Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Fractura y temor ante una misa en Kenia

Ayer, el campo de desplazados de Karicho se encontraba abarrotado de personas que, tras haber sido expulsadas de sus casas, malvivían bajo techos de plástico. Hoy, el lugar se encuentra desierto, en silencio.

Apenas quedan algunas familias que empacan rápidamente sus cosas y que han buscado protección en el jardín de la Anglican Church of Karicho, una iglesia vecina.

La razón de esta estampida humana, que en menos de veinticuatro horas ha transformado nuevamente la fisonomía del parque Moi, es la misa que esta mañana los kalenjin celebran en el otro extremo de la ciudad en honor de uno de los dos parlamentarios asesinados durante las últimas semanas: David Kimutai Too.

Reencuentro con la familia de Isack

Entre quienes aún no se han ido del campo de desplazados de Karicho encuentro a Isack Nidchu. Intento preguntarle qué está ocurriendo. Se disculpa, angustiado, mientras corre entre sus pertenencias y las coloca sobre una carretilla. “Ya ayer hablé contigo, hoy no puedo, nos tenemos que ir, perdóname”, me dice.

Saúl, el amigo y conductor que me lleva de un lado a otro en esta parte del país, al ver su desesperación, comienza a ayudarlo. Cargan cajas de metal en una carretilla. “Aquí tengo las cosas de cuando estudié ingeniería”, me explica Isack.

Los kikuyus y luhya que poblaban el parque Moi están huyendo rápidamente porque temen que el homenaje póstumo al parlamentario, que murió víctima de un crimen pasional, y no de la violencia que sacudió a Kenia durante el último mes, despierte otra vez la rabia de los kalenjin y se produzcan nuevas matanzas.

Paradójicamente, el acto que para unos es una razón de congoja, para los otros lo es de temor. El dolor y la rabia que se pueden transformar en violencia.

Recuperar las tierras ancestrales

A lo largo de la noche, la familia de Isack ha llevado las cosas hasta la puerta de la iglesia. Ahora todos, niños y adultos, se afanan en subirlas al camión que los aguarda a un costado de la carretera. La mujer de Isack pasa corriendo a mi lado.

Al poco tiempo de la erupción de la violencia en esta parte del mundo como consecuencia de las elecciones que Mwai Kibaki manipuló usando su poder como presidente sobre la comisión electoral, los kalenjin de la ciudad de Karicho comenzaron a echar a sus vecinos a machetazos, quemando sus casas, matando a los que se rezagaban en el camino.

Los kalenjin, que están al margen de la disputa electoral entre lúos y kikuyus, lo que reclaman es que se les devuelvan sus tierras ancestrales, que les fueron expoliadas por los británicos y que los distintos gobiernos democráticos aún no les han devuelto. En su lugar, llevaron a “inmigrantes” kikuyus.

La presión demográfica, la ausencia de terrenos para cultivar, es otra de las razones de la violencia en Kenia. Las fallidas elecciones abrieron viejas heridas.

Simon, otro de los hijos de Isack, también ayuda a sus padres. Ayer jugaba, manchado de tierra, entre las tiendas junto a sus hermanos y amigos. Hoy se ha puesto su mejor traje. Y como el resto de su familia, corre hacia ese camión que promete llevarlos a tierras más seguras.

En la misa me encuentro con dos periodistas de la agencia AP. La palabra en kiswahili que el cura repite una y otra vez, “amina” (paz), nos alienta a pensar que después del acto no habrá otro derramamiento de sangre, que las miles de personas que aquí se han congregado no saldrán a buscar nuevamente la justicia con sus manos. De todos modos, antes de que termine, volvemos al campo de desplazados.

Los que no se han podido marchar

Ya Isack y los suyos han partido hacia Nakuru, ciudad del Valle del Rift, de mayoría kikuyu, en la que los esperan sus parientes. Pero aún quedan decenas de personas. El Ejército, para mi sorpresa, se ha marchado.

Oscar, un hombre que permanece en la carretera junto a su madre, sus dos hijos y las pocas pertenencias que logró rescatar, me llama.

“Míralos”, me dice señalando a un grupo de jóvenes kalenjin que camina por la acera opuesta al parque. “Llevan toda la mañana amenazándonos. Y no tenemos cómo irnos, ya todos los camiones se han ido. No tengo dinero, mi hijo está enfermo. Necesitamos ayuda”.

Continúa…

La secta mungiki decapita a sus adversarios en Kenia

Aprovecho la terrible situación de violencia tribal en Kenia, que tiene como principales protagonistas a los kikuyus y a los luo, para seguir escribiendo sobre los muginki, organización que se hizo famosa por decapitar a sus oponentes, beberse su sangre, y desmembrar a niños.

Tema esquivo y complejo el de las sectas secretas africanas, acerca del cual, siempre que desembarco en Nairobi, mi base en el continente, intento conseguir nueva información.

Como comentaba ayer, Hezekiah Ndura Waruinge, uno de los fundadores del grupo, afirma que surgieron en los años ochenta en forma de milicia popular, o escuadrones de la muerte, para proteger a los agricultores kikuyus en sus disputas territoriales con los masai y contra el gobierno de los kalenjin.

Dice que tomaron su modelo de organización de los guerrilleros mau mau, que lucharon contra el brutal poder colonial británico (sobre este periódico histórico os recomiendo el magnífico libro El mundo incierto de Vikram Lall).

En los años noventa, con el beneplácito del presidente Daniel arap Moi, los mungiki se trasladaron a Nairobi, donde se hicieron cargo por la fuerza del negocio de los matatu (minibuses) que como bólidos recorren la ciudad.

Se organizaron en células de 50 integrantes divididas a su vez en cinco patrullas. Y poco a poco, con el apoyo de políticos locales, se fueron haciendo cargo de otros negocios: la recogida de basura, la venta informal, la construcción ilegal.

En defensa de los «valores africanos»

Un rasgo que caracteriza a muchos de los miembros de la organización, en su mayor parte jóvenes kikuyus sin empleo, es que llevan el pelo a lo rasta. En teoría, su ideario se base en la defensa de los valores africanos y el desdén por toda influencia occidental, incluido el cristianismo. En las zonas bajo su control militan activamente a favor de la mutilación genital femenina, práctica prohibida por ley en Kenia y que se dejó de aplicar entre los kikuyus como consecuencia de la influencia de los misioneros occidentales.

En un artículo publicado en junio del 2007 por el New York Times, la encargada del distrito norte de Nairobi, Charity Bokindo, señala que va armada y lleva guardias de seguridad porque los mungiki la amenazaron con circuncidarla.

Los rituales de iniciación de los mungiki tienen lugar durante la noche, e incluyen el sacrificio de una cabra y la mezcla de su sangre con un brebaje de raíces silvestres que es bebido por todos. El hermetismo que rodea al grupo, y la violencia extrema de sus crímenes, le han hecho ganarse el calificativo de secta.

Según afirma Isabel Coello, corresponsal durante años de la agencia EFE en la región, los mungiki podrían contar con cuatro millones de seguidores, aunque la cifra que manejan las autoridades es de 500 mil integrantes.

Una organización criminal

Lo cierto es que más allá de sus supuestos “ideales africanistas”, y de la brutalidad inexplicable de sus crímenes, esta organización kikuyu actúa ante todo como un grupo criminal en toda regla. En Mathare, el segundo barrio de chabolas más grande de Nairobi, donde tienen su base de operaciones, empezaron a recolectar impuestos por el agua y la luz como si fuera la mafia siciliana. Hecho este que le valió la confrontación con los vecinos, que se organizaron en un grupo conocido como los Talibán (sin relación alguna con el islamismo).

También dominan el negocio de la venta de alcohol ilegal conocido como changaá, que en tantos casos a provocando ceguera a quienes lo beben (y que es más fuerte que el buzaá que bebo en el primer vídeo de Un día más con vida). Todo este entramado mafioso ha hecho que sus líderes amasaran verdaderas fortunas.

Pero su influencia además se extiende a ciertas zonas periféricas, donde aterrorizan a la población, y mantiene su poder a través de asesinatos horrendos. No es poca la gente que en Kenia cree que los mungiki cuentan con el apoyo de algunos políticos, ya que constituyen una importante fuerza de choque. Un apoyo que jugaría en contra a la hora de tratar de desarticular al grupo.

Guerra abierta y miles de muertos

En el año 2002, más de cincuenta personas murieron en enfrentamientos entre los conductores de matatus y los mungiki. Fue entonces cuando la justicia declaró ilegal a la organización. Entre los crímenes que se le achacan, está el asesinato de una familia estadounidense: Jane Kurua y sus dos hijas, que está siendo investigado por el FBI.

A lo largo del 2007 la violencia se ha recrudecido. Según el Washington Post, panfletos de los mungiki llamando a la gente a levantarse contra el poder y a recuperar los valores morales de antaño fueron repartidos por Nairobi.

Se cree que formaba parte de una estrategia de los mungiki para caldear el ambiente antes de las elecciones, ya que el candidato luo Raila Odinga era el favorito para ganar. En junio de 2007, en los distritos de Muranga y Kiambu, a unos cincuenta kilómetros a Nairobi, seis personas fueron decapitadas por los mungiki.

Organizaciones de derechos humanos como Aministía Internacional denuncian las matanzas indiscriminadas de la policía en su lucha contra los mungiki. En noviembre de 2007, la ONG Oscar Foundation Free Legal Aid Clinic-Kenya señaló que ocho mil personas habían sido asesinadas en cinco años, y que otras cuatro mil habían desaparecido.

Un drama africano

Ahora que la violencia tribal se ha apoderado de Kenia, algunos periódicos como el Herald Tribune han informado que los mungiki están encabezando a la respuesta contra los luo, que han matado a centenares de personas en los últimos días.

Aunque invisibles para el ojo del viajero occidental que llega a Kenia, país próspero como pocos en la región, para hacer el safari de rigor en Masai Mara, lo cierto es que las sociedades secretas como los mungiki tienen una larga historia en África, y hablan de la pobreza, la frustración, el tribalismo, la falta de educación y las oscuras tramas de poder político y corrupción que asolan al continente.