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Los astronautas del futuro podrían (y deberían) reciclar sus heces para comer

Suele creerse que los astronautas comen píldoras, lo cual no es cierto. En los primeros vuelos espaciales se experimentó con tubos de pasta alimenticia, cubitos y comida en polvo. De hecho, en aquellos viajes pioneros los expertos ni siquiera estaban seguros de si sería posible comer en el espacio, ya que no sabían cómo la microgravedad podía afectar a la deglución.

La astronauta Sandra Magnus fue la primera que experimentó con la cocina en el espacio. Imagen de NASA.

La astronauta Sandra Magnus fue la primera que experimentó con la cocina en el espacio. Imagen de NASA.

Pero pasados aquellos tanteos iniciales, los astronautas comenzaron a alimentarse con comidas muy parecidas a las que tomamos aquí abajo, y su dieta está vigilada por nutricionistas que se aseguran de su correcta alimentación. No se preparan un solomillo Wellington, pero sí han llegado a experimentar con la cocina.

El principal problema allí arriba es que las cosas flotan, y por lo tanto no se puede echar un filete a una sartén ni hervir un huevo (el vapor no sube), se sustituye el pan por tortillas mexicanas para no crear una nube de migas y la sal viene en forma líquida. Pero comen pollo, ternera, fruta, verduras, pescado, e incluso en algunos casos pizza o hamburguesas. Las raciones preparadas suelen ir en paquetes sellados y deshidratados por comodidad y conservación, pero no por una cuestión de aligerar el peso del agua, ya que todo alimento seco debe rehidratarse, y en el espacio no es posible ir al río a por agua.

Pero todo esto se refiere a la única presencia humana actual en el espacio, la Estación Espacial Internacional (ISS). Y como siempre aclaro aquí, no olvidemos que la ISS, en términos de viajes espaciales, es casi un simulacro; la estación orbita a solo unos 400 kilómetros sobre la Tierra, algo menos de la distancia en AVE entre Madrid y Sevilla, que el tren recorre en unas dos horas y media. La diferencia en el caso de la ISS es que, al poner esos kilómetros de pie, llevar cualquier cosa allí es más complicado por la pegajosa gravedad de la Tierra. Pero recuerden que si todo flota en la ISS no es porque esté tan lejos que escapa del influjo gravitatorio terrestre, ni mucho menos, sino solo porque está continuamente en caída libre, como en esas atracciones de los parques donde te sueltan de golpe y sientes que la sangre se te sube a la cabeza.

Otra cosa muy diferente serían los viajes espaciales de verdad, esos que nunca parecen llegar. Pero si algún día ocurren, ¿cómo se alimentarán sus tripulantes? En el cine de ciencia ficción que se preocupa de estos asuntos, suelen plantearse posibilidades como los cultivos hidropónicos, que se crecen en agua y sin tierra. Esta es una opción real, y de hecho se practica en la ISS.

El astronauta Ed Lu, comiendo con palillos en la ISS. Imagen de NASA.

El astronauta Ed Lu, comiendo con palillos en la ISS. Imagen de NASA.

Pero tengamos en cuenta una realidad física: la materia no se crea ni se destruye, solo cambia de forma. Para que una tomatera produzca un tomate de 100 gramos, esos 100 gramos de materia debe robárselos a su entorno; otra cosa tiene que perder esos 100 gramos. Este es uno de los fallos más habituales en las otras películas de ciencia ficción, las que no se preocupan de estos detalles, y donde los seres crecen aparentemente de la nada.

En la ISS esto no supone un problema, porque los tripulantes reciben periódicamente naves de la Tierra con suministros frescos. Pero en un supuesto viaje interplanetario largo, no digamos ya interestelar, donde no pudiera llevarse toda la comida desde la Tierra y tuviera que fabricarse a bordo, los astronautas producirían sus propios alimentos, comerían, defecarían; si, como se hace en la ISS, expulsaran sus residuos al exterior, poco a poco irían robando materia al hábitat de la nave hasta que no quedara suficiente para seguir sosteniendo la producción de alimentos.

En el espacio abierto no hay materia que pueda recogerse; salvo que encontraran un oasis (como un planeta) donde repostar la química básica necesaria para sus alimentos, sobre todo carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno, fósforo y azufre, la situación sería insostenible. Por supuesto, otro tanto ocurre con el agua. Los viajeros también podrían fabricar su propia agua, pero igualmente necesitarían ir reponiendo su stock de hidrógeno y oxígeno.

Así pues, no les quedaría otro remedio: deberían reciclar sus propias heces para producir alimentos. Por asqueroso que esto pueda parecer, mirémoslo desde un punto de vista estrictamente químico: las heces son materia rica en nutrientes. La mayor parte se compone de bacterias, pero contiene todos esos elementos que los viajeros espaciales no podrían permitirse el lujo de tirar al espacio.

Simplemente, esos átomos y moléculas se encuentran en una forma no utilizable directamente, porque han perdido la energía que podemos extraer de ellos. Los seres vivos somos vampiros energéticos. Al digerir el alimento, le robamos energía (y materia, por supuesto). Para transformar esos residuos otra vez en alimento, simplemente debemos aportarles energía para convertirlos en otras formas moleculares que podamos aprovechar como fuente de energía.

Y por suerte, energía sí la hay en el espacio: hay luz, viento solar, rayos cósmicos, partículas que viajan a alta velocidad… La solución consistiría en cosechar esa energía y utilizarla para recargar las moléculas de las heces, como se recarga una pila, y así convertirlas de nuevo en alimento.

Desde hace años, en la ISS se recicla la orina de los astronautas para producir agua potable, y como conté aquí hace unos meses, en la Tierra también se están probando sistemas con este mismo fin. Lo de las heces llevará más trabajo, pero esta semana se ha publicado un estudio que aporta un sistema completo. No es ni mucho menos autosuficiente ni recicla todos los componentes de las heces sino solo un compuesto concreto, pero es un comienzo.

La astronauta italiana Samantha Cristoforetti explica el funcionamiento del retrete de la ISS. Imagen de ESA.

La astronauta italiana Samantha Cristoforetti explica el funcionamiento del retrete de la ISS. Imagen de ESA.

Los investigadores, de la Penn State University, no han utilizado (aún) heces ni orina, sino un residuo sólido y líquido que se emplea habitualmente para testar los sistemas de reciclaje; algo así como una caca humana industrial. El primer paso de su sistema consiste en utilizar ese residuo como comida para microorganismos; aunque nosotros no podemos alimentarnos directamente de nuestras heces, para muchos microbios son un manjar. Este proceso se llama digestión anaerobia. Es similar al que tiene lugar en nuestro tubo digestivo y se aplica en la Tierra al tratamiento de los residuos.

De esta digestión anaerobia, para la cual el aparato utiliza filtros modificados de los que se ponen en los acuarios, los investigadores cosecharon uno de sus preciados productos: el metano, el componente fundamental del gas natural, que contiene carbono e hidrógeno. El metano se sirve entonces a otro tipo de bacteria que lo usa como alimento y que crece muy a gusto comiéndoselo. Esta bacteria, llamada Methylococcus capsulatus, tiene un 52% de proteína y un 36% de grasa, y todo ello en forma comestible; actualmente se emplea como alimento para el ganado. Y no piensen que comer bacterias continúa siendo algo extraño y repelente; ¿qué si no es el yogur?

Los investigadores han probado su sistema asegurándose de que no crecen bacterias tóxicas, aplicando rangos de pH (acidez/alcalinidad) muy restrictivos y temperaturas altas para que la comida no se estropee. De momento es solo un prototipo y aún está muy lejos de convertirse en un aparato práctico; pero hasta el día en que tengamos naves interestelares, hay tiempo de sobra para desarrollarlo. El director del estudio, el geocientífico Christopher House, dice: «imaginen si alguien pudiera refinar nuestro sistema para poder recuperar un 85% del carbono y el nitrógeno del residuo en forma de proteínas sin tener que utilizar hidropónicos o luz artificial; sería un desarrollo fantástico para los viajes al espacio profundo».

Una hipótesis hace posible el propulsor imposible EmDrive

Prueben a saltar una valla apoyando el pie en sus propias manos. O a empujar un coche desde dentro. Imposible a la par que absurdo, ¿no?

Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo, decía Pappus de Alejandría que dijo Arquímedes a propósito de la palanca. Ese punto de apoyo sirve como interacción del sistema con su exterior. En la palanca es el fulcro, pero si levantamos un peso sin más ayuda, el punto de apoyo son nuestros pies en el suelo.

Muchos siglos después de Arquímedes, Newton dio un sentido físico a lo que el matemático siciliano solucionó como un problema de geometría. En su tercera ley del movimiento, popularmente conocida como ley de acción y reacción, Newton vino a decir que a toda fuerza (acción) se opone otra igual y contraria (reacción).

Cuando levantamos un peso, la fuerza que ejercemos sobre el suelo aumenta. El suelo nos devuelve una fuerza también mayor y nos permite vencer esa resistencia del peso. Pero si tratamos de auparnos sobre nuestra propia mano o empujar el coche desde dentro, no recibimos ese empujón del suelo –nuestro punto de apoyo– que nos permita cambiar el movimiento del objeto que tratamos de mover –nosotros mismos o el coche–.

En términos físicos, esto se expresa con una magnitud llamada cantidad de movimiento, o p (y que se calcula como masa por velocidad, m⋅v). Cuando levantamos un peso, su cantidad de movimiento, que inicialmente es cero, aumenta hasta un valor relacionado con su velocidad. La imposibilidad de empujar el coche desde dentro se explica porque en la interacción entre dos objetos, la p total permanece constante. Y dado que en este caso no hay interacción con el exterior (ese punto de apoyo), por mucho que nos esforcemos no lograremos cambiar p, y por tanto el coche no se moverá ni un milímetro.

Cuando levantamos el peso, el suelo nos detiene. Pero si se trata de dos objetos en movimiento libre, como dos bolas de billar que chocan, el resultado de la colisión es que la suma de sus p después de chocar es la misma que antes. Es un principio universal de la física, la conservación de la cantidad de movimiento. ¿Saben de aquellos juguetes de escritorio que fueron tan populares en los años 70, con varias bolitas suspendidas en fila de manera que, al hacer chocar una contra las demás, la del otro extremo responde moviéndose? Péndulo de Newton; demostración de la conservación de la cantidad de movimiento.

En la física de Newton, la masa de un objeto es una constante que determina la relación entre la fuerza que aplicamos a un objeto y la velocidad que adquiere. Por eso se llama masa inercial; la inercia es lo que hace que una masa, como una bola de billar empujada, continúe moviéndose mientras no haya otra fuerza que la detenga: una mano en su camino o el simple rozamiento con la mesa.

La conservación de p explica también cómo funcionan los reactores. Un avión a reacción se mueve porque expulsa un propelente en sentido contrario a su avance, como cuando soltamos un globo inflado sin anudar. En este caso, la velocidad de la nave y la velocidad a la que se expulsa el propelente están relacionadas a través de las masas de ambos. Y también en este caso, la p total no varía.

A comienzos de este siglo, un ingeniero británico llamado Roger Shawyer comenzó a desarrollar un propulsor conocido como EmDrive, o propulsor de cavidad resonante de radiofrecuencia. Es tan simple como un cono truncado de metal en cuyo interior se hacen rebotar microondas, y esto genera un impulso hacia el extremo más estrecho del cono.

Todo ello sin combustible, sin propelente, sin partes mecánicas móviles, sin nada más que un generador de microondas. Un propulsor inagotable que podría acelerar una nave indefinidamente en un viaje a través de la galaxia por toda la eternidad… Suena bien, ¿no?

El EmDrive. Imagen de SPR.

El EmDrive. Imagen de SPR.

Pero claro, hay una pega. Y es que, por todo lo explicado arriba, se entiende que es completamente imposible que esto funcione: la p del propulsor aumentaría sin que ninguna otra cosa se la ceda, lo que violaría la ley de la  conservación. No hay expulsión de propelente ni ninguna otra fuerza ejercida hacia el exterior del cono. No hay acción y reacción. En resumen, es empujar el coche desde dentro. Con el agravante de que además no hay masas implicadas: las microondas no son otra cosa que luz. Así que es aún más absurdo: ni siquiera es intentar mover el coche desde dentro empujando el volante, sino más bien tratar de hacerlo empujando el volante con el rayo de una linterna. Y la luz no tiene masa.

¿O sí? Escoja usted dos físicos y recibirá dos respuestas diferentes. Para muchos físicos, los fotones (las partículas que forman la luz) simplemente no tienen masa, y punto. Pero otros no están tan de acuerdo: para ellos, el fotón no tiene masa en reposo, pero sí masa inercial. Lo que normalmente entendemos como masa es la masa en reposo. Y dado que un fotón nunca está en reposo, porque siempre se mueve a la velocidad de la luz, lo miremos desde donde lo miremos, no tiene masa en reposo.

Pero aplicando la ecuación de Einstein, E = m⋅c², que relaciona la masa con la energía a través del cuadrado de la velocidad de la luz, al menos algunos físicos le dirán que el fotón tiene una masa inercial teórica, o masa relativística. El fotón tiene una cantidad de movimiento p, que se puede calcular: E = m·c² = m·c·c. Masa por velocidad es p, luego E = p·c. Así que la cantidad de movimiento de un fotón, p, viene dada por su energía E: p = E/c. A su vez, la energía de un fotón se calcula a través de la frecuencia de la onda que lo acompaña, la cual varía inversamente con la longitud de la onda: a mayor frecuencia, menor longitud de onda, y viceversa.

Así, la p de un fotón depende solo de su energía; porque imaginemos lo que ocurre si no es así y suponemos que el fotón tiene masa: si realmente pudiéramos calcular su p como el producto de su masa por su velocidad, obtendríamos que esta no es constante (c), sino que variaría en función de su energía y por tanto de su frecuencia. Es decir, que la luz no viajaría a la velocidad de la luz, sino a una velocidad diferente según su frecuencia (o longitud de onda). Lo cual no parece muy ortodoxo.

Y pese a todo lo anterior, lo imposible ocurre: en los últimos años se ha demostrado que en el EmDrive se produce un pequeño efecto de propulsión. Pequeño, pero no cero, como debería ser. Y esto se ha mostrado no solo una vez, sino seis, en otros tantos experimentos de grupos independientes; uno de ellos trabajando para la NASA, aunque esta agencia no se sienta muy orgulloso de ello. Se ha descartado que sea un efecto del movimiento inducido en el aire, porque funciona también en el vacío. Contra todo pronóstico y contra lo que hoy la física da por sentado, aparentemente el EMDrive funciona. Pero ¿cómo?

Desde hace unos años, un físico de la Universidad de Plymouth llamado Mike McCulloch indaga en un nuevo modelo cosmológico basado en la masa inercial de las partículas. McCulloch tira de un fenómeno teórico compatible con la física relativista y que el canadiense William George Unruh predijo por primera vez en 1976. El llamado efecto Unruh propone que un objeto sometido a aceleración calienta el universo, y que esta temperatura depende de esa aceleración. El efecto es muy pequeño; es decir, que incluso con grandes aceleraciones el aumento de temperatura es minúsculo. Curiosamente, la fórmula a la que Unruh llegó para calcular esta temperatura es la misma que, de forma independiente, Stephen Hawking desarrolló para la radiación emitida por los agujeros negros y que eventualmente llevaría a su evaporación.

Algo que Unruh propuso, pero con lo que muchos físicos no están de acuerdo, es que el efecto Unruh produce una radiación; o sea ondas, con su frecuencia y su longitud. Según la relación de la fórmula de Unruh, con grandes aceleraciones los tamaños de estas ondas son manejables. Pero con aceleraciones muy pequeñas, que corresponden a temperaturas infinitamente minúsculas, lo que sucede es que las ondas comienzan a crecer a tamaños gigantescos, hasta que literalmente no caben en el universo. Y cuando esto ocurre, algo extraño sucede; siempre, claro, si la teoría es correcta: la longitud de la onda salta hasta un valor aceptable. Pero como hemos visto, si cambia el tamaño de la onda, también lo hace la energía, y por tanto la p de la partícula. Lo cual, como ya sabemos, está prohibido.

¿Qué pasa entonces? Para compensar esta diferencia y que p se mantenga constante, como debe ser, lo que ocurre es que cambia la masa inercial de la partícula, y con ello su movimiento. Por este motivo McCulloch afirma que la inercia, un fenómeno que evidentemente existe, pero que aún tiene una justificación física oscura, es consecuencia del efecto Unruh, y que se presenta en valores discretos correspondientes a esos saltos de las ondas. En otras palabras, que la inercia está cuantizada.

McCulloch ha aplicado esta teoría para explicar ciertas anomalías observadas en el movimiento de las sondas espaciales cuando pasan cerca de la Tierra. Es más, a través del efecto Unruh, McCulloch ha llegado a explicar por qué la rotación de las galaxias no las dispersa, algo que suele atribuirse a la presencia de materia oscura que las mantiene unidas. Según la hipótesis de McCulloch, el efecto Unruh explica la expansión cósmica y la cohesión de las galaxias sin necesidad de introducir materia oscura ni energía oscura, dos conceptos teóricos generalmente aceptados, pero no demostrados.

Ahora, McCulloch ha aplicado su teoría al EmDrive, y llega a la conclusión de que el efecto Unruh explica por qué funciona sin violar la conservación de la cantidad de movimiento. En este caso, dice el físico, el universo en el que se mueven las ondas es el cono. Cuando las microondas rebotan a lo largo del EmDrive hacia el extremo ancho, el salto de las ondas más grandes aumenta la masa inercial del fotón y su velocidad, lo que provoca un impulso en sentido contrario para ralentizar el fotón y conservar la cantidad de movimiento. Cuando el fotón se mueve hacia la boca estrecha, se reducen su masa inercial y su velocidad, lo que requiere también introducir una fuerza hacia ese extremo para aumentar la velocidad del fotón y que p permanezca constante. Y de este modo, el propulsor se mueve siempre hacia el extremo más fino, como demuestran los experimentos.

Claro que la explicación de McCulloch aún no convence. La pega fundamental es que la inercia cuantizada de McCulloch es como meter un elefante en el salón: no hay ninguna necesidad de hacerlo, pero una vez que se hace es necesario arreglar todos los destrozos. Al introducir la inercia cuantizada se producen descalabros que hay que arreglar mediante un mecanismo misterioso que no sería necesario proponer de no haber introducido la inercia cuantizada. Como es lógico, muchos físicos se resisten a creer que el fotón tenga una masa inercial cambiante y que un cono de metal sea capaz de hacer variar la velocidad de la luz en su interior.

Y pese a todo, lo más sorprendente es que McCulloch ha calculado las fuerzas que exprimentaría el EmDrive de acuerdo a su teoría, y los resultados se parecen sospechosamente a los valores reales medidos en los experimentos. Lo cual es motivo suficiente para, al menos, conceder a su hipótesis el beneficio de la duda. Algo que pronto podría resolverse: McCulloch ha elaborado también otras predicciones; por ejemplo, cómo habría que cambiar las dimensiones del cono para invertir la fuerza y que el propulsor se moviera hacia la boca ancha. Es de suponer que alguien ya estará poniendo en marcha experimentos como este, lo que tal vez en unos meses podría zanjar de una vez por todas si el EmDrive hace posible lo imposible.

No, no hemos contaminado Marte (pero lo haremos)

"Selfie" del 'Curiosity' tomada en febrero de 2013 en la llanura John Klein, Marte. La imagen es un mosaico de recortes de múltiples tomas (motivo por el cual no aparece el brazo de la cámara). NASA/JPL-Caltech/MSSS.

«Selfie» del ‘Curiosity’ tomada en febrero de 2013 en la llanura John Klein, Marte. La imagen es un mosaico de recortes de múltiples tomas (motivo por el cual no aparece el brazo de la cámara). NASA/JPL-Caltech/MSSS.

Hace un par de días saltó a los medios la noticia de que el robot Curiosity, residente en Marte desde 2012, ha contaminado nuestro barrio vecino enviando allí microbios terrestres sin pretenderlo. La noticia se ha propagado como una gripe virulenta y parece haber encontrado hueco hasta en la hoja parroquial de Vladivostok. Merece la pena desmenuzar más finamente este asunto para situarlo en sus justos términos, especialmente porque días atrás traté aquí la dificultad que entraña explorar otros mundos sin contaminarlos con microbios procedentes de la Tierra que viajen agazapados en las sondas espaciales, sobrevivan a la travesía interplanetaria y puedan cuajar en entornos potencialmente habitables, como el marciano.

Para empezar, hay que detallar la fuente de la que procede la información: al contrario de lo que rebota por ahí de pantalla en pantalla, no se basa en un estudio científico publicado en Nature, sino en una noticia periodística divulgada en la web de esta revista a raíz de varias comunicaciones presentadas en la 114ª reunión anual de la Sociedad Estadounidense de Microbiología (ASM), celebrada esta semana en Boston. Por supuesto, esto último no resta ninguna credibilidad a los datos, presentados en la convención por investigadores de solvencia y tratados con todo el rigor y la profesionalidad por la periodista de ciencia Jyoti Madhusoodanan. Pero no es un estudio publicado en Nature, y hay diferencias importantes: en primer lugar, las comunicaciones presentadas a congresos suelen resumir el trabajo de los investigadores en crudo. Las convenciones sirven de línea caliente a los resultados científicos que aún no se han elaborado formalmente para su presentación a un journal (revista especializada) y que, por tanto, aún no han atravesado el exigente filtro de la revisión por pares. Por este motivo siempre es esencial que la información sobre ciencia detalle sus fuentes, en especial si se trata de resultados aún sin publicar (algo frecuente en este blog y que siempre se vocea claramente para quien quiera escucharlo).

Pero asumiendo que los resultados sean intachables, aún queda otra piedra en el zapato: si los investigadores enviaran estos datos para tratar de presentarlos en Nature, posiblemente no se cuestionarían sus estándares científicos; en cambio, me da en la nariz que los editores de una revista tan exclusiva como la británica preguntarían: «So what?«. Y es que los resultados no aportan ninguna novedad, nada que no se supiera ya sobradamente. De hecho, los mismos investigadores han presentado en el congreso datos similares relativos a anteriores misiones a Marte, incluidas las sondas Viking enviadas en 1976, y que no hacen sino confirmar lo que ya entonces se comprobó y es de dominio público: las naves espaciales que se posan en otros planetas lo hacen bastante limpitas, pero nunca estériles. Llevamos enviando microbios a Marte desde 1971, cuando las soviéticas Mars 2 y 3 tocaron por primera vez el suelo marciano, respectivamente destazándose contra él y besándolo suavemente.

Aunque los artefactos con destino al espacio se ensamblan en las llamadas salas blancas y sus piezas se someten a tratamientos de esterilización, esto no implica que queden libres de todo polvo y paja microbiológicos, algo que en la práctica es casi imposible. Los protocolos establecen un nivel máximo de carga microbiana tolerable, que en el caso de la NASA y tratándose de mundos potencialmente habitables, como Marte, es de 300.000 células viables en toda la superficie de la nave. Esta población microbiana es insignificante comparada con los millones de microorganismos que contiene un solo gramo de suelo terrestre; pero al fin y al cabo, es una población microbiana.

Es cierto que el problema se agranda cuando, además, los protocolos de esterilización no se respetan. En 2011 se divulgó la noticia de que el ensamblaje del Curiosity violó los llamados procedimientos de protección planetaria. Según publicó entonces Space.com, el problema fue una caja estéril que contenía tres piezas de un taladro y que solo debía abrirse en destino para que el brazo del robot las montara en la cabeza perforadora. Por razones que la información no detallaba, alguien abrió la caja y montó una de las piezas en su ubicación definitiva sin que la NASA fuera advertida de ello hasta que ya era demasiado tarde. La responsable de protección planetaria en la agencia estadounidense, Catharine Conley, restó importancia al incidente, asegurando que el Curiosity viajó «más limpio» que ningún otro robot enviado a Marte desde el programa Viking. Además, resaltó Conley, el diseño de esta misión tuvo en cuenta que el lugar de aterrizaje no albergara hielo al menos hasta un metro de profundidad bajo el suelo, para minimizar el riesgo de contaminación por la perforadora.

Para controlar la carga microbiana de las sondas, los científicos muestrean las superficies del aparato y de la sala de ensamblaje con bastoncillos de algodón, que después se llevan al laboratorio para cultivar los microorganismos presentes e identificarlos por su ADN. Los trabajos presentados en el congreso de la ASM son el resultado de la colaboración entre varias instituciones de EE. UU. dirigidas por la Universidad de Idaho y el Grupo de Biotecnología y Protección Planetaria del Laboratorio de Propulsión a Chorro de la NASA, que llevan años analizando la carga biológica de las sondas espaciales. En el caso del Curiosity, se identificaron 377 especies de bacterias, la mayoría relacionadas con el género Bacillus, muchas de las cuales tienen la capacidad de enquistarse en esporas para resistir condiciones adversas. Los resultados, resumidos en dos comunicaciones (una y dos), indican que 19 de las especies identificadas son capaces de crecer sin oxígeno aprovechando sustratos existentes en Marte, como el perclorato y el sulfato. Las bacterias fueron sometidas a condiciones de desecación, radiación ultravioleta C, alta salinidad y bajas temperaturas. El 11% fueron capaces de soportar múltiples condiciones extremas. «El estudio ayudará a estimar si los microorganismos terrestres suponen un riesgo de contaminación que podría interferir en una futura detección de vida y en las misiones de retorno de muestras», escriben los investigadores en su presentación.

Los científicos presentan también nuevos trabajos que analizan la carga microbiana de misiones anteriores, como los rovers gemelos Opportunity y Spirit y las sondas Viking (estudios uno y dos).  Los resultados fueron parecidos, con 318 microbios identificados en las muestras de los rovers, en su mayoría Bacillus, y una presencia importante de estafilococos, que no forman esporas. De un total de seis misiones a Marte que cubren los últimos 40 años, los investigadores han reunido una colección de 3.500 cepas, de las cuales han identificado 1.322. El 60% corresponden a Bacillus y otros formadoras de esporas, y el 40% restante a Staphylococcus y otras especies no esporulantes. Los investigadores aclaran que todos estos resultados confirman los estudios más rudimentarios practicados con las muestras de las Viking en la época de su lanzamiento, cuando aún no se habían desarrollado las técnicas de secuenciación genómica. Por último, tampoco difieren sustancialmente de lo que anteriormente ya se había demostrado para el caso de Phoenix, el robot estático que analizó exitosamente un entorno cercano al polo norte marciano en 2008. En algunos casos se descubren nuevas especies bacterianas, como el Paenibacillus phoenicis, nombrado en recuerdo de Phoenix.

Con todo lo anterior, quizá ya estemos en condiciones de responder a la pregunta: ¿hemos contaminado Marte? No cabe duda de que ciertos microbios pueden sobrevivir a los viajes espaciales. Los estudios llevados a cabo en la Estación Espacial Internacional que reseñé recientemente demostraban que algunas esporas de Bacillus pueden resisitir un año y medio en el espacio. En cuanto a Marte, es un planeta habitable, pero solo para ciertas formas de vida que en la Tierra consideramos extremófilas, capaces de sobrevivir en entornos invivibles para el resto: sequedad, alcalinidad, temperaturas gélidas, radiaciones letales y una presión atmosférica en torno a los 8 milibares, frente a los más de mil en la Tierra. Hace cuatro años, un equipo de científicos de la Universidad de Florida demostró que la humilde Escherichia coli, una familiar bacteria intestinal y el microbio más utilizado en los laboratorios de todo el mundo, es capaz de sobrevivir en una cámara de simulación de condiciones marcianas durante al menos una semana. Pero una cosa es sobrevivir y otra crecer y multiplicarse, y esto último debería producirse para que podamos hablar de una verdadera contaminación. Y aún no se ha demostrado que se reúnan todos los factores necesarios para ello.

Esto no implica que no existan microbios terrestres capaces de prender y medrar en Marte: también en la reunión de la ASM, otro grupo de investigadores de la Universidad de Arkansas ha propuesto en dos estudios (uno y dos) que los metanógenos, microbios del grupo de las arqueas muy comunes en la Tierra, que viven sin oxígeno, producen gas metano e incluyen especies extremófilas, pueden crecer en condiciones que simulan el ambiente de Marte. «Los metanógenos podrían habitar el subsuelo de Marte», concluyen los investigadores. Pero dadas las condiciones de vida que requieren estos microorganismos, para ellos sería más letal el paso por la sala blanca que el cómodo entorno marciano.

Aun así, parece que es una simple cuestión de tiempo. El Tratado del Espacio Exterior (OST), un acuerdo de adhesión voluntaria que regula el marco ético de actuación más allá de la órbita terrestre, establece que los países serán responsables de cualquier perjuicio y que deberán evitar toda «contaminación dañina». Pero el OST es un instrumento de Naciones Unidas que vincula a los estados, y a corto plazo la primera misión tripulada que podría alcanzar el planeta vecino y contaminarlo irremisiblemente no es una iniciativa pública sino privada, la del controvertido proyecto Mars One; la organización que la promueve no está en absoluto obligada por el OST.

Por otra parte, falta definir qué entendemos por contaminación dañina. A modo de ejemplo, suele plantearse la hipótesis de que en un futuro se detecte algún signo de vida en muestras marcianas. La NASA planea lanzar en 2020 una sonda robótica destinada a recoger material de Marte que sería transportado a la Tierra por misiones posteriores aún sin concretar. De producirse una contaminación, los científicos podrían encontrar microbios en las rocas marcianas que en realidad no fueran nativos del planeta vecino, sino emigrantes terrícolas de vuelta en casa. La situación es análoga a lo que sucede cuando se detectan indicios de microorganismos en meteoritos caídos en la Tierra. Hasta ahora, ha sido fácil determinar que se trataba de contaminaciones terrestres, salvo en los casos de restos inconcluyentes como los presuntos microfósiles del meteorito marciano ALH84001. Pero incluso suponiendo que la evolución hubiera seguido caminos tan paralelos en la Tierra y Marte que fuera imposible discernir entre microbios locales y visitantes, la conclusión final es que estamos ante un dilema de prioridades: ¿preferiremos abrir Marte a la experiencia humana y aceptar la inevitable contaminación, o mantener sus condiciones prístinas sin pisarlo jamás y convertirlo en el santuario natural más restrictivo del universo, donde ni siquiera los científicos que lo estudien tengan permitido el acceso? Vamos, que ni el Monte de El Pardo

Cómo gestionaremos Marte, o el nacimiento de la ecología interplanetaria

No es que me guste citarme a mí mismo, aunque reconozco que los lectores habituales de este blog que no me conozcan tienen todo el derecho a pensarlo, pues no es la primera vez que me refiero aquí a mi último libro. Si a alguien le molesta (ya se sabe, en internet todo molesta a alguien), pido disculpas de antemano. Pero desde que escribí Tulipanes de Marte han ocurrido cosas, como el anuncio del proyecto de asentamiento permanente en Marte Mars One, que en mi opinión merece la pena desbrozar y diseccionar aquí, y que tienen un paralelismo en la novela (que es previa a Mars One, algo en lo que siempre insisto, y que a pesar de todo no es una historia de ciencia-ficción, sino simplemente una novela huérfana de géneros tejida sobre una trama de fondo científico).

Una de las cuestiones planteadas es cómo se abordará la gestión de Marte cuando finalmente sea un territorio al alcance de nuestros dedos, algo que ocurrirá más tarde o más temprano, con Mars One o sin él. En la novela, el proyecto de colonización del planeta vecino es obra de un científico e ingeniero que, bajo una fachada de puro pragmatismo racionalista, esconde un fondo idealista forjado en su infancia y del que nunca logrará desprenderse. Fruto de esta personalidad contradictoria es su enfoque de plantear la futura sociedad marciana como una utopía cientificista con reminiscencias del Hombres como dioses de Wells o de El fin de la infancia de Clarke, o incluso de La isla, la última novela de Huxley que el autor escribió como reflejo simétrico de la distópica Un mundo feliz.

Ilustración del proyecto Mars One.

Ilustración del proyecto Mars One.

Sam Waitiki, el personaje de Tulipanes, quiere que Marte alumbre un reinicio de la comunidad humana, un nuevo comienzo basado en criterios sociales, económicos, políticos y filosóficos diferentes a los que gobiernan la sociedad terrestre: un mundo auténticamente equitativo y libre, regido por la ciencia y la tecnología, que rompa todos sus vínculos con la roca mojada para no arrastrar los errores del pasado. Como declaración de intenciones, tanto el proyecto como el primer colono reciben el nombre de M (de Marte), uno de los primeros sonidos que suelen aprender los bebés, un fonema que –hasta donde yo sé– existe en todas las lenguas, una designación desligada de toda referencia nacional o cultural. La persona que asume este papel es (teóricamente) seleccionada por toda la humanidad a través de un concurso públicamente difundido, y renunciará a sus raíces y a su nacionalidad de origen para considerarse simplemente ciudadano marciano.

Aún es temprano para que cuestiones como esta se conviertan en un serio asunto de debate que interese a nadie, pero es previsible que esto suceda si prospera la propuesta de Mars One o alguno de los otros proyectos que persiguen objetivos similares. Por el momento, comienza a surgir alguna punta de lanza. El astrobiólogo y meteorólogo Jacob Haqq-Misra, del Blue Marble Space Institute of Science, en Seattle (EE. UU.), ha escrito un ensayo disponible en la web arXiv.org y destinado a un concurso abierto bajo el lema «¿Cómo debería la humanidad conducir el futuro?«. En su artículo, titulado El valor transformador de liberar Marte, Haqq-Misra propone que «liberemos Marte de todo interés terrestre con afán de control y permitamos a los asentamientos marcianos que se desarrollen hacia un segundo e independiente ejemplo de civilización humana», para que así el planeta rojo sirva como «banco de pruebas y punto de comparación mediante el cual aprendamos nueva información sobre el fenómeno de la civilización». «En lugar de desarrollar Marte a través de una serie de colonias corporativas y gubernamentales, conduzcamos el futuro liberando Marte y abrazando el concepto de ciudadanía planetaria», agrega.

En realidad, y pese a que hasta ahora no haya sido de gran aplicación, la iniciativa de establecer un marco jurídico de actuación allí donde no llegan las leyes humanas es una vieja idea. El Tratado del Espacio Exterior (Outer Space Treaty, OST), promulgado en 1967 con motivo de la carrera espacial entre Estados Unidos y la Unión Soviética, establecía principios como la no militarización, el uso pacífico y la no soberanía sobre recursos o ubicaciones del espacio exterior (lo que no incluye la órbita terrestre). Auspiciado por la Oficina de las Naciones Unidas para los Asuntos del Espacio Exterior, el tratado es de adhesión voluntaria y ha sido firmado por más de cien países.

En su artículo, Haqq-Misra se apoya en el OST como punto de partida, pero sugiere superarlo en favor de un enfoque diferente. Mientras que este acuerdo internacional postula la no soberanía de ninguna nación sobre tierras marcianas, siguiendo el modelo que el Tratado Antártico había introducido en 1961, el astrobiólogo propone que el nuevo territorio sí tenga dueños: los propios colonos marcianos, que deberían renunciar a su ciudadanía terrestre. El objetivo es evitar la repetición de los colonialismos del pasado, que imponían regímenes injustos seguidos por procesos traumáticos de descolonización, y comenzar algo en Marte con tabla rasa: «deberíamos decidir sobre la liberación de Marte antes de que lleguen los primeros exploradores humanos», escribe el científico.

Claro que la propuesta de Haqq-Misra peca, como la de Sam Waitiki, de un exceso de optimismo. Una cosa es que los futuros marcianos «no representen a intereses terrestres y no puedan adquirir bienes en la Tierra», o que «ningún terrícola posea o reclame propiedad sobre terrenos en Marte». Pero que «los gobiernos, corporaciones e individuos de la Tierra no puedan comerciar con Marte», entendido en su sentido más amplio, elimina probablemente la probabilidad de que tales asentamientos lleguen jamás a existir. Además, el modelo requeriría que Marte alcance el estatus de «sociedad autosuficiente», lo que parece un objetivo muy lejano.

Con todo, el esfuerzo pionero de Haqq-Misra acierta al desplazar el foco del OST, promovido originalmente por las dos potencias entonces en liza y por Reino Unido y que, como producto de su tiempo, respira Guerra Fría por los cuatro costados, centrándose principalmente en la no militarización. Hoy parece más preocupante la posible explotación de los recursos, en especial cuando las compañías privadas se han unido a la nueva encarnación de la carrera espacial, lo que era impensable en la década de los sesenta.

Esto último no solo afecta a la apropiación de tales recursos, sino también a la explotación en sí. En los años sesenta tampoco se había desarrollado aún la conciencia medioambiental, que en las últimas décadas ha evolucionado además para convertirse en un contenedor ideológico que extiende sus implicaciones a la organización más general de la sociedad. En Tulipanes introduzco un movimiento ficticio llamado Manos Fuera (Hands Off) que representa la oposición al Proyecto M, la corriente que rechaza la ocupación de otros planetas por sus previsibles consecuencias económicas y ecológicas.

Ya, ya, voy a ello. Alguien habrá saltado de inmediato con la última palabra del párrafo anterior, al aplicar el término ecología a Marte. Hasta donde sabemos, es un planeta muerto. No hay ecosistemas. Y sin embargo, la ecología marciana, o la posibilidad de ella, es otro asunto que está empezando a tomar forma en el ámbito científico. Prueba de ello es una serie de tres estudios (a saber, uno, dos y tres) recientemente publicados en la revista Astrobiology y que son el resultado de experimentos realizados a bordo de la Estación Espacial Internacional (ISS) con la participación de varias instituciones de Europa y EE. UU., entre ellas la NASA y el Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (INTA) en Torrejón de Ardoz (Madrid).

Marte, ¿planeta muerto o ecosistema virgen? Solapamiento de imágenes de un valle marciano obtenidas por el robot 'Curiosity' en enero de 2014. NASA / JPL-Caltech / MSSS.

Marte, ¿planeta muerto o ecosistema virgen? Solapamiento de imágenes de un valle marciano obtenidas por el robot ‘Curiosity’ en enero de 2014. NASA / JPL-Caltech / MSSS.

Los aparatos que viajan al espacio son montados en condiciones de esterilidad, para lo cual se emplean procedimientos estándar de laboratorio como filtros de partículas en la ventilación, radiación ultravioleta y peróxido de hidrógeno (agua oxigenada). De este modo se intenta minimizar su carga microbiana, para evitar un posible crecimiento de microorganismos en las tripas de la sonda que dañe sus componentes. Pero en el caso de un artefacto enviado a Marte, el problema adquiere un significado especial. Marte posee una atmósfera; tenue e irrespirable para nosotros, pero en la que ciertos microbios terrestres extremófilos –adaptados a condiciones extremas– podrían sobrevivir. Desde hace tiempo preocupa a los científicos el hecho de que una posible contaminación biológica provocada por una sonda en Marte no solo dificultaría distinguir si un eventual microorganismo encontrado allí es nativo o un invasor terrícola, sino que, si en efecto existiera vida microbiana en aquel planeta, una especie terrestre podría colonizar su hábitat y provocar su extinción.

Los tres estudios de Astrobiology demuestran que la supervivencia de ciertas formas de microorganismos a los viajes espaciales puede ser mucho mayor de lo que se sospechaba. Utilizando una instalación de la ISS que somete a las muestras introducidas a las condiciones del espacio exterior o a ambientes similares al marciano, los investigadores han descubierto que las esporas de los microbios Bacillus subtilis y Bacillus pumilus son capaces de permanecer viables durante un año y medio. En algunos casos fue preciso apantallar la radiación ultravioleta del Sol, pero no es difícil que pasajeros como estos montados en una nave espacial con destino a Marte encuentren huecos oscuros en los que ocultarse durante la travesía.

Pero eso no es todo. Si prosperan proyectos como el de Mars One u otros similares, tales misiones llevarán una carga de imposible esterilización: esos pesados sacos de microbios conocidos como seres humanos. Parece difícil pensar que una misión tripulada de permanencia o larga estancia en Marte no termine contaminando el entorno local con microorganismos terrestres, y parece aún más complejo prever las consecuencias de esto. Nace así, o nacerá, la ecología marciana. Quizá cuando estos asuntos pasen del terreno teórico al práctico veamos la fundación de la versión real de Manos Fuera. Y con ello, surgirá un encendido debate sobre cómo los humanos vamos a poder gestionar un segundo planeta sin repetir los errores del primero.

Treinta y dos riesgos para la salud amenazan a los martenautas

Entre mi joyería de vinilo conservo un single (término que en 1983 hacía referencia a un disco pequeño, no a una persona sin pareja) grabado hace ya nada menos que 31 años —tempus fugit— por los vigueses Siniestro Total en su época más genial, la primera, cuando las descacharrantes letras de la banda sonaban con la irrepetible articulación gutural del finado Germán Coppini. El disco, el número 42 del sello DRO, es un prodigio íntegro, desde la portada en la que tuvieron la caradura de parodiar el London Calling de los Clash (publicado solo cuatro años antes), hasta los dos temas que conformaban su «doble cara B», Me pica un huevo y Sexo chungo. Jamás ha vuelto a existir en España, ni quizá plus ultra, una ola semejante de irreverente desfachatez, ingeniosa frescura y absoluto nihilismo comercial, pero todo ello con talento y con verdadera incorrección para una época en la que hasta Miguel Ríos se escandalizaba. Y qué demonios, algunas de sus letras incluso serían más incorrectas hoy que entonces. Era otro siglo, y a veces pienso que casi otro planeta.

Pero basta ya de nostalgia. A lo que voy es a la última estrofa de Me pica un huevo. Este tema de Julián Hernández nos ha legado alguna línea que ya es casi greguería clásica («Hemos llegado a la Luna / poco antes de la una»), pero además un clímax en el que el narrador, un astronauta que pone el pie en nuestro satélite, sufre un trance que a la enésima escucha de la canción aún sabe aflojarme el huesecillo de la risa: «Cien millones de espectadores / y yo sin poder rascarme los cojones». De acuerdo, no es Brecht. Por eso.

El caso es que, para un astronauta, un sencillo picor es veramente un asunto serio. En mi novela Tulipanes de Marte trasplanté a mi personaje, el deslenguado Pancho Monaghan, la anécdota documentada de un astronauta cuyo nombre no importa (manera de decir que no lo recuerdo y ahora mismo no tengo internet) y a quien una gota de limpiador jabonoso del visor del casco le saltó al ojo durante una EVA (siglas en inglés de Actividad ExtraVehicular, lo que los periodistas solemos llamar paseo espacial). El accidente le provocó una molesta llorera que le formó globo en el ojo, ya que en el espacio las lágrimas no caen, sino que se quedan. Por fin el astronauta logró rascarse contra un resalte interior del casco, pero un sucedido que en la Tierra no llega ni a carne de Twitter se convierte en material de epopeya cuando caes a 27.000 kilómetros por hora en ese lugar donde nadie puede oír tus gritos.

Actividad extravehicular de la misión STS-116 en 2006 en la Estación Espacial Internacional sobrevolando Nueva Zelanda. NASA.

Actividad extravehicular de la misión STS-116 en 2006 en la Estación Espacial Internacional sobrevolando Nueva Zelanda. NASA.

Más recientemente, a otro astronauta (tampoco lo recuerdo) le rondó la parca cuando casi se ahogó dentro de su casco por la inundación de su traje. Ahogarse con agua en el espacio. Muerte absurda donde las haya. El riesgo de perder un tripulante se estimaba en 1 posibilidad entre 90 para la época del último vuelo de los shuttle estadounidenses (2011), lo que suponía un enorme avance respecto al 1/10 de la primera misión de aquellas naves, según figura en un nuevo informe publicado por el Instituto de Medicina (IOM), la rama de salud de la Academia Nacional de Ciencias de EE. UU. El documento, encargado por la NASA y titulado Estándares de salud para vuelos espaciales de exploración y larga duración: principios éticos, responsabilidades y marco de decisión, repasa y analiza los riesgos de salud a los que se enfrentan los astronautas, sobre todo de cara a futuras misiones de larga duración a destinos como Marte y asteroides cercanos.

Los expertos del IOM enumeran un total de 32 amenazas identificadas previamente por la NASA (la lista completa aquí), que incluyen riesgos ya conocidos como la imposibilidad del esqueleto y musculatura de readaptarse a la gravedad terrestre, los problemas cardíacos (a los que se ha añadido recientemente un redondeamiento del corazón), las alteraciones inmunitarias, los daños en el oído y la vista, los efectos de la medicación, la hipertensión intracraneal, el mal de descompresión, los desórdenes psicológicos y psiquiátricos, los desajustes del reloj biológico y su impacto en el sueño, la posible virulencia incrementada de los microbios patógenos, la exposición a la radiación y al polvo o los gases extraterrestres, los riesgos nutricionales e incluso los debidos a una inadecuada interacción hombre-máquina; y todo ello, con un limitado acceso a servicios médicos. El informe no menciona alguna complicación específica descubierta en los últimos años, como la pérdida de las uñas de las manos debida a los guantes presurizados.

Con todas estas amenazas, el informe valora si el nivel de riesgo es éticamente aceptable o no en distintas tipologías de misiones, ya sean a la Estación Espacial Internacional, a la Luna, a asteroides cercanos o a Marte. Como es de esperar, es este último destino el que recibe un mayor número de calificaciones de riesgo inaceptable, concretamente en nueve de las 32 amenazas. El peligro considerado inaceptable en más casos es el de defectos de la vista e hipertensión intracraneal, seguido del riesgo de cáncer por radiación, que es valorado como inaceptable para las misiones a asteroides cercanos y a Marte.

En realidad, el propósito del informe del IOM no busca tanto el enfoque clínico como el ético. El encargo de la NASA responde a la necesidad de confrontar las amenazas para los futuros viajeros espaciales con los estándares éticos que actualmente se manejan a la hora de exponer a una persona de forma consciente y deliberada (y financiada con fondos públicos) a riesgos contra su salud y su vida. Se supone que el fin último de todo esto es comprobar si algo chirría demasiado, tanto como para complicar las cosas en otros ámbitos diferentes del puramente médico, como por ejemplo el legal. A este respecto, el comité del IOM desaconseja bajar de forma global el listón de exigencias éticas de la NASA, sino más bien «hacer una excepción al estándar para poder ejecutar estas misiones hasta que se disponga de nuevas teconologías y estrategias de protección o se adquieran datos adicionales que permitan la revisión del estándar». Esto, en mi lenguaje, se llama sencillamente hacer trampa.

Ilustración del Proyecto Mars One. Bryan Versteeg/Mars One.

Ilustración del Proyecto Mars One. Bryan Versteeg/Mars One.

Sin embargo, es una trampa que personalmente aplaudo, porque supone el primer resquicio abierto por la rígida, conservadora y burocrática estructura de la primera potencia espacial de la Tierra a la contingencia que es inevitable aceptar si queremos volver a tener humanos ahí arriba, sea donde sea ahí arriba. Tomemos como ejemplo el tan denostado y ridiculizado proyecto de Mars One. No sabemos si esta organización holandesa llegará a tener a su alcance toda la tecnología necesaria para hacer lo que afirman que quieren hacer. Pero una gran parte de las críticas recibidas por la iniciativa, incluso desde dentro del mundo científico, han abdicado de juicios racionales como este para abrazar una especie de puritanismo moral exacerbado que condena el proyecto por la presunta frivolidad de enviar humanos a lo que, dicen, podría ser una muerte segura. Y esto ocurre predominantemente en países que en los últimos años no han dejado de enviar soldados a la muerte (más de 29.000 entre 1990 y 2011, en el caso de EE. UU.).

Es cierto que Mars One no tiene por qué someterse a los estándares éticos de la NASA, pero también que no está tan fuera del alcance de su larga mano como podría parecer. Ambas organizaciones podrían contar con proveedores tecnológicos comunes, pero sobre todo, los criterios adoptados por la agencia estadounidense como reglas válidas del juego orientarán la opinión de muchos a la hora de aplaudir o censurar, y esto a su vez repercutirá en las posibilidades del proyecto de financiarse con el apoyo del público y por tanto de adquirir o desarrollar la tecnología necesaria para convertirse en realidad. Así que, por mi parte, bienvenida sea la trampa si ayuda a que los humanos estemos de nuevo allí de donde nunca debimos marcharnos.