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Pasen y vean al pájaro grabadora

Las aves carecen de cuerdas vocales y labios, órganos que los humanos utilizamos para modular nuestra voz y lograr el habla compleja típica de nuestra especie. Pero a cambio, los dinosaurios vivos cuentan con un elemento extraordinariamente versátil llamado siringe, situado en la base de la tráquea, donde esta se bifurca hacia los pulmones. La siringe posee músculos y membranas que las aves emplean para hacer vibrar el aire a su paso. Así, se puede decir que las vocalizaciones de los pájaros son silbidos, pero algunas especies los manejan con tal habilidad que pueden conseguir un repertorio espectacular de sonidos, imitando incluso el habla humana.

El ejemplo clásico son los psitácidos, vulgo loros. Algunos de estos animales llegan a aprender cientos de palabras, preferentemente aquellas que sus dueños pronuncian con mayor énfasis, y este es el motivo por el que parecen especialmente propensos a proferir expresiones malsonantes. Menos conocida es la similar capacidad de otras especies para lograr también emular nuestras palabras, como el estornino común o la urraca, visitantes habituales de nuestros parques y jardines.

En general, los estórnidos y los córvidos se cuentan entre las aves más hábiles a la hora de copiar el habla de los humanos y otros sonidos. Un cuervo parlante que repetía «nunca más» atormentaba al narrador del famoso poema de Poe, y uno de los personajes de Shakespeare fantaseaba con regalarle al rey Enrique IV un estornino que le susurrara al oído el nombre de su mayor enemigo. Mozart fue propietario de un estornino que silbaba alguno de los temas del compositor, y que fue objeto de un aparatoso funeral cuando murió.

Entre las aves que más sorprenden por sus capacidades vocales se encuentran las aves lira, dos especies nativas de Australia nombradas por la semejanza de su cola desplegada con el instrumento musical que, al menos según la leyenda (y la película Quo Vadis), Nerón tocaba mientras contemplaba cómo las llamas devoraban Roma en el verano del año 64. El ave lira, de aspecto y tamaño similares a los faisanes o las perdices, es sin embargo un pájaro, es decir, un miembro del orden Paseriformes que engloba a las aves canoras. Y de hecho, pasa por tener la siringe más compleja de todos los pájaros, lo que le permite emular los sonidos de otras aves, de otros animales e incluso de objetos de lo más variado.

Como ejemplo, he aquí este vídeo del naturalista británico David Attenborough, en el que un ave lira imita a la perfección el canto de otras especies como la escandalosa cucaburra, pero también otros sonidos que ha captado en su entorno, como el click y el motor de una cámara fotográfica, la alarma de un coche y el ruido de una motosierra.

Chook, un ave lira macho del zoo de Adelaida (Australia), se quedó con todo el repertorio de sonidos de una obra cercana, desde los martillazos a la sierra radial, sin olvidar los silbidos de los trabajadores:

Y este otro ejemplar repite lo que parece el sonido de una pistola láser de juguete:

Por qué las aves no pueden esquivar el AVE

La cara más fea de los trenes de alta velocidad está en el morro de la locomotora, donde a los insectos típicos en cualquier parabrisas suele sumarse el cadáver de algún pájaro, despachurrado sobre un borrón de sangre. Y eso que se nos ahorra la visión de los que quedaron pulverizados en las vías. Es una más de las trampas letales que nuestra tecnología tiende a los dinosaurios actuales, como los cables eléctricos, las aspas eólicas, las mamparas de cristal o las fachadas de espejo.

En lo que se refiere a los vehículos, la visión de animales atropellados es algo tristemente frecuente, sobre todo pájaros o gatos. Quienes tiramos a vivir en el campo encontramos también ardillas, erizos, serpientes, conejos, sapos o incluso algún zorro. Mi compañero César-Javier Palacios ha abordado el asunto varias veces en su blog La crónica verde, aportando el dato escalofriante de que cada año diez millones de vertebrados mueren arrollados en las carreteras españolas. Es especialmente dramático el caso de los linces, que caen bajo las ruedas de coches o trenes a razón de uno al mes, o más. César-Javier recomienda levantar el pie del acelerador. Si se respetaran los límites de velocidad, se evitaría el sufrimiento de muchos animales, incluyendo a los humanos.

Con todo, incluso los conductores prudentes y sensibilizados pueden verse sorprendidos por un animal que se arroja bajo las ruedas superando nuestra capacidad de reacción, o que queda deslumbrado por los faros y escoge la opción equivocada. En general, es un juego de tiempos de reacción: el del animal para esquivar nuestra acometida y el nuestro para frenar o desviar la trayectoria del coche. Con el nuestro podemos estar más o menos familiarizados, pero no así con el del animal.

Un ejemplar de tordo cabecicafé ('Molothrus ater'). Imagen de Bear golden retriever / Wikipedia.

Un ejemplar de tordo cabecicafé (‘Molothrus ater’). Imagen de Bear golden retriever / Wikipedia.

Esta última cuestión es la que ha tratado de responder un equipo de investigadores del Departamento de Agricultura de EE. UU. (USDA) y de las Universidades de Indiana y Purdue. Los científicos, encabezados por el biólogo y ecólogo del USDA Travis DeVault, han analizado los comportamientos y los tiempos de alerta y huida ante la aproximación de un vehículo virtual en una especie de pájaro común y abundante en Norteamérica, el tordo cabecicafé o negro (Molothrus ater).

Según escriben los investigadores en su estudio, publicado este mes en la revista Proceedings of the Royal Society B (PRSB), «los animales parecen reaccionar a la aproximación de automóviles, aviones y otras amenazas no biológicas de una manera cualitativamente similar a cuando se trata de predadores». «Durante estos encuentros, los animales usan alguna variación de su repertorio antipredador, posiblemente porque la novedad evolutiva de los vehículos modernos impide respuestas más especializadas». DeVault y sus colaboradores explican que esta falta de adaptación lleva a respuestas erróneas, como los ciervos que se quedan paralizados o las tortugas que se limitan a esconderse en su caparazón.

Para realizar su experimento, los autores presentaron a los tordos filmaciones silenciosas de una camioneta pick-up acercándose a ellos a distintas velocidades entre 60 y 360 kilómetros/hora, siempre desde una distancia inicial de 1,25 kilómetros en línea recta y en un escenario experimental cuidadosamente diseñado y controlado. De este modo, midieron las respuestas de alerta y de huida de los pájaros.

La conclusión principal del estudio es que el estímulo para la reacción de estas aves no es la velocidad del vehículo, sino la distancia a él: con independencia de la velocidad, los pájaros adoptaban la postura de alerta cuando la camioneta se acercaba hasta los 43 metros, y emprendían el vuelo a los 28 metros. Lógicamente, a una velocidad menor el animal tiene más tiempo para escapar. Los científicos descubrieron que por encima de 120 km/h los pájaros no podían huir con la suficiente rapidez para evitar el atropello. La razón es que su tiempo de reacción para echar a volar es de 0,8 segundos, medido experimentalmente. Una sencilla cuenta revela que, a velocidades superiores a 120, el vehículo tarda menos de este intervalo en recorrer los 28 metros. En concreto, un tren de alta velocidad circulando a 300 km/h cubre esa distancia en 0,336 segundos, por lo que la maniobra del tordo no consigue evitar la colisión.

Es más: según los autores, a velocidades superiores a 180 km/h las reglas de respuesta de los pájaros se rompen por completo y sus estrategias de huida se vuelven erráticas. «Nuestro estudio es el primero en proporcionar pruebas directas de que las reglas de comportamiento de huida utilizadas por los pájaros se quedan cortas con vehículos a altas velocidades», escriben los investigadores, añadiendo que «la regla de distancia usada por los tordos es generalmente ineficaz para evitar vehículos a altas velocidades».

Daños en un avión causados por el impacto de aves. Imagen de Nico deb / Wikipedia.

Daños en un avión por el impacto de aves. Imagen de Nico deb / Wikipedia.

Finalmente, DeVault y sus colaboradores proponen medidas para compensar esta indefensión de los pájaros ante los vehículos, como incorporar luces pulsantes en los aviones que aterrizan o despegan para ahuyentar a las aves, o reducir los límites de velocidad en las carreteras que atraviesan zonas de especial importancia ecológica. Respecto a esto último, siempre habrá quien objete que de poco sirven los límites de velocidad si no se respetan, como ocurre tan frecuentemente en este país. Y sin embargo, parece que los pájaros son capaces de ajustar sus comportamientos de huida en función de la normativa de circulación. Sí, ha leído bien.

Aquí, la explicación. El trabajo de DeVault cita un estudio previo que descubría un hecho absolutamente insólito: en 2013, los investigadores canadienses Pierre Legagneux y Simon Ducatez examinaron las distancias de inicio de vuelo, es decir, la separación del vehículo a la cual las aves emprenden la huida, en carreteras con distintos límites de velocidad. El estudio, publicado también en PRSB, revelaba que, atención, los pájaros reaccionaban a mayor distancia del vehículo cuando el límite de velocidad de la vía era mayor, con independencia de la velocidad real a la que circulara el automóvil en cuestión. En otras palabras: los pájaros sabían cuál era el límite de velocidad de la carretera y entendían que, si este era mayor, debían emprender la huida a distancias más prudentes (el estudio de DeVault no detecta este efecto porque su carretera virtual es siempre la misma).

Increíble, pero cierto. Según Legagneux y Ducatez, sus resultados «sugieren poderosamente que los pájaros son capaces de asociar secciones de la carretera con límites de velocidad como manera de valorar el riesgo de colisión». Los autores razonan que los animales quizá puedan apreciar la diferencia entre un entorno urbano, donde el límite de velocidad es menor, y las áreas rurales. Pero ¿qué ocurre en carreteras de campo donde la velocidad permitida puede variar entre 80 y 110 km/h? El paisaje es similar, y sin embargo los pájaros escapan antes cuando el límite de velocidad es mayor. Los investigadores repasan distintas hipótesis alternativas, pero todas ellas podrían resumirse en un factor común: aprendizaje. ¿He mencionado ya aquí que las aves se cuentan entre los seres más inteligentes de la naturaleza?

¿Siguen los pájaros caminos azules en el cielo?

Hubo hace unos años una película titulada The core (El núcleo) que contaba cómo la vida en la Tierra sufría riesgo de extinción inminente debido a que el campo magnético terrestre desaparecía a causa de una parada en seco del núcleo líquido del planeta, por lo que un equipo de científicos se encargaba de pilotar una nave construida con un material indestructible y descender hasta el centro de la Tierra para detonar allí una bomba nuclear y restaurar así la rotación del núcleo y el campo magnético, salvando a la humanidad y a todas las criaturas vivas de morir horriblemente carbonizadas por la radiación solar.

He escrito el párrafo anterior de un tirón en una sola frase con el propósito deliberado de eludir la tentación de detenerme a hincarle el diente a tan jugosa propuesta argumental. En su día, con ocasión del estreno de la película, ya circularon suficientes comentarios sobre la presunta ciencia de The core, tan de «venga ya» que incluso en su momento se informó de ciertas protestas de científicos y personajes públicos pidiendo más respeto a las leyes de la ciencia en el cine. A lo que vengo es a uno de los efectos que en la película se asociaban a la anulación del campo magnético terrestre: los pájaros se esmendrellaban contra cualquier obstáculo en su camino por efecto de haber perdido la brújula interna que les sirve de guía.

Dejando aparte el hecho de que los pájaros de la película, además de ser incompetentes navegantes, también debían de ser ciegos –ya he dicho que no entraré más en la trama de The core–, lo cierto es que en este caso se ilustraba correctamente un fenómeno conocido: que las aves, al menos ciertas especies, son sensibles al campo magnético terrestre y que emplean esta capacidad para conducirse en sus largas migraciones de hemisferio a hemisferio del planeta.

Para nosotros, pobres humanos con solo cinco sentidos y en ocasiones con alguno defectuoso –mis seis dioptrías y pico ya me habrían costado la vida hace rato si hubiera nacido en una época anterior a la corrección visual–, resulta difícil imaginar cómo las aves perciben el magnetismo. Podemos describirlo científicamente, pero otra cosa es representárnoslo mentalmente. ¿Ven líneas en el aire, como las que dibujamos en los mapas? ¿Huelen hacia dónde tira el norte, como quien sigue la estela de un perfume? ¿Escuchan de dónde viene el runrún? Evidentemente, no es nada de esto. ¿O tal vez sí?

Ante todo, conviene dejar claro que la llamada «magnetocepción», o capacidad para sentir campos magnéticos, es un área de investigación aún tan oscura que prácticamente todas las apuestas están abiertas, ya que aún no se ha localizado un órgano claramente responsable de este sentido, tal como los ojos para la vista o el oído para el sonido. Se sabe que ciertos organismos, como algunas bacterias, poseen partículas de magnetita, imanes naturales que también podrían hallarse en el pico de las palomas. Sin embargo, en los últimos años se ha venido manejando una idea fascinante sobre un posible mecanismo que permitiría a los pájaros ver el campo magnético terrestre, y que se basa en un efecto de la mecánica cuántica conocido como entrelazamiento.

Dos partículas cuánticas se encuentran entrelazadas cuando no se comportan de modo independiente, sino que actúan de forma coordinada en alguna de sus propiedades incluso cuando se encuentran separadas. Por ejemplo, supongamos dos electrones entrelazados, e imaginemos que uno de ellos lleva pintada una flecha apuntando hacia arriba y el otro hacia abajo. Con esta simbología se representa una propiedad llamada espín. Mientras ambos electrones se encuentren entrelazados, sus flechas apuntarán en estas direcciones opuestas, como si cada una supiera hacia dónde señala la flecha de la otra. El entrelazamiento cuántico es un fenómeno bien conocido en el mundo de lo infinitamente pequeño, aunque sea difícil encontrar una comparación en la escala de las cosas grandes. Pero lo que realmente importa no es imaginarlo, sino saber que existe y poder dominarlo con vistas a aplicaciones prometedoras, como la computación cuántica.

Un petirrojo europeo en Holanda. Foto de Arjan Haverkamp / WIkipedia.

Un petirrojo europeo en Holanda. Foto de Arjan Haverkamp / WIkipedia.

En los últimos años se ha descubierto en la retina de algunos pájaros una molécula llamada criptocromo que posee pares de electrones entrelazados. La hipótesis es que cuando un rayo de luz (un fotón) choca con uno de estos pares de electrones, uno de ellos puede absorber esta energía y emplearla para saltar a otra molécula. Dado que los espines son sensibles al magnetismo, la separación entre ambos electrones puede causar que reaccionen de manera ligeramente diferente según su orientación respecto al campo magnético terrestre. Si el bamboleo de los espines los despareja, los electrones quedarán separados y perderán su entrelazamiento. Pero si por el contrario ambos mantienen sus espines opuestos, se combinarán de nuevo recobrando su estado original y devolviendo la energía absorbida del fotón, que se transmitirá al nervio óptico enviando una señal al cerebro.

En resumen, y si esta hipótesis llegara a encontrar suficiente respaldo empírico, se confirmaría que los pájaros literalmente son capaces de ver el campo magnético terrestre con sus ojos. E incluso tendría un color, el azul, ya que es esta longitud de onda la que excita las moléculas de criptocromo. Aunque aún quedan muchos experimentos por delante para asegurar que los pájaros vuelan de norte a sur y de sur a norte siguiendo una especie de carretera azul pintada en el aire, los indicios son muy sugerentes. En mayo de este año, un estudio publicado en Nature descubría que ciertos tipos de emisiones electromagnéticas habituales en la actividad humana, como las de radio de onda media (lo que llamamos AM) o las producidas por las conexiones de los aparatos a la red eléctrica, son capaces de desorientar a los petirrojos europeos, una especie que posee criptocromo en su retina.

El director del estudio, Henrik Mouritsen, de la Universidad de Oldenburg (Alemania), declaró entonces que se trataba de energías tan bajas que difícilmente podían afectar a un proceso de lo que se conoce como física clásica. Y desde luego, ninguno de estos campos electromagnéticos afectaría a un sistema de orientación basado en partículas de magnetita. Mouritsen, en cambio, subrayaba que su efecto sobre los espines de los electrones podía bastar para anular la brújula magnética de los pájaros, en caso de que la hipótesis del entrelazamiento sea correcta. «Nos resulta muy difícil encontrar una explicación que no esté basada en cuántica», concluía el investigador.

Para terminar, en este blog ya he dejado clara anteriormente mi fascinación por los pájaros. Y dado que hoy sábado 4 y mañana 5 de octubre celebramos el Día Mundial de las Aves, promovido por BirdLife International y en España por SEO/BirdLife, es una buena ocasión para extraer una clara conclusión del estudio de Nature: dado que la interferencia de las ondas que producimos con la brújula migratoria de las aves es un efecto real, quizá habría que empezar a incluir la contaminación electromagnética como uno de los factores a considerar en el impacto ambiental que nuestra actividad humana ejerce sobre las poblaciones de aves.

Los pájaros, esos genios desconocidos

«Nat escuchó el sonido desgarrador de la madera al astillarse y se preguntó cuántos millones de años de memoria estaban almacenados en aquellos pequeños cerebros, tras los picos punzantes y los ojos penetrantes, dándoles ahora este instinto de destruir a la humanidad con la diestra precisión de máquinas. ‘Fumaré ese último cigarrillo’, dijo a su mujer. ‘Estúpido de mí; es lo único que olvidé traer de la granja’. Lo agarró y encendió la radio silenciosa. Arrojó el paquete vacío al fuego y contempló cómo se consumía».

Así termina uno de los relatos más inquietantemente pavorosos de la literatura universal: Los pájaros, de Daphne du Maurier, en el que Hitchcock se inspiró para la igualmente soberbia película que respetó el concepto original de la autora inglesa: no hay explicación para el ataque. Simplemente ocurre, y ya está. Quizá la clave del terror que suscita ese incomprensible comportamiento agresivo de las aves reside precisamente en el desconocimiento de las criaturas con las que el ciudadano medio convive a diario sin prestarles la menor atención. Forman parte de nuestro paisaje doméstico, pero son fauna salvaje. Comen de nuestra mano, pero no los poseemos. Sabemos que están ahí, pero no los conocemos. «Viven a nuestro lado, pero solos», escribió el poeta victoriano Matthew Arnold. Y tal vez sea por su condición de únicos descendientes vivos de los dinosaurios, exhibiéndose elusivamente ante nosotros con la hechura de pequeños T-rex; o quizá porque envidiamos la insultante facilidad con que logran algo que para nosotros requiere el uso de prótesis tan aparatosas como un Boeing 747. No estoy seguro del porqué; pero a algunos las aves nos fascinan.

Salvo a quienes somos adictos a la naturaleza, mi sensación es que los pájaros no suelen interesar gran cosa en este país. Sirva como pequeño muestreo personal que, en los 14 años que llevo respondiendo consultas sobre safaris en Kenya a través de mi web Kenyalogy.com, son muy pocos quienes han mostrado algún interés por las aves cuando se disponen a viajar a una región del globo que es una meca de la ornitología. En Reino Unido, algunas agencias de viajes ofrecen exclusivamente safaris ornitológicos. Pero esto no resulta extraño en un país con mayor tradición naturalista que el nuestro, donde el 48% de los hogares proporciona alimento a los pájaros y cuyos jardines albergan 7,4 millones de comederos y 4,7 millones de cajas nido en un total de 12,6 millones de viviendas, según un estudio británico a escala nacional. Mientras, en España, parece que ni siquiera hay datos, según me cuentan mi compañero bloguero César-Javier Palacios, miembro veterano de la Sociedad Española de Ornitología (SEO/BirdLife), y mi colega Pedro Cáceres, responsable de prensa de esta misma organización. Como simple ejemplo y hasta donde sé, las dos cajas-nido y el comedero de mi jardín son los únicos recursos para visitantes alados en la calle donde vivo, que linda con el campo.

El desinterés por los pájaros en este país se cobra su peaje en pérdida de nuestra biodiversidad. Una muestra: hace cinco años un estudio en la revista Current Biology descubrió que las poblaciones septentrionales de curruca capirotada (Sylvia atricapilla), que crían en Centroeuropa y emigran al sur para sus vacaciones invernales, están cambiando el sur de España por Reino Unido para la temporada de frío. La razón que aportaban los investigadores no puede ser más obvia: en el sur de Europa, estas aves malviven en invierno a base de los insectos y frutos que pueden recolectar, mientras que en las islas británicas encuentran toda una oferta de comederos privados digna de una versión aviaria de la guía Michelín. Probablemente incluso las abundantes currucas que viven todo el año en España huirían al norte espantadas si supieran que en este país las hemos conocido popularmente por otro nombre: pajaritos fritos (hoy prohibidos pero que, según ya comentó César-Javier, aún se sirven ilegalmente).

Pero además del misterio de su vuelo, los pájaros poseen también otra cualidad desconocida para muchos, que aumenta su atractivo y contradice una expresión anglosajona utilizada para calificar a alguien como estúpido: bird-brained, literalmente «cabeza de pájaro». En castellano tenemos un equivalente: cabeza de chorlito, que mi también compañero Alfred López ya comentó en su blog. La sorpresa es que estas expresiones no hacen ninguna justicia a la realidad: algunos pájaros se cuentan entre los seres más inteligentes que la ciencia ha podido estudiar. En concreto, las habilidades de los cuervos de las islas de Nueva Caledonia (Corvus moneduloides) para fabricar y emplear herramientas en la resolución de problemas complejos superan incluso a los chimpancés. Los cuervos utilizan palos y fabrican anzuelos, perfeccionando su técnica y transmitiendo las mejoras a otros miembros del grupo y a las nuevas generaciones. Emplean herramientas para obtener otras herramientas. Como en la fábula de Esopo El cuervo y la jarra, arrojan piedras dentro de un tubo con agua para que suba el nivel del líquido y así alcanzar la bebida con el pico, una capacidad de relacionar causa y efecto que iguala la de un niño de siete años. Y el más difícil todavía: un vídeo, antes en la web de la BBC y ahora no disponible, documentó cómo estos astutos pájaros situaban las nueces en la trayectoria de las ruedas de los coches para que las cascaran, y luego esperaban con los demás peatones a que el semáforo cambiara para recuperar su comida sin peligro de atropello.

Seguramente estos estudios no han hecho más que certificar habilidades ya conocidas desde antiguo, y que se añadieron al aspecto solemne y algo siniestro de los cuervos para convertirlos en guardianes de la Torre de Londres y en protagonistas de otras supersticiones, en mensajeros de lo sobrenatural y en imprescindibles del género gótico, como aquel pájaro que erizaba el vello de la nuca a los lectores de Poe cuando susurraba «nunca más…». Pero si la inteligencia de los cuervos es algo excepcional o por el contrario un caso común entre los parientes de su clase, es algo que la ciencia aún deberá verificar. Como prueba sugerente dejo aquí el vídeo que ha motivado este artículo y en el que una garcita verde (Butorides virescens), especie nativa de América, aprovecha el pan arrojado por los humanos como cebo para pescar. Temblad, terrícolas: en el mundo hay 9.993 especies de aves, muchas de ellas seriamente amenazadas de extinción, que suman entre 200.000 y 400.000 millones de pájaros. O sea, unos 50 por persona. Mejor que los tratemos bien.