La ‘inteligencia’ de las plantas y mi glicina rebelde

Imaginemos un ser vivo que no muere aunque se le mutilen prácticamente todas las partes de su cuerpo. Que es capaz de responder creando partes nuevas asimétricas y en las que sus funciones están distribuidas en una arquitectura modular, de modo que carece de órganos vitales visibles como nuestro cerebro o nuestro corazón. Que es capaz de enterrar su única parte más esencial para protegerse y desaparecer de la vista, pero siendo al mismo tiempo muy perceptivo sobre el mundo que le rodea. Que se alimenta de radiación estelar y se reproduce gracias al viento. Que es capaz de clonarse. Y que, además, su reloj transcurre tan despacio para nuestra medida del tiempo que a nuestra vista se camufla como un objeto inanimado.

No es una especie alienígena imaginaria. Son las plantas. En buena medida, el reino vegetal es como una forma de vida alternativa a nosotros, los animales; como un experimento de la naturaleza empleando casi las opciones opuestas a las nuestras. Naturalmente, ellas y nosotros procedemos de un antepasado único común, y en el fondo somos muy parecidos si nos fijamos en los mecanismos celulares y moleculares básicos. De hecho, compartimos con las plantas más o menos la mitad de nuestros genes (más con un plátano, por ejemplo, que con un pepino).

(Nota: como ya expliqué aquí en otra ocasión a propósito de lo que suele decirse sobre el 99% de semejanza genética entre humanos y chimpancés, este tipo de datos hay que explicarlos bien para entender qué significan, o se cometen atrocidades: si con nuestros hijos compartimos el 50% de nuestro ADN, ¿cómo es que con los chimpancés compartimos un 99%? Evidentemente, no hablamos de lo mismo en ambos casos).

Pero en la superficie, las plantas son biológicamente tan raras a nuestros ojos que durante siglos las hemos incomprendido. Había un episodio de Star Trek titulado El parpadeo de un ojo, en el que los tripulantes de la Enterprise se topaban con una raza alienígena de vida tan acelerada que los humanos apenas podían verlos. Para los scalosianos, éramos tan lentos que ni siquiera parecíamos auténticos seres vivos, motivo por el cual decidían emplear a los ocupantes de la nave como una especie de banco genético.

Del mismo modo, los humanos hemos contemplado a las plantas como seres pasivos y casi inertes, que ni sienten ni padecen. Por supuesto, sabemos que están vivas, que desempeñan funciones imprescindibles en los ecosistemas y que sin ellas no sería posible el resto de la vida terrestre, que descansa sobre ellas como escalón básico de la pirámide trófica. Pero en general, eso han sido para nosotros: alimento fresco que además decora el paisaje.

Jardín botánico en la Universidad de Friburgo. Imagen de pictures Jettcom / Wikipedia.

Jardín botánico en la Universidad de Friburgo. Imagen de pictures Jettcom / Wikipedia.

Todo esto comenzó a cambiar gracias a un puñado de investigadores que se atrevieron a preguntarse lo que nadie más osaba, y a diseñar experimentos arriesgados, como dejar caer plantas desde pequeñas alturas para medir sus reacciones. Y empezaron a aparecer resultados sorprendentes. O quizá deberíamos decir “investigadoras”; aunque hoy son varios los grupos que trabajan en esta línea, fueron mujeres como Heidi Appel, Monica Gagliano o Susan Dudley quienes comenzaron a abrir brecha en lo que hoy suele llamarse neurobiología vegetal, topándose al principio (como por otra parte debe ser) con el escepticismo de la comunidad científica.

Pero… ¿neurobiología vegetal? ¿No es esto un sinsentido tan grande como hablar del “bueno de Trump” o la “medicina homeopática”? Bueno, en cierto modo lo es. Para Gagliano, hablar de neurobiología en el caso de las plantas es “zoocéntrico”. Desde luego, es incuestionable que las plantas carecen de neuronas. Pero hasta ahora los científicos no se han puesto de acuerdo en un término mejor para designar a un conjunto de procesos físicos, químicos y biológicos responsables de funciones que hasta hace unos años eran insospechadas en las plantas, y que son análogas a las que en los animales desempeñan las neuronas: cognición, comunicación, percepción, aprendizaje, memoria, toma de decisiones o incluso inteligencia.

Sí, todo esto existe en las plantas. Diversas investigaciones (repasé algunas de ellas aquí y aquí) han demostrado que las plantas, por supuesto, ven la luz, pero también a sus vecinas gracias al resol infrarrojo de la fotosíntesis, y que tienen un reloj interno que sincronizan de vez en cuando con el sol; sienten el tacto, respondiendo con cambios en sus genes; saben diferenciar entre arriba y abajo; se comunican entre sí oliendo señales químicas; oyen los mordiscos de las orugas y reaccionan produciendo sustancias defensivas, advirtiendo con ellas a otras plantas; escuchan el ruido de las tuberías para buscar el agua (no solo siguen la humedad, sino también el sonido); recuerdan experiencias pasadas, aprenden por asociación de estímulos como los perros de Pavlov, pueden ser anestesiadas, reconocen a sus parientes y los ayudan…

Y lo más importante, todos estos procesos no generan respuestas automáticas programadas, sino que les sirven para tomar decisiones complejas en función de los estímulos externos. Con todo ello, los científicos están aceptando la idea de que las plantas muestran un “comportamiento inteligente” similar al de ciertos animales. Algunos incluso ya no tienen reparos en hablar de la “inteligencia de las plantas”.

Una oruga comiendo hojas de una planta. Imagen de pixabay.

Una oruga comiendo hojas de una planta. Imagen de pixabay.

Tengo una curiosa experiencia personal reciente que me trajo a la memoria todas estas asombrosas capacidades de las plantas. En la entrada de mi casa hay un pequeño arco de hierro que quería cubrir con los tallos de una glicina (Wisteria). Así que el pasado verano enrollé los brotes alrededor del arco. Pero a medida que crecían, observé que no seguían abrazando el arco de hierro, sino que en su lugar estaban tendiéndose hacia las ramas de un madroño que crece junto a la glicina. Volví a enrollar los tallos, y a los pocos días descubrí de nuevo lo mismo: la glicina crecía en línea recta sin curvarse, apartándose del arco y buscando el madroño. Y así, una y otra vez; solo logré que los tallos por fin cubrieran el arco enrollándolos a mano.

Según la teoría, la glicina debería obedecer mis órdenes y crecer enrollándose en la guía de hierro. Esta es una respuesta llamada tigmotropismo, que es otra consecuencia del sentido del tacto en algunas plantas. Cuando tocan una superficie, se producen ciertas reacciones en las células mediadas por hormonas vegetales como la auxina y el etileno, pero en las que también intervienen canales iónicos que modifican el potencial eléctrico de las membranas celulares (por cierto, lo mismo que ocurre en nuestras neuronas; va a ser que no es tan disparatado hablar de neurobiología vegetal).

Como resultado de estas reacciones, la cara del brote opuesta a la que está en contacto con la superficie crece más deprisa, lo que curva el tallo y lo hace enrollarse alrededor de la guía. Pero en el caso de mi glicina, se negaba a hacer lo que los libros dicen que debería hacer, como si otra influencia más potente estuviera inhibiendo el tigmotropismo. ¿Por qué parecía encaprichada en alcanzar el madroño? Y aún más, ¿cómo diablos sabía la glicina que el madroño estaba allí?

Evidentemente, no lo sé, y al fin y al cabo es una mera observación puntual sin ningún valor más allá de lo anecdótico. Pero hay algo también evidente: las plantas trepadoras como la glicina han evolucionado aprendiendo a trepar sobre otras plantas, no sobre arcos de hierro. Y entre las diferencias entre una planta y un arco de hierro, destaca una fundamental que he mencionado arriba: las plantas son capaces de segregar sustancias volátiles para comunicarse, algo que no hacen los arcos de hierro.

Flores de glicina (Wisteria). Imagen de pixabay.

Flores de glicina (Wisteria). Imagen de pixabay.

¿Sería así como mi glicina estaba detectando el madroño? No tengo la menor idea, y es una simple especulación. Todavía es mucho lo que no se conoce sobre las plantas, que guardan sus secretos en silencio; incluso el tigmotropismo aún no se comprende del todo. Pero a poco que nos molestemos en contemplarlas con algo de paciencia, como comenzaron a hacer esas científicas pioneras y otros investigadores, descubriremos que no son los seres pasivos e inertes que creíamos, sino casi alienígenas de extrañas costumbres en nuestro propio planeta.

Mañana contaré otro sorprendente experimento reciente que nos adentra un poco más en esa alucinante vida secreta de las plantas. Y que responde a una sugerente pregunta: ¿pueden las plantas sentir dolor? Si les interesa saber la respuesta, vuelvan a por más.

8 comentarios

  1. Dice ser carlos

    da gusto encontrarse éstas «noticias» artículos o como prefiráis definirlos en la portada, en lugar del color de las bragas de rosalía y similares. Estupendo artículo, para volver a por mas.

    02 febrero 2019 | 20:09

  2. Gracias por compartir me gusta mucho este blog tienen buen contenido

    02 febrero 2019 | 23:26

  3. Dice ser Rompecercas

    Hagamos el experimento: reguemos las plantas con preparados homeopáticos, a ver si les provoca algo…jeje Según tu tesis no debería tener el más mínimo efecto.

    Estás dispuesto a admitir posibles supersentidos por conocer en las plantas, pero no quieres ni oir hablar en algún efecto de los preparados homeopáticos sobre el cuerpo…Perdona, pero me parece contradictorio.

    02 febrero 2019 | 23:59

  4. Dice ser Mime

    Excelente articulo explicando el potencial de las investigaciones con vegetales usando tecnicas de un campo que se me hacia ajeno. Gracias por abrirme este mundo, no tenia ni idea de que personas como Appel, Gagliano o Dudley dirigieran sus proyectos en esta linea. Voy a echar un vistazo a sus avances.

    Un saludo.

    03 febrero 2019 | 02:07

  5. Estás dispuesto a admitir posibles supersentidos por conocer en las plantas, pero no quieres ni oir hablar en algún efecto de los preparados homeopáticos sobre el cuerpo

    03 febrero 2019 | 02:35

  6. Dice ser Alde

    Mucho ánimo en tu cruzada contra las pseudociencias. Cada artículo mejor que el anterior. Eres un crack.

    03 febrero 2019 | 10:10

  7. Dice ser sol

    Pues mira, hablando de las glicinas hace poco con una amiga francesa, ella me comentó que su abuela decía que a las glicinas había que saber podarlas muy bien porque si no «se volvían locas» y crecían de cualquier manera – y esto me lo comentaba porque su glicina parecía haber enloquecido y crecía sin ton ni son. Habría que preguntarle a algún viejo jardinero experto el porqué de lo que decía la abuela…

    03 febrero 2019 | 12:21

  8. Dice ser hey!!

    Osea qeu los veganos y vegetarianos son tan asesinos como los omnivoros a los que no, ya lo decia yo, que porque algo no tenga nuestro sistema nervioso, no tiene porque no sufrir.

    LA vida, se alimenta de vida, es lo que hay, menos las plantas, esos seres pacificos que unos matan para comerselas.

    03 febrero 2019 | 18:29

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