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¿Un universo rebosante de vida? ¿O la Tierra sí es un lugar especial?

La vida es un fenómeno bastante improbable. Sí, ya sé, ya sé. Se preguntarán de dónde sale esta afirmación. Realmente no es tal, sino solo una hipótesis. Pero una que hasta ahora tiene más apoyos a favor que la contraria.

Es lógico que la visión humana al respecto esté normalmente sesgada hacia el lado contrario, dado que nosotros estamos aquí y apenas conocemos otro lugar. Ningún ser humano ha pisado jamás otro planeta, y solo 12 han caminado sobre otro cuerpo celeste. Así que nos guiamos intuitivamente por lo único que conocemos: un planeta rebosante de vida.

Pensemos en alguien que ha vivido su existencia alejado de la civilización, que un día viaja a la ciudad, compra un billete de lotería y le toca el gran premio. Sin duda pensaría que es enormemente fácil, dado que desconoce las reglas del sorteo y las posibilidades de ganar. En términos de la lotería galáctica de la vida, nosotros, los agraciados, solemos pensar que los planetas habitados deben de ser inmensamente comunes en el universo, aunque en realidad no tengamos la menor idea de cuáles son las reglas concretas de la aparición de la vida ni la probabilidad real de que ocurra.

A esta idea común de que la vida debe de ser tan omnipresente en el cosmos como lo es en nuestro planeta –donde se encuentra incluso en los entornos más hostiles, desde los polos a los desiertos, pasando por los volcanes y las fosas oceánicas– han contribuido los astrofísicos, quienes durante décadas nos han hecho calar la idea de que la Tierra no es un lugar especial.

De hecho, esta visión empezó a incubarse cuando Copérnico se cargó el geocentrismo, y ha venido expandiéndose con las evidencias de que ni nuestro planeta, ni nuestro sistema solar, ni nuestra galaxia tienen esencialmente nada especial que los distinga de otros muchos millones, desde el punto de vista puramente astrofísico. A menudo se dice que la Tierra es solo un suburbio más de un sistema solar suburbial más en una galaxia suburbial más. Todo lo cual ha llevado a muchos físicos a encogerse de hombros: si en la Tierra hay vida, ¿por qué no en cualquier otro lugar?

Imagen de la Tierra desde el espacio tomada por la misión Apolo 17 en 1972. Imagen de NASA.

Imagen de la Tierra desde el espacio tomada por la misión Apolo 17 en 1972. Imagen de NASA.

Solo que esta visión es simplista. Y espero que se me entienda, no es un «simplista» con ánimo peyorativo. Es que la física es simplista por obligación. Había un viejo chiste sobre dos caballos de carreras, y un físico al que se le preguntaba cuál de los dos tenía más posibilidades de llegar primero a la meta. El físico decía: supongamos dos caballos totalmente esféricos y sin rozamiento…

Solo cuando los físicos comienzan a hundir los pies en el sucio cenagal de la química y la biología es cuando son realmente conscientes de que los caballos no son esféricos y sin rozamiento. O, como decía Carl Sagan, que «la biología es más parecida a la historia que a la física» porque «no hay predicciones en la biología, igual que no hay predicciones en la historia». Y de que tal vez la Tierra después de todo sí sea un lugar más especial de lo que predice la astrofísica.

Sagan era astrofísico, pero hundió los pies. Otro ejemplo es el australiano Charley Lineweaver, astrofísico reconvertido en astro-bio-geólogo. En realidad, no crean que los astrobiólogos tienen más respuestas. Los astrobiólogos son un poco como un equipo de bomberos forestales en el desierto, siempre esperando a poder entrar en acción. A la espera de ese momento, exploran las posibilidades teóricas analizando las condiciones más raras y extremas en las que puede llegar a surgir un incendio.

Pero cuando un físico como Lineweaver comienza a añadir capas de complejidad a esa noción simplista que aplica a la Tierra el principio de mediocridad, descubre que quizá nuestro planeta no sea realmente un suburbio tan mediocre. Lineweaver suele ilustrar sus planteamientos con lo que llama la falacia del planeta de los simios, en alusión a la idea de que el universo debe de estar lleno de especies inteligentes porque la evolución conduce a eso; en la saga clásica, el declive de los humanos dejaba el hueco para que los simios dieran ese salto evolutivo.

Pero para Lineweaver, existe un experimento natural que prueba cómo la evolución no conduce necesariamente a la aparición de una especie tecnológica inteligente. Es su propio país, Australia; un continente separado del resto durante 100 millones de años y en el que todo lo que logró la evolución, según sus propias palabras, fueron los canguros.

Lineweaver propone que existe un «cuello de botella gaiano» (según la idea de Gaia, la Tierra como un sistema vivo autorregulado), un momento de crisis en el que todo planeta con vida naciente deriva hacia la catástrofe climática cuando la propia biología no consigue modificar el ciclo de carbonatos-silicatos para imponer unas condiciones de habitabilidad estables. Es posible que esto sucediera en Venus y Marte, y según Lineweaver la Tierra podría ser un caso insólito que consiguió superar ese cuello de botella. Con lo cual este planeta no sería un ejemplo mediocre de lo que es la norma en el universo, sino una excepción, una anomalía, un raro caso de éxito donde todos los demás fallan.

Por supuesto, la idea de Lineweaver no deja de ser otra hipótesis sin demostración. Pero quien defienda esa visión del universo rebosante de vida debe enfrentarse a la incómoda realidad de que los datos disponibles apoyan más bien lo contrario: aquí no ha venido nadie más, y en los miles de mundos ya confirmados aún no hay nada que invite fuertemente a sospechar la existencia de vida.

Cierto es que tampoco hay nada que lo excluya. Pero aunque el descubrimiento de nuevos exoplanetas ha estado afectado por un sesgo impuesto por los propios métodos de observación –por ejemplo, es más fácil descubrir planetas supergigantes gaseosos, poco aptos para la vida–, la realidad es que una vez más la Tierra sí parece ser un lugar algo especial; entre miles de mundos ya descubiertos, no parece haber tantos similares al nuestro como en un principio podría pensarse.

Lineweaver ha aportado ahora un nuevo dato más en contra de esa percepción de la Tierra como un planeta mediocre, y por tanto en contra de la idea del universo rebosante de vida. El científico australiano y sus colaboradores, los astrofísicos Sarah McIntyre y Michael Ireland, han analizado la posibilidad de que los exoplanetas rocosos conocidos hasta ahora posean un campo magnético similar al de la Tierra. El motivo, escriben los investigadores en su estudio, es que «las evidencias del Sistema Solar sugieren que, a diferencia de Venus y Marte, la presencia de un potente dipolo magnético en la Tierra ha ayudado a mantener agua líquida en su superficie», y por tanto la vida.

Los investigadores no sostienen que la existencia de un campo magnético sea un requisito mínimo obligatorio para la vida, pero sí que aumenta sus posibilidades, al proteger el agua y la atmósfera del viento y la radiación estelar.

El resultado del estudio es que solo uno de los exoplanetas analizados, Kepler-186f, tiene un campo magnético mayor que el terrestre, «mientras que aproximadamente la mitad de los exoplanetas rocosos detectados en la región habitable de sus estrellas tienen un dipolo magnético insignificante», escriben los investigadores.

Representación artística de Kepler-186f. Imagen de NASA Ames/SETI Institute/JPL-Caltech.

Representación artística de Kepler-186f. Imagen de NASA Ames/SETI Institute/JPL-Caltech.

Lineweaver y sus colaboradores se abstienen de concluir que sus datos descarten la posibilidad de vida en esos planetas, pero sí sugieren que la mayoría de los que se han descubierto en otros sistemas solares son probablemente menos hospitalarios para la vida que la Tierra. Y quien crea que hablar solo de vida basada en el agua y el carbono es reduccionista debería saber que, en realidad, es igualmente reduccionista proponer otras bioquímicas alternativas sin considerar sus numerosos e inmensos obstáculos, conocidos o no. En un futuro tal vez no lejano, es posible que los sistemas de Inteligencia Artificial puedan modelizar estas bioquímicas alternativas para tratar de obtener un veredicto sobre su plausibilidad real. Hasta entonces, son solo fantasías.

Pero en fin, al menos hay una buena noticia: Kepler-186f. Solo que, hasta ahora, ni siquiera los responsables del Instituto SETI (Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre) albergan demasiadas esperanzas de que allí exista vida inteligente…

¿Cómo ‘ven’ los animales el campo magnético terrestre?

Con todo lo listos y complejos que somos los humanos, solemos andar algo perdidos cuando se trata de capacidades que escapan a la experiencia de nuestra especie, pero que para otros organismos más simples son pan comido. Dado que aún no podemos comunicarnos con otras especies (pero no lo descarten), no pueden contárnoslo, y así nos resulta difícil describir, y no digamos comprender, cómo las feromonas guían a un macho hasta una hembra en celo, cómo las plantas se advierten unas a otras de un peligro, o cómo los animales con camuflaje activo adaptan los colores, los patrones y las texturas de su cuerpo para parecerse a lo que tienen alrededor.

Imagen digital del documental 'Winged Migration' (2001) mostrando un charrán ártico volando sobre África. Imagen de Columbia-Tristar.

Imagen digital del documental ‘Winged Migration’ (2001) mostrando un charrán ártico volando sobre África. Imagen de Columbia-Tristar.

Algunas de estas capacidades no humanas las estamos descubriendo poco a poco, a veces casi por casualidad, o al menos gracias a que en ocasiones nos damos cuenta de su existencia a través de observaciones anecdóticas. Un ejemplo es el magnetismo. Todo niño humano aprende rápidamente que un campo magnético es invisible; no hay nada que podamos ver y que sea responsable de que esa pequeña figurita del Big Ben se quede pegada a la puerta de la nevera sin caerse. Pero si alguna vez sus hijos le preguntan por qué, no tema: en este caso podrá responderles con tranquilidad que ni siquiera los científicos lo saben.

Bien, esto no es del todo cierto. El magnetismo es algo perfectamente descrito y conocido. Pero en todo aquello que llamamos «acción a distancia», sin que medie ninguna interacción física, ya podemos parir ecuaciones para explicarlo y predecirlo, pero nunca llegaremos a interiorizar cómo se produce. Sucede también con la gravedad o con un fenómeno físico llamado entrelazamiento cuántico, por el cual dos partículas separadas pueden estar sincronizadas en sus propiedades de modo que una cambia en función de lo que le suceda a la otra, sin que sepamos cómo lo logran. Incluso Einstein lo puso en duda llamándolo «spooky action at a distance«, con un adjetivo que viene a significar algo raro y asombroso que asusta un poco. Pero el hecho es que ocurre.

En el caso del magnetismo, nuestra sensación como humanos podría ser esa que uno tiene cuando todos los demás hablan de una fiesta a la que no nos han invitado, porque el progreso de la investigación nos está revelando cada vez más casos de animales que son capaces de detectar el campo magnético de la Tierra, eso que para nosotros es completamente invisible y para lo cual tuvimos que inventar la brújula. Desde hace tiempo sabemos que el magnetismo terrestre guía las largas migraciones de las aves o las mariposas, pero a lo largo de los años se ha descrito la orientación magnética en animales tan dispares como abejas, termitas, ratones, bacterias, ratas topo, langostas, peces, tortugas marinas, lobos y murciélagos. Es decir, casi todos, ¿menos nosotros?

Es más: hace unos años se suscitó un interesante debate científico a raíz de un estudio según el cual las vacas y los ciervos preferían alinearse con el campo magnético terrestre norte-sur, algo que no sucedía donde había fuertes interferencias electromagnéticas locales, como líneas de alta tensión. El debate surgió cuando otros estudios no lograron reproducir estos resultados. Pero es que en 2013, un grupo de investigadores checos y alemanes describió que los perros tienden a orinar y defecar según las líneas magnéticas norte-sur. Según el estudio publicado en la revista Frontiers in Zoology, «los perros prefieren excretar con el cuerpo alineado a lo largo del eje norte-sur en condiciones de campo magnético calmado. Este comportamiento direccional se anula con campo magnético inestable». Los científicos añadían que esto explicaba el porqué de tanta vuelta antes de ponerse a ello. Y desde aquí pido a los propietarios de perros una contribución a la ciencia ciudadana: que saquen a pasear a sus animales brújula en mano y que informen de sus observaciones.

Pero entremos en materia: ¿cómo lo hacen todos ellos? El año pasado expliqué aquí una hipótesis según la cual las aves literalmente podrían ver el campo magnético en forma de líneas azules en el aire, gracias a un efecto cuántico en moléculas de su retina sensibles a la luz de este color. En 2012, dos investigadores de EE. UU. descubrieron neuronas en el cerebro de las palomas que registran la dirección y la fuerza del campo magnético. Estas neuronas serían las responsables de recoger la información detectada por algún órgano sensor del magnetismo, y de entregarla a su vez a alguna estructura cerebral encargada de construir un mapa. En cuanto a lo primero, tenemos la hipótesis de la retina, pero también hay indicios de que el oído interno podría tener algo que decir. Y en cuanto a lo segundo, algunos científicos proponen que podría tratarse del hipocampo, la región cerebral donde se ha ubicado la memoria de localización.

Ilustración de la 'antena magnética' descubierta en el gusano 'C. elegans'. Imagen de Andrés Vidal-Gadea.

Ilustración de la ‘antena magnética’ descubierta en el gusano ‘C. elegans’. Imagen de Andrés Vidal-Gadea.

Ahora, lo nuevo: esta semana, un equipo de investigadores de la Universidad de Texas en Austin y la Universidad Estatal de Illinois (EE. UU.) ha publicado un estudio en la revista eLife que descubre la existencia de una especie de antena magnética en un minúsculo gusano nematodo del suelo llamado Caenorhabditis elegans, un animal muy utilizado como modelo de laboratorio. Los científicos observaron algo enormemente curioso: mientras que los gusanos nacidos en Texas excavan hacia abajo en vertical en busca de alimento, los procedentes de otros lugares del planeta, como Inglaterra, Hawái o Australia, lo hacen en un ángulo respecto al campo magnético que corresponde precisamente a lo que sería hacia abajo si estuvieran en sus países de origen. En concreto, los gusanos australianos emigran hacia arriba.

Sorprendidos por este peculiar fenómeno, los investigadores situaron a los gusanos en un campo magnético artificial orientable a voluntad, comprobando entonces que cambiaban la dirección de su movimiento en consonancia. Y descubrieron además que todo esto no sucede en gusanos que llevan alteradas unas neuronas especializadas llamadas AFD, que los C. elegans emplean para detectar la temperatura y los niveles de dióxido de carbono. Así, los científicos han podido comprobar que estas neuronas se activan en respuesta al campo magnético. Según el codirector del estudio, Jonathan Pierce-Shimomura, esto supone el descubrimiento de la primera neurona magnetosensible, y eso que hasta ahora ni siquiera se sabía que los C. elegans fueran capaces de orientarse por el campo magnético. «Hay posibilidades de que otros animales más monos [sic: cuter], como mariposas y aves, empleen las mismas moléculas», ha dicho el investigador.

Así, ya conocemos algo más de cómo algunos animales ven, o sienten, el campo magnético. Y una vez más, ¿los humanos no hemos sido invitados a esta fiesta? No lo den por hecho: en 2011, un intrigante estudio publicado en Nature reveló que una proteína de la retina humana es capaz de guiar la orientación magnética de las moscas cuando se les elimina la suya y se reemplaza por la nuestra. Y esta molécula, llamada criptocromo, es precisamente la versión humana de la que he mencionado más arriba para los pájaros. Es evidente que nosotros no vemos líneas azules en el aire (yo, al menos); pero algunos experimentos controvertidos sugieren que incluso los humanos tenemos una cierta sensibilidad al campo magnético terrestre. En 2014 la investigadora Sabine Begall, de la Universidad de Duisburgo-Essen (Alemania), coautora de los estudios que descubrieron la supuesta capacidad de orientación magnética en vacas y perros, decía lo siguiente en un podcast para NPR News:

Después de publicar nuestro primer estudio sobre el ganado –en 2008– recibimos un montón de llamadas de gente de todo el mundo. Y decían, oye, yo también puedo detectar el campo magnético. Y al principio yo pensaba, bah, no puedo creérmelo. Pero sabes, entre ellos había hasta un ganador del premio Nobel. Y entonces dije, ¿eh?, tal vez hay algo en la historia de que las personas pueden detectar el campo magnético.

Por si fuera poco, desde el año 2000 sabemos también que los taxistas londinenses con un mejor conocimiento del mapa de su ciudad tienen agrandado el hipocampo (otro estudio lo confirmó en 2011), esa región del cerebro en la que almacenamos los mapas mentales y en la que, algunos creen, podría integrarse la orientación magnética de las aves. Y al fin y al cabo, todos los invitados a la fiesta, desde el gusano C. elegans hasta los perros, comparten algún ancestro común que es también nuestro. ¿Acaso los humanos hemos olvidado esta capacidad?

¿Siguen los pájaros caminos azules en el cielo?

Hubo hace unos años una película titulada The core (El núcleo) que contaba cómo la vida en la Tierra sufría riesgo de extinción inminente debido a que el campo magnético terrestre desaparecía a causa de una parada en seco del núcleo líquido del planeta, por lo que un equipo de científicos se encargaba de pilotar una nave construida con un material indestructible y descender hasta el centro de la Tierra para detonar allí una bomba nuclear y restaurar así la rotación del núcleo y el campo magnético, salvando a la humanidad y a todas las criaturas vivas de morir horriblemente carbonizadas por la radiación solar.

He escrito el párrafo anterior de un tirón en una sola frase con el propósito deliberado de eludir la tentación de detenerme a hincarle el diente a tan jugosa propuesta argumental. En su día, con ocasión del estreno de la película, ya circularon suficientes comentarios sobre la presunta ciencia de The core, tan de «venga ya» que incluso en su momento se informó de ciertas protestas de científicos y personajes públicos pidiendo más respeto a las leyes de la ciencia en el cine. A lo que vengo es a uno de los efectos que en la película se asociaban a la anulación del campo magnético terrestre: los pájaros se esmendrellaban contra cualquier obstáculo en su camino por efecto de haber perdido la brújula interna que les sirve de guía.

Dejando aparte el hecho de que los pájaros de la película, además de ser incompetentes navegantes, también debían de ser ciegos –ya he dicho que no entraré más en la trama de The core–, lo cierto es que en este caso se ilustraba correctamente un fenómeno conocido: que las aves, al menos ciertas especies, son sensibles al campo magnético terrestre y que emplean esta capacidad para conducirse en sus largas migraciones de hemisferio a hemisferio del planeta.

Para nosotros, pobres humanos con solo cinco sentidos y en ocasiones con alguno defectuoso –mis seis dioptrías y pico ya me habrían costado la vida hace rato si hubiera nacido en una época anterior a la corrección visual–, resulta difícil imaginar cómo las aves perciben el magnetismo. Podemos describirlo científicamente, pero otra cosa es representárnoslo mentalmente. ¿Ven líneas en el aire, como las que dibujamos en los mapas? ¿Huelen hacia dónde tira el norte, como quien sigue la estela de un perfume? ¿Escuchan de dónde viene el runrún? Evidentemente, no es nada de esto. ¿O tal vez sí?

Ante todo, conviene dejar claro que la llamada «magnetocepción», o capacidad para sentir campos magnéticos, es un área de investigación aún tan oscura que prácticamente todas las apuestas están abiertas, ya que aún no se ha localizado un órgano claramente responsable de este sentido, tal como los ojos para la vista o el oído para el sonido. Se sabe que ciertos organismos, como algunas bacterias, poseen partículas de magnetita, imanes naturales que también podrían hallarse en el pico de las palomas. Sin embargo, en los últimos años se ha venido manejando una idea fascinante sobre un posible mecanismo que permitiría a los pájaros ver el campo magnético terrestre, y que se basa en un efecto de la mecánica cuántica conocido como entrelazamiento.

Dos partículas cuánticas se encuentran entrelazadas cuando no se comportan de modo independiente, sino que actúan de forma coordinada en alguna de sus propiedades incluso cuando se encuentran separadas. Por ejemplo, supongamos dos electrones entrelazados, e imaginemos que uno de ellos lleva pintada una flecha apuntando hacia arriba y el otro hacia abajo. Con esta simbología se representa una propiedad llamada espín. Mientras ambos electrones se encuentren entrelazados, sus flechas apuntarán en estas direcciones opuestas, como si cada una supiera hacia dónde señala la flecha de la otra. El entrelazamiento cuántico es un fenómeno bien conocido en el mundo de lo infinitamente pequeño, aunque sea difícil encontrar una comparación en la escala de las cosas grandes. Pero lo que realmente importa no es imaginarlo, sino saber que existe y poder dominarlo con vistas a aplicaciones prometedoras, como la computación cuántica.

Un petirrojo europeo en Holanda. Foto de Arjan Haverkamp / WIkipedia.

Un petirrojo europeo en Holanda. Foto de Arjan Haverkamp / WIkipedia.

En los últimos años se ha descubierto en la retina de algunos pájaros una molécula llamada criptocromo que posee pares de electrones entrelazados. La hipótesis es que cuando un rayo de luz (un fotón) choca con uno de estos pares de electrones, uno de ellos puede absorber esta energía y emplearla para saltar a otra molécula. Dado que los espines son sensibles al magnetismo, la separación entre ambos electrones puede causar que reaccionen de manera ligeramente diferente según su orientación respecto al campo magnético terrestre. Si el bamboleo de los espines los despareja, los electrones quedarán separados y perderán su entrelazamiento. Pero si por el contrario ambos mantienen sus espines opuestos, se combinarán de nuevo recobrando su estado original y devolviendo la energía absorbida del fotón, que se transmitirá al nervio óptico enviando una señal al cerebro.

En resumen, y si esta hipótesis llegara a encontrar suficiente respaldo empírico, se confirmaría que los pájaros literalmente son capaces de ver el campo magnético terrestre con sus ojos. E incluso tendría un color, el azul, ya que es esta longitud de onda la que excita las moléculas de criptocromo. Aunque aún quedan muchos experimentos por delante para asegurar que los pájaros vuelan de norte a sur y de sur a norte siguiendo una especie de carretera azul pintada en el aire, los indicios son muy sugerentes. En mayo de este año, un estudio publicado en Nature descubría que ciertos tipos de emisiones electromagnéticas habituales en la actividad humana, como las de radio de onda media (lo que llamamos AM) o las producidas por las conexiones de los aparatos a la red eléctrica, son capaces de desorientar a los petirrojos europeos, una especie que posee criptocromo en su retina.

El director del estudio, Henrik Mouritsen, de la Universidad de Oldenburg (Alemania), declaró entonces que se trataba de energías tan bajas que difícilmente podían afectar a un proceso de lo que se conoce como física clásica. Y desde luego, ninguno de estos campos electromagnéticos afectaría a un sistema de orientación basado en partículas de magnetita. Mouritsen, en cambio, subrayaba que su efecto sobre los espines de los electrones podía bastar para anular la brújula magnética de los pájaros, en caso de que la hipótesis del entrelazamiento sea correcta. «Nos resulta muy difícil encontrar una explicación que no esté basada en cuántica», concluía el investigador.

Para terminar, en este blog ya he dejado clara anteriormente mi fascinación por los pájaros. Y dado que hoy sábado 4 y mañana 5 de octubre celebramos el Día Mundial de las Aves, promovido por BirdLife International y en España por SEO/BirdLife, es una buena ocasión para extraer una clara conclusión del estudio de Nature: dado que la interferencia de las ondas que producimos con la brújula migratoria de las aves es un efecto real, quizá habría que empezar a incluir la contaminación electromagnética como uno de los factores a considerar en el impacto ambiental que nuestra actividad humana ejerce sobre las poblaciones de aves.