Archivo de octubre, 2017

Unos aperitivos científicos para celebrar Halloween

Cada año, tal día como hoy, este blog suele vestirse simbólicamente de negro y naranja para celebrar una de las fechas más divertidas del calendario. Y que, en contra de la creencia mayoritaria y como expliqué profusamente hace 365 días, no es «una fiesta yanqui». Como escribía hace unos días Regina Hansen, de la Universidad de Boston:

Muchas prácticas asociadas con Halloween tienen sus orígenes en la religión precristiana o pagana de los celtas, los habitantes originales de las islas británicas y de partes de Francia y España.

Como ya conté, los expertos apuntan que Halloween es una tradición de fusión cristiana-pagana-céltica-mesoamericana, de raíz europea y origen mitológico gallego, que se exportó a EEUU a través de Irlanda y que los reyes mundiales del márketing nos devolvieron convertida en un producto, pero conservando símbolos y espíritus que nosotros les vendimos antes a ellos, incluyendo el terror, los dulces y las calabazas.

Imagen de Pexels.com.

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Pero antes de que esta tarde-noche el que suscribe se transmute en Roy Batty para celebrar la largamente esperada secuela de Blade Runner y soltarle a quien quiera escuchar aquello de «he visto cosas que vosotros no creeríais…», aquí les dejo unos cuantos aperitivos de tono más o menos científico para abrir boca. Y para rematar la faena, unos minutos musicales con el punk clásico de los californianos Dead Kennedys y, desde Iowa, el psycho-surf-billy de los Surf Zombies. Feliz Halloween.

Una bola de luz flotando sobre Siberia

Según han explicado las autoridades rusas, este misterioso fenómeno observado esta semana en Rusia se debe a la burbuja de gas producida por un misil, iluminada por el sol que ya ha desaparecido bajo el horizonte del observador.

 

Secuenciado el genoma de la calabaza

Justo a tiempo para Halloween, un equipo de investigadores ha publicado el genoma de dos especies de calabaza, Cucurbita maxima y Cucurbita moschata. Estas hortalizas tienen grandes genomas distribuidos en 20 pares de cromosomas. Pero lo más curioso que han descubierto los científicos es que el genoma de la calabaza es en realidad dos subgenomas unidos, correspondientes a dos especies que se fusionaron hace entre 3 y 20 millones de años.

Sonidos siniestros del espacio

Aprovechando la celebración de Halloween, la NASA ha preparado una lista de reproducción con algunos inquietantes sonidos del espacio captados por varias sondas. Pero obviamente, como ya decían en Alien, en el espacio nadie puede oír tus gritos. En realidad se trata de emisiones electromagnéticas (por ejemplo, ondas de radio) captadas por diversos instrumentos y convertidas por los técnicos a frecuencias de sonidos audibles.

Así se crea la sangre para el cine

Atrás quedó la salsa de tomate. La sangre del cine hoy tiene bastante más química, y unos cuantos trucos para conseguir el efecto deseado.

¿No sabe de qué disfrazarse? Pregunte a la Inteligencia Artificial

A la investigadora Janelle Shane le gusta jugar con las redes neuronales y proponerles desafíos inusuales, como inventar nombres de bandas heavy o de nuevos colores. En esta ocasión Shane ha propuesto a su máquina inventar nuevos disfraces de Halloween, y el ordenador ha respondido con más de 5.000 ideas. Algunas son escasamente originales, como «Darth Vader». Pero ¿qué me dicen de «la personificación antropomórfica del horror de la guerra», de «bolsa de plástico llena de acondicionador de pelo», de «pirata ninja robot zombi» o de «magnate sexy de conglomerado del acero de comienzos del siglo XX»? Ideas no les van a faltar.

Un alien en la playa

De vez en cuando el mar devuelve criaturas que parecen haber caído en el océano desde alguna nave alienígena. Es el caso de este ser que apareció en una playa de Texas tras el paso del huracán Harvey. Fue necesaria la ayuda de Kenneth Tighe, biólogo del Museo Smithsonian de Historia Natural, para identificar el animal como un Aplatophis chauliodus o anguila de colmillos.

Ahora va en serio: volvemos a la Luna, y esta vez para quedarnos

Si, como contaba ayer, en realidad todo y todos no somos sino personajes de una simulación, se diría que el posthumano del cual depende nuestra existencia debe de ser un hacker adolescente con una fértil imaginación y un peculiar sentido del humor: ¿quién iba a pensar que Trump nos llevaría de vuelta a la Luna?

Como ya he contado aquí en numerosas ocasiones, la NASA lleva unos cuantos años correteando como pollo sin cabeza en lo que respecta a la exploración humana del espacio. Quemó sus naves, los shuttles, sin tener aún un plan B, o teniendo uno que luego fue cancelado y sustituido por un plan C, cuyo propósito ha sido incierto. Durante años la NASA ha pegado las narices al escaparate marciano deseando lo que había dentro y haciéndose ilusiones con unos bonitos Power Points, pero siendo consciente de que no podía pagárselo.

Ahora, por fin, parece que comienza a haber un objetivo claro. Renunciar a Marte es doloroso, pero inevitable. Y al menos, siempre nos quedará la Luna. Este mes, la NASA insinuó que estaba preparada para olvidarse del planeta vecino y desplazar el foco hacia nuestro satélite, un objetivo más asequible y al alcance de las nuevas naves y cohetes actualmente en desarrollo. La agencia esperaba la respuesta de la nueva administración, y esta llegó primero en forma de un artículo firmado por el vicepresidente Mike Pence en The Wall Street Journal, donde anunciaba la restauración del National Space Council (NSC).

Concepto de hábitat lunar. Imagen de ULA/Bigelow Aerospace.

Concepto de hábitat lunar. Imagen de ULA/Bigelow Aerospace.

El NSC es un órgano del máximo nivel, que mete directamente la cabeza de la exploración espacial en la Oficina Ejecutiva del Presidente. Fue creado en 1989, pero en 1993 se desmanteló por disensiones internas debidas a la diferencia de criterios entre la NASA y los responsables políticos. Obama prometió resucitar el NSC, pero nunca llegó a hacerlo.

Según escribió Pence y ratificó en una conferencia con motivo de la primera reunión del nuevo NSC, astronautas estadounidenses volverán a pisar la Luna. Añadió que de este modo se asentarán los cimientos para futuras misiones «a Marte y más allá».

Esto último ya cae en el folclore habitual en tales ocasiones. Pero en realidad el empujón de la administración Trump a la exploración espacial tripulada no es sorprendente. Como ya conté aquí, era previsible que el furor patriotero del nuevo presidente buscara llevar de nuevo estadounidenses al espacio como una manera de Make America Great Again, según su eslogan.

Entre los recortes presupuestarios y los titubeos de la NASA, en los últimos años EEUU se ha quedado mirando las estelas de los cohetes rusos y sintiendo en la nuca el aliento de China. El mensaje de Pence es recuperar el liderazgo espacial para su país, y no solo por una cuestión de sacar pecho: la fórmula actual del New Space deja buena parte del liderazgo en manos de las empresas, que tradicionalmente se limitaban a actuar como contratistas, para convertir el espacio en el nuevo filón comercial.

Una de estas nuevas compañías espaciales acaba también de apuntarse a la renovada carrera hacia la Luna. En colaboración con el fabricante de cohetes United Launch Alliance (ULA), Bigelow Aerospace ha anunciado que construirá un hábitat hinchable en la órbita terrestre para después enviarlo a la órbita lunar, y todo ello en 2022. La empresa del magnate hotelero Robert Bigelow ya ha demostrado que sus estructuras hinchables son una opción viable, versátil y asequible para establecer hábitats orbitales.

La propuesta de Bigelow ilustra también cuál será otra de las diferencias entre esta nueva carrera lunar y la de los años 60: esta vez es para quedarnos. Los hábitats de Bigelow proporcionarían una estación permanente en órbita, pero en paralelo ya existen otras ideas de las principales agencias espaciales del mundo, incluyendo la europea (ESA), destinadas a construir asentamientos en la Luna. En general estos planes contemplan colaboraciones entre distintas potencias. Por mucho que Trump y Pence se empeñen, la Luna ya no será cosa de un solo país: EEUU y Rusia cooperarán en el proyecto Deep Space Gateway para situar una estación en la órbita de la Luna, mientras que la ESA y China podrían compartir esfuerzos en la construcción de una base lunar.

Concepto de base lunar. Imagen de ESA.

Concepto de base lunar. Imagen de ESA.

Entonces, ¿nos olvidamos de Marte? Nada de eso. Elon Musk, el creador de SpaceX, continúa adelante con sus planes de enviar humanos al planeta vecino en 2024. Y aunque este plazo es sencillamente imposible de creer –el propio Musk lo definió como «aspiracional»–, parece claro que un astuto empresario de tan probada solvencia no va a embarcarse en una aventura marciana para cometer un suicidio financiero. Musk ha puesto ya demasiados huevos en esta cesta. Y el último es de avestruz: recientemente anunció el soporte destinado a hacer realidad su sueño de colonización marciana, un sistema de lanzamiento todo-en-uno que de momento responde al nombre de BFR, por Big Falcon Rocket o, también, Big Fucking Rocket.

¿Y si en realidad no somos reales, sino personajes de un videojuego?

Cuando Trump ganó las elecciones en EEUU y triunfó el Brexit, hubo muchos que se dijeron: esto no puede estar pasando. Pero entre estos, hay algunos para los que no es simplemente una frase hecha, sino que realmente creen que esto no pude estar pasando. O sea, que no es real. Que es una simulación. Que somos una simulación. O dicho de otro modo, un videojuego carísimo e increíblemente complejo. Y si añadimos todo lo que está ocurriendo últimamente por nuestros pagos, los defensores de esta hipótesis pueden frotarse las manos.

Mario Bros. Imagen de Nintendo.

Mario Bros. Imagen de Nintendo.

En efecto, como en Matrix. Tal vez ya hayan oído hablar de lo que corre en ciertos círculos como la hipótesis de la simulación. O si es la primera vez que leen sobre ello, puede que les parezca el mayor hallazgo intelectual de la historia de la humanidad, o todo lo contrario, una pura masturbación mental a la que no merece la pena dedicar ni medio segundo y que provoca risa con esa flojera del sonrojo. Incluso a lo largo de un mismo día, dependiendo de si pierden el autobús o se les queman las tostadas, puede que piensen ambas cosas indistintamente. A mí me ocurre.

Los antecedentes de esta loca idea son ilustres, desde la caverna de Platón a La vida es sueño de Calderón. Cuatro siglos antes de nuestra era, el filósofo chino Zhuang Zhou se enfrentaba a la imposibilidad de distinguir cuál era la verdadera realidad, si la que entendemos como real o la que experimentamos durante nuestros sueños, que nos parece igualmente real cuando estamos inmersos en ella. Bertrand Russell inventó una idea llamada Tierra de Cinco Minutos, según la cual el universo podría haberse creado hace cinco minutos y nosotros sin enterarnos, creyendo recordar un pasado que podría ser totalmente ficticio. En los años 70, el genial Philip K. Dick también planteó la posibilidad de que vivamos en una realidad programada por ordenador.

Pero el responsable de haberla liado definitivamente es Nick Bostrom, filósofo sueco de la Universidad de Oxford. En 2003 Bostrom publicó un trabajo en el que desarrollaba la hipótesis más o menos según la siguiente línea lógica: el desarrollo tecnológico es imparable y nos lleva a construir simulaciones informatizadas cada vez más complejas. En un futuro con una tecnología infinitamente superior a la actual, los posthumanos llegarán a ser capaces de crear simulaciones a cuyos personajes se les pueda dotar incluso de consciencia.

Estos posthumanos crearán simulaciones del pasado, de sus antepasados, de nosotros. Dado que en el futuro esto será un ejercicio tan corriente y extendido como lo son hoy nuestros videojuegos, se crearán millones de estas simulaciones; al fin y al cabo, ¿cuántas copias de juegos como Los Sims existen en el mundo? Y si existen millones de estas simulaciones y solo una única realidad, la probabilidad de que nosotros seamos reales, que vivamos en la «realidad base», es ínfima: tenemos una posibilidad contra millones de no ser una simulación.

Todo esto, argumentaba Bostrom, siempre que la humanidad no se extinga antes de llegar al estado posthumano, y a no ser que por algún motivo nuestros futuros descendientes decidan no crear simulaciones. Resumiendo, Bostrom afirmaba que al menos una de estas tres proposiciones tiene que ser cierta: a) La humanidad queda aniquilada antes de alcanzar la fase posthumana. b) Los posthumanos no están interesados en construir simulaciones. c) Vivimos en una simulación.

El gusanillo de la simulación ha cautivado a un buen número de científicos y tecnólogos. Elon Musk, multimagnate tecnológico y en quien confiamos para que algún día nos lleve a Marte, está completamente convencido de que, en efecto, vivimos en una simulación. La idea ha llegado a cautivar tan obsesivamente a algunos que, según contaba la revista The New Yorker el año pasado, dos millonarios del Silicon Valley cuyos nombres no se revelaban habrían contratado a un equipo de científicos para tratar de «sacarnos de la simulación».

Pero naturalmente, los filósofos se mueven en un plano diferente al de los científicos. Los científicos trabajan en la realidad, mientras que el deber de un filósofo es calzarse las botas, ponerse el casco y bajar al sótano para inspeccionar los cimientos de esa realidad. Por desgracia, suelen alegar Bostrom y otros, es prácticamente imposible que científicamente lleguemos a conocer la verdad. Demostrar que no vivimos en una simulación es por definición impracticable: cualquier indicio que pudiera aportarse podría formar parte de la simulación. En ciencia a menudo suele ser inviable demostrar un negativo.

Y en cuanto a probar que vivimos en una simulación, y por mucho que algunas de las mejores mentes del mundo se ocupen en tratar de sacarnos de ella… Admitámoslo: si realmente fuéramos una simulación, salir de ella parece algo tan factible como que, de repente, Mario abandone la pantalla y comience a saltar por encima de los champiñones de nuestra pizza.

Aquí les dejo un vídeo que lo explica muy certeramente. En inglés, pero con subtítulos. Que disfruten de su cena simulada.

No existe el horario de invierno, y no ahorra energía porque no es su propósito

Un año más como cada último domingo de octubre, y atendiendo a las cuestiones que realmente nos afectan directamente a todos, vuelve a circular la misma pregunta: ¿el horario de invierno ahorra energía? A estas alturas ya debería existir suficiente información disponible para que, quien quiera conocer la cuestión sin opinar sobre vacío, pueda hacerlo. Pero reconozco que es difícil contar con una población informada cuando, año tras año por estas fechas, multitud de medios se empeñan en continuar publicando artículos cuya línea va más o menos por estos derroteros:

¿Es beneficioso el cambio de hora? Los expertos cuestionan que el horario de invierno en realidad suponga un ahorro de energía, como pretende hacernos creer XXXXX [rellénese con la entidad que a cada uno le caiga particularmente antipática], y en cambio advierten de sus posibles efectos nocivos en la salud y el bienestar.

Imagen de pexels.com/Monoar Rahman/CC.

Imagen de pexels.com/Monoar Rahman/CC.

No quiero plagiarme a mí mismo, porque ya he contado aquí y en otros medios prácticamente todo lo relevante que puede contarse sobre este asunto. Pero como esta mañana he vuelto a encontrarme con algún artículo en algún medio que sigue dando vueltas a este mismo torno, parece claro que conviene seguir insistiendo sobre ello resumiendo las ideas principales. Aquí van (y para quien quiera ampliar añadiendo además algún comentario biológico, ahí están los enlaces):

No existe el horario de invierno. El horario que tendremos a partir de las 3 de la próxima madrugada es nuestro horario normal. El nuestro. El normal. El horario.

Por lo tanto, tampoco existe un horario de invierno diseñado para ahorrar energía. Dado que no hay un horario de invierno, el no-horario de invierno no ahorra nada, ni energía, ni fuerza, ni preocupaciones, ni dolores de cabeza, ni euros, pesetas o doblones.

Por el contrario, sí existe un horario de verano diferente del normal. Es decir, que lo que ocurre el último domingo de marzo es que nos apartamos de nuestro horario habitual para adelantar una hora los relojes.

Así que la pregunta que tiene sentido es: ¿comporta algún beneficio el horario de verano? Para responderla debemos remontarnos al propósito original de este cambio por parte de quienes lo inventaron.

El propósito de quienes inventaron el horario de verano fue añadir una hora más de luz por las tardes en los meses estivales. Respecto a los fines concretos que perseguían, había motivaciones personales que se ampliaron a la búsqueda de beneficios generales. El primer proponente de la idea, el británico-neozelandés George Vernon Hudson, entomólogo aficionado, quería tener más tiempo de sol por las tardes para recolectar insectos, pero también reducir el consumo de luz artificial en los atardeceres de verano. Por otra parte, el inglés William Willett, que tuvo la misma idea de forma independiente y a quien se considera el padre del cambio horario de verano que seguimos hoy, deseaba también contar con más tiempo de luz en las tardes de verano para practicar sus aficiones, como la caza y el golf. Pero dejarlo en el capricho de un constructor acaudalado sería una frivolización sesgada. Willett dedicó su vida a promover el cambio horario de verano y a tratar de demostrar que el cambio estival ahorraría energía en verano, al posponer el anochecer. Y aunque murió en 1915 sin conseguirlo, pronto algunos países comenzarían a adoptar el cambio horario en verano, que se generalizó en los años 70 con la crisis del petróleo.

Así que, resumiendo: con el cambio horario de esta noche no ganamos nada porque no está pensado para ganar nada. En todo caso, dejaríamos de ganar lo que ganaríamos en verano, si es que lo ganamos, cuando nos apartamos de nuestro horario normal. Y para despejar los condicionales de la frase anterior, la versión más directa y sencilla es esta: el horario de verano se diseñó para ganar una hora más de luz por las tardes. ¿Ganamos en verano una hora más de luz por las tardes con el cambio horario? Pues eso.

Todo lo cual también tiene implicaciones de cara a esa corriente que pretende cambiar nuestro huso horario peninsular y balear (UTC+1, UTC+2 en verano) para integrarnos en el de Canarias, Portugal y Gran Bretaña (UTC, UTC+1 en verano). Si nos atenemos exclusivamente al mapa, desde luego es innegable que por nuestra longitud geográfica deberíamos pertenecer al huso horario de Reino Unido, Portugal, Canarias y Marruecos, y no al de Alemania, Polonia, Noruega y Siria; así como el cambio horario de verano viene obligado por la Unión Europea, en cambio cada estado es libre de regirse según un huso horario u otro.

Pero está claro que la vida es mucho más que geografía. ¿Queremos tener una hora menos de sol todas las tardes del año? Puede que en verano no notáramos gran diferencia. Pero en el centro de la península, donde vivo, en invierno anochecemos sobre las 6 de la tarde. ¿Nos apetece que en enero el sol se marche a las 5 de la tarde? ¿Que los niños salgan del colegio casi de noche?

Naturalmente, quienes defienden este cambio de huso horario pretenden con ello modificar nuestras costumbres a semejanza de otros países europeos: comer más temprano, decir adiós a nuestros jefes a las 5 de la tarde, cenar antes y acostarnos prontito. Por supuesto que las costumbres pueden cambiarse por decreto; como caso típico, no hay dictadura que se resista a ello. Pero ¿hablará alguien con los jefes y jefas de ustedes para que les permitan salir del trabajo a las 5? ¿Y han paseado por Helsinki a las 9 de la noche? Hasta un apocalipsis zombi tiene más animación.

Esta pretensión resulta curiosa teniendo en cuenta, además, que el invento del horario de verano nació precisamente como una iniciativa británica para escapar de la tiranía de las noches tempranas, al menos durante los meses en que el clima de aquellas islas permite disfrutar de las actividades al aire libre. ¿Vamos a renunciar voluntariamente a nuestras largas tardes de sol?

Las ondas gravitacionales, un nuevo color en la paleta de los astrónomos

Las ondas gravitacionales se han convertido en el Titanic de la ciencia. No por el naufragio, sino por la película: en 1997 era casi inútil que ninguna otra producción aspirara a llevarse un premio de cualquier categoría en la que tuviera que competir contra la cinta de James Cameron. Como conté ayer, los descubridores (o más bien confirmadores) de las ondas gravitacionales se han llevado este mes el Nobel y el Princesa de Asturias, pero anteriormente ya habían caído en sus redes otros premios de primera fila como el Kavli de Astrofísica y el Breakthrough Prize, ambos económicamente muy jugosos.

Pero el Princesa, entregado este viernes a tres máximos responsables del hallazgo y simbólicamente a más de mil investigadores de la colaboración LIGO, ha caído por suerte en la misma semana en que la detección de las ondas gravitacionales ha comenzado a hacer realidad la promesa de convertirse en un nuevo color de la paleta astronómica.

El pasado lunes se anunciaba la quinta detección de este tipo de arrugas en la alfombra del espacio-tiempo que sostiene el universo, pero con una novedad que comienza a explicar por qué este método de observación abre una nueva era para la astronomía.

Mientras que los cuatro eventos anteriores se produjeron por la fusión de pares de agujeros negros, en este último caso, ocurrido el pasado 17 de agosto, ha sido la colisión de dos estrellas de neutrones, que se cuentan entre los objetos más densos del cosmos. Las estrellas de neutrones se forman cuando una estrella supermasiva explota en una supernova y sufre un colapso gravitatorio que comprime el material estelar hasta reducir su tamaño a unos pocos kilómetros, a pesar de que su masa excede en varias veces la del Sol.

Ilustración de la colisión entre dos estrellas de neutrones. Imagen de NSF/LIGO/Sonoma State University/A. Simonnet.

Ilustración de la colisión entre dos estrellas de neutrones. Imagen de NSF/LIGO/Sonoma State University/A. Simonnet.

El resultado es un objeto extremadamente denso, una especie de pelota de núcleos atómicos comprimidos con electrones fluyendo entre los huecos. Suele decirse que, si pudiéramos acercarnos a una estrella de neutrones y recoger una cucharadita de su superficie (por supuesto, algo imposible en la práctica), esa cantidad de material pesaría mil millones de toneladas.

Durante años los científicos han teorizado que la fusión de dos estrellas de neutrones es uno de los procesos responsables de los llamados Brotes de Rayos Gamma (BRG), lo cual equivale a decir que son las explosiones más potentes del universo. Un BRG puede liberar en unos segundos más energía que nuestro Sol a lo largo de toda su existencia. Son fenómenos raros, y por suerte se han detectado en otras galaxias, a miles de millones de años luz de nosotros. Pero en realidad, el hecho de que no nos haya caído ninguno en las cercanías no es casualidad, sino causalidad: muchos científicos piensan que si hubiera ocurrido, sencillamente no estaríamos aquí.

Imagen de la galaxia NGC 4993 tomada desde el observatorio de La Silla, en Chile. Imagen de ESO/S. Smartt & T.-W. Chen.

Imagen de la galaxia NGC 4993 tomada desde el observatorio de La Silla, en Chile. Imagen de ESO/S. Smartt & T.-W. Chen.

Pues bien, lo que tiene de única la nueva onda gravitacional detectada no es solo el fenómeno que la ha originado, sino que además también ha podido recogerse el BRG producido por la fusión de las dos estrellas, así como el rastro de luz de todo ello, lo que ha sido descrito por los astrofísicos como el principio de la era de la astronomía multimensajero.

Imaginemos una tormenta de las normales en la Tierra. Cuando cae un rayo, lo detectamos de dos maneras distintas, por la luz (el relámpago) y el sonido (el trueno). Los astrofísicos hacen algo parecido con los fenómenos astronómicos, registrándolos a través de sus diferentes emisiones.

Ahora la detección de ondas gravitacionales se ha unido a ese repertorio de ojos y oídos del que disponen los científicos. La colisión de las dos estrellas de neutrones en la galaxia NGC 4993, a 130 millones de años luz, fue registrada por los tres detectores de ondas gravitacionales (dos de LIGO y el de Virgo), por los telescopios espaciales de rayos gamma Fermi e INTEGRAL, y por una multitud de telescopios terrestres en la banda óptica, en la de rayos X y en la de ondas de radio. Todo esto convierte la GW170817 (GW de Gravitational Wave) en el primer fenómeno astronómico observado de tantas maneras distintas.

Los puntos marcan todos los observatorios en la Tierra y en el espacio que registraron la fusión entre dos estrellas de neutrones. Imagen de Abbott et al. 2017.

Los puntos marcan todos los observatorios en la Tierra y en el espacio que registraron la fusión entre dos estrellas de neutrones. Imagen de Abbott et al. 2017.

Pero si les parece que la colisión de dos estrellas a más de 1.200 trillones de kilómetros es algo muy ajeno a ustedes, sepan que tal vez lleven el producto de un fenómeno como este en el dedo, alrededor del cuello o en los lóbulos de las orejas: los astrofísicos pensaban que explosiones tan energéticas como esta son la fragua donde se crean los elementos más pesados del universo, por ejemplo el oro, la plata, el platino o el uranio. En el GW170817, la lectura de las emisiones permitió confirmar que la colisión de las dos estrellas creó una masa de oro similar a la de la Tierra. Una buena pepita; eso sí, habría que juntarla átomo a átomo.

El Princesa de Asturias de ciencia acierta este año, pero tiene una deuda pendiente

Ayer las gaitas sonaron en Oviedo un año más para acoger la entrega anual de los premios Princesa de Asturias. Los que hemos crecido con media pata en el Principado envidiamos profundamente a los galardonados, no por el premio, sino porque a diferencia de nosotros anoche cenaron allí, y a gastos pagados. Pero en fin; en el culín de sidra meramente simbólico que le toca beberse a este blog figuran tres nombres propios y un inmenso colectivo de cerebros: los físicos Rainer Weiss, Kip Thorne y Barry Barish, junto con los más de mil integrantes de la Colaboración Científica LIGO, han recibido el premio de Investigación Científica y Técnica 2017.

El físico Rainer Weiss recibe el premio Princesa de Asturias 2017 de Investigación Científica y Técnica de manos del rey Felipe. Imagen de EFE/Chema Moya.

El físico Rainer Weiss recibe el premio Princesa de Asturias 2017 de Investigación Científica y Técnica de manos del rey Felipe. Imagen de EFE/Chema Moya.

Cada año se establece una comparación interesante entre los Nobel y nuestra propia versión, que obviamente no alcanza la misma repercusión internacional que los premios suecos, al menos en ciencia. El paralelismo es relativo, porque los Nobel distinguen tres categorías científicas, mientras que en los nuestros todo entra en un mismo saco.

A pesar de esto, los Princesa de Asturias no tienen una capacidad más limitada para premiar a los científicos, sino todo lo contrario: hay muchas disciplinas científicas que no tienen cabida en los Nobel, mientras que la categoría más amplia de los Princesa permite incluir a los paleoantropólogos, biólogos evolutivos, matemáticos, ingenieros de computación, ecólogos, científicos planetarios o climatólogos, por citar solo algunos ejemplos.

En este blog ya respondí a la clásica pregunta de por qué no hay un Nobel de matemáticas, pero aclarando que la respuesta más bien explica por qué estos premios solo contemplan un espectro muy estrecho de ciencias, dejando fuera a todas las demás. Algunas de las que he mencionado aún no existían en tiempos de Alfred Nobel, pero sí otras. Y la verdadera pregunta debería ser por qué no hay Nobel de invención o tecnología, el campo al que el inventor de la dinamita dedicó toda su vida.

Pero salvando las diferencias entre ambos premios, es interesante comparar dónde ponen el foco cada año dos jurados formados por un puñado de reconocidas personalidades de la ciencia y adláteres. Y dado que los Princesa se anuncian en junio y los Nobel en septiembre, los premios españoles sirven como antesala, recurriendo al tópico y sin que suponga ningún demérito abrir el camino hacia la máxima distinción científica del único planeta habitado conocido (por nosotros, claro).

Lo cierto es que este año los jurados lo tenían fácil. Tanto el Princesa como el Nobel de Física han reconocido lo que muchos han llamado el hallazgo del siglo, la confirmación de las ondas gravitacionales que Einstein predijo hace cien años y que se anunció por primera vez en febrero de 2016.

A diferencia de los Nobel, los Princesa no limitan la concesión a un máximo de tres nombres. El jurado de los premios españoles escogió a los mismos tres responsables de la detección de ondas gravitacionales que aún viven (uno de ellos murió este mismo año) y que este mes han sido agraciados también con el Nobel: el impulsor de todo ello, Rainer Weiss; el teórico, Kip Thorne; y el que lo hizo realidad, Barry Barish.

Pero además, el Princesa ha incluido también de forma más simbólica a todo el equipo que participa en el experimento LIGO, la máquina que permitió llevar a cabo el hallazgo. Como ya conté aquí, más de mil investigadores firmaron el estudio que describió la primera detección de ondas gravitacionales.

Como en el caso de los Nobel, se echa de menos un reconocimiento para los responsables y los integrantes del experimento Virgo, el homólogo europeo del estadounidense LIGO. Virgo no es una sucursal, sino que ambos comenzaron su andadura de forma independiente, para luego entablar una colaboración que ya estaba consolidada antes de que LIGO consiguiera cazar por primera vez las arrugas espaciotemporales. Aquella primera detección no cayó en las redes de Virgo, pero no por ello su contribución a este titánico esfuerzo colectivo e internacional debería quedar sin premio.

En resumen, aunque en este caso los Princesa han acertado al marcar la senda que luego han seguido los Nobel, y además reparten la distinción de una manera más ajustada al formato cooperativo de la investigación científica actual, siempre se olvida a alguien.

En el caso de los Princesa, sin duda el error más imperdonable en la historia de estos galardones se cometió en 2015, cuando se premió a las investigadoras Emmanuelle Charpentier y Jennifer Doudna por el desarrollo de la herramienta de edición genómica CRISPR, dejando fuera al descubridor del sistema; que para más escarnio es español, el alicantino Francis Mojica. Una deuda aún pendiente, y una mancha que debe borrarse cuanto antes: ¿hará falta que Mojica reciba el Nobel para que el jurado del Princesa deje de mirar para otro lado?

Esta es la gran diferencia entre el CSI y la vida real

El asunto de Brandon Mayfield que conté ayer es un caso de ciencia forense, pero también es un caso de ciencia sin apellidos. Con frecuencia me refiero aquí a ciertas situaciones en las que se desprecia el conocimiento científico en cuestiones como las vacunas, la homeopatía o el cambio climático. Pero consecuencias igualmente graves tiene lo opuesto, creer que la ciencia puede aportar más de lo que realmente puede, y basar en ello decisiones tan trascendentales que pueden llevar a alguien a prisión, o incluso al corredor de la muerte en según qué países.

Como suelo decir aquí, la ciencia no es infalible. Aunque, como suelo añadir, la ciencia se refuta con ciencia, y no con folclore, creencias o intuición. Pero no es lo mismo un campo como las vacunas o el cambio climático, donde muchos científicos han trabajado mucho durante muchos años desde muchos enfoques distintos y han llegado a una misma conclusión mayoritaria, que una prueba individual practicada por un laboratorio individual sobre una muestra individual. Cuando digo una, entiéndase que igual da dos o tres; en todo caso no hay una población estadísticamente significativa.

No es que la ciencia forense se equivoque; sí pueden equivocarse las personas que la practican al interpretar la solidez de sus conclusiones. Y así pueden atraer a su equívoco a quienes toman las decisiones judiciales, ya sean jueces o jurados, a quienes no se les supone ni se les exige ningún grado por encima del analfabetismo científico.

CSI: ¿la verdad está ahí dentro? Imagen de CBS.

CSI: ¿la verdad está ahí dentro? Imagen de CBS.

Pero como no tienen por qué aceptar la validez del argumento solo de mi palabra, aquí les traduzco las del Consejo de Asesores en Ciencia y Tecnología del presidente de EEUU (PCAST, por las siglas en inglés), que en un informe publicado hace un año escribían esto:

Más allá de este tipo de limitaciones con respecto a los métodos fiables en las disciplinas forenses de comparación de rasgos, las revisiones han descubierto que los testigos expertos a menudo sobreestiman el valor probatorio de sus pruebas, yendo mucho más allá de lo que la ciencia relevante puede justificar. Por ejemplo, los examinadores testifican que sus conclusiones son «cien por cien ciertas», o que tienen una probabilidad de error «cero», «virtualmente cero» o «despreciable». Sin embargo, como muchas revisiones han notado […], estas afirmaciones no son científicamente defendibles: todas las pruebas de laboratorio y análisis de comparación de rasgos tienen tasas de error que son distintas de cero.

Es decir, que según los expertos del PCAST, basándose en una concienzuda revisión de numerosos casos en EEUU (y el resto del mundo no tiene por qué ser diferente), los peritos científicos que testifican en los juicios a menudo tienden a otorgar un valor de certeza absoluta a sus análisis que no se corresponde con la realidad.

Todo el que tenga conocimiento de cómo funciona la ciencia sabe que los estudios científicos discuten sus conclusiones con expresiones del tipo «nuestros resultados sugieren…» o «los datos son compatibles con…», siempre con su buena guarnición de subjuntivos y condicionales. Muy raramente, si es que alguna vez ocurre, un estudio científico afirma demostrar algo categóricamente y sin resquicios. Sencillamente, esto no pasa. Y en cambio, según los expertos del PCAST, parece que este tipo de lenguaje dogmático tan impropio de la ciencia sí es habitual cuando un perito científico sube al estrado.

Una aclaración: cuando estos expertos se refieren a análisis de comparación de rasgos, hablan de las técnicas más habituales de la ciencia forense que vemos en telediarios, películas y series como CSI: estudio microscópico del pelo, análisis de huellas (también dactilares), mordeduras, pruebas de ADN… En resumen, todo.

Algunas de estas pruebas quedan pulverizadas en el informe, como el análisis de marcas de mordeduras, que según el PCAST «no reúne los estándares científicos de validez en sus fundamentos, y está muy lejos de reunirlos». En el caso de las huellas de calzado, los expertos descubren que «no existen estudios empíricos apropiados» para justificar su fiabilidad real, por lo que «no es científicamente válido».

Tampoco se salvan los exámenes balísticos, otro clásico del género. En este caso, dice el PCAST, no hay datos suficientes: «actualmente no alcanzan los criterios de validez porque solo hay un único estudio apropiadamente diseñado para medir su validez y su fiabilidad estimada».

¡Tenemos una coincidencia! Imagen de Ubisoft.

¡Tenemos una coincidencia! Imagen de Ubisoft.

Pero es que en el caso de las huellas dactilares, que solemos interpretar como la prueba incuestionable de culpabilidad, el informe apunta que la tasa de falsos positivos –identificaciones erróneas, como en el caso de Mayfield– puede llegar a un caso de cada 306 según un estudio; y según otro, nada menos que a ¡un caso de cada 18!

Multiplíquenlo por la cifra que les parezca adecuada para estimar el número de juicios que se celebran a diario en el mundo; sea cual sea la cifra real, la conclusión es la misma: todos los días las huellas dactilares pueden estar acusando a una multitud de inocentes. Y como consecuencia, dejando a los culpables en la calle. Dado que en países como el nuestro todos cedemos generosamente nuestras huellas al estado cuando tramitamos el DNI o el pasaporte, cualquiera podríamos vernos algún día en un trance como el de Mayfield.

Por supuesto, hoy la regla de oro es el ADN. Pero también en este caso hay que diferenciar entre muestras simples individuales, como por ejemplo el esperma de un violador recogido del interior de la vagina, y muestras complejas como las tomadas en el escenario de un crimen por el cual ha pasado un número incontable de fuentes de material genético, no solo humanas.

En este segundo caso, el informe considera que los métodos a menudo utilizados actualmente para analizar muestras complejas «no son válidos en sus fundamentos» porque «pueden llevar a resultados erróneos». Pero incluso en el caso de una sola fuente, para el cual el análisis de ADN sí se considera «un método válido y fiable», los expertos advierten: «en la práctica no es infalible. En las pruebas de ADN los errores pueden ocurrir y ocurren».

Los autores del informe aluden sobre todo a errores humanos o interpretaciones equivocadas de los resultados. En la vida real, a diferencia de lo que muestran la tele o el cine, las máquinas de análisis de ADN no devuelven la foto de carné de un tipo, sino datos que deben procesarse con los programas adecuados y compararse con las muestras pertinentes para al final obtener algo que no es un veredicto de culpabilidad o inocencia, sino una cifra estadística.

El problema con la estadística es que tendemos a interpretarla en términos de fe; claro que el problema no está en la estadística, sino en nosotros. Compramos el Euromillones porque creemos que va a tocarnos. Pero salimos cada día a la calle sin casco porque de ninguna manera creemos que vaya a caernos un meteorito encima. Y sin embargo, como ya conté aquí, es 87 veces más probable morir por el impacto de un asteroide que ganar el Euromillones.

Los miembros del PCAST ponen un ejemplo muy ilustrativo. Imaginen un test que tiene una tasa de falsos positivos de 1 de cada 100. Desde un punto de vista probabilístico puramente intuitivo, un juez y un jurado tenderán a inculpar al acusado si el test resulta positivo.

Pero si surge ese testigo providencial, tan típico de las películas, asegurando haber visto al acusado a la hora de los hechos a más de mil kilómetros del lugar del crimen, la balanza justiciera se inclina hacia el lado contrario: lo más probable es que se trate precisamente de ese único caso de cada cien. Con una misma prueba forense e idéntico resultado, la diferencia entre la libertad y la cárcel depende de un testigo que en la vida real, a diferencia de las películas, tampoco suele aparecer.

El caso de Brandon Mayfield y el fiasco de las huellas dactilares del 11-M

Probablemente no les suene el nombre de Brandon Mayfield. Abogado estadounidense, 51 años, residente en Oregón… ¿Nada? ¿Y si les cuento que este tipo fue arrestado por el FBI en 2004 como sospechoso de haber perpetrado la masacre del 11-M en Madrid? ¿Y que la detención fue motivada por una presunta coincidencia de sus huellas dactilares con las halladas en una mochila con explosivos utilizada en los atentados… a pesar de que Mayfield jamás había estado en España?

Atentados del 11-M. Imagen de EFE/20 Minutos.

Atentados del 11-M. Imagen de EFE/20 Minutos.

La historia de Brandon Mayfield tiene diversos matices, pero me interesa destacar uno: la ciencia no es infalible, pero lo verdaderamente grave sucede cuando quienes toman las grandes decisiones no saben distinguir la ciencia buena de la mala o la pseudociencia.

Después de los atentados del 11-M, la policía española envió a Interpol las huellas dactilares halladas en los escenarios de los ataques. Las huellas llegaron así hasta el FBI, que las cotejó con sus bases de datos. La comparación resultó en posibles coincidencias con 20 individuos fichados. Uno de ellos era Brandon Mayfield, cuyas huellas figuraban en los archivos del FBI por haber servido en el ejército.

Pero Mayfield era, además, musulmán, convertido al islam a través de su mujer egipcia. Y aún peor (para el FBI), como abogado había defendido a un integrante de los llamados Siete de Portland, un grupo de estadounidenses que habían tratado de viajar a Afganistán para unirse a Al Qaida; pero no en un juicio relacionado con este hecho, sino en un caso de custodia.

Al FBI le bastaron estos débiles indicios para seleccionar a Mayfield de su lista de 20 y convertirlo en su sospechoso favorito, sometiéndole a un dispositivo de vigilancia. Sus teléfonos fueron pinchados y su casa allanada. Finalmente, a principios de mayo, Mayfield fue detenido y puesto en aislamiento, sin contacto con su familia y con limitada asistencia legal.

Lo curioso y terrible del caso es que en abril, semanas antes del arresto de Mayfield, nuestra Policía Nacional había enviado un escrito al FBI descartando la concidencia entre las huellas del abogado y las halladas en la mochila, y apuntando a otros posibles sospechosos. ¿Cuál fue entonces la respuesta de la agencia estadounidense? Simplemente, ignorar la conclusión de la policía española y aferrarse a su tesis de que la coincidencia estaba verificada al cien por cien.

A la izquierda, huella dactilar recuperada de una mochila de los atentados del 11-M. A la derecha, huella dactilar de Brandon Mayfield en el archivo del FBI. Imagen de Science.

A la izquierda, huella dactilar recuperada de una mochila de los atentados del 11-M. A la derecha, huella dactilar de Brandon Mayfield en el archivo del FBI. Imagen de Science.

El 19 de mayo, la policía española anunciaba por fin que las huellas pertenecían al argelino Daoud Ouhnane. Sólo al día siguiente, cuando la prensa internacional divulgó la noticia, el FBI se vio obligado a liberar a Mayfield. Unos días después, un juez estadounidense archivaba el caso.

Según el posterior informe del Departamento de Justicia de EEUU, por cierto censurado en las partes que refieren los métodos de seguimiento y obtención de pruebas, «después de que el Laboratorio del FBI hubiera examinado las huellas dactilares del argelino, retiró la identificación de Mayfield y lo liberó de su custodia». El informe exculpaba al FBI de mala praxis, limitándose a sugerir que todo se había debido a «errores» y que existían ciertos «problemas de desempeño».

Mayfield recibió una disculpa y una indemnización de dos millones de dólares. Pero aunque tal vez lo más llamativo de esta historia sea la chapuza del presuntamente todopoderoso FBI y su olímpico menosprecio hacia la policía de otro país, en este caso el nuestro, en la raíz de todo ello yace un problema que no es político ni policial, sino científico. El FBI encontró no una coincidencia, sino 20. ¿Es que acaso las huellas dactilares no son una prueba tan inequívoca como siempre se nos ha hecho creer?

La respuesta, en la próxima entrega.

Así es un cerebro humano fresco

Un cerebro humano fresco no es algo con lo que uno se encuentre habitualmente, salvo que se dedique profesionalmente a la neurocirugía o a la ciencia forense. Por supuesto, en la carrera de biología nunca veíamos algo así, pero incluso muchos estudiantes de medicina de todo el mundo no tienen contacto sino con cerebros conservados en formol, un agente fijador que desnaturaliza las proteínas, confiriendo una consistencia firme y gomosa muy distinta de la del tejido fresco.

Personalmente, a lo más que he llegado es al de cordero, y fue hace ya varias décadas, con ocasión de un trabajo escolar. Si no me falla la memoria, fui con mi amigo Pablo al mercado, donde compramos un blíster de plástico que contenía un seso entero y fresco. Aquella mercancía debía haber encontrado su destino más probable en unos huevos revueltos, como en aquellos Duelos y Quebrantos del Quijote. Pero aquel cerebro en concreto sirvió al improbable propósito de un trabajo de ciencias de dos críos de la extinta EGB.

Imagen de YouTube.

Imagen de YouTube.

Recuerdo que aquel órgano se notaba extremadamente delicado y frágil al tacto, como gelatina. Se le quedaba marcada la forma del blíster, y uno comprendía entonces por qué la naturaleza nos ha dado un robusto baúl de hueso para guardarlo y un cojín líquido para amortiguar los golpes.

Sin embargo, entre un cerebro de cordero y otro humano hay un enorme salto que trasciende lo evolutivo. Nos reconocemos, nos relacionamos e incluso nos gustamos o no a través de nuestra fachada. Pero en realidad todo lo que somos, lo que hemos sido y lo que seremos está en ese poco menos de kilo y medio, en su mayoría grasa, que el físico Michio Kaku y otros científicos han calificado como el objeto más complejo del universo. Así lo escribió Francis Crick, el codescubridor de la doble hélice de ADN:

Tú, tus alegrías y tus penas, tus recuerdos y ambiciones, tu sentido de identidad personal y de libre albedrío, de hecho no son más que el comportamiento de un vasto ensamblaje de células nerviosas y sus moléculas asociadas.

Hoy les traigo este vídeo con fines didácticos presentado por la neuroanatomista Suzanne Stensaas, de la Universidad de Utah (EEUU). Stensaas muestra un cerebro humano fresco extraído de una persona fallecida de cáncer que ha donado su cadáver a la ciencia. «Es mucho más blando que la mayoría de la carne que puedes ver en el mercado», dice la doctora, explicando que el cerebro lleva un cordón atado para poder suspenderlo en un cubo y fijarlo en formol, ya que si lo dejaran simplemente en el fondo se desparramaría como lo que es, un pedazo de grasa. Pásmense ante esta increíble y vulnerable maravilla, pero no lo olviden: ahí dentro está toda una vida.

Los Nobel, uno fresco, otro rancio, y siempre dejan a alguien fuera

Como cada año por estas fechas, no puede faltar en este blog un comentario sobre lo que nos ha traído la edición de turno de los premios Nobel. Y aunque cumplo con esta autoimpuesta obligación, debo confesarles que lo hago con la boca un poco pastosa. No por desmerecer a los ganadores, siempre científicos de altísimos logros, sino por otros motivos que año tras año suelo traer aquí y que conciernen a los propios premios.

Imagen de Wikipedia.

Imagen de Wikipedia.

En primer lugar, están los merecimientos no premiados de los que siempre se quedan por debajo de la línea de corte. Ya lo he dicho aquí, y no descubro nada nuevo: ya no hay Ramones y Cajales encerrados a solas en su laboratorio. Vivimos en la época de la ciencia colaborativa y a veces incluso multitudinaria, donde algunos estudios vienen firmados por miles de autores. No exagero: hace un par de años, un estudio de estimación de la masa del bosón de Higgs batió todos los récords conocidos al venir firmado por una lista de 5.154 autores. Nueve páginas de estudio, 24 páginas de nombres.

En el caso que nos ocupa, el Nobel de Física 2017 anunciado esta semana ha premiado la detección de ondas gravitacionales, un hito histórico que se anunció y publicó por primera vez en febrero de 2016, que confirmó la predicción planteada por Einstein hace un siglo y que según los físicos abre una nueva era de la astronomía, ya que enciende una nueva luz, que en este caso no es luz, para observar el universo.

Pero aunque sin duda el hallazgo merece los máximos honores que puedan concederse en el mundo de la ciencia, el problema es que los Nobel fueron instituidos por un tipo que murió hace 121 años, cuando la ciencia era cosa de matrimonios Curies investigando en un cobertizo. Y las normas de los Nobel dicen que como máximo se puede premiar a tres científicos para cada categoría.

Los agraciados en este caso han sido Rainer Weiss, Barry Barish y Kip Thorne, los tres estadounidenses, el primero nacido en Alemania. Weiss se queda con la mitad del premio, mientras que Barish y Thorne se reparten el otro 50%.

No cabe duda de que los tres lo merecen. Weiss fue quien inventó el detector que ha servido para pescar por primera vez las arrugas en el tejido del espacio-tiempo, producidas por un evento cataclísmico como la fusión de dos agujeros negros. Thorne ha sido la cabeza más visible en el desarrollo de la teoría de las ondas gravitacionales, además de ser un divulgador mediático y popular: creó el modelo de agujero negro que aparecía en la película Interstellar. Por su parte, Barish ha sido el principal artífice de LIGO, el detector que primero observó las ondas gravitacionales y que se construyó según el modelo de Weiss apoyado en la teoría de Thorne.

Pero más de mil científicos firmaron el estudio que describió la primicia de las ondas gravitacionales. Sus diversos grados de contribución no quedan reflejados en la lista de autores, ya que en casos así no se sigue la convención clásica de situar al principal autor directo del trabajo en primer lugar y al investigador senior en el último; aquí la lista es alfabética, sin un responsable identificado. El primero de la lista era un tal Abbott, cuyo único mérito para que aquel estudio histórico ahora se cite como «Abbott et al.» fue su ventaja alfabética. De hecho, había tres Abbotts en la lista de autores.

¿Se hace justicia premiando solo a tres? Tengo para mí que los físicos especializados en la materia, sobre todo quienes hayan participado de forma más directa o indirecta en este campo de estudio, tal vez tengan la sensación de que queda alguna cuenta no saldada.

Como mínimo, habrá quienes achaquen al jurado que haya olvidado la importantísima contribución de Virgo, el socio europeo del experimento LIGO. Ambos nacieron de forma independiente en los años 80, LIGO en EEUU y Virgo en Italia como producto de una iniciativa italo-francesa. Con el paso de los años, LIGO y Virgo comenzaron a trabajar en una colaboración que estaba ya muy bien trabada antes de que el detector estadounidense lograra la primera detección de las ondas gravitacionales. La cuarta detección de ondas de este tipo, anunciada hace solo unos días, se ha producido en paralelo en LIGO y en Virgo. ¿Es justo dejar a los artífices del proyecto europeo sin el reconocimiento del Nobel?

Por supuesto, son las normas de los premios. Pero miren esto: el testamento de Nobel no mencionaba en absoluto a tres premiados por cada categoría, sino que se refería simplemente a «la persona que…». Por lo tanto, si se trata de ceñirse estrictamente a la última voluntad del fundador de los premios, estos no deberían repartirse.

Pero la limitada representatividad de la lista de premiados no es el único defecto de los Nobel. Otro que también he comentado aquí en años anteriores es la tendencia a premiar trabajos tan antiguos que ni sus autores ya se lo esperaban, si es que siguen vivos. Y en esto tampoco se respetan las instrucciones de Alfred Nobel, ya que él especificó que los premios deberían concederse a quien «durante el año precedente haya conferido el mayor beneficio a la humanidad».

Si al menos este año en Física se ha premiado ciencia fresca y puntera, no ocurre lo mismo con la categoría de Fisiología o Medicina. Los tres galardonados, Jeffrey Hall, Michael Rosbash y Michael Young, todos estadounidenses, lograron sus avances fundamentales sobre los mecanismos moleculares del reloj biológico (los ritmos circadianos) allá por los años 80.

De hecho, hay un dato muy ilustrativo. A diferencia del caso de las ondas gravitacionales, en el campo de los ritmos circadianos sí hay dos nombres que muy claramente deberían encabezar una lista de candidatos a recibir los honores: Seymour Benzer y su estudiante Ron Konopka, los genetistas estadounidenses que primero descubrieron las mutaciones en los genes circadianos con las cuales pudo escribirse la ciencia moderna de la cronobiología. Pero Benzer falleció en 2007, y Konopka en 2015. Y no hay Nobel póstumo. El premio en este caso se ha concedido a una segunda generación de investigadores porque se ha concedido tan a destiempo que los de la primera murieron sin el debido reconocimiento.

En este caso, los Nobel pecan una vez más de conservadurismo, de no apostar por avances más recientes cuyo impacto está hoy de plena actualidad en las páginas de las revistas científicas. Por ejemplo, CRISPR, el sistema de corrección de genes que abre la medicina del futuro y en el que nuestro país tiene un firme candidato al premio, el alicantino Francisco Martínez Mojica. Pero dado que este avance también puede optar al Nobel de Química, que se anuncia hoy miércoles dentro de un rato, de momento sigamos conteniendo la respiración.