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¿Que la decoración de Navidad dispara las endorfinas?

Un telediario de mediodía emite un reportaje cuya premisa es la defensa de la decoración navideña por el beneficio que supuestamente aporta a nuestro organismo.

Quizá pensarán que difícilmente puede imaginarse un reportaje más innecesario, pero en fin, no seré yo quien critique esto. Quienes hemos trabajado en medios diarios sabemos que es bueno abrir la nevera y encontrar algo allí para los tiempos de escasez; en periodismo, la nevera son esos temas que no son de estricta actualidad del día y que se guardan ya preparados para cuando surja un hueco en las páginas o en los minutos que es necesario rellenar con algo. Todos hemos hecho temas de nevera, y a mucha honra. Dan ocasión de contar cosas más allá del insportable tedio de lo que ha dicho Sánchez y le ha contestado Ayuso, o de la brasa diaria con los sesenta y seis sediciosos de Cesarea. Por supuesto, nunca se deja saber que son temas hechos hace semanas, sino que se presentan como frescos del día, como si de otro modo perdieran valor; es uno de esos absurdos pudores de los medios, como los falsos directos en la radio, cuando antes de la entrevista te dicen «no digas buenos días, porque esto lo emitiremos por la noche».

Pero ocurre que cada uno tenemos ciertos detectores particulares que saltan ante determinados estímulos que, en cambio, a otras personas les resbalan. Un aficionado al fútbol se detiene ante la pantalla de un bar donde están dando un partido, mientras que quienes no lo somos pasamos de largo sin más. En mi caso, una alarma salta cuando escucho algo que suena a afirmación pretendidamente científica, pero que huele a que quizá no lo sea.

Y en este caso en concreto, el reportaje incluía la aportación de una psicóloga que afirmaba con aplomo que la decoración navideña nos hace sentir bien porque estimula nuestra producción de endorfinas, «las hormonas del bienestar».

Decoración de un árbol de Navidad. Imagen de LoMit / Wikipedia.

La psicología a menudo se mueve en un terreno pantanoso. Existe un viejo debate, con posturas encontradas y enconadas, sobre si la psicología es una ciencia o no lo es. Algunos defienden que sí, otros argumentan que es una ciencia social, y el resto defienden que no es una ciencia de ningún modo, e incluso que no tiene por qué serlo. El psicoanálisis ha sido frecuentemente calificado como pseudociencia. Por supuesto, la psicología es muy amplia; la psicología experimental trata de ceñirse al método científico, y las áreas más fronterizas como la neuropsicología han sido las menos cuestionables.

Pero la psicología ha sido uno de los campos más afectados por la llamada crisis de replicación o de reproducibilidad, un debate intenso en los medios científicos en los últimos años al constatarse que muchos estudios publicados, al repetirse, no han producido los mismos resultados que en su día se publicaron con todas las bendiciones de la revisión por pares. En el caso de la psicología, un gran estudio encontró que solo la tercera parte de los resultados publicados se repetían.

Pero más allá de la psicología publicada, que al menos pretende ser ciencia, está la otra. La psicología de gurú. Aquella cuyo discurso hoy ya no se diferencia mucho del de los videntes y adivinos, desde que estos se anuncian afirmando que son capaces de ayudar a la gente con sus problemas psicológicos. Aquella que jamás responderá a una pregunta con un «no lo sé», las tres palabras que mejor diferencian a un verdadero científico de quien no lo es. Algunos psicólogos publican libros de autoayuda que venden miles o millones de ejemplares. Pero cuando uno busca sus estudios en publicaciones académicas revisadas por pares, el resultado es sorprendente: cero.

De este problema son muy conscientes los psicólogos académicos: en un artículo de 2015 en la revista The American Psychologist, el psicólogo Christopher Ferguson escribía, con respecto a la idea popular de que la psicología no es una ciencia de verdad, que «problemas considerables surgen de la tendencia de la ciencia psicológica a sobrecomunicar conceptos mecanísticos basados en datos débiles y a menudo no replicados (o no replicables) que no resuenan con la experiencia diaria del público en general o con el rigor de otros campos académicos».

En otro artículo de este año en Royal Society Open Science, el psicólogo Gerald Haeffel escribe que, curiosamente, casi todos los estudios publicados en psicología arrojan resultados que apoyan las hipótesis previas de sus autores. «Esto es un problema, porque la ciencia progresa a base de equivocarse», dice. Haeffel apunta que «la ciencia psicológica aún no abraza el método científico de desarrollar teorías, conducir pruebas críticas de esas teorías, detectar resultados contradictorios y revisar (o descartar) las teorías en función de ello». Este es precisamente uno de los problemas más citados, y uno de los que descalifican el psicoanálisis: todo se explica siempre perfectamente a posteriori, pero sin teorías que permitan hacer predicciones a priori empíricamente testables. Haeffel concluye que los psicólogos «deben aceptar que se equivocan».

Por eso, cuando este discurso de los psicólogos televisivos o mediáticos se aventura en afirmaciones que sí son científicamente comprobables o refutables, saltan las alarmas. Si una psicóloga se limita a decir que la decoración navideña nos recuerda a nuestra infancia y por eso nos complace, bueno, a ver quién puede refutarlo; la ciencia se caracteriza porque debe ser refutable, y esto no lo es. Pero otra cosa es afirmar que ver los adornos de Navidad nos estimula la producción de endorfinas.

Porque, si las endorfinas son las hormonas del bienestar y ver la decoración navideña nos produce bienestar —salvando el hecho de que también hay quienes no soportan la Navidad—, parece lógico, ¿no?

Bueno, también parecía lógico que el colesterol ingerido en la dieta influyera en el colesterol circulante en la sangre, y esto es lo que se ha creído durante décadas, hasta que los estudios recientes vinieron a mostrar que en realidad no es así. La ventaja de la ciencia es que permite poner a prueba lo que damos por hecho sin más, y a menudo surgen las sorpresas. En psicología y como ya conté aquí, el psicólogo Colin Davis se hartó de escuchar eso tan repetido de que las protestas por una causa mediante métodos no violentos pero que indignan a muchos, como las recientes de los activistas climáticos, crean rechazo hacia esa misma causa. Lo puso a prueba en sus estudios. Salió que no.

En cuanto a las endorfinas, hay algo que conviene aclarar. Más allá de ese gancho periodístico de las «hormonas del bienestar», en realidad las endorfinas no existen para darnos gusto. Su función principal, la razón por la que han aparecido y se han mantenido en nuestra evolución, es ayudarnos a reaccionar en situaciones de estrés; entre otras cosas, elevan nuestro umbral del dolor, de modo que ante una agresión podamos seguir luchando contra el enemigo. Por lo tanto, no hay que afirmar que todo lo que nos gusta nos hace segregar endorfinas. Porque a menos que el árbol de Navidad se nos caiga encima, o se nos rompa una bola en la mano y nos clavemos los trozos, no hay motivo para que la decoración navideña provoque este efecto.

De hecho, resulta que se atribuyen a las endorfinas cosas que en realidad tienen otro mecanismo; por ejemplo, se creía que eran la causa de la llamada euforia del corredor. Pero una vez más, y cuando la ciencia lo ha puesto a prueba, ha descubierto que no son las endorfinas, sino otros compuestos llamados endocannabinoides.

Así, llegamos a la pregunta: ¿es cierto que ver la decoración navideña nos hace segregar endorfinas?

Por mi parte, solo puedo responder que no lo sé. Ni realmente parece saberse: después de dedicar un rato a buscar en las bases de datos de estudios científicos, no he conseguido encontrar ni uno solo que haya puesto a prueba esto. Lo que sí he podido encontrar, curiosamente, es un estudio según el cual la presencia de decoración navideña en una casa produce una impresión en otros de que sus habitantes son más sociables y amigables.

Pero de endorfinas, nada. Y en cambio, lo que sí he encontrado son varias referencias en la prensa popular que afirman cosas en esta línea. Curiosamente, como los caminos a Roma, todas ellas apuntan o acaban apuntando a una misma fuente original: la psicóloga Deborah Serani, académica —profesora de la Universidad Adelphi de Nueva York—, autora de varios libros de gran venta, y según la cual la decoración navideña estimula no las endorfinas, pero sí la dopamina, que Serani define también como «una hormona de bienestar» (en realidad lo que hace la dopamina en este sentido es distinguir el efecto que nos produce una experiencia y que nos lleva a querer repetirla o no, pero esto suena mucho menos sexy).

Y como suele ocurrir en internet, las palabras de Serani rebotan en otros artículos de medios populares que ya toman como dogma el pico de dopamina provocado por la decoración navideña. «La ciencia demuestra que la gente que pone antes su decoración navideña es más feliz», titula una web, citando, cómo no, a Serani. Serani es «la ciencia». También la revista Vogue cae en la misma trampa. Solo se salva un artículo en The Conversation de la neurocientífica Kira Shaw que apuntaba estos efectos como posibles, pero sin darlos por comprobados.

Ninguno de esos artículos cita ningún estudio real que relacione las endorfinas o la dopamina con la decoración navideña. Y hasta donde he podido saber, no existen. Seguramente es a cosas como esta a lo que se refería Ferguson.

En fin, ya lo saben. Decir que les gusta la decoración navideña porque les recuerda a la infancia, y por eso les hace sentir bien, es algo que se sostiene por sí mismo, sin necesidad de revestirlo con ninguna afirmación que suene a científico ni de incluir ningún término bioquímico para darle más empaque. Porque lo que se reviste de apariencia de ciencia sin serlo, tiene otro nombre: pseudociencia.

Y sí, puede que todo lo anterior les parezca completamente innecesario. Pero es lo que tiene la nevera. Al menos nos permite contar cosas más allá del insoportable tedio de lo que ha dicho Sánchez y le ha contestado Ayuso, o de la brasa diaria con los sesenta y seis sediciosos de Cesarea.

Un estudio investiga el gran ‘spoiler’ de nuestra infancia sobre la «magia» de la Navidad

Siguiendo con mi línea de ayer, ¿por qué la RAE no acepta el término «spoiler«? Parece claro que su uso está muy extendido y que no va a desaparecer ni a ser reemplazado por una traducción. En algún momento los académicos deberán percatarse de que «no me hagas una descripción de un importante desarrollo de la trama de una serie/película/libro que si se conoce de antemano puede reducir la sorpresa o el suspense para quien la ve o lee por primera vez» (según la definición del diccionario de inglés de Oxford) es una frase que sencillamente no va a ocurrir (no, «no me cuentes el final» no es equivalente, ya que los spoilers no tienen por qué referirse necesariamente al final).

Pero en fin, a lo que voy: uno de los spoilers más memorables de la realidad de nuestras vidas es el que nos llega durante la infancia y que nos desvela cuál es la maquinaria real de esa magia de la Navidad. Es una revelación de tal trascendencia que muchos recuperamos aquella memoria durante toda nuestra vida, y la compartimos: y tú, ¿cómo te enteraste?

Imagen de pixabay.

Imagen de pixabay.

Sin embargo y curiosamente, ha sido una experiencia relativamente ignorada por los estudios, hasta que el psicólogo Chris Boyle, de la Universidad de Exeter (Reino Unido), decidió emprender la primera gran encuesta. La Exeter Santa Survey, actualmente en progreso, «tiene como objetivo obtener una mejor comprensión de las diferentes creencias que las personas tienen en torno a Papá Noel y a la Navidad», dice la web del proyecto. Por cierto, estoy copiando literalmente en castellano; la encuesta tiene versión en nuestro idioma, por lo que pueden participar si les apetece. Imagino que a Boyle no le importará si en nuestro caso las respuestas se refieren a los Reyes Magos.

Boyle añade: «Mi interés se centra en comprender cómo se siente un niño/a cuando se entera de que Papá Noel xxxxxxxx» (elimino la última parte para no incurrir aquí en ese spoiler). «Por ejemplo, ¿qué edad tenías cuando te enteraste? ¿Viviste la Navidad de forma diferente después de eso? Este proyecto pretende ser una investigación informal sobre el fenómeno de Papá Noel y espero que puedas participar».

Aunque el proyecto está en curso, las 1.200 respuestas ya reunidas han proporcionado a Boyle el suficiente volumen de información para extraer algunas conclusiones parciales. Por ejemplo, la media de edad a la que los niños suelen acceder al secreto mejor guardado de la Navidad: ocho años. Recordemos que la encuesta está dirigida a los adultos, por lo que los datos se refieren a tiempos pasados, no a los actuales. Al menos en mi sola experiencia personal y por lo que veo en mi entorno, hoy puede que este momento se haya retrasado, lo cual es una paradoja en estos tiempos de mayor acceso a la información; paradoja que tal vez se explique porque también son tiempos de mayor sobreprotección de los niños.

En cuanto al cómo, las respuestas son muy variadas. «La causa principal es la acción deliberada o accidental de los padres, pero algunos niños empezaron a unir las piezas por sí mismos a medida que crecían», dice Boyle. El investigador cuenta cómo algunos errores de los padres descubren el pastel: un participante los descubrió disfrutando de las viandas y las bebidas que un rato antes habían colocado para Papá Noel y sus renos. Otro los pilló con las manos en la masa tras el estrépito causado cuando a su padre se le cayó uno de los regalos.

En otros casos la torpeza cayó a cargo de los profesores, como cuando eligieron para interpretar el papel del mismísimo y único Papá Noel a uno de ellos a quien los niños conocían sobradamente. Otro contó a sus alumnos de siete años que en el Polo Norte no vivía nadie, una metedura de pata con difícil vuelta atrás. Pero peor fue el caso de otro profesor que, seguramente sin mala intención, pidió a sus alumnos de siete años que escribieran una redacción sobre cómo descubrieron la verdad sobre Papá Noel.

En casos como estos últimos, los padres pierden el control de la situación, como cuando el rumor comienza a extenderse entre los propios niños. Algunos logran inmunizarse contra lo que consideran un flagrante ejemplo de fake news: un participante contó que a los siete años pegó a otro niño por tratar de convencerle de aquella absurda hipótesis, y continuó creyendo en la versión oficial durante tres años más.

En cuanto a la labor detectivesca de los propios niños, un participante contó que reconoció uno de los regalos para su hermana, que había visto en las semanas previas en la habitación de sus padres. Otro fue lo suficientemente astuto para percatarse de que la caligrafía de Papá Noel y la de su padre eran sospechosamente idénticas, mientras que otro encontró las cartas en la habitación de sus padres después de haber sido presuntamente enviadas a su destinatario. Los niños también ataron cabos cuando unos padres algo despistados dejaron las etiquetas de los precios en los regalos, o firmaron un libro destinado a uno de sus hijos como «mamá y papá».

Imagen de pixabay.

Imagen de pixabay.

Pero sin duda el premio al joven científico lo merece el encuestado que a los nueve años «había aprendido lo suficiente sobre matemáticas, física, viajes y la relación entre el número de niños del planeta y el tamaño del trineo». O el que decidió poner en marcha su propio experimento independiente, enviando una carta sin conocimiento de sus padres; ni uno solo de los juguetes de aquella lista apareció al pie del árbol. O el que notó la imposibilidad de que un hombre notablemente obeso pudiera deslizarse por el hueco de su chimenea… sobre todo, estando encendida.

Por su parte, el premio a la sensatez se lo lleva el niño al cual, a sus ocho años, nadie supo explicar «por qué Papá Noel no llevaba comida a los niños de los países pobres». Finalmente, uno de los casos más curiosos es el del niño de cinco años a quien sus padres tuvieron que tranquilizar porque le aterrorizaba la idea de que un extraño allanara su casa en plena noche.

Quizá la faceta más llamativa del estudio es la que descubre cómo reaccionan los niños cuando conocen la realidad de esa magia navideña: la tercera parte de los encuestados recibieron la noticia con disgusto, pero un 15% se sintieron traicionados por sus padres y un 10% incluso furiosos; a un 30% aquella revelación les minó su confianza en los adultos. «En los últimos dos años me he sentido apabullado por la cantidad de gente cuya confianza resultó afectada», dice Boyle. En el otro extremo están los más pragmáticos, el 65% que prefirió no darse por enterado y seguir actuando como si no hubiera pasado nada.

Lo cual es sin duda una manera bastante conveniente de afrontar esa transición a la madurez; según el estudio de Boyle, a un 34% de los encuestados les encantaría volver a creer en Papá Noel, pero también un 72% de los padres se sienten aliviados de revelar la verdad a sus hijos y, pese a todo, continúan representando esa ceremonia anual dejándose llevar por el juego y la ilusión de estas fechas. Al fin y al cabo, nada nos impide seguir disfrutando de la fantasía… siempre que sepamos distinguirla de la realidad. Y siempre que no confiemos en ella para que nos deje al pie del árbol nada más milagroso que una guitarra nueva, si he sido lo suficientemente bueno este año.

Por fin, un ensayo clínico compara el efecto de usar o no un paracaídas al saltar de un avión

En 2003 dos investigadores británicos se propusieron reunir todos los ensayos clínicos existentes en la literatura médica que comparasen el efecto de usar un paracaídas al saltar de un avión con el de no utilizarlo. Su propósito era llevar a cabo un metaestudio, es decir, un estudio de estudios, con el fin de llegar a una conclusión estadísticamente fiable sobre si este adminículo protegía más de los daños de la caída que su ausencia. Pero para su sorpresa, los investigadores no encontraron ni un solo estudio clínico que hubiera evaluado tal extremo.

Si leyeron la anterior entrega de este blog, o conocen la costumbre festiva navideña de ciertas revistas médicas, ya habrán adivinado que se trataba de uno de esos estudios que se publican por estas fechas y que sacan de las entrañas de los médicos su sentido del humor, que muchos de ellos ocultan durante el resto del año (no, yo nunca he escrito esto, debe de ser un error informático). El estudio, en efecto, formaba parte de la edición navideña del BMJ (British Medical Journal), y ha perdurado como uno de los más celebrados por los fanes del humor biomédico.

Sin embargo, el estudio no era una broma inocente sin más, sino que iba cargado de metralla: los autores, Gordon Smith, ginecólogo de la Universidad de Cambridge, y Jill Pell, consultora del Departamento de Salud Pública en Glasgow, pretendían ridiculizar la medicina basada en pruebas, que solo valida la utilidad de un fármaco o procedimiento médico cuando ha superado un ensayo clínico controlado y aleatorizado, en el que se compara la intervención con un placebo de forma aleatoria en un grupo amplio de pacientes.

El argumento que Smith y Pell defendían era que en muchos casos la experiencia de los facultativos y sus observaciones directas, junto con la plausibilidad biológica (una forma pomposa de llamar al sentido común aplicado a la biomedicina), bastan para certificar los beneficios de un tratamiento médico. Incluso teniendo en cuenta que existen casos de heridas provocadas precisamente por el paracaídas (debido a defectos de funcionamiento o mal uso), y que hay datos documentados de personas que han sobrevivido a una caída desde un avión sin emplear este dispositivo, a nadie se le ocurriría emprender un ensayo clínico para comparar su uso y su no uso: la experiencia y la plausibilidad son suficientes para entender que es una mala idea saltar desde un avión sin paracaídas.

«El uso extendido del paracaídas debe de ser solo otro ejemplo de la obsesión de los médicos con la prevención de enfermedades y de su errónea creencia en tecnología no probada para proporcionar protección eficaz contra fenómenos adversos ocasionales», ironizaban Smith y Pell, para concluir: «Quienes abogan por la medicina basada en pruebas y critican el uso de intervenciones no basadas en ellas no dudarán en demostrar su compromiso ofreciéndose voluntarios para un ensayo doble ciego aleatorizado y controlado con placebos».

Un paracaidista. Imagen de pixabay.

Un paracaidista. Imagen de pixabay.

Pero la sátira de Smith y Pell, que se ha convertido en un clásico citado a menudo por algunos médicos para defender su prescripción de tratamientos no avalados por ciencia sólida, ha encontrado respuesta ahora, en la presente edición navideña del BMJ. Y la réplica es, por fin, el primer ensayo clínico aleatorizado, bautizado como PARACHUTE, sobre la eficacia del paracaídas frente a la falta de él.

Los investigadores, dirigidos por el cardiólogo Robert Yeh del centro médico Beth Israel Deaconess de la Universidad de Harvard, reclutaron a 23 voluntarios participantes para saltar desde un avión o un helicóptero; 12 de ellos saltaron con un paracaídas, y los 11 restantes con una mochila vacía. Aunque las condiciones se aleatorizaron entre los sujetos, el estudio no fue doble ciego, si bien en este caso los autores no esperaban una llamativa influencia del efecto placebo.

Los resultados son claros: al cuantificar las muertes o los daños traumáticos sufridos por los voluntarios después de la caída, no se encontraron diferencias entre quienes portaban un paracaídas o quienes llevaban una mochila vacía. Una vez recopilados los datos y aplicado un programa de tratamiento estadístico, se observó que en ambas condiciones los daños fueron del 0%, tanto cinco minutos después del salto como a los 30 días del estudio. «El uso del paracaídas no redujo significativamente la muerte o los daños», concluyen los autores.

Sin embargo, admiten que el estudio adolece de una importante limitación: a diferencia de lo que sucede con otras personas que saltan con paracaídas y que no han participado en la investigación, «los participantes en el estudio iban en aeronaves a una altitud significativamente menor (una media de 0,6 metros para los participantes frente a una media de 9.416 metros para los no participantes) y a menor velocidad (media de 0 km/h frente a media de 800 km/h)».

Es decir, que los participantes saltaron desde aeronaves que estaban paradas en tierra. Por lo tanto, los autores reconocen que este hecho «puede haber influido en los resultados del ensayo», y recomiendan «cautela en la extrapolación a saltos a gran altitud». «Nuestros hallazgos pueden no ser generalizables al uso de paracaídas en aeronaves que viajan a mayor altura o velocidad», concluyen.

Imagen de una de las participantes en el estudio durante su salto con una mochila vacía. El estudio aclara que no sufrió muerte ni grandes daños a resultas de su impacto con el suelo. Imagen de Yeh et al / BMJ.

Imagen de una de las participantes en el estudio durante su salto con una mochila vacía. El estudio aclara que no sufrió muerte ni grandes daños a resultas de su impacto con el suelo. Imagen de Yeh et al / BMJ.

Pero naturalmente, detrás de todo esto hay también una moraleja, que responde con astucia y elegancia al estudio previo de Smith y Pell. A primera vista, una interpretación simple podría extraer el resumen de que los ensayos clínicos no tienen la menor utilidad, que sus resultados son basura y que dicen lo que sus autores quieren que digan, como suelen defender los conspiranoicos y los detractores de la medicina basada en pruebas. Pero de eso se trata: todo esto es cierto… cuando los ensayos están mal diseñados, cuando su planteamiento responde a un sesgo destinado a demostrar lo que ya se ha decidido previamente.

Esto es precisamente lo que ocurre con la medicina no avalada por pruebas, con las decisiones clínicas basadas solo en la experiencia de los facultativos, en sus observaciones directas y en la plausibilidad biológica: el estudio muestra que, fuera de su contexto general, aquello que a un médico parece funcionarle en sus condiciones particulares no es necesariamente extrapolable a todos los casos.

En concreto, Yeh y sus colaboradores subrayan un frecuente error debido a estos prejuicios, y es que la creencia en la eficacia de un tratamiento, no apoyada en ensayos clínicos rigurosos, lleva a algunos médicos a incluir en el estudio solo a los pacientes de bajo riesgo, ya que consideran poco ético negar una intervención que ellos creen eficaz a los enfermos en situación más crítica. En el ejemplo del ensayo PARACHUTE (que los autores trataron de inscribir en el registro de ensayos clínicos de Sri Lanka, pero que fue rechazado), los pacientes de bajo riesgo son aquellos que saltan desde aeronaves paradas en tierra; los de alto riesgo son quienes lo hacen desde aviones a 10.000 metros de altura.

«Cuando existen creencias en la comunidad sobre la eficacia de una intervención, los ensayos aleatorizados pueden reclutar selectivamente a individuos para los que se percibe una probabilidad baja de beneficio, reduciendo así la aplicabilidad de los resultados en la práctica clínica», escriben los autores. Así, estas creencias pueden «exponer a los pacientes a riesgos innecesarios sin un claro beneficio». «Las creencias basadas en la opinión experta y la plausibilidad biológica se han probado erróneas por posteriores evaluaciones aleatorizadas y rigurosas», añaden.

Y todo ello, claro está, teniendo en cuenta que en realidad la mayoría de los tratamientos médicos «probablemente no serán tan eficaces para lograr sus fines como lo son los paracaídas en prevenir los daños cuando se salta desde un avión». Lo cual viene a decir que citar el ejemplo del paracaídas para atacar la medicina basada en pruebas es simplemente un disparate.

En definitiva, Yeh y sus colaboradores admiten que los ensayos clínicos pueden tener sus limitaciones; pero parafraseando lo que decía Churchill sobre la democracia, la ciencia tal vez sea la peor manera de aproximarnos a la verdad, exceptuando todas las demás alternativas que ya se han probado.

Haga sus propios copos de nieve, e ilumine su árbol con peces eléctricos

Ya que el anticiclón no parece dispuesto a soltarnos y a falta de Navidades blancas, ¿qué tal aprovechar las vacaciones para fabricar sus propios copos de nieve en casa?

Copo de nieve fotografiado al microscopio. Imagen de Kenneth Libbrecht.

Copo de nieve fotografiado al microscopio. Imagen de Kenneth Libbrecht.

El físico de Caltech (EEUU) Kenneth G. Libbrecht es probablemente el mayor experto mundial en cristales de hielo: los crea, los estudia y los fotografía para comprender cómo se forman y en qué medida sus simétricas formas caprichosas dependen de factores como el grado de humedad, la presión o las variaciones sutiles de temperatura. Sus hermosas imágenes están libres de Photoshop; son fotomicrografías reales de copos sabiamente iluminados para que la luz se descomponga en los colores del arco iris.

Y por cierto, hasta tal punto las condiciones de crecimiento del cristal determinan su forma que Libbrecht ha desmontado el viejo mito según el cual no existen dos copos de nieve iguales: utilizando condiciones idénticas, el físico ha logrado crear cristales que son auténticos gemelos idénticos. Y no solo de dos en dos, sino hasta en grupos de varios.

En su web, Libbrecht detalla paso a paso una receta para crear copos de nieve en casa, que resumo aquí. Estos son los materiales necesarios:

Esquema del aparato para crear copos de nieve. Imagen de Kenneth Libbrecht.

Esquema del aparato para crear copos de nieve. Imagen de Kenneth Libbrecht.

  • Una botella pequeña de plástico (con tapón)
  • Tres vasos de poliestireno
  • Una esponja pequeña de 1 cm de grosor
  • Hilo de náilon
  • Aguja de coser
  • Cuatro alfileres
  • Un clip
  • Toallas de papel
  • Cinta adhesiva
  • Unos cinco kilos de hielo seco (puede comprarse por ejemplo aquí)

Primero, se corta el fondo de la botella de plástico a 1 cm de la base. En este fondo se encaja una esponja circular, que se fija clavando cuatro alfileres en los laterales. La esponja y el fondo de la botella se perforan en su centro con una aguja en la que se ha enhebrado el hilo de náilon. Este se fija al exterior de la base con cinta adhesiva, y en el otro extremo se ata el clip para que sirva de peso. La longitud total del hilo debe ser tal que, al volver a colocar el fondo a la botella y ponerla boca abajo, el clip quede dentro de la botella sin llegar al borde del cuello.

Todo este tinglado de la botella, una vez mojada la esponja con agua del grifo, se introduce en los vasos de poliestireno rellenos de hielo seco machacado, como muestra la figura, y se cubre con toallas de papel alrededor de la botella. Con los materiales que Libbrecht utiliza, el vaso que rodea la botella debe agujerearse por la base, pero el físico aclara que esta disposición es solo una sugerencia.

Copos de nieve creados en el experimento. Imagen de Kenneth Libbrecht.

Copos de nieve creados en el experimento. Imagen de Kenneth Libbrecht.

Lo importante es que en la botella se creen dos zonas, templada y húmeda arriba, fría y seca abajo. El agua de la esponja supersatura el aire de vapor, que difunde pasivamente hacia abajo (el aparato se llama cámara de difusión). Al encontrar la zona fría, comienza a cristalizar en torno a un sitio de nucleación, suministrado por las irregularidades del hilo, y a los pocos minutos comenzarán a aparecer los cristales como los de la foto.

Según explica Libbrecht, esto mismo sucede en la atmósfera cuando el aire cálido y húmedo encuentra aire frío. Según la temperatura de este sea mayor o menor de 0 ºC , se forma lluvia o nieve. Cada gota de lluvia o copo de nieve lleva en su interior alguna partícula de polvo que sirve para la nucleación.

Obtener fotografías como las de Libbrecht es algo mucho más complicado, ya que esto requiere un microscopio en frío. Pero los cristales de nieve que se forman pueden verse a simple vista o con una lupa.

Otra sugerencia para Navidad es controlar las luces del árbol mediante peces eléctricos, para quienes tengan acuario y sean además un poco frikis. La propuesta viene del Laboratorio de Peces Eléctricos dirigido por Jason Gallant en la Universidad Estatal de Michigan (EEUU).

Gallant aclara que los peces realmente no alimentan la iluminación del árbol, sino que controlan el parpadeo de las luces. Es decir, que el montaje es una manera navideña y original de comprobar cómo los peces eléctricos africanos Gymnarchus, según el científico fáciles de encontrar en las tiendas de acuarios, navegan y se comunican con impulsos eléctricos; cada vez que el pez emite un pulso, el árbol se ilumina.

Pez eléctrico africano Gymnarchus. Imagen de Wikipedia.

Pez eléctrico africano Gymnarchus. Imagen de Wikipedia.

Para poner en práctica la idea de Gallant se necesita algo de material electrónico, pero también ciertos conocimientos de informática para programar una plataforma Arduino. La lista de los componentes necesarios y el código para programar el sistema se detallan en el blog de Gallant. Feliz navidad y felices experimentos.