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¿Debe una prueba de trastorno mental influir en las sentencias judiciales?

Esta mañana he podido escuchar cómo el primer tertuliano de radio de la temporada se transmutaba en psiquiatra experto para afirmar sin rubor ni duda que la ya asesina confesa de Gabriel Cruz es «una evidente psicópata». Lamentablemente, el tertuliano no ha detallado el contenido de sus análisis periciales ni las fuentes de su documentación, aunque algo me dice que probablemente estas últimas se resumirán en Viernes 13 parte I, II, III, IV, V y VI.

Gabriel Cruz. Imagen tomada de 20minutos.es.

Gabriel Cruz. Imagen tomada de 20minutos.es.

Sí, todos hemos visto películas de psicópatas, tanto como hemos visto películas de abogados. Pero lo único evidente es que solo los psiquiatras están cualificados para emitir un diagnóstico de trastorno mental, y que solo los juristas están cualificados para establecer cómo este diagnóstico, si llega a existir, influye en el dictamen de una sentencia de acuerdo a la ley.

El problema es que quizá la influencia de estos diagnósticos en las sentencias no siempre sea bien recibida o entendida por el público. Obviamente, el código penal no es una ley de la naturaleza, sino una construcción humana. El diagnóstico de un psiquiatra puede ser científico (sí, el filósofo de la ciencia Karl Popper alegaba que el psicoanálisis era una pseudociencia, aunque no creo que hoy pensara lo mismo de otros enfoques como la neuropsiquiatría), pero el papel del médico forense acaba cuando presenta su dictamen, y su impacto sobre la jurisdicción es una decisión humana; que no debería ser arbitraria, pero que en ciertos casos o para muchas personas puede parecerlo.

La Ley de Ohm es la misma aquí que en Novosibirsk, pero la ley de Ohm-icidios cambia en cuanto nos desplazamos unos cuantos cientos de kilómetros. Cuando se trata de crímenes tan atroces como el de Gabriel, hemos visto de todo: asesinos convictos con una frialdad glacial sin confesión ni arrepentimiento, pero también madres destrozadas al ser conscientes de la barbaridad que cometieron cuando mataron a sus hijos en la creencia de que iban a ahorrarles sufrimiento y llevarlos a «un lugar mejor». Imagino que a su debido tiempo los psiquiatras forenses deberán determinar si la asesina de Gabriel está afectada por algún trastorno o no, ya sea transitorio o permanente, y un posible diagnóstico podría influir en su sentencia. Pero esta influencia es algo que puede variar de un país a otro.

Si no he entendido mal, y que me corrija algún abogado en la sala si escribo alguna burrada, una parte de esta heterogeneidad de criterios se debe a las diferencias en los sistemas legales. España y la mayor parte del mundo se basan en el llamado Derecho Continental, en el que prima el código legal. Por el contrario, Reino Unido, EEUU, Australia y otros países de influencia británica se rigen por el Derecho Anglosajón (Common Law), en el que la jurisprudencia manda sobre la ley. Al parecer este es el motivo de esas escenas tan repetidas en el cine de abogados, donde la presentación del precedente del estado de Ohio contra Fulano consigue finalmente que el protagonista gane el caso cuando ya lo tenía perdido.

En concreto, en EEUU esta primacía de la jurisprudencia parece marcar diferencias en cómo jueces y jurados integran un diagnóstico de trastorno mental en sus sentencias. Un estudio publicado en 2012 en la revista Science llegaba a la conclusión de que una defensa basada en un diagnóstico de psicopatía es una «espada de doble filo»: algunos jueces lo interpretan como un atenuante porque el psicópata no es plenamente responsable de sus actos, mientras que otros lo aprovechan como agravante con el fin de que una condena mayor proteja a la sociedad del psicópata.

En concreto, los autores descubrieron que los 181 jueces de EEUU participantes en el estudio tendían a aumentar sus condenas a causa de un diagnóstico de psicopatía, pero se inclinaban a aliviar este aumento de la pena cuando se les explicaban las bases biológicas y neurológicas del trastorno mental. En España y según leo en webs jurídicas como aquí, aquí o aquí, además de lo que dice al respecto el Código Penal, los trastornos mentales actúan como atenuantes o eximentes.

En los últimos años parece existir además una tendencia hacia una mayor biologización de los diagnósticos de trastorno mental en el ámbito jurídico. En EEUU llevan ya unos años utilizándose los escáneres de neuroimagen para mostrar cómo un reo muestra ciertas alteraciones en su actividad cerebral que se asocian con determinados trastornos mentales.

En algunos juicios se han presentado también análisis genéticos de Monoamino Oxidasa A (MAO-A), un gen productor de una enzima cuya carencia se ha asociado con la agresividad en ciertos estudios. Estos argumentos también han llegado a Europa, donde ya han servido para aminorar algunas condenas cuando los estudios genéticos y de neuroimagen mostraban que el condenado estaba, según ha presentado la defensa y ha admitido el juez, genéticamente predispuesto a la violencia.

Pero aunque sea una práctica común y aceptada que un trastorno mental influya en una sentencia criminal, parece evidente que este enfoque no cuenta con la comprensión general. Y no solo por parte del público. En el estudio de Science, la coautora y profesora de Derecho de la Universidad de Utah Teneille Brown concluía: «A la pregunta de ¿influye esta prueba biológica [de un trastorno mental] en el dictamen de los jueces?, la respuesta es absolutamente sí; entonces eso nos lleva a la interesante pregunta: ¿debería?»

Para algunos la respuesta es no. En un análisis publicado en 2009 en la revista Nature, el genetista Steve Jones, del University College London, decía: «el 90% de los asesinatos son cometidos por personas con un cromosoma Y; hombres. ¿Deberíamos por esto dar a los hombres condenas más leves? Yo tengo baja actividad MAO-A, pero no voy por ahí atacando a la gente».

Pero para otros, en cambio, los estudios biológicos son una interferencia irrelevante que no debería influir en la consideración de un trastorno como atenuante; en un análisis relativo al estudio de Science, el experto en leyes y neurociencia Stephen Morse, de la Universidad de Pensilvania, decía: «si la ley establece que una falta de control de los impulsos debe influir en la sentencia, ¿por qué debería importar si esa falta de control de los impulsos es producto de una causa biomecánica, psicológica, sociológica, astrológica o cualquier otra de la que el acusado no es responsable?»

Con independencia de si el trastorno debiera influir o no, como agravante o atenuante, podría parecer que pruebas como las genéticas al menos deberían ayudar a certificar el estado mental del sujeto en el momento del crimen. El pasado noviembre, el psicólogo criminal Nicholas Scurich y el psiquiatra Paul Appelbaum publicaban un artículo en la revista Nature Human Behaviour en el que notaban cómo «la introducción de pruebas genéticas de una predisposición a una conducta violenta o impulsiva está en alza en los juicios criminales».

Sin embargo, la aportación de la genética es cuestionable: los autores advertían de que esta tendencia puede ser contraproducente, ya que no existen pruebas suficientes de una vinculación directa entre ciertos perfiles genéticos y los comportamientos antisociales. «Aunque aún hay controversia, algunos juristas teóricos han sugerido que la genética del comportamiento y otras pruebas neurocientíficas tienen el potencial de socavar la noción legal del libre albedrío», escribían Scurich y Appelbaum.

En resumen, la polémica se sintetiza en una pregunta ya clásica: «¿la biología le obligó a hacerlo?» Parece que seguirá siendo un asunto controvertido, sobre todo porque toca materias muy sensibles, como la esperanza de unos padres destrozados de que se haga justicia con el asesinato de su hijo. ¿Hasta qué punto puede considerarse que una persona afectada por ciertos trastornos es responsable o no de sus actos? ¿Hasta qué punto deben estas condiciones influir en una sentencia judicial? Si hoy no creemos en el determinismo genético de la conducta, ¿tiene sentido seguir aplicando este concepto a la atenuación de penas? ¿Es una idea obsoleta? Ni la ciencia ni el derecho parecen tener todas las respuestas a unas preguntas que posiblemente vuelvan a resonar cuando se celebre el juicio de la asesina de Gabriel.