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Three minutes to midnight

Posiblemente fueron Iron Maiden, con su tema Two minutes to midnight (1984), quienes más han contribuido a popularizarlo, aunque tal vez muchos de sus fans no conozcan exactamente a qué se refiere el título de la canción. En 1947 los editores de la revista Bulletin of the Atomic Scientists, un grupo de científicos atómicos con sede en Chicago, inventaron una metáfora visual –hoy lo llamaríamos un meme– para ilustrar su portada con una advertencia sobre lo cerca que se hallaba el ser humano de su propia aniquilación a causa de una guerra nuclear. Era el Doomsday Clock, el reloj del apocalipsis. Según esta idea, la medianoche representa el fin, y el minutero se sitúa a mayor o menor distancia en función del nivel de riesgo percibido por los científicos responsables de este peculiar Pepito Grillo de la civilización humana. Otras bandas como los Clash, Who o Smashing Pumpkins, además de la novela gráfica Watchmen, han contribuido a convertir el reloj del apocalipsis en un icono de la cultura pop.

Portada del Bulletin of the Atomic Scientists de 1947, el primer número que mostraba en su portada el reloj del apocalipsis. Imagen de Bulletin of the Atomic Scientists.

Portada del Bulletin of the Atomic Scientists de 1947, el primer número que mostraba en su portada el reloj del apocalipsis. Imagen de Bulletin of the Atomic Scientists.

El reloj se estrenó con su aguja a siete minutos de la medianoche, pero dos años más tarde avanzó cuatro minutos cuando el entonces presidente estadounidense Harry Truman anunció que la Unión Soviética había ensayado su primer artefacto nuclear. En 1953, con la aparición de la bomba de hidrógeno y sendas pruebas nucleares de EE. UU. y la URSS, los científicos del boletín movieron la manecilla a solo dos minutos antes de medianoche, lo más cerca que hasta hoy ha estado de las campanadas finales. Los editores de la revista advertían, con un tono sombrío y pesimista: «Solo unos cuantos movimientos más del péndulo y, desde Moscú a Chicago, las explosiones atómicas marcarán la medianoche para la civilización occidental».

Desde entonces, y a través de los años de la Guerra Fría, la manecilla ha oscilado siguiendo los vaivenes de la política internacional. En 1984, cuando los Maiden compusieron su tema, el reloj marcaba tres minutos para la medianoche. Eran tiempos de absoluta incomunicación entre el bloque occidental, liderado por los conservadores Ronald Reagan y Margaret Thatcher, y el soviético, bajo el mando del que sería su último líder comunista, Konstantín Chernenko. La posterior llegada al Kremlin de Mikhail Gorbachov, con su talante socialdemócrata y su profundo programa de reformas, relajó la tensión hasta permitir que en 1991, con la firma del primer tratado START de reducción de arsenales nucleares, los científicos de Chicago dejaran caer la aguja del reloj hasta unos holgados 17 minutos.

Desde entonces, por desgracia, el minutero no ha hecho sino acercarse hacia las 12, con la sola excepción de un pequeño paso atrás. En 2007, los científicos del boletín añadieron el cambio climático como factor adicional en sus valoraciones del riesgo global. Aquel año el cosmólogo británico Stephen Hawking, miembro del boletín, presentó en Londres el nuevo estado del reloj, cinco minutos antes de la medianoche. Tres años después, el boletín consideraba que la conferencia del clima de Copenhague y el tratado New START entre EE. UU. y Rusia justificaban conceder al reloj un minuto de respiro.

Pero en el último lustro la situación ha ido a peor, según los científicos. En 2012 la aguja regresó a los cinco minutos, y el pasado jueves avanzó otros dos. En una conferencia de prensa en Washington, los miembros del boletín justificaban por qué estamos nuevamente a tres minutos de la medianoche, un nivel de riesgo comparable al de 1949 y 1984: «El cambio climático sin control, la modernización de las armas nucleares globales y los grandes arsenales de armas nucleares suponen amenazas extraordinarias e innegables a la existencia continuada de la humanidad, y los líderes mundiales no han actuado con la rapidez o a la escala requeridas para proteger a los ciudadanos de la posible catástrofe. Estos fracasos de liderazgo político ponen en peligro a cada persona de la Tierra».

Los científicos reconocen avances modestos en el campo del clima, pero los juzgan insuficientes para prevenir un «calentamiento catastrófico». Por otra parte, acusan a las dos mayores potencias nucleares del planeta de estar más preocupadas por modernizar sus arsenales atómicos que por reducirlos. «El reloj está ahora a solo tres minutos de la medianoche porque los líderes internacionales están fracasando en el desempeño de su deber más importante: asegurar y preservar la salud y la vitalidad de la civilización humana», concluyen.

Los miembros del boletín llaman a la acción urgente en cinco ámbitos: limitar las emisiones de gases de efecto invernadero de modo que el aumento global de temperatura no exceda los 2 grados centígrados respecto de los niveles preindustriales; recortar drásticamente el gasto en modernización de arsenales nucleares; revitalizar el proceso de desarme; abordar el problema de los residuos nucleares; y crear instituciones dedicadas a mitigar el riesgo asociado a nuevas tecnologías como la biología sintética y la inteligencia artificial.

De acuerdo; cualquiera estará en su derecho de recordar la profecía que Shakespeare ponía en boca de Marco Antonio ante el cadáver de Julio César. Porque en este caso, quienes desencadenaron los perros de la guerra fueron precisamente los fundadores del boletín, científicos del Proyecto Manhattan a cuyo trabajo debemos el riesgo nuclear que hemos padecido desde entonces. Y la venganza de César extenderá el crimen por toda la Tierra.

La extraña historia de un estudio que niega el cambio climático: política y provocación enfangan la ciencia

En 2002 el modista David Delfín (me importa un ardite lo que diga la RAE: si no hay dentistos ni artistos, ¿por qué modistos?), hasta entonces un completo don nadie para el gran público, saltó a la fama por sacar a sus modelos en la Pasarela Cibeles con sogas al cuello y las caras cubiertas; alguna casi se mata al precipitarse al vacío desde lo alto de sus tacones. Desde entonces, hasta yo sé quién es David Delfín.

En 1989 Almudena Grandes, una escritora hasta entonces desconocida, ganó el premio La Sonrisa Vertical y alcanzó enorme éxito con su novela erótica Las edades de Lulú, en la que exploraba rincones moralmente escabrosos como la corrupción de menores consentida. Una vez conseguida la notoriedad pública, la autora no ha vuelto (que yo sepa) a internarse en el género que le dio la fama. Como tampoco Juan Manuel de Prada ha regresado –literariamente, me refiero– al lugar que en 1994 le alzó al estrellato de las letras con su obra Coños, en la que se recreaba y relamía con una colección selecta de vulvas arquetípicas.

En 1983 las Vulpes, una banda punk femenina de Barakaldo, aparecieron en el programa de televisión Caja de Ritmos de Carlos Tena versionando un tema de Iggy Pop y los Stooges titulado I wanna be your dog bajo el título Me gusta ser una zorra y con una letra extremadamente obscena para los estándares de aquella aún pacata España de entonces. La controversia, alimentada por el diario ABC, suscitó una querella del Fiscal General del Estado –sí, han leído bien– y se saldó con el cierre del programa y el despido de su director. Las Vulpes estuvieron en boca de todo el país, defensores y detractores.

A lo que voy con todo esto es a que la provocación suele ser una magnífica herramienta de márketing. Con independencia del talento real que pueda esconderse tras esas maniobras de exhibicionismo debutante, pero que a la larga determinará la consagración o la defenestración –Grandes y De Prada versus Vulpes; sobre Delfín no tengo criterio–, no cabe duda de que una entrada triunfal en pelotas logra congregar todas las miradas, como el profesor interpretado por Gregory Peck en aquella película de Arabesco, que iniciaba su conferencia así: «Sexo. Y ahora que he captado su atención…».

Lo que vengo a comentar hoy es que no se me ocurre otro motivo sino el explicado para que la revista científica Science Bulletin haya iniciado su nueva andadura publicando un estudio que niega la existencia del cambio climático antropogénico. Me explico: hasta diciembre de 2014 existía una revista titulada Chinese Science Bulletin publicada por Science China Press, órgano de la Academia China de Ciencias, y que en el mercado internacional se edita bajo el paraguas del gigante de publicaciones científicas Springer. Los propietarios de la revista han decidido ahora lavarle la cara, eliminar el Chinese de la cabecera y presentarla al mundo como «el equivalente oriental de Science o Nature«.

Campaña del Instituto Heartland negando el cambio climático. Imagen promocional de Heartland Institute.

Campaña del Instituto Heartland negando el cambio climático. Imagen promocional de Heartland Institute.

En el primer número de la renacida publicación, lanzado este enero, destaca como contenido estelar un estudio que afirma lo siguiente: todos los complejos cálculos realizados hasta ahora por climatólogos y meteorólogos de todo el mundo estaban equivocados; el modelo elaborado por los autores, que según un comunicado es «tan sencillo de utilizar que un profesor de matemáticas de instituto o un estudiante de licenciatura puede obtener resultados creíbles en minutos ejecutándolo en una calculadora científica de bolsillo», revela que «la influencia del hombre en el clima es insignificante».

No voy a comentar aquí el estudio; la noticia ya se ha publicado días atrás en varios medios, y ha obtenido respuesta por parte de físicos, climatólogos y paleoclimatólogos (quien esté interesado en la parte técnica puede consultar las respuestas de los expertos aquí, aquí, aquí o aquí). Lo que me interesa hoy es centrarme en la fanfarria. Empecemos por los cuatro autores del estudio. Tenemos a dos científicos, Willie Soon, físico solar del Centro de Astrofísica Harvard-Smithsonian (EE. UU.), y David Legates, profesor de Geografía de la Universidad de Delaware y antiguo Climatólogo del Estado.

Ambos se han distinguido durante años por sostener posiciones contrarias al consenso científico sobre el cambio climático. En 2011, la organización ecologista Greenpeace obtuvo documentos, liberados a través de la ley estadounidense de libertad de información (FOIA), según los cuales Soon ha recibido más de un millón de dólares de financiación de la industria del carbón y el petróleo desde 2001, y desde 2002 este sector constituye su única fuente de fondos. El científico se defendió entonces alegando que también «habría aceptado dinero de Greenpeace» si se lo hubieran ofrecido, un presunto argumento de descargo que más bien se vuelve en su contra.

En 2003, Soon envió un email con anterioridad a la publicación del cuarto informe del Panel Intergubernamental de Cambio Climático de Naciones Unidas (IPCC), en el que sugería la desacreditación anticipada de los resultados del estudio. Según Greenpeace, uno de los cinco destinatarios de aquel correo, un tal Dave, era probablemente David Legates. Ambos científicos han colaborado en varios estudios destinados a negar el cambio climático. Poco después de la publicación de los papeles de Greenpeace, Legates dimitió como Climatólogo del Estado de Delaware, un título otorgado por el decano de la Facultad de Medio Ambiente, Océanos y Tierra de la universidad. Legates declaró entonces que renunciaba a instancias del decano, pero lo cierto es que en 2007 la gobernadora del estado le había conminado a que dejase de utilizar su título cuando manifestaba sus opiniones, ya que estas no estaban «alineadas» con las de la administración.

El tercero de los autores, William Briggs, posee formación científica; originalmente meteorólogo y físico atmosférico, pero doctorado en estadística y sin filiación investigadora. De hecho, según escribe el mismo Briggs en su blog, en el que se presenta como «estadístico de las estrellas», carece de plaza alguna, por lo que dice ser «enteramente independiente». Briggs se define como «estadístico vagabundo» y como «filósofo de datos, epistemólogo, armador de puzles de probabilidad, desenmascarador de verdades y (autoproclamado) bioeticista». Es consultor del Instituto Heartland, un think-tank conservador radicado en Chicago que sostiene una obstinada postura de negación del calentamiento global y que lanzó una campaña comparando a quienes creen en el cambio climático con asesinos como Charles Manson o Unabomber. Briggs es el último firmante del estudio, un puesto normalmente reservado al director e ideólogo del trabajo.

Christopher Monckton. Imagen de Joanne Nova / Wikipedia.

Christopher Monckton. Imagen de Joanne Nova / Wikipedia.

Dejamos para el final lo mejor, la yema del huevo, el plato más sabroso. El primer autor del estudio, puesto que suele ocupar quien ha llevado el peso del trabajo, es el inglés Christopher Monckton, tercer vizconde Monckton de Brenchley, caballero de la Orden de Malta, antiguo asesor de Margaret Thatcher, autoproclamado miembro de la Cámara de los Lores (no lo es en realidad, ya que una reforma legislativa le impidió heredar el nombramiento de su padre), propietario de una tienda de camisas, creador de un puzle geométrico y de presuntas curas contra la enfermedad de Graves, la esclerosis múltiple, la gripe y el herpes. Formado en estudios clásicos y periodismo (ni por asomo en ciencia), conservador, euroescéptico y candidato del partido populista de derechas UKIP, Monckton se ha destacado a lo largo de los años por propuestas como aislar de la sociedad a los portadores del VIH, o rebautizar a la comunidad LGBT (lesbianas, gays, bisexuales y transexuales) como QWERTYUIOPASDFGHJKLZXCVBNM, para así, según sus palabras, «cubrir cualquier forma de desviación sexual real o imaginaria con la que puedan soñar». Esta joyita de la corona británica ha sostenido opiniones como que los gays llegan a acostarse con 20.000 parejas sexuales en sus «cortas y miserables vidas».

Este es el equipo, y de él difícilmente podía esperarse otra cosa. Por desgracia, el cambio climático se convirtió en un argumento político cuando los sectores conservadores lo interpretaron desde el primer momento como un gran montaje organizado por una conspiración de la izquierda para derrocar el sistema de libre mercado. Pero no toda la culpa cae a la derecha; muchos agentes de la izquierda aceptaron el guante y convirtieron a su vez el cambio climático en un ariete político contra sus oponentes, haciendo así de la paranoia de la derecha una profecía autocumplida. Ya lo he dicho aquí y lo repito: la política no hace sino enfangar y enturbiar la ciencia. Para continuar siendo el juego que practicaron Newton y Galileo, la ciencia no puede ser militante. Los científicos pueden serlo como cualquier otra persona, pero cuando entran en el laboratorio y se enfundan la bata, deben dejar colgada su chaqueta de militancia en el perchero.

Pero en todo este descacharrante affaire, quiero matizar con precisión cuál es mi postura. Los villanos más villanos de esta película no son los Soon, Legates, Briggs, o ni siquiera Monckton. Como cualquiera, ellos están en su derecho de defender sus ideas por equivocadas y tramposas que sean y mientras con ello no cometan ningún delito (hablo solo de cambio climático). Si bien no es imposible que surjan genios demostrando el flagrante error en el que han caído todos sus predecesores, no alcanzo a imaginar que un personaje como Monckton pueda seriamente creer que él ha nacido para ser el Stephen Hawking del cambio climático. Si tal fuera la situación, ya no se trataría de un asunto político, sino psiquiátrico.

El supervillano es la propia revista Science Bulletin. Sobre sus motivos para aceptar el estudio no puedo sino especular. La publicación asegura en su comunicado que el trabajo «sobrevivió a tres rondas de rigurosa revisión por pares, en las que dos de los revisores se habían opuesto inicialmente a su publicación aduciendo que cuestionaba las predicciones del IPCC». Tanto si esto es cierto como si no, la revista cae en el absoluto descrédito. Si lo es, porque su «riguroso» sistema de revisión no llegó a acercarse ni de lejos a los análisis que otros expertos han publicado en internet rápida y gratuitamente y que coinciden en rebatir todos sus resultados y sus conclusiones, llegando, como en el caso de Gavin Schmidt, director del Instituto Goddard de la NASA y una autoridad mundial en cambio climático, a calificar el estudio de «completa basura».

Y si no es cierto, porque entonces solo me queda pensar que la revista ha recurrido, como menciono al comienzo de este artículo, a la estrategia de la provocación para que su relanzamiento suene en los medios. El «equivalente oriental de Science o Nature» tiene actualmente un índice de impacto de 1,4, frente al 42 de Nature y el 31 de Science. El número inaugural de su reencarnación se abre con un editorial titulado Hacia una revista internacional emblemática basada en China. Y para su puesta de largo ha elegido el suicidio.

¡Los dinosaurios están vivos! ¿Se extinguirán por segunda vez?

Neornithes – Aves – Avialae – Eumaniraptora – Paraves – Pennaraptora – Maniraptora – Maniraptoriformes – Tyrannoraptora – Coelurosauria – Avetheropoda – Orionides – Tetanurae – Averostra – Neotheropoda – Theropoda – Saurischia – Dinosauria.

No es la lista de los reyes godos, sino la ubicación taxonómica de los neornites, un grupo de animales también conocido como aves modernas. Cada nombre de la lista es un grupo (o clado) de nivel superior al anterior y que engloba al que le precede; es decir, que los neornites son parte del grupo Aves, este está comprendido dentro de los Avialae, estos pertenecen a los Eumaniraptora, y así sucesivamente. Y si llegamos al final de la lista, encontramos la categoría de nivel superior a la que pertenecen las aves: Dinosauria. Dejemos una cosa bien clara: no es que las aves sean descendientes de los dinosaurios. Las aves SON dinosaurios. De pleno derecho.

Siempre que escuche a alguien mencionar que los dinosaurios se extinguieron, podrá hacerle la siguiente corrección: la inmensa mayoría de los dinosaurios se extinguieron, pero no todos. Sobrevivió un grupo de terópodos, los dinosaurios mayoritariamente carnívoros que incluían a los tiranosaurios y los velocirraptores. Aquel grupo había evolucionado de una forma extraordinariamente vivaz durante 50 millones de años, encogiendo en tamaño y experimentando con distintas modalidades de vuelo. Cuando acaeció la famosa extinción masiva hace 65 millones de años, aquellos animales, las Paraves, estaban mejor preparados para afrontar los tiempos difíciles. Y desaparecidos sus parientes más masivos, durante los siguientes 10 a 15 millones de años experimentaron un big bang evolutivo, una rápida y enorme diversificación que les permitió dominar la Tierra hasta hoy.

Este dibujo preciso de la evolución de las aves ha llegado a definirse de forma más clara en el año 2014 que termina, gracias a dos grandes investigaciones que han analizado las relaciones entre las especies de este grupo. La primera, publicada el 1 de agosto en la revista Science, consistió en un examen comparativo de fósiles de 120 especies y 1.549 rasgos anatómicos de sus esqueletos. Con este rico botín de datos que llenaba una matriz de más de 185.000 celdas, los investigadores concluyeron que la miniaturización fue una tendencia constante y prolongada durante 50 millones de años, que llevó a esta rama de los terópodos desde un peso medio de 163 kilos hasta los 800 gramos del Archaeopteryx, un pájaro volador.

Ilustración del Avian Phylogenomics Project.

Ilustración del Avian Phylogenomics Project.

Las aves vuelven a ser protagonistas esta semana en la revista Science, pero a una escala mucho mayor. Nada menos que 45 genomas completos de todos los principales linajes de aves han ocupado durante cuatro años a más de 200 investigadores de 20 países que forman el consorcio Avian Phylogenomics Project. Los resultados se desgranan en un espectacular despliegue de 28 estudios, ocho de ellos publicados hoy en un número especial de Science y el resto en diferentes revistas. Gracias a esta titánica labor de secuenciación e interpretación, los científicos han delineado el árbol de la vida de las aves con un detalle sin precedentes, revelando parentescos inesperados como el de los flamencos y los zampullines, estudiando el grado de proximidad de los pájaros con los cocodrilos como sus parientes más cercanos, y desentrañando cuándo aparecieron adaptaciones evolutivas como el canto o la pérdida de los dientes.

Pero el futuro de este inmenso Parque Jurásico de pequeños dinosaurios no parece brillante. En uno de los artículos que acompañan a los estudios del número especial, el científico de la Smithsonian Institution de EE. UU. W. John Kress alerta de que las aves del mundo están desapareciendo a una velocidad alarmante. «En 25 países europeos, hoy hay 420 millones de aves menos que en 1980, un descenso del 20%, especialmente en las 36 especies más comunes», relata el experto. Con ocasión del XXII Congreso Español de Ornitología, celebrado a comienzos de este mes en Madrid, los organizadores de SEO/BirdLife informaban de que en España han desaparecido un 40% de las golondrinas y un 10% de los gorriones desde 1998.

Y mientras tanto, España aprueba el uso del diclofenaco, un fármaco veterinario que en la década de 1990 diezmó las poblaciones de buitres en India, Paquistán y Nepal. Esta droga, empleada como analgésico para el ganado, causa un fallo renal letal en las aves que la ingieren al alimentarse de las reses muertas. Los países asiáticos afectados prohibieron su uso cuando sus buitres estaban al borde de la extinción. España, que alberga más del 95% de todos los buitres de Europa, autorizó el diclofenaco en marzo de 2013.

También en el número de esta semana de Science (publicado online el 4 de diciembre), un artículo firmado por un equipo internacional de expertos, entre ellos varios españoles, insta a la prohibición del diclofenaco en la Unión Europea. Los autores proponen además un enfoque integrado para la gestión de los fármacos veterinarios que involucre a todos los sectores implicados para impedir la contaminación medioambiental por estos productos. Solo así conseguiremos evitar que la extinción de los dinosaurios sea completa.

¿Siguen los pájaros caminos azules en el cielo?

Hubo hace unos años una película titulada The core (El núcleo) que contaba cómo la vida en la Tierra sufría riesgo de extinción inminente debido a que el campo magnético terrestre desaparecía a causa de una parada en seco del núcleo líquido del planeta, por lo que un equipo de científicos se encargaba de pilotar una nave construida con un material indestructible y descender hasta el centro de la Tierra para detonar allí una bomba nuclear y restaurar así la rotación del núcleo y el campo magnético, salvando a la humanidad y a todas las criaturas vivas de morir horriblemente carbonizadas por la radiación solar.

He escrito el párrafo anterior de un tirón en una sola frase con el propósito deliberado de eludir la tentación de detenerme a hincarle el diente a tan jugosa propuesta argumental. En su día, con ocasión del estreno de la película, ya circularon suficientes comentarios sobre la presunta ciencia de The core, tan de «venga ya» que incluso en su momento se informó de ciertas protestas de científicos y personajes públicos pidiendo más respeto a las leyes de la ciencia en el cine. A lo que vengo es a uno de los efectos que en la película se asociaban a la anulación del campo magnético terrestre: los pájaros se esmendrellaban contra cualquier obstáculo en su camino por efecto de haber perdido la brújula interna que les sirve de guía.

Dejando aparte el hecho de que los pájaros de la película, además de ser incompetentes navegantes, también debían de ser ciegos –ya he dicho que no entraré más en la trama de The core–, lo cierto es que en este caso se ilustraba correctamente un fenómeno conocido: que las aves, al menos ciertas especies, son sensibles al campo magnético terrestre y que emplean esta capacidad para conducirse en sus largas migraciones de hemisferio a hemisferio del planeta.

Para nosotros, pobres humanos con solo cinco sentidos y en ocasiones con alguno defectuoso –mis seis dioptrías y pico ya me habrían costado la vida hace rato si hubiera nacido en una época anterior a la corrección visual–, resulta difícil imaginar cómo las aves perciben el magnetismo. Podemos describirlo científicamente, pero otra cosa es representárnoslo mentalmente. ¿Ven líneas en el aire, como las que dibujamos en los mapas? ¿Huelen hacia dónde tira el norte, como quien sigue la estela de un perfume? ¿Escuchan de dónde viene el runrún? Evidentemente, no es nada de esto. ¿O tal vez sí?

Ante todo, conviene dejar claro que la llamada «magnetocepción», o capacidad para sentir campos magnéticos, es un área de investigación aún tan oscura que prácticamente todas las apuestas están abiertas, ya que aún no se ha localizado un órgano claramente responsable de este sentido, tal como los ojos para la vista o el oído para el sonido. Se sabe que ciertos organismos, como algunas bacterias, poseen partículas de magnetita, imanes naturales que también podrían hallarse en el pico de las palomas. Sin embargo, en los últimos años se ha venido manejando una idea fascinante sobre un posible mecanismo que permitiría a los pájaros ver el campo magnético terrestre, y que se basa en un efecto de la mecánica cuántica conocido como entrelazamiento.

Dos partículas cuánticas se encuentran entrelazadas cuando no se comportan de modo independiente, sino que actúan de forma coordinada en alguna de sus propiedades incluso cuando se encuentran separadas. Por ejemplo, supongamos dos electrones entrelazados, e imaginemos que uno de ellos lleva pintada una flecha apuntando hacia arriba y el otro hacia abajo. Con esta simbología se representa una propiedad llamada espín. Mientras ambos electrones se encuentren entrelazados, sus flechas apuntarán en estas direcciones opuestas, como si cada una supiera hacia dónde señala la flecha de la otra. El entrelazamiento cuántico es un fenómeno bien conocido en el mundo de lo infinitamente pequeño, aunque sea difícil encontrar una comparación en la escala de las cosas grandes. Pero lo que realmente importa no es imaginarlo, sino saber que existe y poder dominarlo con vistas a aplicaciones prometedoras, como la computación cuántica.

Un petirrojo europeo en Holanda. Foto de Arjan Haverkamp / WIkipedia.

Un petirrojo europeo en Holanda. Foto de Arjan Haverkamp / WIkipedia.

En los últimos años se ha descubierto en la retina de algunos pájaros una molécula llamada criptocromo que posee pares de electrones entrelazados. La hipótesis es que cuando un rayo de luz (un fotón) choca con uno de estos pares de electrones, uno de ellos puede absorber esta energía y emplearla para saltar a otra molécula. Dado que los espines son sensibles al magnetismo, la separación entre ambos electrones puede causar que reaccionen de manera ligeramente diferente según su orientación respecto al campo magnético terrestre. Si el bamboleo de los espines los despareja, los electrones quedarán separados y perderán su entrelazamiento. Pero si por el contrario ambos mantienen sus espines opuestos, se combinarán de nuevo recobrando su estado original y devolviendo la energía absorbida del fotón, que se transmitirá al nervio óptico enviando una señal al cerebro.

En resumen, y si esta hipótesis llegara a encontrar suficiente respaldo empírico, se confirmaría que los pájaros literalmente son capaces de ver el campo magnético terrestre con sus ojos. E incluso tendría un color, el azul, ya que es esta longitud de onda la que excita las moléculas de criptocromo. Aunque aún quedan muchos experimentos por delante para asegurar que los pájaros vuelan de norte a sur y de sur a norte siguiendo una especie de carretera azul pintada en el aire, los indicios son muy sugerentes. En mayo de este año, un estudio publicado en Nature descubría que ciertos tipos de emisiones electromagnéticas habituales en la actividad humana, como las de radio de onda media (lo que llamamos AM) o las producidas por las conexiones de los aparatos a la red eléctrica, son capaces de desorientar a los petirrojos europeos, una especie que posee criptocromo en su retina.

El director del estudio, Henrik Mouritsen, de la Universidad de Oldenburg (Alemania), declaró entonces que se trataba de energías tan bajas que difícilmente podían afectar a un proceso de lo que se conoce como física clásica. Y desde luego, ninguno de estos campos electromagnéticos afectaría a un sistema de orientación basado en partículas de magnetita. Mouritsen, en cambio, subrayaba que su efecto sobre los espines de los electrones podía bastar para anular la brújula magnética de los pájaros, en caso de que la hipótesis del entrelazamiento sea correcta. «Nos resulta muy difícil encontrar una explicación que no esté basada en cuántica», concluía el investigador.

Para terminar, en este blog ya he dejado clara anteriormente mi fascinación por los pájaros. Y dado que hoy sábado 4 y mañana 5 de octubre celebramos el Día Mundial de las Aves, promovido por BirdLife International y en España por SEO/BirdLife, es una buena ocasión para extraer una clara conclusión del estudio de Nature: dado que la interferencia de las ondas que producimos con la brújula migratoria de las aves es un efecto real, quizá habría que empezar a incluir la contaminación electromagnética como uno de los factores a considerar en el impacto ambiental que nuestra actividad humana ejerce sobre las poblaciones de aves.

La contaminación empieza en los Pirineos

Desde Torrelodones, donde vivo, se divisa sobre Madrid una gigantesca y perenne nube negra. La famosa boina de contaminación no siempre tiene la misma talla; en períodos de buen tiempo, sin lluvias ni vientos fuertes, la visión de la capital desde el pie de la Sierra parece la del mismo Mordor de Tolkien.

Por desgracia para los capitalinos, pero por suerte para el resto, la humareda se concentra tenazmente sobre el casco urbano. Fuera de la ciudad, la baja densidad de población de España comparada con otros países europeos premia a otras regiones con un aire más respirable en lo que se refiere a emisiones de CO2 procedentes de combustibles fósiles. Y esto es más que una hipótesis, a juzgar por los impactantes gráficos que acaba de publicar un equipo de investigadores de las Universidad Estatales de Arizona y Colorado (EE. UU.), las Universidades de Purdue (EE. UU.) y Melbourne (Australia), y la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica de EE. UU.

El trabajo, financiado por la NASA, no es el primero que presenta las emisiones de CO2 a nivel global, pero sí que las cuantifica hora a hora durante 15 años para todo el planeta y con un nivel de resolución que llega a la escala de ciudad. El Fossil Fuel Data Assimilation System (FFDAS, Sistema de Asimilación de Datos de Combustibles Fósiles) combina información de satélites, de población, de consumo de combustibles por países y de centrales energéticas para ofrecer un panorama que es muy fácil de apreciar gráficamente de un vistazo y que ayudará a las administraciones y a los organismos internacionales a la hora de diseñar sus políticas medioambientales.

O, al menos, ese es el propósito de los autores: «Estamos avanzando un gran paso para la creación de un sistema de monitorización global de los gases de efecto invernadero», apunta el director del estudio, Kevin Robert Gurney. «Ahora podemos proporcionar a cada país información detallada de sus emisiones de CO2 y mostrar que es posible disponer de una monitorización independiente y científica de los gases de efecto invernadero».

Los investigadores han estudiado el período comprendido entre 1997 y 2010, y han contrastado sus resultados con datos independientes de EE.UU. tomados individualmente desde tierra, por lo que confían en que el sistema es fiable para todo el planeta. En adelante se proponen actualizar los datos cada año.

Los resultados, publicados en la revista Journal of Geophysical Research, muestran fenómenos como el aumento progresivo de emisiones en China y el sur de Asia o los efectos de la crisis financiera global. Pero sobre todo, es muy llamativo cómo el centro de Europa se colorea del tono de su bandera, el azul, correspondiente a niveles de emisión superiores a 0,1 kilogramos de CO2 por metro cuadrado al año, e incluso en algunas regiones se llega al rojo, más de 1 kg de CO2 por m2 y año. Por el contrario, la mayor parte de la Península Ibérica, exceptuando los grandes núcleos, se mantiene en amarillo o por debajo de 0,1, como se aprecia en la siguiente imagen que corresponde a 2009.

Emisiones globales de CO2 de los combustibles fósiles representadas por el sistema FFDAS. Imagen de FFDAS.

Emisiones globales de CO2 de los combustibles fósiles representadas por el sistema FFDAS. Imagen de FFDAS.

En este vídeo (en inglés), Gurney explica el fundamento del FFDAS y la visualización de los resultados. Además del progreso de las emisiones a lo largo del tiempo, otro mapa muestra cómo la producción de gases de efecto invernadero varía entre el día y la noche. Además se representa cómo los sistemas atmosféricos desplazan las masas de contaminación, lo que, por desgracia, en ocasiones lleva la nube de CO2 producida en Europa central directamente por encima de nuestras cabezas.

Los pájaros, esos genios desconocidos

«Nat escuchó el sonido desgarrador de la madera al astillarse y se preguntó cuántos millones de años de memoria estaban almacenados en aquellos pequeños cerebros, tras los picos punzantes y los ojos penetrantes, dándoles ahora este instinto de destruir a la humanidad con la diestra precisión de máquinas. ‘Fumaré ese último cigarrillo’, dijo a su mujer. ‘Estúpido de mí; es lo único que olvidé traer de la granja’. Lo agarró y encendió la radio silenciosa. Arrojó el paquete vacío al fuego y contempló cómo se consumía».

Así termina uno de los relatos más inquietantemente pavorosos de la literatura universal: Los pájaros, de Daphne du Maurier, en el que Hitchcock se inspiró para la igualmente soberbia película que respetó el concepto original de la autora inglesa: no hay explicación para el ataque. Simplemente ocurre, y ya está. Quizá la clave del terror que suscita ese incomprensible comportamiento agresivo de las aves reside precisamente en el desconocimiento de las criaturas con las que el ciudadano medio convive a diario sin prestarles la menor atención. Forman parte de nuestro paisaje doméstico, pero son fauna salvaje. Comen de nuestra mano, pero no los poseemos. Sabemos que están ahí, pero no los conocemos. «Viven a nuestro lado, pero solos», escribió el poeta victoriano Matthew Arnold. Y tal vez sea por su condición de únicos descendientes vivos de los dinosaurios, exhibiéndose elusivamente ante nosotros con la hechura de pequeños T-rex; o quizá porque envidiamos la insultante facilidad con que logran algo que para nosotros requiere el uso de prótesis tan aparatosas como un Boeing 747. No estoy seguro del porqué; pero a algunos las aves nos fascinan.

Salvo a quienes somos adictos a la naturaleza, mi sensación es que los pájaros no suelen interesar gran cosa en este país. Sirva como pequeño muestreo personal que, en los 14 años que llevo respondiendo consultas sobre safaris en Kenya a través de mi web Kenyalogy.com, son muy pocos quienes han mostrado algún interés por las aves cuando se disponen a viajar a una región del globo que es una meca de la ornitología. En Reino Unido, algunas agencias de viajes ofrecen exclusivamente safaris ornitológicos. Pero esto no resulta extraño en un país con mayor tradición naturalista que el nuestro, donde el 48% de los hogares proporciona alimento a los pájaros y cuyos jardines albergan 7,4 millones de comederos y 4,7 millones de cajas nido en un total de 12,6 millones de viviendas, según un estudio británico a escala nacional. Mientras, en España, parece que ni siquiera hay datos, según me cuentan mi compañero bloguero César-Javier Palacios, miembro veterano de la Sociedad Española de Ornitología (SEO/BirdLife), y mi colega Pedro Cáceres, responsable de prensa de esta misma organización. Como simple ejemplo y hasta donde sé, las dos cajas-nido y el comedero de mi jardín son los únicos recursos para visitantes alados en la calle donde vivo, que linda con el campo.

El desinterés por los pájaros en este país se cobra su peaje en pérdida de nuestra biodiversidad. Una muestra: hace cinco años un estudio en la revista Current Biology descubrió que las poblaciones septentrionales de curruca capirotada (Sylvia atricapilla), que crían en Centroeuropa y emigran al sur para sus vacaciones invernales, están cambiando el sur de España por Reino Unido para la temporada de frío. La razón que aportaban los investigadores no puede ser más obvia: en el sur de Europa, estas aves malviven en invierno a base de los insectos y frutos que pueden recolectar, mientras que en las islas británicas encuentran toda una oferta de comederos privados digna de una versión aviaria de la guía Michelín. Probablemente incluso las abundantes currucas que viven todo el año en España huirían al norte espantadas si supieran que en este país las hemos conocido popularmente por otro nombre: pajaritos fritos (hoy prohibidos pero que, según ya comentó César-Javier, aún se sirven ilegalmente).

Pero además del misterio de su vuelo, los pájaros poseen también otra cualidad desconocida para muchos, que aumenta su atractivo y contradice una expresión anglosajona utilizada para calificar a alguien como estúpido: bird-brained, literalmente «cabeza de pájaro». En castellano tenemos un equivalente: cabeza de chorlito, que mi también compañero Alfred López ya comentó en su blog. La sorpresa es que estas expresiones no hacen ninguna justicia a la realidad: algunos pájaros se cuentan entre los seres más inteligentes que la ciencia ha podido estudiar. En concreto, las habilidades de los cuervos de las islas de Nueva Caledonia (Corvus moneduloides) para fabricar y emplear herramientas en la resolución de problemas complejos superan incluso a los chimpancés. Los cuervos utilizan palos y fabrican anzuelos, perfeccionando su técnica y transmitiendo las mejoras a otros miembros del grupo y a las nuevas generaciones. Emplean herramientas para obtener otras herramientas. Como en la fábula de Esopo El cuervo y la jarra, arrojan piedras dentro de un tubo con agua para que suba el nivel del líquido y así alcanzar la bebida con el pico, una capacidad de relacionar causa y efecto que iguala la de un niño de siete años. Y el más difícil todavía: un vídeo, antes en la web de la BBC y ahora no disponible, documentó cómo estos astutos pájaros situaban las nueces en la trayectoria de las ruedas de los coches para que las cascaran, y luego esperaban con los demás peatones a que el semáforo cambiara para recuperar su comida sin peligro de atropello.

Seguramente estos estudios no han hecho más que certificar habilidades ya conocidas desde antiguo, y que se añadieron al aspecto solemne y algo siniestro de los cuervos para convertirlos en guardianes de la Torre de Londres y en protagonistas de otras supersticiones, en mensajeros de lo sobrenatural y en imprescindibles del género gótico, como aquel pájaro que erizaba el vello de la nuca a los lectores de Poe cuando susurraba «nunca más…». Pero si la inteligencia de los cuervos es algo excepcional o por el contrario un caso común entre los parientes de su clase, es algo que la ciencia aún deberá verificar. Como prueba sugerente dejo aquí el vídeo que ha motivado este artículo y en el que una garcita verde (Butorides virescens), especie nativa de América, aprovecha el pan arrojado por los humanos como cebo para pescar. Temblad, terrícolas: en el mundo hay 9.993 especies de aves, muchas de ellas seriamente amenazadas de extinción, que suman entre 200.000 y 400.000 millones de pájaros. O sea, unos 50 por persona. Mejor que los tratemos bien.

No, no hemos contaminado Marte (pero lo haremos)

"Selfie" del 'Curiosity' tomada en febrero de 2013 en la llanura John Klein, Marte. La imagen es un mosaico de recortes de múltiples tomas (motivo por el cual no aparece el brazo de la cámara). NASA/JPL-Caltech/MSSS.

«Selfie» del ‘Curiosity’ tomada en febrero de 2013 en la llanura John Klein, Marte. La imagen es un mosaico de recortes de múltiples tomas (motivo por el cual no aparece el brazo de la cámara). NASA/JPL-Caltech/MSSS.

Hace un par de días saltó a los medios la noticia de que el robot Curiosity, residente en Marte desde 2012, ha contaminado nuestro barrio vecino enviando allí microbios terrestres sin pretenderlo. La noticia se ha propagado como una gripe virulenta y parece haber encontrado hueco hasta en la hoja parroquial de Vladivostok. Merece la pena desmenuzar más finamente este asunto para situarlo en sus justos términos, especialmente porque días atrás traté aquí la dificultad que entraña explorar otros mundos sin contaminarlos con microbios procedentes de la Tierra que viajen agazapados en las sondas espaciales, sobrevivan a la travesía interplanetaria y puedan cuajar en entornos potencialmente habitables, como el marciano.

Para empezar, hay que detallar la fuente de la que procede la información: al contrario de lo que rebota por ahí de pantalla en pantalla, no se basa en un estudio científico publicado en Nature, sino en una noticia periodística divulgada en la web de esta revista a raíz de varias comunicaciones presentadas en la 114ª reunión anual de la Sociedad Estadounidense de Microbiología (ASM), celebrada esta semana en Boston. Por supuesto, esto último no resta ninguna credibilidad a los datos, presentados en la convención por investigadores de solvencia y tratados con todo el rigor y la profesionalidad por la periodista de ciencia Jyoti Madhusoodanan. Pero no es un estudio publicado en Nature, y hay diferencias importantes: en primer lugar, las comunicaciones presentadas a congresos suelen resumir el trabajo de los investigadores en crudo. Las convenciones sirven de línea caliente a los resultados científicos que aún no se han elaborado formalmente para su presentación a un journal (revista especializada) y que, por tanto, aún no han atravesado el exigente filtro de la revisión por pares. Por este motivo siempre es esencial que la información sobre ciencia detalle sus fuentes, en especial si se trata de resultados aún sin publicar (algo frecuente en este blog y que siempre se vocea claramente para quien quiera escucharlo).

Pero asumiendo que los resultados sean intachables, aún queda otra piedra en el zapato: si los investigadores enviaran estos datos para tratar de presentarlos en Nature, posiblemente no se cuestionarían sus estándares científicos; en cambio, me da en la nariz que los editores de una revista tan exclusiva como la británica preguntarían: «So what?«. Y es que los resultados no aportan ninguna novedad, nada que no se supiera ya sobradamente. De hecho, los mismos investigadores han presentado en el congreso datos similares relativos a anteriores misiones a Marte, incluidas las sondas Viking enviadas en 1976, y que no hacen sino confirmar lo que ya entonces se comprobó y es de dominio público: las naves espaciales que se posan en otros planetas lo hacen bastante limpitas, pero nunca estériles. Llevamos enviando microbios a Marte desde 1971, cuando las soviéticas Mars 2 y 3 tocaron por primera vez el suelo marciano, respectivamente destazándose contra él y besándolo suavemente.

Aunque los artefactos con destino al espacio se ensamblan en las llamadas salas blancas y sus piezas se someten a tratamientos de esterilización, esto no implica que queden libres de todo polvo y paja microbiológicos, algo que en la práctica es casi imposible. Los protocolos establecen un nivel máximo de carga microbiana tolerable, que en el caso de la NASA y tratándose de mundos potencialmente habitables, como Marte, es de 300.000 células viables en toda la superficie de la nave. Esta población microbiana es insignificante comparada con los millones de microorganismos que contiene un solo gramo de suelo terrestre; pero al fin y al cabo, es una población microbiana.

Es cierto que el problema se agranda cuando, además, los protocolos de esterilización no se respetan. En 2011 se divulgó la noticia de que el ensamblaje del Curiosity violó los llamados procedimientos de protección planetaria. Según publicó entonces Space.com, el problema fue una caja estéril que contenía tres piezas de un taladro y que solo debía abrirse en destino para que el brazo del robot las montara en la cabeza perforadora. Por razones que la información no detallaba, alguien abrió la caja y montó una de las piezas en su ubicación definitiva sin que la NASA fuera advertida de ello hasta que ya era demasiado tarde. La responsable de protección planetaria en la agencia estadounidense, Catharine Conley, restó importancia al incidente, asegurando que el Curiosity viajó «más limpio» que ningún otro robot enviado a Marte desde el programa Viking. Además, resaltó Conley, el diseño de esta misión tuvo en cuenta que el lugar de aterrizaje no albergara hielo al menos hasta un metro de profundidad bajo el suelo, para minimizar el riesgo de contaminación por la perforadora.

Para controlar la carga microbiana de las sondas, los científicos muestrean las superficies del aparato y de la sala de ensamblaje con bastoncillos de algodón, que después se llevan al laboratorio para cultivar los microorganismos presentes e identificarlos por su ADN. Los trabajos presentados en el congreso de la ASM son el resultado de la colaboración entre varias instituciones de EE. UU. dirigidas por la Universidad de Idaho y el Grupo de Biotecnología y Protección Planetaria del Laboratorio de Propulsión a Chorro de la NASA, que llevan años analizando la carga biológica de las sondas espaciales. En el caso del Curiosity, se identificaron 377 especies de bacterias, la mayoría relacionadas con el género Bacillus, muchas de las cuales tienen la capacidad de enquistarse en esporas para resistir condiciones adversas. Los resultados, resumidos en dos comunicaciones (una y dos), indican que 19 de las especies identificadas son capaces de crecer sin oxígeno aprovechando sustratos existentes en Marte, como el perclorato y el sulfato. Las bacterias fueron sometidas a condiciones de desecación, radiación ultravioleta C, alta salinidad y bajas temperaturas. El 11% fueron capaces de soportar múltiples condiciones extremas. «El estudio ayudará a estimar si los microorganismos terrestres suponen un riesgo de contaminación que podría interferir en una futura detección de vida y en las misiones de retorno de muestras», escriben los investigadores en su presentación.

Los científicos presentan también nuevos trabajos que analizan la carga microbiana de misiones anteriores, como los rovers gemelos Opportunity y Spirit y las sondas Viking (estudios uno y dos).  Los resultados fueron parecidos, con 318 microbios identificados en las muestras de los rovers, en su mayoría Bacillus, y una presencia importante de estafilococos, que no forman esporas. De un total de seis misiones a Marte que cubren los últimos 40 años, los investigadores han reunido una colección de 3.500 cepas, de las cuales han identificado 1.322. El 60% corresponden a Bacillus y otros formadoras de esporas, y el 40% restante a Staphylococcus y otras especies no esporulantes. Los investigadores aclaran que todos estos resultados confirman los estudios más rudimentarios practicados con las muestras de las Viking en la época de su lanzamiento, cuando aún no se habían desarrollado las técnicas de secuenciación genómica. Por último, tampoco difieren sustancialmente de lo que anteriormente ya se había demostrado para el caso de Phoenix, el robot estático que analizó exitosamente un entorno cercano al polo norte marciano en 2008. En algunos casos se descubren nuevas especies bacterianas, como el Paenibacillus phoenicis, nombrado en recuerdo de Phoenix.

Con todo lo anterior, quizá ya estemos en condiciones de responder a la pregunta: ¿hemos contaminado Marte? No cabe duda de que ciertos microbios pueden sobrevivir a los viajes espaciales. Los estudios llevados a cabo en la Estación Espacial Internacional que reseñé recientemente demostraban que algunas esporas de Bacillus pueden resisitir un año y medio en el espacio. En cuanto a Marte, es un planeta habitable, pero solo para ciertas formas de vida que en la Tierra consideramos extremófilas, capaces de sobrevivir en entornos invivibles para el resto: sequedad, alcalinidad, temperaturas gélidas, radiaciones letales y una presión atmosférica en torno a los 8 milibares, frente a los más de mil en la Tierra. Hace cuatro años, un equipo de científicos de la Universidad de Florida demostró que la humilde Escherichia coli, una familiar bacteria intestinal y el microbio más utilizado en los laboratorios de todo el mundo, es capaz de sobrevivir en una cámara de simulación de condiciones marcianas durante al menos una semana. Pero una cosa es sobrevivir y otra crecer y multiplicarse, y esto último debería producirse para que podamos hablar de una verdadera contaminación. Y aún no se ha demostrado que se reúnan todos los factores necesarios para ello.

Esto no implica que no existan microbios terrestres capaces de prender y medrar en Marte: también en la reunión de la ASM, otro grupo de investigadores de la Universidad de Arkansas ha propuesto en dos estudios (uno y dos) que los metanógenos, microbios del grupo de las arqueas muy comunes en la Tierra, que viven sin oxígeno, producen gas metano e incluyen especies extremófilas, pueden crecer en condiciones que simulan el ambiente de Marte. «Los metanógenos podrían habitar el subsuelo de Marte», concluyen los investigadores. Pero dadas las condiciones de vida que requieren estos microorganismos, para ellos sería más letal el paso por la sala blanca que el cómodo entorno marciano.

Aun así, parece que es una simple cuestión de tiempo. El Tratado del Espacio Exterior (OST), un acuerdo de adhesión voluntaria que regula el marco ético de actuación más allá de la órbita terrestre, establece que los países serán responsables de cualquier perjuicio y que deberán evitar toda «contaminación dañina». Pero el OST es un instrumento de Naciones Unidas que vincula a los estados, y a corto plazo la primera misión tripulada que podría alcanzar el planeta vecino y contaminarlo irremisiblemente no es una iniciativa pública sino privada, la del controvertido proyecto Mars One; la organización que la promueve no está en absoluto obligada por el OST.

Por otra parte, falta definir qué entendemos por contaminación dañina. A modo de ejemplo, suele plantearse la hipótesis de que en un futuro se detecte algún signo de vida en muestras marcianas. La NASA planea lanzar en 2020 una sonda robótica destinada a recoger material de Marte que sería transportado a la Tierra por misiones posteriores aún sin concretar. De producirse una contaminación, los científicos podrían encontrar microbios en las rocas marcianas que en realidad no fueran nativos del planeta vecino, sino emigrantes terrícolas de vuelta en casa. La situación es análoga a lo que sucede cuando se detectan indicios de microorganismos en meteoritos caídos en la Tierra. Hasta ahora, ha sido fácil determinar que se trataba de contaminaciones terrestres, salvo en los casos de restos inconcluyentes como los presuntos microfósiles del meteorito marciano ALH84001. Pero incluso suponiendo que la evolución hubiera seguido caminos tan paralelos en la Tierra y Marte que fuera imposible discernir entre microbios locales y visitantes, la conclusión final es que estamos ante un dilema de prioridades: ¿preferiremos abrir Marte a la experiencia humana y aceptar la inevitable contaminación, o mantener sus condiciones prístinas sin pisarlo jamás y convertirlo en el santuario natural más restrictivo del universo, donde ni siquiera los científicos que lo estudien tengan permitido el acceso? Vamos, que ni el Monte de El Pardo

Cómo gestionaremos Marte, o el nacimiento de la ecología interplanetaria

No es que me guste citarme a mí mismo, aunque reconozco que los lectores habituales de este blog que no me conozcan tienen todo el derecho a pensarlo, pues no es la primera vez que me refiero aquí a mi último libro. Si a alguien le molesta (ya se sabe, en internet todo molesta a alguien), pido disculpas de antemano. Pero desde que escribí Tulipanes de Marte han ocurrido cosas, como el anuncio del proyecto de asentamiento permanente en Marte Mars One, que en mi opinión merece la pena desbrozar y diseccionar aquí, y que tienen un paralelismo en la novela (que es previa a Mars One, algo en lo que siempre insisto, y que a pesar de todo no es una historia de ciencia-ficción, sino simplemente una novela huérfana de géneros tejida sobre una trama de fondo científico).

Una de las cuestiones planteadas es cómo se abordará la gestión de Marte cuando finalmente sea un territorio al alcance de nuestros dedos, algo que ocurrirá más tarde o más temprano, con Mars One o sin él. En la novela, el proyecto de colonización del planeta vecino es obra de un científico e ingeniero que, bajo una fachada de puro pragmatismo racionalista, esconde un fondo idealista forjado en su infancia y del que nunca logrará desprenderse. Fruto de esta personalidad contradictoria es su enfoque de plantear la futura sociedad marciana como una utopía cientificista con reminiscencias del Hombres como dioses de Wells o de El fin de la infancia de Clarke, o incluso de La isla, la última novela de Huxley que el autor escribió como reflejo simétrico de la distópica Un mundo feliz.

Ilustración del proyecto Mars One.

Ilustración del proyecto Mars One.

Sam Waitiki, el personaje de Tulipanes, quiere que Marte alumbre un reinicio de la comunidad humana, un nuevo comienzo basado en criterios sociales, económicos, políticos y filosóficos diferentes a los que gobiernan la sociedad terrestre: un mundo auténticamente equitativo y libre, regido por la ciencia y la tecnología, que rompa todos sus vínculos con la roca mojada para no arrastrar los errores del pasado. Como declaración de intenciones, tanto el proyecto como el primer colono reciben el nombre de M (de Marte), uno de los primeros sonidos que suelen aprender los bebés, un fonema que –hasta donde yo sé– existe en todas las lenguas, una designación desligada de toda referencia nacional o cultural. La persona que asume este papel es (teóricamente) seleccionada por toda la humanidad a través de un concurso públicamente difundido, y renunciará a sus raíces y a su nacionalidad de origen para considerarse simplemente ciudadano marciano.

Aún es temprano para que cuestiones como esta se conviertan en un serio asunto de debate que interese a nadie, pero es previsible que esto suceda si prospera la propuesta de Mars One o alguno de los otros proyectos que persiguen objetivos similares. Por el momento, comienza a surgir alguna punta de lanza. El astrobiólogo y meteorólogo Jacob Haqq-Misra, del Blue Marble Space Institute of Science, en Seattle (EE. UU.), ha escrito un ensayo disponible en la web arXiv.org y destinado a un concurso abierto bajo el lema «¿Cómo debería la humanidad conducir el futuro?«. En su artículo, titulado El valor transformador de liberar Marte, Haqq-Misra propone que «liberemos Marte de todo interés terrestre con afán de control y permitamos a los asentamientos marcianos que se desarrollen hacia un segundo e independiente ejemplo de civilización humana», para que así el planeta rojo sirva como «banco de pruebas y punto de comparación mediante el cual aprendamos nueva información sobre el fenómeno de la civilización». «En lugar de desarrollar Marte a través de una serie de colonias corporativas y gubernamentales, conduzcamos el futuro liberando Marte y abrazando el concepto de ciudadanía planetaria», agrega.

En realidad, y pese a que hasta ahora no haya sido de gran aplicación, la iniciativa de establecer un marco jurídico de actuación allí donde no llegan las leyes humanas es una vieja idea. El Tratado del Espacio Exterior (Outer Space Treaty, OST), promulgado en 1967 con motivo de la carrera espacial entre Estados Unidos y la Unión Soviética, establecía principios como la no militarización, el uso pacífico y la no soberanía sobre recursos o ubicaciones del espacio exterior (lo que no incluye la órbita terrestre). Auspiciado por la Oficina de las Naciones Unidas para los Asuntos del Espacio Exterior, el tratado es de adhesión voluntaria y ha sido firmado por más de cien países.

En su artículo, Haqq-Misra se apoya en el OST como punto de partida, pero sugiere superarlo en favor de un enfoque diferente. Mientras que este acuerdo internacional postula la no soberanía de ninguna nación sobre tierras marcianas, siguiendo el modelo que el Tratado Antártico había introducido en 1961, el astrobiólogo propone que el nuevo territorio sí tenga dueños: los propios colonos marcianos, que deberían renunciar a su ciudadanía terrestre. El objetivo es evitar la repetición de los colonialismos del pasado, que imponían regímenes injustos seguidos por procesos traumáticos de descolonización, y comenzar algo en Marte con tabla rasa: «deberíamos decidir sobre la liberación de Marte antes de que lleguen los primeros exploradores humanos», escribe el científico.

Claro que la propuesta de Haqq-Misra peca, como la de Sam Waitiki, de un exceso de optimismo. Una cosa es que los futuros marcianos «no representen a intereses terrestres y no puedan adquirir bienes en la Tierra», o que «ningún terrícola posea o reclame propiedad sobre terrenos en Marte». Pero que «los gobiernos, corporaciones e individuos de la Tierra no puedan comerciar con Marte», entendido en su sentido más amplio, elimina probablemente la probabilidad de que tales asentamientos lleguen jamás a existir. Además, el modelo requeriría que Marte alcance el estatus de «sociedad autosuficiente», lo que parece un objetivo muy lejano.

Con todo, el esfuerzo pionero de Haqq-Misra acierta al desplazar el foco del OST, promovido originalmente por las dos potencias entonces en liza y por Reino Unido y que, como producto de su tiempo, respira Guerra Fría por los cuatro costados, centrándose principalmente en la no militarización. Hoy parece más preocupante la posible explotación de los recursos, en especial cuando las compañías privadas se han unido a la nueva encarnación de la carrera espacial, lo que era impensable en la década de los sesenta.

Esto último no solo afecta a la apropiación de tales recursos, sino también a la explotación en sí. En los años sesenta tampoco se había desarrollado aún la conciencia medioambiental, que en las últimas décadas ha evolucionado además para convertirse en un contenedor ideológico que extiende sus implicaciones a la organización más general de la sociedad. En Tulipanes introduzco un movimiento ficticio llamado Manos Fuera (Hands Off) que representa la oposición al Proyecto M, la corriente que rechaza la ocupación de otros planetas por sus previsibles consecuencias económicas y ecológicas.

Ya, ya, voy a ello. Alguien habrá saltado de inmediato con la última palabra del párrafo anterior, al aplicar el término ecología a Marte. Hasta donde sabemos, es un planeta muerto. No hay ecosistemas. Y sin embargo, la ecología marciana, o la posibilidad de ella, es otro asunto que está empezando a tomar forma en el ámbito científico. Prueba de ello es una serie de tres estudios (a saber, uno, dos y tres) recientemente publicados en la revista Astrobiology y que son el resultado de experimentos realizados a bordo de la Estación Espacial Internacional (ISS) con la participación de varias instituciones de Europa y EE. UU., entre ellas la NASA y el Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (INTA) en Torrejón de Ardoz (Madrid).

Marte, ¿planeta muerto o ecosistema virgen? Solapamiento de imágenes de un valle marciano obtenidas por el robot 'Curiosity' en enero de 2014. NASA / JPL-Caltech / MSSS.

Marte, ¿planeta muerto o ecosistema virgen? Solapamiento de imágenes de un valle marciano obtenidas por el robot ‘Curiosity’ en enero de 2014. NASA / JPL-Caltech / MSSS.

Los aparatos que viajan al espacio son montados en condiciones de esterilidad, para lo cual se emplean procedimientos estándar de laboratorio como filtros de partículas en la ventilación, radiación ultravioleta y peróxido de hidrógeno (agua oxigenada). De este modo se intenta minimizar su carga microbiana, para evitar un posible crecimiento de microorganismos en las tripas de la sonda que dañe sus componentes. Pero en el caso de un artefacto enviado a Marte, el problema adquiere un significado especial. Marte posee una atmósfera; tenue e irrespirable para nosotros, pero en la que ciertos microbios terrestres extremófilos –adaptados a condiciones extremas– podrían sobrevivir. Desde hace tiempo preocupa a los científicos el hecho de que una posible contaminación biológica provocada por una sonda en Marte no solo dificultaría distinguir si un eventual microorganismo encontrado allí es nativo o un invasor terrícola, sino que, si en efecto existiera vida microbiana en aquel planeta, una especie terrestre podría colonizar su hábitat y provocar su extinción.

Los tres estudios de Astrobiology demuestran que la supervivencia de ciertas formas de microorganismos a los viajes espaciales puede ser mucho mayor de lo que se sospechaba. Utilizando una instalación de la ISS que somete a las muestras introducidas a las condiciones del espacio exterior o a ambientes similares al marciano, los investigadores han descubierto que las esporas de los microbios Bacillus subtilis y Bacillus pumilus son capaces de permanecer viables durante un año y medio. En algunos casos fue preciso apantallar la radiación ultravioleta del Sol, pero no es difícil que pasajeros como estos montados en una nave espacial con destino a Marte encuentren huecos oscuros en los que ocultarse durante la travesía.

Pero eso no es todo. Si prosperan proyectos como el de Mars One u otros similares, tales misiones llevarán una carga de imposible esterilización: esos pesados sacos de microbios conocidos como seres humanos. Parece difícil pensar que una misión tripulada de permanencia o larga estancia en Marte no termine contaminando el entorno local con microorganismos terrestres, y parece aún más complejo prever las consecuencias de esto. Nace así, o nacerá, la ecología marciana. Quizá cuando estos asuntos pasen del terreno teórico al práctico veamos la fundación de la versión real de Manos Fuera. Y con ello, surgirá un encendido debate sobre cómo los humanos vamos a poder gestionar un segundo planeta sin repetir los errores del primero.

El ecologismo no debe caer en la trampa animalista

Hace siete años, cuando entre unos cuantos lanzamos al espacio de la prensa la sección de Ciencias del finado diario Público, nos sobrevoló peligrosamente la intención de que nos cargáramos a la espalda las noticias sobre animalismo, como parte de la información de Medio Ambiente. A tal despropósito nos opusimos en bloque. El animalismo, el de temperatura templada, es algo plenamente respetable, pero no es ecologismo, ni mucho menos ecología. Como fenómeno social, su lugar debía estar entre el resto de asuntos de sociedad, como educación, sanidad o igualdad. En lo que respecta al animalismo febril, el que antepone la declaración de derechos del cangrejo a la conservación de los ecosistemas, en una sección de Ciencias el único enfoque válido podía ser el de denuncia… del animalismo. Finalmente se impuso la cordura, y el animalismo se fue a la sección de sociedad.

La bióloga estadounidense Rachel Carson, considerada una de las fundadoras del ecologismo moderno. FWS.

La bióloga estadounidense Rachel Carson, considerada una de las fundadoras del ecologismo moderno. FWS.

Compadecerse del sufrimiento de un animal es una emoción loable, y batallar contra el ahorcamiento de galgos y el ahogamiento de cachorros es una causa noble. La preocupación por los animales criados en la sociedad humana y abandonados por la sociedad humana dignifica a la sociedad humana. Pero nada de esto tiene que ver con la conservación medioambiental. El movimiento ecologista moderno nació en la naturaleza y en la ciencia, llevando el medio ambiente a la cultura urbana a través de pioneros como Rachel Carson, Paul Ralph Ehrlich, Aldo Leopold y otros, pensadores y naturalistas con zapatos científicos que lograron colar el desajuste entre población, progreso y sostenibilidad ambiental (en términos actuales) en el debate político y social de los países desarrollados. En cambio, el movimiento contemporáneo por los derechos de los animales es un producto netamente urbano, impulsado desde ámbitos filosóficos y jurídicos, nacido de la humanización de las relaciones entre las personas y sus mascotas, y extendido al conflicto más general entre el ser humano y el resto de las especies que coinciden con nosotros en esta roca mojada que llamamos Tierra.

Animalismo y ecologismo son cosas diferentes, causas diferentes con orígenes y fines diferentes, y a menudo mutuamente excluyentes, por mucho que se hayan mezclado en un mistificador batiburrillo debido, supongo, a varias causas. Entre estas, destaca el esfuerzo de ciertos movimientos por aunarlos en lo que consideran un espacio ideológico común, una corriente que se cuelga de la creciente adopción de militancias partidistas por parte de las organizaciones ecologistas. Pero tratar de fundir ecologismo y animalismo por el hecho de que ambos tienen algo que ver con los animales es una aberración semejante a aunar a bebedores y abstemios porque todas las bebidas contienen agua. Y como voy a explicar, esto tiene un efecto devastador sobre el ecologismo, ya que contamina lo que debería ser una causa transversal, convirtiéndola en un arma arrojadiza más para alimentar un eterno clima de frentismo político desde una ilusión de permanente clandestinidad. Y la ciencia (la ecología que nutre, o debería nutrir, el ecologismo) no puede dejarse engatusar por esta trampa.

Como ejemplo de los perjuicios de esta contaminación, voy al origen de los tiempos de la biología actual: la publicación de El origen de las especies de Darwin. En el momento en que un sector ideológico, el de las Iglesias cristianas, interpretó aquella teoría científica como un ataque directo a los fundamentos de su institución, se desató una postura cerril destinada no ya a negar, sino a desconocer deliberadamente cualquier evidencia científica. Pero por mucho que se pueda achacar a las Iglesias de entonces (y a algunas de ahora) una actitud hostil hacia el descubrimiento científico, la ciencia pierde su inocencia y su credibilidad cada vez que un postulado científico es enarbolado como ariete ideológico. La ciencia es inocente, y mantener esta inocencia es esencial si se pretende que sus descubrimientos influyan de forma coherente en el rumbo del progreso social independientemente de gobiernos, corrientes, ideologías o coyunturas políticas. Personajes como el excéntrico excientífico Richard Dawkins, reconvertido en feroz apóstol del ateísmo, hacen un flaco favor a la ciencia al convertirla en una opción ideológicamente excluyente y, por tanto, en algo opinable, que puede tomarse o dejarse.

La ciencia no es infalible, ni establece verdades absolutas, ni demuestra nada, sino que mantiene constantemente la posibilidad de refutación, algo clave en el método científico. Pero esto no significa que sea opinable, al menos sin utilizar los mismos instrumentos que la ciencia emplea. Los resultados científicos, sobre todo cuando se acumulan repetidamente en apoyo de una hipótesis concreta, ofrecen un sustento a una comprensión de la realidad que supera con mucho el grado de verdad ofrecido por cualquier razonamiento filosófico o político. La ciencia es refutable, pero solo por la ciencia.

Como ocurrió con el conflicto por el darwinismo, en las últimas décadas otro asunto científico se ha convertido en bandera ideológica: el cambio climático. Igual que en el ejemplo de Dawkins, el hecho de que organizaciones ecologistas hayan asumido una filiación política partidista, ligando la causa ecologista (avalada por una realidad científicamente objetiva) a un paquete ideológico integrado, al mismo nivel, por otras causas subjetivas de lo más variopintas, transmite el mensaje erróneo de que el cambio climático es algo opinable. Esto ofrece la oportunidad a los sectores más conservadores de sostener un escepticismo que carece de todo fundamento científico, pero que en cambio es propagandísticamente muy sólido, lo que convierte en absurdo juego de esgrima política algo que debería ser una prioridad mundial para todos los gobiernos de cualquier color.

Creo que así se comprende de dónde nace la equivocada fusión de animalismo y ecologismo en la percepción popular. Pero al tratarse de una causa ideológica y subjetiva, la aproximación del animalismo y su colonización de ciertas organizaciones ambientalistas dañan la credibilidad de la ecología, la ciencia que sustenta el ecologismo. Denunciar que las ballenas dejarán de existir si persiste el ritmo de destrucción de los ecosistemas marinos no es opinable ni subjetivo. Defender que es lícito agredir a los trabajadores de los buques balleneros y poner en riesgo su seguridad sí lo es, por más que su trabajo pueda resultar incluso más antipático que el de los telepelmazos de Jazztel, que probablemente tampoco han encontrado otro medio más digno de ganarse la vida sin molestar.

Activistas del Frente de Liberación Animal con dos cabras rescatadas de un laboratorio en Reino Unido en 2006. ALF.

Activistas del Frente de Liberación Animal con dos cabras rescatadas de un laboratorio en Reino Unido en 2006. ALF.

Llegamos así al más allá del animalismo, mi favorito, donde este movimiento pierde toda su respetabilidad. Entre la posmodernidad y la seudocultura New Age, en las últimas décadas ha venido creciendo un animalismo extremista caracterizado por la misantropía y la autoexculpación. Los extremistas del animalismo introducen el concepto de especismo o discriminación de especies, pero los criterios sobre a qué especies colocar al mismo nivel son, obviamente, de una subjetividad brutal. ¿Cuál es la frontera? ¿La capacidad de experimentar dolor, como algunos proponen? Los nociceptores, o receptores de dolor de las neuronas sensoriales, están presentes desde el ser humano hasta los invertebrados como los insectos, e incluso se han documentado en el Caenorhabditis elegans, un gusano nematodo de un milímetro de longitud. Dado que es probable que al menos algunos parásitos multicelulares de los humanos posean estos receptores, desde el animalismo extremo podría razonablemente llegar a discutirse qué vida vale más: la de la persona enferma o la de sus parásitos.

Al mismo tiempo, los animalistas extremos suelen abrazar opciones –como el veganismo– con las que se consideran autoexculpados de aquello que vilipendian, una actitud vana y pueril que comparten con cierto falso ecologismo. Es obvia la contradicción entre el uso de cualquier medicamento y la oposición a la experimentación con animales. Pero hay otros ejemplos más sutiles: estos movimientos suelen hacer un uso intensivo de los medios digitales. Y a no ser que carguen sus móviles, portátiles y tablets exclusivamente a base de fuerza de voluntad, ningún usuario puede considerarse inocente del cambio climático, ya que hoy las tecnologías de la información consumen el 10% de la energía de todo el mundo, un 50% más que el sector global de la aviación y un total equivalente al que en 1985 se dedicaba a la iluminación del planeta. Así que no basta con viajar en bicicleta: la única opción congruente en su caso sería renunciar también al uso de la tecnología.

Por razones como las anteriores, el animalismo extremista resulta ridículo por la ramplonería y el escaso calado intelectual de sus planteamientos, basados en poco más que una instántanea reacción pavloviana de vómito cada vez que se aborda la complicadísima relación del ser humano con la naturaleza, y en una constante acusación a todos los estúpidos que habitaron este mundo antes que ellos y que se equivocaron tanto para contribuir con su ensayo y error a que ellos, hoy, sean tan listos. A estos les recomiendo vivamente que, en coherencia con sus postulados, visiten este enlace y se apunten al Movimiento para la Extinción Voluntaria de la Humanidad, una iniciativa que habría divertido enormemente al mismísimo Darwin, puesto que extinguirá únicamente la parte de la humanidad que está de acuerdo con dicha extinción, eliminando así sus genes del conjunto general.

Están aquí 2: las invasiones biológicas también matan

No es una pulga cualquiera, sino un arma mortal: 'Xenopsylla cheopis' infectada por la bacteria de la peste, 'Yersinia pestis', después de picar a un ratón inoculado. El crecimiento de la bacteria en el tubo digestivo de la pulga le impide tragar y así regurgita sangre infectada sobre el hospedador. CDC/Dr. Pratt.

No es una pulga cualquiera, sino un arma mortal: ‘Xenopsylla cheopis’ infectada por la bacteria de la peste, ‘Yersinia pestis’, después de picar a un ratón inoculado. El crecimiento de la bacteria en el tubo digestivo de la pulga le impide tragar y así regurgita sangre infectada sobre el hospedador. CDC/Dr. Pratt.

En 1346, marmotas asiáticas y sus pieles fueron importadas a Europa desde Mongolia para fabricar gorros destinados a aliviar los rigores del invierno. Pero estos mamíferos no viajaron solos. Como polizones ocultos en el caballo de Troya de su pelaje, también desembarcó en el continente europeo una legión de pulgas orientales que siglos más tarde serían descubiertas para la ciencia en Egipto y que recibirían un honroso nombre en honor al faraón de la Gran Pirámide, Xenopsylla cheopis. Pero las pulgas tampoco viajaron solas. Como polizones camuflados en el caballo de Troya de su organismo, con ellas llegó una especie bacteriana que, desde los puertos italianos, en menos de cinco años acabaría con un tercio de la población europea: Yersinia pestis, la peste negra.

Cuando hablamos de especies invasoras, no nos referimos solamente a cangrejos o cotorras cuyos efectos preocupan a ecólogos y ecologistas de verdad, cuyas quejas irritan a ecologistas de mentirijilla (fundamentalistas animalistas y autoodiadores del género humano en general). La peste negra, la malaria, la viruela, la gripe aviar, el cólera, el SARS (Síndrome Respiratorio Agudo Severo) o incluso el sida, todas ellas están causadas por patógenos que se han extendido por el globo desde sus regiones natales. De hecho, todas las enfermedades infecciosas humanas lo han hecho así, la mayoría desde el Viejo Mundo al Nuevo –tal vez por un uso histórico más prolongado de la ganadería–. Aunque los confiados europeos y norteamericanos no seamos conscientes de ello, la bacteria del cólera (Vibrio cholerae) se ha detectado repetidamente en tanques de agua de lastre de buques procedentes de regiones tropicales al atracar en puertos de países templados.

Mosquito tigre, 'Aedes albopictus'. James Gathany, CDC.

Mosquito tigre, ‘Aedes albopictus’. James Gathany, CDC.

En muchos casos, la invasión de los patógenos invisibles viene propiciada por la expansión de especies que actúan como vectores o facilitadores, tal como ocurrió con las marmotas y las pulgas en la peste medieval. El mosquito tigre (Aedes albopictus), que en los últimos años se ha extendido sobre todo en Cataluña, puede transmitir 22 virus diferentes. Para ello solo se requiere que el azar lleve a uno de estos insectos a beber la sangre de una persona infectada, una improbable casualidad que en 2007 provocó una pequeña epidemia de fiebre Chikungunya en Italia. La mosca negra (simúlidos), vector potencial de la ceguera de los ríos (oncocercosis) y otras enfermedades graves, y que en el mejor de los casos deja como regalo un destrozo sangrante en la piel, se ha adueñado de la cuenca del Ebro, pero doy fe personalmente de que también existe en Madrid, al menos en el entorno de Torrelodones.

«El número de especies invasoras registradas que directamente causan serios riesgos a la salud humana es muy superior a cien, y este número aumentará inevitablemente en el mundo cada vez más globalizado en el que vivimos», señalan a Ciencias Mixtas los ecólogos de la Universidad de Florencia (Italia) Giuseppe Mazza y Elena Tricarico, coautores de una revisión sobre especies invasoras peligrosas que se publica en un número especial sobre invasiones biológicas de la revista Ethology Ecology & Evolution, del que ya hablé aquí hace unos días. En su estudio, Mazza, Tricarico y sus colaboradores describen los riesgos para la salud humana asociados a la introducción de especies, «ya que obviamente estos impactos son de gran relevancia inmediata, pero irónicamente se han analizado de forma escasa», sostienen los investigadores. El repaso de los casos registrados en la literatura científica permite a los científicos clasificar las amenazas en cuatro categorías: especies que causan enfermedades; que exponen a los humanos a picaduras, biotoxinas, alergenos o intoxicaciones; que facilitan enfermedades, heridas o la muerte; y que infligen otros efectos negativos sobre la subsistencia humana.

¡Peligro, perejil gigante! La savia de esta planta ('Heracleum mantegazzianum'), que aún no ha llegado a España, es fototóxica y bajo la luz del sol provoca graves daños en piel y ojos. Frank Schwichtenberg/CreativeCommons.

¡Peligro, perejil gigante! La savia de esta planta (‘Heracleum mantegazzianum’), que aún no ha llegado a España, es fototóxica y bajo la luz del sol provoca graves daños en piel y ojos. Frank Schwichtenberg / CreativeCommons.

En la segunda categoría descrita por los biólogos no solo fichan los sospechosos habituales como insectos, arañas o serpientes, sino también plantas aparentemente inocentes como el llamado perejil gigante (Heracleum mantegazzianum), nativo del Cáucaso y Asia central y que ha invadido Europa, EE. UU. y Australia. La savia de esta planta, que afortunadamente aún no se conoce en España, ataca la piel y los ojos bajo la acción de la luz solar y puede provocar ceguera permanente. En Alemania se registraron 16.000 afectados en 2003.

En cuanto a la tercera categoría, un caso especialmente aberrante es el de los hipopótamos en Colombia, donde estos animales se han convertido en una plaga a partir de los seis ejemplares que el narcotraficante del cártel de Medellín Pablo Escobar mantenía en su hacienda. Territoriales, poderosos y agresivos en caso de encuentro casual, estos paquidermos protagonizan muchos casos de conflictos entre humanos y fauna, y circula popularmente la leyenda de que en África causan más muertes humanas que ninguna otra gran especie, aunque esta afirmación nunca viene apoyada por fuentes y personalmente no he podido encontrar estadísticas globales y fiables al respecto (y si alguien dispone de ellas, agradeceré la información).

Por último, la cuarta clase incluye especies que destruyen los servicios de los ecosistemas, deteriorando las redes de conducción de agua o arruinando las explotaciones agrícolas, forestales o acuícolas, lo que desemboca en penuria y hambrunas. Un ejemplo es la perca del Nilo (Lates niloticus) introducida en el lago Victoria en la década de los cincuenta para proporcionar una nueva fuente de sustento a los pescadores locales. Las artes de pesca tradicionales de la población no eran aptas para una especie tan voluminosa, lo que terminó concentrando la captura de perca en manos de unos pocos caciques, eliminando así el medio de subsistencia de las comunidades más pobres. Mazza y Tricarico destacan que el impacto de las invasiones biológicas sobre la salud «afecta sobremanera a los sectores más débiles de la sociedad, incluyendo a comunidades que viven en países en desarrollo, niños y ancianos».

Mosca negra (simúlido). Su mordedura no es dolorosa en el momento, pero después se inflama y sangra durante días, a veces dejando una cicatriz permanente. Fritz Geller-Grimm.

Mosca negra (simúlido). Su mordedura no es dolorosa en el momento, pero después se inflama y sangra durante días, a veces dejando una cicatriz permanente. Fritz Geller-Grimm.

Para los biólogos italianos, uno de los factores que promueven las invasiones biológicas y en especial su impacto sobre los colectivos más vulnerables es el cambio climático, que permitirá a especies adaptadas a climas cálidos extender su distribución a regiones templadas, como ocurre con algunas enfermedades infecciosas transmitidas por insectos. Los investigadores advierten de que «los impactos negativos de las especies invasoras probablemente se intensificarán en el futuro próximo debido al aumento de las posibilidades de invasión asociadas al cambio climático y al aumento de las vías de introducción».

Contra todo ello, insisten en la necesidad de aliar legislación y concienciación pública de cara a la prevención. «El Parlamento Europeo ha aprobado recientemente un acuerdo preliminar referente a la nueva propuesta de regulación de la Unión Europea sobre especies invasoras, donde la prevención (por ejemplo, prohibir la introducción de especies reconocidas como altamente invasivas) es un asunto crucial». Como señalaban los investigadores en un comentario en respuesta a un artículo sobre este problema en la web de la revista Nature, «los legisladores deberían tener claro que, aunque destinar fondos al seguimiento de posibles futuras amenazas es difícil de aceptar en un período de crisis económica, la prevención y la detección y respuesta rápidas son mucho más baratas que la lucha contra plagas establecidas. Y, cuando las plagas ya se han extendido, el dinero gastado en controlar las poblaciones invasoras al final ahorrará los costes (incluidos los morales) causados por la pobreza humana, el sufrimiento y la muerte».