Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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En Brasil mueren más personas al día por la violencia que en Irak y Colombia

Me encuentro con Rubem Cesar, director de la ONG Viva Rio, que lleva años luchando para tratar de frenar la violencia en Brasil.

Los datos que me pasa, de un informe parlamentario sobre el tráfico de armas y sus consecuencias, con fecha 27 de noviembre de 2006, son terroríficos: «En Brasil muere una media de 100 personas al día, lo que convierte al país en el campeón mundial en número absoluto de muertes de esta naturaleza, superando a países en conflicto como Irak, Israel/Palestina y Colombia«. *

La falta de control y sobredimensión del mercado de las armas tiene una relación directa con la violencia. En Brasil hay 17 millones de armas, de las que el 90% están en manos de civiles. El 50% de estas son ilícitas, osea, que no están registradas. Se calcula que los delincuentes en Brasil manejan un volumen de cuatro millones de armas.

Sin embargo, la mayor parte de las armas en poder de los criminales partieron de tiendas autorizadas a su venta (el 68% de las incautadas por las fuerzas de seguridad).

También se descubrió que un porcentaje importante de este armamento pertenecía originalmente a la policía, por lo que cabe deducir que algunos de sus integrantes venden armas a los criminales. Los bajos salarios son, sin dudas, un aliciente, así como el derecho que tiene un policía brasilero a comprar hasta dos armas nuevas en dos años.

«Todas las armas son legales en su origen, pero en algún momento, en algún lugar del camino, se desvían y terminan en las manos equivocadas», me explica Rubem. «Lo que intentamos investigar es en qué parte de recorrido se desvían para saber quién es responsable y para cerrar las puertas que comunican al mundo legal con el ilegal».

Brasil es uno de los principales productores de armas del mundo. Según Rubem, lo que hacían algunas empresas en los años noventa era vender, en teoría, armamento a Paraguay, para conseguir así los certificados, aunque luego los productos terminaban en el mercado interno brasilero.

Entre las armas incautadas por la policía también hay de fabricación extranjera, lo que llevó a las autoridades brasileras a pedir información a las empresas y gobiernos productores para tratar de saber también en qué momento pasaron a la ilegalidad. Ni el ejecutivo español ni sus compañías dieron respuesta alguna. Sí lo hizo EEUU.

* Comissao Parlamentar de Inquerito sobre Organizacoes Criminosas do Tráfico de Armas. Camara dos Deputados. Deputado Raul Jungmann. Brasília, 27 de novembro de 2006

Ciudadanía digital: la informática como instrumento de paz en las favelas

Durante años tuve deseos de conocer a Rodrigo Baggio. Descubrí su obra a través de diversos artículos y de sus apariciones en la CNN. Sabía que era la persona perfecta para la serie de reportajes que cada domingo publicaba en la Voz de Galicia bajo el título “Gente que cambia el mundo”, antes de pasar a formar parte de 20 Minutos, y que también podría haber sido otro de los protagonistas del último libro que escribí, La libertad del compromiso, porque renunció a una vida segura y acomodada para luchar con decisión, coraje y creatividad contra las injusticias sociales de nuestro tiempo.

Finalmente, la semana pasada me di el lujo de entrevistar a Rodrigo. Y debo confesar que el encuentro superó todas las expectativas que tenía. Alto, sonriente, este joven carioca, que ha transformado la realidad de más de medio millón de personas a través de la informática, me dio la impresión de estar hecho de una fibra especial (que lo ha convertido en un referente mundial en todo lo relacionado con el trabajo para reducir la brecha digital, pero que en el futuro lo llevará más lejos aún).

En cierta medida me recordó a Mohamed Yunnus: seductor, optimista, creativo, con un brillo especial en los ojos (una suerte de sonrisa perpetua), con una mente en constante ebullición, capaz no sólo de comprender la situación de las personas más pobres, sino de la levantar la cabeza y ver más allá, de anticipar los cambios del mundo, y de vislumbrar la forma de dirigirlos a favorecer a los sectores postergados de las naciones en desarrollo.

Informático de formación, a muy temprana edad Rodrigo comenzó a trabajar en los barrios olvidados del sur de Río de Janeiro. Durante algún tiempo tuvo su propia empresa de programación hasta que sintió que debía hacer algo más que ganar dinero, que eso no le resultaba suficiente. Fue entonces cuando tuvo la idea de llevar la informática a las favelas. Primero, como medio para fomentar el diálogo y la integración. Luego, como forma para promover una verdadera revolución social.

«Al final de 1993, tuve un sueño en el que la gente pobre utilizaba la tecnología para hablar de sus problemas», me dice Rodrigo. Poco tiempo después creó la campaña «Informática para todos», destinada a recolectar ordenadores para llevarlos a las favelas. Y, en 1994, dio vida a la primera Escuela de Informática y Ciudadanía (EIC), en la favela de Santa Marta, situada en el barrio de Botafogo. La respuesta que recibió fue tan sobrecogedora que inmediatamente puso en marcha la ONG Comité para la Democratización de la Informática (CDI). Decenas de personas se habían puesto en contacto con él para apoyarlo en esta iniciativa.

La idea central era que CDI brindara el conocimiento y los recursos a pequeñas organizaciones locales para que pudieran fomentar la informática en los barrios marginales, para crear oportunidades de empleo, pero también para favorecer el debate dentro de las comunidades sobre la seguridad, la pobreza, el desarrollo, la exclusión, para crear espacios de debate e integración.

El modelo que sigue se basa en el legado del famoso pedagogo brasilero Paulo Freire. No se trata de asistencialismo, sino que la comunidad, una vez que recibe el apoyo del CDI, debe buscar sus propios medios para hacer que la iniciativa sea autosustentable. Ellos, los moradores de las favelas, deben ser sus protagonistas y gestores.

«Usamos la tecnología como medio de integración, pero también para formar personas que sean factores de cambio en sus comunidades», me dice. «Es mucho más que ordenadores e Internet, es cambiar vidas».

En doce años, el CDI ha crecido de forma exponencial. Cuenta con 880 escuelas en nueva países, y con más de 1.550 educadores. Y ya no sólo trabaja en las favelas, sino que ha expandido su actuación a poblaciones indígenas, a presos y discapacitados.

Visito una escuela del CDI en la favela Sapucaí, situada en la Ilha do Governador. La cultura del miedo se hace evidente. Los profesores me piden que no saque fotos en la calle, me hablan de las luchas entre facciones, del terror que genera el narcotráfico. Pero no por ello dejan de trabajar con ahínco.

En el aula se suceden niños, jóvenes y adultos, que pagan una cuota mensual para acceder al mundo de la informática, pero también para encontrarse y debatir sobre sus problemas. Me resulta conmovedor ver a mujeres mayores, con escasa educación formal, aprender a usar Word, Powerpoint, navegar por Internet. Me recuerda a Uddami, el proyecto que una gran amiga, Alison Saracena, está desarrollando en los barrios de chabolas de Calcuta. Le hablo a Rodrigo de ella. Ya se han puesto en contacto, ojalá puedan sumar fuerzas.

Rodrigo, que ha sido ponente en el foro de Davos, y que ha recibido numerosos premios, cuenta con el apoyo de directo de gente como Bill Gates. «Llego a los 37 años sintiéndome realizado», afirma». «Me considero muy afortunado de poder dedicar mi vida a este proceso tan apasionante».

Pero los planes de Rodrigo van más allá. Me habla de varias nuevas iniciativas que está desarrollando para el futuro basadas en la comunicación. Como decía antes: una mente brillante, en constante ebullición, decidida a hacer de este mundo un lugar más justo.

* * *

Os recomiendo la labor en España de May Escobar al frente de la Fundación Bip Bip, que se encarga de llevar ordenadores a los sectores sociales más relegados, y de María Zapata en Ashoka, organización que apoyó a Rodrigo Baggio en sus comienzos, y que ha brindado recursos y asesoría a cientos de talentosos y visionarios emprendedores sociales.

El carnaval como metáfora (vídeo)

El carnaval de Río de Janeiro como metáfora de los contrastes de nuestro mundo. Los que vivimos en la perpetua fiesta de la abundancia material, y los que miran desde fuera…

Última noche en el Sambódromo: un trabajo duro, pero alguien tiene que hacerlo

Sigo torturándome a mí mismo, sacrificándome por la causa, en esta labor tan abnegada, tediosa y arriesgada que es escribir sobre el Carnaval de Río de Janeiro. Hoy me dirijo al Sambódromo, en la última noche de desfiles de las escolas do samba.

Me acompañan varios turistas extranjeros que están alojados en el hotel. Han pagado 300 dólares para desfilar en la avenida Sapucaí, eje del Sambódromo. En el metro, la mayor parte de los viajeros van también vestidos con las fantasías. Ya se vive el ambiente de fiesta: la gente bebe, canta, conversa, se saca fotos. Carnaval bajo tierra.

Son tres días de desfiles. El primero (viernes), para las escolas que pretenden ascender a la categoría superior. Segundo y tercero (domingo y lunes), para las 13 más prestigiosas, que tienen una hora cada una para realizar el trayecto. Cualquier demora es penalizada por el jurado, que consta de cuarenta expertos en el universo de la samba y que evalúan hasta los últimos detalles de cada organización participante.

Los alrededores del Sambódromo son un verdadero caos. Puestos ambulantes, músicos callejeros y mucha policía para proteger a las 70 mil personas que esta noche se acercan aquí para seguir a las escolas. Según una crónica que salió ayer en el Jornal do Brasil, no faltan los vendedores de cocaína, venidos desde las favelas cercanas, que ofrecen el gramo a diez reales. La crónica decía que dentro de los camarotes privados la droga corre sin disimulo.

Otras opciones más sanas para hacer frente a los desfiles, que comienzan a las nueve de la noche y terminan a las seis de la mañana: alguna bebida con polvo de guaraná, como un zumo, que es lo que la gente más toma aquí. O Red Bull, que parece estar en todas partes, y al que me entrego con bastante desagrado por primera vez en mi vida.

El Carnaval mueve en Brasil 300 mil millones de euros. Congrega a un millón de personas de todo el mundo. El gran evento turístico de un país que, más allá de las violencia, aún sigue siendo un polo de atracción para hordas de viajeros que buscan la belleza de sus playas y su fascinante cultura.

La música suena con más fuerza a medida que te acercas al Sambódromo. Al pasar los puestos de control y ascender las escaleras, aumenta en intensidad así como la emoción que experimentas. Una vez fuera, en las gradas, la sensación resulta sobrecogedora: la riqueza de los colores, la multitud que baila y canta.

Imposible no dejarse llevar por el ritmo de las «baterías», no contagiarse del frenesí colectivo. La samba no es lo mío, pero igual mis pies se comienzan a mover de forma involuntaria. La primera y única vez que vine al Sambódromo fue hace 15 años, cuando recorrí setecientos kilómetros con unos amigos para ver el histórico recital que dieron en una misma noche nada menos que Nirvana, los Red Hot Chili Peppers y Alice in Chains en este lugar. El Hollywood Rock, toda una leyenda, digno sucesor de Rock In Rio.

En los camarotes está la gente más pudiente de la sociedad carioca. No faltan los famosos, de prestigio, actores, cantantes, y de no prestigio, participantes del Big Brother, como aquí llaman al Gran Hermano, igual de absurdo y vacuo que el de España.

Muchos de los que bailan en los puestos destacados de las escolas, sobre los carros, son personajes conocidos. En este sentido, el Sambódromo es un lugar para ser visto y dejarse ver.

Al fondo, en los morros, como no podía ser de otra manera, hay dos favelas. Lugar privilegiado para seguir los desfiles. Una de ellas es conocida como «Franja de Gaza», por el nivel de violencia. Durante la noche, varios traficantes se enfrentarán a tiros con la policía, pero el clamor ahogado del Sambódromo lo hará pasar desapercibido para los que nos hemos congregado en él.

Hay distintas ubicaciones dentro del Sambódromo: camarotes, gradas. Los precios pueden superar los mil euros en los espacios más lujosos. Mucha gente, que no tiene posibilidad de pagar una entrada, sigue el espectáculo desde lo alto de un puente.

Fuera de las gradas y camarotes, en el Sambódromo, el espectáculo resulta también atractivo y pintoresco. Los participantes se preparan para entrar con nerviosismo, realizando arreglos de último momento. Las escolas, que eligen cada año un tema alrededor del cual estructuran las melodías, los bailes, las fantasías y los carros, trabajan durante meses. La competencia es feroz, así como el hermetismo. Me sorprende descubrir en las gradas que cada espectador tiene su escola favorita, como si fuera un equipo de fútbol, y que hacen fuerza por ella, sin dejar por ello de disfrutar de la fiesta.

De todas las escolas, la que más me gusta es Beija Flor, la última en desfilar, entre las cinco y las seis de la mañana. El tema es África. Y el diseño, decididamente, alucinante. La gente, que no se ha movido de las gradas, coincide en que será la ganadora. Esta mañana los periódicos dicen lo mismo.

Miles de personas recorremos las calles. Muchas llevan aún los trajes, por lo que, de cierta forma, el desfile continúa. Imposible conseguir un taxi, la cola se extiende durante varias manzanas.

Camino hacia la boca del metro. Algunos vendedores siguen despiertos, otros duermen en las aceras con sus mujeres y sus hijos. Hay unos pocos locales donde la música continúa a todo volumen, y los que no se quieren resignar al final de la fiesta siguen bebiendo y sacudiendo el cuerpo a pesar de la luz del sol.

Consigo un taxi en medio del caos. No tiene identificación. Toma un camino extraño. Me pregunto, un poco paranoico, quizás por el Red Bull y la fatiga, si me irá a secuestrar, si no se meterá en una favela y me sacará las cámaras y me dejará tirado. Observo cada gesto que hace, cada mirada que me dedica por el espejo retrovisor. Espero que en cualquier momento saque un arma. Sin embargo, tras dar muchas vueltas, salimos a una carretera que dice «Copacaba», por lo que respiro aliviado.

En la radio, las noticias. Un comerciante chino acaba de ser herido por dos jóvenes, de 12 y 13 años que bajaron de una favela y que intentaron robarle el coche en una esquina. El hombre se negó a abrir la puerta y, sin mediar más, uno de los niños le pegó un tiro.

Esta noche termina el Carnaval. Brasil se sacudirá la resaca de esta celebración tan llenas de contrastes, como la vida misma en esta parte del mundo, y deberá retomar el debate sobre el cambio de ley para juzgar como adultos a los menores de edad, que comenzó con la muerte del pequeño Joao Helio. Deberá enfrentarse una vez más al espejo, y debatir qué hacer con los traficantes, con los paramilitares, en un escenario que cada día se asemeja más a Colombia.

Eso sí, el sábado próximo, las cinco mejores escolas volverán a desfilar por el Sambódromo. Y miles de personas se volverán a reunir para saludarlas, para bailar a su ritmo, y soñar, al menos por un rato, que la fiesta continúa.

Alegría, sensualidad y decadencia: primer día en el Carnaval de Río

Los últimos enfrentamientos entre la policía militar y los narcos en el morro do Alemao tuvieron lugar el viernes por la mañana. A medida que la hora de comienzo de Carnaval se acercaba, progresivamente la violencia se iba atenuando.

Algunos periodistas ya me lo habían anticipado: la fiesta popular más famosa y multitudinaria del mundo llevaría tanto a las fuerzas del orden como a los “bandidos” a dejar los fusiles 762 y R15, los lanzagranadas y las bombas, para coger la lata de cerveza, el bañador y salir a la calle a sambar. “Ojalá tuviéramos carnaval todo el año, ojalá la vida fuera un perpetuo culto a la diversión, a la fraternidad, a la alegría”, pensé.

Como se ha terminado la confrontación durante estos días, no tengo más opción que sumarme a la fiesta. Un sacrificio, realmente, pero todo sea por la causa. Me pongo también el bañador, cojo la cámara y parto hacia la avenida Rio Branco, desde donde sale el bloco más importante de Río de Janeiro: Bola Preta. Nueve de la mañana del sábado, más de medio millón de personas congregadas en el centro de la ciudad.

He estado en el carnaval de Bahía, con sus tríos eletricos, y este no tiene nada que envidiarle. Llevada por la música, la multitud avanza a pasos cortos, sudada, pletórica de alegría, de risas, henchida de calor y cerveza. Atrás quedan los problemas del año, los miedos, las frustraciones, este es un momento para divertirse y gozar, para compartir con los amigos y la gente querida.

La fiesta sigue, no para, son las dos de la tarde, y el grupo continúa tocando infatigable en lo alto del camión, aunque los entendidos ya están partiendo hacia Ipanema, donde en unas horas dará comienzo otro de los blocos más famosos, organizado por la comunidad gay.

En el bloco de este maravilloso barrio que es Ipanema, los travestis son los principales protagonistas. Desenfadados, sonrientes, dueños de un hedonismo que parece imposible de superar – tal vez como compensación a tantos momentos difíciles de exclusión y rechazo – caminan por las calles moviendo las caderas, danzando, orgullosos, altivos.

Todos llevan fantasias (disfraces). El más colorido es un grupo de una veintena de “indias” con sus saris que hacen movimientos orientales y que insisten una y otra vez en que les haga fotos. Después, anotan la dirección para buscarlas en el periódico. Se las repito varias veces: www.20minutos.es.

Los camiones con los músicos paran y la multitud, hipnotizada por el ritmo, baila en el lugar, bebe.

Las mujeres, con una sensualidad insuperable, meciendo las caderas al compás de los tambores.

Entre la multitud hay niños que recogen latas vacías en bolsas de plástico, y moradores de las favelas cercanas que han bajado a tratar de ganarse unos reales. Dicen que el Carnaval es la fiesta que une a los ricos y los pobres, la fiesta de todos, pero en este caso, como en tantos otros, para la gente que más humilde es la oportunidad de ganar un poco de dinero.

Durante estos días acampan en las principales avenidas con sus hijos y sus chiringuitos dispuestos a vender lo que sea. No por ello dejan de sonreír, de sambar en el lugar.

Son las doce de la noche. Regreso a la avenida Rio Branco, centro de la ciudad, donde comenzó todo. La fiesta sigue, como en todos los barrios y favelas. Ahora desfilan las escolas menos famosas, que no calificaron para entrar al sambódromo (a dónde iré mañana en esta tan ardua tarea, por la que tantos sacrificios sigo realizando).

Tal vez sea porque la noche avanza, pero comienza a proyectarse una notable decadencia. Un turista, al que le robaron la cámara varios niños, grita indignado. Las montañas de basura se acumulan por doquier. Un policía le da un golpe a una mujer en medio de la turma. Ella lo insulta. Él la amenaza con su arma.

Un menino de la rua, de diez años, que ha fumado crack se sacude en una esquina, sobre el suelo. Todos los ignoran. La violencia resurge. La violencia de la miseria, la exclusión, el hambre, el abandono. Ni la música ni el baile parecen haberla hecho desaparecer. La ilusión del Carnaval no tiene tanto poder, el dolor sigue lantente, debajo de sus serpentinas y sus máscaras, dispuesto a salir ahora que el alcohol y el cansancio de este primer día de fiesta hacen mellan en la gente.

La fraternidad, la comunión, el encuentro de todos: un sueño efímero, que no tarda en desvanecerse, como si los seres humanos estuviéramos condenados a no poder encontrarnos, a no poder estar en paz, por más empeño que pongamos, por más grande que sea nuestro deseo de salir a la calle y bailar y ser felices.

Asalto a la favela del narcotraficante Tota (vídeo)

Segundo día de enfrentamientos en el complexo do Alemao, una de las favelas más grandes del norte de Río de Janeiro. Hasta ahora han muerto siete personas, de las que cinco eran traficantes. Un joven de 17 años está en el hospital, recibió un tiro en la cabeza. Estas son las imágenes que grabé ayer.

En la primera parte del vídeo nos vimos sorprendidos por el fuego cruzado de dos facciones cuando estábamos conversando en la calle. Rápidamente nos tiramos al sueño. Después los periodistas se burbalan, cariñosamente, del técnico de la cadena Globo que estaba «cuerpo a tierra» en lugar de asistir al cámara. Un colega le preguntó si se había tirado a «proteger al suelo de las balas». El tráfico se interrumpió en la avenida y la gente bajaba corriendo asustada de los autobuses.

No olvidaré la cara de horror de algunos de los niños que huían en brazos de sus padres de la favela. Apenas empezó el ataque, todas las tiendas cerraron. Para impedir el avance de los vehículos blindados, los traficantes colocaron raíles de tren.

Ahora, vuelvo a la favela, me dicen que los narcos están lanzando bombas. Se espera una noche complicada.

El Comando Vermelho: tortura y mutilación en las favelas

La favela a la que fui hoy, conocida como Sapucai, está dominada por la facción Tercer Comando, enemiga acérrima del Comando Vermelho (Rojo), al que pertenecía Janaina.

Fernando, un joven al que entrevisté esta mañana me contó que su mejor amigo, de 20 años de edad, fue hace dos meses a una favela del Comando Rojo porque salía con una chica que vivía allí. Los traficantes lo cogieron, lo torturaron y lo cortaron en pedazos. Sus restos aparecieron días más tarde en la playa.

Fernando aún está afectado por la muerte de su amigo. No pudo contener las lágrimas cuando me contó la historia. Y me dijo que el Comando Rojo es la más brutal y despiadada de todas las facciones. La única que veja de semajante manera a quienes considera sus enemigos.

Mientras volvía de las favelas, hace unos minutos, atrapado en el lento y desordenado tráfico de entrada al centro de Río de Janeiro, pensaba en Janaina. Observaba su narración desde otra perspectiva.

Retomo la entrevista donde la dejé ayer:

¿Cuál fue el puesto máximo que alcanzaste en la organización?

Llegué a gerente de «boca» [puesto de venta de droga] cuando tenía 20 años, pero sin dejar de ser soldado del «dueño» de la favela. Me gustaba trabajar para él.

¿Tus padres a que se dedican?

Están jubilados. Mi padre era cobrador en la rueda de la fortuna de un parque de diversiones de Río de Janeiro y mi madre, costurera.

¿Tienes hermanos?

Mi madre adoptó a un niño hace diez años. Era de una vecina que no lo quería. Tengo tatuada su inicial en la mano.

Es una buena persona tu madre, generosa.

Una mujer maravillosa.

¿Sabía a qué te dedicabas?

Al principio no. Apenas entré en el tráfico abandoné la escuela y me fui a vivir sola.

¿Cuándo se enteró?

Tenía sospechas pero yo lo negaba. Un día, caminando por la calle, me vio con el fusil en la mano. Cuando fui a su casa me miró de una forma que me hizo sentir muy triste.

¿Ganaste mucho dinero?

Sí, ganaba mucho dinero, pero la policía me lo sacaba. Al final sentía que trabajaba para la policía, por eso empecé a pensar en cambiar de vida.

¿Cómo te lo sacaban?

La primera vez aparecieron en mi casa en medio de la noche. Me encañonaron y me llevaron a un lugar que no conocía. Pensé que me iban a matar. Tú no sabes lo que es despertarse con fusiles que te apuntan a la cara.

¿Te condujeron a una estación de policía?

No, a una casa. Me tuvieron hasta la madrugada mientras sus compañeros se llevaban todo lo que yo tenía: el televisor, las armas, el dinero. Me dejaron si nada.

¿Te maltrataron?

Esa vez no. Al contrario, hasta me preguntaron si quería comer algo. La segunda vez en la que me robaron, unos meses más tarde, me pegaron porque yo no tenía nada para darles. No me habían dado tiempo.

¿Vivías con miedo?

Mucho miedo. Cada dos o tres días me cambiaba de casa. Ya al final estaba muy cansada. Me seguían a todas partes, hasta iban a lo de mi madre para ver si estaba allí.

¿Cómo te sentías en ese mundo de hombres?

Bien, porque me cuidaban, al ser la única mujer entre cuarenta chicos, siempre se preocupaban por mí. Si huíamos de la policía, alguno me ayudaba a subir por los muros, me esperaba, cogía mis cosas.

¿Tuviste novios entre los traficantes?

No porque veía que tenían muchas mujeres. Son muy populares entre las chicas del barrio por el dinero y las armas. Mis novios eran jóvenes de fuera, trabajadores.

¿Hace cuánto que los has abandonado el tráfico?

Cuatro años.

¿Te dejaron hacerlo?

Algunos compañeros me preguntaban «¿por qué te vas?», «¿qué vas a hacer?», pero el dueño de la favela me apoyó. Él me dijo que esta vida no es para nadie.

¿Fue difícil?

Sí, empecé a trabajar como recepcionista y me pagaban al mes 200 reales, lo que ganaba antes en unos días. Tuve algunas recaídas, pero al final abandoné por completo la vida del tráfico. Ya no tengo más contacto ni me interesa saber qué pasa entre las facciones. También tardé un tiempo en convencer a la policía de que me había salido del negocio, si me veían por la calle me metían en el coche y me pedían dinero.

¿Qué opinas de que haya cada día más niños pequeños en el tráfico?

Es muy malo, porque ellos no tienen conciencia del bien y del mal.

¿Vosotros la teníais?

Se dice que «el corazón del bandido está en las plantas de sus pies», pero no es así. Yo sabía distinguir entre el bien y el mal. Tengo miedo de Dios. Te aseguro que si hubiese matado a alguien no estaría hablando aquí contigo. Muchos de los que están en el tráfico van a la iglesia, creen en Dios.

Al principio tu te sentías orgullosa de tu trabajo, de algún modo te gustaba, ¿era así para todos?

No, había muchos chicos que sufrían y tenían miedo. Lo hacían sólo por dinero. No tenían para comer, se habían quedado sin padres. Lo pasaban muy mal.

¿Fallecieron amigos tuyos en los enfrentamientos con otras bandas o con la policía?

Del grupo con el que empecé, sólo uno sigue con vida. Los demás murieron.

¿Qué esperas hacer en el futuro?

Estoy preparando el vestibular (examen de ingreso a la universidad). Quiero estudiar informática.

¿Te arrepientes de lo que has vivido?

Si estuviera en las mismas condiciones, lo volvería a hacer. No me arrepiento.

Janaina sigue trabajando como recepcionista. Tiene 28 años. Vive en una pequeña caseta que se construyó junto a la casa de sus padres. Por las noches estudia. Dice que no le gusta mucho, pero que se esfuerza. Alta, delgada, de cabello negro, es muy atractiva aunque tiene algo inquietante, insondable, en la mirada.

Fotos: Hernán Zin

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Encuentro con Janaina, una joven traficante de la favela

En este tercer día de visita a la favela Maré, una de las más grandes de Río de Janeiro, finalmente comienzo a encontrar algunas de las historias que he venido a buscar. Y la perspectiva para los próximos días no podría ser mejor: he conseguido contactos para entrar a uno de los lugares más asolados por la violencia en estos momentos, hacia donde me dirigiré mañana al amanecer.

La verdad es que estaba bastante ansioso y frustrado. Gente que faltaba a las citas, hermetismo, entrevistas fallidas, impedimentos a la hora de sacar fotos. Varias jornadas de zozobra e incertidumbre. Pero como sucede siempre en la vida, hay un instante en que la suerte cambia y el viento empieza a soplar a favor.

El encuentro de esta tarde con Janaina ha sido sumamente revelador con respecto al mundo de los niños que integran los grupos armados en las favelas. Ella entró a formar parte del «tráfico» [como aquí se conoce a la venta de droga] cuando tenía 16 años, y fue subiendo escalones hasta llegar a ser una de las primeras mujeres gerentes del negocio.

Tomamos un café y conversamos durante varias horas en la favela. Janaina habla de forma honesta, frontal. No elude las preguntas incómodas ni vacila a la hora de responder. Tiene un vocabulario mucho más rico del que hubiera imaginado. Es simpática, extrovertida. Desea luchar para alcanzar una vida mejor y progresar, aunque no se arrepiente de lo vivido: si regresase atrás en el tiempo, y estuviera en circunstancias similares, volvería a hacer lo mismo.

Mientras hablamos pasan los helicópteros de la policía militar. A lo lejos se escucha el sonido de disparos. Si cierro los ojos, estoy de regreso en Gaza. Como es tarde, ya los jóvenes han salido a patrullar armados las calles. Las favelas de Río de Janeiro están en guerra, sin dudas.

¿Cómo fue que entraste en el negocio de la venta de drogas?

Mis amigos del barrio se fueron metiendo en el tráfico, y yo hice lo mismo. Era dinero fácil, no hacía más que recados. Iba a comprar comida, y, cuando volvía, el gerente me decía que me quedara con el vuelto.

¿Hubo alguna otra razón además del dinero?

Siempre me gustaron las armas. De pequeña vi a una mujer que iba con los traficantes con una pistola y pensé que quería ser como ella. No sé, imaginaba que todo el mundo me iba a respetar, que iba a tener prestigio. Pensaba que la gente iba a decir: “Caramba, mira esa garota que va con un arma”.

¿Sucedió así?

Sí, cuando había una fiesta «funky» [música que se escucha en las favelas principalmente, de letras explícitas, sexuales, violentas] yo iba con mi arma y todos me miraban. Venía gente de otros barrios. Eso me gustaba, me hacía sentir poderosa. Sabes cómo son los adolescentes, que necesitan esas cosas, que los demás los observen para sentirse bien.

¿Cuándo conseguiste tu primera arma?

Estuve trabajando un tiempo como ayudante, pero no era bastante para mí, así que dije que yo también quería ser “vapor” [en la jerga de las favelas quiere decir “vendedor”], y ellos me aceptaron. Entonces me dieron mi primera pistola.

¿Cuál fue el arma más grande que has tenido?

Un fusil 762, de los que usa el ejército. También tuve muchas pistolas.

¿Quién te enseñó a usar el fusil?

Mis compañeros. Ellos me enseñaron todo. También a conducir moto, auto. No tuve que ir a la autoescuela.

¿Tenían un lugar para practicar?

No, disparábamos al aire para probar las armas nuevas. Y las usábamos cuando venían las otras facciones.

¿Has matado a alguien?

No, nunca maté a nadie. Nosotros sólo nos defendíamos cuando venían para tratar de echarnos y quedarse con el negocio.

¿En qué facción estabas? [En las favelas de Río de Janeiro hay tres facciones: Comando Rojo, Tercer Comando y ADA, que es el acrónimo de “Amigos de los amigos”. Suelen estar enfrentadas, aunque también establecen alianzas].

Estaba en el Comando Vermelho [Rojo], que es el que domina la favela Maré.

¿Cómo eran los enfrentamientos?

Terribles. En el año 2002 un día entraron y mataron a nueve personas. Dos de ellos «bandidos» [traficantes] y siete inocentes que estaban en la calle. Venían en camiones.

¿Y el «dueño» [jefe principal del comando en la favela] cómo era?

Después de vapor yo pasé a ser «soldado» [jóvenes encargados de la seguridad]. Trabajaba para él. Tenía mucha confianza en mí. Me decía, “vamos, que hay una operación”, y yo lo acompañaba con los otros «soldados». Tenía 22 años y era el hombre más poderoso de la favela. Los vecinos lo respetaban porque no se metía en los asuntos familiares, aunque todas las decisiones importantes tenían que tener su aprobación.

Conmigo era bueno, pero a veces podía ser un hombre muy cruel. Cuando descubría a algún delator le arrancaba los brazos, y lo paseaba por la favela. A los ladrones les cortaba un dedo del pie o de la mano.

¿Tú has visto eso?

Sí, pero nadie dice nada. Es el castigo a los delatores y a los violadores.

¿Sigue vivo el «dueño» de la favela?

No, murió hace dos años, lo mató la policía.

Continúa…

Fotos: Hernán Zin

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Conmoción en Brasil ante la brutal muerte del pequeño João

Los ladrones se subieron al Opel Corsa de color plata y obligaron a las dos mujeres que iban en los asientos delanteros, madre e hija, a bajarse.

Cuando la madre, cuyo nombre es Rosa Cristina Fernandes, intentó sacar a su hijo, João Hélio Fernandes, de seis años de edad, que viajaba en el asiento trasero, el vehículo arrancó raudamente. Eran las nueve y media de la noche, se encontraban en la calle João Vicente, del barrio de Oswaldo Cruz, un suburbio de Río de Janeiro.

El pequeño João se quedó enganchado al coche por culpa del cinturón de seguridad. Sufría hiperactividad y padecía dificultades para hablar y moverse. Madre e hija observaron con horror cómo éste se alejaba arrastrándolo por el pavimento.

A lo largo de siete kilómetros, y cuatro barrios, los ladrones avanzaron sin detenerse, aunque transeúntes y conductores les gritaban que parasen, que llevaban a un niño colgando de la puerta trasera. Lo que hacía el conductor era progresar de forma zigzagueante para tratar de librarse del cuerpo que los seguía. Quince minutos más tarde frenaron y huyeron dejando a João tumbado sin vida en el suelo.

Sucedió el pasado miércoles, justo cuando mi avión estaba aterrizando en el aeropuerto, aquí en Río de Janeiro. Un hecho que ha conmocionado de tal forma a Brasil que no se habla de otra cosa en la calle y en los medios de comunicación.

Al día siguiente se practicaron los primeros arrestos como consecuencia de denuncias anónimas. El padre de uno de los ladrones colaboró con la policía para que esta pudiera detener a su hijo: Diego Nascimento da Silva, de 18 años. “Intenté ayudar a la justicia, no se puede ser cómplice de estos crímenes bárbaros”, dijo Nilson Nonato, cuando se le preguntó por qué había cooperado con las fuerzas de seguridad. Los moradores de la favela apedrearon durante la noche la casa de la familia.

El otro detenido fue un joven de 16 años, habitante también de la favela situada en el morro da Serrinha, en Madureira, un suburbio de Río de Janeiro. Según la ley permanecerá tres años en un correccional y luego saldrá en libertad, ya que es menor de edad. Este hecho, y la rabia generalizada, han dado lugar a un amplio debate sobre un cambio legal que permita castigar con mayor contundencia a los jóvenes que cometen delitos. También se está hablando mucho de la pena de muerte para casos como estos.

En este sentido, la sociedad brasilera parece dividida. Están quienes creen que la solución pasa por una acción represiva mayor, y quienes abogan por favorecer la educación, la lucha contra la pobreza y la exclusión.

La hermana de Joao, Aline, de 14 años, escribió una carta abierta que leyó hoy en la cadena O Globo para pedir un cambio de legislación, algo que ya había hecho su madre anteriormente. Las desgarradoras imágenes del entierro conmovieron al país, que hizo suyo el sufrimiento de esta familia.

En estos días se han organizado numerosas marchas de protesta. Los partidos de fútbol, como el Botafogo vs Flamengo que están pasando en la televisión, comenzaron con un minuto de silencio en recuerdo de Joao, así como varios actos previos al Carnaval.

En la favela Maré, donde ya he pasado tres días, poco a poco voy consiguiendo testimonios para tratar de comprender cómo es la vida. Eso sí, me está costando mucho sacar fotos, ya que la desconfiaza de los jóvenes que mueven el comercio de las drogas es enorme.

Justamente Tiao, un viejo traficante de la zona, me decía el viernes que hace diez años no había niños en el negocio, y que su inclusión en él respondía en parte a que recibían castigos legales leves en comparación con los adultos.

Desde fuera cuesta vislumbrar el nivel de violencia que prevalece en las favelas de Río de Janeiro. A cada rato pasan helicópteros, con hombres armados en las ventanas. Los niños llevan toda clase de armas: pistolas, revólveres, ametralladoras. La policía emplea carros de combates para entrar en sus misiones de asalto. Cortan la luz, el agua, como forma de presionar a los moradores. Una guerra brutal, sin cuartel. Un mundo violento, fuera de control, que por momentos baja a la ciudad y se lleva por delante vidas como la del pequeño Joao.

Favela Maré: narcotraficantes de 12 años de edad

Cada morro de Río de Janerio tiene su favela. Cada elevación de esta ciudad maravillosa, que creció asida a una caprichosa y escarpada topografía, se encuentra coronada de miseria y marginación.

El 20% de sus seis millones de habitantes (11 millones si se cuenta el área metropolitana) residen en favelas, mientras la tasa de asentamientos precarios en el resto del país es del 6%.

La mayoría de quienes viven en estos barrio son personas que han llegado desde las zonas rurales en busca de una oportunidad de progreso. Un éxodo multitudinario que no tuvo lugar sólo en Brasil sino en casi todo el planeta.

En este sentido, el pasado año se vivió un hecho determinante para el futuro de la humanidad: por primera vez en la historia, más de la mitad de los habitantes del planeta pasó a vivir en ciudades. Se suele recordar al siglo XX por sus terribles guerras y por su extraordinario salto tecnológico, pero también habría que decir que fue la centuria del desplazamiento masivo hacia las urbes, ya que en 1900 el 90% de la gente residía aún en el campo. Un movimiento poblacional que tendrá un enorme impacto en la economía, en el medio ambiente, y que marcará los desafios sociales de las próximas décadas.

Hay más de 400 favelas en Río de Janeiro. La más grande es Rocinha, situada al sur de la ciudad, con unos 300 mil habitantes. Otra de las más populosas es Maré, con 132 mil residentes, hacia donde me dirijo en este primer día en Río de Janeiro, inmerso en su calor húmedo y abrazador; perplejo, deslumbrado, ante sus brutales contrastes: su decadencia, su belleza y su irrefrenable pasión.

En Maré me recibirán los integrantes del Observatorio de Favelas, una ONG que trabaja con los moradores de estos barrios marginales. La idea central es cambiar el sentido de la información: que sean sus propios integrantes quienes generen las noticias. Para ello realizan crusos de fotografía, de vídeo, organizan exposiciones, editan documentales, libros.

En los próximos días os iré presentado a cada uno de estos jóvenes, como Francisco Valdean, que llegó del nordeste de Brasil hace diez años para poder seguir estudiando, ya que en su pueblo no había escuela secundaria. Tiene 25 y aún no ha logrado entrar a la universidad. Sin apoyo, no le resulta sencillo. Quiere estudiar antropología. Es el encargado del banco de imágenes del observatorio: Imagens do Povo.

Francisco me habla de que sólo se asocia la favela con violencia, cuando, en realidad, es mucho más: su vida cultural, su encomiable historia de superación. Además, da vuelta los argumentos: ¿No es violento que los pobres apenas tengan acceso a la educación? ¿No es violento que aún Brasil no haya tenido una Reforma Agraria?

Os puedo adelantar los resultados de la investigación que ellos mismos realizaron sobre la realidad de los jóvenes que están metidos en las bandas de las drogas. La edad común de entrada es de entre 12 y 15 años. Hay jefes narcos, conocidos como «gerentes», de apenas 18 y 19 años.

El 33% trabaja de venderores, lo que se conoce en la jerga local como «vapor». El 24% son «soldados», o sea, que portan armas y se encargan de las tareas de seguridad. De los 270 menores que entrevistaron para hacer el estudio, 45 murieron en los últimos dos años: 29 a manos de la policía, seis en enfrentamientos con bandas rivales, cuatro por peleas dentro del propio grupo.

Con la habitual hospitalidad brasilera, los miembros del Observatorio me han invitado a degustar mañana comida típica del nordeste en la favela, también a ver cómo preparan el carnaval.

Asimismo, espero poder entrevistar a los jóvenes ligados al lóbrego universo del narcotráfico para conocer qué sienten, cómo piensan, estos pequeños de once, doce, trece años, que empuñan armas, que venden drogas, que se enfrentan a tiros con la policía, siendo aún niños.

Fotos: Hernán Zin

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