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Última noche en el Sambódromo: un trabajo duro, pero alguien tiene que hacerlo

Sigo torturándome a mí mismo, sacrificándome por la causa, en esta labor tan abnegada, tediosa y arriesgada que es escribir sobre el Carnaval de Río de Janeiro. Hoy me dirijo al Sambódromo, en la última noche de desfiles de las escolas do samba.

Me acompañan varios turistas extranjeros que están alojados en el hotel. Han pagado 300 dólares para desfilar en la avenida Sapucaí, eje del Sambódromo. En el metro, la mayor parte de los viajeros van también vestidos con las fantasías. Ya se vive el ambiente de fiesta: la gente bebe, canta, conversa, se saca fotos. Carnaval bajo tierra.

Son tres días de desfiles. El primero (viernes), para las escolas que pretenden ascender a la categoría superior. Segundo y tercero (domingo y lunes), para las 13 más prestigiosas, que tienen una hora cada una para realizar el trayecto. Cualquier demora es penalizada por el jurado, que consta de cuarenta expertos en el universo de la samba y que evalúan hasta los últimos detalles de cada organización participante.

Los alrededores del Sambódromo son un verdadero caos. Puestos ambulantes, músicos callejeros y mucha policía para proteger a las 70 mil personas que esta noche se acercan aquí para seguir a las escolas. Según una crónica que salió ayer en el Jornal do Brasil, no faltan los vendedores de cocaína, venidos desde las favelas cercanas, que ofrecen el gramo a diez reales. La crónica decía que dentro de los camarotes privados la droga corre sin disimulo.

Otras opciones más sanas para hacer frente a los desfiles, que comienzan a las nueve de la noche y terminan a las seis de la mañana: alguna bebida con polvo de guaraná, como un zumo, que es lo que la gente más toma aquí. O Red Bull, que parece estar en todas partes, y al que me entrego con bastante desagrado por primera vez en mi vida.

El Carnaval mueve en Brasil 300 mil millones de euros. Congrega a un millón de personas de todo el mundo. El gran evento turístico de un país que, más allá de las violencia, aún sigue siendo un polo de atracción para hordas de viajeros que buscan la belleza de sus playas y su fascinante cultura.

La música suena con más fuerza a medida que te acercas al Sambódromo. Al pasar los puestos de control y ascender las escaleras, aumenta en intensidad así como la emoción que experimentas. Una vez fuera, en las gradas, la sensación resulta sobrecogedora: la riqueza de los colores, la multitud que baila y canta.

Imposible no dejarse llevar por el ritmo de las «baterías», no contagiarse del frenesí colectivo. La samba no es lo mío, pero igual mis pies se comienzan a mover de forma involuntaria. La primera y única vez que vine al Sambódromo fue hace 15 años, cuando recorrí setecientos kilómetros con unos amigos para ver el histórico recital que dieron en una misma noche nada menos que Nirvana, los Red Hot Chili Peppers y Alice in Chains en este lugar. El Hollywood Rock, toda una leyenda, digno sucesor de Rock In Rio.

En los camarotes está la gente más pudiente de la sociedad carioca. No faltan los famosos, de prestigio, actores, cantantes, y de no prestigio, participantes del Big Brother, como aquí llaman al Gran Hermano, igual de absurdo y vacuo que el de España.

Muchos de los que bailan en los puestos destacados de las escolas, sobre los carros, son personajes conocidos. En este sentido, el Sambódromo es un lugar para ser visto y dejarse ver.

Al fondo, en los morros, como no podía ser de otra manera, hay dos favelas. Lugar privilegiado para seguir los desfiles. Una de ellas es conocida como «Franja de Gaza», por el nivel de violencia. Durante la noche, varios traficantes se enfrentarán a tiros con la policía, pero el clamor ahogado del Sambódromo lo hará pasar desapercibido para los que nos hemos congregado en él.

Hay distintas ubicaciones dentro del Sambódromo: camarotes, gradas. Los precios pueden superar los mil euros en los espacios más lujosos. Mucha gente, que no tiene posibilidad de pagar una entrada, sigue el espectáculo desde lo alto de un puente.

Fuera de las gradas y camarotes, en el Sambódromo, el espectáculo resulta también atractivo y pintoresco. Los participantes se preparan para entrar con nerviosismo, realizando arreglos de último momento. Las escolas, que eligen cada año un tema alrededor del cual estructuran las melodías, los bailes, las fantasías y los carros, trabajan durante meses. La competencia es feroz, así como el hermetismo. Me sorprende descubrir en las gradas que cada espectador tiene su escola favorita, como si fuera un equipo de fútbol, y que hacen fuerza por ella, sin dejar por ello de disfrutar de la fiesta.

De todas las escolas, la que más me gusta es Beija Flor, la última en desfilar, entre las cinco y las seis de la mañana. El tema es África. Y el diseño, decididamente, alucinante. La gente, que no se ha movido de las gradas, coincide en que será la ganadora. Esta mañana los periódicos dicen lo mismo.

Miles de personas recorremos las calles. Muchas llevan aún los trajes, por lo que, de cierta forma, el desfile continúa. Imposible conseguir un taxi, la cola se extiende durante varias manzanas.

Camino hacia la boca del metro. Algunos vendedores siguen despiertos, otros duermen en las aceras con sus mujeres y sus hijos. Hay unos pocos locales donde la música continúa a todo volumen, y los que no se quieren resignar al final de la fiesta siguen bebiendo y sacudiendo el cuerpo a pesar de la luz del sol.

Consigo un taxi en medio del caos. No tiene identificación. Toma un camino extraño. Me pregunto, un poco paranoico, quizás por el Red Bull y la fatiga, si me irá a secuestrar, si no se meterá en una favela y me sacará las cámaras y me dejará tirado. Observo cada gesto que hace, cada mirada que me dedica por el espejo retrovisor. Espero que en cualquier momento saque un arma. Sin embargo, tras dar muchas vueltas, salimos a una carretera que dice «Copacaba», por lo que respiro aliviado.

En la radio, las noticias. Un comerciante chino acaba de ser herido por dos jóvenes, de 12 y 13 años que bajaron de una favela y que intentaron robarle el coche en una esquina. El hombre se negó a abrir la puerta y, sin mediar más, uno de los niños le pegó un tiro.

Esta noche termina el Carnaval. Brasil se sacudirá la resaca de esta celebración tan llenas de contrastes, como la vida misma en esta parte del mundo, y deberá retomar el debate sobre el cambio de ley para juzgar como adultos a los menores de edad, que comenzó con la muerte del pequeño Joao Helio. Deberá enfrentarse una vez más al espejo, y debatir qué hacer con los traficantes, con los paramilitares, en un escenario que cada día se asemeja más a Colombia.

Eso sí, el sábado próximo, las cinco mejores escolas volverán a desfilar por el Sambódromo. Y miles de personas se volverán a reunir para saludarlas, para bailar a su ritmo, y soñar, al menos por un rato, que la fiesta continúa.