era poco menos que una garantía de contagio si había algún infectado a bordo.

Y sin embargo, durante todos estos meses de pandemia, con decenas o cientos de miles de casos rastreados, y hasta donde sé, no existe ni una sola evidencia demostrada de un contagio del coronavirus en un avión*. Durante mi reciente viaje a Suecia, el comandante de Iberia explicó detalladamente el sistema de ventilación de las aeronaves: el aire de la cabina se renueva por completo cada dos o tres minutos; cada pasajero disfruta de su propia columna de aire que no comparte con otros, formada por aire estéril procedente del sangrado de los motores y de la filtración con filtros HEPA (siglas en inglés de Absorción de Partículas de Alta Eficiencia) que retienen más del 99,9% de las partículas virales, y que fluye de arriba abajo, desde el techo hasta el suelo.

Claramente, un espacio reducido que decenas de personas comparten, incluso durante varias horas, y donde no se produce un solo contagio, es un modelo a seguir que a estas alturas ya debería haber llamado la atención de todas las autoridades reguladoras. Pero en su lugar, estas parecen obsesionadas por lo que algunos ya han bautizado como el “teatro de la higiene”, por medidas probadas ineficaces como los controles de temperatura, y por la pretensión de que hasta nueva orden, y esa nueva orden podría tardar años en llegar, vivamos respirando a través de una mascarilla (insisto de nuevo: las mascarillas funcionan, pero solo hasta cierto punto, y un país como Suecia ha conseguido mantener la propagación a niveles bajos sin recurrir a ellas).

Tampoco se trata de que en todos los espacios públicos tengamos el mismo nivel de calidad del aire que en un avión. Pero cuando uno desciende de dicho avión con la tranquilidad de que en el interior del aparato un contagio es algo muy improbable, resulta irónico introducirse en un taxi decorado con toda clase de pegatinas relativas al teatro de la higiene, pero donde las ventanillas traseras no pueden abrirse (era una furgoneta de tamaño familiar) y uno está respirando el mismo aire que el conductor durante todo el trayecto.

Así, existe una primera medida tan sencilla como eficaz: abrir las ventanas. Según escribía recientemente en The Conversation la ingeniera de la Universidad de Colorado Shelly Miller, experta en el control de la transmisión de patógenos aéreos en interiores, “el lugar interior más seguro es aquel en el que constantemente el aire estancado del interior se reemplaza con grandes cantidades de aire del exterior”.

Pero, naturalmente, cuando empiece a entrar el frío del otoño, la opción de abrir las ventanas resultará menos adecuada. Sin embargo, esto no implica que la ventilación no pueda y deba ser la necesaria. Según Miller, una habitación de unos 3×3 metros con tres o cuatro personas en su interior debería renovar todo el aire seis veces cada hora, quizá hasta nueve en caso de pandemia. Y sin embargo, añade la ingeniera, muchos edificios en EEUU (y no vayamos a suponer que es un problema solo de allí), sobre todo las escuelas, no cumplen las tasas recomendadas de ventilación. Pero según la experta, incluso algo tan sencillo como un ventilador incrustado en una ventana que expulse aire al exterior puede ayudar a prevenir los contagios en los espacios cerrados.

En muchos casos, abrir las ventanas sencillamente nunca es una opción, ya que no existen o no pueden abrirse; por ejemplo, en multitud de edificios de oficinas y locales. En este caso, el problema son los deficientes sistemas de renovación del aire. Durante el rastreo de contagios del virus de la cóvid, se han descubierto casos en los que el propio sistema de circulación del aire se encargó de propagar la infección. En un call center de Corea y en un restaurante de China la posición de los contagios se correspondía de forma precisa con el sentido de circulación de un aire que no hacía sino recircularse una y otra vez sin renovación. En el artículo de Tufekci, el español José Luis Jiménez, experto en aerosoles de la Universidad de Colorado, señalaba a la autora que los sistemas de ventilación de los edificios tienen una regulación de la cantidad de aire fresco que se deja entrar, pero que generalmente suele reducirse al mínimo por cuestiones de ahorro energético.

Otro estudio reciente, aún sin publicar, abunda en la idea de que los sistemas de aire acondicionado contribuyen a la propagación del virus. Según el coautor del estudio Bjorn Birnir, de la Universidad de California en Santa Bárbara, la mayoría de los sistemas de aire acondicionado de oficinas y apartamentos no son lo suficientemente potentes para manejar un mayor flujo de aire con filtros de poro tan pequeño como los HEPA. “Necesitamos una nueva generación de acondicionadores de aire para los espacios donde la gente pasa la mayor parte del tiempo”, dice Birnir. Pero aun a falta de esto, existe otra solución de transición: los purificadores de aire portátiles con filtros HEPA, que se venden incluso en Amazon.

En resumen, ventilación y filtración se están perfilando, a juicio de los expertos, como conceptos clave en el futuro de la contención de la pandemia, y una nueva regulación mucho más exigente sobre la calidad del aire en los espacios cerrados (y, sugiere Miller, la monitorización de la renovación por medidores de CO2) no solo comienza a postularse como una necesidad urgente, sino que además a medio plazo quizá permitiría relajar en cierto grado otras medidas más difícilmente sostenibles.

Sin embargo, también estos expertos suelen lamentar que hasta ahora las autoridades reguladoras apenas han prestado la menor atención a estos aspectos. Como ejemplo, la circular de inicio de curso del colegio de mis hijos, que sigue las directrices de la Comunidad de Madrid, se explaya profusamente con el teatro de la higiene, el ballo in maschera y la termometría ambulante; en cambio, lo más importante, el aire que nuestros hijos van a respirar, lo ventila (valga la ironía) con una simple frase: “Las clases y espacios comunes se ventilarán de manera frecuente según las indicaciones de las autoridades sanitarias”. Punto. ¿Qué hay de algo tan sencillo como mantener las ventanas y puertas siempre abiertas? Los escolares no tienen la opción de seguir el consejo de Miller: “Si entras en un edificio y el ambiente se nota caluroso, cargado y atestado, es probable que no haya suficiente ventilación. Da la vuelta y márchate”.

*Actualización a 9 de septiembre: a finales de agosto, la revista del Centro para el Control de Enfermedades de EEUU ha publicado un estudio de investigadores coreanos, revisado por pares, que informa de dos casos de contagio en sendos vuelos de evacuación de Italia a Corea en los que viajaban varios portadores asintomáticos del virus. En ambos casos se trata de un solo contagio en cada vuelo de un total de 299 y 205 pasajeros, respectivamente. Pero el estudio no ha podido probar si los contagios se produjeron durante el propio vuelo, con los pasajeros sentados en sus plazas, o al embarcar o desembarcar. Los autores escriben: «Considerando la dificultad de la transmisión durante el vuelo de una infección aérea a causa de los filtros de alta eficiencia de retención de partículas empleados en los sistemas de ventilación de los aviones, puede haber desempeñado un papel crítico en la transmisión el contacto con superficies o personas contaminadas al embarcar, moverse o desembarcar de la aeronave».