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Cuanto más fuerte es la ciencia, ¿más fuerte es la pseudociencia?

Hace poco más de un año dejé aquí un artículo explicando por qué, en mi sola y personal opinión, la guerra contra las pseudociencias nunca podrá ganarse. El artículo en cuestión fue contestado por otras opiniones, igualmente respetables y válidas que la mía, de quienes calificaban mi postura de derrotista porque, según ellos, la solución era muy sencilla: basta con aumentar el nivel de alfabetización y cultura científica entre la población para que los ciudadanos abran los ojos a la verdad y dejen de creer en patrañas.

Pero ya que en este caso se trata de un debate entre personas con conocimientos científicos, les invito a enfocarlo como si se tratara de un experimento: todos sabemos que, en general, para probar que tal condición provoca tal efecto, debe existir una curva de dosis-respuesta. Es decir, que a mayor cantidad de estímulo, mayor debe ser el efecto.

Pues bien, el experimento ya está hecho. No creo que nadie pueda cuestionar que en nuestra época y al menos en los países desarrollados, con sistemas educativos normalizados, alfabetización universal, escolarización obligatoria y educación pública gratuita, la población está mejor formada que nunca antes en la historia. Y sin embargo, no parece que las pseudociencias hayan desaparecido, sino todo lo contrario: vivimos una edad de oro de la anti-ilustración, en la cual la superstición y las creencias irracionales atraviesan momentos de gloria en todos los ámbitos. No creo que a nadie le resulte difícil encontrar a su alrededor personas con educación universitaria, incluso con educación científica universitaria, que asisten a sesiones de reiki, piensan que los transgénicos son veneno o toman preparados homeopáticos.

Manifestación antitransgénicos en Chile. Imagen de Mapuexpress Informativo Mapuche / Wikipedia.

Manifestación antitransgénicos en Chile. Imagen de Mapuexpress Informativo Mapuche / Wikipedia.

Reproduzco aquí lo que contaba sobre este argumento en aquel artículo, la primera de mis razones para creer que ese triunfo contra las pseudociencias no es posible:

1. No es cuestión de nivel educativo o de formación científica

Entre esas observaciones de los neurocientíficos y psicólogos experimentales dedicados a estudiar el fenómeno del movimiento anti-ilustración, destaca una conclusión contraintuitiva.

Lo natural sería pensar que quienes creen que el movimiento de los astros puede influir sobre su personalidad o su futuro, o quienes creen que un vial de agua o una pastilla de azúcar pueden curar enfermedades, son auténticos zotes con un paupérrimo nivel educativo y menos luces que un ovni de madera. Y que un poco de educación y de información bastaría para barrer sus telarañas mentales y abrirles los ojos a la luz de la razón.

Pero no es así. Como recientemente he comentado aquí, un reciente estudio revelaba que los adeptos al movimiento anti-ilustración no tienen en general menor inteligencia o nivel educativo que el resto, y ni siquiera menos interés por la ciencia. Simplemente, prefieren elegir selectivamente, sabiamente pero tramposamente, los datos que corroboran sus ideas preconcebidas; los autores del estudio lo llamaban “pensar como un abogado”.

Como también he contado aquí, neurocientíficos como Dean Burnett argumentan que, nos guste o no, la creencia en patrañas forma parte del funcionamiento normal de un cerebro humano sano. Y aunque otro estudio reciente sugiere que es posible proteger a las personas contra la influencia de la pseudociencia mediante lo que los autores definían como una especie de vacuna psicológica, parece que lograrlo requiere algo más sutil y complejo que simplemente más información científica o una mejor educación en el empirismo.

De hecho, y esta es ya simplemente una sensación intuitiva sin datos concretos, mi impresión personal es que últimamente ya casi no existe anuncio televisivo de cualquier producto destinado a echarnos en el cuerpo de una manera u otra que no se agarre a la quimiofobia como argumento de venta. Las marcas saben que la quimiofobia vende, y la explotan profusamente. Últimamente ha llegado también a la bebida estrella de la primavera y el verano: una marca de cerveza se anuncia ahora diciendo que su nueva receta es su vieja receta, sin sulfitos porque en el siglo XIX «no se utilizaban». Lo cual, por cierto, es falso: en la antigua Roma los sulfitos ya se empleaban para preservar el vino, y desde 1664 se utilizan como aditivos alimentarios. En el siglo XIX su uso estaba más que generalizado como conservante antimicrobiano.

El anuncio en cuestión también asegura que la cerveza está más «buena» por no emplear aditivos, lo que es sencillamente un oxímoron conceptual: tratar de transmitir la idea de que los aditivos se añaden a los alimentos con el estúpido fin de empeorar aposta su sabor y sus propiedades es llamar imbéciles a sus consumidores. Obviamente, lo que hace un conservante es precisamente lo contrario, proteger el alimento del deterioro para preservar su sabor y sus propiedades en el punto óptimo del producto fresco.

Pero volviendo al foco, hoy quiero hablarles sobre un artículo que leí hace unos días, publicado el año pasado en la revista EMBO Reports del Laboratorio Europeo de Biología Molecular. Su autor, el historiador de la ciencia de la Universidad de Princeton (EEUU) Michael Gordin, explica «el problema de la pseudociencia», y a mi modo de ver aporta un muy lúcido análisis sobre por qué la guerra contra las pseudociencias no puede ganarse. Resumiendo, la tesis de Gordin es que las pseudociencias florecen con mayor intensidad precisamente cuando la ciencia es más fuerte.

Gordin opina que la pseudociencia no es un producto de la ignorancia, y que por tanto no puede eliminarse con un antídoto de conocimiento científico. En su lugar, plantea una metáfora: la pseudociencia no es la anticiencia, sino la sombra de la ciencia. Y cuanto más fuerte es la luz, más intensa es también la sombra. «La pseudociencia es la sombra de la ciencia profesional, y del mismo modo que una sombra no puede existir sin el objeto que la proyecta, también todo objeto necesariamente proyecta una sombra».

El historiador expone cómo históricamente las pseudociencias han surgido como fringe science, ciencia marginal, alejada del núcleo y caracterizada por una oposición al establishment científico. Como este blog destacaba recientemente, no todo lo que es acientífico puede considerarse pseudocientífico; la pseudociencia se caracteriza por ser una imitación de la ciencia. Gordin escribe que los pseudocientíficos «leen estudios en áreas específicas, proponen teorías, reúnen datos, escriben artículos y puede que los publiquen. Lo que imaginan estar haciendo es, en una palabra, ciencia». Y añade: «todos los individuos que han sido llamados pseudocientíficos se han considerado a sí mismos científicos, sin prefijo».

Esto es algo que podemos observar a menudo en los ámbitos donde queda más patente la presentación de las pseudociencias lavadas y peinadas para ofrecer el aspecto de verdaderas ciencias. Hace unas semanas, mientras escribía para otro medio un reportaje sobre la patraña de los chemtrails, escuché un antiguo programa de radio de un famoso comunicador del misterio que trataba sobre este asunto. En aquella emisión, un presunto investigador presentaba presuntos argumentos sobre la existencia de presuntas fumigaciones conspirativas y sus efectos sobre una presunta enfermedad.

Imagen de pxhere.

Imagen de pxhere.

Era realmente sorprendente cómo aquel sujeto citaba una avalancha de presuntos datos publicados por presuntos científicos. En realidad, cualquiera que tratara de contrastar la información por su cuenta podía descubrir fácilmente que ni los científicos citados eran tales (por ejemplo, la «bióloga investigadora» era en realidad una mujer que tenía una licenciatura en biología pero que nunca había ejercido profesionalmente, no tenía formación ni experiencia investigadora y trabajaba como ama de casa), ni los datos existían más allá de la simple presunción (no existía una sola prueba física contrastada), y que en el fondo no había absolutamente nada real. Pero sin duda todo aquello podía ser muy convincente para cualquier oyente sin conocimientos especializados; todo sonaba muy a ciencia, sin serlo jamás.

Por todo ello, defiende Gordin, arrojar más conocimiento científico sobre la mesa no sirve para extinguir la pseudociencia, sino que al contrario, puede ser como echar gasolina al fuego. El autor desarrolla el ejemplo de Immanuel Velikovsky, un médico ruso que a mediados del siglo pasado publicó una teoría sobre un cataclismo planetario que habría ocurrido en tiempos históricos y que habría dejado reflejo en los textos sagrados de varias religiones. Según cuenta Gordin, la reacción exagerada de la ciencia contra la hipótesis de Velikovsky convirtió lo que debería haber sido flor de un día en una doctrina defendida en todo el mundo por una legión de seguidores, que presentaban a su líder como un nuevo Galileo, un genio censurado por el establishment.

Del caso de Velikovsky, Gordin concluye: «algunas veces, los intentos de movilización contra lo que se percibe como pseudociencia pueden volverse contra uno». Hoy podemos encontrar ejemplos de esto en numerosos frentes, como los transgénicos, el cambio climático, el movimiento antivacunas o las pseudomedicinas como la homeopatía, donde más ciencia no consigue erradicar la pseudociencia. «Aumentar el nivel de educación científica en todo el mundo es un objetivo encomiable que apoyo con todo mi ánimo, pero no deberíamos imaginar que esto eliminará el fringe«, escribe Gordin.

Pero de todo ello puede extraerse un mensaje alentador, y es que la proliferación actual de las pseudociencias es, al menos, un indicador de que la ciencia atraviesa un momento histórico brillante, como en los 1820 cuando proliferó la frenología, en los 1870 con el espiritualismo o entre los 50 y 70 del siglo XX con la parapsicología y los ovnis, según repasa Gordin: «paradójicamente, estos no son momentos en los que el prestigio de la ciencia estaba bajo, sino cuando era alto».

Y frente a todo esto, ¿cuál es la solución? Gordin no tiene una bala mágica, pero sí apunta aquello que no debe hacerse, y precisamente es algo en lo que también suelo insistir: la postura elitista de despreciar a los seguidores de las pseudociencias no hace ningún bien. La ciencia debe ser inclusiva y bajar al suelo, fusionarse con la sociedad, no dogmatizar, no imponer el qué, sino explicar el por qué. Gordin aclara una vez más que «lo que estas prácticas no lograrán es eliminar el fringe por completo, porque el fringe es inerradicable». Pero, concluye el historiador con su metáfora, en el juego de sombras chinescas donde la mano proyecta en la pared sombras de conejos y patos, tal vez logremos que haya más gente que no mire la sombra sino la mano, que es donde realmente está la acción.