Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Los albores de un día en la miseria

Los primeros rayos del sol despuntan en el horizonte de techos de chapa de la barriada de Kliptown, en Soweto. El frío que nos ha tenido atenazados durante esta larga noche plagada de gritos, ladridos y sombras comienza a remitir lentamente.

Los nietos de la abuela Elizabeth se despiertan al alba. No sé si es para combatir la temperatura glacial de la breve estancia en la que duermen como pueden, abarrotados en el suelo, en las camas, pero lo cierto es que se levantan y comienzan a poner todo en orden. Doblan las sábanas. Guardan la ropa de dormir. Supongo que es también la única forma en que unas 25 personas pueden subsistir en un espacio tan reducido.

La abuela Elizabeth, primera en despertarse, última en irse a dormir, ya se encuentra barriendo el patio de la chabola. Lucha por librarse del polvo. Susurra una canción en swazi, la lengua de sus antepasados zulúes, al tiempo en que mece la escoba de un lado a otro. Después coge agua en una lata y riega las escuálidas plantas que tiene en una esquina.

Mientras la leche para el desayuno hierve en una anticuada cocina a carbón, llenando la chabola de humo, las jóvenes lavan los platos de la noche anterior en un cubo rebosante de agua amarillenta. Me llama la atención la actividad febril a la que todos los habitantes de esta chabola parecen entregarse durante las primeras horas del día. Deduzco, supongo, una vez más, que se trata de pequeños rituales a los que se entregan con pasión para negar la realidad, la cruel pobreza en la que están atrapados. Porque varias horas más tarde veré cómo van cayendo en una insoslayable apatía. Como si la verdad de la miseria y la exclusión terminase una vez más por imponerse.

Cuando la leche está lista, las adolescentes de la familia preparan platos de porridge que cada uno de los nietos come donde encuentra sitio. Algunos salen a desayunar al patio, bajo la cálida luz de un sol resplandeciente y generoso que avanza indefectible hacia el cenit.

La abuela Elizabeth le da de beber la leche a la más joven de la familia: su biznieta Nozuko. Le acaricia tiernamente la cabeza. A pesar de la escasez de recursos, de la precariedad de su vida miserable, granny Elizabeth no pierde en momento alguno la templaza, la sonrisa incondicional, cálida.

Su espíritu de lucha y resistencia parece ser lo único que no naufraga a medida que las horas avanzan. Da la impresión de ser el único asidero para esta familia que se ha quedado en la nada como consecuencia de la miseria y el sida.

Una noche en la chabola de la abuela Elizabeth

Me obsesiono con la abuela Elizabeth. Una y otra vez le pido a Jerry que me conduzca por las calles de Soweto hasta la precaria vivienda de chapa, y apenas dos estancias, en la que esta maravillosa mujer, deslumbrante por sus gestos de amor, por su enteraza, subsiste junto a sus 22 nietos y bisnietos.

Llegamos al atardecer con comida que hemos comprado en el mercado para cenar. Dejamos el coche y caminamos por las estrechas callejuelas del barrio. La verdad es que recorrer a pie Kliptown, unos de los asentamientos de chabolas más míseros, peligrosos y postergados del distrito, con los equipos colgados del brazo no me causa demasiada gracia. Pero la compañía de Jerry, con sus casi dos metros de altura y sus contactos en esta comunidad, resulta en cierta medida tranquilizadora.

De todos modos, para no llamar demasiado la atención, intentamos encender las linternas el tiempo justo que nos permita vislumbrar el camino y luego las apagamos. Desde que he llegado a Johannesburgo la gente – especialmente los amigos blancos que viven en las zonas ricas como Sandton – no ha dejado de contarme historias de secuestros, violaciones, robos y asesinatos. Y es cierto que se trata de unos de los países más violentos del mundo, desgarrado por el choque entre clases sociales, por el lastre de décadas de apartheid. Pero también debo confesar que, hasta el momento, la gente en la zonas más postergadas no ha hecho más que recibirnos con generosidad y calidez.

Casas que parecen a punto desmoronarse, construidas con trozos de chapa, de cartones, de madera. Restos de coches herrumbrosos, varados, junto a los desagües hediondos que corren por la tierra. El olor a orines y excrementos que se mezcla con el aroma acre del carbón que se quema aquí y allí para preparar la cena, para combatir el frío. Cuando descubrimos, en medio de la penumbra, la mísera caseta de la abuela Elizabeth respiro con alivio. Thande, uno de los nietos, nos recibe con una vela y su apolillado osito en las manos.

Cuentan con una batería de coche que a veces utilizan para encender un par de bombillas o para ver una vieja televisión en blanco y negro. Recargar la batería, que suele durar dos días, les cuesta 8 rands (0,87 €). Un lujo que hace tiempo que no se pueden dar.

El pollo al horno con patatas que hemos traído envuelto en un ejemplar del periódico The Star es todo un manjar para esta familia. Otro lujo que hace tiempo que han postergado. Su dieta diaria se basa en arroz y legumbres. Rápidamente los niños sacan platos y sirven la comida. Como no hay una mesa común, ni espacio para ella, cada uno cena donde puede.

A pesar del hacinamiento, del frío y la precariedad de casi todo en esta escueta vivienda, la conversación se anima. Los niños sonríen, hablan sin parar, mientras comen con las manos. Desde la calle llegan los ladridos de perros, los gritos de una pareja que discute violentamente. Esa realidad de Kliptown, desgarrada por el alcohol, la falta de horizontes y la miseria, que se cuela por las ventanas de cristales rotos como el gélido viento nocturno.

La abuela, preocupada por la seguridad de sus nietos, en especial de las niñas, ya que las violaciones están a la orden del día en esta barriada, les prohíbe alejarse demasiado cuando cae el sol. Una visita a la casa de esos vecinos que sí han tenido la suerte de poder cargar la batería y que encienden sus televisores. Una rápida caminata, vela en mano, hasta el solar que utilizan como baño.

Llega la hora de dormir. Guardan los platos, mañana los lavarán en la puerta de la casa. Observo los malabarismos que hacen para cambiarse en nuestra presencia, para encontrar lugar en las camas. Cuentan apenas con cinco lechos para veintidós personas. Es uno de los aspectos más jodidos de la pobreza, que complica hasta la desesperación los aspectos más nimios de la vida cotidiana de quienes la padecen. Sin luz, sin agua corriente, sin un cuarto de baño en condiciones, cada uno de esos gestos que para nosotros son tan simples para ellos se convierten en acciones complejas, extenuantes.

Antes de acostarse, bien abrigados, los nietos se acercan uno a uno a dar un beso a la abuela. Y ella, quizás contenta porque sus niños hoy han comido como dios manda, sonríe y los abraza. Una sonrisa que, a pesar de la miseria y la ausencia de casi todo, ilumina la casa, la inunda de un fulgor cálido y radiante.

Huérfanos del sida, una vida de ausencias y silencios

Cuando Milred se despierta todavía es de noche. Un poco somnolienta, distante de la realidad, enciende la lámpara de queroseno que siempre deja a un lado de la cama, se pone de pie, avanza lentamente hasta la esquina donde hay un cubo lleno de agua y se lava la cara frente a un espejo con la luna rota. Después extiende las sábanas, elige la ropa que se va a poner. Conmueven la meticulosidad de sus movimientos, el orden con el que mantiene sus pertenencias dentro de esta mísera chabola de paredes tapizadas de envases de cartón y suelo de cemento. Pero, ante todo, silenciosa, lóbrega, carente de compañía.

Más tarde, sobre una vieja estufa herrumbrosa se prepara el desayuno: un vaso de té y unos trozos de pan que sobraron del día anterior. Y, a las seis de la mañana, coge sus libros y, sin despedirse de nadie, cierra la puerta de la chabola con un aparatoso candado y parte rumbo a la escuela. Mientras camina por las callejuelas de su barrio, los rayos del sol comienzan a despuntar en el horizonte descubriendo el oscuro perfil de las casas de chapa y madera que pueblan Soweto.

Resulta desgarrador descubrir a una joven como Milred que, a los doce años de edad, no conoció a su padre y perdió a su madre y su hermana a causa del HIV. Una joven de sonrisa generosa y entrañable que debe valerse por sí misma para subsistir, para llenar los silencios y ausencias de su vida cotidiana.

Quizás lo peor de todo sea que la situación de Milred se repite a lo largo del continente africano. Doce millones de niños se han quedado huérfanos como consecuencia del sida. Muchos han sido acogidos por sus familiares directos. Pero otros están solos. Se levantan, se lavan la cara, se preparan el desayuno y siguen adelante a pesar de todo.

La danza de la muerte en Soweto

Avalon, el más grande de los cuatro cementerios de Soweto, presenta un aspecto caótico, desordenado. Las tumbas se suceden sin lógica alguna sobre la tierra rojiza. Es tal la cantidad de coches y autobuses que intentan ingresar, que frente a la entrada del campo santo se crea un multitudinario embotellamiento. Una vez que superan la puerta de acceso, los vehículos avanzan rápidamente entre las lápidas, en una suerte de alocada carrera, hacia el lugar donde serán enterrados los difuntos.

Jerry Marobjane, mi querido amigo y conductor, sostiene el volante con el abdomen mientras pasa los cambios con la mano derecha. El otro brazo lo perdió cuando luchaba para la organización La lanza de la nación, creada por Nelson Mandela para hacer frente al poder blanco. Una granada se lo arrancó de cuajo.

«Es el sida. Ya no hay lugar en los cementerios, no sabemos dónde poner a nuestros muertos», me explica Jerry. Los coches que maniobran bruscamente sobre el polvo me recuerdan a esos otros vehículos, en su mayoría BMW robados, que la noche anterior vimos también danzar sobre la tierra, aunque en otras circunstancias.

Se trataba de un concurso ilegal, en un centro comercial abandonado de Soweto, en el que los pilotos se dedicaban a hacer piruetas al tiempo en que la multitud fumaba y bebía en las gradas, moviendo los pies, meciendo las caderas, al ritmo de un hip hop ensordecedor, presa de una fervorosa ensoñación colectiva.

Cada vez que un coche se retiraba, varios jóvenes, sudados, pasados de copas, como todos los que estábamos allí, saltaban a la pista y bailaban ante los aplausos y gritos de los espectadores. La pasión de la vida que se despliega salvaje, irrefrenable, en este continente de extremos, pletórico de gratas sensaciones, de colores, de sonrisas, pero al mismo tiempo lóbrego, moribundo, enfermo.

Una vez que logramos superar la entrada del cementerio, Jerry también conduce a toda velocidad en busca del cortejo fúnebre que estamos acompañando. El cortejo fúnebre de Grace Madithopi, una joven de 27 años, madre soltera, que murió de sida hace unos días. Desde primera hora de la mañana hemos estado junto a los familiares, vecinos de Jerry, en este momento tan difícil, aunque no sin precedentes en Sudáfrica, donde más de 250 mil personas fallecen cada año a causa del VIH.

Dejamos el coche y caminamos. En todas partes parece haber grupos de personas que han venido a despedir a sus difuntos. Y los coches, como si una autopista pasase por el medio del cementerio, no se dejan de suceder. «Antes la gente rica, para evitar el atasco, traía a los muertos en helicópteros, pero el gobierno lo prohibió porque una persona falleció cuando la golpeó un ataúd», me dice Jerry.

Me siento un poco extraño caminando entre esas tumbas mal delineadas. Tengo miedo de pisar a algún difunto, así que me ciño a los pasos de Jerry, que parece saber por dónde avanza. Me sorprende encontrar botellas clavadas en la tierra, que son una forma de proveer al muerto del alimento necesario en su viaje al universo de los ancestros.

Llegamos a dónde están los vecinos de Jerry. «Robala ka khotso nare», dice el pastor, que quiere decir en sesotho, uno de los once idiomas oficiales que conviven en esta nación diversa como pocas: «descanse en paz». Llantos, exclamaciones de dolor, abrazos, y el ataúd que se pierde en la fosa.

La familia y los amigos de Grace se marchan. Le pido a Jerry que me de unos minutos más para sacar fotografías. Observo cómo los empleados del cementerio desarman rápidamente el arnés utilizado para bajar el féretro y lo colocan sobre el pozo que hay a su lado.

En cuestión de minutos, otro cortejo fúnebre, también multitudinario y sufriente, aparece de la nada. Los familiares bajan el ataúd de una camioneta. Y, una vez más, comienzan los llantos, los cánticos y las plegarias en esta interminable y polvorienta danza de la muerte.