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Ideas muy extendidas sobre el coronavirus, pero incorrectas (2): la desinfección compulsiva y el humo del tabaco

Muchos ya lo han olvidado (o nunca llegaron a enterarse), pero en 2002 el mundo tuvo el primer aviso de lo que ocurre ahora. Fue entonces cuando surgió en China el coronavirus del Síndrome Respiratorio Agudo Grave (SARS), hoy llamado SARS-CoV-1 por su similitud con el actual SARS-CoV-2. Diez años después saltó la alarma con otro nuevo coronavirus, el del Síndrome Respiratorio de Oriente Medio (MERS).

En España tuvimos un caso de SARS y dos posibles de MERS que no se confirmaron; ninguna muerte. Las noticias apenas trascendieron. Cuando surgió el nuevo SARS-CoV-2, en un primer momento los expertos se ciñeron a lo que ya se sabía de anteriores coronavirus epidémicos. Pero pronto se comprobó que este nuevo virus era mucho más contagioso que los anteriores, aunque, por suerte, también mucho menos letal (unas diez veces menos que el SARS-CoV-1 y unas 30 veces menos que el MERS-CoV).

Pero la clave del desastre, lo que nos llevó a donde estamos hoy, fue otro dato crucial que al comienzo no se conocía: las personas sin síntomas o que aún no los habían desarrollado podían contagiar a otras, algo que no ocurrió con el SARS-CoV-1 ni el MERS-CoV. Así, cuando se pensaba que el virus aún no había salido de China, en realidad ya se había extendido por el mundo.

Este dato inicialmente desconocido fue el que llevó a dos errores: el primero, subestimar el probable alcance de la epidemia; el segundo, recomendar que solo las personas con síntomas debían llevar mascarilla. Los expertos confiaron en lo que ya sabían de virus similares anteriores, y se equivocaron. También en España, pero no solo en España. Estos errores se han pagado muy caro. Pero cuando antes de conocerse estos datos algunos profetas del apocalipsis avisaban del apocalipsis, no se basaban en el conocimiento científico existente, sino en otra cosa, llámese corazonada, intuición… Algunos tuvieron la intuición correcta sin saber nada de virus, de epidemias o de ciencia, mientras que los científicos se equivocaron.

¿Significa esto que la ciencia se equivoca? Bueno, sí, por supuesto. Siempre lo ha hecho. La ciencia no es infalible. Funciona por ensayo y error, lo cual quiere decir que el error forma parte intrínseca de la ciencia. Pero a diferencia de otras supuestas formas de conocimiento, rectifica constantemente, y cada vez que lo hace se acerca más a la realidad. Esto no es ninguna sorpresa para cualquiera que conozca cómo funciona la ciencia.

Sin embargo, lo curioso es que en este caso realmente no fue la ciencia la que se equivocó, sino los científicos; al comienzo de la pandemia aún no había datos reales sobre el nuevo virus. En aquellos momentos, lo único que la ciencia ofrecía era un gran «no sé». Por lo tanto, los científicos se equivocaron porque sus dictámenes de entonces no se basaban en la ciencia, que aún no tenía nada claro sobre el nuevo coronavirus, sino en suposiciones basadas en la experiencia. No quisiera hoy extenderme sobre esto aquí porque ya lo he explicado antes: la voz del experto solo tiene valor si está transmitiendo la ciencia real. Pero viene al caso para traer otras dos ideas aún muy extendidas sobre el coronavirus que tienen que ver con la voz de los expertos, y que sin embargo no tienen ninguna ciencia real detrás que las sustente.

La desinfección es esencial contra el virus: nada lo ha demostrado

Es curioso cómo el aluvión de estudios científicos publicados hasta la fecha ha tenido aún escaso efecto sobre las desinfecciones compulsivas. Pero es que imponer medidas de desinfección, si bien en general no tiene beneficios reales demostrados, en cambio es algo muy cómodo para las autoridades, ya que transmite la sensación de que se está haciendo algo, no solamente sin necesidad de cerrar nada, sino además generando negocio para las empresas que venden productos o servicios de desinfección.

Desinfección en Bilbao por el coronavirus de COVID-19. Imagen de Eusko Jaurlaritza / Wikipedia.

Desinfección en Bilbao por el coronavirus de COVID-19. Imagen de Eusko Jaurlaritza / Wikipedia.

Muchos virus se transmiten por fómites, objetos o superficies contaminadas, y es lógico que al comienzo de la pandemia se hiciera especial hincapié en la desinfección, sobre todo cuando la estructura del SARS-CoV-2 invitaba a sospechar que este virus era un claro candidato a dicha vía de transmisión. En los primeros tiempos, causaron un enorme revuelo ciertos estudios según los cuales el virus permanecía activo durante días en varios tipos de superficies.

Se desató la locura de la desinfección: ya no se trataba solo del lavado de manos y los geles hidroalcohólicos, sino que muchas personas colocaban felpudos desinfectantes en sus hogares para no traer el virus a casa desde la calle, y se entregaban con frenesí a desinfectar el correo, la compra, los paquetes de envío a domicilio… Las autoridades desinfectaban las calles e imponían normativas que centraban el mensaje de la «seguridad anti-cóvid» en los espacios públicos en la desinfección. Te desinfectaban la silla del restaurante antes de sentarte. Y mientras, al calor de la locura esterilizadora, proliferaba la oferta comercial con toda clase de métodos de desinfección, mejor cuanto más exóticos.

Pero al mismo tiempo, los expertos comenzaban a arrugar la nariz, porque pasaban los meses y el rastreo de casos en todo el mundo no lograba documentar con certeza ni un solo contagio por fómites. Algunos científicos comenzaban a criticar los estudios de la persistencia en superficies, en los que se habían empleado dosis imposibles del virus: el microbiólogo Emanuel Goldman, de la Universidad Rutgers, contaba a la revista The Atlantic que se necesitarían cien personas infectadas estornudando una tras otra en la misma mesa para alcanzar cantidades similares del virus a las empleadas en dichos estudios.

«En mi opinión, la posibilidad de transmisión a través de superficies inanimadas es muy pequeña», escribía Goldman en una carta a la revista The Lancet. «Pienso que los fómites que no han estado en contacto con un portador infectado durante muchas horas no representan un riesgo mensurable de transmisión en escenarios extrahospitalarios».

Recientemente, un nuevo estudio aún sin publicar ha valorado este riesgo de forma más concreta. Los investigadores han recogido muestras de 348 superficies de contacto frecuente en una localidad de Massachusetts: botones de semáforos, asas de contenedores de basura o pomos de puertas en tiendas, bancos y gasolineras, y en todas ellas han analizado la presencia del virus y el riesgo de transmisión. El resultado es que se encontraron trazas del virus solo en el 8% de estas superficies, y que incluso en estos casos el riesgo de contagio era ínfimo: menos de 5 en 10.000, estiman los autores, «lo que sugiere que los fómites juegan un papel mínimo en la transmisión comunitaria del SARS-CoV-2», escriben.

En definitiva, la transmisión por fómites continúa siendo teóricamente posible, de esto no cabe duda. Y las medidas básicas de higiene, como el lavado de manos –geles hidroalcohólicos, también, pero sobre todo y por encima de todo, lavado de manos–, siguen siendo muy recomendables. Parece que por fin, aunque muy poco a poco (aún no hay normativas al respecto), las autoridades comienzan a darse por enteradas de que el verdadero riesgo está en el aire que respiramos, y que por lo tanto el mensaje y las medidas fundamentales deben centrarse en la ventilación y la filtración. Ahora solo falta que empiecen a dejar de derrochar dinero y esfuerzo en desinfecciones inútiles.

El humo del tabaco aumenta el riesgo de contagio: llano y simple bulo

El humo del tabaco hace que el coronavirus se disperse más, o más lejos, de modo que aumenta el riesgo de contagio para quienes se encuentran cerca de una persona contagiada que fuma. Lo hemos escuchado de labios de algunos expertos. Así que será cierto, ¿no?

No. Se puede decir más alto: NO. A estas alturas sería vivir en una realidad alternativa negar que el tabaco es sumamente dañino. Pero al tabaco hay que culparlo de lo que es responsable, no del hundimiento del Titanic, a no ser que el vigía estuviera distraído fumando. Y repito: no existe ni una sola evidencia científica de que el humo del tabaco aumente de ninguna manera el riesgo de contagio para las personas que lo respiran. No existe ni una sola evidencia científica de que el humo del tabaco disperse más el virus, ni más lejos, ni aumente de ninguna manera su infectividad.

La prohibición de fumar en las terrazas que se extendió por España hace unos meses podrá justificarse por la molestia que el humo produce a las personas que se encuentran alrededor (esta prohibición existe desde hace tiempo en algunos lugares del mundo), pero de ningún modo puede justificarse científicamente por nada relacionado con el coronavirus.

Bueno, pero tampoco se ha demostrado que el humo no haga todo eso, me decía una amiga. Aquí entramos ya en el famoso argumento de Carl Sagan sobre el dragón invisible, intangible e indetectable que vivía en su garaje: no hay manera de demostrar que el dragón no existe. Pero lo que sí que no existe es ninguna razón científicamente fundamentada para suponer que el virus pueda dispersarse más o más lejos en el humo del tabaco que en el aire expulsado del mismo modo por otra persona sin mascarilla pero sin fumar, ni mucho menos que el humo del tabaco pueda aumentar la infectividad del virus o el riesgo de que otras personas se contagien.

Es complicado saber de dónde ha surgido este bulo. Al rastrear internet se encuentran numerosos artículos que mencionan este presunto riesgo. Ninguno de ellos enlaza a ningún estudio científico. En algunos casos se enlaza a opiniones de expertos (también aquí o aquí) que, a su vez, no están basadas en ningún estudio científico.

Más curioso, en algunos casos se enlaza a estudios que hablan de que fumar podría exponer a un mayor riesgo de padecer cóvid grave, lo cual no tiene nada que ver con lo que se dice. También en algún caso se da la curiosa circunstancia de que se ha confundido el hecho de que algunos científicos utilicen el humo como modelo de investigación de aerosoles (porque se ve y se detecta) con el hecho de que el humo del tabaco contagie el virus.

Aún más llamativa fue la noticia en la BBC que contaba la primera prohibición de fumar en las terrazas de Galicia, en la que se decía que, según el presidente autonómico, Alberto Núñez Feijóo, «fumar sin límites… con gente cerca y sin distancia social [supone] un alto riesgo de infección», y a lo que la propia BBC añadía: «La medida viene apoyada por investigaciones del Ministerio de Sanidad, publicadas el mes pasado, que delineaban el vínculo entre fumar y el aumento de propagación del coronavirus».

El documento vinculado en este enlace en realidad no era ninguna investigación, sino un posicionamiento del Ministerio respecto al consumo de tabaco en relación con la COVID-19, en el que se mencionaban el mayor riesgo de cóvid para los fumadores y la «expulsión de gotitas respiratorias que pueden contener carga viral y ser altamente contagiosas»; en la nota al pie se aclara que estas gotitas se expelen «al hablar, toser, estornudar o respirar». Es decir: no hay nada específicamente en el humo del tabaco que aumente el riesgo frente a la expulsión de las mismas gotitas sin humo. Entre las referencias citadas por el documento del Ministerio no hay tampoco ningún estudio al respecto, porque esos estudios, al menos hasta ahora, no existen. Y cuando se intenta presentar como ciencia algo que realmente no lo es, ya sabemos cómo se llama: pseudociencia.