Tras un par de buenas vitaminas mistas en lo de Joao, retornaba al hotel, donde me solía sentar en la recepción para descargar las fotos de la cámara y luego escribir el blog o editar los vídeos. Casi siempre trato de buscar lugares concurridos a la hora de plasmar las impresiones de lo vivido – cafés, restaurantes, recepciones – para mitigar así la sensación de soledad.
Como comenté antes, la mayoría de los empleados del hotel eran moradores de la favela Rocinha: Eduardo, Israel, Domingo. Mientras trabajaba allí, sentado en un sofá, se acercaban para ver las fotos y los vídeos a medida que iba dando forma al blog. Me interesaba saber su opinión sobre lo que estaba haciendo. Contrastar mi impresiones con ellos para comprobar si no estaba demasiado desorientado.
Curiosamente, cuando veían las imágenes de los tiroteos en el complexo do Alemao o de las armas en Acarí, se sorprendían. Israel siempre llamaba emocionado a sus compañeros: «Venid a ver lo que ha hecho el español maluco«. Maluco, que quiere decir «loco», era el cariñoso sobrenombre con el que me habían bautizado.
También solían estar pendientes cuando partía cada mañana, me preguntaban a dónde iba. Y, cuando regresaba, siempre querían saber qué tal me había ido. De algún modo esto me hacía sentir protegido. Si me pasaba algo, si no volvía, alguien al menos lo habría notado.
No entendía bien por qué les costaba comprender que yo quisiera ir a las favelas, ya que para ellos es la realidad habitual, el día a día en el que han nacido, se han criado y al que regresan cuando terminan el horario en el hotel. Supongo que les llamaba la atención que alguien deseara sumergirse de forma voluntaria en ese mundo.
Aunque la perspectiva de las favelas que he brindado a lo largo de estas semanas ha sido la del narcotráfico y las armas, lo cierto es que la realidad de estos barrios marginales es gente como Eduardo, Israel, Domingo o Joao, que bajan cada día a trabajar a la ciudad, que luchan con ahínco y honestidad por sacar adelante a los suyos. Ellos son la favela, humildes asalariados que intentan estar lo más cerca posible de las fuentes de empleo, y que sufren más que nadie la violencia tanto de los traficantes como de la policía.
El único empleado que no parecía alarmarse porque cada día fuera a estos barrios marginales era Franklin, el recepcionista que durante las tardes estaba al frente del mostrador de este modesto hotel de tres estrellas. No se preocupaba como el resto y observaba los vídeos y las fotografías con interés pero sin atisbo alguno de sorpresa.
Deduzco que esto se debe en primer lugar a que el hijo de Franklin, que reside en Barcelona, es periodista, así que comprende cómo es esta profesión (bueno, también algún colega me llamó español maluco en las favelas, pero esa es otra historia). En segundo lugar, al hecho de que este hombre corpulento, imponente tras el mostrador del hotel, fue soldado durante su juventud, por lo que un tiroteo no lo conmueve demasiado.
Cuando era adolescente, Franklin, que es judío, abandonó Brasil y se fue a Israel con el sueño de comenzar una nueva vida. Estuvo allí diez años. Luchó en la Guerra de los Seis Días y en la de Yom Kippur. Con él mantuve larguísimas conversaciones sobre Israel y Palestina. Le conté que estuve en Gaza el año pasado y que escribí un libro que saldrá a finales de mayo.
Todo un privilegio escuchar hablar a Franklin, un testigo privilegiado de la historia reciente de Oriente Próximo, uno de sus protagonistas. Me contó con lujo de detalle cómo habían sido las operaciones militares, y cómo las había vivido.
Su visión de Israel es muy crítica. Cree que la ocupación de los Territorios Palestinos, en la que él participó, fue un grave error. Y no tiene buenos recuerdos de aquellos años. «Di lo mejor de mi vida, mi juventud, por una causa errónea», me dijo. Volvió una vacaciones a Río de Janeiro, se enamoró y decidió que se quedaba en Brasil.
Franklin, que es un apasionado de la cultura judía, me narró cómo los primeros inmigrantes llegaron a Brasil. Me dijo que en Río de Janeiro hay 30 mil y que en Sao Paulo hay 160 mil. Y me habló de sus tradiciones. Otra de las piezas que, junto a la aportación árabe de la que escribía ayer, y sumada a los elementos europeos, africanos y aborígenes, conforman el colorido y diverso mosaico de la cultura brasilera.
Este país vasto y apasionante que desde el Amazonas del caucho y los indígenas, pasando por la Bahía negra y sincrética de Jorge Amado, avanza espléndido, con infinidad de caras y matices hasta el sur gaucho de los inmigrantes italianos y alemanes rubios de ojos celestes.
Editar vídeos en un ordenador portátil suele ser una tarea infructuosa. La cantidad de información que maneja hace que se cuelgue y que una y otra vez lo tenga que volver a encender. También locutar sin micrófono, usando una grabadora digital, y subtitular sin un programa específico hacen que el proceso sea lento, además del tiempo que la información tarda en subir a Internet. Por eso, los días que tocaba vídeo sabía que me esperaba una larga noche de trabajo.
Pero cuando se trataba de texto y fotos terminaba relativamente temprano. Feliz, entraba al estacionamiento del hotel, cogía mi bicicleta y salía a pedalear por Ipanema, Leblón, Copabacana, Leme y Botabogo, de punta a punta, escuchando música, disfrutando del atardecer en el Atlántico y de los últimos reflejos del sol sobre los morros.
En las playas, que están iluminadas por potentes reflectores, la gente jugaba al baloncesto, al fútbol. Tras otro día de trabajo, una escapatoria a la tensión y el ajetreo bajo la mirada de ese Cristo Redentor de abrazo eterno y generoso, como el que esta ciudad regala a cada uno de sus visitantes.
Ha sido uno de los aspectos más gratificantes de la estadía en Río de Janeiro: estos paseos vespertinos en los que yo también podía olvidarme un poco de todo. A la hora de tomar la decisión de partir me costaba renunciar a estos momentos que sólo puedo describir como extraordinarios y que no tuve en lugares como Gaza, Líbano o Sudán.