Archivo de abril, 2018

La memoria del agua de la homeopatía y un experimento que la desmonta

Antes de contarles el experimento que anuncio en el título, prosigamos con la apasionante historia de la memoria del agua y la radio homeopática que comencé ayer. Después de los experimentos de Benveniste, el siguiente apoyo a la homeopatía iba a venir de la fuente más inesperada, nada menos que todo un premio Nobel: el francés Luc Montagnier, descubridor del VIH o virus del sida.

En 1983, Montagnier y sus colaboradores en el Instituto Pasteur fueron los primeros en aislar un virus al que denominaron Virus Asociado a Linfadenopatía o LAV y que posteriormente recibiría el nombre definitivo de Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH). En realidad la gran artífice del hallazgo fue su postdoc, la viróloga Françoise Barré-Sinoussi, pero como he explicado aquí en otras ocasiones, quien dirige el laboratorio es responsable de los éxitos y los fracasos; aunque sería discutible si fue justo que en 2008 el Nobel de Medicina premiara a Montagnier y Barré-Sinoussi olvidando a su rival, el estadounidense Robert Gallo, que demostró la conexión entre el VIH y el sida.

Luc Montagnier en 2010. Imagen de Bastian Greshake / Flickr / CC.

Luc Montagnier en 2010. Imagen de Bastian Greshake / Flickr / CC.

Aunque los Nobel son los galardones más elevados de la profesión científica, no debe olvidarse que son un título, no una tarjeta de visita. Un título es algo que a uno se le concede por lo que ha hecho, el resultado de un largo proceso de trabajo sobre una materia concreta (bueno, tal vez excepto para la clase política española). Por el contrario, una tarjeta de visita es algo que se presenta para justificar lo que uno va a hacer a continuación.

En ocasiones se habla de los Nobel como si fueran esto último, pero no es así. Un Nobel puede patinar y patina de forma inmisericorde sin que se le quite la medalla: a algunos les ha dado por lo paranormal, y tal vez el caso más frenopático sea Kary Mullis, el inventor de la PCR (técnica hoy esencial en la biología) que defiende la astrología, niega el cambio climático, niega que el VIH cause el sida y en su biografía narró su encuentro con un mapache alienígena fluorescente (y eso que por entonces había dejado el LSD, o eso dijo).

En el caso de Montagnier, aquel señor francés tan discreto sorprendió al mundo cuando en 2009 se autopublicó dos estudios (uno y dos) en los que afirmaba lo siguiente: el ADN emite ondas de radio. Pero no cualquier ADN, sino sola y exclusivamente el de los microorganismos que son perjudiciales para el ser humano, como ciertas bacterias y el virus VIH. Estas ondas de radio pueden modificar el agua incluso a distancia para que aparezcan de repente en ella un ADN similar al original y sus microbios, algo que en los medios llegó a bautizarse como «teletransporte de ADN»; y la modificación del agua del cuerpo humano por estas emisiones es responsable de enfermedades como el sida, el párkinson o el alzhéimer.

¡Ah, sí! ¿Pero qué tiene esto que ver con la homeopatía? Los experimentos de Montagnier se basaban también en diluir y agitar las preparaciones de ADN, de modo que la emisión de radio aumentaba con las diluciones cuando ya no quedaba una sola molécula. El virólogo empleó el aparato diseñado por Benveniste y se apuntó a la idea de que el ADN dejaba su hueco en el agua debido a una polimerización de las moléculas de H2O inducida por las ondas de radio; por explicarlo, como si las moléculas de agua fueran la cadena humana que forman los guardias de seguridad para que el público no se abalance sobre los chicos de One Direction.

Naturalmente, aquello fue el clímax para los defensores de la homeopatía. Y ello a pesar de que, como sucedía también con los experimentos de Benveniste, en realidad los de Montagnier tampoco sostenían la teoría homeopática: el virólogo detectaba la emisión de radio del ADN solo hasta un cierto nivel que no alcanzaba los factores de dilución empleados en la homeopatía; cuando llegaba a la escala de las diluciones homeopáticas, la radio se apagaba. Pero es que además Montagnier decía que aquella emisión duraba unas horas, a lo sumo un par de días, después de retirar el ADN de la disolución. Por lo que, incluso aunque su teoría fuera cierta, cualquier preparado homeopático consumido más de 48 horas después de su fabricación sería completamente inútil.

Pero volvamos atrás: he dicho que los estudios de Montagnier fueron autopublicados, aceptados en tres días (varios meses es un periodo más normal) en una entonces nueva revista china cuyo consejo editorial está presidido por él mismo. John Maddox, el director de Nature que publicó el estudio de Benveniste, había dejado la dirección de la revista en 1995. Pero aunque hubiera continuado ejerciendo en 2009 (falleció aquel mismo año), es muy dudoso que Montagnier hubiera logrado convencerle.

En comparación con el trabajo de Benveniste –al que Montagnier equipara con Galileo, un genio incomprendido–, los estudios del virólogo son sorprendentemente heterodoxos e irregulares para todo un premio Nobel. Olvidan la estructura común (Introducción, Materiales y Métodos, Resultados…), se saltan peldaños cruciales dando por supuestas cosas que no se justifican, presentan todos sus resultados en forma de pantallazos, sin gráficos sujetos a una escala cuantitativa, con picos medidos por «intensidad relativa» imposibles de evaluar, sin el menor análisis estadístico de los datos, aventurando conclusiones que no se apoyan en los resultados y que podían y debían testarse con multitud de pruebas de uso común… El profesor de biología y bloguero escéptico PZ Myers dijo de ellos que parecen trabajos elaborados por estudiantes, y es que realmente cuesta creer de quién proceden.

Pero vayamos a los resultados: ¿qué puede extraerse de los estudios de Montagnier? A estas alturas creo que nadie se atrevería a apostar su vida a que la radiación electromagnética (llamémosla REM) no podría jugar un papel biológico mayor del que tradicionalmente se le ha supuesto. Es evidente que las moléculas reaccionan cuando se las bombardea con REM; hay infinidad de ejemplos en técnicas experimentales y diagnósticas. Incluso la REM ambiental es la causa de numerosos procesos biológicos; el ejemplo más inmediatamente conocido por todo el mundo es la fotosíntesis. En los últimos años se está ampliando el espectro de procesos electromagnéticos en la biología, incluso a fenómenos cuánticos exóticos: se ha propuesto que el entrelazamiento cuántico es responsable de la capacidad de las aves migratorias para guiarse por el campo magnético terrestre. Hoy la biología cuántica ya no es un oxímoron, sino una ciencia incipiente.

Si hay alguna crítica que pudiera decantarse a favor de Montagnier y en contra del establishment científico, es la resistencia que la ciencia está mostrando a introducirse de lleno y extensamente en lo que podría ser un fenómeno biofísico hasta ahora ignorado. O quizá no lo sea, pero no puede desecharse de un plumazo. Varios estudios en los últimos años han mostrado posibles perfiles de emisión electromagnética en distintas moléculas e incluso en bacterias, y hasta se han propuesto teorías para explicarlo. Tanto los estudios como las teorías son controvertidas, pero la ciencia no debería sin más mirar para otro lado, sino al contrario, fijarse muy intensamente en ello para separar hecho de ficción y saber qué hay de cierto, si es que hay algo de cierto, o descartarlo e identificar el artefacto que está provocando esos resultados.

Ahora bien: ¿sustentan los resultados las locas teorías de Montagnier? Para empezar, si cualquiera hubiese emprendido experimentos como los suyos y hubiese obtenido resultados como los suyos, probablemente habría comenzado por cuestionarse si los sistemas de filtración, de los que dependen críticamente sus resultados, están funcionando como deberían. Por otra parte, todo el que ha trabajado con cultivos celulares y ha tenido problemas de contaminación con micoplasmas (uno de los microbios que emplea Montagnier) sabe que es tan difícil quitárselos de encima como los piojos en los colegios; tratas con antibiótico, y vuelven. Filtras los medios de cultivo, y vuelven. Creo recordar, aunque ahora no tengo la referencia a mano, que hace pocos años un estudio alertó sobre la contaminación con micoplasmas en gran parte de las líneas celulares más utilizadas hoy en los laboratorios, lo que podría introducir resultados espurios en muchos experimentos.

Si uno quisiera demostrar que el ADN capta y emite REM, ¿por qué utilizar sistemas tan sucios como filtrados de micoplasmas o sobrenadantes celulares? A un referee o revisor difícilmente le convencería otro experimento que no estuviera basado en un sistema mucho más puro y controlado, como un ADN de síntesis. Y por supuesto, esos resultados necesitarían cuantificación, agregación, cálculos de significación estadística, barras de error, valores p… Para que una afirmación tan extraordinaria resulte creíble han de aportarse pruebas extraordinarias, como dice la vieja regla. Por otra parte, si uno pretende alegar que en un tubo ha aparecido algo que antes no estaba sin una razón física explicable, hay mil pruebas posibles que cualquier referee pediría para dilucidar qué contenía antes ese tubo y qué contiene ahora.

ADN. Imagen de Nogas1974 / Wikipedia.

ADN. Imagen de Nogas1974 / Wikipedia.

Pero supongamos que Montagnier realmente demostrara que existe un fenómeno biofísico hasta ahora insospechado, que el ADN u otras moléculas emiten REM relacionada con su perfil atómico, y que en la naturaleza existe un continuo intercambio de ondas a escala molecular. Este sería un descubrimiento lo suficientemente revolucionario como para darle otro premio Nobel. Pero incluso concediendo esta posibilidad, ¿los resultados de Montagnier avalan la homeopatía? Como he explicado más arriba, no; los presuntos fenómenos que describe no solo no sustentan los principios homeopáticos, sino que más bien al contrario, si acaso demuestran que las diluciones homeopáticas anulan los efectos observados.

Además, una cosa es llegar a demostrar la presencia de esa emisión de REM en el ADN, y otra saber si ese fenómeno puede tener un significado biológico real, y ya no digamos saber cuál es esa posible función. Montagnier no lo demuestra en ningún momento, sino que se limita a aventurar hipótesis grandiosas mediante saltos al vacío. Agarrarse a estos estudios para justificar la homeopatía, o cualquier otra conclusión biológica, es como encontrar en una cueva uno de esos extraños pictogramas de seres con la cabeza gorda y montar la teoría de los antiguos astronautas, o como descubrir microbios fósiles en Marte y concluir que los platillos volantes son naves extraterrestres. No es terreno de Nature, sino de Cuarto Milenio. No es ciencia, sino pseudociencia.

Llama poderosamente la atención lo poco que ha publicado Montagnier en los últimos años, si posee un material tan revolucionario; apenas un par de estudios más, cuando cualquier científico de su nivel, no digamos con un Nobel en el bolsillo, puede firmar decenas de trabajos al año. No será por falta de financiación ni de nichos donde publicar. En cuanto a lo primero, afectado por esa especie de síndrome del Capitán Nemo, hace unos años se encerró en su Nautilus para escapar del mundo hostil y enfrascarse en sus grandilocuentes ambiciones; se marchó a una universidad china, donde tiene un laboratorio, personal y dinero. En cuanto a las revistas, es probable que Homeopathy y otras estarían deseosas de aceptar su trabajo. Pero en lugar de esto y de tratar de rebatir a sus críticos con experimentos limpios y rigurosos, parece que se dedica a trucos de magia como enviar las ondas de un país a otro para hacer aparecer ADN de la nada en un tubo de agua.

Mientras, y ya llego, hasta ahora numerosos experimentos han fallado a la hora de reproducir los resultados de Benveniste, pero curiosamente no se había testado la hipótesis de la memoria del agua directamente por otras vías. Un equipo de investigadores polacos lo hizo el pasado octubre, basándose en la idea de una técnica llamada cromatografía por polímeros de impronta molecular.

Imaginemos un bloque de gelatina con una canica dentro. Si sacamos la canica y la gelatina es lo suficientemente firme, quedará el hueco en su interior. La experiencia nos muestra que esto no ocurre con el agua (¿realmente estoy explicando esto?): cuando sacamos la cucharilla del café, no se queda un hueco. Sin embargo, la homeopatía se basa en defender que esto sí sucede en el agua a escala microscópica molecular cuando se aplica el procedimiento de potentización.

Cuando existen esos agujeros en un medio parecido a la gelatina, esos huecos son capaces de acomodar y retener las moléculas que los han formado. En esta idea se basa la técnica mencionada, que utiliza matrices de gel moldeadas con moléculas concretas que luego se extraen para dejar huecos capaces de atrapar esas moléculas. Del mismo modo, si un preparado homeopático tuviera esos agujeros que ha dejado el compuesto original, debería mostrar afinidad por ese compuesto.

Funcionamiento de los polímeros con impronta molecular. La molécula molde (template) deja un hueco en la matriz de polímero que se emplea después para atrapar las moléculas similares. Imagen de Satanaka / Wikipedia.

Funcionamiento de los polímeros con impronta molecular. La molécula molde (template) deja un hueco en la matriz de polímero que se emplea después para atrapar las moléculas similares. Imagen de Satanaka / Wikipedia.

Científicos de la Universidad de Gdansk dirigidos por Roman Kalizsan han probado esta hipótesis utilizando un preparado homeopático, Aconitum CH30, en comparación con un placebo. No se trata de un estudio en toda regla, sino solo de una comunicación corta basada en un pequeño experimento preliminar que debería repetirse, contrastarse y probarse con otros ejemplos; pero es dudoso que ni ellos ni nadie vaya a afrontar una investigación más extensa cuando el resultado confirma lo que cualquiera, exceptuando los defensores de la homeopatía, esperaría: no hay diferencias entre el Aconitum CH30 y el placebo respecto a la afinidad por la aconitina, el compuesto utilizado para preparar el remedio. «Por tanto, es improbable que el remedio homeopático contenga improntas moleculares [huecos] de la aconitina», concluyen los investigadores.

Homeopatía. El preparado Aconitum C30 ha sido el probado en el experimento. Imagen de pxhere.

Homeopatía. El preparado Aconitum C30 ha sido el probado en el experimento. Imagen de pxhere.

En definitiva, a estas alturas del siglo XXI y a estas cotas del conocimiento humano ya está más que remachado que la homeopatía falla en la teoría y falla en la práctica. Pero por desgracia, mientras una poderosa industria continúe invirtiendo millones en alimentar el mito, y mientras tanto el mercado como los organismos reguladores continúen tragándoselo, no quedará otro remedio que seguir gastando en su refutación unos preciosos recursos que podrían destinarse a otros fines científicos más provechosos.

Por qué es imposible que la homeopatía cure nada

Ahora que el gobierno se dispone a bajarle los impuestos a la industria homeopática y, de paso, perdonarle la deuda, conviene redoblar los esfuerzos para intentar que nuestro país no se convierta en un paraíso de esta falsa medicina. No, aún no lo es: según datos de los propios homeópatas, por fortuna España todavía se mantiene en un discreto décimo puesto de 22 países de la UE en ventas per cápita de estos falsos remedios.

Pero si la nueva normativa abre la venta de homeopatía en las farmacias con todas las de la ley, como medicamentos y no como caramelos, raro sería que este país no contribuyera con un buen empujón a ese salto al hiperespacio que la facturación de este millonario y lucrativo sector va a dar en los próximos años, según un estudio de mercado.

Un curioso cartel contra la homeopatía en la isla de Antigua. Imagen de David Stanley / Flickr / CC.

Un curioso cartel contra la homeopatía en la isla de Antigua. Imagen de David Stanley / Flickr / CC.

Así que a los espacios científicos en los medios y en las redes, como este blog, nos toca continuar explicando. Pero ¿explicando qué? Tal vez a menudo nos centramos demasiado en un aspecto que ya puede dar poco más de sí, y es el hecho de que la homeopatía no cura. Son ya miles los ensayos que a lo largo de la historia médica han evaluado los efectos clínicos de estos preparados, y como he contado aquí hace unos días, no existe ni un solo estudio independiente, riguroso, metodológicamente intachable y estadísticamente sólido que haya podido demostrar ningún beneficio médico de la homeopatía.

Tan evidente es ya lo evidente que en 2005 la revista The Lancet, una de las dos o tres biblias por fascículos de la medicina actual, publicó una especie de basta ya: “El fin de la homeopatía”, titulaba un editorial que recomendaba poner fin ya a esta agónica búsqueda de lo inexistente, y que instaba a los médicos a “ser valientes y honestos con sus pacientes con respecto a la ausencia de beneficios de la homeopatía”.

Pero no. Trece años después, no parece que el grito de The Lancet se haya escuchado. Buena prueba de ello es el nuevo paso legislativo en España, que sigue el dictado de la Unión Europea y que sigue dándole burro a la noria con aquello de incluir en los envases solo las indicaciones terapéuticas demostradas. Es cierto que algunos analistas de la medicina basada en ciencia, como la médica Harriet Hall, han defendido que el terreno donde la homeopatía debe retratarse es el de los ensayos clínicos in vivo. Pero también es cierto que ya lo ha hecho sobradamente, y que el resultado sigue sin lograr la erradicación de las creencias en esta falsa medicina, ni la adaptación de las normativas legales en consecuencia.

Esto último siempre va a depender de los responsables públicos. Es cierto que la normativa española sigue el mandato europeo. Pero con o sin esto, y por encima de la capa de asesores profesionales a quienes sí se les supone una formación científica, es difícil convencer ya no de si la homeopatía funciona o no, sino de por qué jamás funcionará, a quien manda sobre todos ellos: una persona que si acaso podría asesorarte para comprar un piso, pero que no tiene la menor cualificación para desempeñar el puesto que desempeña (algo que sí se exige al ciudadano común).

Por este razonamiento, creo que es necesario seguir explicando los fundamentos de la homeopatía, dado que en ellos está la clave. Las encuestas más específicas, como la de la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología (FECyT), muestran si los ciudadanos creen o no en la eficacia de la homeopatía. Pero tal vez por el carácter cerrado de las preguntas (sí/no, mucho/poco…), no nos enseñan un dato: ¿qué creen los creyentes en la homeopatía que es la homeopatía? ¿Cómo la definirían?

En mi sola experiencia personal, cuando hago esta pregunta a los creyentes de mi entorno, descubro que muchos de ellos en realidad no tienen la menor idea de qué es la homeopatía. Como máximo, tienden a describirla como una medicina natural basada en hierbas y extractos de plantas. Es decir, confunden la homeopatía con la medicina herbal, dos prácticas absolutamente dispares. Y entonces me invade la sospecha de que la homeopatía está ejerciendo como okupa conceptual de una casa que no es la suya, la de la moda natural. Así, cuando explico a los mal informados todo aquello de que lo similar cura lo similar, las diluciones límite, la agitación y la potentización, a menudo se me quedan estupefactos.

No es que tenga el convencimiento de que la explicación de los fundamentos vaya a apear a muchos de lo que previamente han decidido creer. Pero es concebible que los humanos del Neolítico tal vez pudieran tirar piedras hacia arriba una y otra vez esperando que alguna de ellas se quedara sujeta en el aire. Hasta que viene Newton y explica la gravitación universal, y entonces ya no tiene sentido seguir tirando piedras al aire.

Homeopatía. Imagen de MaxPixel.

Homeopatía. Imagen de MaxPixel.

Lo esencial en el caso de la homeopatía es que no funciona porque es imposible que funcione. Porque sus fundamentos teóricos son una fantasía inventada por una persona concreta sin un mecanismo físico real que los justifique, tanto como si a cualquiera de nosotros nos da una buena mañana por pensar: oye, ¿y si para curar las enfermedades recojo un poco de agua de estalactita de cueva y la paso durante 27 segundos por el lomo de un ñandú mientras recito un poema de Gloria Fuertes? Es como la danza de la lluvia. Es como decir «Candyman» cinco veces frente al espejo. Por mucho que la sostenga el lobby de una poderosa industria, la homeopatía no deja de ser sencillamente un disparate.

Esta cuestión de los fundamentos de la homeopatía tiene su recorrido histórico, que se pone interesante en 1988, cuando el francés Jacques Benveniste, hasta entonces un inmunólogo reputado, consiguió colar un estudio nada menos que en la revista Nature mostrando lo que entonces comenzó a llamarse la «memoria del agua»: que un compuesto capaz de provocar un determinado efecto sobre las células in vitro continúa ejerciendo el mismo efecto cuando se diluye hasta que desaparece del todo, mediando ciertos pasos de agitación similares a los de la homeopatía. Es decir, que el agua recordaba la presencia de aquel compuesto incluso cuando ya no estaba presente.

La explicación que Benveniste proponía para sus resultados era que el agua actuaba como molde para el compuesto, y que una vez retirado este, el líquido guardaba el hueco con su forma, la cual era capaz de reproducir los efectos de la molécula original sin la presencia de esta. El propio investigador lo describió de esta delirante manera: «es como agitar la llave del coche en un río, andar varios kilómetros río abajo, sacar unas pocas gotas de agua, y entonces utilizar el agua para arrancar el coche».

Resultados de Benveniste. Según la teoría homeopática, la curva debería ascender de izquierda a derecha. En su lugar sube y baja, lo que no apoya los principios de la homeopatía. Imagen de Davenas et al., Nature 1988.

Resultados de Benveniste. Según la teoría homeopática, la curva debería ascender de izquierda a derecha. En su lugar sube y baja, lo que no apoya los principios de la homeopatía. Imagen de Davenas et al., Nature 1988.

Naturalmente, aquel hito sirvió a los defensores de la homeopatía para desempolvar los bombos y los platillos y cantar al mundo que su práctica funcionaba, con las bendiciones de la ciencia. Y hoy continúan haciéndolo, pero ignorando un par de detalles. Primero, que en realidad el estudio de Benveniste no demostraba la teoría homeopática. En farmacología hay un principio básico: a más compuesto, más efecto. La homeopatía defiende lo contrario: a menos compuesto, o cuanto más lejos está la dilución del compuesto de contener una sola molécula de él, más efecto. En el estudio de Benveniste no aparecía ninguna de estas dos correlaciones, sino un patrón en forma de montaña rusa, con picos que subían y bajaban sin razón aparente a lo largo de la escala de diluciones.

En biología experimental, cuando uno obtiene un resultado de este tipo, eso suele tener un nombre: artefacto. Es decir, que el efecto observado en realidad no es consecuencia de la condición experimental que estamos ensayando, sino una interferencia de otro factor desconocido que se nos está colando sin permiso y que deberemos tratar de identificar; y en caso de no poder hacerlo, la opción más sensata es tirar los resultados a la papelera.

Pero con una salvedad. En raras ocasiones, un artefacto puede ser el origen de un gran descubrimiento. Así fue como Alexander Fleming descubrió la penicilina: en lugar de tirar sus placas de cultivo de bacterias en las que habían crecido hongos, decidió investigar por qué aparentemente aquel invasor parecía impedir el crecimiento de los estafilococos. La respuesta fue el primer antibiótico. A veces un experimento nuevo, o uno viejo con métodos nuevos, o una serendipia, pueden dar lugar a una revolución científica. Cuando en el siglo XIX el inglés Thomas Young hizo pasar la luz por unas simples rendijas, inició sin saberlo lo que un siglo después sería una nueva física, la cuántica. Si las nuevas observaciones no encajan en la teoría actual, hay que desechar la teoría actual y crear una nueva que explique lo que la naturaleza nos está diciendo a gritos.

Pero eso sí, la naturaleza solo dice algo a gritos cuando se trata de algo real; cuando los resultados aparecen una y otra vez de forma consistente en los mismos experimentos repetidos por otros científicos. Y el segundo detalle que ignoran quienes hoy enarbolan el estudio de Benveniste como prueba de la validez de la homeopatía es que en este caso no fue así. A los homeópatas del siglo XXI les complace sacar a relucir aquel trabajo, pero olvidan contar todo lo que sucedió después.

La publicación del trabajo de Benveniste fue una extraña decisión del entonces director de Nature, un personaje excéntrico y controvertido llamado John Maddox, un físico que negaba el Big Bang y que en 1983, en pleno auge del sida, escribió un editorial al respecto en el que hablaba de esta «quizás inexistente condición», espetando a sus lectores: «la patética promiscuidad de los hombres homosexuales es la amenaza más obvia a la salud pública, pero probablemente no es más seria ahora que antes de que la homosexualidad dejara de ser ilegal», para añadir que la tentación de describir el sida como la enfermedad de una «civilización decadente» era «casi irresistible».

Maddox fue quien en buena parte transformó Nature, hasta entonces un boletín científico apolillado y casi victoriano, en un medio de comunicación, manteniendo un alto estándar de ciencia pero dándole un contenido y un aspecto más coloridos, periodísticos y populares. Cuando Maddox leyó el estudio de Benveniste, decidió pasar por alto lo farragoso e inconcluyente de sus resultados, y se aferró a su solidez metodológica para aprobarlo, pensando que aquello sería un gancho para la revista. Publicó el estudio acompañado de una advertencia y a continuación montó una operación destinada a instalarse él mismo, junto con dos investigadores escépticos, en el laboratorio de Benveniste con el fin de repetir los experimentos en condiciones más controladas.

Y funcionó: la operación atrajo una sabrosa publicidad para Nature, y la memoria del agua se convirtió en la polémica científica de la época. Pero después de aquel y otros varios intentos de replicación, la conclusión fue que los resultados de Benveniste no eran un fraude deliberado, incluso a pesar de que un par de sus colaboradores estaban financiados por la multinacional homeopática Boiron, sino que probablemente se trataba de un sesgo aplicado por los propios experimentadores sobre un efecto producto de un artefacto; los efectos iban y venían sin razón aparente ni correspondencia real con ninguna condición experimental controlada. Hoy el estudio de Benveniste se considera universalmente desacreditado.

¿La memoria del agua? Imagen de pxhere.

¿La memoria del agua? Imagen de pxhere.

Sin embargo, el investigador jamás se retractó. Al contrario, continuó trabajando en la misma línea, convencido de que su efecto era real. Pero posteriormente ascendió a cotas más altas de surrealismo: dijo haber descubierto que las moléculas emitían una radiación electromagnética (básicamente, ondas de radio), la cual les servía para comunicarse con aquellas otras a las que se unían. Y que esta radio molecular podía registrarse con un equipo de sonido, guardarse en un ordenador, transmitirse por teléfono o internet y a continuación aplicársela al agua normal para convertirla en agua homeopática con las mismas propiedades de la original.

Curiosamente, esta última parte suelen callársela los practicantes y fabricantes de homeopatía, por lo demás grandes admiradores del trabajo de Benveniste. ¿Por qué será? Si existe un método do-it-yourself que le permite a uno fabricarse sus propios remedios caseros poniendo un garrafón de agua del grifo a escuchar Onda Homeopatía, ¿qué necesidad hay de comprar esos botecitos tan caros?

Pero la historia de la memoria del agua y de la radio homeopática no acaba aquí, sino que aún se vuelve más esperpéntica en años posteriores. Mañana seguiremos contándolo, junto con una guinda final, un pequeño experimento reciente que por primera vez ha demostrado lo evidente: que por si quedaba alguna duda, la idea de que el agua guarda el hueco de las cosas es simplemente falsa.

El delirio de la homeopatía: el caso de la saliva de perro rabioso (II)

A finales del siglo XVIII las enfermedades humanas eran aún en gran parte un misterio. No se conocían los microbios patógenos, ni mucho menos los procesos celulares y moleculares del organismo. Los médicos actuaban más por intuición o por experiencia común que por conocimiento científico, y en muchos casos los remedios eran peores que la enfermedad; por ejemplo la sangría, por entonces muy popular y que en la mayoría de los casos era perjudicial para el paciente.

En aquel contexto, muchos médicos desarrollaron teorías más o menos intuitivas y fantasiosas sobre el origen de la enfermedad y sus posibles formas de curación, que pusieron a prueba con los rudimentarios métodos de la época. Uno de ellos fue el alemán Samuel Hahnemann, quien traduciendo un tratado médico se encontró con la proclama de que la corteza de un árbol servía para tratar la malaria.

Samuel Hahnemann en 1841. Imagen de Wikipedia.

Samuel Hahnemann en 1841. Imagen de Wikipedia.

Intrigado, Hahnemann probó aquel presunto remedio y al parecer sintió ciertos síntomas parecidos a los de la malaria. Ello le llevó a inspirarse en el trabajo previo de otro médico austríaco para promover una hipótesis: lo similar cura lo similar; es decir, la enfermedad viene provocada por sustancias que también tienen la capacidad de curarla, siempre que la dosis sea ínfima para evitar su toxicidad.

La idea no tenía ningún fundamento científico. Pero en el batiburrillo de teorías locas de su época, cuando la medicina corría como pollo sin cabeza, era una más. El propio Hahnemann propondría alguna otra hipótesis absurda, como que muchas enfermedades venían causadas por el café. Pero fue en 1796 cuando publicó su método, consistente en diluir las sustancias una vez tras otra hasta que típicamente no quedaba ninguna molécula en la disolución.

Entre las diluciones era necesario agitar el recipiente de una manera determinada para conseguir lo que llamaba «potentizar» el líquido, o que de alguna manera sus propiedades beneficiosas pasaran a la solución aunque la sustancia en sí ya no estuviera presente. El resultado era un preparado capaz de actuar contra las «miasmas«, un tipo de ente indefinido que para Hahnemann era el causante de la enfermedad. Había nacido la homeopatía.

Aunque por entonces la medicina era una incubadora de teorías descabelladas y tiros al aire, tampoco quisiera dejar aquí la impresión de que en su día la teoría homeopática era plausible o que fue aplaudida. La medicina era primitiva, pero por entonces ya era mucho lo que se conocía sobre la física de la naturaleza, y aquello de las miasmas, la dilución y la potentización sonaba para numerosos científicos más a alquimia medieval que a la química de la época. John Forbes, médico de la reina Victoria de Inglaterra, calificaría la homeopatía como “una atrocidad contra la razón humana”.

Pero luego llegaron los siglos XIX y XX, y con ellos, la ciencia médica moderna. Se descubrió que la corteza del árbol que había tomado Hahnemann contenía quinina, un compuesto que mataba el parásito causante de la malaria. Que muchas enfermedades estaban causadas por microbios, no por miasmas. Que otras enfermedades estaban causadas por los genes, por agresiones ambientales, por mutaciones u otras causas bien definidas. Que no existe ningún fantasma de los fármacos pasados que quede presente en el agua cuando se le ha retirado hasta la última molécula de dicho fármaco, por mucho que se agite. Que el agua es solo agua. Y que el método y la teoría de Hahnemann podrían enseñarse hoy en la asignatura de pociones del colegio Hogwarts de Harry Potter, pero que no se corresponden con ningún principio o fundamento físico conocido en la naturaleza.

Pese a todo, para entonces la homeopatía se había convertido en una industria floreciente y enormemente rentable, ya que resulta muy barato producir los preparados: cualquier nuevo fármaco lleva detrás muchos años de investigación y de ensayos preclínicos y clínicos, mientras que a la homeopatía le basta con su propia tradición, ya amortizada sobradamente. Es lógico que quienes explotaban este negocio no estuvieran dispuestos a renunciar a él, pero reducirlo todo a un fraude inspirado por el ánimo de lucro sería demagógico. Es probable que algunos practicantes de homeopatía observaran beneficios individuales, y que incluso algún estudio los recogiera.

Sin embargo, el progreso de la medicina no solo consiste en tecnología, sino también en metodología. Con el tiempo los estándares para los ensayos clínicos se fueron volviendo más rigurosos y científicos, y nacieron los metaanálisis o metaestudios. Un efecto puede ser evidente, como el de un antibiótico contra las bacterias. Pero cuando se trata de posibles efectos más sutiles y pequeños, como saber si las propiedades anticoagulantes de la aspirina pueden prevenir la enfermedad cardiovascular a largo plazo, no basta con un estudio, tres o diez. Son necesarios muchos estudios amplios para poder agregar sus datos y extraer conclusiones estadísticas que aclaren si hay un efecto real, por pequeño que sea, o nada de nada.

Homeopatía. Imagen de pxhere.

Homeopatía. Imagen de pxhere.

Es aquí donde los metaestudios han mostrado una y otra vez que la homeopatía no produce ningún efecto distinto al placebo o que no pueda explicarse por otros motivos, como la remisión espontánea en dolencias que se curan solas (por ejemplo, en un catarro, una gripe o un dolor muscular). Hay material más que de sobra que apoya la misma conclusión; puede encontrarse un buen resumen (en inglés) aquí. Merece la pena destacar un metaestudio del gobierno australiano sobre 1.800 estudios, o una metarrevisión (revisión de revisiones de estudios, una vuelta de tuerca más) de 2002 que concluía: “no hay un remedio homeopático para el que se hayan demostrado efectos clínicos que sean convincentemente diferentes del placebo”.

Y continúan llegando. Por curiosidad, hoy mismo he consultado en Cochrane, una revista online/base de datos que es como la regla de oro de los metaestudios, y me he encontrado el último de ellos publicado el día 9 de este mes. La conclusión: “los productos medicinales homeopáticos no muestran ningún beneficio en comparación con el placebo para la recurrencia o las tasas de curación de las infecciones agudas respiratorias en los niños”.

Y así. Para aquella razón a la que se refería Forbes debería ser innecesario explicar nada más sobre por qué la teoría de la homeopatía es un disparate, y que además en la práctica no funciona. Pero a pesar de todo, la popularidad de la homeopatía no ha disminuido; más bien al contrario, continúa en auge, y según conté ayer, un estudio de mercado pronostica que entre 2015 y 2024 la facturación de esta millonaria industria, con mucho poder en países como Francia (sede de la multinacional Boiron), va a multiplicarse casi por cinco.

Pero ¿qué alegan los defensores de la homeopatía? Ayer conté el caso de Anke Zimmermann, la médica naturópata que administró a un niño un preparado homeopático basado en saliva de perro rabioso, encendiendo una gran controversia en Canadá y EEUU. Zimmermann, que como también conté cobra cifras astronómicas por sus servicios, cita en su favor una larga lista de estudios, la gran mayoría de ellos –aunque no todos– publicados en revistas dedicadas a la homeopatía o medicinas alternativas, lo que desfigura la neutralidad de la revisión por pares (aunque entiendo que quizá esto no sea tan obvio para los no familiarizados con el proceso de publicación científica).

Entre estas referencias se encuentran, salvo que se me haya escapado alguno, solo tres metaestudios para sendas aplicaciones concretas: la diarrea en niños, la alergia al polen y el íleo postoperatorio. Uno de ellos parece encontrar algún resultado positivo, pero concluye que “varias advertencias impiden adoptar un juicio definitivo”, además de detallar que la exclusión de los estudios metodológicamente flojos no cambiaba el resultado. Otro pequeño metaestudio dice que un preparado homeopático reduce en unas horas la duración de la diarrea infantil. Ambos metaestudios tienen valores de significación estadística (valor p) inferiores a los estándares actuales. El último de ellos sugiere que la homeopatía es comparable a los antihistamínicos, pero reconoce que “los resultados pueden estar sesgados”. De hecho, de los 11 estudios incluidos, cuatro no cumplen los estándares mínimos necesarios, por lo que los autores deberían haberlos desechado.

En resumen, detrás de la larga lista de Zimmermann, esto es todo lo que queda: tres metaestudios metodológicamente dudosos y estadísticamente flojos sobre tres aplicaciones concretas, frente a miles de estudios y cientos de metaestudios rigurosos que desmontan cualquier utilidad de la homeopatía para una multitud de aplicaciones. Históricamente, en ciencia han existido teorías falsas mucho más sustentadas. Pese a todo, Zimmermann nos califica de ignorantes a todos los que desacreditamos sus proclamas. Me apunto voluntariamente, reivindicando con orgullo mi derecho a ser llamado ignorante por Zimmermann.

La naturópata no solo se agarra al sesgo cognitivo a través de su engañosa lista de estudios, sino que también apela a la falacia ad populum; o sea, si mucha gente lo cree, es cierto: “cientos de miles de clínicos en todo el mundo [¿?] y unos 600 millones de personas están utilizando remedios homeopáticos”, escribe en su web. Pero no, no se trata de que otros 7.000 millones de personas no los utilicen, ya que esto sería caer en el mismo error argumental; se trata simplemente de que la Tierra tampoco era plana cuando toda la humanidad entera creía que sí lo era. El funcionamiento de la naturaleza no es una democracia.

Hay un aspecto de la argumentación de Zimmermann que me interesa destacar especialmente. La naturópata cree a pies juntillas en eso de la potentización, esa especie de fantasma que queda en el agua después de diluir un compuesto hasta que desaparece por completo. Zimmermann escribe: “en este momento no hay un mecanismo de acción sobre el que exista un acuerdo científico”. La frase, junto con la declaración de la naturópata a otro medio de que “no hay un consenso común”, parece transmitir la idea de que existe una especie de debate entre los científicos sobre diferentes posibles mecanismos de acción de la homeopatía.

Lo cierto es que se trata de otra falacia más: como he contado aquí, un rasgo típico de la pseudociencia es disfrazarse de ciencia para pasar por tal. En la ciencia actual no existen varios mecanismos, ni tan siquiera uno solo, que pueda sostener la potentización (en una próxima ocasión les contaré un experimento que ha desmontado incluso una hipótesis de por sí totalmente implausible). Hoy esto es terreno de la magia, no de la ciencia. Pese a todo, Zimmermann se permite añadir: “eso no significa que no pueda funcionar. No sabemos cómo funcionan muchas cosas, es parte de la diversión tratar de averiguarlo”.

Homeopatía. Imagen de pxhere.

Homeopatía. Imagen de pxhere.

Pero no todos los usuarios de la homeopatía parecen creer y ni siquiera conocer la potentización. En ocasiones, cuando explico esto a algún consumidor de estos preparados, frunce el ceño y dice haber oído que esto no es así, sino que existe algo de sustancia en el “remedio”; la teoría de la potentización parece ruborizar incluso a algunos de los consumidores de homeopatía. A estos quiero traerles otro entrecomillado de Zimmermann, para que no quede ninguna duda:

Después de repetir el proceso [de dilución] 12 veces, es básicamente imposible tener ni una sola de las moléculas originales en la solución, que en último término se emplea para medicar pastillas de lactosa o sacarosa [azúcar].

Por tanto, no hay ni una sola molécula de rabia en el remedio.

El remedio que he administrado consiste en unas pocas pastillas de lactosa medicadas.

En fin; más claro, agua, nunca mejor dicho.

Un último detalle para añadir al esperpento. Después del revuelo mediático contra Zimmermann, como expliqué, la naturópata retiró la explicación del caso del niño al que trató con Lyssinum, ese preparado con el fantasma del virus de la rabia. Pero lo más grotesco es que, al pie de su larga justificación/diatriba, Zimmermann ofrece un enlace a ¡otro caso anterior exactamente igual!

En septiembre de 2017 la naturópata publicó el caso de otra niña de cuatro años a la que trató con el mismo “remedio”. Y si el diagnóstico de Zimmermann para el niño fue que sus problemas de conducta se debían a la mordedura de un perro tiempo atrás, en el caso de la niña llegamos a un paroxismo surrealista: según la naturópata, la niña mostraba problemas de conducta porque ¡un perro mordió a su abuelo cuando tenía 20 años!

El delirio de la homeopatía: el caso de la saliva de perro rabioso (I)

Esta semana se publicaba en el diario The Washington Post un caso sobre homeopatía cuyas diversas facetas forman todas ellas una especie de poliedro perfecto de la aberración, un panorama que sobrepasaría el límite de lo descacharrante si no fuera por la enorme afrenta que supone jugar de este modo con la salud de las personas; sobre todo tratándose de las más indefensas, aquellas que no pueden decir: mamá, por favor, llévame a un médico titulado que practique medicina de cuyo funcionamiento e inocuidad existan pruebas científicas contrastadas, y cuyo practicante pueda explicar al menos alguna hipótesis sobre su mecanismo de acción.

Aunque la noticia ha circulado en los últimos días, su origen se sitúa hace algo más de dos meses. Fue en febrero cuando la canadiense Dra. Anke Zimmermann, médica naturópata (según ella misma firma), publicó una entrada más en el blog de su web.

Homeopatía. Imagen de pixabay.

Homeopatía. Imagen de pixabay.

Una aclaración, con un ejemplo. Durante mis primeros años de tesis, compartí poyata de laboratorio con una postdoctoral llamada Eva. En una ocasión recuerdo que Eva se me quejaba de este modo: «a mi hermana, que es médica pero no ha hecho un doctorado, todo el mundo la llama Dra. X; a mí, que soy bióloga pero soy doctora, me llaman señorita X». En este país hemos podido comprobar últimamente cómo los títulos parecen un bufé libre en el que cada uno pone en su plato lo que le apetece. Pero más allá de adornar el nombre con algún prefijo o sufijo rimbombante, lo esencial en el fondo de esto es que, sobre todo cuando se trata de la salud, el paciente pueda saber en manos de qué tipo de profesional está poniéndose.

En Norteamérica hay una regulación estricta para los diferentes tipos de médicos. Quienes firman como MD, o Medical Doctor, son los que han estudiado una carrera de medicina (no un doctorado, que se denota como PhD o Doctor of Philosophy en todas las disciplinas), y pueden ejercer cualquier especialidad de medicina y cirugía de forma ilimitada. Lo mismo se aplica a quienes firman DO, Doctor of Osteopathic Medicine. No voy a entrar en los detalles, pero el médico osteopático en EEUU es radicalmente diferente del osteópata tal como aquí lo entendemos (este asunto es complejo; escribí un reportaje detallado aquí); allí tiene también una titulación en medicina y un acceso ilimitado a practicar la medicina y la cirugía en todo el país y en otros muchos.

No es el caso del ND o Naturopathic Doctor. En este caso se trata de una persona que ha estudiado una carrera específica de medicina naturópata, y que solo está autorizada a practicar la medicina de forma ilimitada en algunas provincias de Canadá y en 16 o 17 estados (según las fuentes) de los 50 totales de EEUU; en el resto solo pueden hacer una labor, digamos, parafarmacéutica. Todo esto no clarifica demasiado la situación para el sufrido paciente, y por ello hay multitud de webs en las que se explica la diferencia entre unas titulaciones y otras para que el usuario sepa a qué atenerse.

En el caso de Zimmermann, su currículum detalla que además de ND es licenciada en Psicología, profesora de yoga y que está formada en cosas como homeopatía, medicina tradicional china, acupuntura, quinesiología aplicada o varias «técnicas de sanación por energía».

En resumen, el mensaje de todo ello es este: Zimmermann está perfectamente autorizada a presentarse como doctora, pero lo que no debería inferirse es que se trata de una médica (sin apellidos) que ha preferido favorecer la prescripción de medicina naturópata fruto de una experiencia comparativa o analítica con la medicina llamada por algunos convencional.

Pues bien, lo que Zimmermann publicó en su blog fue uno de los que define como «casos exitosos». Lo resumo, pero quien quiera comprobar todos los detalles puede acudir al artículo original de Lindsey Bever en el Post. A su consulta acudió una madre con un niño de cuatro años que al parecer presentaba ciertos problemas de comportamiento: dormía mal y en el colegio se escondía debajo de las mesas, gruñendo a la gente.

Interrogando a la madre, Zimmermann supo que el niño había sido mordido por un perro en el pasado, y coligió que este y no otro era el origen de su problema. Así que le administró un preparado homeopático llamado Lyssinum o Hydrophobinum cuyo principio activo (nótese la cursiva) es la saliva de perro rabioso, y que está aprobado en Canadá. Según relataba Zimmermann, la curación fue instantánea: «al minuto o dos de darle el remedio, Jonah me sonrió abierta y hermosamente, como si de repente se hubieran encendido todas las luces».

Otra aclaración. La rabia es una enfermedad vírica mortal si no se trata, transmitida por las secreciones corporales de los animales infectados (incluyendo la saliva) cuando entran en contacto con la sangre, las mucosas o los ojos. Es posiblemente lo más parecido que existe en el mundo real al virus zombi de películas como 28 días después. Obviamente aquel niño no padecía rabia, ya que de ser así habría muerto tiempo atrás.

Como no podía ser de otra manera, el caso levantó un enorme revuelo, e incluso una representante de la sanidad de la provincia canadiense de Columbia Británica, Bonnie Henry, expresó su preocupación por el diagnóstico de Zimmermann y por el hecho de que se administrara a un niño un producto basado en saliva de perro rabioso, cuya autorización Henry se comprometió a cuestionar ante las autoridades de Canadá. Por cierto que la postura de Henry es incluso demasiado benevolente: aunque aclara que «no existen pruebas que [ella] conozca de que el Lyssinum tenga ningún beneficio terapéutico», también añade que «la homeopatía juega un papel complementario para la salud de algunas familias», lo cual es una afirmación no sustentada científicamente en labios de una responsable de salud pública.

Pero como resultado de todo y de, según ella misma, los insultos y amenazas que recibió, Zimmermann decidió retirar el caso de su web y lo sustituyó por un largo escrito en el que trata de justificarse y carga a diestro y siniestro contra el «relato de ignorancia» de quienes la han criticado, incluyendo la Dra. Henry (que sí es médica sin apellidos), a la que se refiere como «Dra. Bonnie», e introduciendo el clásico argumento de que la homeopatía es una maravilla, pero que la poderosa industria médico-farmacéutica conspira para destruirla porque quiere mantener drogada a la población para lucrarse con ello.

Homeopatía. Imagen de pxhere.

Homeopatía. Imagen de pxhere.

Casi voy a comenzar por esto último, porque no requiere una introducción. Dado que probablemente Zimmermann conoce bien la industria homeopática, ¿acaso pretende convencer a sus pacientes y lectores de que estos productos los prepara una abuelita hippy en su jardín, y de que no los fabrican potentes multinacionales como la francesa Boiron, presente en 50 países y que factura más de 600 millones de euros al año? ¿Que los preparados homeopáticos se despachan gratis, y que por tanto no sostienen una industria de 3.800 millones de dólares (dato de 2015) a la que se le pronostica una facturación de 17.400 millones de dólares en 2024? ¿Que las compañías homeopáticas no incentivan a los médicos tanto o más que las farmacéuticas? ¿Que los farmacéuticos minoristas no reciben iguales o mayores márgenes por la venta de homeopatía que por la de fármacos? ¿Que la propia Zimmermann recibe a sus pacientes gratis y prescribe sus tratamientos por caridad?

Respecto a esto último, la propia doctora publica sus tarifas en su web, y prepárense a darle a la palanca de la máquina registradora: un mínimo de 170 dólares (138 euros) por una consulta de una hora. Hagan la cuenta; ¿alguno de ustedes los gana? Pero sigue: 95 dólares por media hora de consulta, y 50 dólares por una consulta por email de 15 minutos (pago por anticipado). Y aún más: 485 dólares por un «programa de homeoprofilaxis» que incluye kit de «remedios» y folleto. Y lo mejor de todo: 1.300 dólares por un pack para el tratamiento del autismo durante un año. Que incluye las consultas, pero no los «remedios» ni los «suplementos».

Por supuesto que Zimmermann tiene todo el derecho a ganarse la vida y establecer libremente sus tarifas, siempre que ejerza dentro de la normativa legal de su país y que haya alguien dispuesto a pagarlas; exactamente igual que los médicos de verdad y todos los involucrados en la industria farmacéutica o cualquier otra. Recurrir al argumento pueril de lo perversas que son las multinacionales de los otros y de lo codiciosos que son los practicantes de lo otro puede estar bien para una asamblea de facultad, pero no debería engañar a ninguna mente lo suficientemente adulta, formada e informada.

Hasta aquí por hoy. Mañana entraremos en el meollo de la homeopatía y la saliva de perro rabioso. Pero les anticipo el mensaje: por mucho que reunir en la misma frase a un niño necesitado de atención especializada y un líquido potencialmente letal resulte inconcebiblemente alarmante, en el fondo da lo mismo que se trate de saliva de perro rabioso, veneno de mamba negra o extracto de cerebro de vaca loca, porque en la homeopatía ese supuesto principio activo (de ahí la cursiva) no está presente de ninguna manera en el preparado final. La homeopatía es agua, o azúcar en el caso de pastillas, como reconoce la propia Zimmermann. Es placebo, algo que sin embargo no reconoce Zimmermann. Funciona hasta cierto punto en algunos casos, porque los placebos funcionan hasta cierto punto en algunos casos, como está ampliamente demostrado. No es medicina alternativa. No es medicina.

Marconi, el pionero de la radio que escapó de morir en el Titanic (y en el Lusitania)

Hace unos días les contaba aquí cómo una mala casualidad llevó al químico francés René Jacques Lévy a perder la vida en el Titanic, un barco en el que no debería haber viajado. Pero la suerte viene en dos sabores, y a algunos les toca la versión dulce. Este fue el caso del inventor y empresario italo-británico Guglielmo Marconi, uno de los pioneros de la radio y premio Nobel de Física en 1909 por su aportación al desarrollo de la telegrafía sin hilos (hoy más conocida como wireless).

Debido a dos casualidades afortunadas, Marconi y su mujer se libraron de viajar en la funesta travesía del Titanic. Pero además, y para los fans de esa divertidamente gore saga de películas titulada Destino final, el italiano burlaría una segunda vez a la muerte que le esperaba en el mar, para finalmente fallecer en su cama de un prosaico ataque cardíaco.

Guglielmo Marconi con sus equipos en 1901. Imagen de Wikipedia.

Guglielmo Marconi con sus equipos en 1901. Imagen de Wikipedia.

En su libro My Father, Marconi, su hija Degna contaba que su familia tenía alquilada una propiedad cerca de Southampton (Inglaterra), en cuyo extremo se erguía una torre de tres pisos a la orilla del mar. En la mañana del 10 de abril de 1912, Degna y su madre ascendieron a la torre para ver pasar al Titanic, que acababa de zarpar con rumbo a América.

La niña solo tenía entonces tres años y medio, pero recordaba bien la escena: «juntas saludamos al barco, inmenso y resplandeciente al sol de primavera, y docenas de pañuelos y bufandas nos saludaron de vuelta. Mientras el Titanic desaparecía de nuestra vista sobre las aguas calmadas, descendimos lentamente los escalones». Sin embargo, Degna recordaba también cómo entonces su madre le apretaba la mano con tristeza. Años después supo por qué: «ella deseaba estar a bordo».

Marconi y su esposa, Beatrice, habían sido invitados por la White Star Line para viajar en la travesía inaugural del Titanic por cuenta de la naviera (algunos relatos de la historia se refieren a la familia entera, pero lo cierto es que el libro de Degna solo menciona a sus padres). Según contaba Degna, su padre tenía mucho trabajo pendiente que resolver y para ello necesitaba la ayuda de un taquígrafo. Marconi disponía del suyo propio, un tal Magrini, pero «era inservible a bordo de un barco; pasaba el viaje mareado de costa a costa». Así que debía recurrir al taquígrafo del propio buque. Pero, casualidad afortunada número uno, Marconi sabía que el taquígrafo del Lusitania era más rápido y competente, por lo que cambió su pasaje a este barco, que zarpaba tres días antes.

El Titanic, el 2 de abril de 1912. Imagen de Wikipedia.

El Titanic, el 2 de abril de 1912. Imagen de Wikipedia.

Así, la idea era que Beatrice tomara el Titanic y se reuniera con su marido en Nueva York. Pero, casualidad afortunada número dos, el pequeño de los Marconi enfermó. «Entonces Giulio lo arruinó todo cayendo presa de una de esas alarmantes fiebres de bebé que pueden ser el preludio de algo o de nada», escribía Degna. «Ella cableó que debía posponer su viaje y quedarse a cuidar a su pequeño, y afrontar otra de esas separaciones interminables que tanto afectaban a su matrimonio».

A su llegada a Nueva York en el Lusitania, Marconi supo que un mensaje recibido por una de sus estaciones traía noticias de un desastre en el mar. La mañana del 15 de abril el diario The New York Times publicaba la información: «a las 10:25 de anoche, el barco de la White Star Titanic emitió un CQD [de Come Quick, Danger, la señal de auxilio anterior al SOS] a la estación inalámbrica Marconi local informando de que había colisionado con un iceberg. El barco dijo necesitar ayuda inmediata». El periódico había tratado de contactar telegráficamente con el capitán, sin éxito.

Lo que siguió fue, según Degna, un «pandemonio» de confusión y rumores, hasta tal punto que el diario Evening Sun de Nueva York informó aquella tarde de que todos los ocupantes del Titanic habían sido rescatados y que el buque estaba siendo remolcado con destino a Halifax, en Canadá. A última hora de la tarde se conoció una realidad muy diferente, que unos 700 supervivientes viajaban en el Carpathia hacia Nueva York, y que el resto hasta los más de 2.200, junto con el barco, habían quedado en el mar.

Cuando el 18 de abril el Carpathia atracó en el puerto neoyorquino, Marconi fue uno de los primeros en abordarlo, y por una buena razón. En medio de la consternación provocada por la tragedia del Titanic, el día anterior Marconi había recibido un entusiasta homenaje en la Sociedad Eléctrica de Nueva York. Según relataba el Times, el motivo lo había resumido en aquel acto el inventor estadounidense Frank Sprague: «Cuando mañana por la noche 700 u 800 personas pisen tierra en Nueva York, podrán mirarle a usted como su salvador».

El primer sistema práctico y comercial de telegrafía inalámbrica, desarrollado por Marconi, había sido clave para que el Carpathia supiera del naufragio del Titanic y acudiera a rescatar a los supervivientes. De hecho, los dos radiotelegrafistas del barco siniestrado no eran empleados de la naviera White Star, sino de la compañía Marconi. El primer oficial, Jack Phillips, había perecido en el desastre; el segundo, Harold Bride, viajaba en el Carpathia.

Réplica de la sala de radiotelegrafía Marconi del Titanic. Imagen de Cliff1066 / W. Rebel / Wikipedia.

Réplica de la sala de radiotelegrafía Marconi del Titanic. Imagen de Cliff1066 / W. Rebel / Wikipedia.

Cuando Marconi subió al barco apenas tocó puerto, fue para entrevistarse con Bride y el telegrafista del Carpathia. Ambos operadores, junto con el fallecido Phillips, habían sido los artífices del rescate de más de 700 personas, gracias a la tecnología de Marconi. Unos días después, relataba Degna, los supervivientes se congregaron en el hotel donde se alojaba Marconi para expresarle su gratitud con una medalla de oro.

Según narraba Degna, paradójicamente el desastre del Titanic propició el ascenso de su padre a la cumbre de su carrera: el mundo entero fue consciente del inmenso poder de la telegrafía inalámbrica para salvar vidas, y desde entonces los equipos de Marconi se convirtieron en una herramienta imprescindible en la navegación marítima. Anecdóticamente, también el accidente cambió el estándar internacional de socorro: además de la señal usada hasta entonces, CQD, el Titanic emitió también el nuevo código propuesto, SOS, más fácil de marcar en Morse. Según Degna, aquella fue la primera vez que se lanzó al aire un SOS.

Llegamos así al “destino final” que Marconi logró evitar: tres años después del desastre del Titanic, en abril de 1915, el inventor embarcó de nuevo en Inglaterra en el Lusitania rumbo a Nueva York para testificar en un juicio por una patente. La Primera Guerra Mundial había comenzado, y Alemania había declarado las aguas británicas como zona de guerra. Cuando el trasatlántico regresaba de vuelta a Liverpool, la tarde del 7 de mayo, fue torpedeado y hundido por un submarino alemán cerca de la costa de Irlanda. Casi 1.200 personas perdieron la vida, mientras Marconi estaba sano y salvo en América.

Ilustración del hundimiento del Lusitania por Norman Wilkinson. Imagen de Circumscriptor / Wikipedia.

Ilustración del hundimiento del Lusitania por Norman Wilkinson. Imagen de Circumscriptor / Wikipedia.

Quien sí viajaba aquel día en el Lusitania y se hundió con él fue el millonario estadounidense Alfred Gwynne Vanderbilt. Cuenta la historia de su familia que Vanderbilt estuvo a punto de viajar tres años antes en el Titanic. Lo cierto es que hay cierta neblina al respecto: una investigación histórica determinó que el Vanderbilt que había comprado pasaje en el Titanic y finalmente decidió no viajar fue en realidad el tío de Alfred, George Washington Vanderbilt (que no murió en el Lusitania). Sin embargo, un descendiente de la saga escribía en una web sobre el Lusitania que, de acuerdo a la tradición de su familia, “Alfred también había considerado seriamente viajar en el Titanic”. Fuera cual fuese la realidad, la conclusión es la misma; no hay destinos finales, pero la suerte viene en dos sabores, y a algunos les toca la versión amarga.

¿Fue Rosalind Franklin, codescubridora de la hélice de ADN, discriminada por ser mujer?

Rosalind Franklin, la mujer cuya aportación fue esencial para el descubrimiento de la estructura de la doble hélice de ADN, sufrió discriminación por ser mujer. Dicho esto, pensarán que este va a ser el artículo más corto en la historia de este blog. Pero lo cierto es que la historia de Franklin, de cuya muerte hoy se cumplen 60 años, es más complicada de lo que una simple afirmación categórica puede dar a entender.

Rosalind Franklin.

Rosalind Franklin.

Conviene detenerse un poco en los detalles para comprender hasta qué punto la contribución de Franklin fue infravalorada, y si en ello existió una discriminación de género o si se debió a otras causas más relacionadas con el (mal) proceso científico. Sobre todo por evitar la frivolización que lleva a reconstruir la historia como una fábula de buenos y malos; y que especialmente en las redes sociales a veces tiende a prender las antorchas hasta los extremos delirantes –como he podido leer hoy– de escribirse barbaridades tales como calificar al resto de los implicados en la historia de «celosos» y «mediocres».

En los años 50 la discriminación hacia las mujeres era indudablemente mayor que hoy, y la ciencia no escapaba a este estado de cosas. En el terreno científico, inumerables mujeres fueron históricamente apartadas o menospreciadas. Incluso aquellas que conseguían superar los impedimentos sociales para labrarse una carrera científica difícilmente conseguían hacerse ver tras la sombra de sus colegas masculinos; un ejemplo clamoroso es el de Marie Curie, quien nunca habría recibido su primer Nobel en 1903 de no haber sido porque su marido Pierre, que sí estaba nominado, presionó con la ayuda de un miembro del comité para que a su esposa se le reconociera el que legítimamente era su trabajo.

Sin embargo, es esencial distinguir entre la discriminación de una mujer por el hecho de ser mujer, y por otros motivos diferentes de su género. Para ilustrarlo, traigo de nuevo un ejemplo que ya he contado aquí extensamente: el de Jocelyn Bell Burnell, la codescubridora del primer púlsar. Cuando el hallazgo trascendió y los medios se interesaron por este nuevo objeto astronómico, Bell Burnell fue tratada por los periodistas con un sesgo (hoy) intolerablemente machista, como cuando le preguntaban si tenía muchos novios o si era más alta que la princesa Margarita.

Pero cuando en 1974 el premio Nobel de Física distinguió únicamente a su supervisor, Antony Hewish, aquello no fue discriminación sexista, sino científica. Bell Burnell era la becaria, y los Nobel no se conceden a los becarios. Esta norma se aplica no solo en los premios suecos, sino de forma general, salvo excepciones, en todo el mundo de la ciencia. La propia Bell Burnell (con la humildad que suele distinguir a muchos de los grandes científicos) tuvo que salir al paso de ciertas manipulaciones sesgadas: “Pienso que los premios Nobel quedarían degradados si se concedieran a estudiantes de investigación, excepto en casos muy excepcionales, y no creo que este sea uno de ellos”, dijo.

El caso de Franklin es aún más complicado, porque concurrieron otros numerosos factores, incluyendo una mala gestión por parte de los responsables, algún malentendido, cierto juego sucio y una dosis de enemistades personales. Para no extenderme demasiado voy a ahorrarles los antecedentes de la historia del descubrimiento de la estructura del ADN para ir directamente al grano.

Debo comenzar desmontando la crítica de trazo más grueso, aunque este dato es ya conocido y evidente para los informados: si Watson, Crick y Wilkins recibieron el Nobel de Química en 1962, y Franklin no, fue porque Franklin había fallecido de cáncer en 1958, y el premio nunca se concede a título póstumo. Es más: los tres científicos fueron nominados por primera vez para el premio en 1960, dos años después de la muerte de Franklin. En ciencia nunca se conceden los premios en caliente, sino que los hallazgos deben dejarse reposar no solamente para corroborar su veracidad, sino para que pueda comprobarse su impacto posterior.

¿Habría recibido Franklin el Nobel de no haber quedado su vida prematuramente segada por el cáncer? Nunca lo sabremos. El premio sueco solo puede partirse en tres. De haberse tenido que establecer un rango de contribuciones exclusivamente a la estructura del ADN, creo que pocos cuestionarán que Franklin tendría que haber figurado en tercer lugar por encima de Wilkins. Pero aquí regresamos a la cuestión de las jerarquías y explicamos lo dicho más arriba sobre la gestión deficiente y los malentendidos.

Cuando Franklin dejó París para incorporarse al King’s College de Londres, lo hizo bajo la invitación de John Randall, el director del grupo de biofísica, y ante la insistencia de Wilkins, quien deseaba contar con la participación de la brillante investigadora. De hecho, Wilkins insistió en que Franklin debía dejar su trabajo en proteínas para centrarse en el ADN.

Pero Randall cometió una enorme torpeza: al escribir a Franklin, la informó de que la línea del ADN sería de su exclusiva competencia, lo cual equivalía a equipararla con Wilkins en la jerarquía del laboratorio. Sin embargo, Randall jamás planteó esta situación a Wilkins, quien pensaba que la investigadora trabajaría en su equipo. Lo que siguió era lo esperable: Franklin pensaba que Wilkins se inmiscuía en su trabajo, y este que ella pretendía quitarle su línea.

Añadimos ahora el ingrediente de las enemistades personales: Wilkins y Franklin no se soportaban. Él era tímido, y ella tenía un carácter difícil. Según escribió Matthew Cobb en su libro Life’s Greatest Secret: The Race to Crack the Genetic Code, una amiga de Franklin decía de ella que “sus maneras eran bruscas y a veces buscaba la confrontación; suscitó bastante hostilidad entre la gente con la que se trataba y parecía bastante insensible a ello”.

En medio de todo este embrollo, el becario de Wilkins, Raymond Gosling, quedó en un extraño limbo entre ambos investigadores; una situación (y doy fe de ello en primera persona porque viví algo similar) tremendamente incómoda y difícil de manejar. Y entonces, sucedió que Gosling tomó la famosa Foto 51, la que más claramente mostraba la estructura helicoidal del ADN. Es importante insistir en este detalle: fue el becario Gosling quien obtuvo la imagen; aunque naturalmente y como ya he explicado, el éxito debía apuntarse en el haber de su supervisor. Pero ¿cuál de ellos? Gosling había sido reasignado a Franklin por Randall sin el conocimiento de Wilkins, pero según cuenta Cobb, para entonces había sido devuelto de nuevo a Wilkins cuando Franklin ya preparaba su nuevo traslado a otro laboratorio. Probablemente Gosling ya no sabía realmente a quién debía reportar, pero era perfectamente natural que mostrara la imagen también a Wilkins.

Llegamos ahora al juego sucio: Wilkins mostró a Watson una imagen tomada por quien él creía su becario, pero que se había obtenido bajo la dirección de Franklin. ¿Hubo mala intención por parte de Wilkins? No puede descartarse. ¿Fue sexismo? No hay ningún motivo de peso para creerlo. Sin embargo, la foto es solo una parte de la historia: la imagen revelaba claramente una estructura helicoidal, pero para definirla con precisión fueron necesarios los datos numéricos del King’s College que fueron proporcionados por este laboratorio al de Watson y Crick en la Universidad de Cambridge, y que la propia Franklin había presentado antes en un seminario.

Pero seguimos con el juego sucio. Dado que Watson y Crick basaron su modelo teórico en gran medida en los datos de Franklin, debieron hacerla partícipe de ello desde el principio. No la informaron, pero tampoco a Wilkins, que era quien les había mostrado la imagen. Los investigadores de Cambridge desarrollaron su trabajo gracias en buena parte a los datos del King’s College, pero a espaldas del King’s College. Es mala práctica científica, pero de nuevo no hay motivos para una acusación de discriminación sexista.

Rosalind Franklin. Imagen de Jewish Chronicle Archive / Heritage-Images / Wikipedia.

Rosalind Franklin. Imagen de Jewish Chronicle Archive / Heritage-Images / Wikipedia.

Con todo, Franklin casi logró llegar en solitario y por su cuenta a las mismas conclusiones que Watson y Crick, lo que demuestra el enorme talento de la investigadora. Pero los dos de Cambridge se adelantaron con un modelo completo. Cuando finalmente Watson y Crick revelaron su estructura a sus rivales del King’s College, la carrera hacia el ADN ya era historia. Finalmente la solución de compromiso fue publicar tres artículos independientes en Nature, uno firmado por Watson y Crick, otro por Wilkins y sus colaboradores, y el tercero por Franklin y Gosling.

Este resumen de la historia muestra que no puede achacarse justificadamente una falta de reconocimiento científico a Franklin por el hecho específico de ser mujer. Durante su confección del modelo, Watson y Crick dejaron de lado tanto a Franklin como a Wilkins, y no digamos al becario Gosling, autor material de la Foto 51. Cuando llegó el momento de las nominaciones al Nobel, Franklin ya había fallecido. De no haber sido así, a menudo se ha sugerido la hipótesis de que Watson y Crick podrían haber recibido el Nobel de Medicina, y Wilkins y Franklin el de Química. La científica podría además haber optado a un segundo galardón: en 1982 se concedió el Nobel a Aaron Klug por su trabajo en los cristales de proteínas y ácidos nucleicos en los virus, una línea que Klug había iniciado como becario de Franklin después de su etapa en el King’s College.

Pero como he sugerido al comienzo, esto tampoco implica que la científica no sufriera discriminación de género. En su época, las mujeres investigadoras eran una minoría. Muchas de ellas debían demostrar mucho más que los hombres para ganarse el respeto de sus colegas masculinos. El King’s College heredaba la apolillada tradición anglosajona de los gentlemen’s clubs, y tenía un comedor solo para hombres. Durante aquellos años, Watson mostró una actitud desdeñosa hacia Franklin que era incuestionablemente machista, y que solo rectificó años después. Sí, Franklin fue víctima del machismo, como muchas otras mujeres de su época e incluso de la nuestra. Pero lo que cercenó su carrera no fue el machismo, sino el cáncer.

El científico que sobrevivió al Titanic y escribió el primer testimonio

Anoche se cumplió un nuevo aniversario del desastre que por algún motivo continúa excitando hoy un morbo tan potente como el primer día. Es lógico que entonces, cuando aún no existía acceso global e inmediato a la información en cualquier parte del mundo, causara un enorme horror una tragedia en tiempos de paz que se llevó de un plumazo la vida de más de 1.500 personas.

Pero incluso más de un siglo después, con dos guerras mundiales a nuestras espaldas y otras locales incontables, y cuando todos los días los telediarios nos presentan un amplio desfile de cifras de víctimas de todo tipo, la fascinación por el hundimiento del Titanic sigue tan viva como siempre, sobre todo después de que en 1997 James Cameron convirtiera el episodio en una de las superproducciones más exitosas de la historia del cine.

El hundimiento del 'Titanic'. Dibujo de Willy Stöwer / Wikipedia.

El hundimiento del ‘Titanic’. Dibujo de Willy Stöwer / Wikipedia.

Como soy un tipo curioso, un devorador de conocimientos y de historias, me ha dado por preguntarme: ¿había científicos a bordo del Titanic? Sabemos, en parte gracias a Cameron, que aquel buque era un microcosmos representativo de la sociedad de entonces donde viajaban desde magnates a obreros, compartiendo el mismo casco pero sin jamás mezclarse. Parecería lógico que entre sus pasajeros hubiese también al menos algún investigador científico, pero esto es algo que no suele encontrarse en los relatos al uso.

Por suerte, cuento con la ayuda de la Encyclopedia Titanica, un recurso que contiene una inconcebible cantidad de datos sobre el buque y su primera y única travesía, incluyendo biografías más o menos extensas de todos sus ocupantes. Allí descubro que en el barco viajaban varios ingenieros, profesores, académicos y seis médicos, dos de ellos pertenecientes a la tripulación. Pero ninguno parece haber destacado por una labor investigadora sobresaliente.

Entre los pasajeros había un químico industrial, el francés René Jacques Lévy, de 36 años. El de Lévy fue un caso desafortunado, ya que el suyo no era un viaje de placer, ni debía haber estado aquella noche a bordo del Titanic. Su especialidad era la producción de tintes textiles, un trabajo que había ejercido en Inglaterra antes de regresar a París para casarse. En 1910 emigró con su mujer y sus tres hijas pequeñas a Montreal.

Posiblemente Lévy habría vivido una larga existencia en Canadá, de no haber sido por la circunstancia casual de la muerte de un familiar, que le llevó a viajar a Francia en marzo de 1912. Una vez cumplida aquella desagradable obligación, el químico debía regresar a América el 20 de abril a bordo del France. Pero cuando supo que otro barco le llevaría de vuelta con su familia 10 días antes, cambió su pasaje por uno de segunda clase en el Titanic.

Durante la travesía, Lévy comentó que los cabos para arriar los botes salvavidas le parecían demasiado cortos, y que en caso de accidente preferiría hundirse con el barco que sentarse en uno de ellos. La noche del 14 al 15 de abril, tras la colisión con el iceberg y cuando comenzó la evacuación del Titanic, el químico y sus dos compañeros de camarote se aseguraron de encontrarle una plaza en uno de los botes a una mujer con la que habían coincidido durante el viaje. Desde la cubierta la despidieron con un «au revoir!«, y ese fue el fin de la historia de Lévy. En 2012 la Real Sociedad de Química de Reino Unido concedió a Lévy su premio Presidencial a título póstumo por su «sobresaliente acto de cortesía».

Lawrence Beesley y otra pasajera en el gimnasio del 'Titanic'. Imagen de Central News And Illustrations Bureau / Wikipedia.

Lawrence Beesley y otra pasajera en el gimnasio del ‘Titanic’. Imagen de Central News And Illustrations Bureau / Wikipedia.

El caso más notable es el del profesor de ciencias de 34 años Lawrence Beesley. Según la Encyclopedia Titanica, Beesley viajaba en segunda clase en el Titanic para tomarse unas vacaciones en EEUU y visitar a su hermano en Toronto tras haber abandonado su trabajo en Inglaterra. Viajaba solo, ya que había enviudado unos años antes. Según las crónicas, Beesley pasó gran parte de la travesía leyendo en la biblioteca. En esta curiosa foto se le puede ver junto a otra pasajera en el gimnasio del barco, haciendo bicicleta estática con un atuendo dudosamente cómodo.

La noche del 14 de abril, Beesley leía en su camarote. De repente notó un tirón en el movimiento del barco, pero ningún impacto. Al salir al pasillo a informarse, un miembro de la tripulación le tranquilizó asegurándole que no ocurría nada anormal. Pero tras comprobar que se estaban preparando los botes salvavidas, regresó a su camarote a buscar algunas pertenencias y se dirigió a cubierta, notando ya una cierta inclinación anómala en las escaleras.

Cuando llegó a cubierta, se estaba organizando el arriado del bote número 13. Al no haber más mujeres ni niños a la vista, Beesley fue invitado a abordar el bote, de donde él y el resto de sus ocupantes fueron rescatados durante la madrugada del 15 de abril por el buque Carpathia.

La evacuación de Beesley fue sorprendentemente tranquila y sencilla. Solo después supo de la magnitud de la tragedia y, sobre todo, de cómo su caso había sido excepcional: pese a que la película de Cameron se centraba en las diferencias entre primera y tercera clase, en realidad el grupo que se llevó la peor parte fue el de los hombres de segunda clase, de los que solo sobrevivió el 8%, la mitad que en tercera. «Los hombres de segunda clase no tenían el prestigio social y la notoriedad para ser favorecidos por el capitán y la tripulación en la primera oleada del rescate, y al mismo tiempo podían no tener la fortaleza física de algunos de los pasajeros de tercera clase para abrirse camino a través del caos», dice el psicólogo Daniel Kruger en este documental del canal Historia.

Beesley narró su experiencia en el libro The Loss of the SS Titanic: its Story and its Lessons, que se publicó solo nueve semanas después del hundimiento. Fue la primera crónica escrita por un superviviente del desastre, y una de las principales fuentes en las que Cameron se inspiró para su película. Pero la obra de Beesley no es un simple relato de una catástrofe, sino que analizaba también los aspectos técnicos, incluyendo una discusión basada en un artículo publicado en la revista Scientific American sobre la tan cacareada insumergibilidad del Titanic. Gracias a su mentalidad científica, Beesley repasaba los errores y las posibles mejoras, con un alcance que habría sido imposible en una persona sin su formación.

A ese espíritu científico de Beesley debemos agradecerle también que se ocupara, ya en aquel relato temprano, de criticar toda la charlatanería sobrenatural de historias de premoniciones que ya entonces comenzó a aflorar, y que ha persistido hasta hoy. «Una cosa más debe señalarse: la prevalencia de creencias supersticiosas referentes al Titanic«, escribió. «Imagino que ningún otro barco zarpó jamás con tanta tontería miserable vertida sobre él».

Beesley volvió a casarse, tuvo tres hijos más –ya tenía uno de su primera esposa– y vivió hasta los 89 años, falleciendo en 1967. Uno de sus nietos es Nicholas Wade, reputado escritor de ciencia en medios como The New York Times y las revistas científicas Science y Nature.

Pero la historia más extraña de su vida, dejando aparte su afortunada huida del Titanic, tuvo lugar en 1958. Suelen decir los psicólogos que a menudo los supervivientes de tragedias se ven afectados por una especie de sentimiento de culpa por continuar vivos. Tal vez fuera esta la razón, o quizá no. Pero aquel año Beesley servía como asesor en el rodaje en Londres de la película La última noche del Titanic, cuando el director, Roy Ward Baker, le descubrió de repente infiltrado entre los actores durante la escena del naufragio. Cuando Baker le preguntó qué hacía allí, Beesley respondió que en aquella ocasión quería hundirse con el barco. Pero por segunda vez fue desalojado antes del hundimiento, ya que las normas del rodaje impedían la participación de actores no sindicados.

Aún me queda en la recámara una historia más que contarles sobre los científicos y el Titanic. Mañana seguiremos.

Cuanto más fuerte es la ciencia, ¿más fuerte es la pseudociencia?

Hace poco más de un año dejé aquí un artículo explicando por qué, en mi sola y personal opinión, la guerra contra las pseudociencias nunca podrá ganarse. El artículo en cuestión fue contestado por otras opiniones, igualmente respetables y válidas que la mía, de quienes calificaban mi postura de derrotista porque, según ellos, la solución era muy sencilla: basta con aumentar el nivel de alfabetización y cultura científica entre la población para que los ciudadanos abran los ojos a la verdad y dejen de creer en patrañas.

Pero ya que en este caso se trata de un debate entre personas con conocimientos científicos, les invito a enfocarlo como si se tratara de un experimento: todos sabemos que, en general, para probar que tal condición provoca tal efecto, debe existir una curva de dosis-respuesta. Es decir, que a mayor cantidad de estímulo, mayor debe ser el efecto.

Pues bien, el experimento ya está hecho. No creo que nadie pueda cuestionar que en nuestra época y al menos en los países desarrollados, con sistemas educativos normalizados, alfabetización universal, escolarización obligatoria y educación pública gratuita, la población está mejor formada que nunca antes en la historia. Y sin embargo, no parece que las pseudociencias hayan desaparecido, sino todo lo contrario: vivimos una edad de oro de la anti-ilustración, en la cual la superstición y las creencias irracionales atraviesan momentos de gloria en todos los ámbitos. No creo que a nadie le resulte difícil encontrar a su alrededor personas con educación universitaria, incluso con educación científica universitaria, que asisten a sesiones de reiki, piensan que los transgénicos son veneno o toman preparados homeopáticos.

Manifestación antitransgénicos en Chile. Imagen de Mapuexpress Informativo Mapuche / Wikipedia.

Manifestación antitransgénicos en Chile. Imagen de Mapuexpress Informativo Mapuche / Wikipedia.

Reproduzco aquí lo que contaba sobre este argumento en aquel artículo, la primera de mis razones para creer que ese triunfo contra las pseudociencias no es posible:

1. No es cuestión de nivel educativo o de formación científica

Entre esas observaciones de los neurocientíficos y psicólogos experimentales dedicados a estudiar el fenómeno del movimiento anti-ilustración, destaca una conclusión contraintuitiva.

Lo natural sería pensar que quienes creen que el movimiento de los astros puede influir sobre su personalidad o su futuro, o quienes creen que un vial de agua o una pastilla de azúcar pueden curar enfermedades, son auténticos zotes con un paupérrimo nivel educativo y menos luces que un ovni de madera. Y que un poco de educación y de información bastaría para barrer sus telarañas mentales y abrirles los ojos a la luz de la razón.

Pero no es así. Como recientemente he comentado aquí, un reciente estudio revelaba que los adeptos al movimiento anti-ilustración no tienen en general menor inteligencia o nivel educativo que el resto, y ni siquiera menos interés por la ciencia. Simplemente, prefieren elegir selectivamente, sabiamente pero tramposamente, los datos que corroboran sus ideas preconcebidas; los autores del estudio lo llamaban “pensar como un abogado”.

Como también he contado aquí, neurocientíficos como Dean Burnett argumentan que, nos guste o no, la creencia en patrañas forma parte del funcionamiento normal de un cerebro humano sano. Y aunque otro estudio reciente sugiere que es posible proteger a las personas contra la influencia de la pseudociencia mediante lo que los autores definían como una especie de vacuna psicológica, parece que lograrlo requiere algo más sutil y complejo que simplemente más información científica o una mejor educación en el empirismo.

De hecho, y esta es ya simplemente una sensación intuitiva sin datos concretos, mi impresión personal es que últimamente ya casi no existe anuncio televisivo de cualquier producto destinado a echarnos en el cuerpo de una manera u otra que no se agarre a la quimiofobia como argumento de venta. Las marcas saben que la quimiofobia vende, y la explotan profusamente. Últimamente ha llegado también a la bebida estrella de la primavera y el verano: una marca de cerveza se anuncia ahora diciendo que su nueva receta es su vieja receta, sin sulfitos porque en el siglo XIX «no se utilizaban». Lo cual, por cierto, es falso: en la antigua Roma los sulfitos ya se empleaban para preservar el vino, y desde 1664 se utilizan como aditivos alimentarios. En el siglo XIX su uso estaba más que generalizado como conservante antimicrobiano.

El anuncio en cuestión también asegura que la cerveza está más «buena» por no emplear aditivos, lo que es sencillamente un oxímoron conceptual: tratar de transmitir la idea de que los aditivos se añaden a los alimentos con el estúpido fin de empeorar aposta su sabor y sus propiedades es llamar imbéciles a sus consumidores. Obviamente, lo que hace un conservante es precisamente lo contrario, proteger el alimento del deterioro para preservar su sabor y sus propiedades en el punto óptimo del producto fresco.

Pero volviendo al foco, hoy quiero hablarles sobre un artículo que leí hace unos días, publicado el año pasado en la revista EMBO Reports del Laboratorio Europeo de Biología Molecular. Su autor, el historiador de la ciencia de la Universidad de Princeton (EEUU) Michael Gordin, explica «el problema de la pseudociencia», y a mi modo de ver aporta un muy lúcido análisis sobre por qué la guerra contra las pseudociencias no puede ganarse. Resumiendo, la tesis de Gordin es que las pseudociencias florecen con mayor intensidad precisamente cuando la ciencia es más fuerte.

Gordin opina que la pseudociencia no es un producto de la ignorancia, y que por tanto no puede eliminarse con un antídoto de conocimiento científico. En su lugar, plantea una metáfora: la pseudociencia no es la anticiencia, sino la sombra de la ciencia. Y cuanto más fuerte es la luz, más intensa es también la sombra. «La pseudociencia es la sombra de la ciencia profesional, y del mismo modo que una sombra no puede existir sin el objeto que la proyecta, también todo objeto necesariamente proyecta una sombra».

El historiador expone cómo históricamente las pseudociencias han surgido como fringe science, ciencia marginal, alejada del núcleo y caracterizada por una oposición al establishment científico. Como este blog destacaba recientemente, no todo lo que es acientífico puede considerarse pseudocientífico; la pseudociencia se caracteriza por ser una imitación de la ciencia. Gordin escribe que los pseudocientíficos «leen estudios en áreas específicas, proponen teorías, reúnen datos, escriben artículos y puede que los publiquen. Lo que imaginan estar haciendo es, en una palabra, ciencia». Y añade: «todos los individuos que han sido llamados pseudocientíficos se han considerado a sí mismos científicos, sin prefijo».

Esto es algo que podemos observar a menudo en los ámbitos donde queda más patente la presentación de las pseudociencias lavadas y peinadas para ofrecer el aspecto de verdaderas ciencias. Hace unas semanas, mientras escribía para otro medio un reportaje sobre la patraña de los chemtrails, escuché un antiguo programa de radio de un famoso comunicador del misterio que trataba sobre este asunto. En aquella emisión, un presunto investigador presentaba presuntos argumentos sobre la existencia de presuntas fumigaciones conspirativas y sus efectos sobre una presunta enfermedad.

Imagen de pxhere.

Imagen de pxhere.

Era realmente sorprendente cómo aquel sujeto citaba una avalancha de presuntos datos publicados por presuntos científicos. En realidad, cualquiera que tratara de contrastar la información por su cuenta podía descubrir fácilmente que ni los científicos citados eran tales (por ejemplo, la «bióloga investigadora» era en realidad una mujer que tenía una licenciatura en biología pero que nunca había ejercido profesionalmente, no tenía formación ni experiencia investigadora y trabajaba como ama de casa), ni los datos existían más allá de la simple presunción (no existía una sola prueba física contrastada), y que en el fondo no había absolutamente nada real. Pero sin duda todo aquello podía ser muy convincente para cualquier oyente sin conocimientos especializados; todo sonaba muy a ciencia, sin serlo jamás.

Por todo ello, defiende Gordin, arrojar más conocimiento científico sobre la mesa no sirve para extinguir la pseudociencia, sino que al contrario, puede ser como echar gasolina al fuego. El autor desarrolla el ejemplo de Immanuel Velikovsky, un médico ruso que a mediados del siglo pasado publicó una teoría sobre un cataclismo planetario que habría ocurrido en tiempos históricos y que habría dejado reflejo en los textos sagrados de varias religiones. Según cuenta Gordin, la reacción exagerada de la ciencia contra la hipótesis de Velikovsky convirtió lo que debería haber sido flor de un día en una doctrina defendida en todo el mundo por una legión de seguidores, que presentaban a su líder como un nuevo Galileo, un genio censurado por el establishment.

Del caso de Velikovsky, Gordin concluye: «algunas veces, los intentos de movilización contra lo que se percibe como pseudociencia pueden volverse contra uno». Hoy podemos encontrar ejemplos de esto en numerosos frentes, como los transgénicos, el cambio climático, el movimiento antivacunas o las pseudomedicinas como la homeopatía, donde más ciencia no consigue erradicar la pseudociencia. «Aumentar el nivel de educación científica en todo el mundo es un objetivo encomiable que apoyo con todo mi ánimo, pero no deberíamos imaginar que esto eliminará el fringe«, escribe Gordin.

Pero de todo ello puede extraerse un mensaje alentador, y es que la proliferación actual de las pseudociencias es, al menos, un indicador de que la ciencia atraviesa un momento histórico brillante, como en los 1820 cuando proliferó la frenología, en los 1870 con el espiritualismo o entre los 50 y 70 del siglo XX con la parapsicología y los ovnis, según repasa Gordin: «paradójicamente, estos no son momentos en los que el prestigio de la ciencia estaba bajo, sino cuando era alto».

Y frente a todo esto, ¿cuál es la solución? Gordin no tiene una bala mágica, pero sí apunta aquello que no debe hacerse, y precisamente es algo en lo que también suelo insistir: la postura elitista de despreciar a los seguidores de las pseudociencias no hace ningún bien. La ciencia debe ser inclusiva y bajar al suelo, fusionarse con la sociedad, no dogmatizar, no imponer el qué, sino explicar el por qué. Gordin aclara una vez más que «lo que estas prácticas no lograrán es eliminar el fringe por completo, porque el fringe es inerradicable». Pero, concluye el historiador con su metáfora, en el juego de sombras chinescas donde la mano proyecta en la pared sombras de conejos y patos, tal vez logremos que haya más gente que no mire la sombra sino la mano, que es donde realmente está la acción.

Este es el jefe de medio ambiente de Trump, para quien extraer petróleo es un mandato divino

Les presento a un personaje: Scott Pruitt. Puede que su nombre no les diga nada, pero en EEUU está en boca de todo el mundo. Pruitt es un político republicano estadounidense, antiguo fiscal general de Oklahoma (si los expertos en derecho me aprueban esta traducción de attorney general).

Scott Pruitt en 2017. Imagen de la Casa Blanca.

Scott Pruitt en 2017. Imagen de la Casa Blanca.

A este lado del Atlántico, lo de fiscal general de Oklahoma nos suena como a un tipo con revólver al cinto y brazos en jarras que contempla satisfecho cómo se balancea el cuerpo al extremo de la soga. Pero más allá de la fantasía, lo cierto es que sí, que en Oklahoma no solo está vigente la pena de muerte, sino que –si la Wikipedia no me engaña– es el estado de la Unión con el menú más profuso de opciones de ejecución, incluyendo el fusilamiento.

Pero Pruitt no ha saltado a la popularidad por este antiguo cargo, sino por el actual: es el hombre designado por Donald Trump para dirigir la Agencia de Protección Medioambiental (EPA), un puesto que lleva desempeñando algo más de un año.

Como es lógico, hasta el advenimiento de Trump, el cambio climático era una gran prioridad en la agenda de la EPA. No es un secreto que el actual presidente de EEUU es un ferviente negacionista de la evidencia científica sobre los efectos antropogénicos en el clima, y la huella de la doctrina de Trump en su mandato es más que palpable: en enero la Environmental Data & Governance Initiative, una organización promovida por académicos y ONG, revelaba en un extenso análisis cómo la información sobre el cambio climático ha ido desapareciendo de las webs del gobierno federal, destacando sobre todo la web de la EPA.

Pero los cambios introducidos por Pruitt, cuya dimisión ya piden incluso algunos miembros de su propio partido (¡sí, sí, eso allí pasa!), eran difícilmente inesperados: durante años Pruitt ha pasado por ser el adalid de la industria contra el medio ambiente, poniendo en marcha varias demandas contra políticas medioambientales instauradas por la administración anterior de Barack Obama.

Hace unos meses Pruitt, que en su página de Linkedin se declara un campeón de «la legislación tradicional basada en la fe», venía a decir que la extracción de petróleo es un mandato divino: «la visión bíblica del mundo con respecto a estas cuestiones es que tenemos la responsabilidad de gestionar, cultivar y cosechar los recursos naturales con los que hemos sido bendecidos para realmente bendecir a nuestros semejantes», declaraba a Christian Broadcasting Network. Sin embargo lo cierto es que, bajo este discurso tan extraño a nuestra mentalidad, pero tan aplaudido en EEUU, los medios han desvelado que la gracia de Pruitt hacia las industrias más contaminantes parece tanto o más motivada por el dólar que por la Biblia.

Un manifestante contrario a Pruitt. Imagen de Lorie Shaull / Wikipedia.

Un manifestante contrario a Pruitt. Imagen de Lorie Shaull / Wikipedia.

En su programa Last Week Tonight, el cómico John Oliver –de quien ya les he hablado aquí en alguna ocasión– desvelaba la curiosidad de que en su página de LinkedIn, que no se ha actualizado desde sus tiempos de Oklahoma, Pruitt se presenta como «un prominente opositor contra la agenda activista de la EPA». Pero el hecho de que Pruitt esté ahora dirigiendo el organismo que anteriormente ha tratado de aniquilar no es casual: si uno quiere destruir una organización, ¿qué mejor que ponerla bajo la dirección de su peor enemigo? Obviamente, Pruitt es el hombre elegido por Trump para desmantelar la EPA, al menos tal como solía ser.

Y sin embargo, incluso esto tiene un lado positivo. Mírenlo de esta manera: el hecho de que Trump haya arriesgado poniendo al frente de la EPA no a cualquier mindundi, sino al más potente archienemigo de la propia agencia, sugiere que el más poderoso negacionista del cambio climático del mundo es consciente de estar enfrentándose a un enemigo muy difícil de batir: la ciencia. Los políticos van y vienen, y por mucho daño que estos ocho años de trumpismo puedan hacer a los esfuerzos contra el cambio climático, la designación de Pruitt es un indicio de que incluso el propio Trump reconoce lo complicado que resulta ya negar las pruebas científicas actuales. Y una vez llegado a ese punto, la única salida es la censura.

Lo cual podría llevarnos a una sugerente moraleja, y es que cuanto más fuerte es la pseudociencia, puede ser también un signo de que la ciencia goza de muy buena salud. Es una idea interesante, pero no es mía. De hecho, precisamente la leí hace unos días en un artículo que me ha llevado a conectarlo con el caso de Pruitt, y que mañana les contaré.

Por qué padres y madres de Silicon Valley restringen el uso de móviles a sus hijos

Soy de la opinión de que la tecnología debe servir para resolvernos necesidades, y no para creárnoslas. Por ejemplo, la razón de ser de los fármacos es curarnos enfermedades. No tendría sentido que su fin fuera satisfacer la necesidad de consumirlos, como ocurre en las adicciones.

Es evidente que las necesidades van cambiando con los tiempos, y que su relación con el desarrollo de la tecnología es de doble sentido. Por ejemplo, el trabajo periodístico de hoy sería imposible sin un uso intensivo de la tecnología. Los dispositivos y las herramientas, internet, el correo electrónico o las redes sociales nos permiten cubrir el mundo entero al instante. Hoy el periodismo no podría volver a ser lo que era hace un siglo, pero si quizá las crecientes necesidades de información y comunicación han contribuido a la creación de las herramientas, también la aparición de estas se ha aprovechado para crear una necesidad de la que hoy ya no se puede prescindir.

Sin embargo, en otros casos la situación parece más simple. Nadie tenía realmente la necesidad de estar en contacto permanente con un amplio grupo de personas distantes durante cada minuto del día, en muchos casos ignorando la realidad más próxima. O de estar continuamente exhibiendo detalles de su vida a un amplio grupo de personas distantes durante cada minuto del día, y de estar cada minuto del día comprobando con ansia a cuántas de esas personas distantes les gusta esa exhibición. Si esto puede llegar a considerarse una adicción, según y en qué casos, y si esta adicción puede ser nociva, según y en qué casos, es algo que corresponde analizar a psiquiatras y psicólogos. Pero tratándose de adultos, allá cada cual.

El problema son los niños. Porque ellos no tienen ni la capacidad ni el derecho legal de elegir sus propias opciones, sino que dependen de las nuestras. Y porque sus cerebros están en desarrollo, y lo que nosotros hagamos hoy con sus mentes va a influir poderosamente en lo que ellos mismos puedan mañana hacer con ellas.

Niños con teléfonos móviles. Imagen de National Park Service.

Niños con teléfonos móviles. Imagen de National Park Service.

Muchos colegios, entre ellos el de mis hijos, están cambiando en gran medida el uso de las herramientas tradicionales por las informáticas: libros y cuadernos por iPads, papel por PDF, tinta por táctil, pizarras por pantallas, el contacto personal por el virtual… Bien, ¿no? Hay que aprovechar las últimas tecnologías, son los utensilios de hoy y del futuro que deben aprender a manejar, son nativos digitales, y blablabla…

Aparentemente todo esto solo resulta problemático para quienes preferimos que todas las afirmaciones categóricas de cualquier clase vengan avaladas por datos científicos. Y por desgracia, cuando pedimos que nos dirijan a los datos que demuestran cómo la enseñanza basada en bits es mejor para los niños que la basada en átomos, nadie parece tenerlos a mano ni saber dónde encontrarlos. Lo cual nos deja con la incómoda sensación de que, en realidad, el cambio no se basa en hechos, sino en tendencias. O sea, que el juicio es apriorístico sin datos reales que lo justifiquen: la enseñanza digital es mejor porque… ¡hombre, por favor, cómo no va a serlo!

Lo peor es que, cuando uno decide buscar por su cuenta esos datos en las revistas científicas, el veredicto tampoco parece cristalino. Es cierto que evaluar el impacto de la tecnología en el desarrollo mental de un niño parece algo mucho más complicado que valorar la eficacia de un medicamento contra una enfermedad. Pero cuando parece aceptado que el uso de la tecnología sustituyendo a las herramientas tradicionales es beneficioso para los niños, uno esperaría una avalancha de datos confirmándolo. Y parece que no es el caso.

Como todos los periodistas, exprimo la tecnología actual hasta hacerla sangre. Mi sustento depende de ello. Si un día no me funciona internet, ese día no puedo trabajar y no cobro. Pero una vez que cierro el portátil, soy bastante selectivo con el uso de la tecnología. No es tanto porque me gusten el papel y el vinilo, que sí, sino porque pretendo no crearme más necesidades innecesarias de las que tengo actualmente. Y por todo ello me pregunto: ¿se las estarán creando a mis hijos sin mi consentimiento ni mi control?

Todo esto viene a cuento de uno de los artículos más interesantes que he leído en los últimos meses, y sin duda el más inquietante. Según publicaba recientemente Chris Weller en Business Insider, algunos padres y madres que trabajan en grandes compañías tecnológicas de Silicon Valley limitan el acceso de sus hijos a la tecnología y los llevan a colegios de libros, pizarra y tiza. ¿El motivo? Según cuenta el artículo, porque ellos conocen perfectamente los enormes esfuerzos que sus compañías invierten en conseguir crear en sus usuarios una dependencia, y quieren proteger a sus hijos de ello.

Este es el sumario que BI hace del artículo:

  • Los padres de Silicon Valley pueden ver de primera mano, viviendo o trabajando en el área de la Bahía, que la tecnología es potencialmente dañina para los niños.
  • Muchos padres están restringiendo, o directamente prohibiendo, el uso de pantallas a sus hijos.
  • La tendencia sigue una extendida práctica entre los ejecutivos tecnológicos de alto nivel que durante años han establecido límites a sus propios hijos.
Sede de Google en Silicon Valley. Imagen de pxhere.

Sede de Google en Silicon Valley. Imagen de pxhere.

Destaco alguna cita más del artículo:

Una encuesta de 2017 elaborada por la Fundación de la Comunidad de Silicon Valley descubrió entre 907 padres/madres de Silicon Valley que, pese a una alta confianza en los beneficios de la tecnología, muchos padres/madres ahora albergan serias preocupaciones sobre el impacto de la tecnología en el desarrollo psicológico y social de los niños.

«No puedes meter la cara en un dispositivo y esperar desarrollar una capacidad de atención a largo plazo», cuenta a Business Insider Taewoo Kim, jefe de ingeniería en Inteligencia Artificial en la start-up One Smart Lab.

Antiguos empleados en grandes compañías tecnológicas, algunos de ellos ejecutivos de alto nivel, se han pronunciado públicamente condenando el intenso foco de las compañías en fabricar productos tecnológicos adictivos. Las discusiones han motivado nuevas investigaciones de la comunidad de psicólogos, todo lo cual gradualmente ha convencido a muchos padres/madres de que la mano de un niño no es lugar para dispositivos tan potentes.

«Las compañías tecnológicas saben que cuanto antes logres acostumbrar a los niños y adolescentes a utilizar tu plataforma, más fácil será que se convierta en un hábito de por vida», cuenta Koduri [Vijay Koduri, exempleado de Google y emprendedor tecnológico] a Business Insider. No es coincidencia, dice, que Google se haya introducido en las escuelas con Google Docs, Google Sheets y la plataforma de gestión del aprendizaje Google Classroom.

En 2007 [Bill] Gates, antiguo CEO de Microsoft, impuso un límite de tiempo de pantalla cuando su hija comenzó a desarrollar una dependencia peligrosa de un videojuego. Más tarde la familia adoptó la política de no permitir a sus hijos que tuvieran sus propios móviles hasta los 14 años. Hoy el niño estadounidense medio tiene su primer móvil a los 10 años.

[Steve] Jobs, el CEO de Apple hasta su muerte en 2012, reveló en una entrevista para el New York Times en 2011 que prohibió a sus hijos que utilizaran el nuevo iPad lanzado entonces. «En casa limitamos el uso de la tecnología a nuestros niños», contó Jobs al periodista Nick Bilton.

Incluso [Tim] Cook, el actual CEO de Apple, dijo en enero que no permite a su sobrino unirse a redes sociales. El comentario siguió a los de otras figuras destacadas de la tecnología, que han condenado las redes sociales como perjudiciales para la sociedad.

Estos padres/madres esperan enseñar a sus hijos/hijas a entrar en la edad adulta con un saludable conjunto de criterios sobre cómo utilizar –y, en ciertos casos, evitar– la tecnología.

Finalmente, me quedo con dos ideas. La primera: una de las entrevistadas en el artículo habla de la «enfermedad del scrolling«, una epidemia que puede observarse simplemente subiendo a cualquier autobús. La entrevistada añadía que raramente se ve a alguna de estas personas leyendo un Kindle. Y, añado yo, tampoco simplemente pensando mientras mira por la ventanilla; pensar es un gran ejercicio mental. Precisamente en estos días hay en televisión un anuncio de una compañía de telefonía móvil en la que un dedo gordo se pone en forma a base de escrollear. El formato del anuncio en dibujos animados está indudablemente llamado a captar la atención de niños y adolescentes. La publicidad tampoco es inocente.

La "enfermedad del scrolling". Imagen de jseliger2 / Flickr / CC.

La «enfermedad del scrolling». Imagen de jseliger2 / Flickr / CC.

La segunda idea viene implícita en el artículo, pero no se menciona expresamente: somos ejemplo y modelo para nuestros hijos. Aunque los adultos somos soberanos y responsables de nuestros actos, debemos tener en cuenta que nuestros hijos tenderán a imitarnos, y tanto sus comportamientos como su escala de valores se forjarán en gran medida en función de los nuestros. Difícilmente los niños desarrollarán una relación saludable con la tecnología si observan, algo que he podido ver en numerosas ocasiones, cómo su padre y su madre se pasan toda la cena familiar escrolleando como zombis.

Les invito a leer el artículo completo; y si no dominan el inglés, esta traducción de Google es casi perfecta. Es increíble cómo los algoritmos de traducción automática están progresando desde aquellas primeras versiones macarrónicas hasta las de hoy, casi indistinguibles de una traducción humana. ¿Ven? La tecnología sirve si nos resuelve necesidades, como la de estar advertidos de sus riesgos.

Por mi parte y ante quienes me cantan las maravillas de la tecnología en la educación, pero me las cantan de oído, sin ser capaces de detallarme ninguna referencia concreta, desde ahora yo sí tendré una para ellos.