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¿Más allá de una duda razonable? No para el glifosato

La ciencia y el derecho son disciplinas de galaxias tan lejanas que un encuentro entre ambas podría parecer improbable. Y sin embargo, esto ocurre a diario incontables veces en los tribunales, siempre que un juez solicita un peritaje de contenido científico. Es más, estos testimonios a menudo son determinantes en el desenlace del proceso.

Lo cual es problemático: como ya expliqué aquí, un informe del Consejo de Asesores en Ciencia y Tecnología del presidente de EEUU denunciaba a propósito de la ciencia forense que “los testigos expertos a menudo sobreestiman el valor probatorio de sus pruebas, yendo mucho más allá de lo que la ciencia relevante puede justificar”.

O sea, que muchas sentencias se basan en una presunta certeza científica que en realidad no existe. Y como también conté aquí, no todos los expertos están de acuerdo, por ejemplo, en que un trastorno mental deba actuar como atenuante o eximente. Más aún cuando no todo en psicología tiene el carácter científico que se le supone.

El resultado de todo esto es que puede incurrirse en una contradicción de consecuencias fatales para un acusado: un ignorante en derecho como es un servidor está acostumbrado a oír aquello de que solo debe emitirse una sentencia condenatoria cuando se prueba la culpabilidad más allá de una duda razonable. Si esto es cierto, y no solo un cliché de las películas de abogados, hay multitud de casos con intervención de peritajes científicos en los que esto no se cumple.

Tenemos ahora de actualidad otro flagrante ejemplo de ello. Esta semana hemos conocido que la empresa Monsanto, propiedad de Bayer, ha sido condenada a resarcir con más de 2.000 millones de dólares a una pareja de ancianos de California, quienes alegaron que los linfomas no Hodgkin que ambos padecen fueron causados por el uso del herbicida glifosato, que Monsanto comercializa bajo la marca Roundup y que, vencida ya la patente, es el más utilizado en todo el mundo. El caso no ha sido el primero. De hecho, Monsanto y Bayer se enfrentan a más de 9.000 demandas en EEUU. Y muchas más que llegarán, si una demanda a Monsanto es la gallina de los huevos de oro.

Roundup de Monsanto. Imagen de Mike Mozart / Flickr / CC.

Roundup de Monsanto. Imagen de Mike Mozart / Flickr / CC.

Por supuesto que a la sentencia se le ha hecho la ola. Si sumamos el típico aplauso popular a quienes atracan el furgón del dinero, al odio que ciertos sectores profesan hacia la industria farmacéutica en general, y al especial aborrecimiento que concita Monsanto, esta condena es como la tormenta perfecta del populismo justiciero, el movimiento anti-Ilustración y el ecologismo acientífico.

Pero más allá de esto, y de la simpatía que toda persona de bien siente hacia una pareja de ancianos enfermos de cáncer, si se supone que nuestro sistema occidental se basa en un estado de derecho, se supone también que es inevitable preguntarse si se ha hecho justicia.

Y la respuesta es no.

Porque ni se ha demostrado ni es posible demostrar si el glifosato causó el cáncer de los ancianos, o si (mucho más probable, estadísticamente hablando) el causante fue algún otro factor de su exposición ambiental, simples mutaciones espontáneas y/o factores genéticos.

A todo lo más que puede llegar la ciencia es a valorar el potencial cancerígeno del glifosato en general. No voy a entrar en detalles sobre lo que ya habrán leído o han podido leer en otros medios si el asunto les interesa: que tanto la Agencia de Protección Medioambiental de EEUU como la Agencia de Seguridad Alimentaria de la Unión Europea consideran hasta ahora que el glifosato no es carcinógeno en su uso recomendado, y que en cambio en 2015 la Agencia Internacional de Investigación del Cáncer (IARC) dependiente de la Organización Mundial de la Salud (OMS) lo incluyó en el grupo 2A, “probablemente carcinógeno para humanos”, a pesar de que los propios autores del estudio reconocieron que si bien había datos en modelos animales, en humanos eran escasos.

Debido a ello, el dictamen fue criticado por muchos científicos bajo la acusación de haber maximizado algunos datos y haber minimizado otros, como un gran estudio que ha seguido a más de 90.000 granjeros en EEUU desde 1993 y que no ha encontrado relación alguna entre el glifosato y el linfoma.

Pero es esencial explicar qué significa esta clasificación de la IARC para situar las cosas en su contexto. Existen cuatro grupos, desde el 1, los que son seguros carcinógenos, como el tabaco, el sol, las bebidas alcohólicas, las cabinas de bronceado, la contaminación ambiental, la píldora anticonceptiva, la carne procesada, ciertos compuestos utilizados en la Medicina Tradicional China, el hollín, el serrín, la exposición profesional de zapateros, soldadores, carpinteros y así hasta un total de 120 agentes.

A continuación le siguen el 2A, el del glifosato, con 82 agentes, y el 2B, los «posiblemente carcinógenos», con 311 agentes. Por último se encuentra el grupo 3, que reúne a todos los demás, aquellos sobre los que aún no se sabe lo suficiente (500 agentes). Solía haber un grupo 4, los no cancerígenos, que solo incluía una única sustancia, la caprolactama. Pero recientemente este compuesto se movió a la categoría 3 y la 4 se eliminó, con buen criterio, dado que es imposible demostrar que una sustancia no causa cáncer.

Con esta primera aproximación, y viendo los agentes del grupo 1, ya se puede tener una idea de cuál es el argumento, sin más comentarios, salvo quizá aquella sabia cita de Paracelso: “todo es veneno, nada es veneno; depende de la dosis”. El grupo 2A, en el que se incluyó el glifosato en 2015, reúne agentes como los esteroides anabolizantes, el humo de las hogueras o de las freidoras, la carne roja, las bebidas calientes, los insecticidas, el asfalto, el trabajo nocturno en general o la exposición ocupacional de peluqueros, fabricantes de vidrio o peones camineros.

En el caso de los ancianos de California, y aunque sea imposible demostrar que su cáncer tenga relación alguna con el glifosato o que no la tenga, al parecer el jurado dictaminó a favor de los demandantes porque los envases de glifosato no contenían ninguna advertencia sobre su posible carcinogenicidad, como sustancia clasificada en el grupo 2A de la IARC.

Ahora la pregunta es: ¿tendrán derecho a demandar los consumidores de bebidas alcohólicas, de carnes rojas y procesadas, de anticonceptivos orales, bebidas calientes, insecticidas o Medicina Tradicional China, quienes tienen chimenea en su casa, los clientes de las cabinas de bronceado, los trabajadores de freidurías y churreros, carpinteros, peones, trabajadores nocturnos, peluqueros, soldadores, vidrieros o zapateros, porque en todos los productos correspondientes o en sus contratos de trabajo no se advertía de este riesgo claramente catalogado por la IARC? (Y esto por no llevarlo al extremo del esperpento con las personas expuestas a la contaminación ambiental y al sol, porque en estos dos últimos casos sería difícil encontrar a alguien a quien demandar).

En resumen, la carcinogenicidad de una sustancia o de un agente no es un sí o no, blanco o negro; al final debe existir una decisión humana que requiere apoyarse en mucha ciencia sólida, y no simplemente en la “voz del experto”. Especialmente porque la de un jurado popular ni siquiera lo es. Y por mucha simpatía que despierten los ancianos, arriesgar los empleos de cientos o miles de trabajadores de una empresa, y el sustento de cientos o miles de familias, debería requerir al menos algo de ciencia sólida.

Lo más lamentable de todo esto es que los dos ancianos probablemente ni siquiera van a poder disfrutar demasiado de lo que han conseguido. Sería de esperar, si es que queda algo de justicia, que al menos los abogados los hayan pagado sus herederos.

Nota al pie: como ya lo veo venir, rescato aquí la norma que viene siendo habitual desde hace años en las revistas científicas, por la cual es obligatorio declarar la existencia o no de conflictos de intereses, y que no estaría mal que se aplicara también como norma al periodismo. El que suscribe nunca ha trabajado para, ni ha recibido jamás remuneración o prebenda alguna de, la industria farmacéutica. Miento: creo recordar que en una ocasión me regalaron una pelota de Nivea en una farmacia. Y también trabajé un par de años en una startup biotecnológica española, una experiencia de la que salí escaldado. Pero esa es otra historia.

¿Debe una prueba de trastorno mental influir en las sentencias judiciales?

Esta mañana he podido escuchar cómo el primer tertuliano de radio de la temporada se transmutaba en psiquiatra experto para afirmar sin rubor ni duda que la ya asesina confesa de Gabriel Cruz es «una evidente psicópata». Lamentablemente, el tertuliano no ha detallado el contenido de sus análisis periciales ni las fuentes de su documentación, aunque algo me dice que probablemente estas últimas se resumirán en Viernes 13 parte I, II, III, IV, V y VI.

Gabriel Cruz. Imagen tomada de 20minutos.es.

Gabriel Cruz. Imagen tomada de 20minutos.es.

Sí, todos hemos visto películas de psicópatas, tanto como hemos visto películas de abogados. Pero lo único evidente es que solo los psiquiatras están cualificados para emitir un diagnóstico de trastorno mental, y que solo los juristas están cualificados para establecer cómo este diagnóstico, si llega a existir, influye en el dictamen de una sentencia de acuerdo a la ley.

El problema es que quizá la influencia de estos diagnósticos en las sentencias no siempre sea bien recibida o entendida por el público. Obviamente, el código penal no es una ley de la naturaleza, sino una construcción humana. El diagnóstico de un psiquiatra puede ser científico (sí, el filósofo de la ciencia Karl Popper alegaba que el psicoanálisis era una pseudociencia, aunque no creo que hoy pensara lo mismo de otros enfoques como la neuropsiquiatría), pero el papel del médico forense acaba cuando presenta su dictamen, y su impacto sobre la jurisdicción es una decisión humana; que no debería ser arbitraria, pero que en ciertos casos o para muchas personas puede parecerlo.

La Ley de Ohm es la misma aquí que en Novosibirsk, pero la ley de Ohm-icidios cambia en cuanto nos desplazamos unos cuantos cientos de kilómetros. Cuando se trata de crímenes tan atroces como el de Gabriel, hemos visto de todo: asesinos convictos con una frialdad glacial sin confesión ni arrepentimiento, pero también madres destrozadas al ser conscientes de la barbaridad que cometieron cuando mataron a sus hijos en la creencia de que iban a ahorrarles sufrimiento y llevarlos a «un lugar mejor». Imagino que a su debido tiempo los psiquiatras forenses deberán determinar si la asesina de Gabriel está afectada por algún trastorno o no, ya sea transitorio o permanente, y un posible diagnóstico podría influir en su sentencia. Pero esta influencia es algo que puede variar de un país a otro.

Si no he entendido mal, y que me corrija algún abogado en la sala si escribo alguna burrada, una parte de esta heterogeneidad de criterios se debe a las diferencias en los sistemas legales. España y la mayor parte del mundo se basan en el llamado Derecho Continental, en el que prima el código legal. Por el contrario, Reino Unido, EEUU, Australia y otros países de influencia británica se rigen por el Derecho Anglosajón (Common Law), en el que la jurisprudencia manda sobre la ley. Al parecer este es el motivo de esas escenas tan repetidas en el cine de abogados, donde la presentación del precedente del estado de Ohio contra Fulano consigue finalmente que el protagonista gane el caso cuando ya lo tenía perdido.

En concreto, en EEUU esta primacía de la jurisprudencia parece marcar diferencias en cómo jueces y jurados integran un diagnóstico de trastorno mental en sus sentencias. Un estudio publicado en 2012 en la revista Science llegaba a la conclusión de que una defensa basada en un diagnóstico de psicopatía es una «espada de doble filo»: algunos jueces lo interpretan como un atenuante porque el psicópata no es plenamente responsable de sus actos, mientras que otros lo aprovechan como agravante con el fin de que una condena mayor proteja a la sociedad del psicópata.

En concreto, los autores descubrieron que los 181 jueces de EEUU participantes en el estudio tendían a aumentar sus condenas a causa de un diagnóstico de psicopatía, pero se inclinaban a aliviar este aumento de la pena cuando se les explicaban las bases biológicas y neurológicas del trastorno mental. En España y según leo en webs jurídicas como aquí, aquí o aquí, además de lo que dice al respecto el Código Penal, los trastornos mentales actúan como atenuantes o eximentes.

En los últimos años parece existir además una tendencia hacia una mayor biologización de los diagnósticos de trastorno mental en el ámbito jurídico. En EEUU llevan ya unos años utilizándose los escáneres de neuroimagen para mostrar cómo un reo muestra ciertas alteraciones en su actividad cerebral que se asocian con determinados trastornos mentales.

En algunos juicios se han presentado también análisis genéticos de Monoamino Oxidasa A (MAO-A), un gen productor de una enzima cuya carencia se ha asociado con la agresividad en ciertos estudios. Estos argumentos también han llegado a Europa, donde ya han servido para aminorar algunas condenas cuando los estudios genéticos y de neuroimagen mostraban que el condenado estaba, según ha presentado la defensa y ha admitido el juez, genéticamente predispuesto a la violencia.

Pero aunque sea una práctica común y aceptada que un trastorno mental influya en una sentencia criminal, parece evidente que este enfoque no cuenta con la comprensión general. Y no solo por parte del público. En el estudio de Science, la coautora y profesora de Derecho de la Universidad de Utah Teneille Brown concluía: «A la pregunta de ¿influye esta prueba biológica [de un trastorno mental] en el dictamen de los jueces?, la respuesta es absolutamente sí; entonces eso nos lleva a la interesante pregunta: ¿debería?»

Para algunos la respuesta es no. En un análisis publicado en 2009 en la revista Nature, el genetista Steve Jones, del University College London, decía: «el 90% de los asesinatos son cometidos por personas con un cromosoma Y; hombres. ¿Deberíamos por esto dar a los hombres condenas más leves? Yo tengo baja actividad MAO-A, pero no voy por ahí atacando a la gente».

Pero para otros, en cambio, los estudios biológicos son una interferencia irrelevante que no debería influir en la consideración de un trastorno como atenuante; en un análisis relativo al estudio de Science, el experto en leyes y neurociencia Stephen Morse, de la Universidad de Pensilvania, decía: «si la ley establece que una falta de control de los impulsos debe influir en la sentencia, ¿por qué debería importar si esa falta de control de los impulsos es producto de una causa biomecánica, psicológica, sociológica, astrológica o cualquier otra de la que el acusado no es responsable?»

Con independencia de si el trastorno debiera influir o no, como agravante o atenuante, podría parecer que pruebas como las genéticas al menos deberían ayudar a certificar el estado mental del sujeto en el momento del crimen. El pasado noviembre, el psicólogo criminal Nicholas Scurich y el psiquiatra Paul Appelbaum publicaban un artículo en la revista Nature Human Behaviour en el que notaban cómo «la introducción de pruebas genéticas de una predisposición a una conducta violenta o impulsiva está en alza en los juicios criminales».

Sin embargo, la aportación de la genética es cuestionable: los autores advertían de que esta tendencia puede ser contraproducente, ya que no existen pruebas suficientes de una vinculación directa entre ciertos perfiles genéticos y los comportamientos antisociales. «Aunque aún hay controversia, algunos juristas teóricos han sugerido que la genética del comportamiento y otras pruebas neurocientíficas tienen el potencial de socavar la noción legal del libre albedrío», escribían Scurich y Appelbaum.

En resumen, la polémica se sintetiza en una pregunta ya clásica: «¿la biología le obligó a hacerlo?» Parece que seguirá siendo un asunto controvertido, sobre todo porque toca materias muy sensibles, como la esperanza de unos padres destrozados de que se haga justicia con el asesinato de su hijo. ¿Hasta qué punto puede considerarse que una persona afectada por ciertos trastornos es responsable o no de sus actos? ¿Hasta qué punto deben estas condiciones influir en una sentencia judicial? Si hoy no creemos en el determinismo genético de la conducta, ¿tiene sentido seguir aplicando este concepto a la atenuación de penas? ¿Es una idea obsoleta? Ni la ciencia ni el derecho parecen tener todas las respuestas a unas preguntas que posiblemente vuelvan a resonar cuando se celebre el juicio de la asesina de Gabriel.