Entradas etiquetadas como ‘Twitter’

Un mayor uso de las redes sociales fomenta la postura antivacunas

Esta semana la revista PNAS publica un curioso estudio. En una pequeña isla desierta en la costa de Puerto Rico vive una comunidad de macacos en libertad.  Lo cual es raro, ya que estos animales son asiáticos y no se encuentran en América. Pero en 1938 un primatólogo estadounidense llamado Clarence Carpenter llevó allí 409 de estos monos importados de la India y los soltó en Cayo Santiago. Hoy viven allí más de 1.000 macacos, y la isla se utiliza como centro de investigación a cargo de los Institutos Nacionales de la Salud de EEUU y la Universidad de Puerto Rico.

Pues bien, en aquella comunidad un grupo de científicos ha estudiado cómo cambian las relaciones sociales de los monos a medida que envejecen. Y lo que han descubierto no resulta sorprendente, pero debería. Los investigadores han visto que los monos más ancianos tienden a estrechar sus redes sociales y a relacionarse con menos de sus congéneres. Y no de una forma azarosa, sino que eligen bien cuáles son los contactos que mantienen: su familia y los amigos de toda la vida. Se vuelven más selectivos con sus relaciones.

Si no resulta sorprendente, es porque los humanos tendemos a hacer lo mismo, así que comprendemos a los monos. Pero si debería resultarnos sorprendente es por la tendencia que tenemos a olvidar que somos animales, y como tales obedecemos a nuestra biología. Los humanos somos muy propensos a atribuir todo lo que hacemos a nuestro libre albedrío, a nuestro intelecto, a nuestros sentimientos humanamente complejos, a todo aquello que nos distingue de otras especies, que nos desanimaliza. Pero si, en general, hubiera entre la población una mayor cultura científica, nos daríamos cuenta de que mucho de lo que hacemos, y que nos gusta disfrazar de trascendencia, en realidad solo responde a hardware y software, a nuestro cableado y a nuestra programación. Lo observado con los macacos y que también hacemos nosotros, concluyen los autores del estudio, «no es un fenómeno único en los humanos, y por tanto podría tener raíces evolutivas más profundas».

Esta manera que tenemos de responder de modos determinados a determinados estímulos o situaciones es algo que inevitablemente a un biólogo le viene a la cabeza cuando lee o escucha por ahí ese viejo discurso del mundo conspiranoico. La fenomenología del pensamiento conspiranoico suele tener un perfil común: las personas que lo siguen se sienten empoderadas por un presunto conocimiento de la Verdad al que solo ellas se han esforzado en acceder y que las eleva por encima del resto, esos demás a los que consideran bobos autómatas —o un rebaño, en el cliché terminológico del conspiracionismo— que se dejan engañar por las mentiras que les cuentan las fuentes oficiales; ellos, en cambio, se han preocupado de bucear intensamente en internet en busca de esa Verdad que creen censurada en los medios.

Manifestación antivacunas en Viena en noviembre de 2021. Imagen de Ivan Radic / Flickr / CC.

No es ningún secreto que las redes sociales han sido un hervidero de desinformación y bulos sobre la COVID-19 y las vacunas, en tiempos pre-Elon Musk. Aún es pronto para saber cómo el anunciado cambio de las políticas de moderación por el nuevo propietario de la red social afectará a este aspecto en concreto, pero en lo que se refiere a esto las predicciones apocalípticas suenan bastante vacías: es bien sabido que las corrientes conspiranoicas y antivacunas han explorado, encontrado y explotado las grietas de los sistemas de filtrado de las redes sociales, y que además en otras lenguas distintas de la inglesa han sido mucho menos eficaces.

Hace un par de meses el filósofo de la Universidad del Ruhr en Bochum (Alemania) Keith Raymond Harris escribía que no importa tanto cuántas personas o qué porcentaje de la población abraza la desinformación y las teorías de la conspiración, sino el perjuicio causado en la población general por la visibilidad de estas ideas. Harris explicaba cómo la teoría de la conspiración de las elecciones fraudulentas en EEUU, instigada por Donald Trump, había llegado a arrastrar a muchas personas a una creencia de que algo «no olía bien». Cuando los niños juegan a «el suelo es lava», decía Harris, nadie lo cree realmente, pero en mayor o menor medida todos actúan como si fuera así. Creemos actuar racionalmente; también las personas conspiranoicas lo creen. Pero en realidad estamos respondiendo a nuestra programación biológica, a guiarnos por el instinto, a dejarnos influir por nuestra experiencia de la realidad en el mundo que nos rodea, nos guste o no.

Y esa influencia es muy poderosa: un estudio publicado recientemente por investigadores de la Universidad de California y la Tecnológica Nanyang de Singapur ha mostrado que un mayor nivel de exposición a las redes sociales se correlaciona con una mayor creencia en conspiranoias sobre la COVID-19 y las vacunas.

Quizá este resultado sorprenda, pero no debería, ya que en realidad es nuestra programación biológica: quien escucha algo por ahí se queda con la idea de que algo no huele bien. Presa de la curiosidad, busca, a veces de manera obsesiva. Se expone a la desinformación. Y acaba cayendo por el rabbit hole, según la expresión utilizada en inglés que es difícil traducir: según otro estudio sobre la susceptibilidad a la desinformación de la COVID-19, este es un sistema de creencias monológico, de todo o nada, donde el paquete completo se acepta en bloque. Cuando haces pop, ya no hay stop, como decía aquel anuncio. ¿5G? ¿Virus artificial? ¿Genocidio planificado? Anything goes.

Pero el estudio de California y Singapur añadía una interesante conclusión, el remedio al problema, y es que existe también una vacuna contra este efecto, un superpoder capaz de cortocircuitar esta respuesta automática: la alfabetización mediática. Los autores testaron a sus voluntarios mediante un cuestionario que evaluaba su conocimiento sobre el mundo de la información y los medios, destinado a medir, entre otras cosas, hasta qué punto sabían cómo funciona el periodismo, cuál es el panorama de los medios, cuáles son los intereses implicados, o cuál es la diferencia entre los meros agregadores de noticias (webs que se limitan a rebotar contenidos ajenos) y los medios que elaboran las informaciones.

Los encuestados con una mayor alfabetización mediática, descubrían los autores, son más inmunes a la exposición a la desinformación en las redes sociales. No es el primer estudio que describe este efecto: al menos otro anterior a la pandemia ya había detectado que la alfabetización mediática protege contra la influencia de la desinformación en las redes sociales.

Hace unos días, a propósito de las turbulencias provocadas por la compra de Twitter por Elon Musk, un informativo sacaba la alcachofa a la calle para preguntar a la gente sobre su uso de esta red social. Un transeúnte de veintitantos años respondía que utilizaba Twitter constantemente para informarse sobre los temas que le interesaban.

Dado que no había más elaboración, no quedó claro si esta persona en concreto se refería a a) que seguía los tuits de los medios y profesionales para dirigirse hacia las informaciones publicadas, o si b) tomaba lo que aparece en Twitter no como una vía hacia la información en sí, sino como la propia información. Pero basta echar un vistazo a nuestro alrededor para comprobar que para muchas personas la opción es la b).

No hay nada raro en todo esto. No hay nada especial en sentirse especial por creer en conspiranoias. Es la respuesta de nuestra programación biológica a un estímulo. Como los macacos, estamos hechos para reaccionar de ese modo. Lo único que puede sacarnos de ese agujero es el conocimiento, la cultura, el pensamiento racional informado. Lo que realmente nos hace humanos, nos distingue del resto de los animales, es nuestra capacidad de negar que el suelo es lava, por mucho que Twitter repita lo contrario.