Archivo de diciembre, 2018

Año nuevo, mundo nuevo: 2019 se abre con la conquista más lejana del ser humano

El próximo 1 de enero, exactamente a las 6:33 de la mañana (hora peninsular), cuando muchos estén durmiendo la mona en el rincón de algún garito con un hilillo de baba colgando del matasuegras, otros arrastrando los pies en busca de un taxi, y algunos simplemente descansando plácidamente en su cama, tendrá lugar la visita de un artefacto de fabricación humana a la frontera física más lejana en toda la historia de la humanidad.

Cuidado, que vienen cifras: a unos 6.600 millones de kilómetros de nosotros, la sonda de la NASA New Horizons volará a 62.764 km/h (más o menos de Madrid a Barcelona en menos de medio minuto) para acercarse a 3.540 km de un pedrusco de unos 30 km de largo llamado (486958) 2014 MU69, alias Ultima Thule; en la literatura clásica y medieval, Thule designaba la tierra más lejana de las fronteras del norte, ya fuera Noruega, Islandia o Groenlandia, y Ultima Thule se aplicaba metafóricamente a cualquier lugar ignoto más allá de los límites del mundo conocido.

A la izquierda, imagen de Ultima Thule (en el círculo amarillo) tomada por New Horizons el 2 de diciembre de 2018, a 38,7 millones de kilómetros. A la derecha, el detalle del recuadro amarillo, en el que se ha eliminado el brillo de las estrellas del fondo. Imagen de NASA/JHUAPL/SwRI.

A la izquierda, imagen de Ultima Thule (en el círculo amarillo) tomada por New Horizons el 2 de diciembre de 2018, a 38,7 millones de kilómetros. A la derecha, el detalle del recuadro amarillo, en el que se ha eliminado el brillo de las estrellas del fondo. Imagen de NASA/JHUAPL/SwRI.

El objeto transneptuniano (más allá del planeta Neptuno) Ultima Thule es ese lugar: aunque las dos sondas gemelas Voyager han llegado aún más lejos, traspasando los límites del Sistema Solar, lo han hecho en mitad del inmenso vacío del espacio, sin una referencia geográfica cercana. New Horizons se acercará por primera vez en la historia a un objeto del cinturón de Kuiper, el disperso anillo de asteroides que abraza el Sistema Solar.

El aparato recogerá datos científicos y tomará imágenes con una resolución de 30 metros, para después enviar todos estos paquetes de información a las antenas terrestres, que los recibirán seis horas después de su emisión (ya, ya, y nuestra wifi apenas llega del salón al dormitorio…). Casos como este nos recuerdan que la velocidad de la luz es en realidad una magnitud de caracol si la contemplamos contra las inabarcables distancias del cosmos.

La historia de New Horizons y Ultima Thule es también una primicia en la exploración espacial por otros motivos. La sonda ya disfrutó de su momento de gloria en 2015, cuando nos reveló por primera vez cómo es en realidad el explaneta Plutón. Una vez completada la que era la misión primaria de New Horizons, los responsables de la misión se encontraron con la posibilidad de emplear su flamante y potente aparato para conquistar nuevas metas. Con este fin, el telescopio espacial Hubble emprendió una búsqueda de objetos lejanos a los que New Horizons pudiera dirigirse, y allí apareció Ultima Thule, que aún no se conocía cuando la sonda despegó de la Tierra.

Ilustración de la sonda New Horizons acercándose a Ultima Thule. Imagen de NASA/JHUAPL/SwRI.

Ilustración de la sonda New Horizons acercándose a Ultima Thule. Imagen de NASA/JHUAPL/SwRI.

Los terrícolas tendremos que esperar quizá a los primeros días de 2019 para empezar a conocer los datos y el aspecto de este lejano asteroide. Y los científicos confían en que esas primeras observaciones logren resolver el primer misterio sobre este distante objeto. La forma concreta de Ultima Thule aún se desconoce, aunque se sabe que no es esférico. Pero durante su acercamiento, las imágenes tomadas por New Horizons han revelado un patrón luminoso inusual.

Mientras que un objeto irregular reflejando la tenue luz solar debería comportarse como un faro, emitiendo un pulso luminoso periódico debido a la rotación, en cambio las fotos muestran una luz muy uniforme, como la que se esperaría de una esfera. Para explicarlo, los investigadores han propuesto varias hipótesis: tal vez el eje de rotación esté dirigido precisamente hacia la trayectoria de la nave, lo que sería una improbable casualidad; o bien quizá Ultima Thule esté rodeado por una nube de polvo como la cabellera de un cometa, pero para esto se necesitaría que el Sol lo calentara lo suficiente como para provocar esta emisión, lo que no parece posible a tal distancia. Por último, se ha apuntado la posibilidad de que el asteroide esté rodeado por varias lunas diminutas, con patrones luminosos diferentes que se suman. Sin embargo, según los científicos, este sería un caso único entre los objetos conocidos del Sistema Solar.

La respuesta, que podremos conocer a través de los canales de la NASA y del Laboratorio de Física Aplicada de la Universidad Johns Hopkins, será probablemente el primer hallazgo científico destacable de 2019, pero no será el único descubrimiento que nos revelará este histórico encuentro de la tecnología humana con las lejanías del Sistema Solar. Según el investigador principal de New Horizons, Alan Stern, Ultima Thule «es una cápsula del tiempo que nunca antes hemos visto y que nos llevará en un viaje en el tiempo hasta 4.500 millones de años atrás, al nacimiento del Sistema Solar».

Un estudio investiga el gran ‘spoiler’ de nuestra infancia sobre la «magia» de la Navidad

Siguiendo con mi línea de ayer, ¿por qué la RAE no acepta el término «spoiler«? Parece claro que su uso está muy extendido y que no va a desaparecer ni a ser reemplazado por una traducción. En algún momento los académicos deberán percatarse de que «no me hagas una descripción de un importante desarrollo de la trama de una serie/película/libro que si se conoce de antemano puede reducir la sorpresa o el suspense para quien la ve o lee por primera vez» (según la definición del diccionario de inglés de Oxford) es una frase que sencillamente no va a ocurrir (no, «no me cuentes el final» no es equivalente, ya que los spoilers no tienen por qué referirse necesariamente al final).

Pero en fin, a lo que voy: uno de los spoilers más memorables de la realidad de nuestras vidas es el que nos llega durante la infancia y que nos desvela cuál es la maquinaria real de esa magia de la Navidad. Es una revelación de tal trascendencia que muchos recuperamos aquella memoria durante toda nuestra vida, y la compartimos: y tú, ¿cómo te enteraste?

Imagen de pixabay.

Imagen de pixabay.

Sin embargo y curiosamente, ha sido una experiencia relativamente ignorada por los estudios, hasta que el psicólogo Chris Boyle, de la Universidad de Exeter (Reino Unido), decidió emprender la primera gran encuesta. La Exeter Santa Survey, actualmente en progreso, «tiene como objetivo obtener una mejor comprensión de las diferentes creencias que las personas tienen en torno a Papá Noel y a la Navidad», dice la web del proyecto. Por cierto, estoy copiando literalmente en castellano; la encuesta tiene versión en nuestro idioma, por lo que pueden participar si les apetece. Imagino que a Boyle no le importará si en nuestro caso las respuestas se refieren a los Reyes Magos.

Boyle añade: «Mi interés se centra en comprender cómo se siente un niño/a cuando se entera de que Papá Noel xxxxxxxx» (elimino la última parte para no incurrir aquí en ese spoiler). «Por ejemplo, ¿qué edad tenías cuando te enteraste? ¿Viviste la Navidad de forma diferente después de eso? Este proyecto pretende ser una investigación informal sobre el fenómeno de Papá Noel y espero que puedas participar».

Aunque el proyecto está en curso, las 1.200 respuestas ya reunidas han proporcionado a Boyle el suficiente volumen de información para extraer algunas conclusiones parciales. Por ejemplo, la media de edad a la que los niños suelen acceder al secreto mejor guardado de la Navidad: ocho años. Recordemos que la encuesta está dirigida a los adultos, por lo que los datos se refieren a tiempos pasados, no a los actuales. Al menos en mi sola experiencia personal y por lo que veo en mi entorno, hoy puede que este momento se haya retrasado, lo cual es una paradoja en estos tiempos de mayor acceso a la información; paradoja que tal vez se explique porque también son tiempos de mayor sobreprotección de los niños.

En cuanto al cómo, las respuestas son muy variadas. «La causa principal es la acción deliberada o accidental de los padres, pero algunos niños empezaron a unir las piezas por sí mismos a medida que crecían», dice Boyle. El investigador cuenta cómo algunos errores de los padres descubren el pastel: un participante los descubrió disfrutando de las viandas y las bebidas que un rato antes habían colocado para Papá Noel y sus renos. Otro los pilló con las manos en la masa tras el estrépito causado cuando a su padre se le cayó uno de los regalos.

En otros casos la torpeza cayó a cargo de los profesores, como cuando eligieron para interpretar el papel del mismísimo y único Papá Noel a uno de ellos a quien los niños conocían sobradamente. Otro contó a sus alumnos de siete años que en el Polo Norte no vivía nadie, una metedura de pata con difícil vuelta atrás. Pero peor fue el caso de otro profesor que, seguramente sin mala intención, pidió a sus alumnos de siete años que escribieran una redacción sobre cómo descubrieron la verdad sobre Papá Noel.

En casos como estos últimos, los padres pierden el control de la situación, como cuando el rumor comienza a extenderse entre los propios niños. Algunos logran inmunizarse contra lo que consideran un flagrante ejemplo de fake news: un participante contó que a los siete años pegó a otro niño por tratar de convencerle de aquella absurda hipótesis, y continuó creyendo en la versión oficial durante tres años más.

En cuanto a la labor detectivesca de los propios niños, un participante contó que reconoció uno de los regalos para su hermana, que había visto en las semanas previas en la habitación de sus padres. Otro fue lo suficientemente astuto para percatarse de que la caligrafía de Papá Noel y la de su padre eran sospechosamente idénticas, mientras que otro encontró las cartas en la habitación de sus padres después de haber sido presuntamente enviadas a su destinatario. Los niños también ataron cabos cuando unos padres algo despistados dejaron las etiquetas de los precios en los regalos, o firmaron un libro destinado a uno de sus hijos como «mamá y papá».

Imagen de pixabay.

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Pero sin duda el premio al joven científico lo merece el encuestado que a los nueve años «había aprendido lo suficiente sobre matemáticas, física, viajes y la relación entre el número de niños del planeta y el tamaño del trineo». O el que decidió poner en marcha su propio experimento independiente, enviando una carta sin conocimiento de sus padres; ni uno solo de los juguetes de aquella lista apareció al pie del árbol. O el que notó la imposibilidad de que un hombre notablemente obeso pudiera deslizarse por el hueco de su chimenea… sobre todo, estando encendida.

Por su parte, el premio a la sensatez se lo lleva el niño al cual, a sus ocho años, nadie supo explicar «por qué Papá Noel no llevaba comida a los niños de los países pobres». Finalmente, uno de los casos más curiosos es el del niño de cinco años a quien sus padres tuvieron que tranquilizar porque le aterrorizaba la idea de que un extraño allanara su casa en plena noche.

Quizá la faceta más llamativa del estudio es la que descubre cómo reaccionan los niños cuando conocen la realidad de esa magia navideña: la tercera parte de los encuestados recibieron la noticia con disgusto, pero un 15% se sintieron traicionados por sus padres y un 10% incluso furiosos; a un 30% aquella revelación les minó su confianza en los adultos. «En los últimos dos años me he sentido apabullado por la cantidad de gente cuya confianza resultó afectada», dice Boyle. En el otro extremo están los más pragmáticos, el 65% que prefirió no darse por enterado y seguir actuando como si no hubiera pasado nada.

Lo cual es sin duda una manera bastante conveniente de afrontar esa transición a la madurez; según el estudio de Boyle, a un 34% de los encuestados les encantaría volver a creer en Papá Noel, pero también un 72% de los padres se sienten aliviados de revelar la verdad a sus hijos y, pese a todo, continúan representando esa ceremonia anual dejándose llevar por el juego y la ilusión de estas fechas. Al fin y al cabo, nada nos impide seguir disfrutando de la fantasía… siempre que sepamos distinguirla de la realidad. Y siempre que no confiemos en ella para que nos deje al pie del árbol nada más milagroso que una guitarra nueva, si he sido lo suficientemente bueno este año.

Célula de español científico: no existen las enfermedades «severas» (según el diccionario)

En 2011, cuando Twitter llevaba cinco años funcionando y estaba en pleno auge, la Real Academia Española justificaba la no inclusión en el diccionario de nuevos términos como «tuitear» alegando que «el Diccionario de la RAE recoge el uso real de la lengua, no las modas, que son efímeras. ¿Y si en 2 años ya no «tuiteamos»?», decía.

Pero solo un año después, la RAE anunciaba la incorporación al diccionario de «tuitear» y sus términos relacionados.

La RAE dice tener como objetivo reflejar el uso de las palabras, o sea, un criterio reactivo, y no ordenar estos usos, o sea, un criterio proactivo. Lo cual parece bastante razonable. Pero ¿cuánto tiempo considera la RAE que debe transcurrir para que una moda se convierta en un uso consolidado? ¿Un año? ¿Un siglo? Evidentemente, es imposible objetivar este criterio. Pero ¿por qué la RAE arrincona palabras cuyo uso está más que consolidado por el paso del tiempo, y en cambio solo las contempla precisamente cuando se ponen de moda? Es decir, justo lo contrario de lo que dice hacer.

Un ejemplo: hace unos días la RAE ha anunciado la incorporación al diccionario de varios términos asociados con el uso de las redes sociales o con tendencias que han cobrado fuerza en los últimos años. Entre ellos se encuentran «meme», «selfi», «escrache» o «sororidad».

 

Pero la palabra «meme» no es ni mucho menos nueva. La acuñó en 1976 el biólogo evolutivo Richard Dawkins en analogía a «gene» (gen); del mismo modo que un gen es una unidad de información genética que se transmite, un meme es una unidad de información cultural que se transmite. La teoría del meme se ha discutido durante décadas en los círculos académicos; su uso estaba mucho más que consolidado antes de que se aplicara a los gifs de gatitos. Y sin embargo, la RAE la ha ignorado hasta que se ha puesto de moda a través de las redes sociales.

Casos como este, con las contradicciones que conllevan en el discurso de la RAE, son llamativos cuando ignoran usos consolidados de las palabras que sin duda deberían entrar en el diccionario, pero que no lo hacen por vaya usted a saber qué razones; ¿porque no son trending topic? Y que al no hacerlo están obligando a quienes emplean estos usos consolidados a expresarse incorrectamente.

El ejemplo que traigo hoy aquí es la palabra «severo». Según el diccionario de la RAE, significa «riguroso, áspero, duro en el trato o el castigo», o bien «exacto y rígido en la observancia de una ley, un precepto o una regla», o también «dicho de una estación del año: Que tiene temperaturas extremas. El invierno ha sido severo».

Es decir, que al contrario de lo que ocurre en inglés, según el diccionario oficial del español es incorrecto hablar de una «enfermedad severa» o de «síntomas severos», ya que este uso no está recogido. Una enfermedad como la que en inglés se denomina Severe Combined Immunodeficiency (SCID) en castellano debe traducirse como inmunodeficiencia combinada grave, ya que no puede emplearse la palabra «severa» en este contexto.

Claro que quizá algunos podrían argumentar que, si para este uso tenemos la palabra «grave», que el diccionario sí acepta para referirse a las enfermedades como «grande, de mucha entidad o importancia», y por lo tanto la acepción ya está cubierta, ¿qué necesidad hay de aceptar este mismo significado para el término «severa»?

Sí, claro. Muy razonable. Si no fuera porque los médicos han utilizado «severo» en este contexto durante tanto tiempo que nadie podría discutir que se trata de un uso totalmente consolidado. ¿Y no habíamos quedado en que «el Diccionario de la RAE recoge el uso real de la lengua»?

El sexo no solo está en los cromosomas sexuales

Hay una razón biológica para que tengamos sexo, aunque todavía no estamos seguros de si la comprendemos en su totalidad. Imaginemos que pudiéramos tener descendencia a voluntad sin intervención de otra persona. Sin duda la vida sería mucho más aburrida, pero también nos evitaría innumerables quebraderos de cabeza y un inmenso gasto de energía.

Evidentemente, es difícil concebir cómo sería la vida sin el sexo; no sin practicarlo (que también), sino sin que existiera. Pero nosotros, los humanos, no hemos elegido que las cosas sean como son. Nos han venido dadas de esta manera, y lo único que podemos hacer es intentar comprender por qué. Bueno, por supuesto y mientras lo intentamos, también podemos disfrutar de los mecanismos que lo hacen posible.

Los organismos que se reproducen asexualmente tienen una gran ventaja sobre nosotros, y es que pueden aumentar sus poblaciones con mucha más facilidad y rapidez, evitando además el engorro y el coste energético de tener que encontrar una pareja adecuada. Queda claro que hablamos desde un punto de vista biológico, desde el cual nuestras células germinales –óvulos y espermatozoides– son tan importantes como nosotros, o incluso más; si tenemos en cuenta las generaciones celulares, entre nuestra generación y la de nuestros hijos hay otra más, la de nuestras células germinales. De hecho, nosotros no somos más que instrumentos al servicio de nuestros genitales para producir descendencia. No es una idea provocadora, simplemente es biología.

Parece claro que entonces, para que la reproducción sexual haya perdurado, debe aportar alguna ventaja a ciertos organismos –en realidad somos una minoría los que utilizamos esta estrategia reproductiva–. La más obvia es que nos confiere una mayor diversidad genética gracias a la mezcla de genes entre el padre y la madre; cada uno de nosotros solo legamos a nuestros hijos la mitad de nuestro genoma, y así fabricamos genomas híbridos que son completamente inéditos, nunca antes aparecidos en la historia de la humanidad.

Cromosomas humanos. Imagen de Public Domain Files.

Cromosomas humanos. Imagen de Public Domain Files.

Esta diversidad genética es el medio para conseguir fines prácticos: nos ayuda a diluir el efecto y la acumulación de mutaciones perjudiciales, que los seres asexuales se ven condenados a arrastrar generación tras generación. Y al haber genomas muy diversos en una población lo suficientemente grande, aumentan las posibilidades de supervivencia de la especie frente a las agresiones del entorno, cuando las condiciones ambientales cambian: si llega una glaciación, siempre hay quienes la soportarán.

Para que todo esto se produzca es necesario que existan dos sexos, con un dimorfismo sexual característico –lo que nos diferencia físicamente– que nos permite reconocernos mutuamente. Y según la norma más general, lo que genera esas disparidades entre los cuerpos de hombres y mujeres también determina otros parámetros, como nuestra identidad sexual (sentirnos hombres o mujeres) y nuestra orientación sexual (que nos atraigan los hombres o las mujeres).

En tiempos pasados, cuando aún no se comprendían los mecanismos responsables de todo esto –y, todo hay que decirlo, cuando los prejuicios sociales y religiosos eran mucho más prevalentes que hoy–, se interpretaba que la naturaleza humana era forzosamente binaria, valga la insistencia, por naturaleza: hombre y mujer, macho y hembra, sexo donador y sexo aceptor, cada uno atraído por el opuesto. Todo lo que se saliera de esta norma mayoritaria se consideraba anormal, y por lo tanto patológico. Para algunos, incluso satánico.

Naturalmente, hoy los criterios sociales han cambiado, y los religiosos ya no determinan el funcionamiento de la sociedad. Pero aunque sin duda esto debe agradecerse principalmente a todas las personas que han entregado sus mayores esfuerzos a esta causa, es esencial no olvidar algo: cuando el Papa Francisco, en sus recientes y decepcionantes declaraciones, atribuía la homosexualidad a una moda (o al menos su mayor visibilidad actual), está ignorando un siglo de conocimiento científico.

Está ignorando que, con independencia de las tendencias y los cambios en la realidad social y del empeño de quienes los han impulsado, el hecho biológico es que la homosexualidad, la bisexualidad, la transexualidad, la intersexualidad y las discrepancias entre fenotipo e identidad u orientación sexual son situaciones completamente NATURALES, que forman parte de la distribución normal (en sentido matemático; es decir, campana de Gauss) de la variabilidad sexual humana.

Y el hecho de que ya no se consideren patologías ni siquiera se debe a la necesidad de crear una sociedad más inclusiva, como sí ocurre para el caso de ciertos trastornos mentales que hoy se pretende desestigmatizar; la variabilidad sexual no es patológica, sencillamente porque en esta categoría entran las condiciones que perturban gravemente a las propias personas o a las cercanas a ellas. Y el único motivo por el que la variabilidad sexual ha creado perturbaciones a tantas personas durante tantos siglos es por esos antiguos prejuicios sociales y religiosos, no por nada inherente a esas propias condiciones, que en sí misma son tan patológicas como el hecho de que dos padres rubios tengan un hijo moreno.

Como ilustración de todo esto, llega un nuevo estudio que descubre uno más de los factores genéticos involucrados en la determinación del fenotipo sexual humano. Desde hace años se conoce el gen SRY, presente en el cromosoma sexual masculino Y, cuya entrada en funcionamiento durante el desarrollo embrionario es fundamental para la aparición de los genitales masculinos. Como ya expliqué aquí y en contra de ese mito tan extendido, esto no implica que todos comencemos nuestro desarrollo como embriones femeninos; la ausencia del cromosoma Y con su gen SRY solo resulta en una diferenciación completa de la anatomía femenina cuando existen dos cromosomas X, no solo uno de ellos. Antes de la puesta en marcha del Y, el embrión no es femenino, sino un proyecto de hermafrodita.

Pero ¿cómo actúa SRY? Los genes en realidad no producen caracteres, sino solo proteínas. Muchas de estas proteínas a su vez estimulan la actividad de otros genes, cuyos productos activan otros genes, y así. Estas cadenas llevan en algún momento a la fabricación de proteínas que participan en rutas metabólicas de la célula, las cuales modifican la producción de otras moléculas involucradas en otras rutas o en la activación de otros genes… El proceso en conjunto podría asemejarse a esos inmensos montajes de fichas de dominó que hace unos años tanto parecían gustar a los japoneses, donde las líneas se ramificaban y se volvían a unir para al final disparar pirotecnia o hacer caer un coche. Los montajes de dominó de la célula pueden resultar finalmente en varios efectos diferentes y en apariencia no relacionados entre sí, como el color de la piel y el funcionamiento del páncreas.

El nuevo estudio, publicado en Nature Communications por investigadores del Instituto de Investigación Infantil Murdoch (Australia), ha identificado el mecanismo de uno de esos mediadores de la acción del gen SRY. Se trata del gen SOX9, activado por SRY y que produce un factor de transcripción, es decir, un estimulador de la expresión de otros genes. Así, SOX9 es un eslabón en una de esas cadenas, en concreto la que lleva al desarrollo de los genitales masculinos. Si se rompe ese eslabón, la cadena no funciona y los testículos no se desarrollan. Si por el contrario ese eslabón se multiplica, se favorece el desarrollo de los testículos cuando no debería ocurrir.

En concreto, toda la magia ocurre no en el propio gen SOX9, sino en una región del genoma adyacente a él. Cuando a comienzos de siglo se terminó de secuenciar el genoma humano, a los investigadores les sorprendió descubrir que solo una pequeña parte de él contiene genes; el resto se denominó ADN basura, pero fue un nombre desafortunado, ya que en realidad esta materia oscura del genoma (una denominación más adecuada) contiene secuencias esenciales para que los genes se activen. Esas partes que no producen proteínas albergan promotores y enhancers (potenciadores), segmentos de ADN a los que se unen esos factores de transcripción y otras proteínas reguladoras para ordenar a los genes que fabriquen proteínas. Son los semáforos de los genes: cuando están en rojo, el gen está inactivo; necesitan que una proteína reguladora se una a ellos y los ponga en verde para que el gen funcione.

Los investigadores australianos han descubierto que el gen SOX9 está bajo el control de tres semáforos, o enhancers, que dependen de SRY para ponerse en verde y dar paso a la producción de una proteína que actúa como eslabón crítico en la cadena que lleva al desarrollo de los testículos. Cuando estos enhancers aparecen en mayor número de lo habitual, el resultado es que se forman testículos, incluso cuando la persona tiene cromosomas XX, es decir, es genéticamente femenina. Y al contrario, cuando los enhancers de SOX9 son deficitarios, aparecen ovarios, incluso si la persona es XY, genéticamente masculina.

En resumen, las variaciones en el control de SOX9 por medio de sus enhancers explican muchos casos de intersexualidad: personas cromosómicamente femeninas que poseen testículos, o cromosómicamente masculinas que poseen ovarios. El gen SOX9 no se ubica en los cromosomas sexuales sino en el cromosoma 17. Por supuesto no es el primer caso conocido de control del sexo a través de genes situados en cromosomas que no son los sexuales, pero sirve para reforzar la idea de que el sexo no solo está en los cromosomas sexuales.

Y naturalmente, las variaciones en el control de los enhancers de SOX9 no son enfermedades. No son trastornos (aunque, por desgracia, la terminología todavía debe adaptarse a esta realidad). Y dado que los procesos genéticos y bioquímicos que controlan la definición de la identidad y la orientación sexual en el cerebro (es decir, si nos sentimos más hombres, más mujeres o ninguno de ambos en particular, o si nos atraen más los hombres, las mujeres o ambos) dependen de sus propias cadenas dentro esos inmensos montajes de dominó, puede ocurrir que las personas XX que son fenotípicamente hombres, o las XY que son fenotípicamente mujeres, se sientan hombres o mujeres, y les atraigan los hombres o las mujeres.

Son simplemente casos minoritarios, que caen en las partes más delgadas de la campana de Gauss de la variabilidad sexual humana. Pero no sufren ningún mal, salvo aquellos que la sociedad quiera cargar sobre ellos por el hecho de no haber caído en la parte más alta de la campana de Gauss.

El caso de Vigo no trata del debate sobre dónde parir, sino sobre pseudomedicina

Esta semana hemos conocido el caso de un bebé que murió en Vigo por complicaciones durante el parto, que por decisión de los padres se produjo en el domicilio familiar y sin asistencia médica. El trágico suceso ha suscitado en medios y tertulias el debate sobre la práctica, minoritaria pero presente, de dar a luz en casa. Y como suele ocurrir en estos casos, una vez más se han vertido opiniones algo desorientadas: en realidad el caso de Vigo no trata de la discusión sobre dónde parir, sino que es, una vez más, un ejemplo de los graves perjuicios de las pseudomedicinas.

Parir en casa continúa siendo en el siglo XXI una opción elegida por algunas madres, particularmente en ciertos países. Fue a lo largo del siglo pasado cuando los partos fueron trasladándose desde los hogares a los centros sanitarios. Hay que tener en cuenta que tradicionalmente la atención médica en general se dispensaba en casa para quien podía pagarla, y en cambio los hospitales atendían sobre todo a las personas sin recursos. A medida que la sanidad en general fue mejorando, todo aquello que antes se llevaba a casa fue concentrándose en los centros sanitarios bien dotados y equipados.

Como ejemplo y según datos publicados, en Reino Unido se pasó en casi un siglo de un 80% de mujeres que daban a luz en casa en la década de 1920 a un 2,3% en 2011. Pero en países como Holanda es una costumbre tradicional que se ha mantenido, minoritaria pero aún muy extendida, con un 20% de los partos. Hace unos años, visitando a unos amigos que hacían una estancia postdoctoral en Ámsterdam, me comentaron que allí parecía ser algo muy común; de hecho, tenían una vecina que estaba preparando su parto en casa. Dejando aparte el caso de Holanda, en el resto de los países desarrollados las cifras se mantienen por debajo del 3,5%, pero se ha detectado una tendencia creciente en las últimas décadas.

Un parto en casa. Imagen de Jason Lander / Flickr / CC.

Un parto en casa. Imagen de Jason Lander / Flickr / CC.

Dado que personalmente no conozco a nadie que haya parido en casa, he recurrido a los medios en internet para saber qué tipo de razones impulsan a algunas madres a elegir esta opción. Resumiendo, parece que se trata de motivos emocionales, no racionales (en no pocos casos, teñidos incluso de una cierta retórica pseudoprofunda).

También se lee bastante este argumento: si no estoy enferma, ¿por qué debo ir a un hospital? Pero para separar las ideas de embarazo y enfermedad se crearon las unidades y centros de maternidad, donde las madres no comparten el mismo espacio con los enfermos. Y de hecho, el argumento tiene poco sentido hoy en día, cuando muchas intervenciones médicas se llevan a cabo con fines preventivos sin que los pacientes estén (aún) enfermos. Esta es una corriente en alza: no recuerdo haber hablado con un médico que no me haya dicho que el futuro de la medicina está en la prevención, por lo que la atención al paciente sano está cobrando cada vez mayor impulso.

Las razones referentes a la comodidad de la madre se dan por supuesto. Desear un lugar más familiar, cálido y acogedor para atravesar un momento tan trascendental y delicado como un parto es algo perfectamente comprensible. Sin embargo, la solución a esta exigencia debería ser mejorar la atención, el cuidado y la calidad de los centros de maternidad, antes que fomentar la opción de parir en casa.

En cambio, lo que nunca aparece es el argumento de que dar a luz en casa es más seguro. Porque nadie lo creería. Y sin embargo, los datos disponibles tal vez causen sorpresa: revisando la literatura médica más relevante al respecto, parece que el hospital no gana aplastantemente al domicilio en cuanto a la supervivencia de madres y bebés, como quizá podría esperarse. Tanto un metaestudio de 2015 como una revisión Cochrane de 2012 (Cochrane es la base de datos de referencia en agregación de ensayos clínicos) coinciden en que no hay fuertes evidencias que apoyen una mayor seguridad del entorno hospitalario frente al hogareño.

Sin embargo, hay un pero. Lo cierto es que los datos son conflictivos, y ciertos expertos subrayan que algunos estudios sí decantan claramente la balanza de la seguridad en favor del centro sanitario. El problema de los datos conflictivos radica en que solo se han registrado dos intentos de ensayos clínicos aleatorizados, y ambos fallaron porque su aplicación a este campo es prácticamente inviable. Entre otras razones, es imposible aleatorizar el ensayo, dado que las madres eligen dónde quieren dar a luz (aleatorizar significa que los médicos responsables del ensayo deciden quién recibe la condición experimental y quién actúa como control). Por lo tanto, los datos existentes se basan sobre todo en estudios observacionales. Y como expliqué ayer, las conclusiones de este tipo de investigaciones no tienen el mismo peso científico ni igual fiabilidad que los ensayos clínicos rigurosos.

En este caso concreto, uno de los factores que claramente enturbian las conclusiones de los estudios observacionales es que normalmente los partos en casa son todos de bajo riesgo (ahora iremos al caso de Vigo), mientras que los casos de posibles complicaciones se llevan por norma a los hospitales. Y como es lógico, esto crea un sesgo inevitable en las tasas de mortalidad de ambas condiciones.

Pero de cualquier modo y con independencia de lo que muestren estos datos, ¿se basan las mujeres en ellos a la hora de tomar su decisión? Los testimonios que he encontrado no parecen hacer referencia concreta a estos estudios. Es decir, que el criterio de la seguridad apoyado en fuentes científicas no parece ser el prioritario, incluso teniendo en cuenta que podría favorecer –o al menos no perjudicar– los argumentos de las defensoras del parto en casa para casos de bajo riesgo. Y sin embargo, no creo que sea éticamente discutible que, sea cual sea la opción que se elija, la seguridad debería ser la razón que primara sobre todas las demás; somos garantes de la salud de nuestros hijos.

Una manifestante a favor del parto en casa. Imagen de Nico Nelson / Flickr / CC.

Una manifestante a favor del parto en casa. Imagen de Nico Nelson / Flickr / CC.

Claro que nada de esto se aplica al caso de Vigo, que está fuera de todos los estándares, los estudios y las discusiones. Se ha publicado que la mujer renunció al último tramo del seguimiento ginecológico pese a que el embarazo era de alto riesgo (al parecer la madre ha dicho que no lo sabía), y que recurrió a una persona sin formación médica ni científica, llámese como se llame la presunta especialidad de esa persona. Lo que parece seguro es que ningún profesional sanitario atendió el parto. Y lo que debería quedar claro de todo lo explicado es que el parto en casa como opción debatida por los expertos incluye exclusivamente los casos de bajo riesgo, en un entorno casero medicalizado y con la asistencia de profesionales sanitarios cualificados. En resumen, el caso de Vigo no es un ejemplo representativo del parto en casa, sino un ejemplo representativo del daño de las pseudomedicinas, si todo lo publicado es cierto.

Pero pese a todo lo anterior, tampoco deberíamos caer en la demagogia fácil de descargar exclusivamente todo el armamento dialéctico contra los padres de Vigo, mientras sea el estatus legal el que permite semejantes atrocidades. Veámoslo con un ejemplo: ¿por qué está prohibido manipular el móvil mientras se conduce? Todos vemos y conocemos a numerosas personas que lo hacen asiduamente. Por tanto y si miramos las cifras de siniestros, es de suponer que este comportamiento solo provoca accidentes en una ínfima minoría de casos; en la mayor parte de ellos no hay mayores consecuencias.

¿Bajo qué criterio entonces se prohíbe esa conducta que normalmente es inocua? ¿Es una intrusión en la libertad de los ciudadanos? ¿Reprime el derecho del individuo a expresarse y comunicarse libremente con quien quiera y cuando quiera? ¿Sería posible tolerar el manejo del móvil durante la conducción, y solamente penalizarlo cuando la distracción ha causado un accidente que ha destrozado un par de familias?

No tengo la menor idea de cuáles son las respuestas a estas preguntas; mi territorio no son las leyes. Pero es fácil entender que un comportamiento potencialmente peligroso se proscribe porque, incluso si en la mayor parte de los casos no conlleva ningún perjuicio, el riesgo que comporta es inasumible; sobre todo cuando afecta no solo a quien lo ejecuta, sino también a otros.

Pero si sería una aberración que se permitiera conducir con el móvil en la mano y a la vez encarcelar a quien cause un accidente por ello, ¿por qué se habla de procesar a los padres de Vigo? No existe ninguna obligación legal de dar a luz en un hospital. Se dice por ahí que vedar los partos domiciliarios sería una intromisión en los derechos de cada cual y en la libertad de las madres. Sin embargo, ahora se pretende inculpar a los padres que eligieron una opción legalmente amparada, o al menos consentida.

Ignorando por completo los fundamentos legales de todos estos disparates, desde un punto de vista puramente racional nada de esto tiene el menor sentido. Si cada mujer puede parir donde le apetezca y en presencia o ausencia de quien le apetezca, ¿por qué enjuiciar a alguien cuando la culpa de las complicaciones (incluso si se conocían previamente) no es de los padres, sino de la naturaleza o del azar? Pero si, por el contrario, se considera que todo parto que no se realice en un centro sanitario y en presencia de personal especializado, sobre todo si es de alto riesgo, aumenta el peligro potencial para la madre y particularmente para el bebé, ¿por qué diablos no es ilegal con independencia del resultado?

La incongruencia es evidente; solucionarla legalmente eligiendo una opción u otra podría ser opinable. Si no fuera porque también en este caso, como en el del móvil al volante, existe un riesgo para otros. Un parto implica a dos personas, y una de ellas no puede decidir qué prefiere, si un centro sanitario atendido por profesionales y con todos los recursos de los que dispone la medicina para afrontar cualquier complicación sobrevenida, o la bañera de casa.

Por fin, un ensayo clínico compara el efecto de usar o no un paracaídas al saltar de un avión

En 2003 dos investigadores británicos se propusieron reunir todos los ensayos clínicos existentes en la literatura médica que comparasen el efecto de usar un paracaídas al saltar de un avión con el de no utilizarlo. Su propósito era llevar a cabo un metaestudio, es decir, un estudio de estudios, con el fin de llegar a una conclusión estadísticamente fiable sobre si este adminículo protegía más de los daños de la caída que su ausencia. Pero para su sorpresa, los investigadores no encontraron ni un solo estudio clínico que hubiera evaluado tal extremo.

Si leyeron la anterior entrega de este blog, o conocen la costumbre festiva navideña de ciertas revistas médicas, ya habrán adivinado que se trataba de uno de esos estudios que se publican por estas fechas y que sacan de las entrañas de los médicos su sentido del humor, que muchos de ellos ocultan durante el resto del año (no, yo nunca he escrito esto, debe de ser un error informático). El estudio, en efecto, formaba parte de la edición navideña del BMJ (British Medical Journal), y ha perdurado como uno de los más celebrados por los fanes del humor biomédico.

Sin embargo, el estudio no era una broma inocente sin más, sino que iba cargado de metralla: los autores, Gordon Smith, ginecólogo de la Universidad de Cambridge, y Jill Pell, consultora del Departamento de Salud Pública en Glasgow, pretendían ridiculizar la medicina basada en pruebas, que solo valida la utilidad de un fármaco o procedimiento médico cuando ha superado un ensayo clínico controlado y aleatorizado, en el que se compara la intervención con un placebo de forma aleatoria en un grupo amplio de pacientes.

El argumento que Smith y Pell defendían era que en muchos casos la experiencia de los facultativos y sus observaciones directas, junto con la plausibilidad biológica (una forma pomposa de llamar al sentido común aplicado a la biomedicina), bastan para certificar los beneficios de un tratamiento médico. Incluso teniendo en cuenta que existen casos de heridas provocadas precisamente por el paracaídas (debido a defectos de funcionamiento o mal uso), y que hay datos documentados de personas que han sobrevivido a una caída desde un avión sin emplear este dispositivo, a nadie se le ocurriría emprender un ensayo clínico para comparar su uso y su no uso: la experiencia y la plausibilidad son suficientes para entender que es una mala idea saltar desde un avión sin paracaídas.

«El uso extendido del paracaídas debe de ser solo otro ejemplo de la obsesión de los médicos con la prevención de enfermedades y de su errónea creencia en tecnología no probada para proporcionar protección eficaz contra fenómenos adversos ocasionales», ironizaban Smith y Pell, para concluir: «Quienes abogan por la medicina basada en pruebas y critican el uso de intervenciones no basadas en ellas no dudarán en demostrar su compromiso ofreciéndose voluntarios para un ensayo doble ciego aleatorizado y controlado con placebos».

Un paracaidista. Imagen de pixabay.

Un paracaidista. Imagen de pixabay.

Pero la sátira de Smith y Pell, que se ha convertido en un clásico citado a menudo por algunos médicos para defender su prescripción de tratamientos no avalados por ciencia sólida, ha encontrado respuesta ahora, en la presente edición navideña del BMJ. Y la réplica es, por fin, el primer ensayo clínico aleatorizado, bautizado como PARACHUTE, sobre la eficacia del paracaídas frente a la falta de él.

Los investigadores, dirigidos por el cardiólogo Robert Yeh del centro médico Beth Israel Deaconess de la Universidad de Harvard, reclutaron a 23 voluntarios participantes para saltar desde un avión o un helicóptero; 12 de ellos saltaron con un paracaídas, y los 11 restantes con una mochila vacía. Aunque las condiciones se aleatorizaron entre los sujetos, el estudio no fue doble ciego, si bien en este caso los autores no esperaban una llamativa influencia del efecto placebo.

Los resultados son claros: al cuantificar las muertes o los daños traumáticos sufridos por los voluntarios después de la caída, no se encontraron diferencias entre quienes portaban un paracaídas o quienes llevaban una mochila vacía. Una vez recopilados los datos y aplicado un programa de tratamiento estadístico, se observó que en ambas condiciones los daños fueron del 0%, tanto cinco minutos después del salto como a los 30 días del estudio. «El uso del paracaídas no redujo significativamente la muerte o los daños», concluyen los autores.

Sin embargo, admiten que el estudio adolece de una importante limitación: a diferencia de lo que sucede con otras personas que saltan con paracaídas y que no han participado en la investigación, «los participantes en el estudio iban en aeronaves a una altitud significativamente menor (una media de 0,6 metros para los participantes frente a una media de 9.416 metros para los no participantes) y a menor velocidad (media de 0 km/h frente a media de 800 km/h)».

Es decir, que los participantes saltaron desde aeronaves que estaban paradas en tierra. Por lo tanto, los autores reconocen que este hecho «puede haber influido en los resultados del ensayo», y recomiendan «cautela en la extrapolación a saltos a gran altitud». «Nuestros hallazgos pueden no ser generalizables al uso de paracaídas en aeronaves que viajan a mayor altura o velocidad», concluyen.

Imagen de una de las participantes en el estudio durante su salto con una mochila vacía. El estudio aclara que no sufrió muerte ni grandes daños a resultas de su impacto con el suelo. Imagen de Yeh et al / BMJ.

Imagen de una de las participantes en el estudio durante su salto con una mochila vacía. El estudio aclara que no sufrió muerte ni grandes daños a resultas de su impacto con el suelo. Imagen de Yeh et al / BMJ.

Pero naturalmente, detrás de todo esto hay también una moraleja, que responde con astucia y elegancia al estudio previo de Smith y Pell. A primera vista, una interpretación simple podría extraer el resumen de que los ensayos clínicos no tienen la menor utilidad, que sus resultados son basura y que dicen lo que sus autores quieren que digan, como suelen defender los conspiranoicos y los detractores de la medicina basada en pruebas. Pero de eso se trata: todo esto es cierto… cuando los ensayos están mal diseñados, cuando su planteamiento responde a un sesgo destinado a demostrar lo que ya se ha decidido previamente.

Esto es precisamente lo que ocurre con la medicina no avalada por pruebas, con las decisiones clínicas basadas solo en la experiencia de los facultativos, en sus observaciones directas y en la plausibilidad biológica: el estudio muestra que, fuera de su contexto general, aquello que a un médico parece funcionarle en sus condiciones particulares no es necesariamente extrapolable a todos los casos.

En concreto, Yeh y sus colaboradores subrayan un frecuente error debido a estos prejuicios, y es que la creencia en la eficacia de un tratamiento, no apoyada en ensayos clínicos rigurosos, lleva a algunos médicos a incluir en el estudio solo a los pacientes de bajo riesgo, ya que consideran poco ético negar una intervención que ellos creen eficaz a los enfermos en situación más crítica. En el ejemplo del ensayo PARACHUTE (que los autores trataron de inscribir en el registro de ensayos clínicos de Sri Lanka, pero que fue rechazado), los pacientes de bajo riesgo son aquellos que saltan desde aeronaves paradas en tierra; los de alto riesgo son quienes lo hacen desde aviones a 10.000 metros de altura.

«Cuando existen creencias en la comunidad sobre la eficacia de una intervención, los ensayos aleatorizados pueden reclutar selectivamente a individuos para los que se percibe una probabilidad baja de beneficio, reduciendo así la aplicabilidad de los resultados en la práctica clínica», escriben los autores. Así, estas creencias pueden «exponer a los pacientes a riesgos innecesarios sin un claro beneficio». «Las creencias basadas en la opinión experta y la plausibilidad biológica se han probado erróneas por posteriores evaluaciones aleatorizadas y rigurosas», añaden.

Y todo ello, claro está, teniendo en cuenta que en realidad la mayoría de los tratamientos médicos «probablemente no serán tan eficaces para lograr sus fines como lo son los paracaídas en prevenir los daños cuando se salta desde un avión». Lo cual viene a decir que citar el ejemplo del paracaídas para atacar la medicina basada en pruebas es simplemente un disparate.

En definitiva, Yeh y sus colaboradores admiten que los ensayos clínicos pueden tener sus limitaciones; pero parafraseando lo que decía Churchill sobre la democracia, la ciencia tal vez sea la peor manera de aproximarnos a la verdad, exceptuando todas las demás alternativas que ya se han probado.

Cómo seis pediatras tragaron cabezas de Lego para luego buscarlas en sus heces

¡Ah, la ciencia! Ese ideal de conocimiento y progreso por el que tantos han hecho tantos sacrificios. Como dice el estudio que vengo a contarles hoy, «en el campo de la medicina ha habido una noble tradición de autoexperimentación». Ahí tenemos, como recuerdan los autores, al australiano Barry Marshall, que en 1984 se bebió un cultivo de Helicobacter pylori para demostrar que esta bacteria era responsable de la úlcera gástrica. Aquí he hablado de dos entomólogos que se han dejado acribillar deliberadamente por diversos bichos, y en otro medio conté hace tiempo la historia de los dos médicos británicos que se aplastaban científicamente los testículos para estudiar el dolor. Claro que nada comparable al estadounidense Stubbins Ffirth, que a comienzos del siglo XIX bebía vómito de enfermos de fiebre amarilla para intentar demostrar que la enfermedad no era contagiosa.

Por ello, cuando un grupo de pediatras quiso comprobar cuál es el destino de un cuerpo extraño que se ingiere por accidente, «los autores sintieron que no podían pedir nada a sus sujetos de experimentación que no harían ellos mismos», escriben en el estudio. Y así, decidieron tragarse cada uno la cabeza de una figurita de Lego, para a continuación escrutar sus heces durante el tiempo necesario hasta descubrir unos ojillos mirándoles desde lo más marrón de las profundidades.

La idea es obra de Don’t Forget the Bubbles (DFTB), un grupo de pediatras de Australia y Reino Unido que hace unos años decidieron fundar una web y un blog para servir como referencia online y foro de discusión a la comunidad de pediatría. Según cuentan en su blog, un día se encontraron discutiendo sobre la ingestión de cuerpos extraños, uno de los grandes clásicos en las urgencias de pediatría. Se les ocurrió pensar que se han publicado innumerables estudios sobre el tránsito digestivo de las monedas, el objeto que los niños ingieren con más frecuencia; pero en cambio, apenas se ha publicado algo sobre los juguetes, el segundo tipo de cuerpo extraño que más viaja por los intestinos de los pequeños.

Así que decidieron poner remedio a este vacío científico, y para ello eligieron un juguete representativo y estandarizado: la cabeza de los muñequitos de Lego. Sin pelo ni gorro. Y dado que de ninguna manera podían contar con sus pacientes para el experimento, reclutaron de su propio grupo a seis voluntarios, tres mujeres y tres hombres, gustosos de pasar a la historia de la autoexperimentación científica.

Según cuentan en su estudio, publicado en la revista Journal of Paediatrics and Child Health, durante los tres días previos a la legofagia los voluntarios llevaron un diario de sus deposiciones según la Escala de Heces de Bristol, creada por investigadores de la Universidad de Bristol en 1997 y que sirve para valorar el estreñimiento o la diarrea en función del aspecto y la consistencia de la deyección: con forma de salchicha, como una morcilla, más o menos pastosa… En fin, ya se hacen una idea.

Escala de Heces de Bristol. Imagen de Cabot Health / Wikipedia.

Escala de Heces de Bristol. Imagen de Cabot Health / Wikipedia.

Utilizando la escala de Bristol, los autores del estudio evaluaron el hábito intestinal de cada participante según una puntuación de Dureza y Tránsito de Excrementos, en inglés Stool Hardness and Transit, o SHAT (literalmente, pasado del verbo cagar). Con esta preparación previa para estimar la idiosincrasia excretora de los voluntarios, estos procedieron a la deglución de las cabecitas, como prueba el siguiente vídeo:

Esquema de las cabezas de Lego empleadas en el estudio. Imagen de Tagg et al. / Journal of Paediatrics and Child Health.

Esquema de las cabezas de Lego empleadas en el estudio. Imagen de Tagg et al. / Journal of Paediatrics and Child Health.

Una vez pasado el mal trago, comenzaba la gran aventura de la ciencia. En los días sucesivos, los investigadores participantes debían recoger las emisiones de su esfínter e inspeccionar cada mojón concienzudamente por el método al gusto de cada cual: «Utilizando una bolsa y estrujando, depresores linguales y guantes, palillos chinos… No se dejó ni un zurullo sin remover», escriben los autores en el blog.

Y por fin, las cabezas fueron surgiendo de entre las sombras. Los resultados fueron medidos según el Tiempo de Encontrado y Recuperado, en inglés Found and Retrieved Time, o FART (literalmente, pedo). El tiempo medio de tránsito sorprendió a los investigadores: solo 1,71 días, frente a los 3,1 a 5,8 días que suelen tardar las monedas. Los autores del estudio aventuran que quizá el tamaño y la forma del objeto pueden influir en el FART, y como experimentos futuros proponen ingerir simultáneamente cabezas de Lego y monedas; «idealmente, con una parte del estudio que incluya tragar una figurita de Lego sosteniendo una moneda», escriben.

Sin embargo y a pesar del pequeño número de participantes, se han encontrado curiosas diferencias entre hombres y mujeres: ellas liberaron a Willy de una o dos sentadas, mientras que ellos necesitaron tres. Es más, la cabecita ingerida por uno de los sujetos masculinos, el paciente B, jamás ha podido ser recuperada, a pesar de que el individuo continuó adentrándose en lo desconocido durante dos semanas. De ello los autores concluyen: «Hay indicios de que las mujeres pueden ser más diestras rebuscando en sus excrementos que los hombres, pero esto no ha podido ser validado estadísticamente».

¿Qué fue de la cabeza del paciente B? Jamás se sabrá. Quizá navegó libre hacia el crepúsculo, o tal vez, como escriben los autores en el blog, «algún día, dentro de muchos años, un gastroenterólogo realizando una colonoscopia la descubrirá mirándole». Pero en cualquier caso, los investigadores extraen una importante conclusión, y es que la ingestión de un cuerpo extraño como el utilizado en el estudio normalmente no debe preocupar a los padres: ni causa molestias ni altera el hábito intestinal. Por ello recomiendan a los padres que no se inquieten, y que ni siquiera se molesten en rebuscar: «Si un médico con experiencia y con un doctorado es incapaz de encontrar objetos en sus propios excrementos, parece claro que no podemos esperar que lo hagan los padres».

Pero naturalmente y para aquellos fácilmente escandalizables, es necesario aclarar que el estudio no pretende presentarse como ciencia seria. En ciertas revistas médicas, sobre todo en el BMJ (British Medical Journal), existe desde hace años la tradición de celebrar la Navidad publicando algunos estudios festivos, como el de la imagen de los médicos en los dibujos animados de Peppa Pig que conté aquí el año pasado. Es una costumbre divertida que parece calar cada vez más entre los investigadores y los editores de las revistas. Leyendo algunos comentarios al vídeo de los autores en YouTube, parece evidente que quienes se escandalizan no saben distinguir entre ciencia y truño; o entre cagar y darle cuerda al reloj.

El objeto interestelar ‘Oumuamua no parece ser una nave alienígena

Si algún día un destructor imperial decidiera dejarse caer por nuestro Sistema Solar, ¿cómo lo reconoceríamos?

En primer lugar, los telescopios descubrirían un objeto inédito en la pantalla del firmamento. Las observaciones permitirían estimar su tamaño, pero sin la suficiente resolución como para poder determinar su aspecto detallado. Después, los cálculos mostrarían que su trayectoria y velocidad no se corresponden con las de un objeto en órbita alrededor del Sol o de otro cuerpo del sistema, lo que sugeriría que no se trata de un asteroide al uso. Tampoco se detectaría la coma típica de los cometas, e incluso tal vez los datos indicarían que su forma no es la habitual más o menos redondeada de un asteroide, sino una más extraña; por ejemplo, fina y alargada.

Así es precisamente la historia que arrancó el 19 de octubre de 2017, cuando el telescopio Pan-STARRS 1 de Hawái descubrió un objeto que pronto se reveló como algo fuera de lo común. Reuniendo las observaciones de otros telescopios, los astrónomos concluyeron que estaban ante el primer objeto interestelar jamás confirmado, un viajero procedente de fuera del Sistema Solar que casualmente atraviesa nuestro vecindario cósmico.

Para su nominación formal se inauguró una nueva categoría de objetos designados con la letra I, de «interestelar»: 1I/2017 U1. Para su nombre común se recurrió a la lengua hawaiana: ‘Oumuamua viene a significar algo así como «el primer mensajero de la lejanía». Los detalles se publicaron en la revista Nature en diciembre de 2017. Respecto a su extraña forma alargada, los investigadores escribían: «Ningún objeto conocido en el Sistema Solar tiene dimensiones tan extremas».

A la izquierda, ilustración de 'Oumuamua (ESO/M. Kornmesser). A la derecha, destructor imperial de Star Wars (20th Century Fox).

A la izquierda, ilustración de ‘Oumuamua (ESO/M. Kornmesser). A la derecha, destructor imperial de Star Wars (20th Century Fox).

La historia tiene un ilustre precedente en la ficción. Más o menos de este mismo modo comenzaba Cita con Rama, publicada por Arthur C. Clarke en 1973. En la novela, lo que inicialmente se detectaba como un asteroide resultaba ser una nave alienígena de forma cilíndrica. Con estos antecedentes, ¿cómo no pensar en la posibilidad de que ‘Oumuamua pudiera ser en realidad un objeto de fabricación artificial?

Esta posibilidad movilizó a los investigadores que trabajan en proyectos SETI, siglas en inglés de Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre. En diciembre de 2017 el proyecto Breakthrough Listen, liderado por el magnate ruso Yuri Milner, anunció que se disponía a utilizar el observatorio de Green Bank, el lugar donde comenzó la exploración SETI en 1960, para tratar de captar alguna señal de radio procedente de ‘Oumuamua. Así lo anunciaban:

Los investigadores que trabajan en el transporte espacial a larga distancia han sugerido previamente que una forma de aguja o de cigarro es la arquitectura más probable para una nave interestelar, ya que minimizaría la fricción y el daño debido al gas y el polvo interestelar. Aunque un origen natural es lo más probable, actualmente no hay consenso sobre cuál puede ser ese origen, y Breakthrough Listen está bien posicionado para explorar la posibilidad de que ‘Oumuamua pudiera ser un artefacto.

Pero como era de temer, el rastreo terminó con las manos vacías. En enero los investigadores de Breakthrough Listen comunicaron sus conclusiones: si ‘Oumuamua emitía alguna señal de radio, debía ser con una potencia inferior a 0,08 vatios, lo cual sería 3.000 veces más débil que la emisión de la sonda de la NASA Dawn, como ejemplo elegido.

Pese a los resultados negativos del Breakthrough Listen, el Instituto SETI, en California, emprendió su propia búsqueda utilizando su instalación dedicada, la matriz de telescopios Allen. Los investigadores del SETI se apoyaban además en un intrigante estudio publicado el mes pasado por dos astrofísicos de Harvard, según el cual ‘Oumamua podía ser un objeto artificial. De acuerdo con los autores, la ligera aceleración inesperada del presunto asteroide sugería que podía tratarse de una nave impulsada por una vela solar. Los científicos aventuraban también que la trayectoria de ‘Oumuamua es demasiado rara para ser un objeto errante, y que en cambio se explicaría más fácilmente si alguien lo hubiera enviado intencionadamente a nuestro Sistema Solar.

Pero una vez más, la realidad ha pinchado el globo: esta semana el Instituto SETI ha informado del fracaso en la búsqueda de señales de radio. Según ha declarado Gerry Harp, el director del estudio: «No hemos encontrado tales emisiones, a pesar de una búsqueda muy sensible. Aunque nuestras observaciones no descartan de forma concluyente un origen no natural para ‘Oumuamua, son datos importantes de cara a evaluar su posible composición». El estudio completo se publicará el próximo febrero.

Por el momento, la cita con Rama deberá seguir esperando.

Pruebas genéticas personales, el nuevo regalo de Navidad, pero cuidado con lo que prometen

El pasado abril, el periodista de la NBC Phil Rogers decidió probar consigo mismo varias pruebas genéticas que se venden directamente al consumidor y que supuestamente revelan lo escrito en el ADN de una persona respecto a la procedencia de sus ancestros o a diversos aspectos relacionados con la salud.

Pero Rogers hizo trampa; para algunos de los análisis no envió su ADN, sino el de su perra Bailey. Varias compañías le respondieron que la muestra era ilegible; pero una de ellas, Orig3n, especializada en pruebas de salud y bienestar, no solo le devolvió un informe completo de siete páginas, sino que le informaba de que el donante de la muestra tenía grandes aptitudes para el baloncesto, el boxeo, el ciclismo y el atletismo (y no, no era Goofy).

La anécdota tiene una clara moraleja: cuidado con las promesas de las compañías de pruebas genéticas. Los análisis de este tipo que se venden directamente al consumidor (DTC, según sus siglas en inglés) se han convertido en el nuevo regalo de moda para aquellas personas que ya tienen de todo; en EEUU y por segundo año consecutivo, una prueba genética de ancestros se ha situado entre los cinco artículos más vendidos por Amazon entre el Black Friday y el Cyber Monday.

En EEUU, un país poblado y construido por emigrantes, el interés por rastrear las huellas familiares está siempre muy presente, algo que no ocurre tanto en Europa. Pero si los análisis genéticos DTC relacionados con la salud no triunfan en la misma medida, es porque la autoridad reguladora, la Administración de Alimentos y Fármacos (FDA), ha sido hasta ahora muy restrictiva con respecto a la venta de estos productos, con el fin de evitar la proliferación de proclamas infundadas y no avaladas por datos científicos.

Como ejemplo, la compañía líder en pruebas genéticas DTC en EEUU, la californiana 23andMe, salió al mercado vendiendo análisis relacionados con la salud, que después tuvo que retirar por no contar con la aprobación de la FDA. Recientemente esta agencia ha comenzado a relajar su política: el pasado 31 de octubre anunciaba la autorización de una prueba de 23andMe que relaciona 33 variantes genéticas con la metabolización de ciertos fármacos. El análisis se basa en la nueva disciplina de la farmacogenómica, que estudia cómo la genética influye en la reacción a los medicamentos, y que se encuadra dentro de la corriente actual de la medicina personalizada.

Uno de los kits comercializados por 23andMe. Imagen de 23andMe.

Uno de los kits comercializados por 23andMe. Imagen de 23andMe.

Para conceder la autorización a la prueba de 23andMe, la FDA ha comprobado que el análisis es preciso y reproducible, y que no solo explica a los consumidores qué resultados ofrece y cómo deben interpretarse, sino también qué resultados no ofrece y cómo no deben interpretarse, para no crear expectativas erróneas.

Curiosamente al día siguiente, el 1 de noviembre, la FDA publicaba otra nota de prensa advirtiendo «contra el uso de muchas pruebas genéticas con proclamas no aprobadas para predecir la respuesta de los pacientes a medicaciones específicas». La agencia alertaba así de la necesidad de que toda prueba comercializada cuente con el suficiente respaldo científico y con una aprobación formal.

Este requerimiento de basarse en ciencia sólida es especialmente crítico cuando se trata de pruebas que advierten sobre el riesgo genético de padecer distintas enfermedades, uno de los negocios a los que las compañías genéticas pretenden hincar el diente. En EEUU la FDA ha autorizado varias de estas pruebas, todas ellas de 23andMe. Esta semana, la agencia ha aprobado el uso de una base de datos de referencia sobre variantes genéticas y su relación con enfermedades, con la intención de que sirva de estándar para el desarrollo de nuevas pruebas genéticas.

Sin embargo, otra cuestión muy diferente son los análisis de bienestar general, aquellos que pretenden valorar la aptitud mental, física y deportiva o los perfiles dietéticos óptimos para una persona, sin hacer referencia a enfermedades concretas. En este campo la FDA se inhibe, al considerarlas «de bajo riesgo»: «Algunas pruebas se ofrecen con propósitos que la FDA considera de bienestar general, como las que predicen la capacidad atlética. En general, la FDA no revisa los productos de bienestar general», dice la agencia.

Lo cual implica que aquí entramos en el territorio del salvaje oeste, donde una compañía puede vender pruebas genéticas para medir el nivel de inteligencia o el flujo del qi haciendo creer implícitamente al consumidor que el análisis cuenta con suficientes fundamentos científicos y con la aprobación de la FDA, cuando no es así.

Y si incluso en EEUU existen lagunas legales que los emprendedores avispados pueden explotar en su beneficio, cuáles no existirán en países como España, donde aún no hay una regulación legal específica de las pruebas genéticas DTC. Aquí se supone que dichos análisis están afectados por la Ley de Investigación Biomédica de 2007 y un par de reales decretos que regulan las pruebas de diagnóstico in vitro y su publicidad.

Según estas normas, los kits DTC para propósitos médicos no serían admisibles, ya que estos exámenes deben ser realizados en centros sanitarios por personal especializado. Pero en el Wild West de las pruebas de bajo riesgo, ya existen empresas españolas que comercializan análisis genéticos para predecir el rendimiento deportivo, el perfil dietético óptimo de una persona o su estado de salud general.

En principio, no se trata de descalificar de forma general estos productos ni a estas compañías, siempre que su publicidad no sea engañosa, y que el consumidor esté advertido de que el informe que va a recibir no cuenta con otro criterio ni más aval que el de la propia empresa; no es el horóscopo, pero tampoco debe caerse en el error de creer que es Ciencia con mayúscula. Las pruebas genéticas DTC son un juguete, y como tal deben regalarse y usarse.

Célula de español científico: «pivotal» no existe

Hace unos días les hablaba aquí de una expresión, seminal study, que es común en el inglés científico para designar estudios que han influido poderosamente en el desarrollo de una nueva línea científica; y que no debe traducirse literalmente al español, ya que en nuestro idioma «seminal» tiene exclusivamente un significado más… bueno, más seminal.

Lo cual, en cierto modo, fue una sorpresa incluso para mí: hace unos días, mientras recogía documentación para un reportaje, leí otro que escribí hace varios años sobre el mismo tema, y ahí me encontré con la horma de mi zapato: en el texto mencionaba un «experimento seminal». Y no, no tenía nada que ver con el semen. Utilizar esta palabra en un contexto figurado viste mucho, pero quienes nos dedicamos a escribir debemos hacer un esfuerzo de rigor en el uso del lenguaje. Y salvo cuando se trata de una licencia creativa, deberíamos abstenernos de otorgar a las palabras significados que no tienen en nuestro idioma. Será que con los años uno se vuelve más estricto, pero el diccionario está para consultarlo, y debo reprocharle a aquella versión más joven de mí que en aquella ocasión no lo hiciera.

Existe otro término que también se utiliza frecuentemente en inglés, que muchos científicos traducen literalmente cuando escriben en español, y que debería evitarse para un uso correcto del castellano. En inglés se habla de pivotal en referencia a algo que, según el Oxford Dictionary, es «de crucial importancia en el desarrollo o el éxito de algo». Dentro de los muchos contextos en los que suele utilizarse, se habla también habitualmente de «pivotal study«.

Así, es frecuente leer textos científicos en español en los que se habla también de «estudio pivotal» o «experimento pivotal«. Pero en este caso no hay una confusión de significados, sino algo aún más determinante: la palabra «pivotal» no existe en castellano; no está recogida en el diccionario de la RAE. Es solo un palabro, un anglicismo innecesario, ya que existen muchos términos en nuestro idioma para expresar el mismo concepto: influyente, crucial, trascendental, clave…

Lo cual no implica que no pueda hablarse de «pivotar» como verbo en sentido figurado; el propio diccionario lo admite. Pivotar significa «moverse o apoyarse sobre un pivote», o sea, un «extremo cilíndrico o puntiagudo de una pieza, donde se apoya o inserta otra, bien con carácter fijo o bien de manera que una de ellas pueda girar u oscilar con facilidad respecto de la otra». Y dado que el sentido figurado es admisible, podría decirse que una línea de investigación pivota sobre un estudio concreto. El motivo por el que no debería decirse entonces que este estudio es «pivotal» es sencillamente porque la palabra no existe, del mismo modo que podemos hablar de sustancias estupefacientes o de quedarnos estupefactos, pero el verbo del que parecerían derivarse estas formas, estupefacer, no existe, aunque también se utilice por ahí.

La cuestión se complica por el hecho de que «pivotal» se emplea en inglés también de forma más específica para referirse a un ensayo clínico cuyo resultado es determinante para la aprobación de un nuevo fármaco o procedimiento, lo que ha llevado a importar su traducción literal al castellano también en la jerga farmacéutica y médica como estudio o ensayo pivotal. Este uso tiene la ventaja de que designa exclusivamente algo cuyo significado el lector entiende; el lenguaje científico se distingue por su correspondencia unívoca, un nombre para cada cosa y una cosa para cada nombre. Pero así como transcarbamilasa o neutralino son palabras que se inventan para designar conceptos nuevos y no puede esperarse que el diccionario las recoja todas (¿o sí?), pivotal es solo un engendro resultante de un uso perezoso del lenguaje, como forwardear o escribir «k» en lugar de «que».