Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Un zumo para Hernández (despedida de Río de Janeiro)

Ante la inminencia de la partida, continúo con la crónica de mi vida cotidiana en esta apasionante ciudad. Sigo adelante con la descripción de las personas y lugares que fueron durante estas semanas mis referentes, mis asideros, el conjuro para enfrentar la soledad, para hacerme sentir que de algún modo he formado parte de esta realidad, en la estimulante y aleccionadora labor que ha sido la inmersión en el universo de las favelas cariocas.

Cícero me dejaba cada tarde en el hotel de Copacabana con su habitual «Patrón, ¿mañana a qué hora?». Yo subía a la habitación, tomaba una ducha, me cambiaba, ponía en marcha el ordenador y, tras un breve repaso a los correos electrónicos, me dirigía siempre a la misma tienda de zumos, situada a media manzana.

Es una de las características de Río de Janeiro que más extrañaré: la profusión de locales que te ofrecen zumos y batidos recién hechos con las frutas más diversas. En cada esquina parece haber uno. En el que yo iba cada tarde trabajaba Joao, un joven de 32 años, padre de dos hijos, también nordestino. Apenas me sentaba en uno de los taburetes, Joao, que conocía mis preferencias, levantaba el pulgar. Yo le hacía un gesto afirmativo con la cabeza. Y él se daba vuelta para ordenar a viva voz :»Uma vitamina mista sem açúcar para Hernández!».

Aprovechaba aquella suerte de merienda para releer los periódicos y para conversar con Joao. Al igual que buena parte de los empleados del hotel, vivía en la favela Rocinha. Interesante escuchar sus crónicas sobre la existencia cotidiana en este barrio del que se sentía muy orgulloso de formar parte. Siempre me hablaba de lo vibrante que era la convivencia allí, de la calidez de la gente, de la solidaridad. Relaciones que consideraba de una lógica distinta a la del resto de la ciudad.

Al igual que Cícero, Joao parecía portar una sonrisa indeleble, perpetua, a prueba de adversidades. Estaba de constante buen humor, en un rasgo que creo que es el que mejor define a los brasileros – con lo poco riguroso que resulta generalizar – que ya desde la forma en que te saludan, Oi, tudo bem?, dan la impresión de estar movidos por un optimismo invencible. Y eso que el trabajo de Joao no era sencillo de sobrellevar. Lo encontraba allí, detrás del mostrador, desde primera hora de la mañana hasta entrada la noche, sin pausas, de lunes a sábado.

Además de apasionado por el fútbol, a Joao le gustaban mucho las mujeres, y, al menos delante de mí, no hacía esfuerzo alguno en disimularlo. Eso sí, nuestros parámetros estéticos no coincidían. A él le encantaban las mujeres corpulentas, exuberantes, bien entradas en carne.

Sobre todo los fines de semana, cuando el desfile de personas hacia la playa era constante, sus ojos se alejaban de las frutas y los bocadillos para clavarse en los cuerpos de las bañistas que caminaban hacia la arena. «Míra esa, mírala, qué belleza Hernández», me decía con la mandíbula inferior sutilmente desencajada, mientras seguía el cadencioso andar de una mulata de curvas generosísimas que, ataviada con plataformas y minifalda, avanzaba candenciosamente sacudiendo los baldosones negros y blancos que tapizan las aceras de Copacabana.

Un aspecto extraordinario de Brasil, y del que quizás deberíamos aprender, es lo cómoda que la gente parece estar con sus cuerpos. No importa la edad, el peso, la formas, hombres y mujeres lucen despreocupados diminutos trajes de baño.

Joao colocaba la vitamina mista sobre el mostrador. Con deferencia quitaba el papel a una pajita y me la entregaba. Como conocía mi adicción a los zumos, acto seguido me preguntaba: «Mais uma Hernández?» Y yo le decía que sí mientras me entregaba a esa fantástica combinación de frutas tropicales con leche y sin azúcar.

De acompañamiento solía ponerme una efiha de carne, que es una empanadilla de origen árabe, legado de la presencia de tantos millones de inmigrantes libaneses en esta vasta nación. Si hay algo que también define la cultura de un país es su acervo culinario. Y el mostrador del local en el que estaba empleado Joao presentaba una variedad de aromas, colores y sabores que hablan de la riqueza de tradiciones y costumbres sobre las que se ha forjado Brasil.

Tras media hora en el local, volvía al hotel para ponerme a escribir. “Adiós Hernández, hasta mañana”, me decía Joao sonriente. En cuarenta días no logré que pronunciara bien mi nombre. Algunos días me llamaba «Hernández» otros «Hernando» o “Fernando”. Como a otros brasileros, Hernán se le quedaba atravesado, quizás por una cuestión fonética o de falta de costumbre. “Adiós amigo Joao”.