Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Desembarco en la tensa calma de Nairobi

El aeropuerto de Heathrow parece haber estado haciendo méritos últimamente para salir de ese Tercer Mundo caótico y poco agradable en el que llevaba ya casi dos años sumergidos.

Han cambiado parte de las señales, que ahora son de color burdeos, y han terminado con la absurda política de una maleta por pasajero que tantos contratiempos creaba.

Sólo falta que vuelvan los carritos de toda la vida para que el mayor de los aeropuertos ingleses regrese a la normalidad y deje de ser un lugar de paso hostil, que no pocos viajeros intentan evitar.

En la terminal Cuatro encuentro el habitual panorama de coloridos trajes africanos, turbantes, saris. Escucho frases en bengalí, en swahili, en árabe, de quienes esperan a tomar los vuelos que desde aquí parten hacia las latitudes más recónditas.

La versión de bolsillo de Blood River me llama desde los aparadores de la librería H.W. Smith. Su autor, Tim Butcher, fue durante años el corresponsal del Daily Telegraph en África, aunque ahora está afincado en Jerusalén.

Un libro fascinante, elogiado por John Simpson, William Boyd y John Lecarré. Este último escribió que se trata de una “obra maestra”. Como coincido plenamente con la valoración, me tiento y lo compro para releerlo durante el viaje.

Un avión sin pasajeros

Los vuelos van vacíos y vuelven llenos”, me dice el sobrecargo de British Airways señalando con la mano a su alrededor. Y no miente: la mayoría de los asientos están desocupados, por lo que cojo tres para mí.

Una mala señal para la economía de Kenia, que vive en parte de los turistas que viajan para internarse en Masai Mara o para descansar en las playas de Mombasa. Un duro revés para el que era hasta hace un mes el país más próspero, estable y prometedor del África Oriental.

Como, duermo, leo. Sucesivamente. A golpe de las corrientes de aire que sacuden a la aeronave y que nos obligan a abrocharnos en cinturón de seguridad. Recorro las páginas de Blood River, que espero que algún editor publique en castellano.

Su autor, Tim Butcher, que hace un par de años se jugó la vida al repetir el trayecto que el periodista galés Henry Stanley – que paso a la fama por su frase: “Doctor Livingstone, supongo” – realizó a finales del siglo XIX para cartografiar el trazado del río Congo, explica a la perfección la realidad de este vasto país en el que cinco millones de personas han perdido la vida a lo largo de la última década y en que aún hoy mueren 45 mil al mes.

Muestra el cáncer que ha sido para la República Democrática del Congo la presencia de cobre, oro y coltán en sus tierras. Enseña la corrupción e ineficiencia de sus gobernantes, desde el sátrapa Mobutu Sese Seko, apoyado por Washington, hasta Laurent Kabila.

Describe la multitud de grupos armados como los mai mai, con sus niños soldados y sus violaciones sistemáticas como arma de guerra, y la nefasta influencita militar que Ruanda, el pequeño país gobernado por los tutsis, ejerce sobre la vasta, compleja e impenetrable ex colonia belga.

El odio tribal en segundo plano

Repaso algunos artículos sobre la situación de Kenia desde las elecciones del 27 de diciembre. Los reportes diarios de seguridad de la Embajada de EEUU.

Un exhaustivo análisis del Council on Foreign Relations señala que la violencia que hasta el momento ha causado 900 muertos, no responde tanto odios tribales, como a la rabia acumulada ante la corrupción, la mala gestión del Estado, la injusta distribución de la riqueza y la miseria.

Kenia ha sido reconocida como la cuna de la humanidad. Gracias a las excavaciones arqueológicas de la familia Leakey, se descubrió que del lago Turkana y el Valle del Rift salieron hace dos millones de años los primeros seres humanos que migraron hacia el resto del planeta.

Pero Kenia ha sido también un lugar de paso de flujos migratorios. En su territorio se hablan las principales lenguas africanas, incluso hay representantes del khoisan, la lengua con chasquidos hablada por los xhosas, a los que pertenece Mandela, y los bosquimanos en Sudáfrica.

Esto hace que Kenia sea un lugar diverso, formado por 42 grupos tribales y étnicos, en el que no ha habido una dualidad tribal como en la Ruanda de la que habla Butcher.

Según un estudio del año 2003 del Afrobarómetro, el 70% de los habitantes del país preferiría ser keniano antes que pertenecer a una tribu en caso de tener que elegir (el 28% de la población se considera keniana a secas).

La miseria y el “kitu kidogo”

Con respecto a la pobreza, Kenia es uno de los lugares del mundo con mayores diferencias entre ricos y pobres: ocupa el puesto número 148 de los 177 países estudiados por Naciones Unidas en 2007.

En lo referido a la corrupción, se sitúa en el puesto número 150 de los 180 estados evaluados por Transparency International. El pago de sobornos, que se duplicó en 2006, y que a los que llaman aquí en swahili “kitu kidogo” (algo pequeño), están a la orden del día en todos los niveles de la sociedad.

Lo que también tiene Kenia, y serviría asimismo para explicar el brote violencia, es un sistema sumamente centralizado y presidencialista, en el que el parlamento no es más que un elemento ornamental.

Es el presidente de turno el que elige a los jueces, el que controla las comisiones electorales y los presupuestos federales, el que puede disolver al parlamento. Por eso ganar las elecciones resulta tan importante. Es todo o nada para la oposición.

Y los presidentes han usado el poder para beneficiar a su propia tribu, principalmente a los kikuyus, que constituyen el 22% de la población. Según Bloomberg, las cabezas de la Bolsa, del Banco Central y de la Compañía Estatal de Energía Eléctrica, son kikuyus.

Dentro de las prácticas tribales, los candidatos también arman y financian a grupos de jóvenes leales como fuerza de choque, lo que explicaría la violencia desatada en cada una de las elecciones anteriores: 1992, 1997 y 2002.

En un artículo aparecido hoy en La Nación, escrito por Luis Rosales, un buen amigo que trabajó como asesor para el candidato opositor Raila Odinga durante la campaña, señala sin lugar a dudas que las elecciones fueron “robadas” por el actual presidente, Mwai Kibaki.

Kibaki podría haber usado su poder, del que goza desde que ganó en 2002, para presionar a la comisión electoral a que lo declarara vencedor a pesar de que Raila Odinga tenía más votos.

Y ahí empezó todo. Los lúo, que esperaban que Odinga cambiara la ecuación de poder para poder así huir de la miseria opresiva e irrespirable de barrios como Kibera, tomaron los machetes y salieron a vengarse de los kikuyus de Kibaki.

Tierra quemada

En la pantalla del avión observo que estamos sobrevolando Juba, en el sur de Sudán, donde comencé a escribir este blog en junio de 2006. Un rato más tarde, me asomo por la ventanilla y descubro en medio de la noche un vasto y lóbrego territorio en el que resplandecen diversos incendios.

De la reunión del viernes entre Kofi Annan, Mwai Kibaki y Raila Odinga, salió el compromiso de terminar con los enfrentamientos en quince días. Nairobi ha pasado los últimos días en paz, pero las muertes se han sucedido en el Valle del Rift.

Me pregunto si esos fuegos que veo desde las ventanillas serán de las casas de kikuyus, lúos, kalenjins, quemadas por sus adversarios en Eldoret, en Nakura, para sumar así más desplazados a los 300 mil que han tenido que dejarlo todo y partir en busca de refugio.

Le transmito mi duda al sobrecargo. Lo único que me responde es que no le hace gracia tener que pasar la noche en Nairobi, que si fuera por él se volvería inmediatamente a Londres.

La versión del conductor

Me viene a buscar un coche al aeropuerto Jommo Kenyatta. La conversación que mantengo con Kenneth, el conductor, me sirve para comprender mejor la situación que cualquier artículo o informe que haya podido encontrar.

“La noche de las elecciones nos fuimos a dormir pensando que había ganado Raila Odinga. Todo el mundo lo creía así. La gente había votado por él. Por eso, cuando al día siguiente nos levantamos y vimos que Kibaki se había proclamado vencedor, que un millón de votos a su favor había salido de ninguna parte, pasó lo que pasó”.

“Para peor, los kikuyus habían salido a celebrar, y eso le pareció un insulto a los que sentían que les habían robado las elecciones”. -Pero ¿por qué reaccionaron con semejante violencia?

-Porque es una forma que tiene la gente para hacer notar su rabia por lo que les sucedió.

– ¿Y el odio tribal tuvo tanto que ver?

-Cuando las cosas van bien, aquí somos todos kenianos. Pero cuando hay problemas cada uno vuelve a su tribu.

– Entonces, ¿la culpa de todo sería de Kibaki?

– En Kenia siempre los presidentes han robado las elecciones. Moi lo hacía, pero no de esta manera tan descarada.

El 680, un tugurio desierto

En el mítico y desvencijado hotel 680 noto que apenas hay tres llaves en el panel de la recepción. El botones que me lleva la maleta dice que sólo han dejado un piso abierto, de los diez que tienen, ya que casi no ha quedado nadie por la violencia.

Al bajar al bar en busca de algo de comer, descubro que, si bien no hay turistas, siguen allí las prostitutas, tan tristes como siempre, más solas que nunca. “Mzungun, mzungu”, me dicen al verme pasar con la cena.

En el pasillo de la décima planta, el guardia de uniforme azul, y biblia en la mano, duerme en su silla. En la habitación la televisión no funciona, el ventilador hace un ruido infernal. De Internet, ni hablar. Las calles se encuentran en silencio, desiertas.

Preparo los números de teléfono de las entrevistas que mañana lunes comenzaré a hacer a primera hora. Cojo la magnífica obra de Tim Butcher y me tiro en la cama de esta mustia y desabrida habitación.

Resuenan en mí una de las últimas frases que me dijo Kenneth antes de despedirse: “Basta que un político diga una palabra para que haya otro baño de sangre”.