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Los científicos también son creíbles cuando dicen sandeces (y a veces las dicen)

La pandemia de COVID-19 no solo ha dado toneladas de trabajo y de datos a virólogos, epidemiólogos e inmunólogos, sino también a los científicos sociales, que han seguido muy de cerca la batalla librada en los medios y en las redes entre la información y la desinformación, entre verdades y bulos. Y algunos de quienes no somos científicos sociales hemos seguido sus estudios con mucho interés, ya que nos han ayudado a aprender mucho sobre el mundo del negacionismo y la conspiranoia, sobre los mecanismos psicológicos y sociológicos de quienes creen antes la verdad revelada que la empírica, como en aquella cita atribuida a Groucho Marx (pero que en realidad decía su hermano Chico disfrazado de Groucho): «¿A quién va usted a creer, a mí o a sus propios ojos?«

Ambos campos están muy bien diferenciados en los extremos; por ejemplo, el negacionismo de la existencia del virus o de la efectividad de las vacunas. Pero la frontera está más borrosa en otros casos, lo que ha llevado a muchos medios supuestamente serios a caer en la trampa de la desinformación, y ha propiciado que algunos políticos se aprovechen de ella. Creyendo, o al menos intentando hacer creer a otros, que estaban transmitiendo lo que dice la ciencia.

"El troll de la pseudociencia". Imagen de Durova / Wikipedia.

«El troll de la pseudociencia». Imagen de Durova / Wikipedia.

Un equipo internacional de investigadores, dirigido por la psicóloga de la Universidad de Ámsterdam Suzanne Hoogeveen, ha analizado cuál es la credibilidad de las, ejem, gilipolleces, cuando las dice un científico, en comparación con la situación en que quien las dice es un gurú espiritual. Las gilipolleces en cuestión (para los lectores del otro lado del charco, quizá podrían ser huevadas, huevonadas, pendejadas o boludeces, discúlpenme si no doy con el término correcto) han sido obtenidas de una web de la que ya he hablado aquí un par de veces, el New Age Bullshit Generator (generador de gilipolleces New Age), una web que genera automáticamente frases al estilo de las pregonadas por el famoso gurú Deepak Chopra y otros, y que en la literatura científica últimamente han dado en llamarse pseudo-profound bullshit, o gilipolleces pseudoprofundas.

Por ejemplo, en una visita a dicha web ahora mismo me ha salido esto: «La consciencia consiste en partículas subatómicas de energía cuántica. El cuanto significa un despertar del infinito. Crecemos, crecemos, renacemos. La belleza es el motor de la gratitud«. Y así.

Los investigadores han reunido a un extenso grupo de más de 10.000 participantes de 24 países, y les han presentado gilipolleces de este tipo acompañadas por el presunto autor de la cita, que en unos casos era un científico ficticio y en otros un gurú espiritual también inventado. Por ejemplo, esta es una de las tarjetas presentadas a los participantes (la foto es una imagen real del físico Enrico Fermi):

Imagen de Hoogeveen et al, Nature Human Behaviour 2022.

Imagen de Hoogeveen et al, Nature Human Behaviour 2022.

Los resultados del estudio, publicado en Nature Human Behaviour, indican que los sujetos otorgan mayor credibilidad a la chorrada en cuestión cuando quien la dice es un científico; es lo que los autores denominan el «efecto Einstein». Curiosamente, este resultado es consistente en todos los países, occidentales y orientales, del norte y del sur, y tanto en personas religiosas como ateas. Aunque hay diferencias entre países, en casi todos los casos la credibilidad de los científicos supera a la de los gurús, y solo en algunos países las personas más religiosas conceden ligeramente más credibilidad a los gurús; no en España (aunque, todo hay que decirlo y los propios autores lo reconocen, las gilipolleces en cuestión entroncan con el discurso de ciertos gurús orientales, pero no tanto con el de los líderes religiosos occidentales). «Estos resultados sugieren que, con independencia de la visión religiosa, a través de las culturas la ciencia es un heurístico poderoso y universal que marca la fiabilidad de la información«, escriben los autores.

La investigación no se ha aplicado en concreto a la pandemia de COVID-19, pero los autores incluyen una referencia al respecto. En el estudio, dicen que durante esta epidemia global «todos los ojos se han vuelto hacia los expertos científicos en busca de consejo, directrices y remedios; desde los alarmistas de la COVID-19 a los escépticos, la apelación a la autoridad científica ha sido una estrategia prevalente en ambos lados del espectro político«.

En la información suplementaria al estudio, añaden referencias a otras investigaciones previas según las cuales la confianza en la ciencia y en los científicos se ha mantenido o incluso ha aumentado durante la pandemia. En concreto en Países Bajos, dicen, los datos indican que el público sigue depositando una mayor confianza en las autoridades sanitarias y en los científicos que en los medios, las redes sociales o algunos autoproclamados expertos sobrevenidos (en la mente de todos surgirán nombres de ciertos caballeros equivalentes aquí). Y, añado yo, esto a pesar de cómo las imágenes en los medios se han encargado de mostrarnos protestas negacionistas en Países Bajos y otros lugares como si fueran un clamor mayoritario; pero ya sabemos que solo los mil que salen a la calle aparecen en las noticias, y no el millón que se queda en casa.

Pero, claro, cabe preguntarse: ¿cómo pueden los autores estirar la cuerda a la credibilidad de los científicos en la pandemia de COVID-19, si precisamente su estudio no mide la confianza en la información veraz, sino en gilipolleces pseudoprofundas? Es más, y mientras que un pilar de la comunicación científica —perfectamente ejemplificado en los auténticos expertos que sí han sido referencias esenciales en la pandemia— es la claridad de comprensión para que el público profano en la materia no tenga que creer, sino solo entender y ver, en cambio el estudio se basa en todo lo contrario, presentar frases deliberadamente oscuras y retorcidas que parecen decir algo, pero que nadie entiende y que en el fondo no significan absolutamente nada.

Sin embargo, esto es de por sí interesante, porque nos lleva a una interpretación que no es otra sino exactamente la contemplada en el estudio: cuando los científicos dicen gilipolleces, también se les cree. Y sí, los científicos también dicen gilipolleces.

Hay algo sobre lo que he elaborado repetidamente en este blog: cuidado con caer en la trampa de creer que lo que dice un científico siempre es palabra de Ciencia. Si le preguntamos la hora a un científico, y a no ser que conozcamos a esa persona en particular, no deberíamos caer en el error de pensar que su respuesta va a ser necesariamente más veraz que si le preguntamos a un cerrajero o a un lampista. Por supuesto que la opinión de un científico experto sobre su área de experiencia merece más consideración que la de quien no lo es. Pero la opinión no es ciencia. Y por lo tanto, la voz del experto solo tiene valor realmente científico si transmite lo que dice la ciencia, no sus opiniones o intuiciones. La ciencia no son personas. Con acceso a una verdad revelada. La ciencia es un método. Que sirve para conocer la realidad.

Es más: tantas gilipolleces han dicho científicos incluso de primerísima fila que hace ya años se acuñó algo llamado la enfermedad del Nobel. En este caso se trata de científicos que en su día ganaron un Nobel por un gran descubrimiento, y que posteriormente han abrazado y defendido proclamas pseudocientíficas, generalmente en campos distintos al suyo. Hace tiempo escribí un articulillo sobre algunos casos destacados, no necesariamente premios Nobel: Newton y la alquimia —la alquimia en tiempos de Newton ya era un poco como los libros de caballerías en El Quijote—, Schrödinger y el misticismo cuántico, Pauling y la medicina ortomolecular y la vitamina C milagrosa, Crick y la panspermia dirigida, Watson y el racismo pseudocientífico, Vogel y la energía mental de los cristales, Montagnier y la homeopatía y los bulos vacunales, Mullis y… casi toda la pseudociencia en general.

De hecho, los casos son casi incontables, con Nobel o sin Nobel, pero en científicos inmensamente célebres. El misticismo cuántico ha sido abrazado por Schrödinger, Yukawa, Wigner, Josephson o Eccles, todos ellos premios Nobel. Los fantasmas, lo paranormal y esotérico, por tantos que cuesta contarlos, desde los Curie (sobre todo Pierre; al parecer Marie lo aguantaba más bien por su marido) a Edison, Pauli, Wallace —coautor de la teoría de la evolución—, Thomson —descubridor del electrón—, Rayleigh —argón, dinámica de fluidos—, Richet —pionero de la inmunología, pero inventor del término «ectoplasma»—, pasando por un flirteo del mismísimo Einstein. Ernst Boris Chain, uno de los descubridores de la penicilina (no, no lo hizo Fleming él solito), negaba la evolución biológica, lo mismo que el Nobel de Química Richard Smalley o el astrónomo Fred Hoyle. También el cambio climático ha sido negado por ganadores del Nobel como Ivar Giaever o Kary Mullis, el inventor de la PCR.

Mullis merece un aparte, porque su lista es casi infinita: astrología, espíritus, abducciones alienígenas, antiguos astronautas, negacionismo del sida, teorías conspiranoicas, negacionismo del cambio climático, del agujero de ozono… En su autobiografía describió su encuentro con un mapache alienígena fluorescente. Aseguraba que aquel día no iba puesto de LSD, una droga que se administraba generosamente. Todo esto, en un científico cuyo descubrimiento ha tenido una repercusión en la ciencia como pocos; el público conoce la PCR como un test de diagnóstico de COVID-19, pero en realidad esto representa solo un uso concreto y extremadamente infinitesimal de la inmensa potencia que ha tenido la PCR en investigación, biotecnología y biomedicina desde que Mullis la inventara en los años 80.

Kary Mullis en 2009. Imagen de Erik Charlton from Menlo Park, USA / Wikipedia.

Kary Mullis en 2009. Imagen de Erik Charlton from Menlo Park, USA / Wikipedia.

Pero debe entenderse que todo esto aparece cuando los científicos se meten en charcos que no son los suyos, cuando creen que un Nobel u otro reconocimiento importante les da patente de corso para tener autoridad sobre cualquier otra cosa. Es decir, ninguno suele ser negacionista de su propia área de especialización. Y cuando esto ocurre, como en el caso del bioquímico antivacunas Robert Malone, suele ser porque hay una larga historia detrás.

Y aquí llegamos a la aplicación más directa a la COVID-19 del estudio mencionado arriba. El negacionismo ha ensalzado a figuras como Malone o como el recientemente fallecido Luc Montagnier, codescubridor del VIH, como gurús científicos de autoridad creíble aunque dijeran sandeces. Pero hacía años que Montagnier había perdido toda su reputación entre la comunidad científica, desde que a comienzos de este siglo se convirtiera en un paladín de la homeopatía y la memoria del agua, con teorías como que los remedios homeopáticos podían enviarse por correo electrónico; no las recetas (si existieran), sino los propios remedios, como adjuntar un paracetamol a un email. Montagnier fue un gran científico en su día; por desgracia, quiso dejar de serlo, quién sabe por qué. No pudo probar ninguna de sus disparatadas teorías, y ha fallecido tristemente en un total descrédito profesional, sin siquiera un obituario en las principales revistas de ciencia.

En el caso de Malone, el bioquímico antivacunas que en los círculos negacionistas se ha convertido en figura de culto porque, según él mismo, inventó las vacunas de ARN, basta decir que es un caso de despecho (y de arrogancia, dicen) cuando fue excluido de la que él creía su invención —en realidad no inventó las vacunas de ARN, aunque sí sentó bases importantes para ello—, y desde entonces se ha dedicado a vilipendiarla; ha encontrado en el negacionismo el crédito que nunca logró obtener en la propia ciencia (para quien esté interesado en una historia detallada, aquí o aquí).

Para terminar, si todo lo anterior tiene una moraleja, es esta: no hagan caso a los científicos. No, en serio: hagan caso a la ciencia, no necesariamente a los científicos. Cuando un científico diga cualquier cosa, pregúntenle cuáles son las fuentes, los datos, los estudios. Pregúntense si opina o informa; si habla en nombre del conocimiento científico o solo en su propio nombre. Si habla como científico experto o como gurú, coach o analisto todólogo. Cuestionar a los científicos es sano escepticismo; negar la ciencia es negacionismo (es decir, no hagan como eso tan oído del «yo no soy antivacunas, sino que cuestiono», en boca de quien carece del menor conocimiento, formación, información ni cualificación para cuestionar).

Y esto se refiere a los auténticos científicos expertos que hablan de lo suyo. En cuanto a los que ni siquiera lo son, cuando salgan en la tele, mejor pónganse una de Netflix.

La memoria del agua de la homeopatía y un experimento que la desmonta

Antes de contarles el experimento que anuncio en el título, prosigamos con la apasionante historia de la memoria del agua y la radio homeopática que comencé ayer. Después de los experimentos de Benveniste, el siguiente apoyo a la homeopatía iba a venir de la fuente más inesperada, nada menos que todo un premio Nobel: el francés Luc Montagnier, descubridor del VIH o virus del sida.

En 1983, Montagnier y sus colaboradores en el Instituto Pasteur fueron los primeros en aislar un virus al que denominaron Virus Asociado a Linfadenopatía o LAV y que posteriormente recibiría el nombre definitivo de Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH). En realidad la gran artífice del hallazgo fue su postdoc, la viróloga Françoise Barré-Sinoussi, pero como he explicado aquí en otras ocasiones, quien dirige el laboratorio es responsable de los éxitos y los fracasos; aunque sería discutible si fue justo que en 2008 el Nobel de Medicina premiara a Montagnier y Barré-Sinoussi olvidando a su rival, el estadounidense Robert Gallo, que demostró la conexión entre el VIH y el sida.

Luc Montagnier en 2010. Imagen de Bastian Greshake / Flickr / CC.

Luc Montagnier en 2010. Imagen de Bastian Greshake / Flickr / CC.

Aunque los Nobel son los galardones más elevados de la profesión científica, no debe olvidarse que son un título, no una tarjeta de visita. Un título es algo que a uno se le concede por lo que ha hecho, el resultado de un largo proceso de trabajo sobre una materia concreta (bueno, tal vez excepto para la clase política española). Por el contrario, una tarjeta de visita es algo que se presenta para justificar lo que uno va a hacer a continuación.

En ocasiones se habla de los Nobel como si fueran esto último, pero no es así. Un Nobel puede patinar y patina de forma inmisericorde sin que se le quite la medalla: a algunos les ha dado por lo paranormal, y tal vez el caso más frenopático sea Kary Mullis, el inventor de la PCR (técnica hoy esencial en la biología) que defiende la astrología, niega el cambio climático, niega que el VIH cause el sida y en su biografía narró su encuentro con un mapache alienígena fluorescente (y eso que por entonces había dejado el LSD, o eso dijo).

En el caso de Montagnier, aquel señor francés tan discreto sorprendió al mundo cuando en 2009 se autopublicó dos estudios (uno y dos) en los que afirmaba lo siguiente: el ADN emite ondas de radio. Pero no cualquier ADN, sino sola y exclusivamente el de los microorganismos que son perjudiciales para el ser humano, como ciertas bacterias y el virus VIH. Estas ondas de radio pueden modificar el agua incluso a distancia para que aparezcan de repente en ella un ADN similar al original y sus microbios, algo que en los medios llegó a bautizarse como «teletransporte de ADN»; y la modificación del agua del cuerpo humano por estas emisiones es responsable de enfermedades como el sida, el párkinson o el alzhéimer.

¡Ah, sí! ¿Pero qué tiene esto que ver con la homeopatía? Los experimentos de Montagnier se basaban también en diluir y agitar las preparaciones de ADN, de modo que la emisión de radio aumentaba con las diluciones cuando ya no quedaba una sola molécula. El virólogo empleó el aparato diseñado por Benveniste y se apuntó a la idea de que el ADN dejaba su hueco en el agua debido a una polimerización de las moléculas de H2O inducida por las ondas de radio; por explicarlo, como si las moléculas de agua fueran la cadena humana que forman los guardias de seguridad para que el público no se abalance sobre los chicos de One Direction.

Naturalmente, aquello fue el clímax para los defensores de la homeopatía. Y ello a pesar de que, como sucedía también con los experimentos de Benveniste, en realidad los de Montagnier tampoco sostenían la teoría homeopática: el virólogo detectaba la emisión de radio del ADN solo hasta un cierto nivel que no alcanzaba los factores de dilución empleados en la homeopatía; cuando llegaba a la escala de las diluciones homeopáticas, la radio se apagaba. Pero es que además Montagnier decía que aquella emisión duraba unas horas, a lo sumo un par de días, después de retirar el ADN de la disolución. Por lo que, incluso aunque su teoría fuera cierta, cualquier preparado homeopático consumido más de 48 horas después de su fabricación sería completamente inútil.

Pero volvamos atrás: he dicho que los estudios de Montagnier fueron autopublicados, aceptados en tres días (varios meses es un periodo más normal) en una entonces nueva revista china cuyo consejo editorial está presidido por él mismo. John Maddox, el director de Nature que publicó el estudio de Benveniste, había dejado la dirección de la revista en 1995. Pero aunque hubiera continuado ejerciendo en 2009 (falleció aquel mismo año), es muy dudoso que Montagnier hubiera logrado convencerle.

En comparación con el trabajo de Benveniste –al que Montagnier equipara con Galileo, un genio incomprendido–, los estudios del virólogo son sorprendentemente heterodoxos e irregulares para todo un premio Nobel. Olvidan la estructura común (Introducción, Materiales y Métodos, Resultados…), se saltan peldaños cruciales dando por supuestas cosas que no se justifican, presentan todos sus resultados en forma de pantallazos, sin gráficos sujetos a una escala cuantitativa, con picos medidos por «intensidad relativa» imposibles de evaluar, sin el menor análisis estadístico de los datos, aventurando conclusiones que no se apoyan en los resultados y que podían y debían testarse con multitud de pruebas de uso común… El profesor de biología y bloguero escéptico PZ Myers dijo de ellos que parecen trabajos elaborados por estudiantes, y es que realmente cuesta creer de quién proceden.

Pero vayamos a los resultados: ¿qué puede extraerse de los estudios de Montagnier? A estas alturas creo que nadie se atrevería a apostar su vida a que la radiación electromagnética (llamémosla REM) no podría jugar un papel biológico mayor del que tradicionalmente se le ha supuesto. Es evidente que las moléculas reaccionan cuando se las bombardea con REM; hay infinidad de ejemplos en técnicas experimentales y diagnósticas. Incluso la REM ambiental es la causa de numerosos procesos biológicos; el ejemplo más inmediatamente conocido por todo el mundo es la fotosíntesis. En los últimos años se está ampliando el espectro de procesos electromagnéticos en la biología, incluso a fenómenos cuánticos exóticos: se ha propuesto que el entrelazamiento cuántico es responsable de la capacidad de las aves migratorias para guiarse por el campo magnético terrestre. Hoy la biología cuántica ya no es un oxímoron, sino una ciencia incipiente.

Si hay alguna crítica que pudiera decantarse a favor de Montagnier y en contra del establishment científico, es la resistencia que la ciencia está mostrando a introducirse de lleno y extensamente en lo que podría ser un fenómeno biofísico hasta ahora ignorado. O quizá no lo sea, pero no puede desecharse de un plumazo. Varios estudios en los últimos años han mostrado posibles perfiles de emisión electromagnética en distintas moléculas e incluso en bacterias, y hasta se han propuesto teorías para explicarlo. Tanto los estudios como las teorías son controvertidas, pero la ciencia no debería sin más mirar para otro lado, sino al contrario, fijarse muy intensamente en ello para separar hecho de ficción y saber qué hay de cierto, si es que hay algo de cierto, o descartarlo e identificar el artefacto que está provocando esos resultados.

Ahora bien: ¿sustentan los resultados las locas teorías de Montagnier? Para empezar, si cualquiera hubiese emprendido experimentos como los suyos y hubiese obtenido resultados como los suyos, probablemente habría comenzado por cuestionarse si los sistemas de filtración, de los que dependen críticamente sus resultados, están funcionando como deberían. Por otra parte, todo el que ha trabajado con cultivos celulares y ha tenido problemas de contaminación con micoplasmas (uno de los microbios que emplea Montagnier) sabe que es tan difícil quitárselos de encima como los piojos en los colegios; tratas con antibiótico, y vuelven. Filtras los medios de cultivo, y vuelven. Creo recordar, aunque ahora no tengo la referencia a mano, que hace pocos años un estudio alertó sobre la contaminación con micoplasmas en gran parte de las líneas celulares más utilizadas hoy en los laboratorios, lo que podría introducir resultados espurios en muchos experimentos.

Si uno quisiera demostrar que el ADN capta y emite REM, ¿por qué utilizar sistemas tan sucios como filtrados de micoplasmas o sobrenadantes celulares? A un referee o revisor difícilmente le convencería otro experimento que no estuviera basado en un sistema mucho más puro y controlado, como un ADN de síntesis. Y por supuesto, esos resultados necesitarían cuantificación, agregación, cálculos de significación estadística, barras de error, valores p… Para que una afirmación tan extraordinaria resulte creíble han de aportarse pruebas extraordinarias, como dice la vieja regla. Por otra parte, si uno pretende alegar que en un tubo ha aparecido algo que antes no estaba sin una razón física explicable, hay mil pruebas posibles que cualquier referee pediría para dilucidar qué contenía antes ese tubo y qué contiene ahora.

ADN. Imagen de Nogas1974 / Wikipedia.

ADN. Imagen de Nogas1974 / Wikipedia.

Pero supongamos que Montagnier realmente demostrara que existe un fenómeno biofísico hasta ahora insospechado, que el ADN u otras moléculas emiten REM relacionada con su perfil atómico, y que en la naturaleza existe un continuo intercambio de ondas a escala molecular. Este sería un descubrimiento lo suficientemente revolucionario como para darle otro premio Nobel. Pero incluso concediendo esta posibilidad, ¿los resultados de Montagnier avalan la homeopatía? Como he explicado más arriba, no; los presuntos fenómenos que describe no solo no sustentan los principios homeopáticos, sino que más bien al contrario, si acaso demuestran que las diluciones homeopáticas anulan los efectos observados.

Además, una cosa es llegar a demostrar la presencia de esa emisión de REM en el ADN, y otra saber si ese fenómeno puede tener un significado biológico real, y ya no digamos saber cuál es esa posible función. Montagnier no lo demuestra en ningún momento, sino que se limita a aventurar hipótesis grandiosas mediante saltos al vacío. Agarrarse a estos estudios para justificar la homeopatía, o cualquier otra conclusión biológica, es como encontrar en una cueva uno de esos extraños pictogramas de seres con la cabeza gorda y montar la teoría de los antiguos astronautas, o como descubrir microbios fósiles en Marte y concluir que los platillos volantes son naves extraterrestres. No es terreno de Nature, sino de Cuarto Milenio. No es ciencia, sino pseudociencia.

Llama poderosamente la atención lo poco que ha publicado Montagnier en los últimos años, si posee un material tan revolucionario; apenas un par de estudios más, cuando cualquier científico de su nivel, no digamos con un Nobel en el bolsillo, puede firmar decenas de trabajos al año. No será por falta de financiación ni de nichos donde publicar. En cuanto a lo primero, afectado por esa especie de síndrome del Capitán Nemo, hace unos años se encerró en su Nautilus para escapar del mundo hostil y enfrascarse en sus grandilocuentes ambiciones; se marchó a una universidad china, donde tiene un laboratorio, personal y dinero. En cuanto a las revistas, es probable que Homeopathy y otras estarían deseosas de aceptar su trabajo. Pero en lugar de esto y de tratar de rebatir a sus críticos con experimentos limpios y rigurosos, parece que se dedica a trucos de magia como enviar las ondas de un país a otro para hacer aparecer ADN de la nada en un tubo de agua.

Mientras, y ya llego, hasta ahora numerosos experimentos han fallado a la hora de reproducir los resultados de Benveniste, pero curiosamente no se había testado la hipótesis de la memoria del agua directamente por otras vías. Un equipo de investigadores polacos lo hizo el pasado octubre, basándose en la idea de una técnica llamada cromatografía por polímeros de impronta molecular.

Imaginemos un bloque de gelatina con una canica dentro. Si sacamos la canica y la gelatina es lo suficientemente firme, quedará el hueco en su interior. La experiencia nos muestra que esto no ocurre con el agua (¿realmente estoy explicando esto?): cuando sacamos la cucharilla del café, no se queda un hueco. Sin embargo, la homeopatía se basa en defender que esto sí sucede en el agua a escala microscópica molecular cuando se aplica el procedimiento de potentización.

Cuando existen esos agujeros en un medio parecido a la gelatina, esos huecos son capaces de acomodar y retener las moléculas que los han formado. En esta idea se basa la técnica mencionada, que utiliza matrices de gel moldeadas con moléculas concretas que luego se extraen para dejar huecos capaces de atrapar esas moléculas. Del mismo modo, si un preparado homeopático tuviera esos agujeros que ha dejado el compuesto original, debería mostrar afinidad por ese compuesto.

Funcionamiento de los polímeros con impronta molecular. La molécula molde (template) deja un hueco en la matriz de polímero que se emplea después para atrapar las moléculas similares. Imagen de Satanaka / Wikipedia.

Funcionamiento de los polímeros con impronta molecular. La molécula molde (template) deja un hueco en la matriz de polímero que se emplea después para atrapar las moléculas similares. Imagen de Satanaka / Wikipedia.

Científicos de la Universidad de Gdansk dirigidos por Roman Kalizsan han probado esta hipótesis utilizando un preparado homeopático, Aconitum CH30, en comparación con un placebo. No se trata de un estudio en toda regla, sino solo de una comunicación corta basada en un pequeño experimento preliminar que debería repetirse, contrastarse y probarse con otros ejemplos; pero es dudoso que ni ellos ni nadie vaya a afrontar una investigación más extensa cuando el resultado confirma lo que cualquiera, exceptuando los defensores de la homeopatía, esperaría: no hay diferencias entre el Aconitum CH30 y el placebo respecto a la afinidad por la aconitina, el compuesto utilizado para preparar el remedio. «Por tanto, es improbable que el remedio homeopático contenga improntas moleculares [huecos] de la aconitina», concluyen los investigadores.

Homeopatía. El preparado Aconitum C30 ha sido el probado en el experimento. Imagen de pxhere.

Homeopatía. El preparado Aconitum C30 ha sido el probado en el experimento. Imagen de pxhere.

En definitiva, a estas alturas del siglo XXI y a estas cotas del conocimiento humano ya está más que remachado que la homeopatía falla en la teoría y falla en la práctica. Pero por desgracia, mientras una poderosa industria continúe invirtiendo millones en alimentar el mito, y mientras tanto el mercado como los organismos reguladores continúen tragándoselo, no quedará otro remedio que seguir gastando en su refutación unos preciosos recursos que podrían destinarse a otros fines científicos más provechosos.