Me obsesiono con la abuela Elizabeth. Una y otra vez le pido a Jerry que me conduzca por las calles de Soweto hasta la precaria vivienda de chapa, y apenas dos estancias, en la que esta maravillosa mujer, deslumbrante por sus gestos de amor, por su enteraza, subsiste junto a sus 22 nietos y bisnietos.
Llegamos al atardecer con comida que hemos comprado en el mercado para cenar. Dejamos el coche y caminamos por las estrechas callejuelas del barrio. La verdad es que recorrer a pie Kliptown, unos de los asentamientos de chabolas más míseros, peligrosos y postergados del distrito, con los equipos colgados del brazo no me causa demasiada gracia. Pero la compañía de Jerry, con sus casi dos metros de altura y sus contactos en esta comunidad, resulta en cierta medida tranquilizadora.
De todos modos, para no llamar demasiado la atención, intentamos encender las linternas el tiempo justo que nos permita vislumbrar el camino y luego las apagamos. Desde que he llegado a Johannesburgo la gente – especialmente los amigos blancos que viven en las zonas ricas como Sandton – no ha dejado de contarme historias de secuestros, violaciones, robos y asesinatos. Y es cierto que se trata de unos de los países más violentos del mundo, desgarrado por el choque entre clases sociales, por el lastre de décadas de apartheid. Pero también debo confesar que, hasta el momento, la gente en la zonas más postergadas no ha hecho más que recibirnos con generosidad y calidez.
Casas que parecen a punto desmoronarse, construidas con trozos de chapa, de cartones, de madera. Restos de coches herrumbrosos, varados, junto a los desagües hediondos que corren por la tierra. El olor a orines y excrementos que se mezcla con el aroma acre del carbón que se quema aquí y allí para preparar la cena, para combatir el frío. Cuando descubrimos, en medio de la penumbra, la mísera caseta de la abuela Elizabeth respiro con alivio. Thande, uno de los nietos, nos recibe con una vela y su apolillado osito en las manos.
Cuentan con una batería de coche que a veces utilizan para encender un par de bombillas o para ver una vieja televisión en blanco y negro. Recargar la batería, que suele durar dos días, les cuesta 8 rands (0,87 €). Un lujo que hace tiempo que no se pueden dar.
El pollo al horno con patatas que hemos traído envuelto en un ejemplar del periódico The Star es todo un manjar para esta familia. Otro lujo que hace tiempo que han postergado. Su dieta diaria se basa en arroz y legumbres. Rápidamente los niños sacan platos y sirven la comida. Como no hay una mesa común, ni espacio para ella, cada uno cena donde puede.
A pesar del hacinamiento, del frío y la precariedad de casi todo en esta escueta vivienda, la conversación se anima. Los niños sonríen, hablan sin parar, mientras comen con las manos. Desde la calle llegan los ladridos de perros, los gritos de una pareja que discute violentamente. Esa realidad de Kliptown, desgarrada por el alcohol, la falta de horizontes y la miseria, que se cuela por las ventanas de cristales rotos como el gélido viento nocturno.
La abuela, preocupada por la seguridad de sus nietos, en especial de las niñas, ya que las violaciones están a la orden del día en esta barriada, les prohíbe alejarse demasiado cuando cae el sol. Una visita a la casa de esos vecinos que sí han tenido la suerte de poder cargar la batería y que encienden sus televisores. Una rápida caminata, vela en mano, hasta el solar que utilizan como baño.
Llega la hora de dormir. Guardan los platos, mañana los lavarán en la puerta de la casa. Observo los malabarismos que hacen para cambiarse en nuestra presencia, para encontrar lugar en las camas. Cuentan apenas con cinco lechos para veintidós personas. Es uno de los aspectos más jodidos de la pobreza, que complica hasta la desesperación los aspectos más nimios de la vida cotidiana de quienes la padecen. Sin luz, sin agua corriente, sin un cuarto de baño en condiciones, cada uno de esos gestos que para nosotros son tan simples para ellos se convierten en acciones complejas, extenuantes.
Antes de acostarse, bien abrigados, los nietos se acercan uno a uno a dar un beso a la abuela. Y ella, quizás contenta porque sus niños hoy han comido como dios manda, sonríe y los abraza. Una sonrisa que, a pesar de la miseria y la ausencia de casi todo, ilumina la casa, la inunda de un fulgor cálido y radiante.