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Ideas muy extendidas sobre el coronavirus, pero incorrectas (6): la COVID-19 es como la gripe / es miles de veces más letal que la gripe

Cuando comenzó el brote del coronavirus de la COVID-19, quienes seguíamos lo que la ciencia decía al respecto nos equivocamos. Nos equivocamos al decir que debíamos preocuparnos más por la gripe que por el nuevo virus. El argumento no era que el entonces llamado provisionalmente 2019-nCoV, después SARS-CoV-2, fuese «una simple gripe» –esto también se oyó por ahí, pero no era lo que la ciencia decía–, sino que por entonces parecía improbable que el brote fuese a extenderse con una magnitud comparable a la gripe.

El ejemplo más conocido fue el famoso «como mucho algún caso» que tanto se le ha criticado a Fernando Simón. Quienes ignoran la ciencia relevante no lo entienden, pero es fácilmente explicable: cuando Simón dijo aquello, se creía que el nuevo virus se comportaría de forma similar a otros coronavirus epidémicos. El SARS y el MERS son mucho más letales, pero pudieron controlarse con relativa facilidad porque solo las personas enfermas contagiaban a otras. La COVID-19 se descontroló debido a los contagios silenciosos causados por las personas sin síntomas, que no saben que están infectadas. Esto explica también otro segundo error, el de no haber recomendado desde el principio las mascarillas, que con los coronavirus epidémicos anteriores solo se consideraban útiles para que las personas enfermas no contagiaran a otras.

Esto explica los errores de Simón, aunque no aminora su gravedad, ya que un responsable público debe medir sus palabras con extremo cuidado en un asunto de tanta trascendencia. No se trata de disculpar a Simón, porque explicar los errores no es disculparlos. Serían disculpables si hubiese añadido una salvedad: …siempre que este nuevo virus se comporte del mismo modo que los coronavirus similares ya conocidos. Pero no lo dijo, y resultó que este nuevo virus no se comporta del mismo modo que los coronavirus similares ya conocidos. Fueron suposiciones erróneas de una ciencia por entonces aún sin datos concretos y específicos, y que en nuestro país se materializaron por obra y boca de Fernando Simón.

Ahora bien, si Simón incurrió en una infravaloración del riesgo de la pandemia, en el extremo opuesto ha circulado una percepción exagerada e igualmente errónea sobre la letalidad del virus. Desde el comienzo, los indicios sugerían que la nueva enfermedad mataba más que la gripe. Pero ¿cuánto más? Esta es una pregunta de la que el público esperaba una respuesta pronta y concreta, pero era difícil para los investigadores llegar a una cifra específica, sobre todo cuando el virus comenzaba a extenderse y aún no había suficientes datos.

Sin embargo, el gran alcance de las noticias sobre la pandemia, con cifras de decenas de miles de muertes en nuestro país, junto con la escasa difusión habitual de las estadísticas sobre mortalidad por gripe, ha hecho prender en muchas personas la idea de que la COVID-19 es más letal en términos de órdenes de magnitud, cientos o miles de veces.

Una enfermera en una UCI durante la pandemia de COVID-19. Imagen de US Navy Mass Communication Specialist 2nd Class Sara Eshleman / Wikipedia.

Una enfermera en una UCI durante la pandemia de COVID-19. Imagen de US Navy Mass Communication Specialist 2nd Class Sara Eshleman / Wikipedia.

Lo cierto es que todavía no parece existir una cifra única y consensuada respecto a la letalidad de la cóvid, es decir, cuántas de las personas infectadas mueren. Esto es lo que se conoce como Infection Fatality Ratio (IFR), o porcentaje de muertes sobre la seroprevalencia en una población. En noviembre, un estudio en España publicado en la revista BMJ y dirigido por el Instituto de Salud Carlos III, basado en los datos del estudio de seroprevalencia ENE-COVID, estimaba un IFR en nuestro país del 0,8%, cerca del dato del 0,7% calculado por otro informe del Imperial College London. Sin embargo, otros estudios e investigadores han obtenido cifras menores, del 0,16% o del 0,27%. Para la gripe suele manejarse una IFR del 0,1% o algo menor, pero parece que por esta vía de la IFR va a ser complicado obtener una comparación directa entre la letalidad de ambas enfermedades que ponga de acuerdo a los científicos.

Recientemente se han publicado dos estudios que han tratado de establecer esta comparación directa de la mortalidad en los enfermos hospitalizados por gripe y los de COVID-19. En el primero de ellos, dirigido por el Hospital Universitario de Dijon (Francia) y publicado en The Lancet Respiratory Medicine, los autores han analizado sendos grupos de decenas de miles de pacientes ingresados por COVID-19 o gripe, reuniendo en total más de 100.000. Y esta es la conclusión: «Encontramos que la mortalidad hospitalaria por COVID-19 es casi tres veces más alta que por gripe estacional«, escriben los investigadores.

Por otra parte, el segundo estudio, dirigido por la Universidad de Washington en San Luis y  publicado en la revista BMJ, ha comparado también la mortalidad en sendos grupos de miles de enfermos hospitalizados por COVID-19 y gripe, respectivamente. «El riesgo de muerte en pacientes de covid-19 es casi cinco veces mayor que en aquellos del grupo de gripe estacional«, concluyen los autores. El director del estudio, Ziyad Al-Aly, subraya la solidez estadística de su método: «Nuestra investigación representa una comparación de manzanas con manzanas entre las dos enfermedades».

Naturalmente, debe entenderse que estos datos son epidemiológicos, es decir, poblacionales, pero no dicen nada sobre el riesgo de muerte de cada persona concreta, ya que este riesgo se distribuye de forma muy heterogénea entre los distintos perfiles: mucho menor en los jóvenes sanos, mucho mayor en las personas ancianas o con ciertas condiciones o enfermedades crónicas. Además, los autores de los estudios recuerdan también que la cóvid entraña el riesgo de complicaciones a largo plazo para un buen número de personas.

En resumen, sí, la cóvid es más letal que la gripe, entre tres y cinco veces más, según los últimos datos. Si esto es mucho o poco, dependerá de la apreciación de cada cual; posiblemente parecerá mucho a quienes continúan anclados en la idea de «es una simple gripe», pero poco a aquellos a los que la falta de conocimiento sobre la mortalidad de la gripe y la gran extensión de la pandemia les han llevado a la falsa impresión, fomentada por enfoques sensacionalistas, de que esta pandemia es lo peor que podría ocurrirnos.

Evidentemente, para las personas fallecidas ha sido el fin del mundo. Pero aunque ahora resulte duro leer esto, no deberíamos perder de vista que esta pandemia podría ser solo un aviso de algo mucho peor, un virus tan contagioso como el sarampión y que mate a la mayoría de los infectados, no a millones en todo el mundo, sino a cientos de millones, y no a decenas de miles en España, sino a millones. Y si llega ese día, esperemos haber aprendido de la experiencia.

¿Se subestimó la amenaza del coronavirus de la COVID-19?

Parece que han pasado meses. Y, de hecho, han pasado; en concreto, ya casi dos. Fue el 24 de enero, al día siguiente de que en China se decretaran los cierres, las cuarentenas y las restricciones de viaje en Wuhan y otras ciudades de Hubei, cuando aquí escribí esto:

Pero a segunda vista, lo cierto es que hay motivos para que el 2019-nCoV sea incluso más preocupante que el ébola para la población en general. En primer lugar, y mientras que la posibilidad de transmisión del temible virus africano por el aire (aerosoles) aún es controvertida, en el caso del nuevo coronavirus chino parece confirmada, lo que apunta a un contagio fácil como el de una gripe. Y este es precisamente uno de los rasgos que los expertos suelen atribuir al hipotético virus que podría causar la próxima gran pandemia.

Por otra parte, también suele señalarse que el ébola mata demasiado y demasiado deprisa, por lo que resulta más asequible localizarlo y contenerlo. El causante ideal de una futura pandemia global sería, dicen los expertos, un virus con síntomas más leves e inespecíficos, lo que dificultaría su reconocimiento, y con una mortalidad baja, lo que le daría ocasión de expandirse. Pero incluso con una letalidad de solo un 2%, su impacto podría ser devastador; pensemos que la gripe de 1918 infectó a la tercera parte de la población mundial. Si algo semejante llegara a ocurrir hoy, imaginemos lo que supondrían más de 300.000 víctimas mortales en una población como la española.

En resumen, el coronavirus chino se parece bastante al retrato robot del virus que a juicio de los expertos podría causar el próximo gran desastre epidémico. Y aunque en estos días a todos aquellos que tenemos una cierta relación con estos asuntos suelen preguntarnos si hay motivos para la preocupación, en realidad no se trata tanto de temer la posibilidad de que un virus como este pueda llevarnos al otro barrio a cada uno de nosotros en particular, sino de la perspectiva, que nadie puede descartar, de un azote global que deje una herida profunda en nuestro mundo, como lo hizo la gripe de 1918.

Por entonces, al virus se le conocía simplemente como el nuevo coronavirus chino, y la Organización Mundial de la Salud (OMS) le había asignado el nombre provisional de 2019-nCoV. Aún había causado solo 26 muertes entre un millar de afectados en China, y muchos lo veían como un problema ajeno, algo que nunca llegaría aquí.

Poco después, todo comenzó a desbordarse. Los casos empezaron a detectarse fuera de China y comenzaron a crecer. Del relativo desinterés anterior se pasó en solo unos días al pánico y la histeria colectiva. El foco del interés público se desplaza y se concentra fácilmente por la acción de los medios y por la amplificación de las redes sociales. Se malentendieron algunas cosas. Entonces, y por tratar de contribuir a mantener las cosas en su contexto, a no perder la perspectiva general y evitar el inmenso sesgo cognitivo que se estaba generando con respecto al nuevo virus, escribí esto:

Y, mientras, aquí estamos, inmersos en una epidemia de pánico e histeria por un virus que hasta ahora ha matado a 425 personas en todo el mundo (dato de hoy), y cuya letalidad, en el peor de los casos, será solo un poco más elevada que la de cualquier gripe; en el mejor, podría ser incluso menor, una vez que se tengan mejores estimaciones de los casos asintomáticos.

[…]

Hoy la gripe continúa siendo el problema epidemiológico infeccioso presente y futuro que más preocupa a los expertos y a las autoridades.

[…]

Pero arriesgando un poco, me atrevería a proponer uno de los posibles factores que quizá hayan contribuido a inflar ese globo: el nombre. La gripe ya es algo cotidiano y conocido.

Durante aquellos días, hubo medios que empezaron a difundir la idea errónea de que la nueva enfermedad era «como una gripe», confundiendo el mensaje que en aquel momento entidades como la OMS y otras autoridades trataban de transmitir: no se trataba de que la hoy llamada COVID-19 fuera una gripe, sino que la gripe era, y hoy todavía es, la mayor lacra infecciosa permanente con efectos mucho más graves para la salud pública en los países desarrollados (el resto tienen otros problemas probablemente más acuciantes) que cualquier otro tipo de patógeno epidémico surgido hasta ahora, incluido el coronavirus SARS-CoV-2. Mientras el mundo está sumido en la locura del coronavirus, en esta temporada la gripe ha infectado ya solo en EEUU a 36 millones de personas, provocando 370.000 hospitalizaciones y 22.000 muertes, según datos del Centro de Control de Enfermedades de aquel país.

¿Por qué estas miles de muertes no parecen importar a nadie? ¿Por qué no provocan cada invierno el pánico, los cierres, las cuarentenas? Quizá por el mismo motivo por el que esto tampoco satura los sistemas sanitarios: simplemente, ya lo tenemos asumido y absorbido en el sistema y en nuestras mentes, porque es el pan nuestro de cada invierno. Quisiera ofrecer aquí datos de España o de Europa, pero estos no se facilitan con tanta actualización, o al menos yo no los he encontrado. Pero es tan interesante como aterrador contemplar este gráfico de EuroMoMo, la entidad que vigila el exceso de mortalidad y sus causas en Europa. Aquí vemos cómo se dispara la mortalidad cada invierno, sobre todo en las personas de mayor edad. Este es el trágico balance de la gripe y de las otras 67 enfermedades estacionales que padecemos.

Número de muertes en Europa por semanas y años en cuatro grupos de edad. Fuente: EuroMoMo.

Número de muertes en Europa por semanas y años en cuatro grupos de edad. Fuente: EuroMoMo.

La interpretación errónea de las referencias a la gripe se sumó a los argumentos, por parte de medios no especializados y de un sector del público, según los cuales la epidemia del SARS-CoV-2 se ha gestionado mal, o se ha reaccionado tarde. Se han ensalzado las desafortunadas palabras del cirujano Pedro Cavadas cuando dijo que el gobierno chino estaba maquillando las cifras para ocultar un número de enfermos y de muertos diez o cien veces mayor, algo que entonces era una mera especulación sin el menor fundamento y que hoy es simplemente falso a todas luces. En el colmo del disparate, incluso ha llegado a decirse que acertaron más en la previsión sobre esta pandemia ciertos personajes que viven de alarmar al público hasta por una sombra en la foto de un cementerio o por un ruido de fondo en una grabación en un pueblo en ruinas.

Pero que haya ocurrido todo lo anterior es natural, o al menos esperable. Como también lo es que incluso la reacción a una pandemia se haya politizado, hasta el punto de que apoyar la acción de las autoridades de este país o denostarla parece depender del color político que tiña el cerebro de cada cual.

Y sin embargo, lo único que en el fondo impera es esto: las autoridades de este país, con Fernando Simón a la cabeza en los aspectos científicos de la epidemia, se han ceñido en todo momento a la ciencia vigente y han actuado de acuerdo al conocimiento científico disponible. Digan lo que digan Twitter o los tertulianos de turno. Ni siquiera, pongamos por ejemplo, un doctorado en inmunología, como el mío, faculta para cuestionar las decisiones de los expertos en epidemiología cuando dichas decisiones se ciñen a la ciencia vigente. Pero sí para apreciar que la inmensa mayoría de las opiniones que se vierten por ahí libremente criticando esas decisiones tienen el mismo valor que las que yo podría aportar sobre las decisiones económicas del gobierno; o sea, ninguno.

El problema obvio es que el conocimiento científico de hoy no es el mismo que el de hace semanas. Y las decisiones de hace semanas se tomaron con el conocimiento correcto, pero incompleto, de hace semanas. Cuando ahora en los medios aparecen personajes como el médico Oriol Mitjà exigiendo la dimisión de los responsables de la epidemia en España por lo que según él son graves errores cometidos en la gestión de esta crisis, es tentador empuñar los tridentes y prender las antorchas. Pero probablemente muchos de quienes ahora le jalean ignoran que este es el mismo Mitjà que el 11 de febrero calificaba al coronavirus como «infección leve» a la cual atribuía una letalidad baja, del 0,2%, «muy similar a la de la gripe epidémica que padecemos todos los inviernos».

(Lo más curioso de todo es que, en el fondo, Mitjà tenía razón entonces en sus datos, por lo que habría hecho mejor en ceñirse a sus anteriores declaraciones. Pero no adelantemos).

Cuando en España no se tomaron esas decisiones drásticas que posteriormente se han tomado, era porque se desconocían datos esenciales sobre la epidemia que hoy se conocen. Y entre todos ellos, fundamentalmente este: según dos estudios recientes, la inmensa mayoría de los infectados por el SARS-CoV-2 no se conocen ni se contabilizan, por no presentar síntomas o solo muy leves, pero son focos potenciales de transmisión.

Uno de los estudios, publicado en Science, estima que el 86% de los contagiados no aparecen en los datos, y que estos son responsables del 79% de las infecciones que sí aparecen finalmente como casos documentados. El otro, aún sin publicar (hasta donde sé), calcula que en total el virus ha infectado al 19,1% de la población de la ciudad de Wuhan, lo que asciende a 1.905.526 personas. Casi dos millones, frente a los algo más de 50.000 que sí presentaron síntomas y necesitaron atención hospitalaria.

Estos datos explican que el virus escapara tan fácilmente de Wuhan, retrasando la propagación de la epidemia a otros lugares pero sin lograr reducirla, en contra de lo que las drásticas medidas adoptadas allí invitaban a suponer. Se ha dicho que hasta cinco millones de habitantes abandonaron aquella región antes de los cierres. Muchas de estas personas estaban ya contagiadas sin saberlo. Y sin que los científicos lo supieran. Para las autoridades de otros países, era imposible adoptar medidas basadas en una avalancha de personas contagiadas que entonces aún no se conocía. Y para quienes ahora quieren destacar como los salvadores de la humanidad, es muy fácil hacerse los listos a toro pasado, como decía alguien en Twitter.

Pero los datos de estos estudios son también una buena noticia. Porque si los contagiados asintomáticos o levemente sintomáticos son la inmensa mayoría, esto implica que la peligrosidad del virus es, en efecto, mucho menor de lo que se ha manejado en un principio, dando la razón a la anterior encarnación de Mitjà. Conviene aclarar que los epidemiólogos manejan dos conceptos muy diferentes que en los medios y entre el público suelen confundirse. Uno es el Case Fatality Ratio (CFR), o mortalidad entre las personas que están enfermas y que por tanto en su mayoría requieren atención hospitalaria. Y otro diferente es el Infection Fatality Ratio (IFR), o mortalidad entre todas las personas que están contagiadas, estén enfermas o no.

Una parte del pánico viene provocada por el cálculo de la OMS de que el virus tiene una mortalidad del 3,4%. El mensaje que cala entre el público es este: entre 3 y 4 personas de todas las que contraen el virus mueren. Pero ya expliqué aquí que esto no es cierto: en el infortunado experimento natural del barco Diamond Princess, más de la mitad de los pacientes eran asintomáticos, y el IFR fue del 0,85%. Pero los nuevos estudios arrojan datos aún más esperanzadores. Según los datos de Wuhan, el IFR es de 0,04%; mueren 4 de cada 10.000 personas que contraen el virus. Incluso sumando el efecto retraso (que ya expliqué aquí), la cifra sube solo al 0,12%. Una letalidad incluso menor que la aventurada por Mitjà cuando era de la opinión de que la del coronavirus es una infección leve.

A estas alturas, ya no pueden ignorarse los datos de que la gran mayoría de las infecciones son asintomáticas y de que, entre las sintomáticas, la gran mayoría son leves. Por supuesto que esto no disminuirá la tragedia de los casos que sí son graves o letales, ni la desolación de quienes están perdiendo a los suyos en esta batalla.

Pero de cara a cómo se están presentando los datos al público, y del efecto que esta presentación de datos ejerce sobre el público, surge una pregunta: cuando se informa diariamente del número de infectados y del número de muertes, y para evitar que cualquier tuitero haga una regla de tres que lleva a una conclusión errónea, ¿no sería conveniente aclarar que la cifra de contagiados corresponde solo a los casos registrados, la mayoría sintomáticos y/o hospitalizados, y que en realidad el número total de personas con el virus es probablemente hasta 40 veces mayor? ¿Y que por lo tanto la mortalidad es entre uno y dos órdenes de magnitud más baja de lo que se entiende?

Es decir: cuando hoy se cuenta que en España hay cerca de 14.000 contagiados, los estudios de los expertos dicen que sencillamente eso no puede ser cierto. Debería decirse que hay cerca de 14.000 personas en atención sanitaria o testados positivos con o sin síntomas, pero se supone que estos últimos son una pequeñísima minoría, por lo que, si los datos de los dos estudios anteriores son aplicables, el número total de contagiados en España podría andar hoy en torno al medio millón.

Y del mismo modo, las decisiones de hoy no pueden tomarse con los datos que aún no se conocen y que, esperemos, se acabarán conociendo algún día. Por ejemplo, son pocas las personas jóvenes y sanas que mueren por este virus, pero las hay. ¿Por qué? Hoy no se sabe. Quizá estas personas tengan propensión a reacciones hiperinmunes en las que es el propio sistema inmunitario el que provoca la catástrofe del organismo. O tal vez algún día se conozca algún factor de riesgo adicional, hoy inimaginable, que de haberse conocido hoy habría permitido proteger a estas personas. Pero por desgracia, una bola de cristal es solo una esfera de vidrio.

Claro que este altísimo porcentaje de casos no detectados ni registrados implica también una mala noticia. Mañana seguimos.

¿Podrá contenerse el coronavirus? Esto ya ha ocurrido antes

Con las medidas que pretenden contener la propagación del coronavirus SARS-CoV-2, causante de la COVID-19, como el cierre de colegios y otros centros y la cancelación de espectáculos y reuniones, se dice en estos días que estamos viviendo una situación sin precedentes, y esto es cierto si centramos el foco en nuestras pequeñas comunidades. Pero si lo ampliamos al mundo más grande, he aquí lo que encontramos.

Hace once años surgía en México una nueva cepa de gripe A H1N1 epidémica (no endémica, como las estacionales) que guardaba similitud con el virus que provocó la catástrofe de la gripe de 1918 (la que en todo el mundo continúa llamándose gripe española, a pesar de que se sabe que no nació aquí y que la Organización Mundial de la Salud, OMS, ahora recomienda no vincular patógenos a lugares geográficos).

Parece que hoy ya pocos recuerdan aquello, pero en su día, y durante meses, se vivió en gran parte del mundo una situación similar a la actual. Aquí nos llegó la práctica monopolización de los telediarios, las imágenes de gente con mascarillas y poco más. Pero se cerraron escuelas al menos en EEUU (donde llegaron a cerrarse 700 colegios), Reino Unido, Tailandia, Sudáfrica, Serbia, Nueva Zelanda, Italia, Japón, Hong Kong, China, Bulgaria y Francia. Se recomendó no viajar, se establecieron controles de temperatura corporal en los aeropuertos y se impuso cuarentena a las personas que habían viajado a zonas afectadas por la epidemia, aconsejándose vivamente el aislamiento voluntario a las personas que notaran síntomas. Hubo cuarentenas en hoteles enteros y en barcos de cruceros. Se recomendó el teletrabajo. Cundió también la locura de las mascarillas.

Una imagen de México D.F. en la pandemia de gripe A de 2009. Imagen de Eneas de Troya / Flickr / CC.

Una imagen de México D.F. en la pandemia de gripe A de 2009. Imagen de Eneas de Troya / Flickr / CC.

¿Cuál fue el resultado de todo aquello? El brote se detectó en abril. Ese mismo mes y debido a la rápida expansión de la epidemia, la OMS declaraba la emergencia de salud internacional. Dos meses después, en junio, se declaraba la pandemia y dejaban de contarse los casos; a partir de entonces se hablaba de porcentajes de población infectada.

Afortunadamente, la gripe A pandémica de 2009 (mal llamada gripe porcina) resultó ser mucho menos letal de lo que parecía en un principio. Lo cual instigó acusaciones contra la OMS de haber sobreactuado. La revista BMJ publicó una investigación que demostraba intereses económicos en compañías farmacéuticas por parte de algunos asesores de la OMS durante la crisis de la gripe. Esto suponía un conflicto de intereses inaceptable; sobre todo teniendo en cuenta que todas las voces que a diario y a través de múltiples cauces están guiando las prescripciones sobre, por ejemplo, vida sana y saludable, carecen por completo de intereses económicos en la industria de la vida sana y saludable, como es bien sabido.

La OMS, por su parte, reconoció ciertos errores técnicos en su gestión de la pandemia, pero defendió los criterios epidemiológicos y virológicos que habían guiado sus decisiones. Y a pesar de ello, si algo de aquello queda hoy en la memoria de algunos, es que la OMS se vendió a las farmacéuticas y que la gripe de 2009 fue un montaje.

Solo que ese supuesto montaje causó, en un año, unas 280.000 muertes (entre 151.700 y 575.400).

Digámoslo también con letras: más de un cuarto de millón de personas murieron en todo el mundo a causa de la pandemia de gripe A de 2009. La enfermedad resultó ser mucho menos letal de lo que se sospechó inicialmente, pero la contrajo entre el 11 y el 21% de la población mundial. A pesar de todas las medidas de contención.

Así que, no, en realidad nada de lo que estamos viviendo ahora es tan nuevo como para que nuestra flaca memoria no pueda recordar situaciones anteriores similares. A esto hay que añadir que había un factor extra de pánico en la pandemia de gripe de 2009, y es que, como ocurrió antes con la de 1918, la enfermedad afectaba sobre todo a niños y adultos jóvenes y sanos.

Volvamos al presente, al coronavirus nuestro de cada día. Todas las medidas de contención, incluso si causan perjuicios, son bienvenidas si se trata de conseguir un bien mayor. Pero ¿se está teniendo en cuenta si esas medidas procuran ese bien mayor, de acuerdo a los estudios científicos de los expertos y las experiencias previas? ¿Se tiene la seguridad de que los beneficios esperables superan a los perjuicios? ¿O incluso si esos beneficios son realmente esperables? ¿Esas decisiones se basan en ciencia, o corren los gobiernos como pollos sin cabeza, legislando para el miedo y arrojando a la gente a vaciar supermercados?

Un ejemplo: como conté aquí hace unos días, se dio por hecho que cerrar Wuhan y otros lugares de China ayudaría a que el virus no escapara de allí, o que al menos la epidemia fuese menos grave en el resto del mundo. Pero cuando un estudio científico ha evaluado esta proclama con modelos matemáticos de simulación, ha descubierto que en realidad aquellas medidas no lograron en absoluto cambiar el curso de la epidemia, sino solo retrasar su expansión de tres a cinco días al resto de China, y de dos a tres semanas al resto del mundo.

Otro ejemplo: en nuestro país (aún) no se han implantado los controles de temperatura corporal en los aeropuertos. Pero solo hay que darse una vuelta por el Twitter, nuestro equivalente actual de los Dos Minutos de Odio orwellianos, para encontrar innumerables voces exigiendo tal medida. Y sin embargo, ninguna de esas voces parece preguntarse: ¿sirven para algo esos controles?

Un estudio de 2011 en Japón: «Confiar solo en la fiebre es una medida probablemente ineficaz como comprobación de entrada».

Otro estudio de 2005 en Canadá a propósito del coronavirus del Síndrome Respiratorio Agudo Grave (SARS): «El valor predictivo positivo del escaneo es esencialmente cero».

Otro estudio de 2014 en Australia: «Los escaneos en los aeropuertos fueron ineficaces para detectar los casos de gripe A pandémica H1N1 de 2009 en Nueva Gales del Sur».

Y hay varios más, pero dejémoslo ya con esta revisión de varios estudios de 2019: «El porcentaje de casos confirmados identificados de entre el total de viajeros que pasaron a través de los escaneos de entrada en varios países de todo el mundo para la pandemia de gripe (H1N1) y el ébola en África occidental fue cero, o extremadamente bajo. Las medidas de escaneo de entrada para el Síndrome Respiratorio Agudo Grave (SARS) no detectaron ningún caso confirmado de SARS en Australia, Canadá y Singapur».

En la presente epidemia de COVID-19 ya se han documentado también varios casos de viajeros que han dado positivo en los test del virus y que pasaron sin problemas los escaneos de temperatura corporal de los aeropuertos.

En el fondo, la diferencia entre la moderación y el alarmismo apocalíptico es que quienes defienden esta segunda postura parecen creer que esto es cosa solo de unos meses, que si resistimos lo suficiente, podremos apechugar con ello y el virus se esfumará por sí solo. Un artículo publicado ayer en la revista The Atlantic bajo el título de «Cancel Everything» («Cancelarlo todo»), y cuya autoexplicativa tesis es que hay que cancelarlo absolutamente todo, dice sin embargo: «¿Estás organizando un congreso? Retrásalo al otoño».

¿Al otoño? Es decir, que el autor (como dato adicional, experto en política, no en epidemias), quien defiende cancelarlo todo –«la gente se pondrá furiosa contigo. Serás ridiculizado como un extremista o un alarmista. Pero aun así, es lo correcto»–, parece dar por naturalmente supuesto que en otoño esto habrá terminado. Que en solo unos meses nos sacudiremos las manos, el coronavirus se habrá desvanecido por arte de magia, y podremos retomar nuestras vidas coronavirus-free.

Solo que no es esto lo que dicen ni la experiencia ni los epidemiólogos. En cuanto a lo primero, ¿qué fue del virus de la gripe pandémica de 2009? Pues ahora es una de las gripes que regresan todos los inviernos. No desapareció, sino que ya está con nosotros para siempre. Y la gripe causa cada año hasta 650.000 muertes.

Y respecto a lo segundo, ¿qué es lo que están diciendo los epidemiólogos respecto a la futura evolución de la COVID-19?

Maciej Boni, epidemiólogo de la Universidad de Pensilvania: «Con seguridad, hay cientos de miles de casos, quizá un millón de casos que simplemente no se han registrado». «Como balance, es razonable asumir que la COVID-19 infectará a tantos estadounidenses durante el próximo año como la gripe en un invierno normal: entre 25 millones y 115 millones».

Stephen Morse, de la Universidad de Columbia: «Puedo imaginar un escenario donde este se convierte en el quinto coronavirus endémico en los humanos». «Dependiendo de lo que haga el virus, posiblemente podría consolidarse como una enfermedad respiratoria que volvería estacionalmente».

Amesh Adalja, de la Universidad Johns Hopkins: «Creo que es muy posible que el brote actual termine con este virus convirtiéndose en endémico».

Michael Osterholm, de la Universidad de Minnesota: «Muy bien podría convertirse en otro patógeno estacional que causa neumonía».

Marc Lipsitch, de la Universidad de Harvard: «Pienso que el resultado probable es que al final no podrá contenerse». En el año próximo, calcula Lipsitch, entre el 40 y el 70% de la población mundial habrá contraído el virus de la COVID-19.

Allison McGeer, del Hospital Mount Sinai: «Cuanto más sabemos de este virus, mayor es la posibilidad de que su transmisión no podrá controlarse con medidas de salud pública». «Estamos viviendo con un nuevo virus humano, y sabremos si se extenderá por todo el globo».

Robert Redfield, director del CDC de EEUU: «Pienso que este virus estará probablemente con nosotros más allá de esta estación, más allá de este año, y que finalmente se instalará».

Nathan Grubaugh, de la Universidad de Yale: «Sin una vacuna eficaz, no veo que esto acabe sin millones de infecciones».

También en este caso podríamos continuar, pero parece claro que el consenso emergente entre los epidemiólogos no sugiere precisamente que el coronavirus vaya a desaparecer, sino que ha venido para quedarse. ¿Podrían todos los epidemiólogos estar equivocados? No puede descartarse, dado que nadie tiene una bola de cristal. Pero ahora mismo no parece probable. Y dado que sus predicciones parecen los argumentos más fiables a los que ahora podemos agarrarnos, estos deberían ser los que guiaran la toma de decisiones.

En contra de lo que parece entenderse, la postura de la moderación, frente al alarmismo apocalíptico, no se basa en la idea de que esta epidemia sea poco relevante o de que vaya a desaparecer pronto, sino justamente en todo lo contrario: que no va a desaparecer, y que más tarde o más temprano es probable que la mayoría de nosotros vayamos a contraer el virus, a no ser que una vacuna llegue sorprendentemente antes de lo esperado. ¿Durante cuánto tiempo estamos dispuestos a vivir con colegios y centros de trabajo cerrados, sin espectáculos ni reuniones públicas, sin viajar, sin salir de casa? ¿Quince días? ¿Un mes? ¿Un año? ¿Siempre?

Todo sea dicho, las medidas de contención sí consiguen un objetivo esencial: comprar tiempo para retrasar el avance de una epidemia. Como ya están explicando las autoridades sanitarias, reduciendo la interacción social se logra que la curva de contagios se aplane, repartiéndose más a lo largo del tiempo; el número final de infectados será el mismo en cualquier caso, pero un largo goteo en lugar de un chorro instantáneo tiene la ventaja de no saturar los sistemas de salud, y de que estos tengan en todo momento la capacidad de atender en óptimas condiciones a los enfermos para reducir al mínimo el número de muertes. Eso sí, el autor de The Atlantic lo ha entendido justamente al revés: cancelarlo todo ahora no conseguirá que en otoño haya terminado, sino lo contrario, que dure más.

Así que, de acuerdo, compremos ese tiempo. Pero cuanto antes asumamos que todo esto es como tratar de detener el mar con una raqueta de tenis, y cuanto antes avancemos hacia la mitigación, antes nos libraremos del pánico, la histeria constante del recuento de infectados, los telediarios monotemáticos, los tertulianos desinformados, los supermercados vacíos y la locura de las mascarillas. Sí, quizá haya algunas cosas que cambien para siempre. Pero tarde o temprano tendremos que continuar con nuestras vidas. Incluso si es el coronavirus el que les pone fin.

La gripe sigue siendo mucho más preocupante que el nuevo coronavirus

La Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que cada año mueren entre 290.000 y 650.000 personas por enfermedad respiratoria debida a la gripe, sin incluir otras posibles complicaciones de esta enfermedad, como las cardiovasculares. En España, la pasada temporada dejó oficialmente 6.300 muertes, aunque probablemente la cifra real sea mayor, según reconoció la directora de Salud Pública. En EEUU ya se contabilizan 10.000 muertes en esta temporada. Y a pesar de que existe una vacuna, y de que las recomendaciones de vacunación se hacen bien visibles a través de los cauces oficiales y de los medios de comunicación, solo acude a vacunarse menos de la mitad de la población de riesgo. Esta temporada, además, algunas autoridades han advertido de que la gripe estacional puede ser una de las peores en años.

Y, mientras, aquí estamos, inmersos en una epidemia de pánico e histeria por un virus que hasta ahora ha matado a 425 personas en todo el mundo (dato de hoy), y cuya letalidad, en el peor de los casos, será solo un poco más elevada que la de cualquier gripe; en el mejor, podría ser incluso menor, una vez que se tengan mejores estimaciones de los casos asintomáticos.

¿Cómo se entiende esto?

Es más: ¿quién recuerda la última pandemia de gripe no estacional? Los que entonces ya tenían uso de razón deberían recordar la mal llamada gripe porcina de 2009. Aquella nueva gripe –que, por cierto, ahora se ha convertido en estacional– causó unas 18.500 muertes confirmadas con pruebas de laboratorio, pero las estimaciones de los modelos epidemiológicos ampliaron esta cifra hasta posiblemente más de medio millón de víctimas mortales (entre 151.700 y 575.400). Por lo tanto, todo el que sobrevivió a aquel apocalipsis debería recordar los medios hablando día y noche de la gripe, las mascarillas por doquier, las calles desiertas, las ciudades cerradas, las oleadas de pánico…

¿No? Naturalmente, porque nada de esto ocurrió. Y no fue porque las autoridades no se ocuparan de ello; de hecho, hubo emergencia global de la OMS (la primera jamás declarada), hubo cuarentenas, aislamientos, controles… ¿Alguien lo recuerda? Y la guinda del pastel parecería un chiste si no se tratara de un asunto tan serio: hubo quienes incluso acusaron a la OMS de ¡haber sobreactuado!

Hoy la gripe continúa siendo el problema epidemiológico infeccioso presente y futuro que más preocupa a los expertos y a las autoridades. Cuando el pasado año el director general de la OMS decía que la pregunta sobre una nueva pandemia no es si llegará, sino cuándo, se refería específicamente a la gripe; sacar esta declaración de su contexto y tratar de aplicarla a casos como el actual del 2019-nCoV sería engañoso y desinformativo.

Partículas del virus de la gripe al microscopio electrónico. Imagen de NIAID / Flickr / CC.

Partículas del virus de la gripe al microscopio electrónico. Imagen de NIAID / Flickr / CC.

Dentro de algún tiempo, una vez que el brote del nuevo coronavirus 2019-nCoV haya remitido y el ciudadano medio comience a olvidarse de que este virus alguna vez existió, quienes nos dedicamos a estos asuntos estaremos esperando con enorme interés los estudios de los expertos que nos expliquen cómo hemos llegado a esto, a lo que la OMS ya ha calificado de infodemia, que no es una pandemia vírica, sino una pandemia informativa sobre un brote vírico, con su injustificada sobresaturación de atención en los medios, su psicosis colectiva y sus buenas raciones de bulos circulantes. Sin duda, el inmenso globo del coronavirus chino dará buen material de análisis durante años a los profesionales de varias disciplinas.

Pero arriesgando un poco, me atrevería a proponer uno de los posibles factores que quizá hayan contribuido a inflar ese globo: el nombre. La gripe ya es algo cotidiano y conocido. En cambio, un coronavirus es algo desconocido para la mayoría, lo cual ha llevado incluso a una confusión que parece extendida: este es un nuevo coronavirus, pero ni es el único coronavirus conocido, ni los coronavirus en general son algo nuevo. En el colmo de la astracanada, hay quienes incluso se han lanzado a la conspiranoia por haber encontrado referencias a coronavirus anteriores a este brote. Por supuesto que existen, en concreto desde los años 60, cuando se describieron los primeros coronavirus en animales.

De hecho, en este siglo ya hemos tenido otros dos coronavirus preocupantes. En 2002 surgió en China el que luego se llamó coronavirus SARS, siglas en inglés de Síndrome Respiratorio Agudo Grave, que dejó 774 muertos en 17 países. En el actual frenesí de los medios por conseguir los clics de los usuarios, hoy se están leyendo titulares que afirman que el número de fallecidos por el actual coronavirus 2019-nCoV ya ha superado a los del SARS. Y solo en los textos que siguen a esos titulares se aclara que el nuevo coronavirus ha causado ya más muertos que el SARS… en China continental (sin incluir Hong Kong). No, todavía no hay más muertos por 2019-nCoV que por SARS; y por cierto, este último es bastante más letal que el nuevo coronavirus, con un 11% frente a un 2-3%.

Un decenio más tarde, en 2012, apareció en Arabia Saudí el coronavirus MERS, del Síndrome Respiratorio de Oriente Medio. Un contagio por este virus sí es un serio motivo de alarma: desde su primer brote, uno de cada tres pacientes diagnosticados ha muerto, si bien afortunadamente se contrae sobre todo por el contacto con animales, sobre todo camellos, siendo su transmisión directa entre humanos más difícil que la de otros coronavirus como el SARS o el 2019-nCoV. Así como el SARS no ha vuelto a detectarse en humanos en los últimos años, en cambio el goteo de casos de MERS ha dejado los dos últimos este mismo enero.

Pero ¿tienen algo de especial los coronavirus para haberse convertido, con permiso de la gripe y el ébola, en los protagonistas de algunas de las recientes epidemias? Mañana lo veremos.

La gripe se contagia solo con la respiración, sin tos ni estornudos

Nunca es de agradecer que a uno le estornuden o le tosan encima. Y si después de la agresión aérea notamos una cierta humedad en el área afectada por el disparo, la cosa se torna francamente repugnante. Pero al menos a partir de ahora podrán estar más tranquilos, o más preocupados, según se mire: más tranquilos, porque ese estornudo tan grosero del vecino con el que acaban de cruzarse no necesariamente va a contagiarles su gripe; más preocupados porque, de hecho, basta con que les haya respirado cerca para que se la hayan llevado puesta a casa.

Imagen de James Gathany / Wikipedia.

Imagen de James Gathany / Wikipedia.

Uno de los mayores enigmas científicos sobre la gripe es por qué la sufrimos sobre todo en invierno. En el hemisferio sur les ocurre lo mismo que a nosotros, la padecen en sus meses invernales. En los países tropicales tampoco se libran de esta enfermedad, pero a diferencia de nosotros, ellos no tienen un pico anual en una temporada concreta, sino una transmisión más repartida a lo largo del año.

Tradicionalmente se decía que el invierno favorece el contagio de gripe porque los humanos nos apelotonamos en los espacios cerrados, pero este argumento ha perdido sentido en sociedades donde pasamos la mayor parte de nuestro tiempo en interiores y en los mismos lugares tanto en verano como en invierno, con calefacción o aire acondicionado, así que hacía falta otra explicación más plausible. Como ya conté aquí hace un par de años, ciertos estudios muestran que el frío y la sequedad ambiental, condiciones típicas del invierno, favorecen la transmisión de la gripe. Es decir, que en contra de lo que normalmente se cree, es más fácil que nos contagiemos en la calle, y no en el lugar de trabajo.

Sin embargo, los porqués aún no están del todo resueltos. Se habla tanto de factores del propio virus como de las vías respiratorias: a bajas temperaturas el virus es más estable, pero también parece que en frío y en experimentos con cobayas, los animales producen virus durante 40 horas más, lo que se atribuye a que en estas condiciones el moco es más espeso y permanece durante más tiempo.

En cuanto a la humedad, también se especula con razones relativas al cenagoso mundo del moco, pero se apunta otra posibilidad que parece tener sentido: dado que el virus se transporta por el aire en diminutas gotas llamadas aerosoles, cuando el aire es seco estas gotitas son más pequeñas y pueden recorrer mayores distancias, mientras que en tiempo húmedo recogen más agua del ambiente, crecen demasiado y tienden a caer.

Este contagio a través del aire es lo que ha estudiado ahora un equipo de investigadores de la Universidad de Maryland, según publica la revista PNAS. Los científicos se preguntaron con cuánta facilidad podía transmitirse el virus de la gripe a través de la simple respiración, en comparación con lo que normalmente entendemos como papeletas de premio seguro, la tos y el estornudo.

Para ello reunieron a 142 voluntarios, griposos confirmados, y les recogieron 218 muestras de moco con bastoncillos, junto a otras 218 muestras de aire exhalado en la respiración, tos y estornudo, durante los tres primeros días de síntomas. A continuación analizaron la presencia de virus activo y de ARN del virus (su genoma) en todas las muestras.

Como era de esperar, el material más peligroso resulta ser el moco: 150 muestras, el 89% del total, llevaban el virus. En cambio, solo 52 muestras (el 39%) de los aerosoles eran infecciosos. Pero lo curioso en este último caso es que los investigadores han detectado el virus en el 48% de las muestras de aerosoles sin tos, es decir, solo de la respiración. «Los estornudos son raros, y ni el estornudo ni la tos son necesarios para la generación de un aerosol infeccioso», concluyen los autores. Pese a todo, admiten la posibilidad de que los estornudos contribuyan a la contaminación de superficies con el virus.

Los resultados están en consonancia con otros estudios anteriores en animales. En el de las cobayas mencionado más arriba, los autores notaban que no había toses ni estornudos, y que los animalitos simplemente se contagiaban la gripe unos a otros a través de los aerosoles que expulsaban al aire y que circulaban entre las jaulas. Por muy tentador que resulte interpretar la tos y el estornudo como mecanismos evolutivos conseguidos por el virus de la gripe para transmitirse más fácilmente, parece que no es así, sino que simplemente tosemos y estornudamos porque tenemos las vías respiratorias irritadas, sin que esto le aporte al virus ninguna ventaja.

Finalmente, el hecho de que el virus se transmita fácilmente solo con respirar es un motivo más para que todo afectado por la gripe se quede unos días en casa cuando aparece la enfermedad. Los autores del nuevo estudio descubren también que la presencia del virus en los aerosoles desciende en los tres primeros días desde que comienzan los síntomas, aunque no así en el moco. Pero cuando llevamos el virus a cuestas, nuestros movimientos no son una decisión personal que nos afecte únicamente a nosotros, sino que podemos contagiar a otros. Así que no pensemos en la epidemia de gripe de cada año solo como algo de lo que podemos ser víctimas, sino también como algo de lo que podemos ser responsables.

¿Una vacuna para dominarlos a todos (los virus de la gripe)?

Si leyeron mi artículo de ayer, se habrán quedado con la firme impresión de que es imposible fabricar una vacuna única, un comodín que, como el anillo de Tolkien, pueda dominar a todos los virus de la gripe con independencia de si son orcos o enanos. Pero no, no lo es. Posible, sí; fácil, no. Ya tenemos una en pruebas que podría llegar a su brazo preferido en unos años.

Como les contaba ayer, el problema con la inmunización contra la gripe es que las vacunas van dirigidas contra unos pinchos con forma de arbolito en la superficie del virus, formados por dos proteínas llamadas hemaglutinina (H) y neuraminidasa (N), que tienen una pasmosa facilidad para cambiar de forma.

Ilustración del virus de la gripe disponiéndose a infectar una célula a la que se une a través de su proteína hemaglutinina. Imagen de CSIRO / Wikipedia.

Ilustración del virus de la gripe disponiéndose a infectar una célula a la que se une a través de su proteína hemaglutinina. Imagen de CSIRO / Wikipedia.

La acción de las vacunas se basa en crear una memoria inmunológica que prepare la respuesta contra futuros ataques del mismo enemigo. Estimulando el sistema inmunitario con un virus muerto (ya he contado aquí que –y por qué– soy partidario de calificar a los virus como seres vivos, pero si no están de acuerdo, cambien «muerto» por «inactivado») o con esas proteínas sueltas, creamos esa memoria que después repelerá un ataque real con fiereza. Si no creamos antes esa memoria, el organismo también reaccionará contra el invasor, pero padeciendo la enfermedad que este le provoca.

Así, y dado que el perfil grabado por la vacuna en la memoria inmunológica viene determinado por H y N, cuando estas cambian es como si el organismo se enfrentara a un virus casi completamente nuevo, aunque todo lo que haya por debajo de esos pinchos variables sea básicamente lo mismo que antes.

La pregunta entonces es: ¿no sería posible dirigir la vacuna contra algo que no cambie tanto en el virus de la gripe? La respuesta es que sí, sí lo es, pero encontrar la estrategia perfecta es complicado. Numerosos equipos de investigación en todo el mundo están trabajando en la creación de una vacuna universal contra la gripe, que pueda protegernos de una vez y para siempre (o al menos, para un buen número de años) no solo contra la estacional de cada año, sino contra cepas más raras de las que provocan pandemias como la mal llamada «gripe española» de 1918.

Como conté aquí hace un par de años, los expertos temen que en cualquier momento pueda brotar una cepa de un tipo exótico de gripe, como H9N2 o H10N8, que de repente convierta nuestra semanita de malestar y baja laboral en una amenaza muy seria para la vida. Y la posibilidad de contar con una inmunización que actúe a largo plazo permitiría aplicar la vacuna a los niños, cuando la respuesta es más fuerte, y no como ahora a edades avanzadas cuando el sistema inmunitario ya sufre de los mismos achaques que el resto del cuerpo.

Así, los intentos actuales de los investigadores por diseñar una vacuna universal contra la gripe se resumen en estas dos líneas:

1. Utilizar la base de los pinchos, menos variable que la cabeza

Las proteínas H y N del virus de la gripe varían mucho en sus cabezas, la parte más expuesta al exterior, pero no tanto en sus tallos, la parte que está unida a la cubierta del virus. Algunos grupos de investigación están tratando de lograr que el sistema inmunitario pueda reaccionar contra la base de los pinchos; pero dado que es menos accesible que la cabeza, está menos expuesta al reconocimiento de los anticuerpos de nuestro organismo, así que el desafío consiste en encontrar la manera de que sea más visible para el sistema inmune.

Un equipo de EEUU lo está intentando con nanopartículas cubiertas de pinchos a los que se les han cortado las cabezas para dejar sus tallos expuestos. Utilizando de este modo un pincho basado en la proteína H1, los científicos han conseguido proteger totalmente a los ratones y parcialmente a los hurones (dos modelos animales muy utilizados para los estudios de gripe) contra una infección letal de otro virus, el H5N1, llamado gripe aviar. Con una idea parecida, pero con los tallos de H1 en pequeños grupos como aparecen en el virus, el Instituto de Vacunas Crucell de Leiden (Países Bajos) ha logrado también neutralizar el H5N1 en ratones y monos.

Partículas del virus de la gripe al microscopio electrónico. Imagen de Pixnio.

Partículas del virus de la gripe al microscopio electrónico. Imagen de Pixnio.

2. Utilizar antígenos internos del virus

Un antígeno es todo aquello contra lo que nuestro organismo es capaz de producir anticuerpos, moléculas en forma de Y cuyos extremos encajan con la forma del antígeno como las piezas de un puzle. Nuestras venas y arterias están continuamente patrulladas por una inmensa legión de linfocitos, células del sistema inmunitario. Uno de sus tipos, las células B, están especializadas en producir cada una un tipo de anticuerpo capaz de reconocer y unirse a un antígeno concreto, llevando este anticuerpo en la superficie. Cuando por casualidad una célula B se topa con el antígeno que encaja en sus anticuerpos, lo captura y se lo traga, rompiéndolo en trozos que luego expone de nuevo en su superficie.

Esta célula espera entonces la ayuda de otras llamadas células T helper o Th (colaboradoras). Cuando una célula Th reconoce los trozos de antígeno expuestos en la cubierta de la célula B, produce una serie de moléculas llamadas linfoquinas que obligan a la célula B a multiplicarse. Algunas de las células resultantes de esta multiplicación se convierten en células de memoria, que se quedan a la espera, preparadas para responder a una futura infección (este es uno de los mecanismos que aprovechan las vacunas), mientras que otras se convierten en células plasmáticas, capaces de producir anticuerpos en masa que se liberan a la sangre.

Una vez circulando por la sangre, estos anticuerpos esperarán a encontrarse con su antígeno diana para unirse a él, recubriendo el virus y neutralizándolo. A menudo, los virus así recubiertos de antígenos serán después engullidos y eliminados por otros tipos de células llamadas fagocitos.

He explicado esto para que se entienda cuál es el problema: los virus también llevan antígenos en su interior, pero dado que están ocultos cuando el virus circula por el organismo, no pueden disparar esta respuesta que se conoce como humoral, llamada así por los anticuerpos que viajan libres por el humor o fluido sanguíneo. Pero por suerte, nuestro sistema inmunitario cuenta con otra respuesta llamada celular. Algunas células se tragan los virus y rompen todos sus componentes, incluyendo los internos, en pedazos que después exponen en su superficie. Ciertas células T reconocerán estos trozos para poner en marcha la respuesta de anticuerpos, como he explicado arriba, pero también se activan otras llamadas T citotóxicas o Tc que matan las células infectadas por el virus.

Por lo tanto, los antígenos internos del virus también pueden disparar la respuesta celular. Pero en general las vacunas se diseñan para provocar una fuerte respuesta humoral de memoria, y en cambio son poco eficaces en la respuesta celular. Actualmente muchas investigaciones sobre vacunas buscan precisamente esto, aumentar la respuesta celular para mejorar la reacción inmunitaria y ofrecer protección a más largo plazo.

Vacuna contra la gripe. Imagen de CDC.

Vacuna contra la gripe. Imagen de CDC.

Así, si fuera posible diseñar una vacuna capaz de poner en marcha una fuerte respuesta celular contra algún antígeno interno que varíe poco a lo largo del tiempo y entre unos virus y otros, tendríamos el anillo único, la vacuna universal contra la gripe. Para provocar una mayor respuesta celular, se ensayan vacunas con virus vivos debilitados en lugar de virus muertos o trozos sueltos como en las actuales, con la idea de que dispararán una buena respuesta celular.

Aunque la perspectiva de inyectarse un virus vivo pueda sonar alarmante, las vacunas con virus atenuados son muy comunes y funcionan maravillosamente; la triple vírica que se aplica a los niños contra el sarampión, las paperas y la rubeola es una vacuna de virus atenuados, lo mismo que la de la fiebre amarilla que nos ponemos los viajeros. Una ventaja adicional de las vacunas con virus atenuados es que algunas pueden administrarse por la boca o la nariz; la vacuna oral de la polio pudo distribuirse masivamente en los países en desarrollo, y es un factor decisivo en el esfuerzo hacia la erradicación de esta enfermedad.

De hecho, ya existe la vacuna nasal de virus atenuado contra la gripe, pero no ha sido muy eficaz. Esta semana se ha publicado en la revista Science un nuevo diseño que parece muy prometedor. Investigadores de China y EEUU han obtenido un virus mutante que tiene todo lo deseable en una gripe para vacuna: se multiplica bien, lo que le permite ser muy visible para el sistema inmunitario, pero apenas produce síntomas y en cambio dispara una fuerte respuesta de células T; además, es hipersensible al interferón, un antivirus natural de nuestro organismo que el virus normal de la gripe consigue eludir. Aún le queda mucho recorrido hasta demostrar su utilidad, pero por el momento ha funcionado muy bien en ratones y hurones.

He dejado para el final la vacuna que está más cerca de llegar a convertirse en una realidad. La compañía Vaccitech, un spin-off de la Universidad de Oxford, ha montado antígenos internos de la gripe en un virus falso que se utiliza como vehículo. El objetivo de esta vacuna es combatir absolutamente todos los tipos de gripe A, la más preocupante y la que provoca mayor número de muertes.

De las tres fases de ensayos clínicos que deben cubrirse antes de que un producto farmacéutico llegue al mercado, Vaccitech está ahora en la segunda. En la primera ya probaron que la vacuna es segura, después de demostrar su eficacia en animales. Actualmente la fase II está testando si es capaz de proteger contra la gripe en combinación con las vacunas estacionales. Esta etapa terminará en octubre de 2019. Si todo funciona según lo esperado, la fase III emprendería las pruebas finales antes de que la vacuna esté disponible, lo que podría ocurrir dentro de 5 a 7 años. Tal vez esta sea una carrera que podamos ganar antes de que llegue la próxima gran pandemia de gripe.

Por qué la vacuna de la gripe de este año funciona mal

Este mes se cumplen 100 años de la aparición de los primeros casos de la devastadora gripe de 1918, la que llegó a llamarse «gripe española» por un error de concepto en el que nadie suele reconocer un leve hálito de xenofobia. La explicación más común de este alias es que en noviembre de 1918, después de andar durante varios meses dando vueltas por otros países, la gripe comenzó a escalar en España, donde nuestros periódicos empezaron a contar la extensión de la epidemia que en otras naciones se había silenciado porque aún estaba vigente la censura informativa de la Primera Guerra Mundial.

Lo de la xenofobia es un tirón de orejas histórico; aunque hoy todos los expertos mundiales reconocen que la gripe no era de origen español, en su día se aceptó fácilmente un sobrenombre que cargaba las culpas en otro país. Pero hoy ya nadie llama a la sífilis el «mal francés». Y si la gripe de 1957 continúa figurando en muchas referencias como «gripe asiática», es porque, al fin y al cabo, surgió en Asia. La gripe de 1918 nació probablemente en EEUU o en China, pero es evidente que nadie va a llamarla «gripe estadounidense». Aún hoy, sigue apareciendo mayoritariamente como «gripe española» incluso en los estudios científicos, y es dudoso que esto vaya a cambiar.

En fin, es un detalle menor que tampoco exige una sobreactuación. Incluso dándole la vuelta al argumento y por una parte que me toca profesionalmente, siempre podemos interpretar el alias de «gripe española» como un éxito del periodismo y de la libertad de prensa en este país un siglo atrás.

El virus de la gripe al microscopio electrónico, en una imagen coloreada. Las proteínas H y N son los 'pinchos' en la cubierta. Imagen de Pixnio.

El virus de la gripe al microscopio electrónico, en una imagen coloreada. Las proteínas H y N son los ‘pinchos’ en la cubierta. Imagen de Pixnio.

Lo destacable en estas fechas es que el aniversario de la pandemia que se llevó por delante —según las estimaciones científicas más usuales— entre 40 y 50 millones de vidas, la mayoría de ellas durante el otoño de 1918, nos llega precisamente cuando la vacuna de la gripe de esta temporada se ha revelado mayoritariamente ineficaz. Hoy vengo a explicarles por qué, y por qué es muy difícil evitar que esto vuelva a ocurrir.

Cuando hablamos de gripe en realidad estamos refiriéndonos a un conjunto de virus muy amplio. Por si a alguien interesa, lo conté con más detalle aquí, pero les hago un resumen sencillo: el nombre de gripe es solo una categoría taxonómica nacida de los criterios utilizados por los virólogos para nombrar los tipos de virus, del mismo modo que a todas las razas de perros las llamamos «perros» mientras que a un pariente muy próximo lo llamamos lobo.

En realidad estas distinciones no son caprichosas, sino que responden a ciertos criterios biológicos y evolutivos. Pero lo que es útil para la biología puede dar lugar a confusiones cuando se aplica a la medicina, porque en realidad estamos metiendo en el cajón de gripe varias cosas muy diferentes que podríamos diferenciar por el nombre, pero que solo diferenciamos por el apellido: gripe A, gripe B, gripe C y gripe D. La D es un nuevo virus reconocido oficialmente en junio de 2016 y que solo afecta al ganado. También podemos dejar fuera la gripe C, que hasta ahora no ha sido gran motivo de preocupación sanitaria. Nos quedamos con las dos importantes, la A y la B.

Pero dentro de estas existen además varios subtipos que son ligeramente diferentes en dos moléculas clave para la infección, denominadas hemaglutinina (H) y neuraminidasa (N). Por ejemplo, en la gripe A existen 18 formas distintas de H, denominadas de H1 a H18, y 11 de N, de N1 a N11. Así, existen diferentes gripes A, por ejemplo H1N1, H5N3, H5N8, H3N2… En cuanto a la gripe B, suelen circular dos tipos distintos que se conocen como Yamagata y Victoria.

Ahora, para complicarlo aún más: también existen diferentes subsubtipos o cepas de, por ejemplo, gripe A H1N1. La gripe de 1918 era A H1N1, pero era diferente a la A H1N1 de la pandemia de 2009 (entonces conocida como gripe porcina), la cual a su vez era diferente a la A H1N1 estacional que circulaba por entonces y a la cual llegó a reemplazar. Toda esta variabilidad se debe a que el virus de la gripe tiene una gran facilidad para mutar, dando lugar a nuevas cepas que ocasionalmente ganan a otras competidoras en su lucha por conquistar a sus víctimas, humanas o de otras especies.

De todo esto ya habrán imaginado que cada año lo que conocemos como gripe estacional es en realidad un pequeño zoológico compuesto por varias de estas diferentes criaturas, aunque suelen predominar tres: una gripe A H1N1, una gripe A H3N2, y un tipo de gripe B. Dos veces al año la Organización Mundial de la Salud revisa la información proporcionada por los centros nacionales de más de 100 países para decidir qué tipos se incluirán en la vacuna de la próxima estación respectivamente para cada hemisferio, en febrero para la próxima temporada de invierno en el norte y en septiembre para la del sur. Las vacunas suelen ser trivalentes, contra las H1N1, H3N2 y B más extendidas, o tetravalentes, cubriendo los dos tipos de B. Pero nadie tiene una bola de cristal, y por tanto la vacuna de cada año es una apuesta, que puede acertar o fallar.

Pero el problema principal de este año no ha sido que la previsión haya fallado, sino algo aún más intrincado. Seguramente habrán escuchado que el fracaso de la vacuna se debe a que el virus ha mutado. Es cierto, pero con una matización importante: la mayor parte del problema se debe no a que haya mutado el virus que se está transmitiendo en la calle, sino el que se ha empleado para elaborar la vacuna.

La gran mayoría de las vacunas contra la gripe se elaboran en huevos de gallina mondos y lirondos. La vacuna es un caldo de virus inactivado que no provoca infección, pero que dispara la respuesta protectora preventiva de nuestro sistema inmunitario. Para disponer de suficiente cantidad de virus que luego se inactiva, es necesario hacerlo crecer en algún hospedador, y el huevo es una incubadora natural perfecta y barata.

Inyectando huevos con virus de la gripe para la producción de vacunas. Imagen de FDA.

Inyectando huevos con virus de la gripe para la producción de vacunas. Imagen de FDA.

Para que el virus crezca en el huevo, tiene que adaptarse a ese nuevo hospedador. Normalmente esto se produce sin que las variaciones afecten a nada fundamental. Pero cuando los fabricantes de vacunas inyectaron huevos con la gripe A H3N2 actual para producir la vacuna del año pasado, en la temporada 2016-17, lo que sucedió fue que el virus mutó para adaptarse al ambiente del pollo de una manera que sí afecta a la respuesta inmunitaria. Como consecuencia, la reacción del sistema inmune de las personas vacunadas no es tan buena contra el H3N2 que se está propagando en la calle; aunque existe algo de reacción cruzada, la vacuna no cumple su función: en la temporada pasada, su efectividad contra el H3N2 estacional se estimó en un 34%.

Para este año se ha cambiado la cepa H1N1 empleada para las vacunas, pero este tipo es minoritario en la temporada actual. En cambio, se ha mantenido la misma H3N2 que el año pasado. La eficacia de la vacuna ahora es aún peor, bajando a entre un 10 y un 20% para H3N2. Según los expertos, a la mutación en el pollo se une que el H3N2 también está variando en la población humana; pero además hay otro factor adicional, y es que ha crecido la extensión de la gripe B Yamagata, que solo está cubierta por la vacuna tetravalente. La gripe B suele ser menos contagiosa que la A, pero sus síntomas son los mismos.

Lo peor es que el problema tiene difícil solución. La gran mayoría de la infraestructura de producción de vacunas está preparada para utilizar el huevo como incubadora del virus. Solo en personas alérgicas se emplean vacunas elaboradas en sistemas celulares de insectos o mamíferos. También existen las llamadas vacunas recombinantes, que no se basan en crecer el virus en un sistema vivo para después inactivarlo, sino que directamente fabrican solo las moléculas similares a las del virus que por sí solas pueden disparar la reacción inmunitaria. Pero tanto las vacunas basadas en células como las recombinantes son más costosas y laboriosas de producir.

Por suerte, hay otra posible solución que podría llegar en unos pocos años, y que les contaré mañana. Pero hoy quiero terminar subrayando lo evidente: incluso con vacunas deficientes como la de este año, para los grupos con mayor riesgo alguna protección es mejor que ninguna protección. La gripe mata cada año a miles de personas, e incluso una vacuna poco eficaz puede lograr que el curso de la enfermedad sea más benigno. Por último, una parte de la efectividad de las vacunas en el mundo real se basa en la llamada inmunidad grupal: cuanta más gente se vacuna, menor es la carga de virus que circula por ahí amenazando a los más débiles.

La gripe española y El Ministerio del Tiempo

No soy muy de series. Parafraseando a Umbral, quien puestos a tragarse un argumento prefería la hora y media de una película antes que dedicar varios días a leer un libro, lo que a mí me sucede con las series es que a menudo me transmiten la impresión de estar alargando las tramas eterna e innecesariamente para continuar exprimiéndome como fuente de ingresos publicitarios. En este sentido, y aunque la tele pública de todos no atraviesa precisamente sus mejores momentos, me seduce la comodidad de ver algo en la pantalla sin inoportunos y cansinos cortes de publi.

Y entre tanta serie que explota caminos ya tan trillados como la comedia de trazo grueso, el choque de costumbrismos culturales o el thriller de asesinato que en inglés llaman Whodunit (¿Quién lo hizo?; lo malo es que en muchos casos la respuesta es: ¿Y a mí qué me importa?), la apuesta de El Ministerio del Tiempo es innovadora y, por tanto, arriesgada; algo que se agradece y que cada vez es más escaso, y más difícil encontrarlo fuera de las cadenas que no compiten en el mercado publicitario.

Ya elogié aquí en la pasada temporada el tratamiento original que hace la serie de TVE de un subgénero tan clásico como el de los viajes en el tiempo, pero al que sus creadores han sabido aplicar una fresca vuelta de tuerca, apuntando sin proponérselo a un modelo metafísico llamado Universo de Bloque Creciente. Aunque es evidente que el triunfo de la serie no se debe a que guste a los metafísicos: gusta a todos porque está bien diseñada, bien guionizada, bien realizada, bien interpretada, bien digitalizada y bien vestida. Pero además se agradece que una serie trasluzca inteligencia.

El doctor Vargas observa una muestra de sangre de un paciente. Imagen de TVE/Tamara Arranz.

El doctor Vargas observa una muestra de sangre de un paciente. Imagen de TVE/Tamara Arranz.

Esto sucede también con el último capítulo, el 13, titulado Un virus de otro tiempo. Si podemos enviar personas a través del tiempo, ¿por qué no un virus? Esta era la brillante premisa que ponía a los personajes de la serie en un complejo apuro cuando una de sus protas, Irene (Cayetana Guillén Cuervo), se trae a la actualidad la infame gripe española que mató a unos 50 millones de personas al final de la Primera Guerra Mundial.

No pretendo afear a los guionistas su trabajo de documentación, que es impecable en cuanto a la exhumación de los datos históricos en los que se basan las tramas de la serie. Que la documentación científica sea también irreprochable tal vez sea ya mucho pedir. Ni siquiera en Hollywood esto es lo más habitual; y eso que allí cuentan con algo llamado The Science & Entertainment Exchange, un programa de la Academia Nacional de Ciencias de EEUU que presta asesoría científica gratuita a los cineastas cuando lo necesitan, incluso escribiéndoles ecuaciones reales cuando una pizarra de universidad sale en el plano.

Pero no puedo evitar hacer un par de comentarios para aclarar algunas confusiones comunes sobre la gripe española; que, como bien explicaban después en el making of, no era española, aunque se llamó así porque las primeras noticias sobre la epidemia trascendieron desde España, que no había participado en la Primera Guerra Mundial y por tanto no estaba sometida a censura informativa.

La gripe española fue una calamidad global sin parangón en la historia conocida de la epidemiología, ni siquiera igualada por los desastres de la peste negra. Aún no se conoce con exactitud por qué aquella cepa fue tan letal. Se han aportado varias explicaciones, algunas relacionadas con el propio virus (como su facilidad de contagio inusual) y otras con circunstancias históricas y sociales de la época.

Pero aunque sería muy conveniente no tener que encontrarnos de nuevo con aquel virus, parece obvio que sus repercusiones hoy no serían tan serias como las que tuvo en su época, gracias al avance de los diagnósticos y tratamientos. En 2013, un estudio modelizó el efecto que tendría en la actualidad una pandemia de aquel mismo virus, y la conclusión era que las tasas de mortalidad serían un 70% inferores a lo que fueron entonces. «Una gripe española en tiempos actuales no representa el peor escenario en términos de riesgo pandémico», concluía el estudio.

De hecho, ya he contado aquí que son otras cepas de gripe las que hoy preocupan a los expertos; y que al contrario de lo que se afirmaba en el capítulo, la gripe de 2009 no provocó una reacción de alarma exagerada, sino el estado de alerta necesario ante una gripe que entonces era nueva y cuyos efectos eran incalculables. La Organización Mundial de la Salud, y cualquiera que estuviera en el pellejo de sus responsables, siempre preferirá haber reaccionado con contundencia ante una amenaza que luego no era para tanto, antes que tener que lamentar el haber respondido con pasividad e ineficacia ante una catástrofe sanitaria.

Una incorrección en el capítulo se ponía en boca del médico del Ministerio, quien afirmaba que Irene sobreviviría a la infección porque era fuerte y sus defensas responderían adecuadamente. Hubo algo muy peculiar con la gripe española que no se ha dado en otras epidemias de esta enfermedad, incluyendo las estacionales. Mientras que las gripes suelen ser más graves para los pacientes más débiles, como niños, ancianos o personas inmunocomprometidas, en cambio la epidemia de 1918 mataba a hombres y mujeres jóvenes y sanos.

Hay una explicación para esto que hoy se acepta de forma general: la gripe española mataba porque disparaba una tormenta de citoquinas, una reacción apabullante del sistema inmunitario que destroza el propio organismo. Y por tanto, cuanto más fuerte era el organismo del paciente, más fuerte era también la tormenta de citoquinas que la gripe le provocaba.

Ya conté aquí que este fenómeno parece ser también la causa de la letalidad del ébola. Y dado que la gripe española mataba por un mecanismo similar, una de las firmas de esta epidemia fue que sus afectados morían con síntomas más parecidos a una fiebre hemorrágica que a lo que normalmente entendemos por gripe. Aunque no hubiera quedado bonito en la pantalla, lo cierto es que las víctimas mortales de la gripe española terminaban bañadas en sangre, por dentro y por fuera.

Y por cierto, y tal como conté para el caso del ébola, en la gripe española también sucedía que las infecciones oportunistas aprovechaban la desestabilización del sistema inmunitario para causar infecciones secundarias graves. Hoy los especialistas piensan que muchos de los infectados morían en realidad de una neumonía bacteriana propiciada por la gripe, por lo que el tratamiento con antibióticos –al contrario de lo que se contaba en el capítulo– sí sería una manera adecuada de contener el empeoramiento general de los pacientes, al mantener a raya estas infecciones colaterales.

Amelia y Pacino, con las muestras del virus. Imagen de TVE/Tamara Arranz.

Amelia y Pacino, con las muestras del virus. Imagen de TVE/Tamara Arranz.

Por último, Amelia y Pacino pretendían inactivar el virus dejando el recipiente de las muestras abierto en un laboratorio con la calefacción alta. Pero por desgracia, esto no habría bastado: un estudio de 2014 determinó que el virus de 1918 solo se inactiva por completo después de 6 horas a 50 ºC. Por muy alta que fuera la temperatura del laboratorio, y dado que además Amelia y Pacino no se preocuparon de vaciar el nitrógeno líquido del contenedor, los empleados de la compañía farmacéutica podrían haber recuperado las muestras casi intactas a la mañana siguiente.

Todo lo cual, insisto, no enturbia la gran calidad de una serie que despunta entre la mediocridad general, y de la cual otras cadenas deberían tomar ejemplo. Aunque hacerlo tras la estela del triunfo ajeno siempre es lo más fácil.

«Las nuevas cepas de gripe podrían ser preocupantes»

Hoy se podrían recordar muchos pensamientos de Umberto Eco relacionados con la ciencia, pero yo tenía ya planeado seguir hablando hoy sobre la gripe. Así que rescato aquel comentario que escribió referente a los logros alcanzados por la especie humana (a pesar de su manifiesta idiotez):

En 1918, a la edad de 40 años, mi abuelo materno se vio afectado por una forma de gripe vírica, conocida comúnmente como gripe española, que diezmaba gran parte de Europa. Murió en una semana, a pesar de todos los esfuerzos de tres médicos. En 1972, a la edad de 40, me vi afectado por una grave enfermedad que parecía muy similar a la española. Gracias a la penicilina, tras una semana ya estaba en pie. Así que es fácil comprender por qué, dejando de lado la energía atómica, los viajes espaciales y el ordenador, sigo pensando que el invento más importante de nuestro siglo es la penicilina (y en general, todos los medicamentos que hacen posible que la gente alcance los 80 años, mientras que en el pasado podrían haber muerto a los 50 ó 60).

Por supuesto, doy por hecho que Eco no estaría sugiriendo que la gripe se cura con penicilina, sino que la suya fue una enfermedad «que parecía muy similar a la española», pero obviamente de origen bacteriano si fue el antibiótico lo que obró su curación. Pero dejando de lado este detalle, lo que quiero resaltar está perfectamente expresado en sus palabras: son los avances en nuestro estado de salud general, lo que incluye no solo la medicina sino otros factores de calidad de vida, los que hoy han convertido la gripe en una preocupación menor para la mayoría de la población de los países desarrollados, una molestia que generalmente supone pasar un par de días descansando en casa. Antes la palabra gripe inspiraba pánico, mientras que hoy nos aterra tanto como rompernos una uña.

Partículas del virus de la gripe A H1N1. Imagen de NIAID/Flickr.

Partículas del virus de la gripe A H1N1. Imagen de NIAID/Flickr.

Pero esto no necesariamente va a ser así siempre, ni lo es en todas partes. Un humano elegido hoy enteramente al azar de entre los más de 7.000 millones sería con toda probabilidad alguien que no tiene acceso a unas condiciones dignas de vida, ni a un nivel sanitario e higiénico básico. Y por otra parte, como ya he señalado aquí, ni siquiera los menos concernidos con la realidad social mayoritaria del planeta Tierra pueden seguir pensando que las enfermedades originadas en una remota selva de Guinea son un problema exclusivo de los habitantes de una remota selva de Guinea, como demuestra el último brote de ébola.

Sin necesidad de recurrir al caso de un virus tan letal como el ébola, la gripe continúa siendo una amenaza global. Aunque es sencillamente imposible saber a ciencia cierta cuántas personas mueren de gripe estacional en el mundo (los datos varían salvajemente según las fuentes, y la mayoría de los fallecimientos sintomáticamente sospechosos no son confirmados), ni siquiera es necesario asustar con el dato máximo manejado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) de medio millón al año; nos basta con saber que la gripe y sus complicaciones matan cada año a miles, y que se ceban especialmente en los perfiles de salud más débiles.

Es por esto que, como también he comentado ya aquí, culpar a la OMS de haber sobreactuado con aquel brote de gripe de 2009 es no solo ignorante, sino también insolidario. La OMS puede tener sus muchos defectos y errores, pero entre ellos no se cuenta el de reaccionar con la mayor resonancia pública posible contra una amenaza cuyo alcance futuro es imposible predecir; solo un ciudadano sano de un país rico, sin excesiva preocupación por quienes no sean ciudadanos sanos de países ricos, puede manifestar estas críticas.

El problema con la gripe de 2009 no es que fuera necesariamente más virulenta (y no lo es), sino sobre todo que entonces era nueva. Y toda gripe nueva dejará una estela de muertos entre quienes no son ciudadanos sanos de países ricos antes de dejar de ser nueva para convertirse en la gripe nuestra de cada año, como ha sucedido después con la de 2009.

Un pequeño resumen sobre las gripes: las hay de tres tipos, A, B y C. La mayoritaria en humanos es la A. Cuando nos referimos a la gripe A de 2009, lo de menos es la «A», ya que todas las gripes estacionales, anteriores y posteriores, suelen ser de este género. A efectos prácticos, quédense con la idea de que probablemente la mayoría de las gripes que han cogido y cogerán a lo largo de su vida son gripes A. Dentro de este género existen diversos subtipos según las variaciones de dos proteínas de su envoltura: hemaglutinina (H) y neuraminidasa (N). Se conocen 18 formas distintas de la primera, numeradas de H1 a H18, y 11 de la segunda, de N1 a N11. Así pues, existen muchas combinaciones posibles. Actualmente las más frecuentes en la gripe A estacional humana son H3N2 y H1N1.

Pero incluso dentro de un mismo subtipo, también hay variaciones. La (mal llamada) gripe española de 1918, la que mató al abuelo de Umberto Eco y a decenas de millones más, era H1N1. También era H1N1 la de 2009, pero era diferente a la española y a las gripes estacionales H1N1 que circulaban por entonces, por lo que para hacer referencia a una cepa específica hay que añadir más criterios, como H1N1/09, en referencia al año del brote; o más específicamente y dependiendo de dónde se aísle, por ejemplo A/Mexico/InDRE4487/2009(H1N1), en el caso de una muestra de la gripe A (H1N1) de la pandemia de 2009 recogida en México y perteneciente a la cepa InDRE4487.

El caso es que la gripe A H1N1/09, en su momento nueva, ha reemplazado después a la H1N1 que circulaba entonces, convirtiéndose en *la* gripe A H1N1 estacional que tenemos ahora. Y según los informes recientes, es también la mayoritaria en esta estación (por delante de la cepa actual de H3N2 y de la gripe B), por lo que si usted coge la gripe durante estas semanas lo más probable es que se trate de la H1N1 de la pandemia de 2009. La vacuna de este año protege contra esta cepa, así como una H3N2 y otra B.

El problema con las gripes es, según me cuentan Emanuele Montomoli y Claudia Trombetta, expertos en gripe de la Universidad de Siena (Italia), que «la naturaleza de los virus de la gripe los hace particularmente propensos a la variación genética, lo que resulta en diversas cepas nuevas contra las que los humanos tienen poca o ninguna inmunidad». Montomoli ha colaborado en los estudios epidemiológicos de la OMS y del Centro Europeo para la Prevención y el Control de Enfermedades (ECDC).

Según los investigadores, «las nuevas cepas de gripe H9N2 y H10N8 podrían ser preocupantes por sus características». Montomoli y Trombetta sitúan el mayor riesgo en un criadero tradicional de la gripe A, China y el sureste de Asia, donde «es más común el contacto estrecho entre los humanos y las aves de granja»; pollos y gallinas son a menudo las fuentes de nuevas cepas de gripe, como sucedió con la muy peligrosa gripe aviar H5N1 que surgió en Asia en 2004 y que rebrota esporádicamente.

Sin embargo, los dos expertos aseguran que «es difícil predecir cuál será la próxima cepa pandémica», por lo que «es complicado producir una cantidad adecuada de dosis de vacuna para una campaña global en poco tiempo». Es decir, recalco, que ni siquiera los expertos mundiales en gripe pueden anticipar qué riesgos correremos a causa de estos virus en cualquier momento futuro. Por suerte, añaden, la autoridad de vigilancia global de la OMS mantiene un constante seguimiento de la evolución de las cepas para beneficio de todos. También de aquellos, columnistas y otros virus insidiosos, que solo se acuerdan de la existencia de la OMS para criticar a toro pasado su escasa capacidad sobrenatural de adivinar el porvenir.

Lo más viral en febrero: la gripe

Esto les resultará curioso, pero lo cierto es que aún no sabemos por qué cogemos la gripe en invierno. Sí, habrán escuchado por ahí esa explicación tradicional: en la estación fría, los humanos nos apiñamos en espacios cerrados, donde viciamos el aire con nuestros gérmenes que compartimos alegremente.

Ilustración del virus de la gripe A atacando una célula. Imagen de H. Kolds&ostroke;/Oxford.

Ilustración del virus de la gripe A atacando una célula. Imagen de H. Kolds&ostroke;/Oxford.

Pero está claro que, al menos desde el éxodo rural de la Revolución Industrial y de la invención de la calefacción, este argumento simplón podría ser una explicación, si es que lo es, pero claramente no es la explicación. De las 24 horas de un día medio, unas 16 las pasamos haciendo lo mismo en verano y en invierno: trabajando y durmiendo en los mismos espacios cerrados. Y desde la invención de la climatización, muchos prefieren también pasar la mayor parte de su veraniego tiempo libre al fresquito del aire enlatado.

En realidad lo más probable es que el fenómeno sea mucho más complejo y obedezca a un conjunto de factores relacionados con la fisiología humana y el fitness del virus en cada estación. El problema que se encuentran los investigadores a la hora de estudiar este virus y su enfermedad es que el ratón, el rey de los modelos animales de mamíferos en biología, es un desastre como simulador de gripe: solo ciertas cepas de ratones de laboratorio contraen solo ciertas cepas de gripe, y sus síntomas ni siquiera se parecen a los nuestros; no moquean, ni tosen, ni padecen fiebre. Las investigaciones sobre gripe tradicionalmente han empleado hurones, pero imaginen ustedes lo que supone mantener una colonia de hurones.

Hace unos años, los científicos redescubrieron que la cobaya o conejillo de indias es un modelo estupendo para estudiar la gripe. *Re*descubrieron, porque, a pesar de que el nombre de este animal se emplea popularmente para referirse a un sujeto de experimentación, lo cierto es que hoy en día no suelen emplearse cobayas en los laboratorios. Y sin embargo, han vuelto debido a lo valiosos que resultan para investigar la gripe.

Precisamente empleando cobayas, un estudio de 2007 descubrió que el frío y el ambiente seco favorecen la transmisión de la gripe. Lo cual apunta y dispara al mito de los espacios cerrados de aire calentito: la conclusión sería que precisamente tenemos más probabilidad de coger la infección afuera, en el frío.

Curiosamente, frío y sequedad operan mediante dos mecanismos distintos. Según revelaban los investigadores, las condiciones de humedad afectan al propio virus y a las gotitas de líquido que lo dispersan en el aire. Algún otro estudio posterior ha confirmado que las epidemias repuntan después de períodos de mayor sequedad en invierno. Sin embargo, el efecto de la temperatura se debe al hospedador, el animal: a más frío, se dificulta el aclaramiento del moco en las vías respiratorias, por lo que las cobayas continúan liberando virus durante más tiempo; concretamente, 40 horas más.

Esto ya tiene bastante más sentido biológico. Y a ello se añade otro estudio publicado al año siguiente, cuya conclusión fue que la envoltura externa del virus de la gripe es más estable a bajas temperaturas, y esto fomenta su capacidad infecciosa para pasar de una persona a otra. Lo cual, de nuevo, apoya la idea de que la verdad (sobre el contagio de la gripe) está ahí fuera, y no aquí dentro.

Y esto nos lleva a una consecuencia interesante. A veces un mito se intenta desbancar con un contramito que resulta ser aún más falso. A saber: la explicación de los espacios cerrados se oponía a la idea de que la gripe se coge a causa del frío. Pero de los estudios recientes se deriva que uno sí puede enfermar por exponerse al tiempo gélido; siempre, claro, que haya otro allí para pasarle el virus. Y por cierto, basta con la respiración para contagiarse: en el estudio de las cobayas no hubo ni una sola tos o estornudo –ni mucho menos apretones de manos–, sino solo aire en circulación desde unas jaulas a otras. El aire transporta el virus en pequeñas gotitas de agua, o aerosoles.

Por supuesto que con toda seguridad hay otros factores que aún escapan. Por ejemplo, todavía no se ha estudiado extensamente la influencia estacional en nuestra buena forma inmunitaria, aunque algún estudio apunta a una posible mayor debilidad del organismo frente al virus de la gripe durante el invierno.

Lo único seguro es que la gripe no falta a su cita anual. Estos días ya estamos leyendo en los medios que el virus está multiplicando su incidencia en febrero, el mes favorito de los brotes de cada año. Si diciembre trae la Navidad y enero los Reyes Magos, febrero nos trae la gripe.