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¿Nos dará una tregua el coronavirus en verano?

La asociación entre el invierno y las infecciones respiratorias es quizá una de las más viejas intuiciones de un factor de riesgo de contagio en la historia de la humanidad. Una de las correctas, porque también se pensaba que las acacias amarillas desprendían un mal aire, o malaria, cuando en realidad eran los mosquitos que criaban en las zonas húmedas donde crecían estos árboles. Pero en cuanto a resfriados y gripes, el clásico “vas a coger frío” de madres y abuelas ha resistido la prueba del tiempo.

Y pese a ello, ya en pleno siglo XXI, si la pregunta es ¿por qué en invierno cogemos más catarros o gripes?, la respuesta corta es: no se sabe. La estacionalidad de estas enfermedades es todavía uno de los grandes misterios de la ciencia.

Imagen de Andrés Dávila en Pixabay.

Imagen de Andrés Dávila en Pixabay.

No es que la ciencia no sepa nada al respecto, pero las explicaciones que hasta ahora han podido mostrarse, siendo probablemente parte de la respuesta, no son toda la respuesta. Y esta respuesta apremia más ahora, en plena pandemia del coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19, cuando en el hemisferio norte se acercan los meses calurosos.

Como ya hemos contado aquí, no parece haber nada que pueda eliminar eficazmente la expansión progresiva del nuevo coronavirus excepto la inmunidad, sea por infección o vacuna. Pero queda una pregunta pendiente: ¿nos dará al menos una tregua en verano? Para predecir qué puede ocurrir una vez que empiece a llegarnos el calor, podemos encontrar alguna pista en nuestros virus invernales por excelencia: catarros y gripe.

Hace años solía primar la explicación social para la estacionalidad de la gripe: en invierno tendemos a juntarnos más en espacios cerrados, reducidos y caldeados, compartiendo el mismo aire. Y desde luego, ahora, con la COVID-19, hemos aprendido por las malas cómo el distanciamiento social puede ayudar a no contagiarnos los unos a los otros.

Pero esta explicación nunca ha parecido suficiente. Al fin y al cabo, en nuestras sociedades, la mayor parte del tiempo que estamos despiertos lo pasamos trabajando, en los mismos espacios tanto en verano como en invierno, respirando el aire que recircula por los sistemas de ventilación de los centros de trabajo. Así que lo del contacto social más estrecho en invierno, aunque pueda contribuir, no basta.

Al menos desde los años 60, los investigadores se lanzaron a estudiar lo que parecía la clave del misterio: el comportamiento de los virus en distintas condiciones de temperatura y humedad. Algunos científicos descubrieron que los rinovirus, una de las familias causantes de los resfriados (hay más de 200 virus que pueden producir un catarro; quienes se preguntan por qué no hay vacuna, ahí tienen la respuesta), se reproducían mejor a temperaturas ligeramente más frescas, como la de las fosas nasales cuando se ventilan con el aire frío.

Con el tiempo, otros estudios más precisos han seguido indagando en la respuesta de los virus invernales al factor ambiental. Para la gripe, este es el resumen de lo que se sabe: el virus es más estable e infectivo en tiempo frío y seco, las condiciones típicas del invierno. En latitudes como las nuestras, las estaciones más húmedas son la primavera y el otoño, y a temperaturas más bajas el aire tiende a perder el vapor de agua por condensación.

Curiosamente, estas evidencias dan la razón a las madres y abuelas, y contradicen la hipótesis de los humanos muy juntos en espacios calentitos: si ciertos virus estacionales se encuentran más a gusto en el tiempo frío y seco del invierno, entonces realmente es cierto que vamos a “coger frío”: quizá donde más peligro corremos de contraer una gripe o un catarro sea en el exterior, no en los interiores.

El coronavirus de la COVID-19 es un virus de una clase distinta a las gripes, pero tiene con estas algunos rasgos en común. Uno de ellos es su envoltura lipídica: cada partícula viral nueva que se fabrica en la célula le arranca a esta un trocito de su membrana que le sirve al virus de envoltura externa. Esta cubierta de grasa se mantiene con la consistencia de un gel a temperaturas más bajas, pero con el calor se funde y deja al virus desprotegido. Joshua Zimmerberg, científico de los Institutos Nacionales de la Salud de EEUU que investigó este comportamiento de la cubierta del virus, lo comparaba con los M&Ms, que se funden en tu boca, no en tu mano: la envoltura del virus se funde en las vías respiratorias, lo que deja al virus listo para infectar. Pero si se funde en el ambiente exterior, el virus pierde su protección frente a las agresiones del medio como la luz UV del sol.

Basándose en lo que se conoce sobre los virus de la gripe, desde el principio de la epidemia del SARS-CoV-2 los científicos se han preguntado si algo similar ocurriría con este nuevo coronavirus, y han estudiado el efecto de la temperatura y la humedad en su capacidad de infectar. Hay varios estudios ya elaborados sobre esto, cuyos resultados se resumen en un nuevo informe de las Academias Nacionales de Ciencias, Ingeniería y Medicina de EEUU. Y la conclusión general es esta: el virus no es insensible al calor y a la humedad. La doble negación no es una simple filigrana retórica: no es lo mismo decir “estoy contento” que “no estoy descontento”. Hay un matiz. Por ejemplo, uno de los estudios descubre que este nuevo virus es algo más resistente al calor y a la humedad que la gripe o el coronavirus del SARS.

(Nota: por cierto, uno de estos estudios descubre un dato interesante. En el exterior de una mascarilla quirúrgica, después de 7 días sigue presente un 0,1% de la cantidad de virus infectivo que se depositó originalmente. Esto ilustra por qué las mascarillas no deben tocarse nunca por la parte de fuera y no pueden reutilizarse, sino que deben desecharse después de cada uso, y por qué pueden ser más peligrosas que no usarlas si no se siguen estas instrucciones).

Otra manera indirecta de estudiar estos efectos es comprobar cómo el virus ha atacado hasta ahora en regiones de climas diferentes. Es evidente que en zonas de clima más tropical como el sur de China o Singapur sí se han producido contagios. Pero ¿en menor medida que en áreas más frías? Esto es lo que concluye el informe:

Hay algunas evidencias de que el SARS-CoV-2 puede transmitirse con menos eficiencia en ambientes con mayor temperatura y humedad; sin embargo, dada la falta de inmunidad global, esta reducción de la eficiencia de la transmisión puede no llevar a una reducción significativa de la expansión de la enfermedad sin la adopción concomitante de importantes intervenciones de salud  pública. Aún más, los otros coronavirus que causan enfermedades humanas potencialmente graves, como los del SARS y el MERS, no han demostrado evidencias de estacionalidad cuando han surgido.

La conclusión de todo lo anterior es que, con los estudios que existen hasta ahora, y a falta de más investigaciones, sería una sorpresa que el virus desapareciera por sí solo en verano como lo hace la gripe. Es posible que el buen tiempo contribuya a que haya menos contagios, pero uno de los estudios señalaba que en las regiones más cálidas de China la tasa de reproducción del virus (número de personas a las que infecta cada contagiado como promedio) aún estaba cerca de 2, lo que todavía sostendría un crecimiento exponencial de la epidemia. Es posible que en pleno verano el virus tampoco se comporte igual en regiones cálidas y húmedas que, por ejemplo, en un páramo manchego. En el fondo, lo único cierto es que no hay nada cierto.

De hecho, si todo lo anterior puede dar una idea de cierta lógica y coherencia sobre el comportamiento de las infecciones estacionales, en realidad resulta que es aún mucho más complicado. Digamos que el tiempo húmedo debilita al virus de la gripe. Bien. Pero al mismo tiempo, ciertos estudios han descubierto que las gotitas en las que viaja el virus se secan más fácilmente con clima seco, por lo que una mayor humedad debería favorecer la infección, y no al revés. Por otra parte, en ciertas regiones tropicales, donde la gripe tiene un ritmo más uniforme a lo largo del año, resulta que a veces se observan picos epidémicos en las estaciones de lluvias, cuando el tiempo es más húmedo. ¿Cómo cuadra todo esto?

¿He dicho ya que la estacionalidad de estas enfermedades es uno de los grandes misterios de la ciencia?

Pero aparte de todo lo anterior, hay un factor más, uno que no se revela en ninguno de los estudios sobre el comportamiento del virus en distintas condiciones ambientales. Y es que, si una enfermedad infecciosa se compone de dos partes, un virus y un organismo humano, estos estudios están dando por hecho que el segundo no tiene nada que decir al respecto y se comporta siempre igual, en invierno o en verano, en el páramo manchego o en esos veranos de Levante en los que las toallas jamás llegan a secarse.

Y puede que no sea así. Puede que una de las claves de la estacionalidad de ciertos virus no esté solo en ellos, sino también en cómo respondemos nosotros a ellos. Mañana seguimos.

Por qué la vacuna de la gripe de este año funciona mal

Este mes se cumplen 100 años de la aparición de los primeros casos de la devastadora gripe de 1918, la que llegó a llamarse «gripe española» por un error de concepto en el que nadie suele reconocer un leve hálito de xenofobia. La explicación más común de este alias es que en noviembre de 1918, después de andar durante varios meses dando vueltas por otros países, la gripe comenzó a escalar en España, donde nuestros periódicos empezaron a contar la extensión de la epidemia que en otras naciones se había silenciado porque aún estaba vigente la censura informativa de la Primera Guerra Mundial.

Lo de la xenofobia es un tirón de orejas histórico; aunque hoy todos los expertos mundiales reconocen que la gripe no era de origen español, en su día se aceptó fácilmente un sobrenombre que cargaba las culpas en otro país. Pero hoy ya nadie llama a la sífilis el «mal francés». Y si la gripe de 1957 continúa figurando en muchas referencias como «gripe asiática», es porque, al fin y al cabo, surgió en Asia. La gripe de 1918 nació probablemente en EEUU o en China, pero es evidente que nadie va a llamarla «gripe estadounidense». Aún hoy, sigue apareciendo mayoritariamente como «gripe española» incluso en los estudios científicos, y es dudoso que esto vaya a cambiar.

En fin, es un detalle menor que tampoco exige una sobreactuación. Incluso dándole la vuelta al argumento y por una parte que me toca profesionalmente, siempre podemos interpretar el alias de «gripe española» como un éxito del periodismo y de la libertad de prensa en este país un siglo atrás.

El virus de la gripe al microscopio electrónico, en una imagen coloreada. Las proteínas H y N son los 'pinchos' en la cubierta. Imagen de Pixnio.

El virus de la gripe al microscopio electrónico, en una imagen coloreada. Las proteínas H y N son los ‘pinchos’ en la cubierta. Imagen de Pixnio.

Lo destacable en estas fechas es que el aniversario de la pandemia que se llevó por delante —según las estimaciones científicas más usuales— entre 40 y 50 millones de vidas, la mayoría de ellas durante el otoño de 1918, nos llega precisamente cuando la vacuna de la gripe de esta temporada se ha revelado mayoritariamente ineficaz. Hoy vengo a explicarles por qué, y por qué es muy difícil evitar que esto vuelva a ocurrir.

Cuando hablamos de gripe en realidad estamos refiriéndonos a un conjunto de virus muy amplio. Por si a alguien interesa, lo conté con más detalle aquí, pero les hago un resumen sencillo: el nombre de gripe es solo una categoría taxonómica nacida de los criterios utilizados por los virólogos para nombrar los tipos de virus, del mismo modo que a todas las razas de perros las llamamos «perros» mientras que a un pariente muy próximo lo llamamos lobo.

En realidad estas distinciones no son caprichosas, sino que responden a ciertos criterios biológicos y evolutivos. Pero lo que es útil para la biología puede dar lugar a confusiones cuando se aplica a la medicina, porque en realidad estamos metiendo en el cajón de gripe varias cosas muy diferentes que podríamos diferenciar por el nombre, pero que solo diferenciamos por el apellido: gripe A, gripe B, gripe C y gripe D. La D es un nuevo virus reconocido oficialmente en junio de 2016 y que solo afecta al ganado. También podemos dejar fuera la gripe C, que hasta ahora no ha sido gran motivo de preocupación sanitaria. Nos quedamos con las dos importantes, la A y la B.

Pero dentro de estas existen además varios subtipos que son ligeramente diferentes en dos moléculas clave para la infección, denominadas hemaglutinina (H) y neuraminidasa (N). Por ejemplo, en la gripe A existen 18 formas distintas de H, denominadas de H1 a H18, y 11 de N, de N1 a N11. Así, existen diferentes gripes A, por ejemplo H1N1, H5N3, H5N8, H3N2… En cuanto a la gripe B, suelen circular dos tipos distintos que se conocen como Yamagata y Victoria.

Ahora, para complicarlo aún más: también existen diferentes subsubtipos o cepas de, por ejemplo, gripe A H1N1. La gripe de 1918 era A H1N1, pero era diferente a la A H1N1 de la pandemia de 2009 (entonces conocida como gripe porcina), la cual a su vez era diferente a la A H1N1 estacional que circulaba por entonces y a la cual llegó a reemplazar. Toda esta variabilidad se debe a que el virus de la gripe tiene una gran facilidad para mutar, dando lugar a nuevas cepas que ocasionalmente ganan a otras competidoras en su lucha por conquistar a sus víctimas, humanas o de otras especies.

De todo esto ya habrán imaginado que cada año lo que conocemos como gripe estacional es en realidad un pequeño zoológico compuesto por varias de estas diferentes criaturas, aunque suelen predominar tres: una gripe A H1N1, una gripe A H3N2, y un tipo de gripe B. Dos veces al año la Organización Mundial de la Salud revisa la información proporcionada por los centros nacionales de más de 100 países para decidir qué tipos se incluirán en la vacuna de la próxima estación respectivamente para cada hemisferio, en febrero para la próxima temporada de invierno en el norte y en septiembre para la del sur. Las vacunas suelen ser trivalentes, contra las H1N1, H3N2 y B más extendidas, o tetravalentes, cubriendo los dos tipos de B. Pero nadie tiene una bola de cristal, y por tanto la vacuna de cada año es una apuesta, que puede acertar o fallar.

Pero el problema principal de este año no ha sido que la previsión haya fallado, sino algo aún más intrincado. Seguramente habrán escuchado que el fracaso de la vacuna se debe a que el virus ha mutado. Es cierto, pero con una matización importante: la mayor parte del problema se debe no a que haya mutado el virus que se está transmitiendo en la calle, sino el que se ha empleado para elaborar la vacuna.

La gran mayoría de las vacunas contra la gripe se elaboran en huevos de gallina mondos y lirondos. La vacuna es un caldo de virus inactivado que no provoca infección, pero que dispara la respuesta protectora preventiva de nuestro sistema inmunitario. Para disponer de suficiente cantidad de virus que luego se inactiva, es necesario hacerlo crecer en algún hospedador, y el huevo es una incubadora natural perfecta y barata.

Inyectando huevos con virus de la gripe para la producción de vacunas. Imagen de FDA.

Inyectando huevos con virus de la gripe para la producción de vacunas. Imagen de FDA.

Para que el virus crezca en el huevo, tiene que adaptarse a ese nuevo hospedador. Normalmente esto se produce sin que las variaciones afecten a nada fundamental. Pero cuando los fabricantes de vacunas inyectaron huevos con la gripe A H3N2 actual para producir la vacuna del año pasado, en la temporada 2016-17, lo que sucedió fue que el virus mutó para adaptarse al ambiente del pollo de una manera que sí afecta a la respuesta inmunitaria. Como consecuencia, la reacción del sistema inmune de las personas vacunadas no es tan buena contra el H3N2 que se está propagando en la calle; aunque existe algo de reacción cruzada, la vacuna no cumple su función: en la temporada pasada, su efectividad contra el H3N2 estacional se estimó en un 34%.

Para este año se ha cambiado la cepa H1N1 empleada para las vacunas, pero este tipo es minoritario en la temporada actual. En cambio, se ha mantenido la misma H3N2 que el año pasado. La eficacia de la vacuna ahora es aún peor, bajando a entre un 10 y un 20% para H3N2. Según los expertos, a la mutación en el pollo se une que el H3N2 también está variando en la población humana; pero además hay otro factor adicional, y es que ha crecido la extensión de la gripe B Yamagata, que solo está cubierta por la vacuna tetravalente. La gripe B suele ser menos contagiosa que la A, pero sus síntomas son los mismos.

Lo peor es que el problema tiene difícil solución. La gran mayoría de la infraestructura de producción de vacunas está preparada para utilizar el huevo como incubadora del virus. Solo en personas alérgicas se emplean vacunas elaboradas en sistemas celulares de insectos o mamíferos. También existen las llamadas vacunas recombinantes, que no se basan en crecer el virus en un sistema vivo para después inactivarlo, sino que directamente fabrican solo las moléculas similares a las del virus que por sí solas pueden disparar la reacción inmunitaria. Pero tanto las vacunas basadas en células como las recombinantes son más costosas y laboriosas de producir.

Por suerte, hay otra posible solución que podría llegar en unos pocos años, y que les contaré mañana. Pero hoy quiero terminar subrayando lo evidente: incluso con vacunas deficientes como la de este año, para los grupos con mayor riesgo alguna protección es mejor que ninguna protección. La gripe mata cada año a miles de personas, e incluso una vacuna poco eficaz puede lograr que el curso de la enfermedad sea más benigno. Por último, una parte de la efectividad de las vacunas en el mundo real se basa en la llamada inmunidad grupal: cuanta más gente se vacuna, menor es la carga de virus que circula por ahí amenazando a los más débiles.